Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo primero de la primera parte del LIBRO SEGUNDOCapítulo tercero de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo segundo

La fuente principal de las creencias de los pueblos democráticos

Las creencias dogmáticas son más o menos numerosas, según los tiempos. Nacen de modos diferentes y acaso cambian de forma y objeto, mas no se puede impedir que haya creencias dogmáticas; es decir, opiniones que los hombres reciben confiadamente y sin discutirlas. Si cada uno pretendiera formar por sí mismo todas sus opiniones y buscar aisladamente la verdad en el camino abierto por él solo, no es probable que un gran número de hombres tuvieran creencias comunes.

Es fácil comprender, pues, que no puede haber sociedad que prospere sin creencias iguales o mejor, que no hay ninguna que de esta manera subsista, porque sin ideas comunes no hay acción común, y sin acción común no puede haber individuos, pero no un cuerpo social, pues para que haya sociedad y, más todavía, para que prospere, hay necesidad de que todos los ánimos se hallen siempre unidos mediante algunas ideas principales, y esto no puede suceder sin que cada uno de ellos deduzca sus opiniones de un mismo principio y convenga en recibir un determinado número de creencias preparadas de antemano.

Considerando ahora al hombre aparte de los demás, encuentro que las creencias dogmáticas no le son menos indispensables para vivir solo que para obrar en común con sus semejantes.

Si el hombre tuviera la necesidad de probarse a sí mismo todas las verdades de que se sirve diariamente, no acabaría nunca por cierto; se entretendría en demostraciones previas, sin adelantar un paso. Como no tiene tiempo, dada la brevedad de la vida, ni facultades, a causa de los límites de su inteligencia, para obrar de este modo se ve obligado a considerar como ciertos mil hechos y opiniones que no ha tenido ni el tiempo ni el poder de examinar por sí mismo, pero que otros más capacitados hallaron o han adoptado la multitud.

Sobre esta primera base levanta el hombre el edificio de sus ideas propias. Pero no es llevado por su voluntad a obrar así, sino por la inflexible ley de su condición.

No hay filósofo tan grande en el mundo que no funde un millón de creencias en la fe de otro, y que no suponga muchas verdades más de las que hay establecidas. Esto no sólo es necesario, sino conveniente. Un hombre que emprendiese la tarea de examinarlo todo por sí mismo, no podría prestar bastante atención a cada cosa. Este trabajo tendría su espíritu en una agitación perpetua, impidiéndole penetrar profundamente alguna verdad y fijarse con solidez en ella. Su inteligencia sería a la vez independiente y débil. Es necesario, pues, que entre los diversos objetos de las opiniones humanas, elija y adopte muchas creencias sin discutirlas, a fin de profundizar mejor el pequeño número cuyo examen se reserve. Es verdad que todo hombre que recibe una opinión que otro ha emitido esclaviza su inteligencia; pero ésta es una esclavitud útil, que permite hacer buen uso de la libertad.

Es, pues, indispensable que la autoridad se encuentre en algún lado en el mundo intelectual y moral; su puesto varía, pero no desaparece. Así, la cuestión no es saber si existe una autoridad intelectual en los siglos democráticos, sino solamente dónde se halla y hasta dónde se extiende.

Ya he mostrado en el capítulo precedente que la igualdad de condiciones hacía concebir a los hombres una especie de incredulidad por lo sobrenatural, y una idea muy alta y frecuentemente exagerada sobre la razón humana.

Los hombres que viven en estos tiempos de igualdad, son difícilmente conducidos a colocar el poder intelectual a que se someten, ni encima, ni fuera de la humanidad. Así es que siempre buscan en sí mismos o en sus semejantes el origen de la verdad. Esto basta para probar que no podía establecerse en esos siglos una religión nueva, y que todas las tentativas para hacerla nacer, no sólo serán impías, sino ridículas e irracionales. Puede preverse desde luego que los pueblos democráticos no creerán fácilmente en las misiones divinas, se burlarán con gusto de los nuevos profetas y querrán encontrar en los límites de la humanidad y no más allá, el árbitro principal de sus creencias.

Cuando las condiciones son desiguales y los hombres diferentes, hay algunos individuos muy ilustrados y poderosos por su inteligencia, y una multitud muy ignorante y harto limitada. Los que viven en tiempos de aristocracia son conducidos naturalmente a tomar por guía de sus opiniones la razón superior de un hombre o de una clase, encontrándose poco dispuestos a reconocer la infalibilidad de la masa.

En los siglos de igualdad sucede lo contrario, porque a medida que los ciudadanos se hacen más iguales, disminuye la inclinación de cada uno a creer ciegamente a un cierto hombre o en determinada clase. La disposición a creer en la masa se aumenta, y viene a ser la opinión que conduce al mundo.

La opinión común no sólo es el único guía que queda a la razón individual en los pueblos democráticos, sino que tiene en ellos una influencia infinitamente mayor que en ninguna otra parte. En los tiempos de igualdad, los hombres no tienen ninguna fe los unos en los otros a causa de su semejanza; pero esta misma semejanza les hace confiar de un modo casi ilimitado en el juicio del público, porque no pueden concebir que, teniendo todos luces iguales, no se encuentre la verdad al lado del mayor número.

Cuando el hombre que vive en los países democráticos se compara individualmente a todos los que le rodean, conoce con orgullo que es igual a cada uno de ellos; pero cuando contempla la reunión de sus semejantes y viene a colocarse al lado de este gran cuerpo, pronto se abruma bajo su insignificancia y su flaqueza. La misma igualdad que lo hace independiente de cada uno de los ciudadanos en particular, lo entrega aislado y sin defensa a la acción del mayor número.

El público ejerce en los pueblos democráticos un poder singular, del que las naciones aristocráticas ni siquiera tienen idea. No persuade con sus creencias; las impone y las hace penetrar en los ánimos, como por una suerte de presión inmensa del espíritu de todos, sobre la inteligencia de cada uno.

En los Estados Unidos, la mayoría se encarga de suministrar a los individuos muchas opiniones ya formadas, y los aligera de la obligación de formarlas por sí. Existe un gran número de teorías en materia filosófica, de moral o de política, que cada uno adopta, sin examen, sobre la fe del público; y si se mira de cerca, se encontrará con que la religibn misma impera allí menos como doctrina revelada que como opinión común.

Yo sé que entre los norteamericanos las leyes políticas son tales que la mayoría rige soberanamente la sociedad; lo cual aumenta demasiado el imperio que ejerce sobre la inteligencia, porque nada hay más común en el hombre que reconocer una ciencia superior en el que lo oprime.

Esta omnipotencia política de la mayoría en los Estados Unidos aumenta, en efecto, la influencia que las opiniones del público obtendrían sin ella en el juicio de cada ciudadano; pero no la funda. Hay que buscar en la igualdad misma el origen de esta influencia, y no en las instituciones más o menos populares que hombres iguales pueden darse. Debiera creerse que el imperio intelectual del mayor número será menos absoluto en un pueblo democrático sometido a un rey que en el seno de una democracia pura; pero lo cierto es que será siempre absoluto y, cualesquiera que sean las leyes políticas que rijan a los hombres en los siglos de igualdad, se puede prever que la fe en la opinión común vendrá a ser una especie de religión, de la cual es profeta la mayoría.

Así, la autoridad intelectual será diferente, pero no será menor; y, lejos de creer que deba desaparecer, yo conjeturo que fácilmente llegaría a ser muy grande, y que podría suceder que encerrase la acción del juicio individual en límites más estrechos de los que conviene a la grandeza y a la felicidad de la especie humana. Veo claramente en la igualdad dos tendencias: una que conduce al ánimo de cada hombre hacia nuevas ideas, y otra que lo vería con gusto reducido a no pensar. Y concibo cómo bajo el imperio de ciertas leyes, la democracia extinguiría la libertad intelectual que el estado social democrático favorece, de tal suerte que después de haber roto todas las trabas que en tiempos pasados le imponían las clases o los hombres, el espíritu humano se encadenaría estrechamente a la voluntad general del mayor número.

Si a todos los poderes diversos que sujetan y retardan sin término el vuelo de la razón individual, sustituyesen los pueblos democráticos el poder absoluto de una mayoría, el mal no haría sino cambiar de carácter. Los hombres no habrían encontrado los medios de vivir independientes; solamente habrían descubierto, cosa difícil, una nueva fisonomía de la esclavitud. Sobre esto se debe hacer reflexionar profundamente a aquellos que ven en la libertad de la inteligencia una cosa santa, y que no sólo odian al déspota, sino al despotismo. En cuanto a mí, cuando siento que la mano del poder pesa sobre mi frente, poco me importa saber quién me oprime; y por cierto que no me hallo más dispuesto a poner mi frente bajo el yugo, porque me lo presenten un millón de brazos.

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