Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleAdvertencia a los lectores del LIBRO SEGUNDOCapítulo segundo de la primera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

Capítulo primero

Método filosófico de los norteamericanos

Creo que no hay en el mundo civilizado país donde se cuiden menos de la filosofía que en los Estados Unidos. Los norteamericanos no tienen escuela filosófica propia, y se fijan tan poco en las que dividen a Europa, que apenas conocen sus nombres.

Es fácil observar, sin embargo, que casi todos los habitantes de los Estados Unidos dirigen sus actividades intelectuales de la misma manera y las conducen según los mismos principios; es decir, que poseen cierto método filosófico que les es común, sin que jamás hayan cuidado de estudiar sus reglas.

Escapar al espíritu de sistema, al yugo de las costumbres, de las máximas de familia, de las opiniones de clase. y hasta cierto punto de las preocupaciones nacionales; no tomar la tradición sino como un indicio y los hechos presentes como un estudio útil para obrar de otro modo distinto y mejor, buscar por sí mismo y en sí mismo la razón de las cosas y dirigirse al resultado, sin detenerse en los medios, y consultar el fondo sin mirar la forma, tales son los principales rasgos que caracterizan lo que llamaré método filosófico de los norteamericanos. Si voy más adelante y entre estos diversos caracteres busco el principal y el que puede resumir casi todos los demás, descubro que en la mayor parte de las operaciones del entendimiento, cada norteamericano recurre solamente al esfuerzo individual de su razón.

Norteamérica es, pues, uno de los países del mundo en donde se estudian menos los preceptos de Descartes y en donde se siguen con más exactitud. Esto no debe sorprender: los norteamericanos no leen las obras de Descartes, porque su estado social los distrae de los estudios especulativos, y si siguen sus máximas, es porque este mismo estado social dispone naturalmente su espíritu a adoptarlas.

En medio del movimiento continuo que impera en el seno de una sociedad democrática, el lazo que une las generaciones entre ellas se afloja o se rompe, y cada uno pierde fácilmente el rastro de las ideas de sus abuelos o se fija muy poco en ellas.

Los hombres que viven en una sociedad semejante, no pueden tampoco apoyar sus creencias en las opiniones de la clase a que ellos pertenecen, porque ya no hay, por así decirlo, clases, y las que aún existen; se componen de elementos tan débiles y movedizos que el cuerpo no puede ejercer un verdadero poder sobre sus miembros.

En cuanto a la acción que puede ejercer la inteligencia de un hombre sobre la de otro, necesariamente ha de ser muy limitada en un país donde los ciudadanos, casi todos iguales, se ven tan de cerca, y no advirtiendo en ninguno de ellos las señales de una grandeza y de una superioridad incontestables, se vuelven sin cesar hacia su propia razón, como el origen más visible y más próximo de la verdad. Entonces, no sólo se destruye la confianza en tal o cual hombre, sino hasta el gusto de creer a cualquiera bajo su palabra. Cada uno se encierra dentro de sí mismo, y desde allí pretende juzgar al mundo.

Esta costumbre de los norteamericanos de buscar en sí mismos las reglas del discernimiento, conduce su espíritu a otros hábitos, pues viendo que pueden resolver sin ningún auxilio las pequeñas dificultades que presenta su vida práctica, deducen fácilmente que nada hay en el mundo inexplicable, y que nada se extiende más allá de los límites de la inteligencia. Así es que ellos niegan lo que no pueden comprender, dando por lo mismo muy poco crédito a lo extraordinario, y concibiendo una repugnancia casi invencible por lo sobrenatural.

Como tienen costumbre de referirse a su propio testimonio, desean ver con claridad el objeto que les ocupa, desembarazándolo cuanto pueden del velo que lo cubre y alejando todo lo que los separa de él y se lo oculta, a fin de observarlo más de cerca y a plena luz. Esta disposición de su espíritu los conduce a despreciar las formas, que consideran como velos inútiles colocados entre ellos y la verdad. No han tenido, pues, necesidad de aprender en los libros su método filosófico, porque lo han encontrado en sí mismos. Otro tanto ha sucedido en Europa, donde este método no se ha establecido y generalizado sino a medida que las condiciones han llegado a ser más iguales y los hombres más semejantes.

Consideremos, por un momento, el encadenamiento de los tiempos. En el siglo XVI, los reformadores someten a la razón individual algunos de los dogmas de la antigua fe, pero continúan substrayendo a la discusión todos los demás. En el XVII, Bacon, en las ciencias naturales y Descartes, en la filosofía propiamente dicha, anulan las fórmulas recibidas, destruyen el imperio de las tradiciones y trastornan la autoridad del maestro.

Los filósofos del siglo XVIII generalizan, en fin, el mismo principio y tratan de someter al examen individual de cada hombre el objeto de todas sus creencias. ¿Quién no ve que Lutero, Descartes y Voltaire se sirvieron del mismo método y que no difieren sino en el mayor o menor uso que han pretendido que de él se haga? ¿De dónde viene que los reformadores se hayan encerrado tan estrechamente en el círculo de las ideas religiosas? ¿Por qué Descartes, no queriendo servirse de su método sino en ciertas materias, aunque lo hubiese puesto en condiciones de aplicarse a todas, declaró que no debían juzgarse por sí mismo sino las cosas filosóficas, pero no las políticas? ¿Cómo es que en el siglo XVIII se han sacado, de golpe, de este mismo método aplicaciones generales que Descartes y sus predecesores no habían conocido o habían rehusado descubrir? ¿De dónde viene, en fin, que en esta época el método de que hablamos saliese súbitamente de las escuelas para penetrar en la sociedad y venir a ser la regla común de la inteligencia y que después de haber sido popular entre los franceses se haya adoptado manifiestamente o seguido en secreto por todos los pueblos de Europa?

El método filosófico pudo nacer en el siglo XVI, y fijarse y generalizarse en el XVII; pero no podía ser comúnmente adoptado en ninguno de los dos, porque las leyes políticas, el estado social y los hábitos del entendimiento que emanan de estas primeras causas, se oponían a ello. Descubierto en una época en que los hombres empezaban a igualarse o a parecerse, no podía ser seguido por la generalidad, más que en tiempos en que las condiciones viniesen a ser iguales y los hombres casi semejantes. El método filosófico del siglo XVIII no es sólo francés, sino democrático, y he aquí por qué ha sido tan fácilmente admitido en toda Europa, cuyo aspecto ha contribuido tanto a cambiar. El trastorno que los franceses han ocasionado en el mundo no consiste en que hayan cambiado sus antiguas creencias, sino en que han sido los primeros en extender y sacar a la luz un método filosófico con cuyo auxilio se podía atacar fácilmente a todas las cosas antiguas y abrir el camino para las nuevas.

Si se me preguntase ahora por qué tal método se sigue hoy con más rigor y se aplica con más frecuencia entre los franceses que entre los norteamericanos, en cuyo seno la igualdad es más completa y más antigua, responderé que eso depende de dos circunstancias que, desde luego, procuraré hacer comprender bien.

La religión es la que ha dado origen a las sociedades angloamericanas, de lo cual es preciso no hacer abstracción. En los Estados Unidos, la religión se mezcla en todos los usos nacionales y con todos los sentimientos que hace nacer la patria, y esto le da una fuerza particular. A esta razón poderosa se añade otra, que no lo es menos. En Norteamérica, la religión se ha puesto, por decirlo así, ella misma sus límites; el orden religioso es enteramente distinto del orden político, de suerte que han podido cambiarse las leyes antiguas sin alterar las antiguas creencias.

El cristianismo ha conservado, pues, un grande imperio en el espíritu de los norteamericanos, y debe observarse sobre todo que no reina como una filosofía que se adopta después de examinarla, sino como una religión que se cree sin discutirla.

En los Estados Unidos, las sectas cristianas varían sin término y se modifican constantemente; pero el cristianismo es un hecho establecido e irresistible que nadie pretendiÓ allí atacar ni defender.

Los norteamericanos, habiendo admitido sin examen los principales dogmas de la religión cristiana, se ven obligados a recibir del mismo modo un gran número de verdades que dependen y nacen de éstos; lo cual encierra en límites estrechos el análisis individual y le sustrae muchas de las más importantes opiniones humanas.

La otra circunstancia de que he hablado es ésta: los norteamericanos tienen un Estado social y una constitución democrática; pero no han tenido revolución democrática, sino que han llegado casi como hoy se hallan al suelo que ocupan, y esto merece atención.

No hay revolución que no conmueva las antiguas creencias, debilite la autoridad y oscurezca las ideas comunes. Toda revolución tiende a entregar a los hombres a sí mismos y abrir ante el espíritu de cada uno un espacio vacío y sin límites.

Cuando las condiciones llegan a igualarse, después de una larga lucha entre las diversas clases de que se formaba la antigua sociedad, la envidia, el odio y el desprecio de los otros, y el orgullo y la confianza extremada en si mismo invaden, por decirlo así, el corazón humano, y fijan en él por algÚn tiempo su dominio. Esto, independientemente de la igualdad. contribuye poderosamente a dividir a los hombres a hacer que desconfíen los unos de los otros y a que no busquen la razón sino en sí mismos.

Cada uno trata entonces de bastarse a sí propio, y hace depender su orgullo de formarse sobre todas las cosas creencias que le sean peculiares. Los hombres se relacionan por intereses, mas no por ideas y podría decirse que las opiniones humanas se agitan por todos lados, sin fijarse ni reunirse.

Así, la independencia de espíritu que la igualdad supone, no es nunca tan grande ni parece tan excesiva, como en el momento en que ésta empieza a establecerse, y mientras dura el penoso trabajo que la funda. Debe distinguirse con cuidado, pues, la clase de libertad intelectual que la igualdad produce, de la anarquía que la revolución trae COnsigo. Considérense aparte cada una de estas dos cosas, para no concebir ni esperanzas, ni temores exagerados del porvenir.

Creo que los hombres que vivan en las sociedades nuevas harán frecuentemente uso de su razón individual; pero estoy muy lejos de pensar que abusen de ella a menudo.

Esto depende de una causa más generalmente aplicable a todos los países democráticos, y que al fin debe retener dentro de límites fijos, algunas veces estrechos, la independencia individual del pensamiento.

Voy a explicarla en el capítulo siguiente.

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