Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleSegunda parte del capítulo quinto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROCapítulo séptimo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo sexto

Cuáles son las ventajas reales que la sociedad norteamericana obtiene del gobierno de la democracia

Antes de comenzar el presente capítulo, siendo la necesidad de recordar al lector lo que ya he indicado varias veces en el curso de este libro.

La constitución política de los Estados Unidos me parece una de las formas que la democracia puede dar a su gobierno; pero no considero las instituciones norteamericanas como las únicas y las mejores que un pueblo democrático debe adoptar.

A! dar a conocer qué bienes obtienen los norteamericanos del gobierno de la democracia, estoy lejos de pretender ni de pensar que parecidas ventajas pueden ser logradas con la sola ayuda de las mismas leyes.




La tendencia general de las leyes bajo el imperio de la democracia norteamericana y el instinto de quienes las aplican

Los vicios de la democracia se ven de repente - Sus ventajas no se perciben sino a la larga - La democracia norteamericana es a menudo inhábil, pero la tendencia general de sus leyes es provechosa - Los funcionarios públicos, bajo la democracia norteamericana, no tienen intereses permanentes que difieran de los del mayor número - Lo que de eso resulta.




Los vicios y las debilidades del gobierno de la democracia se ven sin dificultad. Se demuestran por hechos patentes, en tanto que su influencia saludable se ejerce de manera insensible y, por decirlo así, oculta. Sus defectos llaman la atención a primera vista, pero sus cualidades no se descubren sino a la larga.

Las leyes de la democracia norteamericana son a menudo defectuosas o incompletas. Ocurre que violan derechos adquiridos o sancionan otros peligrosos. Aunque fuesen buenas, su frecuencia representaría aún un gran mal. Todo esto se percibe al primer golpe de vista.

¿De dónde viene, pues, que la confederación norteamericana, se mantenga y progrese?

Se debe distinguir en las leyes, con cuidado, el fin que persiguen de la manera como caminan hacia ese fin; su bondad absoluta de la que no es sino relativa.

Supongo que el objeto del legislador es favorecer los intereses de un pequeño número a expensas de los más; sus disposiciones están combinadas para obtener el resultado que se propone en el menor tiempo y con el menor esfuerzo posible. Si la ley está bien hecha, pero su objeto es malo, será peligrosa en proporción a su misma eficacia.

Las leyes de la democracia tienden, en general, al bien del mayor número, puesto que emanan de la mayoría de los ciudadanos, la cual puede engañarse; pero no puede tener un interés contrario a ella misma.

Las de la aristocracia tienden, por el contrario, a monopolizar en manos del pequeño número la riqueza y el poder, porque la aristocracia forma siempre por su naturaleza una minoría.

Se puede decir, de una manera general, que el objeto de la democracia, en su legislación, es más útil a la humanidad que el objeto de la aristocracia en la suya.

Pero ahí terminan sus ventajas.

La aristocracia es infinitamente más hábil en el arte de legislar que lo que puede serlo la democracia. Dueña de sí misma, no está sujeta a arrebatos pasajeros; tiene largos designios que sabe madurar hasta que la ocasión favorable se presente. La aristocracia procede sabiamente; conoce el arte de hacer convergir al mismo tiempo, hacia el mismo punto, la fuerza colectiva de todas sus leyes.

No sucede así con la democracia: sus leyes son casi siempre defectuosas e intempestivas.

Los medios de la democracia son más imperfectos que los de la aristocracia: a menudo trabaja, sin quererIo, contra sí misma; pero su objeto es más útil.

Imaginad una sociedad que la naturaleza o su constitución haya organizado para soportar la acción pasajera de las leyes malas y que pueda esperar el resultado de la tendencia general de las leyes, y podréis concebir que el gobierno de la democracia, a pesar de sus defectos, es aún el más propio para hacer prosperar esa sociedad.

Es precisamente lo que acontece en los Estados Unidos. Repito aquí lo que ya expresé en otro lugar; el gran privilegio de los norteamericanos es poder cometer faltas reparables.

Diré algo análogo sobre los funcionarios públicos.

Es fácil de ver que la democracia norteamericana se engaña a menudo en la elección de los hombres a quienes confía el poder; pero no es tan fácil decir por qué el Estado prospera en sus manos.

Observad ante todo que si en un Estado democrático los son menos honrados o menos capaces, los gobernados son más ilustrados y más atentos.

El pueblo, en las democracias, ocupado como está sin cesar de sus negocios y celoso de sus derechos, impide a sus representantes apartarsé de cierta línea general que su interés le traza.

Observad aún que si el magistrado democrático utiliza peor el poder, lo disfruta en general menos tiempo.

Pero hay una razón más general que ésa, y más satisfactoria.

Importa sin duda, para bien de las naciones, que los gobernantes tengan virtudes o talento; pero lo que tal vez les importa todavía más, es que los gobernantes no tengan intereses contrarios a la masa de los gobernados; porque, en ese caso, las virtudes podrían llegar a ser casi inútiles y el talento funesto.

He dicho que importaba que los gobernantes no tengan intereses contrarios o diferentes a la masa de los gobernados; no he sostenido que importaba que tuvieran intereses semejantes a los de todos los gobernados, porque no sé que tal cosa haya acontecido hasta ahora.

No se ha descubierto todavía forma política que favorezca igualmente el desarrollo y la prosperidad de todas las clases de que la sociedad se compone. Esas clases han continuado formando como otras tantas naciones disuntas dentro de la misma nación, y la experiencia prueba que es casi tan peligroso atenerse a ninguna de ellas para la suerte de las demás, como hacer de un pueblo el árbitro de los destinos de otro. Cuando los ricos solos gobiernan, el interés de los pobres está siempre en peligro; y cuando los pobres hacen la ley, el de los ricos corre grandes azares. ¿Cuál es, pues, la ventaja de la democracia? La ventaja real de la democracia no es, como se ha dicho, favorecer la prosperidad de todos, sino solamente servir al bienestar del mayor número.

Los que están encargados, en los Estados Unidos, de dirigir los negocios del público, son a menudo inferiores en capacidad y en moralidad a los hombres que la aristocracia llevaría al poder; pero su interés se confunde y se identifica con el de la mayoría de sus conciudadanos. Pueden cometer frecuentes infidelidades y graves errores, pero no seguirán jamás sistemáticamente una tendencia hostil a esa mayoría; y no sucede nunca que impriman al gobierno un rumbo exclusivo y peligroso.

La mala administración de un magistrado, bajo la democracia, es por otra parte un hecho aislado que no tiene influencia sino durante la corta duración de tal administración. La corrupción y la incapacidad no son intereses comunes que puedan ligar entre sí a los hombres de manera permanente.

Un magistrado corrompido o incapaz, no combinará sus esfuerzos con otro magistrado, por la sola razón de que este último es tan incapaz y corrompido como él, y esos dos hombres no trabajarán jamás de consuno para hacer florecer la corrupción y la incapacidad en sus descendientes. La ambición y las maniobras del uno servirán, al contrario, para desenmascarar al otro. Los vicios del magistrado, en las democracias, son en general enteramente personales.

Pero los hombres públicos, bajo el gobierno de la aristocracia, tienen un interés de clase que, si se confunde a veces con el de la mayoría, suele ser a menudo distinto. Ese interés forma entre ellos un lazo común y durable; los invita a unir y a combinar sus esfuerzos hacia una meta que no es siempre la felicidad del mayor número; no liga solamente a los gobernantes unos con otros, los une también con un número considerable de gobernados, porque muchos ciudadanos, sin estar revestidos de ningún empleo, forman parte de la aristocracia.

El magistrado aristocrático encuentra un apoyo constante en la sóciedad, al mismo tiempo que encuentra otro en el gobierno.

Ese objeto común que, en las aristocracias, une a los magistrados al interés de una parte de sus contemporáneos, los identifica y los somete, por decirlo así, al de generaciones futuras. Trabajan para el porvenir tanto como para el presente. El magistrado aristocrático es impulsado a la vez hacia un mismo punto por las pasiones de los gobernados y por las suyas propias, y podría decirse casi que por las pasiones de su posteridad.

¿Cómo sorprenderse si no resiste? Así se ve a menudo en las aristocracias cómo el espíritu de clase arrastra a los mismos que no corrompe, acomoda poco a poco la sociedad a su uso, sin darse cuenta y la prepara para sus descendientes.

No sé si ha existido alguna vez una aristocracia tan liberal como la de Inglaterra, que haya suministrado al gobierno del país, sin interrupción, hombres tan dignos y tan ilustrados.

Es, sin embargo, fácil de reconocer que, en la legislación inglesa, el bien del pobre concluyó por ser a menudo sacrificado al del rico y los derechos del mayor número a los privilegios de algunos tan sólo. Así Inglaterra, en nuestros días, reúne en su seno todo lo que la fortuna tiene de más extremado y miserias que igualan casi su poder y su gloria.

En los Estados Unidos, donde los funcionarios públicos no tienen interés de clase que hacer prevalecer, la marcha general y continua del gobierno es benéfica, aunque los gobernantes sean a veces inhábiles y algunas veces despreciables.

Hay, pues, en el fondo de las instituciones democráticas, una tendencia oculta que hace a los hombres contribuir a menudo a la prosperidad general, a pesar de sus vicios o de sus errores, en tanto que, en las instituciones aristocráticas, se descubre a veces una tendencia secreta que, a despecho de los talentos y de las virtudes, la arrastra a contribuir a la miseria de sus semejantes. Así es cómo sucede que, en los gobiernos aristocráticos, los hombres públicos hagan el mal sin quererlo y en las democracias produzcan el bien sin haberlo pensado.




El espíritu público en los Estados Unidos

Amor instintivo a la patria - Patriotismo reflexivo - Sus diferentes caracteres - Que los pueblos deben tender con todas sus fuerzas hacia el segundo, cuando el primero desaparece - Esfuerzos que han hecho los norteamericanos para conseguirlo - El interés del individuo íntimamente ligado con el del país.




Existe un amor a la patria que tiene principalmente su fuente en el sentimiento irreflexivo, desinteresado e indefinible, que liga el corazón del hombre a los lugares que le vieron nacer. Ese amor instintivo se confunde con el cariño a las costumbres antiguas, con el respeto a nuestros mayores y el recuerdo del pasado. Los que lo experimentan quieren a su país como a la casa paterna. Gustan la tranquilidad de que allí disfrutan; se encariñan con los apacibles hábitos que contrajeron; se sienten ligados a los recuerdos y encuentran cierta dulzura al vivir en la obediencia. A menudo ese amor a la patria se halla todavía exaltado por el celo religioso, y entonces logra prodigios. Viene a ser como una especie de religión y no razonan, ni creen, ni sienten, ni eligen. Ha habido pueblos que han personificado, en cierto modo, a la patria, y la vincularon al príncipe. Han llevado hasta él una parte de los sentimientos de que el patriotismo se compone y se han sentido orgullosos de sus triunfos y de su poder. Hubo un tiempo, bajo la antigua monarquía, en que los franceses experimentaban una suerte de júbilo al sentirse entregados sin recurso al arbitrio del monarca, y decían con orgullo: Vivimos bajo el rey más poderoso del mundo.

Como todas las pasiones irreflexivas, ese amor al país impulsa a grandes esfuerzos pasajeros más bien que a la continuidad de los esfuerzos. Después de haber salvado al Estado en tiempo de crisis, lo deja a veces languidecer en el seno de la paz.

Cuando los pueblos son todavía sencillos en sus costumbres y firmes en su creencia; cuando la sociedad reposa dulcemente sobre un orden de cosas antiguo, cuya legitimidad no es discutida, se ve reinar ese amor a la patria.

Hay otro más racional que ése; menos generoso, menos ardiente tal vez, pero más fecundo y durable. Nace de la cultura, se desarrolla con ayuda de las leyes, crece en el ejercicio de los derechos y acaba en cierto modo por confundirse con el interés personal. El individuo comprende la influencia que tiene el bienestar del país sobre el suyo propio; sabe que la ley le permite contribuir a producir ese bienestar y se interesa por la prosperidad de su país, primero como una cosa que le es útil y en seguida como su propia obra.

Pero ocurre a veces en la vida de los pueblos que llega un momento en que las costumbres antiguas han cambiado o han sido destruidas, las creencias quebrantadas y el prestigio de los recuerdos desvanecido, donde sin embargo las luces han permanecido ocultas y los derechos políticos mal asegurados o restringidos. Los hombres, entonces, ya no ven a la patria más que como un resplandor débil y dudoso; no la simbolizan ya ni en la tierra, que ha llegado a ser a sus ojos una tierra inanimada; ni en las costumbres de sus abuelos, que les han enseñado a mirar como un juego; ni en las leyes, que no hacen; ni en el legislador, que temen y desprecian. No la ven, pues, en ninguna parte, ni con sus propios rasgos ni con otros, y se retiran en un egoísmo estrecho y oscuro. Esos hombres temen a los prejuicios sin reconocer el imperio de la razón; no tienen ni el patriotismo instintivo de la monarquía, ni el patriotismo reflexivo de la República; pero se detienen entre ambos, en medio de la confusión y la miseria.

¿Qué hacer en semejante estado? Retroceder. Pero los pueblos no retornan a los sentimientos de su juventud como los hombres no vuelven a tener los gustos inocentes de su primera edad. Pueden echarlos de menos, pero no hacerlos renacer. Es necesario, pues, caminar hacia adelante y apresurarse a unir a los ojos del pueblo el interés individual y el interés del país, porque el amor desinteresado hacia la patria huye para no volver.

Estoy ciertamente lejos de pretender que, para llegar a ese resultado, se deba conceder de repente el ejercicio de los derechos políticos a todos los hombres; pero digo que el medio más poderoso, y quizá el único que nos queda, para interesar a los hombres en la suerte de su patria, es el de hacerles participar en su gobierno. En nuestros días, el espíritu local me parece inseparable del ejercicio de los derechos políticos; y creo que desde ahora se verá aumentar o disminuir en Europa el número de ciudadanos en proporción a la extensión de esos derechos.

¿De dónde viene que en los Estados Unidos, donde los habitantes llegaron ayer al suelo que ocupan, sin haber llevado ni usos ni recuerdos, donde se encuentran por primera vez sin conocerse, donde, por decirlo así, el instinto de patria puede apenas existir; de dónde viene que cada uno se interese en los asuntos de su comuna, de su cantón y del Estado como si fueran propios? Es que cada uno, en su esfera, toma parte activa en el gobierno de la sociedad.

El hombre del pueblo, en los Estados Unidos, ha comprendido la influencia que ejerce la prosperidad general sobre su dicha, idea tan simple y, sin embargo, tan poco conocida del pueblo. Además, se ha acostumbrado a mirar esa prosperidad como su propia obra. Ve en la fortuna pública su propia fortuna, y trabaja por el bien del Estado, no solamente por deber o por orgullo, sino que me atrevería casi a decir que por codicia también.

No hay necesidad de estudiar las instituciones de los norteamericanos para conocer la verdad de lo que precede. Las costumbres nos informan bastante bien. El norteamericano, al tomar parte en todo lo que se hace en su país, se cree interesado en defender todo lo que se critica de su patria; porque no es solamente a su país al que atacan entonces, es a él mismo. Por eso se ve que su orgullo nacional recurre a todos los artificios y desciende a todas las puerilidades de la vanidad individual.

No hay nada más incómodo en el transcurso de la vida diaria que ese patriotismo irritable de los norteamericanos. El extranjero acepta de buen grado alabado en su país; pero quiere que le permitan censurar alguna cosa, y eso es lo que se le impide absolutamente.

Norteamérica es un país de libertad donde, para no herir a nadie, el extranjero no debe hablar libremente ni de los particulares, ni del Estado, ni de los gobernados, ni de los gobernantes, ni de las empresas públicas, ni de las empresas privadas; de nada en fin de lo que uno encuentra, sino tal vez del clima y del suelo; y todavía puede uno encontrar norteamericanos prestos a defender uno y otro, como si hubieran contribuido a formarlos.

En nuestros días, es necesario saber tomar partido y atreverse a elegir entre el patriotismo de todos y el gobierno del pequeño número; porque no se pueden reunir a la vez la fuerza y la actividad sociales que da el primero, con las garantías de tranquilidad que proporciona alguna veces el segundo.




La idea de los derechos en los Estados Unidos

No hay grandes pueblos sin idea de los derechos - Cuál es el medio de dar al pueblo la idea de los derechos - Respeto a los derechos en los Estados Unidos - De dónde nace.




Después de la idea general de la virtud, no se que haya ninguna mejor que la de los derechos, o más bien esas dos ideas se confunden. La idea de los derechos no es otra cosa que la idea de la virtud introducida en el mundo político.

Fue con la idea de los derechos cómo los hombres definieron lo que eran la licencia y la tiranía. Ilustrado por ella, cada uno pudo mostrarse independiente sin arrogancia, y sumiso sin bajeza. El hombre que obedece a la violencia se doblega y se rebaja; pero, cuando se somete al derecho de mandar que reconoce a su semejante, se eleva en cierto modo sobre el mismo que lo manda. No hay grandes hombres sin virtud y sin respeto a los derechos no hay sociedad; porque, ¿qué es una reunión de seres racionales e inteligentes cuyo único lazo es la fuerza?

Me pregunto cuál es, en nuestros días, el medio de inculcar a los hombres la idea de los derechos y hacerles por decirlo así entrar esa idea por los ojos. No veo más que un solo medio, y es el concederles a todos el ejercicio pacífico de ciertos derechos. Esto se ve bien en los niños, que son hombres carentes sólo de fuerza y experiencia. Cuando el niño comienza a moverse en medio de los objetos exteriores, el instinto le inclina a utilizar todo lo que encuentra a su alcance. No tiene idea de la propiedad de los demás, ni siquiera de su existencia; pero, a medida que conoce del valor de las cosas y que descubre que pueden a su vez despojarle de ellas, se vuelve más circunspecto y acaba por respetar en sus semejantes lo que quiere que respeten en él.

Lo que sucede al niño con sus juguetes acontece al hombre con todos los objetos que le pertenecen. ¿Por qué en Norteamérica, país de democracia por excelencia, nadie formula contra la propiedad esas quejas que a menudo resuenan en Europa? Es que en Norteamérica no hay proletarios. Cada individuo, al tener un bien que defender, reconoce el principio del derecho de propiedad.

En el mundo político, sucede lo mismo. En Norteamérica, el hombre del pueblo ha concebido una alta idea de los derechos políticos, porque tiene derechos políticos; no ataca los de los demás, para que no se violen los suyos. Y en tanto que en Europa ese mismo hombre desconoce hasta la autoridad soberana, el norteamericano se somete sin murmurar al poder del menor de sus magistrados.

Esta verdad aparece hasta en los menores detalles de la existencia de los pueblos. En Francia, hay pocos placeres reservados exclusivamente a las clases superiores de la sociedad; el pobre es admitido casi en todas partes a donde el rico puede entrar. Así se le ve conducirse con decencia y respetar todo lo que sirve a los goces que comparte. En Inglaterra, donde la riqueza tiene tanto el privilegio de la alegría como el monopolio del poder, se quejan de que cuando el pobre logra introducirse furtivamente en el lugar destinado a los placeres del rico, gusta de causar en él perjuicios y deterioros inútiles: ¿cómo sorprenderse de eso? se ha tenido cuidado de que no tenga nada que perder.

El gobierno de la democracia hace llegar la idea de los derechos políticos hasta el menor de los ciudadanos, como la división de los bienes pone la idea del derecho de propiedad en general al alcance de todos los hombres. Ése es uno de sus mayores méritos, a mis ojos.

No digo que sea cosa fácil enseñar a todos los hombres a servirse de los derechos políticos. Digo solamente que, cuando eso puede realizarse, los efectos resultantes son muy importantes.

Y añado que si hay un siglo en que parecida empresa deba ser intentada, ese siglo es el nuestro.

¿No veis que las religiones se debilitan y que la noción divina de los derechos desaparece? ¿No descubrís que las costumbres se alteran, y que con ellas se borra la noción moral de los derechos?

¿No percibís que en todas partes las creencias dejan lugar a los razonamientos, y los sentimientos a los cálculos? Si, en medio de ese desquiciamiento universal, no lográis unir la idea de los derechos al interés personal, que se ofrece como el único punto inmóvil en el corazón humano, ¿qué os quedará para gobernar, sino el miedo?

Cuando se me dice que las leyes son débiles y los gobernados turbulentos; que las pasiones están vivas y la virtud no tiene poder, y que en esta situación no hay que pensar en aumentar los derechos de la democracia, respondo que es a causa de esas mismas cosas por lo que yo creo que es preciso pensar y, en verdad, pienso que los gobiernos están más interesados todavía que la sociedad, porque los gobiernos perecen y la sociedad no puede morir. Por lo demás, no quiero abusar del ejemplo de Norteamérica.

En Norteamérica, el pueblo ha sido revestido de derechos políticos en una época en que le era difícil hacer de ellos mal uso, porque los ciudadanos eran pocos y sencillos en sus costumbres. Al aumentar, los norteamericanos no han acrecentado por decirlo así los poderes de la democracia; sino que más bien han extendido sus dominios.

No se puede dudar de que el momento en que se concedan derechos políticos a un pueblo que ha sido privado de ellos hasta entonces, es un momento de crisis, crisis a menudo necesaria, pero siempre peligrosa.

El niño da la muerte cuando ignora el precio de la vida; arrebata la propiedad de otro antes de saber que pueden quitarle la suya. El hombre del pueblo, en el instante en que se le conceden derechos políticos, se encuentra con relación a sus derechos en la misma posición que el ñiño frente a toda la naturaleza, y es el caso de aplicarle la célebre frase: Homo puer robustus.

Esta verdad se descubre en la misma Norteamérica. Los Estados donde los ciudadanos gozan más antiguamente de sus derechos son aquellos donde saben servirse mejor de ellos.

No se podrá repetir bastante que nada es más fecundo en maravillas que el arte de ser libre; pero no hay nada más duro que el aprendizaje de la libertad. No sucede lo mismo con el despotismo. El despotismo se presenta a menudo como el reparador de todos los males sufridos. Es el apoyo del buen derecho, el sostén de los oprimidos y el fundador del orden. Los pueblos se adormecen en el seno de la prosperidad momentánea; y, cuando despiertan, son miserables. La libertad, al contrario, nace de ordinario en medio de las tormentas, se establece penosamente entre las discordias civiles y solamente cuando es ya vieja se pueden conocer sus beneficios.




Respeto a la ley en los Estados Unidos

Respeto de los norteamericanos a la ley - Amor paternal que experimentan por ella - Interés personal que cada uno encuentra en aumentar el poder de la ley.




No es siempre fácil llamar al pueblo entero, directa o indirectamente, a la confección de la ley; pero no se podrá negar que, cuando es factible, no por eso la ley adquiere gran autoridad. Este origen popular, que perjudica a menudo la bondad y la sabiduría de la legislación, contribuye singularmente a su poder.

Hay en la expresión de las voluntades de todo un pueblo una fuerza prodigiosa. Cuando aparece a la luz del día, la imaginación misma de los que quisieran luchar contra ella, se ve como abatida.

La verdad de esto es bien conocida de los partidos.

Por ello se les ve poner en duda la mayoría donde quiera que pueden. Cuando falta entre quienes votaron, la colocan entre los que se abstuvieron de votar y, cuando allí todavía llega a escapárseles, la descubren en el seno de aquellos que no tenían derecho de votar.

En los Estados Unidos, excepto los esclavos, los domésticos y los indigentes mantenidos por las comunas, no hay nadie que no sea elector, y que con este título no concurra indirectamente a la ley. Los que quieren atacar las leyes están, pues, reducidos a hacer ostensiblemente una de estas dos cosas: o cambiar la opinión de la mayoría o pisotear su voluntad.

Añádase a esta primera razón esta otra más directa y poderosa: que en los Estados Unidos cada ciudadano tiene una especie de interés personal en que todos obedezcan a las leyes, porque el que ahora no forma parte de la mayoría estará quizá mañana en sus filas, y ese respeto que profesa de momento hacia la voluntad del legislador, tendrá bien pronto ocasión de exigido para las suyas. Por molesta que sea la ley, el habitante de los Estados Unidos se somete a ella sin trabajo, no solamente como a la obra del mayor número, sino también como a la suya propia, porque la considera desde el punto de vista de un contrato en el que hubiera tomado parte.

No se ve, pues, en los Estados Unidos una multitud numerosa y siempre turbulenta que, mirando la ley como un enemigo natural, sólo eche sobre ella miradas de temor y de sospecha. Es imposible, al contrario, no percibir que todas las clases muestran una gran confianza en la legislación que rige el país, y sienten por ella una especie de amor paternal.

Me engaño al decir que todas las clases. En Norteamérica, la escala europea de los poderes, está invertida y los ricos se encuentran en una posición análoga a la de los pobres en Europa. Son ellos los que a menudo desconfían de la ley. Ya lo dije antes: la ventaja real del gobierno democrático no es la de garantizar los intereses de todos, así como lo han pretendido alguna vez, sino solamente de proteger los del mayor número. En los Estados Unidos, donde el pobre gobierna, los ricos tienen siempre que temer que llegue a abusar contra ellos de su poder.

Esta disposición del espíritu de los ricos puede producir un descontento sordo; pero lá sociedad no se ve con ello violentamente perturbada, porque la razón que impide al rico conceder su confianza al legislador le impide desafiar sus órdenes. No hace la ley porque es rico, y no se atreve a violarla a causa de su riqueza. En las naciones civilizadas, en general, sólo los que nada tienen que perder se rebelan. Así, pues, si las leyes de la democracia no son siempre respetables, son casi siempre respetadas; porque aquellos que, en general, violan las leyes, no pueden dejar de obedecer las que hicieron y de las que se aprovechan, y los ciudadanos que podrían tener interés en infringirlas se ven inclinados, por carácter y por posición a someterse a la voluntad, cualquiera que sea, del legislador. Por lo demás, el pueblo, en Norteamérica, no obedece solamente a la ley porque es sU obra, sino también porque puede cambiarla, cuando por casualidad lo hiere. Se somete a ella primero como a un mal que se impuso a sí mismo, y en seguida como a un mal pasajero.




Actividad que domina en todas las partes del cuerpo político en los Estados Unidos e influencia que ejerce sobre la sociedad

Es más difícil concebir la actividad política que domina en los Estados Unidos que la libertad o la igualdad que allí se encuentran - El gran movimiento que agita sin cesar a los legisladores no es sino un episodio, una prolongación de ese movimiento universal - Dificultad que encuentra el norteamericano en no ocuparse sino de sus propios negocios - La agitación política se propaga a la sociedad civil - Actividad industrial de los norteamericanos que proviene en parte de esta causa - Ventajas indirectas que obtiene la sociedad del gobierno de la democracia.




Cuando se pasa de un país libre a otro que no lo es, se siente uno sorprendido por un espectáculo extraordinario: allí, todo es actividad y movimiento; aquí, todo parece tranquilo e inmóvil. En el uno, no se trata sino de mejoramiento y de progreso; se diría que la sociedad, en el otro, después de haber adquirido todos los bienes, no aspira sino a descansár para gozar de ellos. Sin embargo, el país que se impone tanta agitación para ser feliz es en general más rico y próspero que el que parece tan satisfecho de su suerte. Y, al considerarlos a ambos, cuesta trabajo concebir cómo tantas necesidades nuevas se dejan sentir cada día en el primero, en tanto que parecen sentirse tan pocas en el segundo.

Si esta observación es aplicable a los países libres que han conservado la forma monárquica y a aquellos donde la democracia domina, lo es mucho más todavía en las Repúblicas democráticas. Allí, no es ya una parte del pueblo la que emprende la mejora del estado de la sociedad. El pueblo entero se encarga de este cuidado. No se trata solamente de proveer a las necesidades y a las comodidades de una clase, sino a las de todas las clases al mismo tiempo.

No es imposible concebir la inmensa libertad de que disfrutan los norteamericanos. Se puede uno formar la idea de su extremada igualdad; pero lo que no se podrá comprender sin haber sido ya testigo, es la actividad política que domina en los Estados Unidos.

Apenas habéis desembarcado en suelo de Norteamérica, os encontráis en medio de una especie de tumulto; un clamor confuso se eleva por todas partes; mil voces llegan al mismo tiempo a vuestro oído y cada una expresa algunas necesidades sociales. En torno nuestro todo se agita: aquí, los habitantes de un pueblo se han reunido para saber si se debe construir una iglesia; allá, se trabaja en la elección de un representante; más lejos, los diputados de un cantón se dirigen a toda prisa a la ciudad, a fin de proveer a ciertas mejoras sociales; en otro lugar, son los cultivadores de una aldea los que abandonan sus surcos para ir a discutir el plano de una carretera o de una escuela. Unos ciudadanos se reúnen en asamblea, con el solo fin de declarar que desaprueban la marcha del gobierno, en tanto que otros lo hacen a fin de proclamar que los hombres que gobiernan son los padres de la patria. He aquí otros más todavía que, considerando la embriaguez como la fuente principal de los males del Estado, se comprometen solemnemente a dar ejemplo de templanza (1).

El gran movimiento político que agita sin cesar a las legislaturas norteamericanas, el único del que se da uno cuenta en el exterior, no es sino un episodio y una especie de prolongación de ese movimiento universal que comienza en las últimas filas del pueblo, y gana en seguida de trecho en trecho a todas las clases de ciudadanos. No se podría trabajar más laboriosamente en ser feliz.

Es difícil decir qué lugar ocupan las atenciones de la política en la vida de un hombre en los Estados Unidos. Ocuparse del gobierno de la sociedad y hablar de él, es el mayor negocio y por decirlo así el único placer que un norteamericano conoce. Esto se advierte hasta en los menores hábitos de la vida: las mujeres mismas se dirigen a menudo a las asambleas públicas y descansan de los quehaceres del hogar escuchando los discursos políticos. Para ellas, los clubes reemplazan hasta cierto punto a los espectáculos. Un norteamericano no sabe conversar, pero discute; no discurre, pero diserta. Nos habla siempre como en una asamblea; y, si se le ocurre por azar irritarse, dirá: señor, dirigiéndose a su interlocutor.

En ciertos países, el habitante sólo acepta con una especie de repugnancia los derechos políticos que la ley le concede; parece como que es robar su tiempo ocuparle de los intereses comunes, y se encierra en un estrecho egoísmo cuyo límite exacto lo forman cuatro hoyos rematados por un seto.

Por el contrario, desde el momento en que el norteamericano estuviese reducido a no ocuparse sino de sus propios asuntos, la mitad de su existencia le sería arrebata; sentiría como un vacío inmenso en sus días, y llegaría a ser increíblemente desdichado (2).

Estoy persuadido de que, si el despotismo logra alguna vez establecerse en Norteamérica, encontrará más dificultades todavía en vencer los hábitos que la libertad ha hecho nacer, que en dominar el amor mismo a la libertad.

Esta agitación renaciente sin cesar que el gobierno de la democracia ha introducido en e! mundo político, pasa en seguida a la sociedad civil. No sé si en todo caso ésa es la mayor ventaja del gobierno democrático, y lo alabo mucho más a causa de lo que hace hacer que por lo que hace.

Es incontestable que el pueblo dirige a menudo muy mal los asuntos públicos; pero el pueblo no podría ocuparse de los asuntos públicos sin que el círculo de sus ideas llegara a extenderse, y sin que se vea salir su espíritu de su rutina ordinaria. El hombre del pueblo, que es llamado al gobierno de la sociedad, concibe cierta estima de sí mismo. Como es entonces un poder, unas inteligencias muy esclarecidas se ponen al servicio de la suya. Se dirigen sin cesar a él para constituirse en apoyo suyo y, tratando de engañarlo de mil maneras diferentes, acaban por ilustrarlo. Por la política, toma parte en labores que no ha concebido, pero que despiertan en él un interés general hacia las empresas. Se le indican todos los días nuevas mejoras a realizar en la propiedad común; y siente nacer el deseo de mejorar la que le es propia. No es ni más virtuoso ni más feliz tal vez, pero sí más ilustrado y más activo que sus antecesores. No dudo que las instituciones democráticas, unidas a la naturaleza física del país, son la causa, no directa como tantas personas lo dicen, sino indirecta del prodigioso movimiento de industria que se observa en los Estados Unidos. No son las leyes las que lo hacen nacer, sino que el pueblo aprende a sentirlo al hacer la ley.

Cuando los enemigos de la democracia pretenden que uno solo hace mejor aquello de que está encargado que el gobierno de todos, me parece que tienen razón. El gobierno de uno solo, suponiendo de una y otra parte igualdad de preparación, pone más continuidad en sus empresas que la multitud; muestra más perseverancia, más idea de conjunto, más perfección de detalle y un discernimiento más justo en la elección de los hombres. Los que niegan estas cosas no han visto nunca Repúblicas democráticas, o no han contado más que un pequeño número de ejemplos. La democracia, aun cuando las circunstancias locales y las disposiciones del pueblo le permitan mantenerse, no presenta un aspecto de regularidad administrativa y de orden metódico en el gobierno, es verdad, La libertad democrática no ejecuta cada una de sus empresas con la misma perfección que el despotismo inteligente. A menudo las abandona antes de haber obtenido el fruto, o intenta otras más arriesgadas; pero, a la larga, produce más que él; hace menos bien cada cosa, pero hace más cosas en cambio. Bajo su imperio, no es grande todo lo que ejecuta la administración pública, sino lo que se ejecuta sin ella y fuera de ella. La democracia no da al pueblo e! gobierno más hábil, pero crea lo que el gobierno más hábil es a menudo incapaz de hacer: esparce por todo el cuerpo social una inquieta actividad, una fuerza abundante y una energía que no existe jamás sin ella, y que, por poco que las circunstancias sean favorables, pueden engendrar maravillas. Ésas son sus verdaderas ventajas.

En este siglo, en el que los destinos del mundo cristiano parecen en suspenso, unos se apresuran a atacar a la democracia como una potencia enemiga, en tanto que se desarrolla y los otros adoran ya en ella a un dios nuevo que sale de la nada; pero ninguno conoce más que imperfectamente el objeto de su odio o de su deseo. Se combaten en las tinieblas y no lanzan sus golpes sino al azar.

¿Qué exigís de la sociedad y de su gobierno? Es necesario entenderse.

¿Queréis dar al espíritu humano cierta altivez, una manera generosa de concebir las cosas de este mundo? ¿Queréis inspirar a los hombres una especie de desprecio de los bienes materiales? ¿Deseáis hacer nacer o mantener convicciones profundas y preparar grandes sacrificios?

¿Se trata para vosotros de pulir las costumbres, de elevar las maneras y de hacer brillar las artes? ¿Queréis poesía, ruido y gloria?

¿Pretendéis organizar un pueblo en forma de obrar fuertemente sobre todos los demás? ¿Lo destináis a intentar grandes empresas y, cualquiera que sea el resultado de sus esfuerzos, a dejar una huella inmensa en la historia?

Si tal es, según vosotros, el objeto principal que deben proponerse los hombres en sociedad, no toméis el gobierno de la democracia; no os conduciría seguramente a la meta.

Pero si os parece útil desviar la actividad intelectual y moral del hombre hacia las necesidades de la vida material, y emplearla en producir el bienestar; si la razón os parece más provechosa a los hombres que el genio; si vuestro objeto no es crear virtudes heroicas, sino hábitos pacíficos; si preferís mejor ver vicios que crímenes, y preferís menos grandes acciones, a condición de encontrar menos delitos; si, en lugar de actuar en el seno de una sociedad brillante, os basta vivir en medio de una sociedad próspera; si, en fin, el objeto principal de un gobierno no es, según vosotros, dar al cuerpo entero de la nación la mayor fuerza o la mayor gloria posible, sino procurar a cada uno de los individuos que lo componen el mayor bienestar y evitarle lo más posible la miseria; entonces, igualad las condiciones y constituid el gobierno de la democracia.

Si ya no es tiempo de elegir, y una fuerza superior al hombre os arrastra ya, sin consultar vuestros deseos hacia uno de los dos gobiernos, tratad al menos de obtener todo el bien que puede hacer y, conociendo sus buenos instintos, así como sus malas inclinaciones, esforzaos en restringir el efecto de los segundos y desarrollar los primeros.




Notas

(1) Las sociedades de temperancia son asociaciones cuyos miembros se comprometen a abstenerse de licores embriagantes. A mi paso por los Estados Unidos, las sociedades de temperancia contaban ya más de 270 000 miembros, y su efecto había sido disminuir, en el solo Estado de Pensilvania, el consumo de licores fuertes en 500000 galones al año.

(2) El mismo hecho fue ya observado en Roma bajo los primeros Césares. Montesquieu observa en alguna parte que nada igualó la desesperación de ciertos ciudadanos romanos que, después de las agitaciones de una existencia política, volvieron de repente a la calma de la vida privada.

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