Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo sexto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROCapítulo octavo de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo séptimo

La omnipotencia de la mayoría en los Estados Unidos y su efecto

Fuerza natural de la mayoría en las democracias - La mayor parte de las constituciones norteamericanas han acrecentado artificialmente esa fuerza natural - Cómo - Mandatos imperativos - Imperio moral de la mayoría - Opinión de su infalibilidad - Respeto para sus derechos - Lo que lo aumenta en los Estados Unidos.




Es esencia misma de los gobiernos democráticos que el imperio de la mayoría sea en ellos absoluto, puesto que fuera de la mayoría en las democracias no hay nada que resista.

La mayor parte de las constituciones norteamericanas han tratado todavía de aumentar artificialmente esta fuerza natural de la mayoría (1).

La legislatura es, de todos los poderes políticos, el que obedece de más buena gana a la mayoría. Los norteamericanos han querido que sus miembros fuesen nombrados directamente por el pueblo y por un término muy corto, a fin de obligarlos a someterse no solamente a los puntos de vista generales, sino también a las pasiones cotidianas de sus electores.

Ellos tomaron en las mismas clases y nombraron de la misma manera, a los miembros de ambas cámaras; de tal suerte que los movimientos del cuerpo legislativo son casi tan rápidos y no menos poderosos que los de una sola asamblea.

Con la legislatura así constituida, reunieron en su seno casi todo el gobierno.

Al mismo tiempo que la ley acrecentaba la fuerza de los poderes naturalmente fuertes, enervaba cada vez más los que eran naturalmente débiles. No concedía a los representantes del poder ejecutivo ni estabilidad ni independencia y, al someterlos completamente a los caprichos de la legislatura, les quitaba la poca influencia que la naturaleza del poder democrático les hubiera permitido ejercer.

En varios Estados, entregaba el poder judicial a la elección de la mayoría y en todos hacía, en cierto modo, depender su existencia del poder legislativo, dejando a los representantes el derecho de fijar cada año el salario de los jueces.

Los usos han ido más lejos que las leyes.

Se difunde cada vez más, en los Estados Unidos, una costumbre que acabará por volver vanas las garantías del gobierno representativo: sucede muy frecuentemente que los electores, al nombrar a un diputado, le trazan un plan de conducta y le imponen cierto número de obligaciones positivas de las que no puede apartarse de ningún modo. A excepción del tumulto, es como si la mayoría misma deliberara en la plaza pública.

Varias circunstancias particulares tienden aún a hacer en Norteamérica el poder de la mayoría no solamente predominante, sino insuperable.

El imperio moral de la mayoría se funda en parte sobre la idea de que hay más luz y cordura en muchos hombres reunidos que en uno solo, en el número de los legisladores que en su selección. Es la teoría de la igualdad aplicada a la inteligencia. Esta doctrina ataca el orgullo del hombre en su último reducto: por eso la minoría la admite con dificultad y no se habitúa a ella sino a la larga.

Como todos los poderes, y más tal vez que ninguno de ellos, el poder de la mayoría tiene, pues, necesidad de durar para parecer legítimo. Cuando comienza a establecerse, se hace obedecer por la coacción; no es sino después de haber vivido largo tiempo bajo sus leyes cuando se comienza a respetarlo.

La idea del derecho que posee la mayoría, por sus luces, para gobernar la sociedad, ha sido traída al territorio de los Estados Unidos por sus primeros habitantes. Esa idea, que bastaría por sí sola para crear un pueblo libre, ha pasado hoy día a las costumbres y se la encuentra hasta en los menores hábitos de la vida.

Los franceses, bajo la antigua monarquía, tenían por norma que el rey no podía fallar jamás; y, cuando sucedía que hacía algo mal, pensaban que la culpa era de sus consejeros. Eso facilitaba maravillosamente la obediencia. Se podía murmurar contra la ley, sin dejar de querer y respetar al legislador. Los norteamericanos tienen la misma opinión de la mayoría.

El imperio moral de la mayoría se funda todavía en el principio de que los intereses del mayor número deben ser preferidos a los del menor. Ahora bien, se comprende sin dificultad que el respeto que se profesa a ese derecho del mayor número, aumenta naturalmente o disminuye según la situación de los partidos. Cuando una nación está dividida en varios grandes interesés irreconciliables, el privilegio de la mayoría es a menudo desconocido, porque viene a ser demasiado penoso someterse a él.

Si existiera en Norteamérica una clase de ciudadanos que el legislador quisiera despojar de ciertas ventajas exclusivas poseídas durante siglos, y pretendiera hacerlos descender de una situación elevada para conducirlos a las filas de la multitud, es propable que la minoría no habría de someterse fácilmente a sus leyes.

Pero habiendo sido poblados los Estados Unidos por hombres iguales entre sí, no se encuentra disidencia natural y permanente entre los intereses de sus diversos habitantes.

Hay tal estado social donde los miembros de la minoría no pueden confiar en atraer a sí la mayoría, porque sería necesario para ello prescindir del objeto mismo de la lucha que sostienen contra ella. Una aristocracia, por ejemplo, no podría convertirse en mayoría conservando sus privilegios exclusivos, y no puede abandonar sus privilegios sin dejar de ser aristocracia.

En los Estados Unidos, las cuestiones políticas no pueden plantearse de una manera tan general y tan absoluta, y todos los partidos están prontos a reconocer los derechos de la mayoría, porque todos esperan poder algún día ejercerlos en su provecho.

La mayoría tiene, pues, en los Estados Unidos un inmenso poder de hecho y un poder de opinión casi tan grande y, cuando ha decidido sobre una cuestión, no hay por decirlo así obstáculos que puedan, no diré detener, sino aun retardar su marcha, dejándole tiempo de escuchar las quejas de aquellos que aplasta al pasar.

Las consecuencias de este estado de cosas son funestas y peligrosas para el porvenir.


Cómo la omnipotencia de la mayoría aumenta en norteamérica la inestabilidad legislativa y administrativa que es natural a las democracias

He hablado anteriormente de los vicios que son naturales al gobierno de la democracia. No hay ninguno que no crezca al mismo tiempo que el poder de la mayoría.

Y, para comenzar con el más aparente de todos:

La inestabilidad legislativa es un mal inherente al gobierno democrático, porque es natural en las democracias llevar hombres nuevos al poder. Pero ese mal es más o menos grande según el poder y los medios de acción que se conceden al legislador.

En Norteamérica, se concede a la autoridad que hace las leyes un poder soberano. Puede entregarse rápida e irresistiblemente a cada uno de sus deseos, y cada año se da otros representantes. Es decir, que ha adoptado preciosamente la combinación que favorece más la inestabilidad democrática, y que permite a la democracia aplicar sus voluntades cambiantes a los objetos más importantes.

Así, en Norteamérica es en nuestros días el país del mundo en que las leyes tienen menos duración. Casi todas las constituciones norteamericanas han sido enmendadas después de treinta años. No hay Estado norteamericano que no haya, durante ese periodo, modificado el principio de sus leyes.

En cuanto a las leyes mismas, basta echar una mirada sobre los archivos de los diferentes Estados de la Unión para convencerse de que, en Norteamérica, la acción del legislador no se aminora nunca. No es que la democracia norteamericana sea por su naturaleza más inestable que otra, sino que se le ha dado el medio de seguir, en la formación de las leyes, la inestabilidad natural de sus inclinaciones (2).

La omnipotencia de la mayoría y la manera rápida y absoluta como sus voluntades se ejecutan en los Estados Unidos, no solamente hace inestable la ley, sino que ejerce todavía la misma influencia sobre la ejecución de la ley y sobre la acción de la administración pública.

Siendo la mayoría el único poder al que es importante agradar, se acude con ardor a las obras que emprende; pero desde el momento en que su atención se fija en otro lugar, todos los esfuerzos cesan, en tanto que en los Estados libres de Europa, donde el poder administrativo tiene una existencia independiente y una posición asegurada, la voluntad del legislador continúa ejecutándose, hasta cuando se ocupa de otros objetos.

En Norteamérica, se concede a ciertas mejoras mucho más celo y actividad que lo que se hace en otras partes.

En Europa, se emplea en esas mismas cosas una fuerza social infinitamente menor pero más continua.

Algunos hombres religiosos emprendieron, hace varios años, la mejora del estado de las prisiones. El público se conmovió a su vez, y la regeneración de los criminales llegó a ser una obra popular.

Nuevas prisiones se edificaron entonces. Por primera vez, la idea de la reforma del culpable entró en un calabozo al mismo tiempo que la idea del castigo. Pero la feliz revolución a la que el público se había asociado con tanto ardor, y que los esfuerzos simultáneos de los ciudadanos hacían irresistible, no podía operarse en un momento.

Al lado de los nuevos penales, cuyo desenvolvimiento apresuraba el voto de la mayoría, subsistían aÚn las antiguas prisiones y continuaban enccrrando a un gran número de culpables. Estas parecían volverse más insalubres y corruptoras a medida que las nuevas se hacían más reformadoras y más sanas. El doble efecto se comprende fácilmente: la mayoría, preocupada por la idea de fundar el nuevo establecimiento, había olvidado el que existía ya. Como cada uno apartaba entonces los ojos del objeto que ya no atraía las miradas del que mandaba, la vigilancia había cesado. Se vio primero distenderse, y luego romperse, los lazos saludables de la disciplina. Y al lado de la prisión, monumento durable de la dulzura y de las luces de nuestro tiempo, se encontraba una mazmorra que recordaba la barbarie de la Edad Media.




Tiranía de las mayorías

Cómo hay que entender el principio de la soberanía del pueblo - Imposibilidad de concebir un gobierno mixto - Es preciso que el poder soberano esté en alguna parte - Precauciones que se deben tomar para ponderar su acción - Esas jprecauciones no fueron tomadas en los Estados Unidos - Lo que resulta de ello.




Considero como impía y detestable la máxima de que, en materia de gobierno, la mayoría de un pueblo tiene el derecho a hacerlo todo y, sin embargo, sitúo en la voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes. ¿Estoy en contradicción conmigo mismo?

Existe una ley general que ha sido hecha o por lo menos adoptada, no solamente por la mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de todos los hombres. Esa ley, es la justicia.

La justicia forma, pues, el lindero del derecho de cada pueblo.

Una nación es como un jurado encargado de representar a la sociedad universal y de aplicar la justicia, que es su ley. El jurado, que representa a la sociedad, ¿debe tener más poder que la sociedad misma cuyas leyes aplica?

Cuando me opongo a obedecer una ley injusta, no niego a la mayoría el derecho de mandar; apelo de la soberanía del pueblo ante la soberanía del género humano.

Hay gente que no ha temido decir que un pueblo, en los objetos que no interesan sino a él mismo, no podía salirse enteramente de los límites de la justicia y de la razón, y que así no se podía tener el temor de dar todo el poder a la mayoría que lo representa. Pero ése es un lenguaje de esclavo.

¿Qué es una mayoría tomada colectivamente, sino un individuo que tiene opiniones y muy a menudo intereses contrarios a otro individuo que se llama la minoría? Los hombres al reunirse, ¿cambiaron acaso de carácter? ¿Se han vuelto más pacientes ante los obstáculos al volverse más fuertes? (3) En cuanto a mí, no podría creerlo; y el poder de hacerlo todo, que rehuso a uno solo de mis semejantes, no lo concederé jamás a varios.

No es que, para conservar la libertad, crea que se puedan mezclar varios principios en un mismo gobierno, a manera de oponerlos realmente uno a otro.

El gobierno que se llama mixto me ha parecido siempre una quimera. No hay, por decirlo así, gobierno mixto (en el sentido que se da a esta palabra), porque en cada sociedad se acaba por descubrir un principio de acción que domina todos los demás.

La Inglaterra del siglo pasado, que ha sido citada particularmente como ejemplo de esa clase de gobiernos, era un Estado esencialmente aristocrático, aunque se encontraran en su seno grandes elementos de democracia; por que las leyes y las costumbres estaban allí establecidas así, de manera que la aristocracia debía siempre, a la larga, predominar y dirigir a su voluntad los negocios públicos.

El error vino de que, viendo sin cesar los intereses de los grandes en pugna con los del pueblo, no se pensó sino en la lucha en lugar de prestar atención al resultado de esa lucha, que era el punto importante. Cuando una sociedad llega a tener realmente un gobierno mixto, es decir, igualmente repartido entre principios contrarios, entra en revolución o se disuelve.

Pienso, pues, que es necesario colocar siempre en alguna parte un poder social superior a todos los demás; pero veo la libertad en peligro cuando ese poder no encuentra ante sí ningún obstáculo que pueda detener su marcha y darle tiempo para moderarse a sí mismo.

La omnipotencia me parece en sí una cosa mala y peligrosa. Su ejercicio me parece superior a las fuerzas del hombre, quienquiera que sea, y no veo sino a Dios que pueda sin peligro ser todopoderoso, porque su sabiduría y su justicia son siempre iguales a su poder. No hay, pues, sobre la tierra autoridad tan responsable en sí misma, o revestida de un derecho tan sagrado, que yo quisiere dejar obrar sin control y dominar sin obstáculos. Cuando veo conceder el derecho y la facultad de hacerlo todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, digo: Aquí está el germen de la tiranía, y trato de ir a vivir bajo otras leyes.

Lo que reprocho más al gobierno democrático, tal como ha sido organizado en los Estados Unidos, no es, como muchas personas lo pretenden en Europa, su debilidad, sino al contrario su fuerza irresistible. Y lo que me repugna más en Norteamérica, no es la extremada libertad que allí reina, es la poca garantía que se tiene contra la tiranía.

Cuando un hombre o un partido sufre una injusticia en los Estados Unidos, ¿a quién queréis que se dirija? ¿A la opinión pública? Es ella la que forma la mayoría. ¿Al poder ejecutivo? Es nombrado por la mayoría y le sirve de instrumento pasivo. ¿A la fuerza pública? La fuerza pública no es otra cosa que la mayoría bajo las armas. ¿Al jurado? El jurado es la mayoría revestida del derecho de pronunciar sentencias. Los jueces mismos, en ciertos Estados, son elegidos por la mayoría. Por inicua o poco razonable que sea la medida que os hiere, os es necesario someteros a ella (4).

Suponed, al contrario, un cuerpo legislativo compuesto de tal manera que represente a la mayoría, sin ser necesariamente esclavo de sus pasiones; un poder ejecutivo que tenga una fuerza propia, y un poder judicial independiente de los otros dos poderes. Tendréis todavía un gobierno democrático, pero no habrá casi en él posibilidades para la tiranía.

No digo que, en la época actual, se haga en Norteamérica un frecuente uso de la tiranía; digo que no se conoce allí garantía contra ella, y que es necesario buscar las causas de la dulzura del gobierno en las circunstancias y en las costumbres, más bien que en las leyes.




Efectos de la omnipotencia de la mayoría sobre el arbitrio de los funcionarios públicos norteamericanos

Libertad que deja la ley norteamericana a los funcionarios en el círculo que ella les traza - Su poder.




Es necesario distinguir bien lo arbitrario de la tiranía. La tiranía puede ejercerse en nombre de la ley misma, y entonces no es arbitraria; lo arbitrario puede ejercerse en interés de los gobernados, y entonces no es tiránico.

La tiranía se sirve ordinariamente de lo arbitrario, pero, si es necesario, puede prescindir de ello.

En los Estados Unidos, la omnipotencia de la mayoría, al mismo tiempo que favorece el despotismo legal del legislador, favorece también lo arbitrario del magistrado. La mayoría, siendo dueña absoluta de hacer la ley y de vigilar su ejecución, teniendo un control igual sobre gobernantes y gobernados, considera a los funcionarios públicos como sus agentes pasivos, y descansa sobre ellos el cuidado de servir sus designos. No entra de antemano en el detalle de sus deberes, y no se toma casi el trabajo de definir sus derechos. Los trata como podría hacerlo un amo con sus servidores, si, viéndolos actuar ante sus ojos, pudiera dirigir o corregir su conducta a cada instante.

En general, la ley deja a los funcionarios norteamericanos más libres que a los nuestros en el círculo que traza en torno de ellos. Aun algunas veces sucede que la mayoría les permite salir de él. Garantizados por la opinión del mayor número y fortificados con su concurso, osan hacer cosas de las que un europeo, habituado al espectáculo de lo arbitrario, se sorprende todavía. Se forman así, en el seno de la libertad, hábitos que un día podrán series funestos.




El poder que ejerce la mayoría en Norteamérica sobre el pensamiento

En los Estados Unidos, cuando la mayoría ha fijado su criterio irremisiblemente sobre una cuestión, no cabe discusión alguna - Por qué - Poder moral que la autoridad ejerce sobre el pensamiento - Las Repúblicas democráticas inmaterializan el despotismo.




Cuando se llega a examinar cuál es en los Estados Unidos el ejercicio del pensamiento, es cuando se percata uno muy claramente hasta qué punto el poder de la mayoria sobrepasa a todos los poderes que conocemos en Europa.

El pensamiento es un poder invisible y casi imponderable que se burla de todas las tiranias. En nuestros dias, lós soberanos más absolutos de Europa no podrian impedir que ciertas ideas hostiles a su autoridad circulen sordamente en sus Estados y hasta en el seno de sus cortes. No sucede lo mismo en Norteamérica. En tanto que la mayoría es dudosa, se habla; pero, desde que se ha pronunciado irrevocablemente, cada uno se calla, y amigos y enemigos parecen entonces unirse de acuerdo al mismo carro. La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad, y vencer las resistencias, como puede hacerlo una mayoría revestida del derecho de hacer las leyes y ejecutarlas.

Un rey, por otra parte, no tiene sino un poder material que actúa sobre las acciones y que no puede alcanzar a las voluntades; pero la mayoría está revestida de una fuerza a la vez material y moral. que obra sobre la voluntad tanto como sobre las acciones, y que impide al mismo tiempo el hecho y el deseo de hacer.

No conozco país alguno donde haya, en general, menos independencia de espíritu y verdadera libertad de discusión que en Norteamérica.

No hay teoría religiosa o política que no se pueda predicar libremente en los Estados constitucionales de Europa, y que no penetre en los demás; porque no hay país en Europa de tal modo sometido a un solo poder, que quien quiere decir la verdad no encuentre allí un apoyo capaz de tranquilizarle contra los resultados de su independencia. Si tiene la desgracia de vivir. bajo un gobierno absoluto, cuenta a menudo en su favor con el pueblo; si habita un país libre, puede si es necesario abrigarse tras la autoridad regia. La fracción aristocrática de la sociedad lo sostiene en las comarcas democráticas, y la democracia en las otras. Pero, en el seno de una democracia organizada como lo está la de los Estados Unidos, no se encuentra un solo poder, ni un solo elemento de fuerza y de éxito, fuera de él.

En Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento. Dentro de esos límites el escritor es libre, pero ¡ay si se atreve a salir de él! No es que tenga que temer un auto de fe, pero está amagado de sinsabores de toda clase, de persecuciones todos los días. La carrera política le está cerrada; ofendió al único poder que tiene la facultad de abrírsela. Se le rehusa todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, creía tener partidarios; le parece que no los tiene ya, ahora que se ha descubierto a todos; porque quienes lo censuran se expresan en voz alta, y quienes piensan como él, sin tener su valor, se callan y se alejan. Cede, se inclina en fin bajo el esfuerzo de cada día, y se encierra en el silencio, como si experimentara remordimientos por haber dicho la verdad.

Cadenas y verdugos, ésos eran los instrumentos groseros que empleaba antaño la tiranía; pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el despotismo, que parecía no tener ya nada que aprender.

Los príncipes habían, por decirlo así, materializado la violencia; las Repúblicas democráticas de nuestros días la han vuelto tan intelectual como a la voluntad humana que quiere sojuzgar. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, hería groseramente el cuerpo; y el alma, escapando de sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él; pero, en las Repúblicas democráticas, no procede de ese modo la tiranía; deja el cuerpo y va derecho al alma. El señor no dice más: Pensaréis como yo, o moriréis - sino que dice-: Sois libres de no pensar como yo; vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis; pero desde este día sois un extranjero entre nosotros. Guardaréis vuestros privilegios en la ciudad, pero se os volverán inútiles; porque, si pretendéis el voto de vuestros conciudadanos, no os lo concederán y, si no pedís sino su lastima, fingirán todavía rehusárosla. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos a la Humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de un ser impuro; y quienes creen en vuestra inocencia, ésos mismos os abandonarán, porque huirán de ellos a su vez. Idos en paz, os dejo la vida, pero os la dejo peor que la muerte.

Las monarquías absolutas habían deshonrado el despotismo; guardémonos de que las Repúblicas democráticas lleguen a rehabilitarlo, y que al volverlo, más pesado para algunos, le quiten, a los ojos del mayor número, su aspecto odioso y su carácter envilecedor.

En las naciones más altivas del viejo mundo, se publicaron obras destinadas a pintar fielmente los vicios y ridiculeces de los contemporúneos; la Bruyere habitaba el palacio de Luis XIV cuando compuso su capitulo sobre los grandes, y Moliere criticaba a la corte en piezas que hacía representar ante los cortesanos. Pero el poder que domina en los Estados Unidos no consiente que se mofen de él. El más ligero reproche lo hiere, la menor verdad picante lo molesta; y es preciso que se alabe desde las formas de su lenguaje hasta sus más sólidas virtudes. Ningún escritor, cualquiera que sea su renombre, puede escapar a esta obligación de incensar a sus conciudadanos. La mayoría vive, pues, en una perpetua adoración de sí misma; no hay sino los extranjeros o la experiencia que puedan hacer llegar ciertas verdades hasta los oídos de los norteamericanos.

Si Norteamérica no ha tenido todavía grandes escritores, no debemos buscar la razón en otra parte: no existe genio literario sin libertad de espíritu, y no hay libertad de espíritu en Norteamérica.

La inquisición nunca pudo impedir que circularan en España libros contrarios a la religión de los más. El imperio de la mayoría se ejerce mejor en los Estados Unidos: ha borrado hasta el pensamiento de publicarlos. Se encuentran incrédulos en Norteamérica, pero la incredulidad no encuentra allí, por decirlo así, órgano para expresarse.

Se ve a gobiernos que se esfuerzan en proteger las costumbres condenando a los autores de libros licenciosos. En los Estados Unidos, no se condena a nadie por esa clase de obras; pero nadie ha intentado escribirlas. No es, sin embargo, que todos los ciudadanos tengan costumbres puras, sino que la mayoría es regular en las suyas.

Aquí, el uso del poder es bueno sin duda; por eso no he hablado sino del poder en sí mismo. Ese poder irresistible es un hecho continuo, y su buen empleo no es sino un accidente.




Efectos de la tiranía de la mayoría sobre el caracter nacional de los norteamericanos

Los efectos de la tiranía de la mayoría se dejan hasta ahora sentir más sobre las costumbres que sobre la conducta de la sociedad - Detienen el desarrollo de los grandes caracteres - Las Repúblicas democráticas organizadas como las de los Estados Unidos ponen el espíritu de corte al alcance del gran número - Pruebas de este espíritu en los Estados Unidos - Por qué hay más patriotismo en el pueblo que en los que gobiernan en su nombre.




La influencia de lo que precede no se deja sentir todavía sino débilmente en la sociedad política; pero se advierten ya sus deplorables efectos sobre el carácter nacional de los norteamericanos. Creo que a la acción siempre creciente del despotismo de la mayoría, en los Estados Unidos, es a lo que debe sobre todo atribuirse el pequeño número de hombres notables que sobresalen actualmente en la escena política.

Cuando la revolución de Norteamérica estalló, aparecieron muchos; la opinión pública dirigía entonces las voluntades, y no las tiranizaba. Los hombres célebres de esa época, asociándose libremente al movimiento de los espíritus, tuvieron una grandeza que les fue propia; derramaron su brillo sobre la nación, y no lo tomaron de ella.

En los gobiernos absolutos, los grandes que se encuentran cerca del trono halagan las pasiones del amo y se pliegan de buena gana a sus caprichos. Pero la masa de la nación no se presta a la servidumbre; se somete a ella a menudo por debilidad, por costumbre o por ignorancia y algunas veces por amor a la realeza o al rey. Se ha visto a pueblos enteros poner una especie de placer y de orgullo en sacrificar su voluntad a la del príncipe, y mostrar así una especie de independencia de alma hasta en medio mismo de la obediencia. En esos pueblos, se encuentra mucha menos degradación que miseria. Hay, por otra parte, gran diferencia entre hacer lo que no se aprueba, o fingir aprobar lo que se hace; lo uno es de un hombre débil, pero lo otro no pertenece sino a los hábitos de un criado.

En los paises libres, donde cada individuo está más o menos llamado a dar su opinión sobre los negocios del Estado; en las Repúblicas democráticas, donde la vida pública está incesantemente mezclada a la vida privada, donde el soberano es abordable en todas partes, y donde no se necesita más que alzar la voz para llegar a su oído, se encuentran más gente que trata de especular sobre sus debilidades y de vivir a expensas de sus pasiones, que en las monarquías absolutas. Nó es que los hombres sean naturalmente peores que en otra parte, sino que la tentación es allí más fuerte y se ofrece a más gente al mismo tiempo. Resulta de ello un rebajamiento más general en las almas.

Las Repúblicas democráticas ponen el espíritu de corte al alcance del gran número y lo hacen penetrar en todas las clases a la vez. Éste es uno de los principales reproches que se le pueden hacer.

Esto es sobre todo cierto en los Estados democráticos, organizados como las Repúblicas norteamericanas, donde la mayoría posee un imperio tan absoluto y tan irresistible, que es necesario en cierto modo renunciar a sus derechos de ciudadano, y por decirlo así a su cualidad de hombre, cuando quiere uno apartarse del camino que ella ha trazado.

Entre la multitud inmensa que, en los Estados Unidos, se apiña en la carrera política, he visto a muy pocos hombres que mostraran ese viril candor, esa varonil independencia de pensamiento que distinguió a menudo a los norteamericanos en tiempos anteriores y que, dondequiera que se le encuentra, forma como el rasgo saliente de los grandes caracteres. Se diría, a primera vista, que en Norteamérica los espíritus han sido todos formados sobre el mismo modelo; de tal modo siguen exactamente las mismas vías. El extranjero encuentra, es verdad, algunas veces a norteamericanos que se apartan del rigor de las fórmulas; acontece a esos que deploran el vicio de las leyes, la versatilidad de la democracia y su falta de luces; van a menudo hasta señalar los defectos que alteran el carácter nacional, e indican las medidas que se podrían tomar para corregirlos; pero nadie, exceptuándonos a nosotros, los escucha y nosotros a quienes confían esos pensamientos secretos, no somos más que extranjeros que pasamos de largo. Os confían de buen grado verdades que os son inútiles y, llegados a la plaza pública, usan otro lenguaje.

Si estas líneas llegan alguna vez a Norteamérica, estoy seguro de dos cosas: primera, que los lectores alzarán todos la voz para condenarme; segunda, que muchos de ellos me absolverán en el fondo de su conciencia.

He oído hablar de la patria en los Estados Unidos. He encontrado patriotismo verdadero en el pueblo y lo he buscado en vano en quienes lo dirigen. Esto se comprende fácilmente por analogía: el despotismo deprava mucho más a quien se somete a él que al que lo impone. En las monarquías absolutas, el rey tiene a menudo grandes virtudes; pero los cortesanos son siempre viles.

Es verdad que los cortesanos, en Norteamérica, no dicen: Amo y Vuestra Majestad, grande y capital diferencia; pero hablan sin cesar de las dotes naturales de sus jefes. No ponen a discusión la cuestión de saber cuál es entre las virtudes del príncipe la que merece más admiración, porque aseguran que posee todas las virtudes sin haberlas adquirido y, por decirlo así sin quererlo. No le dan a sus mujeres y a sus hijas para que se digne elevarlas al rango de queridas; pero, al sacrificarle sus opiniones, se prostituyen ellos mismos.

Los moralistas y los filósofos, en Norteamérica, no están obligados a encubrir sus opiniones bajo el velo de la alegría; pero antes de arriesgar una verdad molesta, dicen: Sabemos que hablamos a un pueblo demasiado por encima de las debilidades humanas para no permanecer siempre dueño de sí mismo. No usaríamos semejante lenguaje, si no nos dirigiésemos a hombres cuyas virtudes y cultura son los únicos, entre todos los demás, dignos de permanecer libres.

¿Cómo los aduladores de Luis XIV podían hacerlo mejor?

En cuanto a mí, creo que, en todos los gobiernos, cualesquiera que sean, la bajeza irá unida a la fuerza y la adulación al poder. Y no conozco sino un medio de impedir que los hombres se degraden: consiste en no conceder a nadie, con la omnipotencia, el poder soberano de envilecerlos.




Que el mayor peligro de la confederación norteamericana viene de la omnipotencia de la mayoría

Por el mal empleo de su poder, y no por impotencia, es por lo que las Repúblicas democráticas están expuestas a perecer - El gobierno de la Confederación norteamericana más centralizado y más enérgico que el de las monarquías de Europa - Peligro que resulta de eso - Opinión de Madison y de Jefferson a este respecto.




Los gobiernos perecen ordinariamente por impotencia o por tiranía. En el primer caso, el poder se les escapa; en el segundo, se lo arrebatan.

Muchas personas, al ver caer a los Estados democráticos en la anarquía, pensaron que el gobierno, en esos Estados, era naturalmente débil e impotente. La verdad es que, una vez que la guerra se ha encendido entre los partidos, el gobierno pierde su acción sobre la sociedad. Pero no creo que la naturaleza de un poder democrático sea carecer de fuerza y de recursos; creo, al contrario, que es casi siempre el abuso de sus fuerzas y el mal empleo de sus recursos los que lo hacen perecer. La anarquía nace casi siempre de su tiranía o de su inhabilidad, pero no de su impotencia.

No hay que confundir la estabilidad con la fuerza, la grandeza de la cosa y su duración. En las Repúblicas democráticas, el poder que dirige (5) la sociedad no es estable, porque cambia a menudo de manos y de objeto. Pero, en todas las partes donde se ejerce, su fuerza es casi insuperable.

El gobierno de la Confederación norteamericana me parece tan centralizado y más enérgico que el de las monarquías absolutas de Europa. No pienso, pues, que perezca por debilidad (6).

Si alguna vez la libertad se pierde en Norteamérica, será necesarió achacarlo a la omnipotencia de la mayoría que habrá llevado a las minorías a la desesperación, forzándolas a hacer un llamamiento a la fuerza material. Se precipitará entonces la anarquía. pero llegará como consecuencia del despotismo.

El presidente James Madison ha expresado los mismos pensamientos. (Véase el Federalista, núm. 51).

Es de gran importancia en las Repúblicas -dice-, no solamente defender a la sociedad contra la opresión de quienes la gobiernan, sino también garantizar a una parte de la sociedad contra la injusticia de la otra. La justicia es la meta a donde debe tender todo gobierno; es el fin que se proponen los hombres al reunirse. Los pueblos han hecho y harán siempre esfuerzos hacia ese fin, hasta que hayan logrado alcanzarlo o hayan perdido su liberta el.

Si existiera una sociedad en la cual el partido más poderoso estuviera en estado de reunir fácilmente sus fuerzas y de oprimir al más débil, se podría considerar que la anarquía reina, en semejante sociedad tanto como en el estado de naturaleza, donde el individuo más débil no tiene ninguna garantía contra la violencia del más fuerte; y del mismo modo que, en el estado de naturaleza, los inconvenientes de una suerte incierta y precaria deciden a los más fuertes a someterse a un gobierno que proteja a los débiles así como a ellos mismos, en un gobierno anárquico, los mismos motivos conducirán poco a poco a los partidos más poderosos a desear un gobierno que pueda proteger igualmente a todos los partidos, al fuerte y al débil. Si el Estado de Rhode Island estuviera separado de la Confederación y entregado a un gobierno popular, ejercido soberanamehte dentro de estrechos límites, no se podría dudar que la tiranía de las mayorías haría allí el ejercicio de los derechos de tal modo incierto, que se llegaría a reclamar un poder enteramente independiente del pueblo. Las facciones mismas, que lo habrían hecho necesario, se apresurarían a apelar a él.

Jéfferson decía también:

El poder ejecutivo, en nuestro gobierno, no es el único, ni quizá el principal objeto de mi solicitud. La tiranía de los legisladores es actualmente, y esto durante muchos años todavía, el peligro más temible. La del poder ejecutivo vendrá a su vez, pero en un período más remoto (7).

Me complace, en esta materia, citar a Jefferson de preferencia a cualquier otro, porque lo considero como el más grande apóstol que haya tenido nunca la democracia.




Notas

(1) Hemos visto a raíz del examen de la Constitución federal, que los legisladores de la Unión habían hecho esfuerzos contrarios. El resultado de esos esfuerzos ha sido hacer el gobierno federal más independiente en su esfera que el de los Estados. Pero el gobierno federal no se ocupa casi más que de los negocios exteriores y los gobiernos de Estado son los que dirigen realmente la sociedad norteamericana.

(2) Los actos legislativos promulgados en el solo Estado de Massachusetts a partir de 1780 hasta nuestros días llenan ya tres volúmenes. Y todavía hay que observar que la colección de que hablo fue revisada en 1834, y que se le quitaron muchas leyes antiguas o que habían llegado a carecer de objeto. Ahora bien, el Estado de Massachuseus, que no está más poblado que uno de nuestros departamentos, puede pasar por el más estable de toda la Unión y es el que tiene más continuidad y cordura en sus empresas.

(3) Nadie querría sostener que un pueblo puede abusar de la fuerza frente a otro pueblo. Ahora bien, los partidos forman como otras tantas pequeñas naciones en una grande; tienen entre sí relaciones de extranjeros.

Si se conviene que una nación puede ser tiranica respecto a otra nación, ¿cómo negar que un partido pueda serio respecto a otro partido?

(4) Se vio en Baltimore, a raíz de la guerra de 1812, un ejemplo palpable de los excesos que puede acarrear el despotismo de la mayoría. En esa época, la guerra era muy popular en Baltimore. Un periódico que se mostraba bastante opuesto a ella, excitó por su conducta la indignación de los habitantes. El pueblo se reunió, quebró las prensas y atacó la casa de los periodistas. Se quiso reunir a la milicia, pero no respondió al llamado. A fin de salvar a los desdichados amenazados del furor público, se tomó el partido de llevarlos a la cárcel, como criminales. Esa precaución fue inútil: durante la noche, el pueblo se reunió de nuevo; habiendo fracasado los magistrados en reunir la milicia, la prisión fue forzada, uno de los periodistas muerto en el acto, y los demás quedaron moribundos y los culpables, consignados ante jurado, fueron absueltos.

Decía yo a un habitante de Pensilvania: Explíqueme, por favor, cómo, en un Estado fundado por cuáqueros y renombrado por su tolerancia, los negros emancipados no son admitidos a ejercer los derechos ciudadanos. Pagan el impuesto, ¿no es justo que voten? - No nos haga Ud. esa injuria, me respondió, al creer que nuestros legisladores hayan cometido un acto tan grosero de injusticia y de intolerancia. Así en su país, ¿los negros tienen el derecho de votar? - Sin duda alguna ... Entonces, ¿de dónde viene que en el colegio electoral, esta mañana, no vi a uno solo en la asamblea? - No es por culpa de la ley, me dijo el norteamericano; los negros tienen, es verdad, el derecho de presentarse a las elecciones, pero se abstienen voluntariamente de hacerlo. Es mucha modestia por su parte. -¡Oh!, no es que rehusen concurrir, es que temen que los maltraten. Entre nosotros, sucede a veces que la ley carece de fuerza, cuando la mayoria no la apoya. Ahora bien, la mayoria está imbuida de los mayores prejuicios contra los negros, y los magistrados no se sienten con fuerza para garantizar a éstos los derechos que la ley les ha conferido. -¡Y qué! ¿la mayoría, que tiene el prestigio de hacer la ley, quiere también tener el de desobedecerla.

(5) El poder puede estar centralizado en una asamblea: entonces es fuerte, pero no estable; puede estar centralizado en un hombre: entonces es menos fuerte pero es más estable.

(6) Es inútil, según creo, advertir al lector que aquí, como en todo el resto del capítulo, hablo no del gobierno federal sino de los gobiernos particulares de cada Estado que la mayoría dirige despóticamente.

(7) Carta de Jefferson a Madison 15 de mazo de 1789.

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