Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevillePrimera parte del capítulo quinto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROCapítulo sexto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo quinto

Segunda parte

Los instintos de la democracia norteamericana en la fijación del salario de los funcionarios

En las democracias, los que instituyen los grandes salarios no tienen probabilidades de aprovecharse de ellos - Tendencia de la democracia norteamericana a elevar el sueldo de los funcionarios secundarios y a bajar el de los principales - Por qué es así - Cuadro comparativo del sueldo de los funcionarios administrativos en los Estados Unidos y en Francia.




Hay una gran razón que lleva, en general, a las democracias a economizar a cuenta de los salarios de los funcionarios públicos.

En las democracias, aquellos que instituyen los salarios, como son muy numerosos, tienen escasas probabilidades de llegar a cobrarlos.

En las aristocracias, al contrario, los que instituyen los grandes sueldos tienen siempre la vaga esperanza de aprovecharse de ellos. Son capitales que se crean por sí mismos, o por lo menos recursos que ellos preparan para sus hijos.

Es preciso confesar, sin embargo, que la democracia no se muestra muy parsimoniosa sino con respecto a sus principales agentes.

En Norteamérica, los funcionarios de orden secundario están mejor pagados que en otras partes, pero los altos funcionarios lo están peor.

Estos efectos contrarios son producidos por la misma causa; el pueblo, en ambos casos, fija el salario de los funcionarios públicos; piensa en sus propias necesidades, y esta comparación lo ilustra. Como vive a su vez en una gran holgura económica, le parece natural que aquellos de quienes se sirve la compartan (7). Pero, cuando llega a fijar la suerte de los grandes oficiales del Estado su regla falla, y procede sólo al azar.

El pobre no se forma una idea clara de las necesidades que pueden resentir las clases superiores de la sociedad. La que le parece una suma módica a un rico le parece una suma prodigiosa a él, que se contenta con lo necesario. Estima que el gobernador del Estado, provisto de sus dos mil escudos, debe encontrarse feliz y despertar envidia (8).

Si emprendiésemos la tarea de hacer comprender al pobre que el representante de una gran nación debe aparecer con cierto esplendor ante los ojos de los extranjeros, nos comprenderá desde luego; pero, cuando, llegando a pensar en su simple morada y en los modestos frutos de su penosa labor, piensa en todo lo que él podría ejecutar a su vez con el mismo salario que juzgamos insuficiente, se encontrará sorprendido y como asustado a la vista de tanta riqueza.

Añadid a esto que el funcionario secundario está casi al nivel del pueblo, en tanto que el otro lo domina. El primero puede excitar su interés; pero el segundo comienza a despertar su envidia.

Esto se ve claramente en los Estados Unidos, donde los salarios parecen en cierto modo decrecer a medida que el poder de los funcionarios es mayor (9).

Bajo el imperio de la aristocracia, sucede, al contrario, que los altos funcionarios reciben muy grandes emolumentos, en tanto que los pequeños tienen con frecuencia apenas de qué vivir. Es fácil encontrar la razón de este hecho en causas análogas a las que hemos indicado antes.

Si la democracia no concibe los placeres del rico o si los envidia, por su parte la aristocracia no comprende las miserias del pobre, o más bien las ignora. El pobre no es, propiamente hablando, semejante al rico; es un ser de otra especie. La aristocracia se preocupa muy poco de la suerte de sus agentes inferiores. No les sube el salario sino cuando rehusan servirla a precio demasiado bajo.

La marcha parsimoniosa de la democracia respecto a los principales funcionarios es la que la ha hecho atribuir grandes tendencias económicas que no tiene.

Es cierto que la democracia da apenas con qué vivir honradamente a quienes la gobiernan; pero gasta sumas enormes para socorrer las necesidades o facilitar los goces del pueblo (10). Éste es un empleo mejor del producto de los impuestos, pero no una economía.

En general, la democracia da poco a los gobernantes y mucho a los gobernados. Sucede lo contrario en las aristocracias, donde el dinero del Estado aprovecha sobre todo a la clase que conduce los negocios públicos.


Dificultad de discernir las causas que llevan al gobierno norteamericano a la economía

El que investiga en los hechos la influencia real que ejercen las leyes sobre la suerte de la humanidad, se ve expuesto a grandes errores porque nada hay más difícil de apreciar que un hecho.

Un pueblo es naturalmente ligero y entusiasta; otro, reflexivo y calculador. Esto estriba en su constitución física misma o en causas lejanas que ignoro.

Se ven pueblos que aman la ostentación, el ruido y la alegría, y que no echan de menos un millón gastado en humo. Se ve a otros que no aprecian sino los placeres solitarios y que aparentan avergonzarse de parecer contentos.

En ciertos países, se concede gran importancia a la belleza de los edificios. En otros, no se atribuye ningún valor a los objetos de arte y se desprecia lo que no produce nada. Hay otros aún donde importa sobre todo el renombre, y en otros más el dinero.

Independientemente de las leyes, todas esas causas influyen de una manera muy poderosa sobre la dirección de las finanzas del Estado.

Si nunca se les ocurrió a los norteamericanos gastar el dinero del pueblo en fiestas públicas, no fue solamente porque entre ellos es el pueblo quien vota el impuesto, sino porque al pueblo no le gusta regocijarse.

Si rechazan los adornos en su arquitectura y no aprecian sino las ventajas materiales y positivas, no es solamente porque forman una nación democrática, sino también porque son un pueblo comerciante.

Los hábitos de la vida privada se han continuado en la vida pública; y es necesario saber distinguir bien allí entre las economías que dependen de las instituciones y las que se derivan de los hábitos y de las costumbres.




¿Se pueden comparar ls gastos públicos de los Estados Unidos con los de Francia?

Dos puntos que hay que establecer para apreciar la extensión de las cargas públicas: la riqueza nacional y el impuesto - No se conocen exactamente las fortunas y las cargas de Francia - Por qué no se puede esperar a conocer la fortuna y las cargas de los Estados Unidos de América - Investigaciones del autor para saber el monto de los impuestos en Pensilvania - Signos generales por los cuales se puede reconocer la extensión de las cargas de un pueblo - Resultado de este examen para la Unión.




Se han ocupado muchos en estos últimos tiempos, en comparar los gastos públicos de los Estados Unidos con los nuestros. Todos estos trabajos no han tenido resultado, y pocas palabras bastarán según creo para probar que debían tenerlo.

A fin de poder apreciar la extensión de las cargas públicas en un pueblo, dos operaciones son necesarias: se necesita primeramente saber cuál es la riqueza de ese pueblo, y en seguida qué proporción de esa riqueza consagra a los gastos del Estado. Quien investigara el monto de las impuestos, sin conocer la extensión de los recursos que deben proveer a ellos, se entregaría a un trabajo improductivo; porque no es el gasto, sino la relación del gasto con los ingresos lo que es interesante conocer.

El mismo impuesto que soporta fácilmente un contribuyente rico acabará de reducir a un pobre a la miseria.

La riqueza de los pueblos se compone de varios elementos: los capitales inmobiliarios forman el primero y los bienes muebles constituyen el segundo.

Es difícil conocer la extensión de las tierras cultivables que posee una nación, y su valor natural o adquirido. Es más difícil todavía estimar todos los bienes mobiliarios de que un pueblo dispone. Éstos escapan, por su diversidad y por su número, a casi todos los esfuerzos de análisis.

Así vemos que las naciones más antiguamente civilizadas de Europa, aun aquellas donde la administración está centralizada, no han establecido hasta la fecha de una manera precisa la situación de sus bienes.

En Nortemérica, no se ha concebido siquiera la idea de intentarlo. Y ¿cómo podría uno jactarse de poderlo lograr, en un país donde la sociedad no ha adquirido todavía una estabilidad tranquila y definitiva, donde el gobierno nacional no encuentra a su disposición, como entre nosotros, a una multitud de agentes cuyos esfuerzos pueda mandar y dirigir simultáneamente; donde la estadística en fin no se ha cultivado, porque no se encuentra a nadie que tenga la facultad de reunir los documentos y el tiempo de analizarlos?

Así, pues, los elementos constitutivos de nuestros cálculos no podrían obtenerse. Ignoramos la fortuna comparativa de Francia y de la Unión. La riqueza de una no es aún conocida, y los medios de establecer la de la otra no existen.

Pero quiero admitir, por un momento, que se prescinda de este término necesario de comparación. Renuncio a saber cuál es la relación entre el impuesto y los egresos, y me limito a querer establecer cuál es el impuesto.

El lector va a reconocer que, al estrechar el círculo de mis investigaciones, no he vuelto mi tarea más fácil.

No dudo que la administración central de Francia, ayudada por todos los funcionarios de que dispone, lograse descubrir exactamente el monto de los impuestos directos o indirectos que pesan sobre los ciudadanos. Pero esos trabajos, que un particular no puede emprender, el gobierno francés mismo no los ha concluido todavía, o por lo menos no ha dado a conocer sus resultados. Sabemos cuáles son las cargas del Estado; el total de los gastos departamentales no es conocido e ignoramos lo que ocurre en las comunas. Nadie podrá decir, en el momento actual, a qué suma se elevan los gastos públicos en Francia.

Si retorno ahora a Norteamérica, noto que las dificultades se hacen más numerosas y más insuperables. La Unión me da a conocer con exactitud cuál es el monto de sus cargas; puedo procurarme los presupuestos particulares de los veinticuatro Estados de que se compone; pero, ¿quién me informará lo que gastan los ciudadanos para la administración del condado o de la comuna? (11)

La autoridad federal no puede extenderse hasta obligar a los gobiernos provinciales a ilustrarnos sobre este punto; y, esos gobiernos, aunque quisiesen a su vez prestarnos simultáneamente su concurso, dudo que estuvieran en condiciones de satisfacernos. Independientemente de la dificultad natural de la empresa, la organización política del país se opondría aun al éxito de sus esfuerzos. Los magistrados de la comuna y del condado no son nombrados por los administradores del Estado y no dependen de éstos. Nos será permitido asegurar que si el Estado quisiese obtener los informes necesarios, encontraría grandes obstáculos por la negligencia de los funcionarios inferiores de que tiene que servirse (12).

Inútil es tratar de averiguar, por otra parte, lo que los norteamericanos pueden hacer en tal materia, puesto que en verdad hasta ahora nada han hecho.

No existe en este momento en Norteamérica o en Europa, un solo hombre que pueda informarnos lo que paga anualmente cada ciudadano de la Unión, para subvenir a las cargas. de la sociedad (13).

Concluyamos que es tan difícil comparar con fruto los gastos públicos de los norteamericanos con los nuestros, como la riqueza de la Unión con la de Francia. Añado que aun sería peligroso intentarlo. Cuando la estadística no está fundada sobre cálculos rigurosamente exactos, extravía en lugar de dirigir. El espíritu se deja impresionar fácilmente por los falsos aspectos de exactitud que ella conserva aun en sus extravíos, y descansa sin preocupación sobre errores que se revisten a sus ojos con las formas matemáticas de la verdad.

Abandonemos, pues, las cifras y tratemos de encontrar nuestras pruebas en otra parte.

Si un país presenta aspecto de prosperidad material; si el pobre, después de haber pagado al Estado, tiene recursos y el rico lo superfluo; si uno y otro parecen contentos de su suerte, y si tratan cada día de mejorarla aún, de tal manera que, no careciendo las industrias de capitales, la industria a su vez no daña al capital: tales son los signos a los que, a falta de documentos positivos, es posible recurrir para conocer si las cargas públicas que pesan sobre un pueblo son proporcionadas a su riqueza.

El observador que se atuviera a esos testimonios juzgaría, sin duda, que el ciudadano de los Estados Unidos da al Estado una parte menos sensible de sus ingresos que el francés.

Pero ¿cómo se puede concebir que fuese de otro modo?

Una parte de la deuda francesa es el resultado de dos invasiones; la Unión no tiene que temerlas. Nuestra posición nos obliga a mantener habitualmente un numeroso ejército bajo las armas; el aislamiento de la Unión le permite contar sólo con 6000 soldados. Nosotros mantenemos 300 navíos; los norteamericanos no tienen más que 52 (14). ¿Cómo el habitante de la Unión podría pagar al Estado tanto como el habitante de Francia?

No hay, pues, paralelo que establecer entre las finanzas de países tan diversos.

Examinando lo que ocurre en la Unión, y no comparando la Unión con Francia, podremos juzgar si la democracia norteamericana es verdaderamente económica.

Echo una mirada sobre cada una de las diversas Repúblicas, de que se forma la confederación, y descubro que su gobierno carece a menudo de perseverancia en sus designios y que no ejerce una vigilancia continua sobre los hombres que emplea. Saco de esto, naturalmente, la consecuencia de que debe gastar a menudo inútilmente el dinero de los contribuyentes, o que dedica más del que se necesita a sus empresas.

Veo que, fiel a su origen popular, hace prodigiosos esfuerzos para satisfacer las necesidades de las clases inferiores de la sociedad, abrirles los caminos del poder y esparcir en su seno el bienestar y la cultura. Mantiene a los pobres, distribuye cada año varios millones en las escuelas, paga todos los servicios y retribuye con generosidad a sus agentes inferiores. Aunque semejante manera de gobernar me parece útil y razonable, estoy obligado a reconocer que es dispendiosa.

Veo al pobre que dirige los negocios públicos y dispone de los recursos nacionales; y no podría creer que, aprovechándose de los gastos del Estado, arrastre a menudo al Estado a nuevos dispendios.

Concluyo, pues, sin haber recurrido a cifras incompletas y sin querer establecer comparaciones aventuradas, que el gobierno democrático de los norteamericanos no es, como se pretende algunas veces, un gobierno barato; y no temo predecir que, si grandes apuros económicos llegasen a asaltar un día a los pueblos de los Estados Unidos, verían elevarse los impuestos tan alto como en la mayor parte de las aristocracias o de las monarquías de Europa.




La corrupción y los vicios de los gobernantes en la democracia. Los efectos que resultan de ellos para la moralidad pública

En las aristocracias, los gobiernos tratan a vcces de corrromper - A menudo, en las democracias, los mismos gobiernos se muestran corrompidos - En las primeras, los vicios atacan directamente a la moralidad del pueblo - En las segundas, ejercen sobre él una influencia indirecta, que es más temible todavía.




La aristocracia y la democracia se dirigen mutuamente el reproche de facilitar lá corrupción. Es necesario distinguir.

En los gobiernos aristocráticos, los hombres que llegan a los negocios públicos son ricos que no desean sino el poder. En las democracias, los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer fortuna.

Se sigue de esto que, en los Estados aristocráticos, los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y no tienen sino un gusto muy moderado por el dinero, en tanto que lo contrario sucede en los pueblos democráticos.

Pero, en las aristocracias, como los que quieren llegar a la cabeza de los negocios disponen de grandes riquezas, y como el número de quienes pueden hacerlos llegar allí está a menudo circunscrito déntro de ciertos límites, el gobierno se encuentra de cierto modo como en subasta. En las democracias, al contrario, los que se disputan el poder no son casi nunca ricos, y el número de quienes intervienen para dárselo es muy grande. Tal vez en las democracias no hay menos hombres en venta; pero no se encuentran casi compradores; y, por otra parte, sería necesario comprar demasiada gente a la vez para alcanzar la meta.

Entre los hombres que han ocupado el poder en Francia desde hace cuarenta años, varios han sido acusados de haber hecho fortuna a expensas del Estado y de sus allegados; reproche que ha sido dirigido raras veces a los hombres públicos de la antigua monarquía. Pero, en Francia, casi no hay ejemplo de que se compre el voto de un elector por medio de dinero, en tanto que la cosa se hace notoria y públicamente en Inglaterra.

Nunca he oído decir que en los Estados Unidos se emplearan las riquezas para conquistar a los gobernados; pero a menudo he visto poner en duda la probidad de los funcionarios públicos. Más frecuentemente todavía, he oído atribuir sus éxitos a bajas intrigas o a maniobras culpables.

Si los hombres que dirigen las aristocracias tratan a veces de corromper, los jefes de las democracias se muestran ellos mismos corrompidos. En las unas, se ataca directamente la moralidad del pueblo, se ejerce en las otras sobre la conciencia pública una acción indirecta que hay que temer más todavía. En los pueblos democráticos, los que están a la cabeza del Estado, como están casi siempre tildados de sospechas molestas, dan en cierto modo el apoyo del gobierno a los crímenes de que se les acusa. Presentan así peligrosos ejemplos a la virtud que lucha y proporcionan magníficas comparaciones al vicio que se oculta.

En vano se dirá que las pasiones deshonestas se encuentran en todas las filas: que suben a menudo al trono por derecho de cuna y que se pueden encontrar hombres muy despreciables tanto a la cabeza de las naciones aristocráticas como en el seno de las democracias.

Esta respuesta no me satisface: se nota, en la corrupción de aquellos que llegan por casualidad al poder, algo grosero y vulgar que la hace contagiosa para la multitud; hasta en la depravación de los grandes señores reina, por el contrario, cierto refinamiento aristocrático, un aire de grandeza que a menudo impide que la corrupción se propague.

El pueblo no penetrará jamás en el laberinto obscuro del espíritu de la corte. Descubrirá siempre con dificultad la bajeza que se oculta en la elegancia de los modales, el rebuscamiento de los gustos y las finuras del lenguaje. Pero robar el tesoro público o vender por dinero los favores del Estado, esto lo comprende el primer miserable y puede jactarse de hacer otro tanto a su vez.

Lo que hay que temer, por otra parte, no es tanto el conocimiento de la inmoralidad de los grandes sino de la inmoralidad que conduce a la grandeza. En la democracia, los ciudadanos corrientes ven a un hombre que sale de sus filas y que llega en pocos años a la riqueza y al poder; ese espectáculo excita su sorpresa y su envidia; tratan de averiguar cómo el que ayer apenas era su igual está ahora investido del derecho de dirigirlos. Atribuir su elevación a su talento o a sus virtudes es incómodo, porque es confesarse que ellos mismos son menos virtuosos y menos hábiles. Hacen, pues, consistir la principal causa del ascenso en algunos de sus vicios, y a menudo tienen razón al hacerlo. Se opera así no sé qué odiosa mezcla entre las ideas de bajeza y de poder, de intriga y éxito, de utilidad y deshonor.




De qué esfuerzos es capaz la democracia

La Unión no ha luchado sino una sola vez por su existencia - Entúsiasmo al comienzo de la guerra - Sufrimiento al final - Dificultad de establecer en Norteamérica la conscripción o la inscripción marítima - Por qué un pueblo democrático es menos capaz que otro de grandes esfuerzos continuos.




Prevengo al lector que hablo aquí de un gobierno que sigue las voluntades reales del pueblo, y no de un gobierno que se limita solamente a mandar en nombre del pueblo.

No hay nada tan irresistible como un poder tiránico que manda en nombre del pueblo, porque estando revestido del poder moral que pertenece a las voluntades del mayor número, obra al mismo tiempo con la decisión, la prontitud y la tenacidad que tendría un solo hombre.

Es bastante difícil decir a qué grado de esfuerzo es capaz de llegar un gobierno democrático en tiempo de crisis nacional.

Jamás se ha visto hasta el presente una gran República democrática. Sería injuriar a las Repúblicas llamar con ese nombre a la oligarquía que reinaba en Francia en 1793. Sólo los Estados Unidos presentan ese espectáculo nuevo.

Ahora bien, desde hace medio siglo que la Unión se formó, su existencia no ha sido puesta en peligro más que una sola vez, durante la guerra de independencia. Al principio de esa larga guerra, hubo rasgos extraordinarios de entusiasmo por el servicio de la patria (15). Pero, a medida que la lucha se prolongaba, veíase reaparecer el egoísmo habitual: el dinero no llegaba ya al tesoro público; los hombres no se presentaban en el ejército; el pueblo quería todavía la independencia, pero retrocedía ante los medios de obtenerla. En vano hemos multiplicado los impuestos e intentado nuevos métodos de recaudarlos, dice Hamilton en El Federalista (número 12): La paciencia púbiica se vio siempre decepcionada y el tesoro de los Estados permaneció vacío. Las formas democráticas de la administración, que son inherentes a la naturaleza democrática de nuestro gobierno, al combinarse con la escasez de numerario que producía el estado lánguido de nuestro comercio, han hecho inútiles hasta ahora los esfuerzos que se han llegado a intentar para recaudar sumas considerables. Las diferentes legislaturas han comprendido por fin la locura de semejantes ensayos.

Desde esa época, los Estados Unidos no han tenido una sola guerra seria que sostener.

Para juzgar qué sacrificios saben imponerse las democracias, es necesario esperar a que la nación norteamericana se vea obligada a poner en manos de su gobierno la mitad del ingreso de los bienes, como Inglaterra, o deba lanzar la vigésima parte de su población a los campos de batalla, como lo hizo Francia.

En Norteamérica, la conscripción es desconocida; se recluta allí a los hombres por medio de dinero. El reclutamiento forzoso es de tal modo contrario a las ideas y tan extraño a los hábitos del pueblo de los Estados Unidos, que dudo que se atrevan a introducirlo en las leyes. Lo que se llama en Francia la conscripción forma seguramente el más pesado de todos nuestros impuestos; pero, sin la conscripción, ¿cómo podríamos sostener una gran guerra continental?

Los norteamericanos no han adoptado entre ellos la leva de marinos de los ingleses. No tienen nada que se parezca a nuestra inscripción marítima. La marina del Estado, como la marina mercante, se recluta por medio de contratos voluntarios.

Ahora bien, no es fácil concebir que un pueblo pueda sostener una gran guerra. marítima sin recurrir a uno de los dos medios indicados antes. Por eso la Unión, que ha combatido ya en el mar con gloria, no ha tenido nunca, sin embargo, flotas numerosas, y el armamento del pequeño número de sus navíos le ha costado siempre muy caro.

He oído a hombres de Estado norteamericanos confesar que la Unión tendrá dificultades para mantener un rango en los mares, si no recurre a la leva o a la inscripción marítima; pero la dificultad está en obligar al pueblo, por medio de quien gobierna, a aceptar la leva o la inscripción marítima.

Es indiscutible que los pueblos libres despliegan en general, en los peligros, una energía infinitamente mayor que los que no lo son; pero me véo inclinado a creer que esto es sobre todo verdadero en los pueblos libres en los cuales domina el elemento aristocrático. La democracia me parece mucho más apropiada para dirigir una sociedad pacífica o para hacer, si es necesario, un súbito y vigoroso esfuerzo, que para arrostrar durante largo tiempo las grandes tormentas de la vida política de los pueblos. La razón de esto es sencilla: los hombres se exponen a los peligros y a las privaciones por entusiasmo; pero no permanecen expuestos a ellos sino por reflexión. Hay en lo que se llama el valor instintivo mismo, más cálculo de lo que se piensa; y, aunque las pasiones solas logren hacer en general los primeros esfuerzos, se prosiguen en vista del resultado obtenido. Se arriesga una parte de lo que es caro para salvar lo restante.

Ahora bien, esta percepción clara del porvenir, fundada en las luces y en la experiencia, es la que debe a menudo faltar a la democracia. El pueblo siente más bien que razona; y si los males actuales son grandes, es de temer que no olvide los males mayores que le esperan tal vez en caso de derrota.

Hay todavía otra causa que puede hacer los esfuerzos de un gobierno democrático menos durables que los esfuerzos de una aristocracia.

El pueblo, no solamente ve con menos claridad que las clases elevadas lo que puede esperar o temer del porvenir, sino que sufre de muy distinto modo los males del presente. El noble, al exponer su persona, corre tantas probabilidades de gloria como de peligro. Al entregar al Estado la mayor parte de sus ingresos, se priva momentáneamente de algunos de los placeres de la riqueza; pero, para el pobre, la muerte no tiene prestigio, y el impuesto que molesta al rico, ataca a menudo en él las fuentes de la vida.

Esta debilidad relativa de las Repúblicas democráticas, en tiempos de crisis, es tal vez el mayor obstáculo que se opone a que parecida República se funde en Europa. Para que la República democrática subsistiera sin dificultad en un pueblo europeo, se necesitaría que se estableciese al mismo tiempo en todos los demás.

Creo que el gobierno de la democracia debe, a la larga, aumentar las fuerzas reales de la sociedad; pero no podría reunir a la vez, en un punto y tiempo dados, tantas fuerzas como un gobierno aristocrático o como una monarquía absoluta. Si un país democrático permaneciera sometido durante un siglo al gobierno republicano, se puede creer que al cabo del siglo sería más rico, más poblado y más próspero que los Estados despóticos que lo rodean; pero, durante ese siglo, habría corrido varias veces el riesgo de ser conquistado por ellos.




El poder que ejerce en general la democracia norteamericana sobre sí misma

Que el pueblo norteamericano no se presta sino a la larga, y a veces se rehusa, a hacer lo que es útil para su bienestar - Facultad que tienen los norteamericanos de hacer faltas reparables.




La dificultad que encuentra la democracia para vencer las pasiones y hacer callar las necesidades del momento con miras hacia el porvenir, se observa en los Estados Unidos en las menores cosas.

El pueblo, rodeado de aduladores, logra difícilmente triunfar de sí mismo. Cada vez que se quiere obtener de él; que se imponga una privación o una molestia, aun con una finalidad que su razón apruebe, comienza casi siempre por rehusarse a ella. Con razón se elogia la obediencia que los norteamericano conceden a las leyes. Es necesario añadir que, en Norteamérica, la legislación es hecha por el pueblo y para el pueblo. En los Estados Unidos la ley se muestra, pues, favorable a aquellos que en otra parte cualquiera tienen mayor interés por violarIa. Así, se puede creer que una ley molesta, cuya utilidad actual no sintiera la mayoría, no sería aprobada o no sería obedecida.

En los Estados Unidos, no existe legislación relativa a las qUiebras fraudulentas. ¿Será porque no existen? No, al contrario; es porque hay demasiadas. El temor a ser perseguido como autor de una quiebra de esa índole, sobrepasa, en el espíritu de la mayoría, al temor de quedar arruinado por la bancarrota; y se forma en la conciencia pública una especie de tolerancia culpable para el delito, que cada uno indíviduálmente condena.

En los nuevos Estados del Sudoeste, los ciudadanos se hacen casi siempre la justicia por sí mismos, y los asesinatos se renuevan allí sin cesar. Esto viene de que los hábitos del pueblo son demasiado rudos y las luces están poco extendidas en los desiertos, para que se sienta la utilidad de dar allí fuerza a la ley: prefiérense en esos lugares los duelos a los procesos.

Alguien me decía un día, en Filadelfia, que casi todos los crímenes, en Norteamérica, eran causados por el abuso de los licores fuertes, que el bajo pueblo podía adquirir a voluntad, porque se lo vendan a vil precio. ¿De dónde viene -pregunté-, que no impongáis derechos sobre el aguardiente? Nuestros legisladores han pensado en ello con frecuencia -replicó-, pero la empresa es difícil. Se teme una revuelta; y, por otra parte, los miembros que votaron semejante ley estarían seguros de no ser reelectos. Así, pues, continué: entre ustedes los bebedores están en mayoría, y la temperancia es impopular.

Cuando se hacen observar esas cosas a los hombres de Estado, se limitan a respondernos: Dejad obrar al tiempo: el sentimiento del mal iluminará al pueblo y le mostrará sus necesidades. Eso es a menudo verdadero: si la democracia tiene más probabilidades de engañarse que un rey o un cuerpo de nobles, tiene también más posibilidades de volver a la verdad, una vez que la luz le llega, porque no hay, en general, en su seno, intereses contrarios al del mayor número y que luchen contra la razón. Pero la democracia no puede obtener la verdad más que de la experiencia, y muchos pueblos no podrían esperar, sin perecer, los resultados de sus errores.

El gran privilegio de los norteamericanos no está solamente en ser más ilustrados que otros, sino en tener la facultad de hacer faltas reparables.

Añádase que, para sacar fácilmente provecho de la experiencia del pasado, es necesario que la democracia haya llegado ya a cierto grado de civilización y de cultura.

Se ve a algunos pueblos, cuya primera educación ha sido tan viciosa y cuyo carácter presenta tan extraña mezcla de pasiones, de ignorancia y de nociones erróneas de todas las cosas, que no podrían por ellos mismos discernir la causa de sus miserias: sucumben bajo males que ignoran.

He recorrido vastas comarcas habitadas antiguamente por poderosas naciones indias que actualmente no existen. He vivido en tribus ya mutiladas que cada día ven decrecer su número y desaparecer el brillo de su gloria salvaje y he oído a esos mismos indios prever el destino final reservado a su raza. No hay europeo, sin embargo, que no perciba lo que sería necesario hacer para preservar a esos pueblos infortunados de una destrucción inevitable. Pero ellos no lo ven; sienten los males que, cada año, se acumulan sobre sus cabezas, y perecerán hasta el último rechazando el remedio. Sería necesario emplear la fuerza para obligarlos a vivir.

Se sorprende uno al ver agitarse a las nuevas naciones de la América del Sur, desde hace un cuarto de siglo, en medio de revoluciones renacientes sin cesar, y cada día se espera verlas volver a lo que se llama su estado natural. Pero, ¿quién puede afirmar que laS revoluciones no sean, en nuestro tiempo, el estado más natural de los españoles de la América del Sur? En esos países, la sociedad se debate en el fondo de un abismo del que sus propios esfuerzos no pueden hacerla salir.

El pueblo que habita esta bella mitad de un hemisferio parece obstinadamente dedicado a desgarrarse las entrañas y nada podrá hacerlo desistir de ese empeño. El agotamiento lo hace un instante caer en reposo y el reposo lo lanza bien pronto a nuevos furores. Cuando llego a considerarlo en ese estado alternativo de miserias y de crímenes, me veo tentado a creer que para él el despotismo sería un beneficio.

Pero estas dos palabras no podrán encontrarse unidas nunca en mi pensamiento.




Cómo la democracia conduce los negocios exteriores del Estado

Dirección dada a la política exterior de los Estados Unidos por Washington y Jefferson - Casi todos los defectos naturales de la democracia se hacen sentir en la dirección de los negocios exteriores, y sus cualidades son en ella poco sensibles.




Hemos visto que la constitución federal ponía la dirección permanente de los intereses exteriores de la nación en manos del Presidente y del Senado (16), lo que coloca hasta cierto punto la política general de la Unión fuera de la influencia directa y cotidiana del pueblo. No se puede decir, pues, de manera absoluta, que sea la democracia la que, en Norteamérica, conduzca los negocios exteriores del Estado.

Hay dos hombres que imprimieron a la política de los norteamericanos una dirección que se sigue todavía en nuestros días: el primero fue Washington, y el segundo Jefferson.

Washington decía en la admirable carta dirigida a sus conciudadanos, y que constituye como el testamento político de ese gran hombre:

Extender nuestras relaciones comerciales con los pueblos extranjeros y establecer tan pocos lazos políticos como sea posible entre ellos y nosotros, tal debe ser la regla de nuestra política. Debemos cumplir con fidelidad los compromisos contraídos, pero necesitamos guardarnos de adquirir otros nuevos.

Europa tiene cierto número de intereses que le son propios y que no tienen relación o sólo la tienen muy indirecta con los nuestros; debe, pues, encontrarse frecuentemente comprometida en querellas que nos son naturalmente extrañas; encadenamos con lazos artificiales a las vicisitudes de su política, entrar en las diferentes combinaciones de sus amistades y de sus odios, y tomar parte en las luchas que resultan de ellos, sería obrar imprudentemente.

Nuestro aislamiento y nuestra lejanía de ella nos invitan a adoptar un camino contrario y nos permiten seguirlo. Si continuamos formando una sola nación, regida por un gobiemo fuerte, no está lejos el momento en que no tengamos que temer a nadie. Entonces podremos tomar una actitud que haga respetar nuestra neutralidad; las naciones beligerantes, sintiendo la imposibilidad de adquirir nada de nosotros, temerán provocarnos sin motivos; y estaremos en posición de escoger la paz o la guerra, sin tomar otros guías de nuestras acciones que nuestro interés y la justicia.

¿Por qué habríamos de abandonar las ventajas que podemos sacar de situación tan favorable? ¿Por qué dejaríamos un terreno que no es propio, para establecernos en otro que nos es extraño? ¿Para qué, en fin, uniendo nuestro destino al de una parte cualquiera de Europa, expondríamos nuestra paz y nuestra prosperidad, a la ambición, a las rivalidades, a los intereses o a los caprichos de los pueblos que la habitan?

Nuestra verdadera política es no contraer alianza permanente con ninguna nación extranjera, en tanto por lo menos que estemos todavía libres de no hacerlo, porque estoy muy lejos de querer que se falte a los compromisos existentes. La honestidad es siempre la mejor política; es una máxima que tengo por igualmente aplicable a los negocios de las naciones y a los de los individuos. Pienso, pues, que es necesario ejecutar en toda su extensión los compromisos que hemos contraído ya; pero creo inútil e imprudente contraer otros. Coloquémonos siempre de manera de hacer respetar nuestra posición, y las alianzas temporales bastarán para permitirnos hacer frente a todos los peligros.

Anteriormente, Washington había enunciado esta bella y justa idea:

La nación que se entrega a sentimientos habituales de amor o de odio hacia otra, llega a ser en cierto modo esclava. Es esclava de su odio o de su amor.

La conducta política de Washington estuvo siempre dirigida según esas máximas. Logró mantener a su país en paz cuando el resto del universo estaba en guerra, y estableció como punto de doctrina que el interés bien entendido de los norteamericanos era el de no tomar nunca partido en las querellas interiores de Europa.

Jefferson fue más lejos todavía, e introdujo en la política de la Unión esta otra máxima:

Que los norteamericanos no debían jamás pedir privilegios a las naciones extranjeras, a fin de no estar obligados a su vez a concedérselos.

Estos dos principios, cuya evidente precisión puso fácilmente al alcance de la multitud, han simplificado extremadamente la política exterior de los Estados Unidos.

La Unión, no mezclándose en los asuntos de Europa, no tiene por decirlo así intereses externos que debatir, porque no tiene todavía vecinos poderosos en América. Colocada, por su situación tanto como por su voluntad, fuera de las pasiones del viejo mundo, no está obligada ni a preservarse de ellas ni a abrazarlas. En cuanto a las del nuevo mundo, el porvenir las oculta todavía.

La Unión está libre de compromisos anteriores; se aprovecha, pues, de la experiencia de los viejos pueblos de Europa, sin estar obligada, como ellos, a sacar partido del pasado y adaptarlo al presente; no está como ellos, obligada a aceptar una inmensa herencia que le legaron sus padres, mezcla de gloria y de miseria, de amistades y de odios nacionales. La política exterior de los Estados Unidos es eminentemente expectante; consiste mucho más en abstenerse que en hacer.

Es muy difícil saber, en cuanto al presente, qué habilidad desplegará la democracia norteamericana en la dirección de los negocios exteriores del Estado. Sobre este punto, tanto sus adversarios como sus amigos deben suspender su juicio.

En cuanto a mí, no tengo empacho en decirlo: en la dirección de los intereses exteriores de la sociedad es en donde me parecen los gobiernos democráticos decididamente inferiores a los demás. La experiencia, las costumbres y la instrucción acaban casi siempre por crear en la democracia esa especie de sabiduría práctica de todos los días, y esa ciencia de los pequeños sucesos de la vida que se llama el buen sentido. El buen sentido basta para la marcha ordinaria de la sociedad; y en un pueblo cuya educación está hecha, la libertad democrática aplicada a los negocios interiores del Estado produce más bien, que males pueden acarrear los errores del gobierno de la democracia. Pero no sucede así siempre en las relaciones de pueblo a pueblo.

La política exterior no exige el uso de casi ninguna de las cualidades que son propias de la democracia, e impone, al contrario, el desarrollo de casi todas las que le faltan. La democracia favorece el acrecentamiento de los recursos interiores del Estado, difunde el bienestar, desarrolla el espíritu público y fortifica el respeto a la ley en las diferentes clases de la sociedad, cosas que no tienen todas ellas sino una influencia indirecta sobre la posición de un pueblo frente a otro. Pero la democracia sólo podría difícilmente coordinar todos los detalles de una gran empresa, resolverse a un proyecto y seguirlo de inmediato obstinadamente a través de los obstáculos. Es poco capaz de combinar medidas secretas y esperar pacientemente su resultado. Son cualidades que pertenecen más particularmente a un hombre o a una aristocracia. Ahora bien, esas cualidades son precisamente las que hacen que a la larga un pueblo, como un individuo, acabe por dominar.

Si, al contrario, prestamos atención a los defectos naturales de la aristocracia, encontraremos que el efecto que pueden producir no es casi sensible en la dirección de los asuntos exteriores del Estado. El vicio capital que se reprocha a la aristocracia, es el de no trabajar más que para sí misma y no para la masa. En la política exterior, es muy raro que la aristocracia tenga un interés distinto al del pueblo.

La pendiente que impele a la democracia a obedecer en política más a sentimientos que a razonamientos, y a abandonar un propósito largo tiempo madurado para satisfacer una pasión momentánea, se vio claramente en Norteamérica cuando la Revolución francesa estalló. Las más simples luces de la razón bastaban entonces como ahora, para hacer ver a los norteamericanos que su interés no estaba en comprometerse en la lucha que iba a ensangrentar a Europa, de la que los Estados Unidos no podían sufrir perjuicio.

Las simpatías del pueblo en favor de Francia se declararon, sin embargo, con tanta violencia, que fue necesario todo el carácter inflexible de Washington y la inmensa popularidad de que disfrutaba, para impedir que declararan la guerra a Inglaterra. Y, todavía, los esfuerzos que hizo la austera razón de ese grande hombre para luchar contra las pasiones generosas, pero irreflexivas, de sus conciudadanos, estuvieron a punto de arrebatarle la única recompensa que él se reservaba: el amor de su país. La mayoría se pronunció contra su política. Ahora, el pueblo entero la aprueba (17).

Si la constitución y el favor público no hubiesen dado a Washington la dirección de los negocios exteriores del Estado, es cierto que la nación habría hecho precisamente lo que condena ahora.

Casi todos los pueblos que han actuado fuertemente sobre el mundo, los que han concebido, seguido y ejecutado grandes designios, desde los romanos hasta los ingleses, eran dirigidos por una aristocracia, y ¿cómo sorprenderse de eso?

Lo más seguro que hay en sus planes, en el mundo, es una aristocracia. La masa del pueblo puede ser reducida por su ignorancia o sus pasiones; se puede sorprender el espíritu de un rey y hacerlo vacilar en sus proyectos; por otra parte, un rey no es inmortal. Pero un cuerpo aristocrático es demasiado numeroso para ser captado y demasiado poco numeroso para ceder íácilmente a la embriaguez de pasiones irreflexivas. Un cuerpo aristocrático es un hombre firme e ilustrado que no muere.




Notas

(7) La comodidad en que viven los funcionarios secundarios, en los Estados Unidos, obedece también a otra causa; ésta es ajena a los instintos generales de la democracia; toda carrera privada es muy productiva; el Estado no encontraría funcionarios secundarios si no consintiera en pagarlos bien. Está, pues, en la posición de una empresa comercial, obligada cualesquiera que sean sus gustos económicos a sostener una competencia onerosa.

(8) El Estado de Ohio, que cuenta con un millón de habitantes, no da al gobernador sino 1 200 dólares de salario, o sea 6 504 francos.

(9) Para hacer esta verdad más sensible a la vista, basta examinar los sueldos de algunos de los agentes del gobierno federal. He creído necesario presentar ante el lector el salario otorgado, en Francia, a funcionarios análogos, a fin de que la comparación acabe de esclarecer los hechos.

ESTADOS UNIDOS

Ministerio de Finanzas (Treasury Department)

Conserje (mensajero) 3734 francos.
Empleado de más bajo sueldo 5 420 francos.
Empleado de más alto sueldo 8 672 francos.
Secretario general (chief Crerk) 10 840 francos.
Ministro (secretary of State) 32 520 francos.
Jefe del gobierno (Presidente) 135 000 francos.

FRANCIA

Ministerio de Finanzas

Conserje del ministro 1 500 francos.
Empleado de más bajo sueldo 1 000 a 1 800 francos.
Empleado de más alto sueldo 3 200 a 3 600 francos.
Secretario general 20 000 francos.
Ministro 80 000 francos.
Jefe del gobierno (el rey) 12 000 000 francos.

Hé hecho mal tal vez en tomar a Francia como punto de comparación. En Francia, donde los instintos democráticos penetran cada día más en el gobierno, se percibe ya una fuerte tendencia que inclina a las Cámaras a elevar los pequeños sueldos y sobre todo a reducir los grandes. Así, el ministro de Finanzas que en 1834 recibe 80 000 francos, recibía 160 000 bajo el Imperio y los directores generales de finanzas, que reciben 20 000, recibían entonces 50 000.

(10) Véase, entre otros, en los presupuestos norteamericanos, lo que cuesta el mantenimiento de los indigentes y la instrucción gratuita.

En 1831 se gastó en el Estado de Nueva York, para el sostenimiento de los indigentes, la suma de 1 290 000 francos. y la suma consagrada a la instrucción pública se estima en 5 420 000 francos por lo menos (William's New York Annual Register, 1832, páginas 205 y 243). El Estado de Nueva York no tenía en 1830 sino 1 900 000 habitantes, lo que no forma el doble de la población del departamento del Norte.

(11) Los norteamericanos, como se ve, tienen cuatro especies de presupuestos: La Unión tiene el suyo; los Estados, los condados y las comunas tienen igualmente los suyos. Durante mi permanencia en los Estados Unidos, hice grandes búsquedas para conocer el monto de los gastos públicos en las comunas y en los condados de los principales Estados de la Unión. Pude fácilmente obtener el presupuesto de las más grandes comunas, pero me fue imposible alcanzar el de las pequeñas. No pude formarme ninguna idea exacta de los gastos comunales. En lo que concierne a los gastos de los condados, poseo algunos documentos que, aunque incompletos, merecen la curiosidad del lector. Debo a la amabilidad de Mr. Richard, antiguo alcalde de Filadelfia, los presupuestos de trece condados de Pensilvania para el año 1830. Son los condados de Libanon, Centro, Franklin, La Fayette, Montgomery, Luzerne, Delfin, Buttler, Alleghany, Colombia, Northumberland, Northmapton y Filadelfia. Había en ellos, en 1830, 495 207 habitantes. Si se echa una ojeada sobre un mapa de Pensilvania, se verá que esos trece condados están dispersos en todas direcciones y sometidos a todas las causas generales que pueden influir sobre el estado del país; de tal suerte que sería imposible decir por qué no proporcionan una idea exacta del estado financiero de los condados de Pensilvania. Ahora bien, esos mismos condados gastaron, durante el año 1830, 1800 221 francos, lo que da 3 fr. 64 cents. por habitante. He calculado que cada uno de ésos mismos habitantes, durante el año 1830, había consagrado a las necesidades de la Unión federal 12 fr. 70 cents., y 3 fr. 80 cents., a las de Pensilvania. De donde resulta que, en el año 1830, esos mismos ciudadanos dieron a la sociedad, para subvenir a todos los gastos públicos (excepto los gastos comunales), la suma de 20 fr. 14 cents. Este resultado es doblemente incompleto, como se ve, puesto que no se aplica sino a un solo año y a una parte de las cargas públicas; pero tiene el mérito de ser exacto.

(12) Los que han querido establecer un paralelo entre los gastos de los norteamericanos y los nuestros, han advertido que era imposible comparar el total de los gastos púb1icos de Francia con el total de los gastos públicos de la Unión; pero se han procurado comparar entre sí partes separadas de estos gastos.

Es fácil probar que esta segunda manera de operar no es menos defectuosa que la primera.

¿Con qué compararé, por ejemplo, nuestro presupuesto nacional? ¿Con el presupuesto de la Unión? Pero la Unión se ocupa de muchas menos cosas que nuestro gobierno central, y sus cargas deben naturalmente ser mucho menores. ¿Pondré frente a frente nuestros presupuestos departamentales y los presupuestos de los Estados particulares de que la Unión se compone? Pero, en general, los Estados particulares velan por intereses más importantes y numerosos que la administración de nuestros depártamentos: los gastos son también, naturalmente, más considerables. En cuanto a los presupuestos de los condados, no se encuentra nada en nuestro sistema de finanzas que se les parezca. ¿Computamos los gastos que alll se señalan en el presupuesto del Estado o en el de las comunas? Los gastos comunales existen en los dos países, pero no son siempre análogos. En Norteamérica, la comuna se encarga de varias atenciones que en Francia abandona a los departamentos o al Estado. ¿Qué debe entenderse, por otra parte, por gastos comunales en Norteamérica? La organización de la comuna difiere según los Estados. ¿Tomaremos por regla lo que sucede en la Nueva Inglaterra o en Georgia, en Pensilvania o en el Estado de Illinois?

Es fácil percibir, entre ciertos presupuestos de ambos paises, una especie de analogía; pero como los elementos que los componen difieren siempre más o menos, no se podría establecer entre ellos una seria comparación.

(13) Aunque se lograra conocer la suma precisa que cada ciudadano francés o norteamericano deposita en el tesoro público, todavía no se podría conocer sino parte de la verdad.

Los gobiernos no piden solamente a los contribuyentes dinero, sino efectos personales que son apreciables en dinero. El Estado levanta un ejército; independientemente del sueldo que la nación entera se encarga de proporcionar, es necesario todavía que el soldado dé su tiempo, que tiene un valor más o menos grande según el empleo que de él pudiera hacerse si permaneciera libre. Diré otro tanto del servicio de la milicia. El hombre que forma parte de la milicia consagra momentáneamente un tiempo precioso a la seguridad pública, y da realmente al Estado lo que él mismo deja de adquirir. He citado esos ejemplos y podría citar otros muchos. El gobierno de Francia y el de Norteamérica perciben impuestos de esta especie; esos impuestos pesan sobre los ciudadanos: pero ¿quién podrá apreciar con exactitud su monto en ambos países?

No es esta la última dificultad que nos detiene cuando queremos comparar los gastos públicos de la Unión con los nuestros. El Estado se crea en Francia ciertas obligaciones que no se impone el de Norteamérica, y recíprocamente. El gobierno francés paga al clero; el gobierno norteamericano deja ese cuidado a los fieles. En Norteamérica, el Estado se encarga de los pobres; en Francia, los entrega a la caridad pública. Damos a todos los funcionarios un salario fijo; los norteamericanos les permiten percibir ciertos derechos. En Francia, las prestaciones en efectivo no tienen lugar sino en pequeño número de caminos; en los Estados Unidos, sobre casi todos. Nuestras vías están abiertas a los viajeros, que pueden recorrerlas sin pagar nada. Se encuentran en los Estados Unidos muchas carreteras con barreras. Todas estas diferencias en la manera cómo el contribuyente logra saldar las cargas de la sociedad, hacen la comparación entre esos dos países muy difícil; porque hay ciertos gastos que los ciudadanos no harían o que serían menores, sí el Estado no se encargara de obrar en su nombre.

(14) Véanse los presupuestos detallados del ministerio de la marina en Francia, y para Norteamérica, el National Calendar de 1833, pág. 228.

(15) Uno de los más singulares, en mi opinión, fue la resolución por la cual los Norteamericanos renunciaron momentáneamente al uso del té. Los que saben que los hombres se aferran en general más a sus hábitos que a su vida, se extrañarán sin duda de este grande y obscuro sacrificio de todo un pueblo.

(16) El Presidente, dice la Constitución, art. II, sección 2, párrafo 2, hará los tratados con la opinión y el consentimiento del senado. El lector no debe perder de vista que el mandato de los senadores dura seis años, y que siendo electos por los legisladores de cada Estado, son el producto de una elección de dos grados.

(17) Véase el quinto volumen de la Vida de Washington, por Marshall. En un gobierno constituido como lo es el de los Estados Unidos, dice (pág. 314), el primer magistrado no puede, cualquiera que sea su firmeza, oponer largo tiempo un dique al torrente de la opinión popular; y la que prevalecía entonces parecía conducir a la guerra. En efecto, en la sesión del Congreso verificada en esa época, se dieron cuenta muy frecuentemente de que Washington había perdido la mayoría en la Cámara de representantes. Fuera de allí, la violencia del lenguaje de que se servían contra él era extremada: en una reuníón política, no temían compararlo indirectamente con el traidor Arnold (pág. 265). Los que estaban afiliados en el partido de la oposición, dice todavía Marshall (pág. 355), pretendieron que los partidarios de la administración componían una facción aristocrática que estaba sometida a Inglaterra y que, queriendo establecer la monarquía, era por consiguiente enemiga de Francia; una facción cuyos miembros constituían una especie de nobleza, que tenía por títulos las acciones de los bancos, y que temía de tal manera toda medida que pudiese influir sobre los fondos, que era insensible a las afrentas que el honor y el interés de la nación ordenaban igualmente rechazar.

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