Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo cuarto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROSegunda parte del capítulo quinto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo quinto

Primera parte

El gobierno de la democracia en Norteamérica

Conozco que camino aquí sobre un terreno candente. Cada una de las palabras de este capítulo debe lastimar en algunos puntos a los diferentes partidos que dividen a mi país. No por eso expresaré menos exactamente mi pensamiento.

En Europa, tenemos dificultad en juzgar el verdadero carácter y los instintos permanentes de la democracia, porque en Europa luchan dos principios contrarios, y no se sabe precisamente qué parte hay que atribuir a los principios mismos y cuál a las pasiones que nacen en el combate.

No sucede lo mismo en Norteamérica. Allí, el pueblo domina el obstáculo; no tiene peligros que temer ni injurias que vengar.

En Norteamérica la democracia está, pues, entregada a sus propias fuerzas. Su andar es natural y todos los movimientos son libres y allí es donde debe juzgársela. ¿Para quiénes este estudio puede ser interesante y provechoso, si no es para nosotros, a los que un movimiento poderoso arrastra cada día, caminando como ciegos, tal vez hacia el despotismo o tal vez hacia la República, pero con toda seguridad hacia un estado social democrático?


El voto universal

He dicho antes que todos los Estados de la Unión habían admitido el voto universal. Se observa en las poblaciones colocadas a diferentes grados de la escala social. He tenido ocasión de ver sus efectos en lugares diversos y entre razas de hombres a lo que su lengua, su religión o sus costumbres; hacen casi extranjeros a unos de otros; en Luisiana y en la Nueva Inglaterra, en Georgia y en el Canadá. He observado que el voto universal estaba lejos de producir, en Norteamérica, todos los bienes y todos los males que se esperan de él en Europa, y que sus efectos eran en general distintos de lo que se supone.




Las elecciones del pueblo y los instintos de la democracia norteamericana en sus elecciones

En los Estados Unidos, los hombres mds notables son raras veces llamados a la dirección de los negocios públicos - Causas de ese fenómeno - La envidia que anima a las clases inferiores de Francia contra las superiores no es un sentimiento francés, sino democrático - Por qué en Norteamérica, los hombres distinguidos se apartan a menudo por si mismos de la carrera política.




Muchas personas en Europa, creen sin decirlo o dicen sin creerlo, que una de las grandes ventajas del voto universal es llamar a los negocios públicos a hombres dignos de la confianza general. El pueblo no puede gobernar por sí mismo, se dice, pero quiere sinceramente el bien del Estado, y su instinto no deja casi nunca de señalar a aquellos que anima un mismo deseo y que son más capaces de tener en sus manos el poder.

En cuanto a mí, debo decirlo, lo que vi en Norteamérica no me autoriza a pensar que eso sea así. A mi llegada a los Estados Unidos fui sobrecogido de sorpresa al descubrir hasta qué punto el mérito era común entre los gobernados, y cómo lo era poco frecuente entre los gobernantes. Es un hecho constante que, en nuestros días, en los Estados Unidos, los hombres más notables son raras veces llamados a las funciones públicas, y se ve uno obligado a reconocer que así lo ha sido a medida que la democracia ha sobrepasado todos sus antiguos límites. Es evidente que los hombres de Estado norteamericanos se han empequeñecido singularmente desde hace medio siglo.

Se pueden indicar varias causas de ese fenómeno.

Es imposible, hágase lo que se haga, elevar el criterio del pueblo por encima de cierto nivel. Por más que se facilite el acceso a los conocimientos humanos, se mejoren los métodos y la ciencia se ponga al alcance de todas las fortunas, no se logrará nunca que los hombres se instruyan y desarrollen su inteligencia sin consagrar a ello bastante tiempo.

La mayor o menor facilidad que encuentra el pueblo en vivir sin trabajar forma el límite necesario de sus progresos intelectuales. Ese límite es colocado más lejos en ciertos países, menos lejos en otros; pero, para que no existiese, sería necesario que el pueblo no tuviera que ocüparse de las atenciones materiales de la vida, es decir, que no fuera ya el pueblo. Es, pues, tan difícil de concebir una sociedad en que todos los hombres sean muy ilustrados, como un Estado donde todos los ciudadanos sean ricos. Esas dos dificultades son correlativas. Admitiré sin dificultad que la masa de los ciudadanos quiere muy sinceramente el bien del país. Voy aún más lejos, y digo que las clases inferiores de la sociedad me parecen mezclar, en general, a ese deseo menos combinaciones de interés personal que las clases elevadas; pero lo que les falta siempre, más o menos, es el arte de juzgar los medios mientras quieren sinceramente el fin. ¡Qué largo estudio, cuántas nociones diversas son necesarias para formarse una idea exacta del carácter de un solo hombre! Los más grandes genios se extravían ahí, ¿y la multitud acertaría? El pueblo no encuentra jamás tiempo y medios para dedicarse a ese trabajo. Le es necesario siempre juzgar apresuradamente y preferir el más saliente de los objetos. De ahí se deriva que los charlatanes de todo género sepan tan bien el arte de agradarle, en tanto que, muy a menudo, sus verdaderos amigos fracasan en conseguirlo.

Por lo demás, no es siempre la capacidad la que falta a la democracia para escoger a los hombres de mérito, sino el deseo y el gusto.

No debe uno disimular que las instituciones democráticas desarrollan en muy alto grado el sentimiento de la envidia en el corazón humano. No es tanto porque ellas ofrecen a cada uno los medios de igualarse con los demás, sino porque esos medios faltan sin cesar a quienes los emplean. Las instituciones democráticas despiertan y halagan la pasión de la igualdad sin poder jamás satisfacerIa enteramente. Esa igualdad completa se escapa todos los días de las manos del pueblo en el mismo momento en que cree retenerla, y huye, como dice Pascal, con una huída eterna; el pueblo se irrita en busca de ese bien, tanto más precioso cuanto que está bastante cerca para ser conocido y bastante lejos para no poder ser aprovechado. La probabilidad de lograrlo lo conmueve, la incertidumbre del éxito lo irrita; se agita, se cansa, se agria. Todo lo que le sobrepasa le parece entonces un obstáculo a sus deseos, y no hay superioridad por legítima que sea cuya vista no fatigue sus ojos.

Mucha gente se imagina que ese instinto secreto que lleva entre nosotros a las clases inferiores a apartar tanto como pueden a las superiores de la dirección de los negocios públicos, no se encuentra sino en Francia. Es un error: el instinto de que hablo no es francés, es democrático; las circunstancias políticas han podido darle un carácter particular de amargura, pero no lo han hecho nacer.

En los Estados Unidos, el pueblo no tiene odio hacia las clases elevadas de la sociedad; pero siente poca benevolencia por ellas, y las mantiene con cuidado fuera del poder. No teme a los grandes talentos, pero le agradan poco. En general, se observa que todo lo que se eleva sin su apoyo obtiene difícilmente su favor.

En tanto que los instintos naturales de la democracia llevan al pueblo a apartar a los hombres distinguidos del poder, un instinto no menos fuerte lleva a éstos a alejarse de la carrera política, donde les es tan difícil permanecer siendo ellos mismos y marchar sin envilecerse. Ese pensamiento ha sido muy ingenuamente expresado por el canciller Kent. El célebre autor de que hablo, después de haber manifestado grandes elogios hacia la parte de la constitución que concede al poder ejecutivo el nombramiento de los jueces, añade: Es probable, en efecto, que los hombres más adecuados para desempeñar esos puestos, tendrían demasiada reserva en las maneras y demasiada severidad en los principios para poder reunir nunca la mayoría de los sufragios en una elección que descansara sobre el voto universal. (Kent's Commentaries, vol. I, pág. 272). He aquí lo que se imprimía sin oposición en Norteamérica en el año de 1830.

Estoy convencido de que aquellos que miran el voto universal como una garantía de bondad en sus elecciones se hacen una ilusión completa. El voto universal tiene otras ventajas, pero no ésa.




Causas que pueden corregir en parte esos instintos de la democracia

Efectos contrarios producidos sobre los pueblos y sobre los hombres por los grandes peligros - Por qué Norteamérica ha visto a tantos hombres notables a la cabeza de sus negodos públicos hace cincuenta años - Influencia que ejercen la inteligencia y las costumbres sobre las elecciones del pueblo - Ejemplo de la Nueva Inglaterra - Estados del Sudoeste - Cómo ciertas leyes influyen sobre las elecciones del pueblo - Elección en dos grados - Sus efectos en la composición del Senado.




Cuando grandes peligros amenazan al Estado, se ve a menudo al pueblo seleccionar con acierto a los ciudadanos más apropiados para salvarlo.

Se ha observado que el hombre en un peligro inminente permanecía raras veces en su nivel habitual; se eleva muy por encima o se precipita hacia abajo. Sucede otro tanto con los pueblos mismos. Los peligros extremos, en lugar de elevar a una nación, acaban a veces por abatirla; suscitan sus pasiones sin conducirlos, y perturban su inteligencia, lejos de esclarecerla. Los judíos se degollaban aun en medio de los restos humeantes de su templo. Pero es más común ver, en las naciones como en los hombres, nacer las virtudes extraordinarias de la inminencia misma de los peligros. Los grandes caracteres aparecen entonces de relieve, como esos monumentos que oculta la oscuridad de la noche y que se ven de repente en la claridad de un incendio. El genio no desdeña reproducirse por sí mismo, y el pueblo, sobrecogido por sus propios peligros, olvida por algún tiempo sus pasiones envidiosas. No es raro ver entonces salir de la urna electoral nombres célebres. He dicho más arriba que en Norteamérica los hombres de Estado de nuestros días parecen muy inferiores a los que aparecieron hace cincuenta años a la cabeza de los negocios públicos. Eso no consiste solamente en las leyes, sino en las circunstancias. Cuando Norteamérica luchaba por la más justa de las causas, la de un pueblo que se independiza del yugo de otro pueblo; cuando se trató de hacer entrar a una nación nueva en el mundo, todas las almas se elevaron para alcanzar la altura de la meta de sus esfuerzos. En esa excitación general, los hombres superiores corrían delante del pueblo, y el pueblo, llevándolos en sus hombros, los colocaba a su cabeza. Pero semejantes acontecimientos son raros; se debe contar con el giro natural de las cosas.

Si unos acontecimientos pasajeros llegan a veces a combatir las pasiones de la democracia, las luces, y sobre todo las costumbres, ejercen sobre sus inclinaciones una influencia no menos poderosa, pero más durable. Se nota bien esto en los Estados Unidos.

En la Nueva Inglaterra, donde la educación y la libertad son hijas de la moral y de la religión; donde la sociedad, ya antigua y desde largo tiempo constituida, ha podido formarse máximas y hábitos, el pueblo, al mismo tiempo que escapa a todas las superioridades que la riqueza y el nacimiento han creado siempre entre los hombres, se ha habituado a respetar la superioridad intelectual y moral, y a someterse a ellas sin desagrado. Así se ve cómo la democracia en la Nueva Inglaterra realiza mejores elecciones que en cualquier otra parte.

Por el contrario, a medida que se desciende hacia el Sur, a Estados donde el lazo social es menos antiguo y menos fuerte, donde la instrucción se ha difundido menos y los principios de la moral, de la religión y de la libertad se han combinado de una manera menos afortunada, se advierte que los talentos y las virtudes se vuelven cada vez más raras entre los gobernantes.

Cuando se penetra, finalmente, en los nuevos Estados del Sudoeste, donde el cuerpo social, formado ayer, no presenta todavía sino una aglomeración de aventUreros o especuladores, se siente uno confundido al ver en qué manos se ha entregado el poder público, y pregúntase por qué fuerza independiente de la legislación y de los hombres puede crecer el Estado y prosperar la sociedad.

Hay ciertas leyes, cuya naturaleza es democrática, que logran, sin embargo, corregir en parte esos instintos peligrosos de la democracia.

Cuando entramos en la sala de los representantes en Washington, nos sentimos impresionados por el aspecto vulgar de esa gran asamblea. La mirada busca a menudo en vano, dentro de su seno, a un hombre célebre. Casi todos sus miembros son personajes oscuros, cuyo nombre no proporciona ninguna imagen al pensamiento. Son, en su mayor parte, abogados de aldea, comerciantes o aun hombres pertenecientes a las últimas clases. En un país donde la instrucción está casi universalmente repartida, se dice que los representantes del pueblo no saben siempre escribir con corrección.

A dos pasos de allí se abre la sala del Senado, cuyo estrecho recinto encierra a una gran parte de las celebridades de Norteamérica. Apenas se advierte a alguna persona que no evoque la idea de una distinción reciente. Son elocuentes abogados, generales distinguidos, hábiles magistrados u hombres de Estado conocidos. Todas las palabras que salen de esta asamblea harían honor a los más grandes debates parlamentarios de Europa.

¿De dónde viene ese extraño contraste? ¿Por qué la flor y nata de la nación se encuentra en esta sala más bien que en la otra? ¿Por qué la primera asamblea reúne tantos elementos vulgares, cuando la segunda parece tener el monopolio de los talentos y de la inteligencia? La una y la otra, sin embargo, emanan del pueblo, ambas son el producto del sufragio universal, y ninguna voz, hasta ahora, se ha alzado en Norteamérica para sostener que el Senado fuese enemigo de los intereses populares. ¿De dónde viene, pues, tan gran diferencia? No veo más que un solo hecho que la explique: la elección que constituye la Cámara de representantes es directa y aquella de donde emana el Senado está sometida a dos grados. La universalidad de los ciudadanos nombra la legislatura de cada Estado, y la constitución federal, transformando a su vez cada una de esas legislaturas en cuerpos electorales, saca de ellos a los miembros del Senado. Los senadores expresan, pues, aunque indirectamente, el resultado del voto universal; porque la legislatura, que nombra a los senadores, no es un cuerpo aristocrático o privilegiado que obtiene su derecho electoral de sí mismo; depende esencialmente de la universalidad de los ciudadanos; es, en general, elegida cada año, y ellos pueden siempre dirigir sus elecciones formándola con miembros nuevos. Pero basta que la voluntad popular pase a través de esa asamblea escogida para elaborarse en cierto modo, y salir de allí revestida de formas más nobles y más bellas. Los hombres así elegidos representan siempre exactamente la mayoría de la nación que gobierna; pero no representan sino los pensamientos elevados que actúan en medio de ella, los instintos generosos que la animan, y no las pequeñas pasiones que a menudo la agitan y los vicios que la deshonran.

Es fácil de percibir en el porvenir un momento en que los Estados Unidos de Norteamérica se vean forzados a establecer los dos grados en todo su sistema electoral, so pena de perderse miserablemente entre los escollos de la democracia.

No tengo dificultad en confesarlo: veo en el doble grado electoral el único medio de poner el uso de la libertad política al alcance de todas las clases del pueblo. Los que esperan hacer de ese medio el arma exclusiva de un partido, y los que lo temen, me parecen caer en igual error.




Influencia que ha ejercido la democracia norteamericana sobre las leyes electorales

La poca frecuencia de las elecciones expone al Estado a grandes crisis - Su frecuencia lo mantiene en una agitación febril - Los norteamericanos han escogido el segundo de estos males - Versatilidad de la ley - Opinión de Hamilton, de Madison y de Jefferson sobre este asunto.




Cuando la elección no se realiza más que a largos intervalos, en cada elección el Estado corre el riesgo de un desquiciamiento.

Los partidos hacen entonces prodigiosos esfuerzos para apoderarse de una fortuna que pasa tan raras veces a su alcance; y, siendo el mal casi sin remedio para los candidatos que fracasan, es necesario temerlo todo de su ambición llevada hasta la desesperación. Si, al contrario, la lucha legal debe renovarse pronto, los vencidos esperan pacientemente.

Cuando las elecciones se suceden rápidamente, su frecuencia sostiene en la sociedad un movimiento febril, y mantiene los negocios públicos en un estado de versatilidad continua.

Así, por una parte, hay para el Estado una probabilidad de malestar; de la otra, la probabilidad de una revolución. El primer sistema perjudica a la bondad del gobierno y el segundo amenaza su existencia.

Los norteamericanos han preferido exponerse al primer mal que al segundo. En esto, se han dejado conducir por el instinto mucho más que por el razonamiento, pues la democracia lleva el afán de variedad hasta la pasión. Resulta de eso una mutabilidad singular en la legislación.

Muchos norteamericanos consideran la inestabilidad de sus leyes como la consecuencia necesaria de un sistema cuyos efectos generales son útiles. Pero no hay nadie, en los Estados Unidos, que pretenda negar que esa inestabilidad existe o que no la mire como un gran mal.

Hamilton, después de haber demostrado la utilidad de un poder que pudiese impedir o por lo menos retardar la promulgación de las malas leyes, añade: Se me responderá tal vez que el poder de prevenir malas leyes implica el poder de prevenir las buenas. Esta objeción no podría satisfacer a aquellos que han llegado incluso a examinar todos los males que se derivan para nosotros de la inconstancia y de la mutabilidad de la ley. La inestabilidad legislativa es la mayor mancha que se puede señalar en nuestras instituciones. Form the greatest blemish in the character and genius of our government. (El Federalista, núm. 73).

La facilidad que se encuentra para cambiar las leyes -dice Madison-, y el exceso que se puede hacer del poder legislativo, me parecen las enfermedades más peligrosas a que nuestro gobierno está expuesto. (El Federalista, núm. 62).

Jefferson, el más grande demócrata que haya nacido hasta ahora de la democracia norteamericana, ha señalado los mismos peligros.

La inestabilidad de nuestras leyes es realmente un inconveniente muy grave, dice. Pienso que habríamos debido proveer a ella decidiendo que haya siempre un intervalo de un año entre la presentación de una ley y el voto definitivo. Así sería discutida en seguida y votada, sin que se pudiese cambiar una sola palabra y, si las circunstancias pareciesen exigir una más pronta resolución, la proposición no podría ser adoptada por simple mayoría, sino por la mayoría de las dos terceras partes de una y otra cámara (1).




Los funcionarios públicos bajo el imperio de la democracia norteamericana

Simplicidad de los funcionarios norteamericanos - Ausencia de toga - Todos los funcionarios son pagados - Consecuencias políticas de este hecho - En Norteamérica no hay carrera pública - Lo que de ello resulta.




Los funcionarios públicos, en los Estados Unidos, permanecen confundidos en medio de la multitud de ciudadanos; no tienen ni palacios, ni guardias, ni trajes aparatosos. Esta simplicidad de los gobernantes no estriba solamente en un carácter particular del espíritu norteamericano, sino en los principios fundamentales de la sociedad.

A los ojos de la democracia, el gobierno no es un bien, es un mal necesario. Hay que conceder a los funcionarios cierto poder; porque, sin ese poder, ¿de qué servirían? Pero las apariencias externas del poder no son indispensables para la marcha de los negocios. Hieren inútilmente la vista del público.

Los funcionarios mismos sienten perfectamente que no han obtenido el derecho de colocarse por encima de los demás por su poder, sino bajo condición de descender al nivel de todos por sus maneras.

Yo no podría imaginar nadie más unido en su forma de obrar, ni más accesible a todos y, además, atento a las peticiones y cortés en sus respuestas, que un hombre público en los Estados Unidos.

Me agrada ese caminar natural del gobierno de la democracia. En esa fuerza interior inherente a la función, más que en el funcionario, en el hombre, más que en los signos exteriores del poder, advierto algo viril que admiro.

En cuanto a la influencia que pueden ejercer los trajes aparatosos, creo que se exagera mucho la importancia que deben tener en un siglo como el nuestro. Yo no he observado en Norteamérica que el funcionario, en el ejercicio de su poder, fuese acogido con menos miramientos y respeto por estar reducido a su solo mérito.

Por otra parte, dudo mucho de que una vestimenta particular induzca a los hombres públicos a respetarse a sí mismos, cuando no están naturalmente dispuestos a hacerla; porque no podría creer que tuviesen más miramientos para su indumentaria que para su persona.

Cuando veo, entre nosotros, a ciertos magistrados amedrentar a las partes o dirigirles bellas palabras, alzarse de hombros ante los métodos de la defensa y sonreír con complacencia en la enumeración de los cargos, querría que se intentara despojarles de su toga, a fin de descubrir si, al encontrarse vestidos como los simples ciudadanos, esto les recordaba la dignidad natural de la especie humana.

Ninguno de los funcionarios públicos de los Estados Unidos tiene toga, pero todos perciben un salario.

Esto deriva más naturalmente aún que lo que precede, de los principios democráticos. Una democracia puede rodear de pompa a sus magistrados y cubrirlos de seda y oro sin minar directamente el principio de su existencia. Semejantes privilegios son pasajeros; descansan en el cargo, no en el hombre. Pero establecer funciones gratuitas, es crear una clase de funcionarios ricos e independientes, es formar el núcleo de una aristocracia. Si el pueblo conserva todavía el derecho de elegir, el ejercicio de ese derecho tiene, pues, límites necesarios.

Cuando se ve a una República democrática hacer gratuitas las funciones retribuidas, creo que se puede concluir de ello que camina hacia la monarquía. Y cuando una monarquía comienza a retribuir las funciones gratuitas, eso es la señal más segura de que avanza hacia un estado despótico o hacia un estado republicano.

La sustitución de las funciones asalariadas por las funciones gratuitas me parece que por sí sola constituye una verdadera revolución.

Considero como uno de los signos más visibles del imperio absoluto que ejerce la democracia en Norteamérica, la ausencia completa de funciones gratuitas. Los servicios prestados al público, cualesquiera que sean, se pagan allí: por eso cada uno, y todos, no solamente tienen el derecho, sino la posibilidad de prestarlos.

Si en los Estados democráticos, todos los ciudadanos pueden obtenér los empleos, no todos se ven tentados a intrigar para lograrlos. No son las condiciones de la candidatura, sino el número y la capacidad de los candidatos, los que a menudo limitan allí la opción de los electores.

En los pueblos donde el principio de la elección se extiende a todo, no hay, propiamente hablando, carrera pública. Los hombres no llegan de cierto modo a las funciones sino por casualidad, y no tienen ninguna seguridad de mantenerse en ellas. Esto es verdad sobre todo, cuando las elecciones son anuales. Resulta de ello que, en los tiempos de calma, las funciones públicas ofrecen poco incentivo a la ambición. En los Estados Unidos, son las personas moderadas en sus deseos quienes se aventuran en los vericuetos de la política. Los grandes talentos y las grandes pasiones se apartan en general del poder, a fin de perseguir la riqueza; y sucede a menudo que no se encargan de dirigir la fortuna del Estado sino cuando se sienten poco capaces de conducir sus propios negocios.

A estas causas, tanto como a las malas elecciones de la democracia, se debe atribuir el gran número de hombres vulgares que ocupan las funciones públicas. En los Estados Unidos, no sé si el pueblo elegiría a los hombres superiores que buscasen sus sufragios por medio de la intriga, pero lo cierto es que éstos no los buscan.




Lo arbitrario de los magistrados (2) bajo el imperio de la democracia norteamericana

Por qué la arbitrariedad de los magistrados es mayor bajo las monarquías absolutas y en las Repúblicas democráticas, que en las monarquías moderadas - Arbitrariedad de los magistrados en la Nueva Inglaterra.




Hay dos especies de gobiernos bajo los cuales se mezcla mucha arbitrariedad en la acción de los magistrados: así sucede bajo el gobierno absoluto de uno solo, y bajo el gobierno de la democracia.

Este mismo efecto proviene de causas casi análogas.

En los Estados despóticos, no está asegurada la suerte de nadie, ni la de los funcionarios públicos ni la de los simples particulares. El soberano, teniendo siempre en su mano la vida, la fortuna y, algunas veces, el honor de los hombres que emplea, piensa no tener nada que temer de ellos, y les deja una gran libertad de acción, porque se cree seguro de que no abusarán jamás contra él de dicha libertad.

En los Estados despóticos, el soberano está tan enamorado de su poder, que teme el estorbo de sus propias reglas; y gusta ver a sus agentes caminar casi al azar, a fin de estar seguro de no encontrar nunca en éllos una tendencia contraria a sus deseos.

En las democracias, la mayoría, como puede cada año arrebatar el poder de las manos a aquellos que lo confió, no teme tampoco que abusen de él contra ella. Dueña de dar a conocer en cada instante su voluntad a los gobernantes, prefiere abandonarlos a sus propios esfuerzos, más bien que encadenarlos a una regla invariable, que, al limitarlos, la limitaría de cierto modo a ella misma.

Aun se llega a descubrir mirándolo de cerca que, bajo el imperio de la democracia, la arbitrariedad del magistrado debe ser mayor todavía que en los Estados despóticos.

En esos Estados, el soberano puede castigar en un momento todas las faltas que conozca; pero no puede jactarse de percibir todas las faltas que debiera castigar. En las democracias, por el contrario, el soberano, al mismo tiempo que es todopoderoso, está en todas partes a la vez; y así se ve que los funcionarios norteamericanos son mucho más libres en el círculo de acción que la ley les traza que ningún funcionario en Europa. A menudo se limitan a mostrarles la meta hacia la cual deben tender, dejándolos dueños de escoger los medios para alcanzarla.

En la Nueva Inglaterra, por ejemplo, se confía a los select-men el cuidado de formar la lista del jurado; la única rgela que se les traza es ésta: deben escoger a los jurados entre los ciudadanos que disfrutan de derechos electorales y que tienen buena reputación (3).

En Francia, creeríamos que la vida y la libertad de los hombres estaban en peligro, si confiásemos a un funcionario, quienquiera que fuese, el ejercicio de un derecho tan temible.

En la Nueva Inglaterra, esos mismos magistrados pueden hacer anunciar en las tabernas el nombre de los ebrios, e impedir, so pena de multa, a los habitantes, proporcionarles vino (4).

Parecido poder amotinaría al pueblo en la monarquía más absoluta; aquí, sin embargo, se someten a él sin esfuerzo.

En ninguna parte la ley ha dejado más lugar a la arbitrariedad que en las Repúblicas democráticas, porque la arbitrariedad no parece temible en ellas. Hasta se puede decir que el magistrado se vuelve así más libre, a medida que el derecho electoral desciende más bajo y que el tiempo de la magistratura es más limitado.

De ahí resulta que es tan difícil hacer pasar una República democrática al estado de monarquía. El magistrado, al dejar de ser electivo, guarda de ordinario los derechos y conserva los usos del magistrado elegido. Se llega entonces al despotismo.

No es sino en las monarquías moderadas donde la ley, al mismo tiempo que traza un círculo de acción en torno de los funcionarios públicos, toma aún el cuidado de guiarlos a cada paso. La causa de ese hecho es fácil de decir.

En esas monarquías, el poder se encuentra dividido entre el pueblo y el príncipe. Uno y otro tienen interés de que la posición del magistrado sea estable.

El príncipe no puede entregar la suerte de los funcionarios en manos del pueblo, por temor a que éstos traicionen su autoridad. Por su parte, el pueblo teme que los magistrados, colocados en situación de dependencia absoluta del príncipe, sirvan para oprimir la libertad; no se les hace, pues, depender en cierto modo de nadie.

La misma causa que inclina al príncipe y al pueblo a hacer independiente al funcionario, los inclina a buscar garantías contra los abusos de su independencia, a fin de que no la vuelva contra la autoridad del uno o contra la libertad del otro. Ambos están de acuerdo en la necesidad de trazar de antemano al funcionario público una línea de conducta, y consideran de su interés imponerle reglas de las que le sea imposible apartarse.




Inestabilidad administrativa en los Estados Unidos

En Norteamérica, los actos de la sociedad dejan a menudo menos huellas que las acciones de una familia - Periódicos, únicos monumentos históricos - Cómo la extrema inestabilidad administrativa perjudica al arte de gobernar.




No habiendo pasado los hombres más que un instante por el poder, para ir en seguida a perderse entre la multitud que, a su vez, cambia cada día de faz, resulta de ello que los actos de la sociedad, en Norteamérica, dejan a menudo menos huella que las acciones de una simple familia. La administración pública es allí, en cierto modo, oral y tradicional. No se escribe casi, o lo que se escribe vuela al menor viento como las hojas de la sibila, y desaparece sin retorno.

Los únicos monumentos históricos de los Estados Unidos son los periódicos. Si un número llega a faltar, la cadena de los tiempos está como rota: el presente y el pasado no se reúnen más. No dudo que dentro de cincuenta años, sea más difícil reunir los documentos auténticos sobre los detalles de la existencia social de los norteamericanos de nuestros días, que los correspondientes a la administración de los franceses en la Edad Media; y si una invasión de bárbaros llega a sorprender a los Estados Unidos, sería necesario, para saber algo del pueblo que los habita, recurrir a la historia de las otras naciones.

La inestabilidad administrativa ha comenzado por penetrar en las costumbres. Podría decir casi que hoy día todos han acabado por hallarle gusto. Nadie se inquieta de lo que se hizo antes de él. No se adopta método; no se compone colección; no se reúnen documentos, aun cuando fuera fácil hacerlo. Cuando por casualidad se poseen no se les estima casi. Tengo entre mis papeles piezas originales que me han sido dadas en las administraciones públicas para responder a algunas de mis preguntas. En Norteamérica, la sociedad parece vivir al día, como un ejército en campaña. Sin embargo, el arte de administrar es seguramente una ciencia; y todas las ciencias, para hacer progresos, tienen necesidad de ligar entre sí los descubrimientos de las diferentes generaciones, a medida que se suceden. Un hombre, en el corto espacio de la vida, observa un hecho, otro concibe una idea, éste inventa un medio, aquél encuentra una fórmula; la humanidad recoge al pasar esos frutos diversos de la experiencia individual y forma las ciencias. Es muy difícil que los administradores norteamericanos aprendan nada unos de otros. Así, ellos aportan a la dirección de la sociedad las luces que encuentran esparcidas en su seno, y no conocimientos que les sean propios. La democracia, llevada a sus últimos límites, daña, pues, el progreso del arte de gobernar. Bajo este aspecto, conviene mejor a un pueblo cuya educación administrativa está ya hecha que a un pueblo novicio en la experiencia de los negocios.

Esto, por lo demás, no se refiere únicamente a la ciencia administrativa. El gobierno democrático, que se funda sobre una idea tan sencilla y tan natural, supone siempre, sin embargo, la existencia de una sociedad muy civilizada y muy sabia (5). A primera vista, se le creería contemporáneo de las primeras edades del mundo; mirándolo de cerca, se descubre fácilmente que no ha debido venir sino al final.




Los cargos públicos bajo el imperio de la democracia norteamericana

En todas las sociedades, los ciudadanos se dividen en cierto número de clases. - Instinto que aporta cada una de esas clases a la dirección de las finanzas del Estado. - Por qué los gastos públicos deben tender a crecer cuando el pueblo gobierna - lo que hace las profusiones de la democracia menos de temer en Norteamérica - Empleo del dinero público bajo la democracia.




¿El gobierno de la democracia es económico? Es necesario ante todo saber con qué pretendemos compararlo.

La cuestión sería fácil de resolver si se quisiera establecer un paralelo entre una República democrática y una monarquía absoluta. Se encontraría que los gastos públicos en la primera son más considerables que en la segunda. Pero así acontece con todos los Estados libres, comparados con los que no lo son. Es cierto que el despotismo arruina a los hombres impidiéndoles producir, más que arrebatándoles los frutos de la producción; agota la fuente de las riquezas y respeta a menudo la riqueza adquirida. La libertad, al contrario, engendra mil veces más bienes que los que destruye y, en las naciones que la conocen, los recursos del pueblo crecen siempre más rápidamente que los impuestos.

Lo que me importa en este momento, es comparar entre sí a los pueblos libres y, entre estos últimos, señalar qué influencia ejerce la democracia sobre las finanzas del Estado.

Las sociedades, así como los cuerpos organizados, siguen en su formación ciertas reglas fijas de las que no pueden apartarse. Están compuestas de ciertos elementos que se encuentran en todas partes y en todos los tiempos.

Será siempre fácil dividir idealmente cada pueblo en tres clases.

La primera clase se compondrá de los ricos. La segunda comprenderá a aquellos que, sin ser ricos, viven en medio de la comodidad y el disfrute de todas las cosas. En la tercera estarán incluidos aquellos que no tienen sino pocas o ningunas propiedades, y que viven particularmente del trabajo que les proporcionan las dos primeras.

Los individuos encerrados en esas diferentes categorías pueden ser más o menos numerosos, según el estado social, pero no podríamos hacer que esas categorías no existiesen.

Es evidente que cada una de ellas llevará consigo en el manejo de las finanzas del Estado ciertos instintos que le son propios.

Suponed que solamente la primera haga las leyes. Es probable que se preocupe bastante poco por economizar el dinero público, porque un impuesto que viene a gravar una fortuna considerable no arrebata sino lo superfluo y produce un efecto poco sensible.

Admitid, por el contrario, que sean las clases medias las que, solas, hagan la ley. Se puede contar con que no prodigarán los impuestos, porque no hay nada tan desastroso como una gran contribución viniendo a gravar una fortuna pequeña.

El gobierno de las clases medias me parece que debe ser, entre los gobiernos libres, no diré el más ilustrado, ni sobre todo el más generoso, sino el más económico.

Yo supongo ahora que la última clase esté exclusivamente encargada de hacer la ley. Veo muchas probabilidades para que los cargos públicos aumenten en lugar de decrecer, y esto por dos razones:

La mayor parte de aquellos que votan entonces la ley, como no tienen ninguna propiedad susceptible de impuestos, todo el dinero que gasten en interés de la sociedad, parece que no puede sino aprovecharles, sin perjudicarlos nunca; y aquellos que tienen alguna pequeña propiedad encuentran fácilmente los medios de distribuir el impuesto de manera que no grave sino a los ricos y no aproveche más que a los pobres, cosa que los ricos no podrían hacer por su parte cuando son dueños del gobierno.

Los países donde los pobres (6) estuvieran exclusivamente encargados de hacer la ley; no pueden esperar una gran economía en los gastos públicos. Esos gastos serían siempre considerables, sea porque los impuestos no pueden alcanzar a quienes los votan, sea porque están distribuidos de manera que no les alcancen. En otros términos, el gobierno de la democracia es el único donde el que vota el impuesto puede rehuir la obligación de pagarlo.

En vano se objetará que el interés bien entendido del pueblo es economizar la fortuna de los ricos, porque él no tarda en resentirse de la escasez que hace nacer. Pero el interés de los reyes, ¿no es acasi también hacer felices a sus súbditos, y el de los nobles saber abrir adecuadamente sus filas? Si el interés lejano pudiera prevalecer sobre las pasiones y las necesidades del momento, no habría habido nunca soberanos tiránicos ni aristocracia exclusivista.

Me detienen aquí también diciéndome: ¿Quiénes han imaginado alguna vez encargar a los pobres de hacer solos la ley? ¿Quiénes? Los que han establecido el sufragio universal. ¿Son la mayoría o la minoría quienes hacen la ley? La mayoría sin duda; y si yo pruebo que los pobres forman siempre la mayoría, no tendré razón al añadir que, en los países donde ellos están llamados a votar, los pobres solos hacen la ley?

Ahora bien, es cierto que hasta aquí, en todas las naciones del mundo, el mayor número ha estado siempre compuesto de aquellos que no tenían propiedad, o de aquellos cuya propiedad era demasiado restringida para que pudiesen vivir cómodamente sin trabajar. El voto universal da, pues, realmente, el gobierno de la sociedad a los pobres.

La influencia desastrosa que puede ejercer alguna vez el poder popular sobre las finanzas del Estado, se dejó ver claramente en ciertas Repúblicas democráticas de la Antigüedad, en las que el tesoro público se agotaba al socorrer a los ciudadanos indigentes o al proporcionar juegos y espectáculos al pueblo.

Es verdad que el sistema representativo era casi desconocido en la Antigüedad. En nuestros días, las pasiones populares se suscitan más difícilmente en los negocios públicos. Se puede contar, sin embargo, que a la larga el mandatario acabará siempre por conformarse al espíritu de sus comitentes y por hacer pravelecer sus tendencias tanto como sus intereses.

Las profusiones de la democracia son, por lo demás, menos de temerse a medida que el pueblo se vuelve propietario, porque entonces, por una parte, el pueblo tiene menos necesidad del dinero de los ricos y, de la otra, encuentra más dificultades para no gravarse a sí mismo al establecer el impuesto. En este sentido, el voto universal sería menos peligroso en Francia que en Inglaterra, donde casi toda la propiedad susceptible de impuestos se encuentra reunida en pocas manos. Norteamérica, donde la gran mayoría de los ciudadanos posee bienes, se encuentra en una situación más favorable que Francia.

Hay otras causas todavía que pueden elevar la suma de los gastos públicos en las democracias.

Cuando la aristocracia gobierna, los hombres que conducen los negocios del Estado escapan por su posición misma a todas las necesidades. Contentos de su suerte, piden a la sociedad sobre todo poder y gloria; y, colocados por encima de la multitud oscura de los ciudadanos, no perciben siempre con claridad cómo el bienestar general debe concurrir a su propia grandeza. No es que ellos vean sin compasión los sufrimientos del pobre; pero no sabrían resentir sus miserias como si las compartieran ellos mismos. En tanto que el pueblo parezca conformarse con su suerte, se consideran satisfechos y no esperan nada más del gobierno. La aristocracia piensa conservar, más bien que perfeccionar.

Cuando, por el contrario, el poder público está en manos del pueblo, el soberano busca por todas partes lo mejor, porque se siente mal.

El espíritu de mejoramiento se extiende entonces a mil objetos diversos; desciende a detalles sin fin, y sobre todo se aplica a diversas clases de mejoras que no se podrían obtener sino pagando, porque se trata de hacer mejor la situación del pobre, que no puede ayudarse a sí mismo.

Existe, además, en las sociedades democráticas una agitación sin objeto determinado; reina en ellas una especie de fiebre permanente que se traduce en innovaciones de todo género, y las innovaciones son casi siempre costosas.

En las monarquías y en las aristocracias, los ambiciosos adulan el gusto natural que lleva al soberano hacia el renombre y hacia el poder, y lo impelen así a grandes gastos.

En las democracias, donde el soberano está necesitado de recursos, no se puede casi conseguir su benevolencia sino acrecentando su bienestar; lo que no puede hacerse casi nunca sino con dinero.

Además, cuando el pueblo comienza a su vez a reflexionar sobre su posición, nace en él un sin fin de necesidades que no había resentido al principio, y que no se pueden satisfacer más que recurriendo a los recursos del Estado. De ahí se deduce, en general, que los cargos públicos parecen aumentar con la civilización, y que se elevan los impuestos a medida que las luces se extienden.

Hay, por fin, una última causa que hace al gobierno democrático a menudo más caro que otros. Algunas veces la democracia quiere establecer la economía en sus gastos, pero no puede lograrlo, porque no tiene el arte de ser económica.

Como cambia frecuentemente de planes y más frecuentemente aun de gente, sucede que sus empresas son mal conducidas o permanecen inconclusas: en el primer caso, el Estado hace gastos desproporcionados a la grandeza del fin que quiere alcanzar; en el segundo, hace gastos improductivos.




Notas

(1) Carta a Madison del 20 de diciembre de 1787, traducción de Conseil.

(2) Entiendo aquí la palabra magistrados en su acepción más alta; la aplico a todos aquellos que están encargados de hacer ejecutar las leyes.

(3) Véase la ley de 27 de febrero de 1813. (Colección general de leyes de Massachusetts, t. II, pág. 331). Se debe decir que los jurados son sacados en suerte sobre las listas.

(4) Ley de 28 de febrero de 1787. Véase Colección general de leyes de Massachtusetts, t. I, pág. 302.

He aquí el texto:

Los select-men de cada comuna harán anunciar en las tiendas de los taberneros, hosteleros y detallistas, una lista de las personas reputadas como ebrios y jugadores, que tienen la costumbre de perder su tiempo y su fortuna en esas casas; y el dueño de dichos establecimientos que, después de esta advertencia, haya consentido que dichas personas beban y jueguen en ellos, o les haya vendido bebidas espirituosas, será condenado a multa.

(5) Es inútil decir que hablo aquí del gobierno democrático aplicado a un pueblo y no a una pequeña tribu.

(6) Se comprende bien que la palabra pobre tiene aquí como en el resto del capítulo, un sentido relativo y no una significación absoluta. Los pobres de Norteamérica, comparados con los de Europa, podrían a menudo parecer ricos. Se tiene razón, sin embargo, al llamarlos pobres cuando se les opone a aquellos de sus conciudadanos que son más ricos que ellos.

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