Índice de La democracia en América de Alexis de TocquevilleCapítulo tercero de la segunda parte del LIBRO PRIMEROPrimera parte del capítulo quinto de la segunda parte del LIBRO PRIMEROBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

Capítulo cuarto

La asociación política en los Estados Unidos

Uso diario que los angloamericanos hacen del derecho de asociación - Tres géneros de asociaciones politicas - Cómo los norteamericanos aplican el sistema representativo a las asociaciones - Peligros que resultan de ello para el Estado - Gran convención de 1831 relativa a la tarifa - Carácter legislativo de esa convención - Por qué el ejercicio ilimitado del derecho de asociación no es tan peligroso en los Estados Unidos como en otras partes - Por qué se le puede considerar como necesario - Utilidad de las asociaciones en los pueblos democráticos.




Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido de la asociación, y donde se ha aplicado ese poderoso medio de acción a una mayor diversidad de objetos.

Independientemente de las asociaciones permanentes creadas por la ley bajo el nombre de comunas, ciudades y condados, hay una gran cantidad de otras más que no deben su existencia y 'su desarrollo sino a las voluntades individuales.

El habitante de los Estados Unidos aprende desde su nacimiento que hay que apoyarse sobre sí mismo para luchar contra los males y las molestias de la vida; no arroja sobre la autoridad social sino una mirada desconfiada e inquieta, y no hace un llamamiento a su poder más que cuando no puede evitarlo. Esto comienza a sentirse desde la escuela, donde los niños se someten, hasta en sus juegos, a reglas que han establecido y castiga entre sí los delitos por ellos mismos definidos.

El mismo espíritu se palpa en todos los actos de la vida social. Surge un obstáculo en la vía pública, el paso está interrumpido y la circulación detenida; los vecinos se establecen al punto en cuerpo deliberante; de esa asamblea improvisada saldrá un poder ejecutivo que remediará el mal, antes de que la idea de una autoridad preexistente a la de los interesados se haya presentado en la imaginación de nadie. Si se trata de placeres, se asociarán para dar más esplendor y amenidad a la fiesta. Únense, en fin, para resistir a enemigos puramente intelectuales: se combate en común la intemperancia. En los Estados Unidos, asócianse con fines de seguridad pública, de comercio y de industria, de moral y religión. Nada hay que la voluntad humana desespere de alcanzar por la acción libre de la potencia colectiva de los individuos.

Tendré ocasión, más tarde, de hablar de los efectos que produce la asociación en la vida civil. Creo deber concretarme en este momento al mundo político.

Siendo reconocido el derecho de asociación, los ciudadanos pueden utilizarlo de diferentes maneras.

Una asociación consiste solamente en la adhesión pública que da cierto número de individuos a tales o cuales doctrinas, y en el compromiso que contraen de contribuir de cierta manera a hacerlas prevalecer. El derecho de asociarse así se confunde casi con la libertad de escribir; pero, sin embargo, la asociación posee más poder que la prensa. Cuando una opinión es representada por una asociación, está obligada a tomar una forma más clara y precisa. Cuenta con sus partidarios y los compromete para su causa. Estos aprenden por sí mismos a conocerse unos a otros, y su ardor se acrecienta con su número. La asociación reúne en un haz los esfuerzos de los esplritus divergentes, y los empuja con vigor hacia un solo fin claramente indicado por ella.

El segundo grado en el ejercicio del derecho de asociación es el de poder reunirse. Cuando se deja a una asociación política situar en ciertos puntos importantes del país focos de acción, su actividad se vuelve mayor y su influencia más extensa. Allí, los hombres se ven, los medios de ejecución se combinan y las opiniones se desarrollan con esa fuerza y ese calor que no puede alcanzar nunca el pensamiento escrito.

Hay, en fin, en el ejercicio del derecho de asociación en materia política, un último grado: los partidarios de una misma opinión pueden reunirse en colegios electorales y nombrar mandatarios para ir a representarlos a una asamblea electoral. Este es, propiamente hablando, el sistema representativo aplicado a un partido.

Así, en el primer caso, los hombres que profesan una misma opinión establecen entre sí un lazo puramente intelectual; en el segundo, se reúnen en pequeñas asambleas que no representan sino una fracción. del partido; en el tercero, en fin, forman como una nación aparte dentro de la nación, un gobierno dentro del gobierno. Sus mandatarios, semejantes a los mandatarios de la mayoría, representan por sí solos toda la fuerza colectiva de sus partidarios; así es como estos últimos llegan con una apariencia de nacionalidad y todo el poder moral se deriva de ella. Es verdad que no tienen como ellos el derecho de hacer la ley; pero tienen el poder de combatir la que existe y de formular de antemano la que debe existir.

Supongo a un pueblo que no esté perfectamente habituado al uso de la libertad, o en el que fermentan pasiones profundas. Al lado de la mayoría que hace las leyes, sitúo a una minoría que se encarga solamente de los considerandos y se detiene en la parte dispositiva; y no puedo evitar de creer que el orden público está expuesto a grandes eventualidades.

Entre probar que una ley es mejor en sí misma que otra y probar que se la deba substituir por esa otra, hay gran distancia, sin duda. Pero donde el espíritu de los hombres ilustrados ve aún una gran distancia, la imaginación de la multitud no percibe ya nada. Sobrevienen, por otra parte, tiempos en que la nación se divide casi por igual en dos partidos, de los que cada uno pretende representar a la mayoría. Cerca del poder que dirige, si viene a establecerse un poder cuya autoridad moral sea casi igualmente grande, ¿podrá uno creer que se limite durante largo tiempo a hablar sin obrar?

¿Se detendrá siempre ante la consideración metafísica de que el fin de las asociaciones es dirigir las opiniones y no contradecirlas, es aconsejar la ley y no elaborarla?

Mientras más observo la independencia de la prensa en sus principales efectos, más llego a convencerme de que, en la época actual, la independencia de la prensa es el elemento capital, y por decirlo así constitutivo de la libertad. Un pueblo que quiere permanecer libre tiene, pues, el derecho de exigir que a toda costa se la respete. Pero la libertad ilimitada de asociación en materia política no puede ser enteramente confundida con la libertad de escribir. La una es a la vez menos necesaria y más peligrosa que la otra. Una nación puede ponerles límite sin dejar de ser dueña de sí misma; debe a veces hacerlo para continuar siéndolo.

En Norteamérica, la libertad de asociarse con fines políticos es ilimitada.

Un ejemplo hará conocer mejor que todo lo que podría añadir hasta qué grado se la tolera.

Se recordará hasta qué punto la cuestión de las tarifas o de la libertad de comercio llegó a agitar los espíritus en Norteamérica. La tarifa favorecía o atacaba no solamente opiniones, sino intereses materiales muy poderosos. El Norte le atribuía una parte de su prosperidad; el Sur casi todas sus miserias. Se puede decir que, durante largo tiempo, la tarifa hizo nacer las únicas pasiones políticas que han agitado a la Unión.

En 1831, cuando la querella estaba más enconada, un ciudadano oscuro de Massachusetts ideó proponer, por medio de los diarios, a todos los enemigos de las taiifás, el envío de diputados a Filadelfia, a fin de discutir en asamblea los medios de devolver al comercio su libertad. Esa proposición circuló, en pocos días, por el poder de la imprenta desde el Maine hasta Nueva Orleáns. Los enemigos de la tarifa la adoptaron con ardor. Se reunieron en todas partes y nombraron diputados. Estos eran, en su mayoría, conocidos y algunos de ellos habían llegado a ser célebres. La Carolina del Sur, que se vio después de tomar las armas por la misma causa, envió por su parte sesenta y tres delegados. El primero de octubre de 1831, la asamblea que, según la costumbre norteamericana, había tomado el nombre de convención, se constituyó en Filadelfia; contaba ya más de doscientos miembros. Las discusiones eran públicas, y tomaron, desde el primer día, un carácter enteramente legislativo; se discutió la extensión de los poderes del congreso, las teorías de la libertad de comercio y, en fin, las diversas disposiciones de la tarifa. Al cabo de diez días, la asamblea se separó después de haber redactado un memorial al pueblo norteamericano. En ese memorial, se exponía: 1° que el congreso no tenía el derecho de hacer una tarifa, y que la tarifa existente era anticonstitucional; 2° que no era de interés para ningún pueblo, y en particular para el pueblo norteamericano, que el comercio no fuese libre.

Es preciso reconocer que la libertad ilimitada de asociarse en materia política no ha producido hasta el presente, en los Estados Unidos, los resultados funestos que se podrían quizá esperar en otra parte. El derecho de asociación es allí de importación inglesa, y ha existido en todo tiempo en Norteamérica. El uso de ese derecho ha pasado actualmente a los hábitos y costumbres.

En nuestro tiempo, la libertad de asociación ha llegado a ser una garantla necesaria contra la tiranía de la mayoría. En los Estados Unidos, cuando un partido ha llegado a ser dominante, todo el poder público pasa a sus manos; sus amigos particulares ocupan todos los empleos y disponen de todas las fuerzas organizadas. Los hombres más distinguidos del partido contrario, como no pueden franquear la barrera que los separa del poder, necesitan establecerse fuera de él; es preciso que la minoría oponga su fuerza moral entera al poder material que la oprime. Es, pues, un peligro que se opone a un peligro más temible.

La omnipotencia de la mayoría me parece tan gran peligro para las Republicas norteamericanas, que el medio peligroso de que se sirven para limitarla me parece todavía un bien.

Aquí expresaré un pensamiento que recordará lo que dije en otra parte a propósito de las libertades comunales: no hay país donde las asociaciones sean más necesarias, para impedir el despotismo de los partidos o el arbitrio del príncipe, que aquellos cuyo estado social es democrático.

En las naciones aristocráticas, los cuerpos secundarios forman asociaciones naturales que detienen los abusos del poder. En los países en que semejantes asociaciones no existen, si los particulares no pueden crear artificial y momentáneamente algo que se les parezca, no veo ya ningún dique a cualquier clase de tiranía, y un gran pueblo puede ser oprimido impunemente por un puñado de facciosos o por un solo hombre.

La reunión de una gran convención política (las hay en todo género), es siempre, aun en Norteamérica, un acontecimiento grave, que los amigos de su país contemplan con temor.

Esto se vio claramente en la convención de 1831, donde todos los esfuerzos de los hombres distinguidos que formaban parte de la asamblea tendieron a moderar su lenguaje y a restringir su objeto. Es probable que la convención de 1831 ejerciera, en efecto, una gran influencia sobre el espíritu de los descontentos, preparándolos para la rebelión abierta que tuvo lugar en 1832 contra las leyes comerciales de la Unión.

No puede uno dejar de admitir que la libertad ilimitada de asociación en materia política es, de todas las libertades, la última que un pueblo puede soportar. Si no lo hace caer en la anarquía, se la hace rozar por decirlo as! a cada instante. Esa libertad tan peligrosa ofrece, sin embargo, garantías sobre un punto: en los países donde las asociaciones son libres, las sociedades secretas son desconocidas. En Norteamérica, hay facciosos, pero no conspiradores.




La asociación política en los Estados Unidos

Diferentes maneras de entender el derecho de asociación en Europa y en los Estados Unidos, y diferente uso que se hace de él.




Después de la libertad de obrar solo, la más natural al hombre es la de combinar sus esfuerzos con los de sus semejantes y obrar en común. El derecho de asociación me parece casi tan inalienable por su naturaleza como la libertad individual. El legislador no puede querer destruirlo sin atacar a la sociedad misma. Sin embargo, si bien hay pueblos donde la libertad de unirse no es sino benéfica y fecunda en prosperidad, hay otros también que, por sus excesos, la desnaturalizan, y de un elemento de vida hacen una causa de destrucción. Me ha parecido que la comparación de los diversos caminos que siguen las asociaciones, en los países en que la libertad es comprendida y en aquellos en que esa libertad se transforma en licencia, es a la vez útil a los gobiernos y a los partidos.

La mayor parte de los europeos ven aún en la asociación un arma de guerra, que se constituye apresuradamente para ir a ensayarla de inmediato en un campo de batalla.

Se asocian con el objeto de hablar, pero el pensamiento próximo de obrar preocupa a todos los espíritus. Una asociación es un ejército; se habla en ella para contarse y animarse y luego marchan contra el enemigo. A los ojos de quienes la componen, los recursos legales pueden utilizarse como medios, pero no son nunca el único inedio de lograr el fin.

No es ésa la manera como se entiende el derecho de asociación en los Estados Unidos. En Norteamérica, los ciudadanos que forman la minoría se asocian, primero para comprobar su número y debilitar así el imperio moral de la mayoría; en segundo lugar, los asociados se reúnen para descubrir los argumentos más adecuados para causar impresión en la mayoría, porque tienen siempre la esperanza de atraer hacia ellos a esta última y disponer en seguida, en su nombre, del poder.

Las asociaciones políticas en los Estados Unidos son, pues, pacíficas en su objeto y legales en sus medios; y, cuando aseguran que no pretenden triunfar más que por las leyes, dicen en general la verdad.

La diferencia que se observa sobre este punto entre los norteamericanos y nosotros consiste en varias causas.

Existen en Europa partidos que difieren de tal manera de la mayoría, que no pueden esperar constituir a base de ella un apoyo, y esos mismos partidos se creen bastante fuertes por sí mismos para luchar contra ella. Cuando un partido de esta clase forma una asociación, no quiere convencer, sino combatir. En Norteamérica, los hombres que se hallan colocados muy lejos de la mayoría por su opinión, no pueden nada contra su poder: todos los demás esperan lograrla.

El ejercicio del derecho de asociación llega, pues, a ser peligroso en razón de la imposibilidad en que están los grandes partidos para convertirse en la mayoría. En un país como los Estados Unidos, donde las opiniones no difieren más que en los matices, el derecho de asociación puede mantenerse, por decirIo así, sin límites.

Lo que nos inclina a ver en la libertad de asociación sólo el derecho de hacer la guerra a los gobiernos, es nuestra inexperiencia en materia de libertad. La primera idea que se presenta tanto al espíritu de un partido como al de un hombre, cuando la fuerza llega, es la idea de la violencia; la idea de la persuasión no llega hasta más tarde: nace de la experiencia.

Los ingleses, que están divididos entre sí de manera tan profunda, hacen raras veces abuso del derecho de asociación, porque tienen de él un uso más largo.

Tenemos, además, entre nosotros, un gusto de tal manera apasionado por la guerra, que no hay empresa por insensata que sea, aunque llegase a derribar el Estado, en la que no se estimara uno dichoso de morir por ella con las armas en la mano.

Pero, de todas las causas que concurren en los Estados Unidos a moderar las violencias de la asociación política, la más poderosa quizá es el voto universal. En los países donde el voto universal está admitido, la mayoría no es nunca dudosa, porque ningún partido podría razonablemente establecerse como representante de los que no han votado. Las asociaciones saben y todo el mundo lo sabe también que no representan a la mayoría. Esto resulta del hecho mismo de su existencia; porque, si la representaran, cambiarían por sí mismas la ley en lugar de pedir su reforma.

La fuerza moral del gobierno que ellas atacan, se encuentra así muy aumentada; mientras la suya se siente muy debilitada.

En Europa no hay casi asociaciones que no pretendan o no crean representar la voluntad de la mayoría. Esta pretensión o esta creencia aumenta prodigiosamente su fuerza, y sirve maravillosamente para legitimar sus actos. Porque, ¿qué hay más excusable que la violencia para hacer triunfar la causa oprimida del derecho?

Así es como, en la inmensa complicación de las leyes humanas, sucede algunas veces que la extrema libertad corrige los abusos de la libertad, y que la extrema democracia previene los peligros de la democracia.

En Europa, las asociaciones se consideran en cierto modo como el consejo legislativo y ejecutivo de la nación, que no puede por sí misma elevar la voz. Partiendo de esa idea, ellas obran y mandan. En Norteamérica, donde no representan a los ojos de todos más que a una minoría de la nación, hablan y elevan peticiones.

Los medios de que se sirven las asociaciones en Europa están de acuerdo con el fin que se proponen. Siendo el fin principal de esas asociaciones actuar y no hablar, combatir y no convencer, se ven ellas mismas naturalmente inclinadas a darse una organización que no tiene nada de civil, y a introducir en su seno los hábitos y las máximas militares: así centralizan tanto como les es posible la dirección de sus fuerzas, y entregan el poder de todos en manos de un muy pequeño número.

Los miembros de esas asociaciones responden a un santo y seña como los soldados en campaña; profesan el dogma de la obediencia pasiva, o más bien, al unirse, hacen de un solo golpe el sacrificio entero de su juicio y de su libre albedrío: así reina a veces en esas asociaciones una tiranía más insoportable que la que se ejerce en la sociedad en nombre del gobierno al que se ataca.

Esto disminuye mucho su fuerza moral y pierden así el carácter sagrado que es inherente a la lucha de los oprimidos contra los opresores. Porque aquél que transige con obedecer sérvilmente en ciertos casos a algunos de sus semejantes, les entrega su voluntad y les somete hasta su pensamiento, ¿cómo podrá pretender que quiere ser libre?

Los norteamericanos han establecido también un gobierno en el seno de las asociaciones; pero es, si puedo expresarme de este modo, un gobierno civil. La independencia individual encuentra en él su parte: como en la sociedad, todos los hombres caminan alli al mismo tiempo hacia el mismo fin; pero no está obligado cada uno a moverse hacia él por el mismo camino. No se hace entonces sacrificio de la voluntad y de la razón; sino que se aplica la voluntad y la razón para hacer triunfar una empresa común.

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