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La sociedad moribunda y la anarquía

Jean Grave

CAPÍTULO UNDÉCIMO

La patria


La familia, la religión, la propiedad, la autoridad se han ido desprendiendo lentamente de las aspiraciones humanas, y se han definido de un modo gradual, pero según se precisaban sus ideas y determinaban sus aspiraciones, se convertían en el núcleo de una evolución, que al crecer las hacía concentrarse más en sí mismas y las transformaba gradualmente en castas distintas, con sus atribuciones y privilegios cada cual.

No fue la casta militar la última en formarse, en desarrollarse y en adquirir preponderancia en todas partes, porque donde se vió obligada a dejar la delantera a la casta sacerdotal, no le cedió más que una preeminencia honorífica; ella era, en el fondo, la que podía garantizar con su auxilio la estabilidad del poder en las manos que lo manejaban. Ella proporcionaba los jefes nominales o efectivos en quienes se resumía la omnipotencia de las castas.

En todo aquel conflicto de intereses la idea de Patria tenía poca importancia. Se combatía de grupo a grupo, de tribu a tribu, y en los tiempos históricos de ciudad a ciudad; algunos pueblos trataron de sojuzgar a otros; se empezaron a distinguir naciones, pero la idea de Patria era aún indecisa y vaga; hay que llegar a los tiempos modernos para que esa idea se determine, se formule y sobreponga su autoridad a la de los reyes, sacerdotes y guerreros que llegan a ser servidores de la Entidad Patria, sacerdotes de la nueva religión.

En Francia se revivió la idea de Patria con la de Ley, y en todo su poderío, en 1789. Fue la idea genial de la burguesía sustituir la autoridad del Derecho Divino con la de la nación, presentársela a todos los trabajadores como síntesis de todos los derechos, y llevarlos a defender el nuevo orden de cosas dándoles la creencia de que luchaban por la defensa de sus propios derechos.

Bueno es hacer notar que la idea de la Patria, la Nación, como se decía, resumía más bien el conjunto del pueblo, de sus derechos e instituciones que el terreno. Poco a poco, y por influencia de causas ulteriores, se ha empequeñecido la idea de Patria hasta el punto de adquirir el sentido estrecho que hoy se enseña, del amor al terruño, sin referirse a los que lo habitan ni a las instituciones que en él funcionan.

Pero sea cual fuere la idea que se forme cada cual de la Patria, la burguesía estaba demasiado interesada en cultivarla para que no tratase de desarrollarla en el cerebro de los individuos y a convertirla en una religión, con cuya ayuda sostuviera su discutida autoridad. De todos modos, la defensa del suelo era un pretexto excelente para conservar el ejército, garantía de sus privilegios, y el interés colectivo, un invencible argumento para obligar a los trabajadores a contribuir a la defensa de los privilegios susodichos. Afortunadamente, el espíritu de crítica se desarrolla y extiende todos los días, el hombre ya no se contenta con palabras, y quiere saber lo que significan; si no lo consigue al primer vuelo, su memoria sabe almacenar hechos, deducir sus consecuencias y sacar de ellos una conclusión lógica.

¿Qué representa la palabra Patria fuera del afecto natural que se siente por la familia y los deudos y de la afición originada por la costumbre de vivir en el suelo natal? Nada, menos que nada para la mayoría de los que van a perecer en guerra, cuyas causas ignoran y cuyas costas pagan, como trabajadores y como combatientes. Dichosas o desastrosas las guerras, nada cambiarán su situación; vencedores o vencidos, serán siempre el rebaño explotable y sumiso que la burguesía domina.

Si atendemos al sentido que le dan los que más hablan de ella, la patria es el suelo, el territorio perteneciente al Estado del cual se es súbdito. Pero los Estados no tienen más que límites arbitrarios; su deslinde suele depender del resultado de las batallas; los grupos políticos, como existen hoy, no siempre han estado constituídos del mismo modo, y mañana, si quieren los que nos explotan hacer la guerra, la suerte de otra batalla podrá poner una porción del país bajo el yugo de otra nacionalidad. Siempre ha ocurrido lo mismo. A consecuencia de las guerras, las naciones se han apropiado y luego han perdido o recuperado las provincias que separaban sus fronteras, de lo cual se sigue que el patriotismo de esas provincias, tan traídas y llevadas, consistía en batirse ya bajo una bandera, ya bajo otra, en matar a los aliados de la víspera, en luchar a favor de los enemigos del día siguiente. Primera prueba de lo absurdo del patriotismo.

Además, ¿hay algo tan arbitrario cómo las fronteras? ¿Por qué razón los hombres colocados más acá de una línea ficticia, pertenecen más bien a una nación que los colocados más allá? Lo arbitrario de estas distinciones es tan evidente que hoy se apela al espíritu de raza para justificar la división de los pueblos en distintas naciones. Pero tampoco esa distinción no tiene valor alguno, ni reposa en fundamento serio, porque cada nación no es más que una amalgama de razas diferentes unas de otras, y eso dejando aparte las mezclas y cruzamientos que imponen diariamente las relaciones entre naciones, cada vez más desarrolladas y más íntimas.

Por ese sistema, más lógicas eran las antiguas divisiones de Francia en provincias, porque tenían en cuenta las diferencias étnicas de las gentes que las poblaban. Pero hoy, ni siquiera esa consideración tendría valor ninguno, porque la raza humana adelanta hacia su unificación, y la absorción de las variedades que la dividen, para que no subsistan más que las diferencias de medio y clima, son demasiado profundas para modificarse por completo.

Mayor todavía es la inconsecuencia para la mayoría de los que así van a matarse, sin ningún motivo de aborrecimiento, contra el enemigo, cuando ese suelo que van a defender o conquistar no les pertenece ni será suyo nunca. El suelo pertenece a una minoría de gozadores, que libres de todo riesgo, se calientan tranquilamente en su hogar, mientras los trabajadores van a perder la vida neciamente, y cogen como estúpidos las armas, para arrancar a otros el suelo que a sus dueños les servirá para explotarlos más todavía.

Hemos visto que la propiedad no pertenece a los que la poseen; el robo, el pillaje y el asesinato, disfrazados con los pomposos nombres de conquistas, colonización, civilización y patriotismo, no han sido los factores menos importantes para ello. No repetiremos lo que hemos dicho sobre su formación, pero si los trabajadores fueran lógicos, en vez de ir a batirse para defender la patria de los demás, empezarían por deshacerse de quienes los mandan y los explotan, invitarían a todos los trabajadores de cualquier nacionalidad a hacer lo mismo, y se unirían para producir y consumir a su gusto.

La tierra es bastante grande para alimentar a todos los hombres; ni la falta de sitio, ni la escasez de víveres han producido esas guerras sangrientas en que perecen millares de hombres para mayor gloria y provecho de unos cuantos; al contrario, esas guerras inicuas, suscitadas por las necesidades de los gobernantes, las rivalidades de los ambiciosos y la concurrencia comercial de los grandes capitales, son las que han distribuído a los pueblos en naciones distintas, y produjeron en la Edad Media aquellas hambres y pestes que acababan con lo que había quedado de las guerras.

Ahora intervienen los burgueses, y con ellos los patriotas papanatas, exclamando: Pero si nos quedamos sin ejército, las demás naciones vendrán a ponernos la ley, a destruirnos, a imponernos condiciones más duras que las que ahora soportamos. Algunos llegan a decir, creyendo que no defienden el patriotismo: Nosotros no somos patriotas; reconocemos que la propiedad está mal repartida y que hay que transformar la sociedad, pero es necesario conocer que Francia va a la cabeza del Progreso, y que consentir su desmembramiento, sería permitir un retroceso y perder el fruto de pasadas luchas, porque, vencida por una potencia despótica, desaparecerían nuestras libertades.

No pensamos trazar aquí la línea de conducta que deberían seguir en caso de guerra los anarquistas. Dependerá esa conducta de las circunstancias, del estado de los espíritus y de una multitud de cosas que no es posible prever; no queremos tratar este asunto, más que desde el punto de vista lógico, y la lógica nos responde que, como las guerras no se emprenden más que para beneficiar a los explotadores, no debemos tomar parte en ellas.

Hemos visto que, venga de donde venga la autoridad, el que la soporta es siempre esclavo; la historia del proletariado nos demuestra que a los gobiernos nacionales no les importa fusilar a sus súbditos, cuando éstos reivindican algunas libertades. ¿Qué más podrían hacer los explotadores extranjeros? Nuestro enemigo es nuestro amo, sea cual fuere su nacionalidad.

Sea cual fuere el pretexto con que adorna o disfraza una declaración de guerra, no puede haber en su fondo más que un problema de interés burgués; disputas por preeminencias políticas, tratados comerciales o de anexión de países coloniales, son ventajas para los privilegiados, gobernantes, comerciantes e industriales, que son los que que ganan con ello. Los republicanos actuales nos hacen mucha gracia cuando nos felicitan porque las guerras no se hacen hoy por intereses dinásticos, porque la República ha sustituído a los Reyes. El interés de casta ha sustituído al interés dinástico, y nada más. ¡Bastante le importa eso al trabajador!

Vencedores o vencidos, seguiremos pagando la contribución, reventando de hambre en tiempo de paro; el arroyo y el hospital seguirán siendo el refugio de nuestra vejez, y los burgueses querrán que nos interesemos por sus contiendas. ¿Qué ganamos en ellas?

Temer una situación peor, la interrupción del progreso, en caso que desapareciera una nación, es no darse cuenta de lo que son las relaciones internacionales actualmente, y la difusión de las ideas. Hoy se podría dividir una nación, desmembrarla, arrebatarle su nombre, pero no se conseguirá, a menos de exterminarla completamente, transformar su fondo propio que es la diversidad de caracteres, de temperamentos, la misma naturaleza de las razas componentes. Y si la guerra se declarase, todas esas libertades reales o supuestas que se nos atribuyen, no tardarían en quedar suspendidas, amordazada la propaganda socialista, entregada la autoridad al poder militar, y nada tendríamos que envidiar al más completo absolutismo.

Por lo tanto, la guerra no puede producir nada bueno para el trabajador; ningún interés tenemos en ella, nada que defender más que nuestro pellejo; pues defendámoslo mejor no exponiéndonos neciamente a que lo agujereen, para mayor ganancia. de quienes nos explotan y gobiernan.

Los burgueses están interesados en la guerra, que les permite conservar las armas con que dominan al pueblo y defienden sus instituciones; con ella imponen los productos de su industria, a cañonazos abren nuevas salidas, ellos solos cubren los empréstitos que la guerra necesita y cuyas costas paga el trabajador. Bátanse, pues, los burgueses, si quieren, que a nosotros nada nos importa. Además, rebelémonos de una vez, pongamos en peligro la existencia de los privilegios burgueses, y no tardaremos en verlos (aunque nos predican el patriotismo) acudir al auxilio de los ejércitos de sus congéneres alemanes, rusos o de otra cualquier parte. Son como Voltaire: no creía en Dios, pero la religión le parecía necesaria para el pueblo bajo; ellos tienen fronteras para sus esclavos, pero se burlan de ellas cuando conviene a sus intereses.

No hay patria para el hombre verdaderamente digna de tal nombre, o a lo menos no hay más que una: aquella en que lucha por el derecho, aquella en que vive, donde tiene sus afectos, pero puede extenderse a toda la tierra. La humanidad no es un casillero en que cada pueblo ocupa un lugar, considerando a los otros como enemigos; para el individuo completo todos los hombres son hermanos y tienen el mismo derecho a vivir y evolucionar a su gusto en esta tierra, bastante grande y fecunda para alimentar a todos.

Pero vuestras patrias convencionales, nada les importan a los trabajadores, que nada tienen que defender; por consiguiente, sea cual fuere el lado de la frontera al cual les ha hecho nacer el acaso, no deben tenerse ningún motivo de odio mutuo; en vez de seguir matándose mutuamente, como hasta ahora han hecho, deben tenderse las manos por encima de las fronteras y aunar todos sus esfuerzos para hacer la guerra a sus verdaderos y únicos enemigos: la Autoridad y el Capital.

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