Índice de Federalismo, socialismo y antiteologismo de Miguel BakuninCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El antiteologismo

VI

¿Qué vemos, en efecto, en todos los Estados pasados y presentes, aun cuando estén dotados de las instituciones más democráticas tales como los Estados Unidos de América del Norte y Suiza? El autogobierno de las masas, no obstante todo el aparato de la omnipotencia popular, permanece allí la mayoría del tiempo en estado de ficción. En realidad son las minorías las que gobiernan. En los Estados Unidos, hasta la última guerra de emancipación y aun en parte en el presente -casi todo el partido del presidente actual, Johnson-, eran y son los llamados demócratas, los partidarios acérrimos de la esclavitud y de la feroz oligarquía de los plantadores, demagogos sin fe ni conciencia, capaces de inmolarlo todo a su codicia, a su malhechora ambición y que, por su acción y su influencia detestables, ejercidas casi sin obstáculos durante cerca de cincuenta años consecutivos, han contribuido grandemente a depravar las costumbres políticas en América del Norte. Hoy una minoría realmente inteligente, generosa, pero sin embargo una minoría, el partido de los republicanos, combate con éxito su política perniciosa. Esperamos que su triunfo será completo, esperámoslo por el bien de la humanidad entera; pero cualquiera que sea la sinceridad de ese partido de la libertad, por grandes y generosos que sean los principios que profesa, no esperamos que una vez llegado al poder renuncie a esa posición exclusiva de minoría gobernante, para confundirse con la masa de la nación y para que el autogobierno popular se convierta en una verdad. Para eso será necesaria una revolución mucho más honda que todas las que han conmovido hasta aquí al antiguo y al nuevo mundo.

En Suiza, a pesar de todas las revoluciones democráticas que se han realizado en ella, es siempre la clase acomodada, la burguesía, es siempre la minoría privilegiada desde el punto de vista de la fortuna, del ocio y de la instrucción; la que gobierna. La soberanía del pueblo -una palabra que detestamos, por lo demás, porque toda soberanía nos es detestable-, el gobierno de las masas por sí mismas, es igualmente una ficción. El pueblo es soberano de derecho, no de hecho, porque absorbido forzosamente por su trabajo cotidiano, no le queda ningún momento libre, y si no del todo ignorante, al menos muy inferior por su instrucción a la clase burguesa, está obligado a poner en manos de esta última su pretendida soberanía. La sola ventaja que saca de ella, en Suiza como en los Estados Unidos de América del Norte, es que las minorías ambiciosas, las clases políticas, no pueden llegar al poder más que haciéndole la corte, adulando sus pasiones pasajeras, algunas veces muy malas, y engañándolo muy a menudo.

Que no se piense que queremos por eso hacer la crítica al gobierno democrático en provecho de la monarquía. Estamos firmemente convencidos de que la más imperfecta República vale mil veces más que la monarquía más esclarecida, porque al menos en la República hay momentos en que, aunque continuamente explotado, el pueblo no es oprimido, mientras que en las monarquías lo es siempre. Y, además, el régimen democrático eleva poco a poco las masas a la vida pública, lo que no hace la monarquía nunca. Pero aun dando preferencia a la República, estamos, sin embargo forzados a reconocer y a proclamar que, cualquiera que sea por otra parte la forma de gobierno, en tanto que, a consecuencia de la desigualdad hereditaria de las ocupaciones, de la fortuna, de la instrucción y de los derechos, la sociedad humana quede repartida en clases diferentes, existirá siempre el gobierno exclusivo y la explotación inevitable de las mayorías por las minorías.

El Estado no es otra cosa que esa dominación y esa explotación reguladas y sistematizadas. Vamos a tratar de demostrarlo al examinar las consecuencias del gobierno sobre las masas populares por una minoría tan inteligente y tan abnegada como se quiera, en un Estado ideal, fundado en el libre contrato.

Una vez consideradas las condiciones del contrato, no se trata ya más que de ponerlas en ejecución. Supongamos, pues, que un pueblo, bastante sabio para reconocer su propia insuficiencia, tenga aún la perspicacia necesaria para no confiar el gobierno de la cosa pública más que a los mejores ciudadanos. Esos individuos privilegiados no lo son al principio de derecho, sino sólo de hecho. Han sido elegidos por el pueblo porque son los más inteligentes, los más hábiles, los más sabios, los más animosos y los más abnegados. Tomados de la masa de los ciudadanos, supuestos todos iguales, no forman aún clase aparte, sino un grupo de hombres privilegiados por la naturaleza y distinguidos por eso mismo por la elección popular. Su número es necesariamente muy restringido, porque en todo tiempo y en todo país, la cantidad de hombres dotados de cualidades, de tal modo notables, que se imponían por sí mismos al respeto unánime de una nación, es, como nos dice la experiencia, muy poco considerable. Por tanto, bajo pena de hacer malas elecciones, el pueblo estará obligado siempre a escoger entre ellos, sus gobernantes.

He ahí, pues, a la sociedad repartida en dos categorías, por no decir aún dos clases, de las cuales una, compuesta por la inmensa mayoría de los ciudadanos, se somete libremente al gobierno de sus elegidos; la otra, formada por un pequeño número de naturalezas privilegiadas, son reconocidas y aceptadas como tales por el pueblo, y encargadas por él de gobernarlo. Dependientes de la elección popular, no se distinguen al principio de la masa de los ciudadanos más que por las cualidades mismas que les han recomendado a su elección, y son naturalmente, entre todos, los ciudadanos más útiles y los más abnegados. No se reconocen aún ningún privilegio, ningún derecho particular, exceptuando el de ejercer, en tanto que el pueblo lo quiere, las funciones especiales de que están encargados. Por lo demás, por su manera de vivir, por las condiciones y los medios de su existencia, no se separan de ningún modo de todo el mundo, de suerte que continúa reinando entre todos una perfecta igualdad.

Esa igualdad, ¿puede mantenerse largo tiempo? Pretendemos que no, y nada más fácil que demostrarlo.

Nada es tan peligroso para la moral privada del hombre como el hábito del mando. El hombre mejor, el más inteligente, el más desinteresado, el más generoso, el más puro, se echa a perder infaliblemente y siempre en ese oficio. Desentimientos inherentes al poder producen siempre esa demoralización: el desprecio de las masas populares y la exageración del propio mérito.

Las masas, al reconocer su incapacidad de gobernarse, me eligieron por jefe suyo. Por eso han proclamado altamente su inferioridad y mi superioridad. Entre esas multitudes de hombres, reconociendo yo mismo apenas algunos iguales, soy el único capaz de dirigir la cosa pública. El pueblo tiene necesidad de mí, no puede pasarse sin mis servicios, mientras que yo me basto a mí mismo; debe obedecerme por su propio bien y, al dignarme mandarlo, constituyo su dicha. Hay por qué perder la cabeza y también el corazón y volverse loco de orgullo, ¿no es cierto? Es así como el poder y el hábito del mando se transforman, aun para los hombres más inteligentes y virtuosos, en fuente de aberración a la vez intelectual y moral.

Toda moralidad humana, y nos esforzaremos un poco más adelante en demostrar la verdad absoluta de este principio, cuyo desenvolvimiento, explicación y aplicación constituyen el fin de este escrito, toda moral colectiva e individual reposa esencialmente en el respeto humano. ¿Qué entendemos por respeto humano? Es el reconocimiento de la humanidad, del derecho humano y de la humana dignidad de todo hombre, cualquiera que sea su raza, su color, el grado de desenvolvimiento de su inteligencia y de su moralidad misma. Pero si ese hombre es estúpido, malvado, despreciable, ¿puedo respetarlo? Claro está, si es todo eso me es imposible respetar su villanía, su estupidez y su bestialidad; éstas me disgustan y me indignan; contra ellas en caso de necesidad, tomaré las medidas más enérgicas hasta matarlo si no me queda otro medio de defender contra él mi vida, mi derecho o lo que me es respetable y querido. Pero en medio del combate más enérgico y más encarnizado, y en caso de necesidad mortal contra él, debo respetar su carácter humano. Mi propia dignidad de hombre no existe más que a ese precio. Por consiguiente, si él mismo no reconoce esa dignidad en nadie, ¿se la puede reconocer en él? Si él es una especie de animal feroz o, como sucede algunas veces, peor que un animal, reconocer en él el carácter humano, ¿no sería caer en la ficción? No, porque cualquiera que sea su degradación intelectual y moral actual, si no es orgánicamente un idiota, ni un loco, en cuyo caso será preciso tratarlo, no como un criminal, sino como un enfermo, si está en plena posesión de sus sentidos y de la inteligencia que la naturaleza le ha deparado, su carácter humano, en medio mismo de sus más monstruosas desviaciones, no existe menos de una manera muy real en él, como facultad, siempre viviente, capaz de elevarse a la conciencia de su humanidad, por poco que se efectúe un cambio radical en las condiciones sociales que lo hicieron tal como es.

Tomad el mono más inteligente y mejor dispuesto; ponedlo en las mejores, en las más humanas condiciones, no haréis de él nunca un hombre. Tomad el criminal más empedernido o el hombre más pobre de espíritu: siempre que no haya ni en el uno ni en el otro alguna lesión orgánica que le determine, sea el idiotismo, sea una incurable locura, reconoceréis ante todo que si el uno se volvió criminal y si el otro no se ha desarrollado hasta la conciencia de su humanidad y de sus deberes humanos, la culpa no es de ellos, ni siquiera de su naturaleza, sino del medio social en que han nacido y se han desarrollado.

Tocamos aquí el punto más importante de la cuestión social, de la ciencia del hombre en general. Hemos repetido ya en varias ocasiones que negamos de una manera absoluta el libre arbitrio, en el sentido que dan a esa palabra la teología, la metafísica y la ciencia jurídica; es decir, en el de la determinación espontánea de la voluntad individual del hombre por sí misma, independiente de toda influencia, tanto natural como social.

Negamos la existencia de un alma, de un ser moral separado y separable del cuerpo. Afirmamos, al contrario, que lo mismo que el cuerpo del individuo con todas sus facultades y predisposiciones instintivas no es más que la resultante de todas las cosas generales y particulares que han determinado su organización individual, lo que se llama impropiamente su alma; sus capacidades intelectuales y morales, son los productos directos o, por decirlo mejor, la expresión natural inmediata de esa organización misma y principalmente del grado de desenvolvimiento orgánico al cual por el concurso de todas esas causas independientes de su voluntad, ha llegado su cerebro.

Todo individuo, aun el más modesto, es el producto de los siglos; la historía de las causas que han concurrido en su formación no tiene comienzo. Si tuviésemos el don que ninguno posee y que no poseerá nadie: el de reconocer y abarcar la infinita diversidad de las transformaciones de la materia o del ser que se han sucedido fatalmente desde el nacimiento de nuestro globo terrestre hasta el suyo, podríamos, sin haberlo conocido jamás, decir con una precisión casi matemática, cuál es su naturaleza orgánica, determinar hasta en los menores detalles la medida y el carácter de sus facultades intelectuales y morales, su alma, en una palabra, tal como es en la primera hora de su nacimiento. En la imposibilidad en que estamos de analizar y de abarcar todas esas transformaciones sucesivas, diremos, sin temor a engañarnos, que todo individuo humano, desde el momento en que nace es enteramente el producto del desenvolvimiento histórico, es decir, fisiológico y social de su raza, de su pueblo de su casta -si en su país existen castas-, de su familia, de sus antepasados y de la naturaleza individual de su padre y de su madre que le han transmitido directamente, por vía de herencia psicológica, como punto de partida natural para él, y como determinación de su naturaleza individual, todas las consecuencias fatales de su propia experiencia anterior, tanto material como moral, tanto individual como social, comprendidos sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos, comprendidas también todas las diferentes vicisitudes de su vida y los acontecimientos, grandes o pequeños, en los cuales han tomado parte, comprendida igualmente la inmensa diversidad de los accidentes a que han podido estar sometidos (1), con todo lo que han heredado de la misma manera de sus propios padres.

No tenemos necesidad de recordar lo que nadie, por lo demás, pone en duda: que las diferencias de razas, de pueblos y aun de clases y de familias, son determinadas por causas geográficas, etnográficas fisiológicas, económicas, (comprendidas las dos grandes cuestiones: la de las ocupaciones -de la división del trabajo colectivo de la sociedad, del modo de reparto de las riquezas y la cuestión de la alimentación, tanto desde el punto de vista de la cantidad como de la calidad)- lo mismo que por causas históricas, religiosas, filosóficas, jurídicas, políticas y sociales; y que todas estas causas, al combinarse de una manera diferente para cada raza, para cada nación, y con mucha frecuencia para cada provincia y para cada comuna, para cada clase y para cada familia, dan a cada una una fisonomía aparte; es decir un tipo fisiológico diferente, una suma de predisposiciones y de capacidades particulares, independientemente de la voluntad de los individuos que las componen y que son completamente sus productos.

Así, todo individuo humano, en el momento mismo de su nacimiento, es la resultante material, orgánica, de toda esa diversidad infinita de causas que se han combinado al producirlo. Su alma -es decir, su predisposición orgánica al desenvolvimiento de los sentimientos, de las ideas y de la voluntad-, no es más que un producto. Está completamente determinada por la cualidad fisiológica individual de su sistema cerebral y nervioso que, como todo el resto de su cuerpo, depende absolutamente de la más o menos feliz combinación de esas causas. Constituye principalmente lo que llamamos la naturaleza particular, primitiva del individuo.

Hay tantas naturalezas diferentes como individuos. Esas diferencias individuales se manifiestan tanto más cuanto más se desarrollan, o mejor, no se manifiestan sólo más, devienen realmente más grandes a medida que los individuos se desarrollan, porque las cosas, las circunstancias exteriones, en una palabra, las mil causas, la mayor parte del tiempo imperceptibles, que influyen en el desenvolvimiento de los individuos, son ellas mismas en extremo diferentes. Es lo que hace que cuanto más avance un individuo en la vida y más se diseñe su naturaleza individual, tanto más se distingue, por sus cualidades como por sus defectos, de todos los demás individuos.

¿Hasta qué punto la naturaleza particular o el alma del individuo, es decir, las particularidades individuales del aparato cerebral y nervioso, están desarrolladas en un recién nacido? He aquí una cuestión cuya solución pertenece a los fisiólogos. Sabemos sólo que todas estas particularidades deben ser necesariamente hereditarias, en el sentido que hemos tratado de explicar, es decir, determinadas por una infinidad de causas las más diversas y distantes: materiales y morales, mecánicas y físicas, orgánicas y espirituales, históricas, geográficas, económicas y sociales, grandes y pequeñas, constantes y fortuitas, inmediatas y muy lejanas en el espacio y en el tiempo, y cuya suma no se combina en un solo ser vivo y no se individualiza, por primera y por última vez, en la corriente de las transformaciones universales, más que en ese niño; solamente que, en la acepción individual de la palabra, no ha tenido y no tendrá nunca igual.

Queda por saber hasta qué punto y en qué sentido se encuentra esa naturaleza individual realmente determinada, en el momento en que el niño sale del vientre de la madre. Esta determinación, ¿es sólo material o bien al mismo tiempo espiritual y moral, aunque no sea más que como tendencia y como capacidad natural o como predisposición instintiva? El niño, ¿nace inteligente o torpe, bueno o malo, dotado o privado de voluntad, dispuesto a desarrollarse en el sentido de un talento o de otro? ¿Puede heredar del carácter, de los hábitos, de los defectos o de las cualidades intelectuales y morales de sus padres y de sus antepasados?

He ahí cuestiones excesivamente difíciles de resolver, y no pensemos que la fisiología y la psicología experimentales hayan llegado aún a la madurez y a la altura necesarias para poder responder a eso con pleno conocimiento de causa. Nuestro ilustre compatriota Setchenof, en su notable trabajo sobre la actividad del cerebro, dice que, en la inmensa mayoria de los casos, las 999/1.000 partes del carácter psíquico del individuo ... (2)

... sin duda más o menos sensible en el hombre hasta su muerte. No pretendo, dice, que por la educación se pueda transformar un tonto en un hombre inteligente. Es tan imposible como devolver el oído a un individuo que nació sin el nervio acústico. Pienso sólo que al tomar en su infancia a un negro, a un lapón o a un samoyedo naturalmente inteligentes; se podría hacer de ellos, gracias a una educación europea, dada en medio de la sociedad europea, hombres que desde el punto de vista psíquico se distinguirían muy poco de un europeo civilizado.

Al establecer esta relación entre las 999/1.000 partes del carácter psíquico que según él, pertenecen a la educación, con el solo milésimo que deja propiamente al nacimiento, Setchenof no ha querido, sin duda, hablar de las excepciones; de los hombres de genio o de los talentos extraordinarios, ni de los idiotas y de los tontos. No habló más que de la inmensa mayoría de los hombres dotados de facultades ordinarias o medianas. Estos son, desde el punto de vista de la organización social, los más interesantes, porque la sociedad es hecha para ellos y por ellos, no por las excepciones, ni por los hombres de genio, por inmenso que pueda parecer su poder.

Lo que nos interesa sobre todo en esta cuestión es saber si, lo mismo que las facultades individuales, las cualidades morales: la bondad o la maldad, el valor o la cobardía, la fuerza o la debilidad de carácter, la generosidad o la avaricia, el egoísmo o el amor al prójimo, y otras cualidades positivas o negativas de ese género pueden, sea fisiológicamente heredadas de los padres, de los antepasados, sea, independientemente de toda herencia, formarse por el efecto de una causa fortuita cualquiera, conocida o desconocida, en el niño, en tanto que reside aún en el vientre de la madre. En una palabra, si el niño puede aportar al nacer predisposiciones morales de cualquier naturaleza que sean.

No lo pensamos. Para plantear mejor la cuestión, reconocemos primeramente que, si la existencia de cualidades morales innatas fuera admisible, no podría ser más que a condición de que estén asociadas en el recién nacido a alguna determinación o particularidad fisiológica, por completo material de su organismo: el niño, al salir de las entrañas de su madre, no tiene aún ni alma ni espíritu, ni sentimientos, ni siquiera instintos; nace a todo eso; no es más que un ser físico, y sus facultades y cualidades, si las tiene, no pueden ser más que anatómicas y fisiológicas. Por tanto, para que un niño pueda nacer bueno, generoso, abnegado, valeroso o malvado, avaro, agoísta y cobarde, será preciso que cada una de esas cualidades o cada uno de esos defectos correspondan a otras tantas particularidades materiales y por decir así, locales de su organismo, y principalmente de su cerebro, lo que nos volvería a llevar al sistema de Gall, que creía haber encontrado para cada cualidad y para cada defecto, en el cráneo, sea bultos, sea cavidades correspondientes, como se sabe, unánimemente rechazado por todos los fisiólogos modernos.

Pero si fuese fundada, ¿qué resultaría? Siendo innatos los defectos, los vicios, tanto como las buenas cualidades, quedaría por saber si pueden o no ser vencidos por la educación. En el primer caso, la culpa de todos los crímenes cometidos por los hombres recaería sobre la sociedad, que no ha sabido darles una educación conveniente, y no sobre ellos, que no podrían ser considerados, al contrario, más que como víctimas de esa imprevisión social. En el segundo caso, siendo las predisposiciones innatas reconocidas como fatales e incorregibles, no quedaría más recurso a la sociedad que deshacerse de todos los individuos afectados de algún vicio natural o innato. Solamente que, para no caer en el vicio horrible de la hipocresía, debería reconocer que lo hace únicamente en interés de su conservación y no en el de la justicia.

Hay otra consideración que puede contribuir a esclarecer esta cuestión: en el mundo intelectual y moral, tanto como en el mundo físico, sólo existe lo positivo; lo negativo no existe, no constituye un ser aparte, no siendo más que una disminución poco más o menos considerable de lo positivo. Así, el frío no es más que una propiedad diferente del calor, no es nada más que una ausencia relativa, una disminución muy grande del calor. Lo mismo pasa con la obscuridad, que no es más que la luz disminuída hasta el exceso ... La obscuridad y el frío absolutos no existen. En el mundo intelectual, la torpeza no es más que una debilidad de espíritu, y en el moral, la malevolencia, la avaricia, la cobardía, no son más que la benevolencia, la generosidad, el valor disminuidos, no hasta cero, sino a una cantidad muy pequeña. Por pequeña que sea, es siempre una cantidad positiva y que por la educación, puede ser desarrollada, fortificada, aumentada en un sentido positivo, lo que no se conseguiría si los vicios o las cualidades negativas formasen una propiedad aparte; habría que matarlos, no desarrollarlos, porque su desenvolvimiento no podría tener lugar más que en el sentido negativo.

En fin, sin permitirnos prejuzgar estas graves cuestiones fisiológicas, en las cuales confesamos nuestra completa ignorancia, agregamos, apoyándonos en este punto en la autoridad unánime de todos los fisiólogos modernos, una última consideración: parece constatado y probado que en el organismo humano no hay lazos ni órganos separados para las facultades instintivas, afectivas o morales e intelectuales, y que todas se elaboran en la misma parte del cerebro por medio del mismo instrumental nervioso (3), de donde parece resultar claramente que no puede haber cuestión de predisposiciones morales diferentes, fatalmente determinadas por el organismo mismo de un niño de cualidades particulares o de vicios hereditarios e innatos, y que la inherencia moral no se distingue de ningún modo ni en ningún punto de la inherencia intelectual, pues una y otra se reducen a un grado mayor o menor de perfección alcanzada en general por el desenvolvimiento del cerebro.

Una vez reconocidas las disposiciones anatómicas y fisiológicas de la inteligencia -dice Littré (pág. 355)- se puede penetrar en su historia. En tanto que no ha sido moldeada y enriquecida por la civilización, no poseyendo más que ideas simples (4) producidas por las impresiones tanto internas como externas (5), está en lo más bajo y para elevarse a lo más alto no tiene más que la retención y la asociación (6), pero eso basta. Poco a poco se forman combinaciones completas que aumentan la fuerza y el campo de la actividad cerebral (7); y de período en período, se emprenden los mayores trabajos intelectuales. El instrumental mental se acrecienta y se perfecciona, y sin instrumental no se hace nada considerable, ni en el dominio de la inteligencia ni en el de la industria.

A medida que esa elaboración se efectúa, llama en su ayuda una importante propiedad de la vida, quiero decir la herencia, que tiende a consolidarla actualmente y a facilitarla ulteriormente.

Una vez adquiridas sus nuevas aptitudes mentales, se transmiten, este es un hecho experimental, a los descendientes, bajo forma de inherencias; inherencias secundarias, terciarias, que en el dominio mental crean especies de raza humanas perfeccionadas. Se ve eso cuando se encuentran poblaciones que no han seguido los mismos derroteros; la inferior, o desaparece o no puede menos que ponerse al nivel de la superior, después de un largo tiempo.

Más adelante, después de haber citado las palabras de Luys: La esfera cerebral en que reinan las pasiones afectivas y aquella en que asientan las manifestaciones puramente intelectuales, están unidas por lazos de una estricta e intima solidaridad, Littré agrega: Esta similitud perfecta entre el intelecto y el sentimiento, a saber: un fondo en que se sumergen los nervios (8), un centro en que lo que extraen es elaborado (9), junto a la identidad de estos dos centros, todo eso indica que la fisiología del sentimiento no puede ser diferente de la del intelecto.

En consecuencia, lo mismo que ha sido preciso renunciar a buscar en el cerebro órganos para los afectos o pasiones, no hay que ver en él más que las actividades afectivas que se trata de determinar.

La fuente de las ideas está en las impresiones sensoriales, la fuente de los sentimientos está en las impresiones instintivas. El oficio de las células nerviosas es transformar en sentimientos las impresiones instintivas. El problema del origen de los sentimientos es exactamente paralelo al del origen de las ideas.

Este género de actividad cerebral se ejerce sobre dos órdenes de impresiones instintivas, las que pertenecen a los instintos de mantenimiento de la vida individual y las que pertenecen a los instintos de mantenimiento de la vida de la especie. La primera categoría es transformada en amor propio, y la segunda en amor a otro; bajo la forma primordial de amor de un sexo hacia otro, de la madre por el niño, y del niño por la madre.

En este punto no está fuera de lugar un vistazo a la fisiología comparada. Entre los peces que están cerebralmente en el grado más bajo de la escala de los vertebrados, y que no conocen ni la familia ni los hijos, el instinto es puramente sexual. Pero el sentimiento a que da nacimiento comienza a manifestarse en varios mamíferos y pájaros; se establece un verdadero hogar, sólo que la mayoría de las veces sólo es temporal. Lo mismo pasa con el esbozo de familia que suscita la obra de los padres por los hijos y de los hijos por los padres. En fin, en varios, el hombre entre ellos, se forman entre las familias lazos de la misma naturaleza que entre los miembros de la familia; y la sociabilidad nace aquí en algunos puntos del reino animal.

Planteado así el fundamento, no es desacertado concebir que de los sentimientos primordiales, a medida que la existencia se complica, tanto para el individuo como para la sociedad, se forman sentimientos secundarios y combinaciones de sentimientos que se hacen por eso indisolubles como lo son, en el intelecto, las ideas asociadas (pág. 357).

Así parece comprobado que no existen en el cerebro órganos especiales, sea para las diversas facultades intelectuales, sea para las diferentes cualidades, afecciones, pasiones morales buenas y malas. Por consiguiente las cualidades o los defectos no pueden ser ni heredados, ni innatos, pues esa herencia y esa inherencia, como hemos dicho, no pueden ser en el recién nacido más que fisiológicas, materiales. ¿En qué puede consistir, pues, el perfeccionamiento progresivo, históricamente transmisible, del cerebro, tanto bajo el aspecto intelectual como bajo el moral? Unicamente en el desenvolvimiento armonioso de todo el sistema cerebral y nervioso, es decir, tanto de la precisión de la finura y de la vivacidad de las impresiones nerviosas, como de la capacidad del cerebro para transformar esas impresiones en sentimientos, en ideas, y para combinarlas, abarcar y retener siempre las más vastas asociaciones de sentimientos y de ideas.


Notas

(1) Los accidentes a que está sujeto el embrión durante su desenvolvimiento en el vientre de su madre, explican perfectamente la diferencia que existe con mucha frecuencia entre los hijos de los mismos padres, y nos hacen comprender cómo los padres, gentes inteligentes, pueden tener por hijo un idiota. Pero ésta no es sino una desgraciada excepción debida a la acción de alguna causa momentánea y fortuita. La naturaleza, gracias a la no existencia de dios, no es nunca caprichosa y no hace nada sin causa suficiente, no cambia nunca de tendencia y de dirección en tanto que no es obligada a ello por una fuerza mayor, de suerte que la regla en la reproducción de la especie humana, por una sucesión de parejas que constituyen una familia, debe ser ésta: que si cada pareja añade a la herencia fisiológica de sus padres un desenvolvimiento corporal, intelectual y moral nuevo -como todo perfeccionamiento ideal es necesariamente un perfeccionamiento material debido al cerebro- toda progenitura nueva debería ser, desde todos los puntos de vista, superior a sus padres.

(2) Falta uno o varios párrafos de texto en el original, mismo que fue elaborado durante la década de 1920 por el historiador ácrata Max Nettlau. Nota de Chantal López y Omar Cortés, diagramadores de esta edición virtual.

(3) Ved el notable artículo del señor Littré Del método en psicología, en la revista Philosophie positive; está fisiológicamente probado, dice el ilustre positivista, que el cerebro no crea nada; recibe. Su función es hacer, con lo que le es transmitído (por los sentídos) sentímientos e ideas, pero no entra para nada en lo que constituye el sustrato de esas ideas y de esos sentimientos. A decir verdad, todo procede en él de afuera, porque las disposiciones orgánicas, sin las cuales no se mantienen ni la vida colectíva ni la vida individual, y sin las cuales tampoco habría sentímiento, son de tal modo exteriores (al hombre), que la naturaleza las realiza independientemente de todo término cerebral psíquico, en los vegetales y, sobre todo, en los animales más inferiores. Resulta de ello que es preciso modificar un poco el sentido de la palabra subjetivo. Subjetivo no puede significar algo preexistente al desenvolvimiento del ser humano, tal como un yo, una idea, un sentimiento, un ideal; no puede significar más que la facultad de elaboración departida a las células nerviosas; exceptuado en este sentido, lo subjetivo está siempre mezclado a lo objetivo (Núm. 111, pág. 302). Y (páginas 343-344) dice aún: El juicio no es una facultad que esté por encima de las impresiones que le son aportadas; su oficio único (actividad completamente fisiológica) es compararlas para deducir una conclusión; pero no tiene ninguna jurisdicción sobre ellas. La alucinación lo demuestra; es la producción de impresiones sin que las provoque nada objetivo; por el juego mórbido de las células nerviosas encargadas de la transmisión, las impresiones ilusorias llegan al centro intelectual (la sustancia gris de las circunvoluciones de esa parte del cerebro, que ocupa toda la parte superior y anterior de la cavidad craneana o del cerebro propiamente dicho), como si fuesen reales; al apoderarse el juicio de ellas, trabaja necesariamente sobre esos materiales ficticios, y las concepciones imaginarias aparecen. Por lo demás, salvo la lesión patológica, una prueba semejante es proporcionada por el desenvolvimiento histórico de las concepciones humanas. Al principio las observaciones -aparte de las más simples- son defectuosas y el juicio es defectuoso en consecuencia; se ve el sol salir por el Este y ponerse por el Oeste, y de acuerdo a eso, el juicio construye una concepción errónea que no rectifica más que con ayuda de otras observaciones mejores. Si el juicio fuera primordial, por subsiguiente, la historia humana habría sido distinta (la humanidad no habría tenido por antepasado un primo del gorila); las grandes luces estarían al comienzo, de donde se derivarían, por deduciones, las luces secundarias: tal es, en efecto, la hipótesis teológica ... El señor Littré habría podido añadir, metafísica y jurídica también.

(4) Nosotros habríamos dicho las nociones prímordiales o las simples representaciones de los objetos.

(5) Las impresiones sensoríales que el individuo recibe por medio de sus nervios, de los objetos tanto exteriores como interiores.

(6) La retención de las simples ideas por la memoría y su asociación por la actividad misma del cerebro.

(7) Por la asociación de las simples ideas.

(8) El fondo del que los nervios sacan sus sensaciones, tanto sensoriales como instintivas, el sensorium commun, es, según Littré y Luys, la capa óptica, a donde van a parar todas las impresiones sensitivas, tanto externas como internas -es decir, sean producidas por los objetos exteriores, sean emanadas de la trama de las vísceras o de los órganos del interior- y que por un sistema de fibras y de comunicaciones, son transmitidas a la sustancia cortical (sustancia gris) de las circunvoluciones del cerebro propiamente dicho- sede de las facultades tanto afectivas como intelectuales (págs. 340-41).

(9) La sustancia gris del cerebro propiamente dicho, compuesta de células nerviosas. Está establecido que las células nerviosas que componen la sustancia del cerebro, siendo anatómicamente la culminación (última) de los nervios y, por ello, de todas las impresiones internas, tienen funcionalmente el oficio de hacer de esas impresiones, ideas; una vez hechas las ideas, de juzgarlas por diferencias y semejanzas, de retenerlas por la memoria, de reunirlas por la asociación. Ni más ni menos. Todo el desenvolvimiento intelectual del hombre tiene su punto de partida en esas condiciones anatómicas y fisiológicas (pág. 352).


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