Índice de Federalismo, socialismo y antiteologismo de Miguel BakuninCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El antiteologismo

V

Interiormente federado o no federado, todo Estado, bajo pena de perecer, debe tratar de hacerse el más poderoso. Debe devorar para no ser devorado, conquistar para no ser conquistado, subyugar para no ser subyugado, porque dos potencias similares y al mismo tiempo extrañas una a otra no podrian coexistir sin destruirse recíprocamente.

El Estado es, pues, la negación más flagrante, la más cínica y la más completa de la humanidad. Rompe la universal solidaridad de todos los hombres sobre la Tierra y no asocia una parte, más que para destruir, conquistar y subyugar el resto. No cubre con su protección más que a los propios ciudadanos, no reconoce el derecho humano, la humanidad, la civilización, más que en el interior de sus propios límites; al no reconocer ningún derecho fuera de sí mismo, se abroga lógicamente el de la más feroz inhumanidad contra todas las poblaciones extrañas que puede saquear, exterminar o someter a su capricho. Si se muestra generoso y humano hacia éllas, no es nunca por deber; porque no tiene deberes más que para consigo primero, luego para con aquellos de sus miembros que lo formaron libremente, que continúan constituyéndolo libremente o bien, como sucede siempre a la larga, que se han vuelto sus súbditos. Como el derecho internacional no existe, y como no podría existir nunca de una manera seria y real sin minar en sus fundamentos mismos el principio de la absoluta soberanía de los Estados, el Estado no puede tener deberes frente a las poblaciones extrañas. Por tanto, si trata humanamente a un pueblo conquistado, si no lo saquea y lo extermina más que a medias, y si no lo reduce al último grado de esclavitud, será por política o por prudencia tal vez, o bien por pura magnanimidad, pero nunca por deber, porque tiene el derecho absoluto de disponer de él a su antojo.

Esta negación flagrante de la humanidad, que constituye la esencia misma del Estado, desde el punto de vista del Estado es el supremo deber y la más grande virtud: se llama patriotismo y constituye toda la moral trascendente del Estado. La llamamos moral trascendente porque sobrepasa ordinariamente el nivel de la moral y de la justicia humanas, comunes o privadas, y por eso mismo se pone muy a menudo en contradicción con ellas. Así, ofender, oprimir, expoliar, saquear, asesinar o subyugar al prójimo, según la moral ordinaria de los hombres, es considerado como un crimen. En la vida pública, al contrario, desde el punto de vista del patriotismo, cuando se hace por la mayor gloria del Estado, para conservar o bien para ampliar su poder, todo eso se convierte en deber y en virtud. Y esa virtud, ese deber son obligatorios para cada ciudadano patriota; cada uno debe ejercerlos, no sólo contra los extranjeros, sino contra los conciudadanos mismos, miembros o súbditos como él del Estado, siempre que la salvación de este último la reclame.

Esto nos explica por qué desde el comienzo de la historia, es decir, desde el nacimiento de los Estados, el mundo de la política ha sido siempre y continúa siendo aún el teatro de la pillería y del sublime bandidismo, bandidismo y pillería por lo demás altamente honrados, puesto que son ordenados por el patriotismo, por la moral trascendente y por el interés supremo del Estado. Eso nos explica por qué toda la historia de los Estados antiguos y modernos no es más que una serie de crímenes repulsivos; por qué reyes y ministros presentes y pasados, de todos los tiempos y de todos los países: estadistas, diplomáticos, burócratas y guerreros, si se les juzga desde el punto de vista de la simple moral de la justicia humana, han merecido cien, mil veces la horca o las galeras; pues no hay horror, crueldad, infame transacción, impostura, robo cínico, saqueo desvergonzado y sucia traición que no hayan sido o que no sean cotidianamente realizados por los representantes de los Estados, sin otra excusa que esta palabra clásica, a la vez tan cómoda y tan terrible: ¡la razón de Estado!

Palabra verdaderamente terrible, porque ha corrompido y deshonrado, en las regiones oficiales y en las clases gubernamentales de la sociedad, más gentes que el cristianismo. En cuanto se pronuncia, todo es callado, todo cesa: la honestidad, el honor, la justicia, el derecho, la piedad misma cesa, y con ella la lógica y el buen sentido; lo negro se vuelve blanco y lo blanco negro, lo horrible, humano y las más cobardes felonías, los crímenes más atroces se convierten en actos meritorios.

Maquiavelo, el gran filósofo político italiano, fue el primero que pronunció ésta palabra, o que al menos le ha dado su verdadero sentido y la inmensa popularidad de que goza hoy en el mundo de nuestros gobernantes. Pensador realista y positivo si los hay, ha comprendido, él primero, que los grandes y potentes Estados no podían ser fundados y mantenidos más que por el crimen, por muchos grandes crímenes, y por un desprecio radical hacia todo lo que se llame honradez. Lo ha escrito, explicado y probado con una terrible franqueza. Y cómo la idea de la humanidad ha sido perfectamente ignorada en su tiempo; cómo la de la fraternidad, no humana, sino religiosa, predicada por la iglesia católica, no ha sido entonces, como siempre, más que una horrorosa ironía desconocida a cada instante por los propios actos de la Iglesia; cómo en su tiempo no se sabía que hubiese algo como un derecho popular, pues los pueblos no han sido considerados nunca más que como una masa inerte e inepta, como una especie de carne de Estados, cortable y conservable sin miramiento, y consagrada a una obediencia tierna; cómo no había allí entonces absolutamente nada, ni en Italia ni en otra parte, que estuviese por encima del Estado, Maquiavelo concluyó con mucha lógica que el Estado era el fin supremo de toda humana existencia, que había que servirlo a todo precio, y que, prevaleciendo el interés del Estado sobre todas las cosas, un buen patriota no debía retroceder ante ningún crimen con ese propósito. Aconseja el crimen, lo manda y hace de él una condición sine qua non de la inteligencia polítIca, así como del verdadero patriotismo. Que el Estado se llame monárquico o republicano, será siempre necesario el crimen para su conservación y para su triunfo. Cambiará sin duda de dirección y de objeto, pero su naturaleza será la misma. Será siempre la violación enérgica, permanente, de la justicia, de la piedad, de la honestidad, para la salvación del Estado.

Sí, Maquiavelo tiene razón, no podemos dudar de ello, después de una experiencia de tres siglos y medio agregada a su experiencia. Sí, toda la historia nos lo dice: en tanto que los pequeños países no son virtuosos más que por debilidad, los Estados poderosos no se sostienen más que por el crimen. Sólo que nuestra conclusión será absolutamente opuesta a la suya y eso por una simple razón: somos hijos de la revolución y hemos heredado de ella la religión de la humanidad, que debemos fundar en las ruinas de la religión, de la divinidad; creemos en los derechos del hombre, en la dignidad y en la emancipación necesaria de la humana especie; creemos en la humana libertad y en la humana fraternidad fundadas en la humana justicia. Creemos, en una palabra, en el triunfo de la humanidad sobre la Tierra, pero ese triunfo a que apelamos con nuestros votos y que queremos aproximar con todos nuestros esfuerzos unidos, siendo por su naturaleza misma la negación del crimen, que no es otra cosa que la negación de la humanidad, no podrá realizarse más que cuando el crimen cese de ser lo que es más o menos en todas partes hoy: la base misma de la existencia política de las naciones, absorbidas, dominadas por la idea del Estado. Y puesto que se ha demostrado que ningún Estado podría existir sin cometer crímenes, o al menos sin soñarlos y meditarlos, cuando su impotencia les impide realizarlos, concluimos hoy en la absoluta necesidad de la destrucci6n de los Estados, o si se quiere de su radical y completa transformación, en este sentido: al dejar de ser potencias centralizadas y organizadas de arriba a abajo, sea por la violencia, sea por la autoridad de un principio cualquiera, se reorganizan -con una absoluta libertad para todas las partes de unirse o de no unirse y conservando en una la libertad de salir siempre de una unión, aunque la haya consentido libremente- de abajo a arriba, según las necesidades reales y las tendencias naturales de las partes por libre federación de los individuos y de las asociaciones de las comunas, de los distritos, de las provincias y de las naciones en la humanidad.

Tales son las conclusiones a las que nos lleva necesariamente el examen de las relaciones externas del Estado, hasta del llamado libre, con los otros Estados. Veremos más tarde que el Estado que se funda en el derecho divino o en la sanción religiosa llega precisamente a los mismos resultados. Examinemos ahora las relaciones del Estado fundado en el libre contrato hacia sus propios ciudadanos o súbditos.

Hemos visto que al excluir a la inmensa mayoría de la humana especie de su seno, al rechazarla fuera de los compromisos y de los deberes recíprocos de la moral, de la justicia y del derecho, niega la humanidad, y con esta gran palabra: patriotismo, impone la injusticia y la crueldad a todos sus súbditos, como un supremo deber. Restringe, trunca, mata en ellos la humanidad para que, cesando de ser hombres, no sean más que ciudadanos -o bien, lo que será más justo desde el punto de vista de la sucesión histórica de los hechos, para que no se eleven nunca por encima del ciudadano, a la altura del hombre-. Hemos visto por otra parte que todo Estado, bajo pena de perecer y de verse devorado por los Estados vecinos, debe tender a la omnipotencia, y una vez poderoso, debe conquistar. Quien dice conquista, dice pueblos conquistados, sometidos, reducidos a la esclavitud, bajo cualquier forma y cualquier denominación que sea. La esclavitud es, pues, una consecuencia necesaria de la existencia misma del Estado.

La esclavitud puede cambiar de forma y de nombre, el fondo queda siempre el mismo. Ese fondo se deja expresar con estas palabras: ser esclavo es estar forzado a trabajar para otro, como ser amo es vivir del trabajo ajeno. En la Antigüedad, como hoy en Asia, en Africa y como en una parte de América aún, los esclavos se llamaban simplemente esclavos. En la Edad Media tomaron el nombre de siervos, hoy se les llama asalariados. La posición de estos últimos es mucho más digna y menos dura que la de los esclavos, pero no son forzados menos por el hambre y por las instituciones políticas y sociales a mantener, por un trabajo muy duro, la desocupación absoluta o relativa de otro. Por consiguiente, son esclavos. Y en general, ningún Estado, ni antiguo ni moderno, ha podido ni podrá jamás pasarse sin el trabajo forzado de las masas, sea asalariadas, sea esclavas, como fundamento principal y absolutamente necesario del ocio de la libertad y de la civilización de la clase política: de los ciudadanos. Bajo este aspecto, los Estados Unidos de América del Norte no constituyen una excepción.

Tales son las condiciones interiores que se derivan necesariamente para el Estado de su posición exterior, es decir de su hostilidad natural, permanente e inevitable hacia todos los demás Estados. Veamos ahora las condiciones que se derivan directamente, para los ciudadanos, del libre contrato por el cual se constituyen en Estado.

El Estado no sólo tiene la misión de garantizar la seguridad de sus miembros contra todos los ataques que vengan del exterior, debe también defenderlos interiormente a uno contra otros y a cada uno contra sí mismo. Porque el Estado, y esto constituye su rasgo característico y fundamental, todo Estado, como toda teología, supone al hombre esencialmente malvado y malo. En el que examinamos ahora, también, hemos visto, que no comienza más que con la conclusión del contrato social y no es por consiguiente más que el producto de ese contrato, su contenido mismo. No es el producto de la libertad. Al contrario, en tanto que los hombres permanecen aislados en su individualidad absoluta, disfrutando de toda su libertad natural, y a la que no reconocen otros límites que los de hecho, no de derecho, no siguen más que una sola ley, la ley de su natural egoismo: se ofenden, se maltratan y se roban mutuamente, se degüellan, se devoran y recíprocamente, cada cual, en la medida de su inteligencia, de su engaño y de sus fuerzas materiales, como lo hacen hoy, según hemos observado, los Estados. Por tanto la libertad humana no produce el bien sino el mal, el hombre es malo por naturaleza. ¿Cómo se ha vuelto malo? La explicación corresponde a la teología. El hecho es que el Estado, al nacer, lo encuentra ya malo y se encarga de hacerlo bueno, es decir, de transformar el hombre natural en ciudadano.

A esto se podrá objetar que puesto que el Estado es el producto de un contrato libremente concluido por los hombres, y que el bien es el producto del Estado, se deduce que es el de la libertad. Esa conclusión no será justa del todo. El Estado mismo, en esa teoría, no es el producto de la libertad, sino al contrario, del sacrificio y de la negación voluntaria de la libertad. Los hombres naturales absolutamente libres de derecho, pero de hecho expuestos a todos los peligros que a cada instante de su vida amenazan su seguridad, para asegurar y salvagardar esta última, sacrifican, reniegan una porción más o menos grande de su libertad, y en tanto que la han inmolado a su seguridad, en tanto que se han hecho ciudadanos, se convierten en esclavos del Estado. Tenemos, pues, razón al afirmar que desde el punto de vista del Estado, el bien nace, no de la libertad, sino, al contrario, de la negación de la libertad.

¿No es una cosa notable esa similitud entre la teología -esa ciencia de la iglesia- y la política -esa teoría del Estado-, ese encuentro de dos órdenes de pensamientos y de hechos en apariencia contrarios, en una misma convicción: la de la necesidad de la inmolación de la humana libertad para moralizar a los hombres y para transformarlos, según la una en santos, y según la otra, en virtuosos ciudadanos? Nosotros no nos maravillamos de ningún modo de ello, porque estamos convencidos y trataremos de probarlo más adelante, que la política y la teología son dos hermanas que proceden del mismo origen y que persiguen el mismo fin bajo nombres diferentes; y que cada Estado es una iglesia terrestre, como cada iglesia a su vez, con su cielo, morada de los bienaventurados y de los dioses inmortales, no es más que un celeste Estado.

El Estado, pues, como la iglesia parte de esa suposición fundamental de que los hombres son profundamente malos y que, entregados a su libertad natural, se desgarrarían naturalmente y ofrecerían el espectáculo de la más espantosa anarquía donde los más fuertes aplastarían o explotarían a los más débiles, todo lo contrario, ¿no es cierto?, de lo que sucede en nuestros Estados modelos de hoy. Representa como principio que para establecer el orden público es preciso una autoridad superior; que para guiar a los hombres y para reprimir sus malas pasiones, hace falta un guía y un freno; pero que esa autoridad debe ser la de un hombre de genio virtuoso (1), legislador de su pueblo, como Moisés, Licurgo, Solón, y que ese guía y ese freno serán la sabiduría y la potencia represiva del Estado.

En nombre de la lógica podríamos disputar mucho sobre el legislador, porque en el sistema que examinamos ahora, se trata, no de un código de leyes impuesto por una autoridad cualquiera, sino de un compromiso mutuo, libremente contraido por los libres fundadores del Estado. Y como esos fundadores, según el sistema en cuestión, no fueron ni más ni menos que salvajes que, habiendo vivido hasta allí en la más completa libertad natural, debían ignorar la diferencia del bien y del mal, podríamos preguntar: ¿por qué medio han llegado de repente a distinguirlos y a separarlos? Es verdad que se podrá respondernos que, puesto que no formaron al principio su contrato mutuo más que en vista de su seguridad común, lo que llamaron el bien no fue, entonces, nada más que algunos puntos poco numerosos, estipulados por ellos en su contrato, como por ejemplo: no matarse, no robarse ni someterse mutuamente a todos los ataques del exterior; pero más tarde un legislador, hombre de genio virtuoso, nacido ya en medio de una asociación formada así, y por consiguiente educado en su espíritu, ha podido ampliar, profundizar sus condiciones y sus bases, y crea por eso mismo un primer código de moral y de leyes.

Pero de inmediato surge otra cuestión: al suponer que un hombre dotado de un genio extraordinario, nacido en medio de esa sociedad aun muy primitiva, ha podido, gracias a la elemental educación que recibió en su seno, y también a su genio, concebir un código de moral, ¿cómo ha podido hacerlo aceptar por su pueblo? ¿Por la fuerza sólo de la lógica? Esto es imposible. La lógica acaba por triunfar siempre, aun sobre los espíritus más recalcitrantes, pero es preciso para eso más que la vida de un hombre, y con espíritus poco desarrollados habrían sido necesarios muchos siglos. ¿Por la fuerza, por la violencia? Pero entonces no sería ya una sociedad fundada en el libre contrato, sino en la conquista, en el sometimiento.

Queda un tercer medio del cual habrá podido servirse un gran legislador de un pueblo salvaje para imponer su código a la masa de sus conciudadanos: es la autoridad divina. Y en efecto, vemos que los más grandes legisladores conocidos, desde Moisés hasta Mahoma inclusive, han recurrido a ese medio. Es muy eficaz en las naciones en que las creencias y el sentimiento religioso ejercen aún una gran influencia y naturalmente muy poderosa en medio de un pueblo salvaje. Sólo que la sociedad que habrá fundado no tendrá por fundamento el libre contrato; constituida por la intervención directa de la voluntad. divina, será necesariamente un Estado teocrático, monárquico o aristocrático, pero en ningún sentido democrático; y como no se puede negociar con Ios buenos dioses, puesto que son tan poderosos como déspotas, y puesto que se está forzado a aceptar ciegamente todo lo que nos imponen y a suprimir su voluntad incondicionalmente, resulta de ello que, en una legislación dictada por Ios dioses, no puede haber plaza para la libertad. Abandonamos, pues, la constitución, por otra parte muy histórica, del Estado, por la intervención, sea directa, sea indirecta de la omnipotencia divina prometiendo volver sobre ella más adelante y volvemos de nuevo al examen del Estado libre fundado sobre el libre contrato. Llegados, por otra parte, a la convicción de no poder explicarnos de ningún modo el hecho contradictorio en sí, de una legislación emanada del genio de un solo hombre, y unánimemente aclamada, libremente aceptada por todo un pueblo salvaje, sin que el legislador haya tenido necesidad de recurrir, sea a la fuerza bruta, sea a alguna divina superchería, queremos admitir ese milagro, y pedimos ahora la explicación de otro milagro no menos difícil de comprender que el primero: una vez proclamado y unánimemente aceptado el nuevo código de moral y de leyes ¿cómo procede en la práctica, en la vida? ¿Quién vela por su ejecución?

¿Se puede admitir que, de acuerdo a esa aceptación unánime, todos o sólo la mayoría de los salvajes que componen una sociedad primitiva y que estaban sumidos en la más profunda anarquía antes de ser proclamada la nueva legislación, se transformaron de repente y en tal grado, por el solo hecho de esa proclamación y de esa libre aceptación, que por sí mismos y sin otros estimulantes que sus convicciones propias, se pusieron a observar concienzudamente y a ejecutar regularmente las prescripciones y las leyes que les imponía una moral desconocida hasta entonces?

Admitir la posibilidad de un tal milagro, sería reconocer al mismo tiempo la inutilidad del Estado, la capacidad del hombre natural para concebir, querer y hacer, nada más que por impulso de su libertad propia, el bien, lo que sería tan contrario a la teoría del Estado llamado libre como a la del Estado religioso o divino; pues ambos tienen por base fundamental la incapacidad presumida de los hombres para elevarse al bien y hacerlo por impulso natural puesto que ese impulso, según esas mismas teorías, los lleva, al contrario, irresistiblemente y siempre hacia el mal. Por consiguiente, ambas nos enseñan que, para asegurar la observación de los principios y la ejecución de las leyes en alguna sociedad humana, cualquiera que sea, es preciso que se encuentre a la cabeza del Estado un poder vigente, regulador, y en caso de necesidad, represivo. Queda por saber quién deberá y podrá ejercerlo.

Para el Estado fundado sobre el derecho divino y por intervención de un dios cualquiera, la respuesta es siempre sencilla: serán los sacerdotes primero, después, las autoridades temporales, consagradas por los sacerdotes. La respuesta será mucho más difícil para la teoría del Estado fundado en el libre contrato. En una democracia pura, donde reina la igualdad, ¿quién podrá ser, en efecto, el guardián y el ejecutor de las leyes, el defensor de la justicia y del orden público contra las malas pasiones de cada uno? Cada uno es declarado incapaz de velar por sí mismo y de reprimir, en un grado necesario para la salvación común, su libertad propia, naturalmente inclinada al mal. En una palabra: ¿quién llenará las funciones del Estado?

Los mejores ciudadanos, se dirá, los más inteligentes y los más virtuosos, aquellos que comprendan mejor que los demás los intereses comunes de la sociedad, y la necesidad para cada uno, el deber de cada uno, de subordinarles todos los intereses particulares. Es preciso, en efecto, que esos hombres sean tan inteligentes como virtuosos, porque si fuesen sólo inteligentes sin virtud, podrían muy bien hacer servir la cosa pública a su interés privado, y si no fuesen más que virtuosos sin inteligencia, la arruinarían infaliblemente a pesar de toda su buena fe. Es preciso, pues, para que una República no perezca, que posea en todas las épocas un número bastante considerable de hombres semejantes; es preciso que, en el lapso de toda su duración, haya una sucesión, por decirlo así, continua, de ciudadanos a la vez virtuosos e inteligentes.

He aquí una condición que no se realiza ni fácilmente ni a menudo. En la historia de cada país, las épocas que ofrecen un conjunto considerable de hombres eminentes son marcadas como épocas extraordinarias y que resplandecen a través de los siglos. Ordinariamente, en las regiones del poder, es la insignificancia, es lo caduco lo que domina, y a menudo como hemos visto en la historia, es lo negro y lo rojo es decir, todos los vicios y la violencia sanguinaria quienes triunfan. Podríamos concluir, pues, que si fuera verdad, como resulta claramente de la teoría del Estado llamado racional o liberal, que la conservación y la duración de toda sociedad política dependen de una sucesión de hombres tan notables por su inteligencia como por su virtud, de todas las sociedades actualmente existentes no hay una sola que no hubiese debido, desde hace mucho tiempo, cesar de existir. Si añadimos a esta dificultad, por no decir imposibilidad, las que surgen de la desmoralización particular asociada al poder, las tentaciones extraordinarias a que están infaliblemente expuestos todos los hombres que tienen en sus manos el poder, el efecto de las ambiciones, de las rivalidades, de las envidias y de las avaricias gigantescas que asaltan día y noche precisamente a las más altas posiciones, y contra las cuales no garantizan ni la inteligencia, ni con frecuencia la virtud, porque la virtud del hombre aislado es frágil, creemos tener todo el derecho a denunciar el milagro viendo existir tantas sociedades; pero sigamos.

Supongamos que en una sociedad ideal, en toda época se encuentra un número suficiente de hombres igualmente inteligentes y virtuosos para llenar dignamente las funciones principales del Estado. ¿Quién los buscará, quién los encontrará, quién los distinguirá y quién pondrá en sus manos el timón del Estado? ¿Se apoderarán ellos mismos de él en la conciencia de su inteligencia y de su virtud: así como lo hicieron dos sabios de Grecia. Cleóbulo y Periandro, a los cuales, a pesar de su gran sabiduría supuesta, los griegos no asociaron menos el nombre odioso de tirano. ¿Pero de qué manera tomarán el poder? ¿Será por la persuasión o por la fuerza? Si es por la primera observamos que no se persuade bien a los otros más que de aquello de que uno mismo está bien persuadido y que los mejores hombres son los que están menos persuadidos de su propio mérito: y si tienen conciencia de él, les repugna de ordinario imponerlo a los otros, mientras que los hombres malos y mediocres, siempre satisfechos de sí mismos, no experimentan ninguna repugnancia al glorificarse. Pero supongamos que el deseo de servir a la patria ha hecho acallar en los hombres de un mérito real la excesiva modestia, y que se presentan por sí al sufragio de sus conciudadanos, ¿serán aceptados siempre y preferidos por el pueblo a los intrigantes y ambiciosos, elocuentes y hábiles? Si, al contrario, quieren imponerse por la fuerza, es preciso primero que tengan a su disposición una fuerza suficiente para vencer la resistencia de un partido entero. Llegarán al poder por la guerra civil al fin de la cual habrá un partido, no reconciliado sino vencido, y siempre hostil. Para contenerlo, deberán continuar el uso de la fuerza. Esa no será, pues, una sociedad libre, sino un Estado despótico fundado en la violencia y en el cual encontraréis quizás muchas cosas que os parecerán admirables, pero nunca la libertad.

Para quedar en la ficción del Estado libre nacido de un contrato social, nos es preciso, pues, suponer que la mayoría de los ciudadanos ha tenido siempre la prudencia, el discernimiento y la justicia necesarios para elegir y colocar a la cabeza del gobierno a los hombres más dignos y capaces. Pero para que un pueblo haya mostrado, no una sola vez y sólo por azar, sino siempre en todas las elecciones que haya tenido que hacer, durante toda la duración de su existencia, ese discernimiento, esa justicia, esa prudencia, es preciso que él mismo, tomado en masa, haya llegado a un grado tan alto de moralidad y de cultura que no deba tener más necesidad ni de gobierno ni de Estado. Un tal pueblo no puede tener sólo necesidad de vivir dejando libre curso a todos sus instintos: la justicia y el orden público surgirán por sí mismos y naturalmente de su vida, y al cesar el Estado de ser la providencia, el tutor, el educador, el regulador de la sociedad, al renunciar a todo poder represivo y al caer en el rol subalterno que le asigna Proudhon, no será ya más que una simple oficina de negocios, una especie de despacho central al servicio de la sociedad.

Sin duda, una tal organización política, o más bien una tal reducción de la acción política, en favor de la libertad, de la vida social, sería un gran beneficio para la sociedad, pero no contentaría de ningún modo a los partidarios incondicionales del Estado. A éstos les es necesario en absoluto un Estado-providencia, un Estado-director de la vida social, dispensador de la justicia y regulador del orden público. Es decir, que se lo confiesen o no, y aun cuando se llamen republicanos, demócratas o también socialistas, les hace falta siempre un pueblo más o menos ignorante, menor de edad, incapaz, o para llamar las cosas por su nombre, un pueblo más o menos canalla que gobernar; a fin, sin duda, de que, violentando su desinterés y su modestia, puedan ocupar ellos mismos los primeros puestos, a fin de tener siempre ocasión de consagrarse a la cosa pública y de que, fuertes en su abnegación virtuosa y en su inteligencia exclusiva, guardianes privilegiados del humano rebaño, impulsándolo por su bien y conduciéndolo a la salvación, puedan también esquilmarlo un poco.

Toda teoría consecuente y sincera del Estado está esencialmente fundada en el principio de autoridad, es decir, en esa idea eminentemente teológica, metafísica, política, de que las masas, siempre incapaces de gobernarse, deberán sufrir en todo momento el yugo bienhechor de una sabiduría y de una justicia que de una manera o de otra, les serán impuestas desde arriba. Pero impuestas ¿en nombre de qué y por quién? La autoridad reconocida y respetada como tal por las masas no puede tener más que tres fuentes: la fuerza, la religión o la acción de una inteligencia superior. Hablaremos más tarde de los Estados fundados en la doble autoridad de la religión y de la fuerza, porque en tanto que discutimos la teoría de los Estados fundados en el libre contrato, debemos hacer abstracción de una y de otra. No nos queda, pues, por el momento, más que la autoridad de la inteligencia superior representada siempre, como se sabe, por las minorías.


Nota

(1) El ideal de Mazzini. Véase, Doveri dell'uomo, Nápoles, 1860, pág. 3; y a Pio IX, Papa, pág. 27: Crediamo santa 1'Autoritá quando consacrata dal genio e della virtú soli sacerdoti dell'avvenire, e manifestata della vasta potenza di sacrificio, predica il bene e liberamente accettata guida visibilmente ad esso.


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