Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO PRIMERO - Capítulo séptimoLIBRO PRIMERO - Capítulo décimo.Biblioteca Virtual Antorcha

Los seis libros de la República
Jean Bodin

LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO OCTAVO
De la soberanía.


La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una República ... Es necesario definir la soberanía, porque, pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor comprendido al tratar de la República, ningún jurisconsulto ni filósofo político la ha definido todavía. Habiendo dicho que la República es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano, es preciso ahora aclarar lo que significa poder soberano. Digo que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido este, no son más que súbditos. Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que solo son sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Es este quien permanece siempre en posesión del poder. Del mismo modo que quienes ceden el uso de sus bienes a otro siguen siendo propietarios y poseedores de los mismos, así quienes conceden el poder y la autoridad de juzgar o mandar, sea por tiempo determinado y limitado, sea por tanto tiempo como les plazca, continúan, no obstante, en posesión del poder y la jurisdicción, que los otros ejercen a título de préstamo o en precario. Por esta razón la ley manda que el gobernador del país, o el lugarteniente del príncipe, devuelva, una vez que su plazo ha expirado, el poder, puesto que solo es su depositario y custodio. En esto no hay diferencia entre el gran oficial y el pequeño. De otro modo, si se llamara soberanía al poder absoluto otorgado al lugarteniente del príncipe, este lo podría utilizar contra su príncipe, quien sin él nada sería, resultando que el súbdito mandaría sobre el señor y el criado sobre el amo. Consecuencia absurda, si se tiene en cuenta que la persona del soberano está siempre exenta en términos de derecho, por mucho poder y autoridad que dé a otro. Nunca da tanto que no retenga más para sí, y jamás es excluido de mandar o de conocer por prevención, concurrencia o evocación (1), o del modo que quisiere, de las causas de las que ha encargado a su súbdito, sea comisario u oficial, a quienes puede qUltar el poder atribuido en virtud de su comisión u oficio, o tolerarlo todo el tiempo que quisiera.

Puestas estas máximas como fundamentos de la soberanía, concluiremos que ni el dictador romano, ni el harmoste de Esparta, ni el esimneta de Salónica, ni el llamado arcus en Malta, ni la antigua balie de Florencia, que tenían la misma función, ni los regentes de los reinos, ni cualquier otro comisario o magistrado con poder absoluto para disponer de la República por tiempo limitado, tuvieron ninguno la soberanía. Sin embargo, los primeros dictadores ostentaron todo el poder en la mejor forma posible, llamada por los antiguos latinos optima lege. No había apelación contra ellos y todos los oficiales quedaban suspendidos. Después, cuando fueron instituidos los tribunos, estos permanecían en sus cargos, aunque se nombrase un dictador, y su oposición quedaba a salvo; así, si se interponía apelación contra el dictador, los tribunas reunían a la plebe y citaban a las partes para alegar sus motivos de apelación y al dictador para defender su juicio ... Se ve así que el dictador no era príncipe ni magistrado soberano, como algunos han escrito, sino simple comisario para conducir la guerra, reprimir la sedición, reformar el Estado, o instituir nuevos oficiales.

La soberanía no es limitada, ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo ... Supongamos que cada año se elige a uno o varios de los ciudadanos y se les da poder absoluto para manejar el Estado y gobernarlo por entero sin ninguna clase de oposición ni apelación. ¿No podremos decir, en tal caso, que aquellos tienen la soberanía, puesto que es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por superior? Respondo, sin embargo, que no la tienen, ya que solo son simples depositarios del poder, que se les ha dado por tiempo limitado. Tampoco el pueblo se despoja de la soberanía cuando instituye uno o varios lugartenientes con poder absoluto por tiempo limitado, y mucho menos si el poder es revocable al arbitrio del pueblo, sin plazo predeterminado. En ambos casos, ni uno ni otro tienen nada en propio y deben dar cuenta de sus cargos a aquel del que recibieron el poder de mando. No ocurre así con el príncipe soberano, quien solo está obligado a dar cuenta a Dios ... La razón de ello es que el uno es príncipe, el otro súbdito; el uno señor, el otro servidor; el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella, sino su depositario.

El mismo juicio nos merecen los regentes nombrados durante la ausencia o minoría de edad de los príncipes soberanos, aunque los edictos, ordenanzas y patentes sean firmados y sellados con la firma y sello de los regentes y en su nombre, como se acostumbraba en este reino ...

La palabra perpetua se ha de entender por la vida de quien tiene el poder. Cuando el magistrado soberano por solo un año, o por tiempo limitado y predeterminado, continúa en el ejercicio del poder que se le dio, necesariamente ha de ser o por mutuo acuerdo o por fuerza. Si es por fuerza, se llama tiranía; no obstante, el tirano es soberano, del mismo modo que la posesión violenta del ladrón es posesión verdadera y natural, aunque vaya contra la ley y su anterior titular haya sido despojado. Pero si el magistrado continúa en el ejercicio del poder soberano por mutuo consentimiento, sostengo que no es príncipe soberano, pues lo ejerce por tolerancia; mucho menos lo será si se trata de tiempo indeterminado, porque, en tal caso, lo ejerce por comisión precaria ...

¿Qué diremos de quien recibe del pueblo el poder soberano por toda su vida? En este caso es preciso hacer una distinción. Si el poder absoluto le es dado pura y simplemente, no a título de magistrado o de comisario, ni en forma de precario, es claro que aquel es, y puede llamarse, monarca soberano, ya que el pueblo se ha despojado de su poder soberano para darle posesión e investirlo, poniendo en él todo su poder, prerrogativas y soberanías ... Mas si el pueblo otorga su poder a alguien por vida, a título de oficial o lugarteniente, o por descargarse del ejercicio de su poder, en tal caso, no es soberano, sino simple oficial, lugarteniente, regente, gobernador o custodio y encargado del poder de otro. Aunque el magistrado instituya un lugarteniente perpetuo a cuyo cuidado deja el pleno ejercicio de la jurisdicción, no por eso residirá en la persona del teniente el poder de mandar ni de juzgar, ni la facultad y fuerza de la ley; cuando se exceda en el poder que le ha sido dado, todo lo que hiciere será nulo si sus actos no son ratificados, confirmados y aprobados por quien ha conferido el poder ... Cuando se ejerce el poder de otro por tiempo determinado o a perpetuidad, sea por comisión, por institución, o por delegación, el que ejerce este poder no es soberano, aunque en sus patentes no se le denomine ni procurador, ni lugarteniente, ni gobernador, ni regente ...

Examinemos ahora la otra parte de nuestra definición y veamos qué significan las palabras poder absoluto.

El pueblo o los señores de una República pueden conferir pura y simplemente el poder soberano y perpetuo a alguien para disponer de sus bienes, de sus personas y de todo el Estado a su placer, así como de su sucesión, del mismo modo que el propietario puede donar sus bienes pura y simplemente, sin otra causa que su liberalidad, lo que constituye la verdadera donación ...

Así, la soberanía dada a un príncipe con cargas y condiciones no constituye propiamente soberanía, ni poder absoluto, salvo si las condiciones impuestas al nombrar al príncipe derivan de las leyes divina o natural. Así, cuando muere el gran rey de Tartaria, el príncipe y el pueblo, a quienes corresponde el derecho de elección, designan, entre los parientes del difunto, al que mejor les parece, con tal que sea su hijo o sobrino. Lo hacen sentar entonces sobre un trono de oro y le dicen estas palabras: Te suplicamos, consentimos y sugerimos que reines sobre nosotros. El rey responde: Si queréis eso de mí, es preciso que estéis dispuestos a hacer lo que yo os mande, que el que yo ordene matar sea muerto incontinenti y sin dilación, y que todo el reino me sea remitido y consolidado en mis manos. El pueblo responde así sea, y, a continuación, el rey agrega: La palabra de mi boca será mi espada, y todo el pueblo le aplaude. Dicho esto, le toman y bajan de su trono, y puesto en tierra, sobre una tabla, los príncipes le dirigen estas palabras: Mira hacia lo alto y reconoce a Dios, y después mira esta tabla sobre la que estás aquí abajo. Si gobiernas bien, tendrás todo lo que desees; si no, caerás tan bajo y serás despojado en tal forma que no te quedará ni esta tabla sobre la que te sientas. Dicho esto, le elevan y le vitorean como rey de los tártaros.

Este poder es absoluto y soberano, porque no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y la natural mandan. Esta forma u otra parecida se observa también, a veces, en los reinos y principados que se transmiten por derecho de sucesión ... y, pese a todo cuanto se escriba sobre el reino de Aragón (2), las formas antiguas que se observaban en este reino no se guardan ya, ni el rey reúne los Estados, como me ha referido un caballero español. La forma consistía en que el gran magistrado que ellos llaman el justicia de Aragón, decía al rey estas palabras: Nos qui valemos tanto como vos, y podemos más que vos, vos elegimos re con estas y estas conditiones entra vos y nos, un que mande más que vos (sic) ... Pese a todo, el justicia de Aragón y todos los Estados quedaban sujetos al rey, quien no estaba de ningún modo obligado a seguir sus consejos, ni a conceder sus peticiones ...

Si decimos que tiene poder absoluto quien no está sujeto a las leyes, no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la tierra están sUjetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos. Y al contrario, puede suceder que uno de los súbditos esté dispensado y exento de todas las leyes, ordenanzas y costumbres de su República, y no por ello será príncipe ni soberano ... El súbdito que está exento de la autoridad de las leyes siempre queda bajo la obediencia y sujeción de quienes ostentan la soberanía. Es necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede ser hecho por quien está sujeto a las leyes o a otra persona. Por esto se dice que el príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio término latino ley implica el mandato de quien tiene la soberanía. Así, vemos que en todas las ordenanzas y edictos se añade la siguiente cláusula: No obstante todos los edictos y ordenanzas, los cuales hemos derogado y derogamos por las presentes y la derogatoria de las derogatorias. Esta cláusula se agregaba siempre en las leyes antiguas, aunque la ley hubiese sido publicada por el mismo príncipe o por su predecesor. No hay duda que las leyes, ordenanzas, patentes, privilegios y concesiones de los príncipes solo tienen fuerza durante su vida, a menos que sean ratificados, por consentimiento expreso o tácito, por el príncipe que tiene conocimiento de ellos ...

Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar ley de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí mismo, o imponerse algo que depende de la propia voluntad. Por esto dice la ley: Nulla obligatio consistere potest, quae a voluntate promittentis statum capit, razón necesaria que muestra evidentemente que el rey no puede estar sujeto a sus leyes. Así como el Papa no se ata jamás sus manos, como dicen los canonistas, tampoco el príncipe soberano puede atarse las suyas, aunque quisiera. Razón por la cual al final de los edictos y ordenanzas vemos estas palabras: Porque tal es nuestra voluntad, con lo que se da a entender que las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en buenas y vivas razones, solo dependen de su pura y verdadera voluntad.

En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y no tienen poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por mover guerra a Dios, bajo cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar la cabeza con todo temor y reverencia. Por esto, el poder absoluto de los príncipes y señores soberanos no se extiende, en modo alguno, a las leyes de Dios y de la naturaleza.

¿Está sujeto el príncipe a las leyes del país que ha jurado guardar? Es necesario distinguir. Si el príncipe jura ante sí mismo la observancia de sus propias leyes, no queda obligado ni a estas ni al juramento hecho a sí mismo ... Si el príncipe soberano promete a otro príncipe guardar las leyes promulgadas por él mismo o por sus predecesores, está obligado a hacerlo, si el príncipe a quien se dio la palabra tiene en ello algún interés, incluso aunque no hubiera habido juramento. Si el príncipe a quien se hizo la promesa no tiene ningún interés, ni la promesa ni el juramento pueden obligar al que prometió. Lo mismo decimos de la promesa hecha por el príncipe soberano al súbdito antes de ser elegido .., No significa esto que el príncipe quede obligado a sus leyes o a las de sus predecesores, pero sí a las justas convenciones y promesas que ha hecho, con o sin juramento, como quedaría obligado un particular. Y por las mismas causas que este puede ser liberado de una promesa injusta e irrazonable, o en exceso gravosa, o prestada mediando dolo, fraude, error, fuerza, o justo temor de gran daño, así también el príncipe, si es soberano, puede ser restituido, por las mismas causas, en cuanto signifique una disminución de su majestad. Así, nuestra máxima sigue siendo válida: el príncipe no está sujeto a sus leyes, ni a las leyes de sus predecesores, sino a sus convenciones justas y razonables, y en cuya observancia los súbditos, en general o en particular, están interesados.

Se engañan quienes confunden las leyes y los contratos del príncipe, a los que denominan también leyes o leyes pactadas. En Aragón se denomina ley pactada a una ordenanza dictada por el rey a pedimento de las cortes, y, a cambio, recibe dinero o algún subsidio. En tal caso, el rey queda, según se dice, obligado a ella, aunque no a las demás leyes; reconocen, sin embargo, que el príncipe la puede derogar cuando cesa la causa de la ley. Todo ello es cierto y se funda en razón y autoridad, pero no hay necesidad de dinero ni de juramento para obligar al príncipe soberano a la obediencia de una ley en cuya observancia siguen estando interesados los súbditos a quienes se hizo la promesa. La palabra del príncipe debe ser como un oráculo; este pierde su dignidad cuando nos merece tan mala opinión que no lo creemos si no jura, o no se atiene a su promesa si no le damos dinero. Pese a todo, sigue siendo válida la máxima según la cual el príncipe soberano puede, sin consentimiento de los súbditos, derogar las leyes que ha prometido y jurado guardar, si la justicia de ellas cesa. Cierto es que, en este caso, la derogación general no basta si no hay derogación expresa. Pero si no hay justa causa para anular la ley que prometió mantener, el príncipe no puede, ni debe, ir contra ella.

Tampoco está obligado a las convenciones y juramentos de sus predecesores, como no sea su heredero ... A este respecto, es preciso no confundir la ley y el contrato. La ley depende de quien tiene la soberanía, quien puede obligar a todos los súbditos, pero no puede obligarse a sí mismo. La convención es mutua entre el príncipe y los súbditos, obliga a las dos partes recíprocamente y ninguna de ellas puede contravenirla en perjuicio y sin consentimiento de la otra; en este caso, e] príncipe no está por encima de los súbditos. Cuando cesa la justicia de la ley que juró guardar, el príncipe no sigue obligado a su promesa, como ya hemos dicho; los súbditos, por el contrario, están, en cualquier caso, obligados a sus promesas, a no ser que el príncipe les releve de ellas. Por esto, los príncipes soberanos prudentes nunca juran guardar las leyes de sus predecesores, o bien dejan de ser soberanos. Se dirá, quizá, que el Emperador, que tiene preeminencia sobre todos los otros reyes cristianos, jura, antes de ser consagrado, en las manos del arzobispo de Colonia, guardar las leyes del Imperio, la Bula de oro, hacer justicia, obedecer al Papa, conservar la fe católica, defender las viudas, los huérfanos y los pobres; he aquí, en resumen, el juramento que prestó el emperador Carlos V, enviado después al Papa por el cardenal Cayetano, legado en Alemania. A ello respondo que el Emperador está sujeto a los Estados del Imperio y no se atribuye la soberanía sobre los príncipes ni sobre los Estados, como diremos en su lugar ...

En cuanto a las leyes que atañen al Estado y fundación del reino, el príncipe no las puede derogar por ser anejas e incorporadas a la corona, como es la ley sálica; si lo hace, el sucesor podrá siempre anular todo lo que hubiere sido hecho en perjuicio de las leyes reales, sobre las cuales se apoya y funda la majestad soberana ...

Por lo que se refiere a las costumbres, generales o particulares, que no atañen a la fundación del reino, se ha observado la costumbre de no alterarlas sino después de haber reunido, según las formas prescritas, a los tres estados de Francia, en general, o de cada bailiazgo (3), en particular. En cualquier caso, el rey no tiene por qué conformarse a su consejo, pudiendo hacer lo contrario de lo que se pide, si la razón natural y la justicia de su designio le asisten. Precisamente, la grandeza y majestad de un auténtico príncipe soberano se ponen de manifiesto cuando, reunidos en asamblea, los estados de todo el pueblo dirigen humildemente demandas y peticiones a su príncipe; sin poder de mando y decisión, ni voz deliberante, aceptan por ley, edicto u ordenanza todo lo que el rey se sirve consentir o rechazar, mandar o prohibir ... Si el príncipe soberano estuviese sometido a los estados, no sería ni príncipe ni soberano, y la República no sería ni reino ni monarquía, sino pura aristocracia de varios señores con poder igual, en la que la mayor parte mandaría a la menor, en general, y a cada uno en particular ... Pese a que en los parlamentos del reino de Inglaterra, que se reúnen cada tres años, los estados gozan de mayor libertad, como corresponde a pueblos septentrionales, en realidad solo proceden mediante peticiones y súplicas ...; los estados no tienen poder alguno para decretar, mandar ni disponer, y ni siquiera pueden reunirse o separarse sin mandato expreso ... Si se me dice que los estados no toleran la imposición de cargas extraordinarias o subsidios como no sea con su asentimiento y consentimiento ..., responderé que los demás reyes no gozan de mayor poder que el de Inglaterra: ningún príncipe del mundo tiene poder para levantar a su arbitrio impuestos sobre su pueblo, ni para apoderarse de los bienes ajenos ... Sin embargo, si se trata de una necesidad urgente, el príncipe no tiene que esperar la reunión de los estados, ni el consentimiento del pueblo, cuya salvación depende de la diligencia y previsión del príncipe prudente ... La soberanía del monarca en nada se altera ni disminuye por la presencia de los estados; por el contrario, su majestad se engrandece y enriquece cuando todo su pueblo le reconoce como soberano, si bien en tales asambleas los príncipes, por no disgustar a sus súbditos, conceden y otorgan muchas cosas que no aceptarían si no fuesen abrumados por las demandas, ruegos y justas quejas de un pueblo atormentado y sufrido, las más de las veces a espaldas del príncipe, que no ve, ni oye, ni sabe sino por los ojos, las orejas y la relación de otro.

Vemos así que el carácter principal de la majestad soberana Y poder absoluto consiste principalmente en dar ley a los súbditos en general sin su consentimiento. Sin acudir a países extraños, frecuentemente se ha visto en este reino cómo ciertas costumbres generales eran abolidas por los edictos de nuestros reyes sin oír a los estados, cuando la injusticia de aquellas era evidente ... Es preciso que el príncipe soberano tenga las leyes bajo su poder para cambiarlas y enmendarlas de acuerdo con las circunstancias, como decía el jurisconsulto Sexto Cecilio, del mismo modo que el piloto debe tener en su mano el timón para dirigirlo a su discreción, pues, de otro modo, el navío naufragaría antes que se pudiera consultar el parecer de los pasajeros ...

Si es provechoso, para gobernar bien un Estado, que el poder del príncipe soberano esté por encima del de las leyes, aún resulta más útil para los señores en el Estado aristocrático, y del todo necesario al pueblo en el Estado popular. Tanto en la monarquía como en la aristocracia, el monarca y los señores están separados del pueblo y de la plebe, respectivamente. Por ello, en una y otra República, hay dos partes, a saber: aquel o aquellos que ostentan la suprema soberanía y el pueblo, lo que es causa de discusiones entre ellos respecto a los derechos de la soberanía, discusiones que cesan en el Estado popular. Supuesto que el príncipe o los señores que ostentan el poder estuviesen obligados a conservar las leyes, como algunos opinan, y no pudiesen dar ley sin la aprobación del pueblo o del senado, tampoco podría ser esta anulada legítimamente sin el consentimiento del uno o del otro, todo lo cual no puede ocurrir en el Estado popular, si se considera que el pueblo constituye un solo cuerpo y no se puede obligar a sí mismo. ¿Por qué, pues -dirá alguno-, el pueblo romano prestaba juramento de guardar las leyes? ... El juramento era en realidad prestado por cada uno en particular, ya que todos en general no lo hubieran podido hacer, si se tiene en cuenta que el juramento solo puede prestarse del menor al mayor. Por el contrario, en la monarquía, cada uno en particular, y todo el pueblo como corporación, debe jurar observar las leyes y prestar juramento de fidelidad al monarca soberano, el cual solo debe juramento a Dios, de quien recibe el cetro y el poder ... No debemos extrañarnos si Trajano, que fue uno de los mejores príncipes que han existido, juró guardar las leyes, no obstante estar exento de ellas por su calidad de príncipe, ya que lo hizo con el propósito de dar ejemplo a sus súbditos para que las observasen más celosamente ... Es verosímil que los demás príncipes han mantenido la costumbre de prestar juramento a su coronación, pese a ostentar la soberanía por derecho de sucesión ... Sin embargo, algunos autores de gran sabiduría afirman la necesidad de que los príncipes sean obligados a prestar juramento de guardar las leyes y costumbres del país, con lo cual aniquilan y degradan la majestad soberana, que debe ser sagrada, para transformarla en aristocracia o en democracia. Ocurre, así, que el monarca soberano, al ver que se le roba lo que le es propio y que se le quiere someter a sus leyes, termina por eximirse no solo de las leyes civiles, sino tambión de las de Dios y de las naturales, considerando todas iguales ...

Es cierto que en todas las Repúblicas quienes hacen las leyes han acostumbrado siempre, con objeto de conferirles mayor peso y autoridad, añadir la siguiente fórmula: Por edicto perpetuo e irrevocable. En este reino se agrega al principio de tales edictos: A todos los presentes y por venir, etc., lo que les confiere un carácter de perpetuidad a la posteridad. Con objeto de diferenciarlos aún más de los edictos provisorios, los sellan con cera verde y lazos de seda verde y roja, y los otros con cera amarilla. Sin embargo, ningún edicto es perpetuo, como tampoco lo eran en Roma, donde, no obstante, quien publicaba una ley agregaba al final que no podía ser derogada ni por el senado ni por el pueblo; en realidad, el pueblo, a cada momento, anulaba las leyes ... En cualquier caso, es imposible darse una ley de la que no quepa apartarse, porque, como hemos dicho, el edicto posterior conlleva siempre derogación expresa de la cláusula derogatoria ...

Por lo que se refiere a la verificación de los edictos (4), llevada a cabo por los Estados o los parlamentos, pese a ser importante para su observancia, no significa que el príncipe soberano necesite de ella para legislar ...

Si el príncipe prohíbe el homicidio bajo pena de muerte, ¿no queda, pues, obligado a su propia ley? En tal caso, dicha ley no es suya, sino que se trata de la ley de Dios y de la naturaleza, a la cual está más estrictamente obligado que cualquiera de sus súbditos ... Así, quienes afirman, en términos generales, que los príncipes no están sometidos a las leyes, ni incluso a sus propias convenciones, injurian a Dios si no exceptúan las leyes divina y natural y las justas convenciones y tratados en que participan ...

Queda aún la siguiente objeción: Si el príncipe está obligado a las leyes naturales, y las leyes civiles deben ser equitativas y justas, síguese que los príncipes están también obligados a las leyes civiles ... Respondo que toda ley del príncipe soberano atañe al interés público o al privado, o a ambos a la vez, tratándose, según los casos, de lo útil contra lo honesto, o de lo útil que no concierne a lo honesto, o de lo honesto sin lo útil, o de lo útil y lo honesto a la vez, o bien de lo que no concierne ni a lo útil ni a lo honesto. Cuando digo honesto, quiero decir lo que es honesto por derecho natural; en tal caso, es evidente que todos los príncipes están sujetos, puesto que tales leyes Son naturales, aunque sea el príncipe quien las haga publicar.

Con mayor razón estará obligado, si la ley es justa y útil. Si la ley no concierne ni a lo útil ni a lo honesto, no es preciso tenerla en cuenta. Si lo útil se Opone a lo honesto, es justo que lo honesto prevalezca. Arístides el justo decía que el consejo de Temístocles era muy útil al público, pero deshonesto y despreciable. Si la ley es útil y no perjudica a la justicia natural, el príncipe no está sUjeto a ella, sino que la puede modificar o anular, a su arbitrio, siempre que la derogación de la ley, al aportar provecho a los unos, no perjudique a los demás sin justa causa. El príncipe puede anular y casar una buena ordenanza para dar paso a otra más o menos buena, si se tiene en cuenta que lo útil, lo honesto y lo justo tienen sus grados de más y menos. Si es, pues, lícito al príncipe escoger, entre las leyes útiles, las más útiles, también le será lícito escoger, entre las leyes justas y honestas, las más equitativas y honestas, sin importar que perjudiquen a unos y beneficien a otros, siempre que el provecho sea público y el perjuicio privado. Lo que no es lícito es que el súbdito contravenga las leyes de su príncipe so pretexto de honestidad o de justicia ..., porque la ley prohibitiva es más fuerte que la equidad aparente, si la prohibición no va directamente contra la ley de Dios y de la naturaleza ...De esta conclusión podemos deducir otra regla de Estado, según la cual el príncipe soberano está obligado al cumplimiento de los contratos hechos por él, tanto con sus súbditos como con los extranjeros. Siendo fiador de las convenciones y obligaciones recíprocas, constituidas entre los súbditos, con mayor razón es deudor de justicia cuando se trata de sus propios actos ... Su obligación es doble: por la equidad natural, que quiere que las convenciones y promesas sean mantenidas, y, además, por la confianza depositada en el príncipe, quien debe mantenerla aunque sea en perjuicio suyo, ya que él es formalmente el fiador de la confianza que se guardan entre sí todos sus súbditos. No hay delito más odioso en un príncipe que el perjurio. Por eso el príncipe soberano debe ser siempre menos favorecido en justicia que sus súbditos cuando se trata de su palabra ... Todo ello debe servir como respuesta a los doctores canonistas, que han escrito que el príncipe solo puede ser obligado naturalmente. Según dicen, las obligaciones son de derecho civil, lo cual es un error, porque es indiscutible, en términos de derecho, que si la convención es de derecho natural o de derecho común a todos los pueblos, también las obligaciones y las acciones serán de la misma naturaleza. Pero, a mayor abundancia, el príncipe está en tal modo obligado a las convenciones hechas con sus súbditos, aunque solo sean de derecho civil, que no las puede derogar con su poder absoluto. En esto convienen casi todos los doctores en derecho, si se considera que el mismo Dios, como dice el Maestro de las Sentencias, queda obligado a su promesa ...

Hay una gran diferencia entre el derecho y la ley. El derecho implica solo la equidad; la ley conlleva mandamiento. La ley no es otra cosa que el mandato del soberano que hace uso de su poder. Del mismo modo que el príncipe soberano no está obligado a las leyes de los griegos, ni de ningún extranjero, tampoco lo está a las leyes de los romanos en mayor medida que a las suyas, sino en cuanto sean conformes a la ley natural. A esta, como dice Píndaro, todos los reyes y príncipes están sujetos, sin excepción de Papa ni emperador, pese a que ciertos aduladores afirman que estos pueden tomar los bienes de sus súbditos sin causa. Muchos doctores, e incluso los canonistas, reprueban esta opinión como contraria a la ley de Dios, pero yerran al admitir que les es posible hacerla usando de su poder absoluto. Sería mejor decir mediante la fuerza o las armas, lo que constituye el derecho del más fuerte y de los ladrones. Como hemos visto, el poder absoluto no significa otra cosa que la posibilidad de derogación de las leyes civiles, sin poder atentar contra la ley de Dios, quien, a través de ella, ha manifestado claramente la ilicitud de apoderarse de los bienes ajenos, o incluso desearlos. Quienes tales opiniones sustentan son más peligrosos que quienes las ejecutan, porque muestran las garras al león y proveen a los príncipes con el velo de la justicia. A partir de ahí, la perversidad de un tirano, alimentada por tales opiniones, da curso a su poder absoluto y a sus violentas pasiones, haciendo que la avaricia se convierta en confiscación, el amor en adulterio, la cólera en homicidio ...

Además, constituye una incongruencia en derecho decir que el príncipe puede hacer algo que no sea honesto, puesto que su poder debe ser siempre medido con la vara de la justicia ... Es impropio decir que el príncipe soberano tiene poder para robar los bienes ajenos y hacer mal, cuando, en realidad, sería impotencia, debilidad y cobardía. Si el príncipe soberano no tiene poder para traspasar los confines de las leyes naturales que Dios, del cual es imagen, ha puesto, tampoco podrá tomar los bienes ajenos sin causa justa y razonable, es decir, por compra, trueque o confiscación legítima, o bien para hacer la paz con el enemigo, cuando esta solo puede lograrse de este modo ...

Una vez que cesan las causas antedichas, el príncipe no puede tomar ni dar los bienes ajenos sin consentimiento de su propietario. Debido a ello, en todas las donaciones, gracias, privilegios y actos del príncipe se sobrentiende siempre la cláusula a salvo el derecho de tercero, aunque no sea expresa ... Cuando se afirma que los príncipes son señores de todo, debe entenderse del justo señorío y de la justicia soberana, quedando a cada uno la posesión y propiedad de sus bienes ... Por esta causa nuestros reyes, por las ordenanzas y sentencias de los tribunales, están obligados a distribuir los bienes que les han tocado por derecho de confiscación o de albinagio, salvo los que son de nuda propiedad de la Corona, a fin de que los señores no se perjudiquen en sus derechos. Cuando el rey es deudor de su súbdito, está sujeto a condena. Para que los extranjeros y la posteridad conozcan la sinceridad con que nuestros reyes proceden en justicia, podemos citar una sentencia de 1419, por la cual el rey fue excluido de las patentes de restitución que había obtenido para cubrir las faltas cometidas; por otra sentencia, dictada en 1266, el rey fue condenado a pagar a su capellán el diezmo de los frutos de su huerto. Los particulares no son tratados tan rigurosamente. Al príncipe soberano se le considera siempre como mayor cuando se trata de su interés particular, y nunca se le restituye como a un menor. Pero la República siempre es considerada como menor, lo cual sirve de respuesta a quienes opinan que la República no debe ser restituida, confundiendo el patrimonio del príncipe con el bien público, que en la monarquía está siempre separado, pero que en la aristocracia y en el Estado popular es todo uno ...

Quédanos por ver si (el príncipe) está sujeto a los contratos de sus predecesores, y si tal obligación es compatible con la soberanía. Para resolver brevemente la infinidad de cuestiones que pueden plantearse a este respecto, afirmo que, si el reino es hereditario, el príncipe está tan obligado como lo estaría un heredero particular por las reglas del derecho ...

Se engañan quienes interpretan indebidamente la fórmula empleada a este respecto en la coronación de los reyes de Francia. Después que el arzobispo de Reims ha puesto la corona sobre la cabeza del rey, asistido por los doce pares de Francia, le dice estas palabras: Paraos aquí y desde ahora gozad del Estado, que hasta este momento habéis tenido por sucesión paterna y que ahora os es puesto en las manos como verdadero heredero, por la autoridad de Dios todopoderoso y por la transmisión que nosotros, los obispos y otros siervos de Dios, ahora os hacemos. Lo cierto es que el rey no muere jamás, como se dice, sino que desde el momento en que uno muere, el varón más próximo de la dinastía toma posesión del reino antes de ser coronado. Este no le es atribuido por sucesión paterna, sino en virtud de la ley del reino.

Por consiguiente, si el príncipe ha contratado, en calidad de soberano, en asunto que atañe al Estado, y en su provecho, los sucesores quedan obligados, y mucho más si el tratado se hizo con el consentimiento de los Estados, las villas, las comunidades principales, los parlamentos, o los príncipes y grandes señores, aunque en tal caso el tratado perjudicara la cosa pública, en consideración a la obligación y fe de los súbditos. Ahora bien: si el príncipe ha contratado con el extranjero o con el súbdito, en asunto que atañe a la cosa pública, sin consentimiento de los antedichos, en caso de que el contrato ocasione gran perjuicio a la cosa pública, el sucesor no queda en modo alguno obligado, y mucho menos si ostenta el Estado por derecho de elección ... Pero si los actos de su predecesor han redundado en beneficio público, el sucesor siempre queda obligado a ellos, cualquiera que sea su título de adquisición. De otro modo, sería posible obtener beneficio en perjuicio de tercero ...

Se podrá objetar: ¿para qué todas estas distinciones, si todos los príncipes deben observar el derecho de gentes, del que dependen las convenciones y últimas voluntades? Sin embargo, afirmo que estas distinciones son necesarias, porque el príncipe no está más obligado al derecho de gentes que a sus propios edictos, y si el derecho de gentes es injusto, el príncipe puede, mediante sus edictos, derogarlo en su reino y prohibir a los súbditos su uso. Así se hizo en este reino con la esclavitud, pese a que era común a todos los pueblos; del mismo modo puede comportarse el príncipe en otros asuntos semejantes, siempre que no haga nada contra la ley de Dios. Si la justicia es el fin de la ley, la ley obra del príncipe y el príncipe imagen de Dios, por la misma razón es necesario que la ley del príncipe sea hecha a medida de la ley de Dios.


Notas

(1) Prevención y evocación eran instituciones procesales mediante las cuales la jurisdicción real luchó eficazmente contra la justicia señorial, en el primer caso, o contra la propia jurisdicción ordinaria, en el otro, cuando se estimaba que podía causarse grave perjuicio al justiciable. En ambos casos, el procedimiento consistía en atribuir el conocimiento de una causa a un juez diferente del natural.

(2) El ejemplo de las instituciones aragonesas había sido aportado por Hotman para poner de relieve el modo de proceder en un país gobernado según Derecho, es decir, limitado por la asamblea estamental.

(3) Bailliages y sénéchaussées constituían las circunscripciones intermedias de la administración real, cuya competencia se extendía, en general, a la administración, la justicia, la hacienda y la defensa. aunque en la época que nos interesa su función esencial era la judicial. Para una exacta descripción de sus orígenes, organización y atribuciones, vid. R. Doucet, ob. cit., páginas 251 y ss.

(4) El Parlamento de París y las restantes cortes soberanas desarrolIaron, en virtud de usos inveterados. cierto control del poder legislativo, especialmente a través de la verificación de los edictos reales; estos solo eran aplicables una vez que habían sido publicados en la audiencia de la corte y asentados en registros especiales organizados al efecto (enregistrement).
Indice de Los seis libros de la República de Jean BodinLIBRO PRIMERO - Capítulo séptimoLIBRO PRIMERO - Capítulo décimo.Biblioteca Virtual Antorcha