Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro cuartoApéndice - Documental sobre la Revolución FrancesaBiblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO QUINTO
Derecho de gentes
Capítulo primero - Del amor a la patria. Capítulo segundo - De la paz y de la guerra. Capítulo tercero - De los embajadores. Capítulo cuarto - Del pacto de familia y de las alianzas. Capítulo quinto - Del ejército de tierra. Capítulo sexto - De la armada naval, de las colonias y del comercio. Capítulo séptimo - De las gabelas. Capítulo octavo - De los bosques. Capítulo noveno - De los monumentos públicos. Capítulo décimo - Conclusiones.



CAPÍTULO PRIMERO
Del amor a la patria

Donde no hay leyes no hay patria. Es por eso que los pueblos que viven bajo un régimen despótico no tienen patria, y desprecian y odian a las demás naciones.

Donde hay leyes, a veces tampoco hay patria, si no existe la fortuna pública. Pero hay una verdadera patria que es el orgullo de la libertad y de la virtud, y es de su seno de donde Se ve salir a esos hombres cuyo amor a la ley se asemeja muchísimo al fuego del cielo, cuya sangre corre con alegría en los combates y que hacen frente con maravillosa impasibilidad a los peligros y a la muerte.

El honor político de la monarquía y el honor violento despótico se parecen a veces a la virtud, pero conviene no llamarse a engaño: el esclavo busca la fortuna o la muerte. Por eso es que la historia otomana está llena de hechos inauditos que aventajan con exceso el vigor romano o la temeridad griega, aunque tales hechos no obedecen nunca al amor a la patria, sino al amor que sienten por sí mismos los musulmanes.

El derecho francés de gentes, una vez perdido su espíritu de conquista, ha logrado depurar en grado sumo el amor a la patria. Un pueblo que gusta de conquistas, ama solamente la gloria y termina menospreciando las leyes que lo gobiernan. Es algo muy hermoso el no hacer uso de las armas más que para defender la propia libertad, pues aquel que atenta contra la de sus vecinos manifiesta con esa actitud qué poco le importa la suya propia.

Ya nunca más el suelo extranjero habrá de regarse con sangre francesa. Alemania, Italia, la cruel Sicilia, España y toda Europa, en una palabra, están cubiertas por los huesos de nuestros antepasados, y la patria es el féretro adecuado para nuestros monjes y tiranos.

Para que un pueblo ame siempre a su libertad, es preciso que no sea ambicioso, así como para que la conserve, es necesario que el derecho de gentes nO esté a disposición de sus príncipes. En los regímenes tiránicos, sólo un hombre, el monarca, encarna la libertad e incluso la patria.

¡Cuán ciega fue la libertad de Roma! Por eso, también, acabó convirtiéndose en el bien exclusivo de un hombre. Una sola palabra de Séneca me induce a sentir lástima de Catón cuando éste viene a mi memoria. Con todas sus virtudes, Catón apenas consiguió ser pretor, pero nunca alcanzó la dignidad de cónsul. En Roma ya no había patria y todo lo que ella significaba se resumía en el César. Cuando piensa en qué debían terminar la disciplina y la frugalidad de tantos héroes, que tal fue la suerte que tuvieran las constituciones más rebeldes y que la libertad perdió en todas las ocasiones sus principios a causa de sus propias conquistas territoriales, que Roma murió con Catón y que el exceso de su propio poder produjo monstruos más execrables y soberbios que los mismos Tarquinos, el dolor desgarra mi corazón y detiene la mano que sostiene mi pluma.

CAPÍTULO SEGUNDO
De la paz y de la guerra

Renunciando a toda clase de hostilidades ofensivas, Francia ejercerá una extraordinaria influencia sobre las federaciones europeas. Como esta ley fundamental es la más sana de su libertad, debe haberla puesto forzosamente al abrigo de la corrupción. Por la misma razón que el poder legislador no puede ni debe encargarse de la ejecución de las leyes, porque enervaría a éstas en su propia fuente de vida, tampoco el monarca puede deliberar, porque al hacer tal cosa colocaría los principios al servicio de su ambición. Es pues razonable llegar a la conclusión de que la paz y la guerra sean el fruto de la deliberación de las comunas, y que el monarca debe pues limitarse a ejecutar sus mandatos.

No es menos prudente concluir afirmando que las deliberaciones del poder legislador deben ser sometidas a la aceptación real. Ambos poderes se repelen entre sí y entre los dos concurren a lograr la ruina de los proyectos individuales.

Sería absurdo que la opinión popular fuese consultada en tales deliberaciones, no sólo a causa de la lentitud de su manifestación, sino también a causa de su imprudencia. Si el consentimiento o la negativa del pueblo fuesen puestos de manifiesto por los directorios, el destino del Estado sería fácil presa de las intrigas y la aristocracia perdería todo su vigor. En todo organismo cuyos pies piensan, los brazos deliberan y la cabeza marcha hacia adelante.

CAPÍTULO TERCERO
De los embajadores

Las embajadas permanentes son un vicio peculiar de la constitución europea y una infracción cometida contra la libertad de las pueblos. Un ejército permanente dispuesto a cualquier conspiración crea un estado de desconfianza que altera la virtud del derecho de gentes.

Cierto es que la cortesía ha servido para disfrazar eficazmente tales costumbres, pero os invito a que os imaginéis un país dande la amistad equivale a temor, la buena fe a los ojos de un embajador y la paz a un eterno estado de guerra.

Imaginaos a dos pueblos que se abrazan con las espadas delante de sus pechos, que se envidian el uno al otro su prosperidad y se declaran mutuamente la guerra cuando uno cualquiera de ellos, o ambos, se enriquecen o se vuelven demasiado poderosos. Pues no debéis olvidar que en Europa el comercio sirve solamente para acumular bienes para hacer la guerra, y la guerra solamente para empobrecerse.

Un pueblo que desprecia la guerra, a menos de ser atacado en su propio territorio, no tiene necesidad de embajadorés, y su destino será prodigioso si tiene la suerte de ser gobernado con acierto.

CAPÍTULO CUARTO
Del pacto de familia y de las alianzas

El señor De Vergennes, que creía amar a Francia por el solo hecho de ser amigo de los Borbones, coaligó a esa familia, ya no contra la libertad, sino contra la industria de varios pueblos europeos. Europa está habitada por reyes y no por hombres, y en ella los pueblos son, como el hierro, objetos mecánicos. El propósito que inspiraba a la confederación de los Borbones no era en ningún modo la amistad o el impulso de la sangre, sino simplemente una secreta envidia. Con tal motivo la política europea se representaba en forma de miseria, de orgullo y de oro. Los pueblos se sentían bastante felices con la fortuna de sus amos y gemían gloriosamente bajo el yugo de su cruel ambición.

El oro y la sangre de esos pueblos iban pues a correr generosamente sobre la tierra hasta que los proyectos de una familia lograran triunfar o fuesen malbaratados. Era en medio de tan especiosas indignidades que se disfrazaban bajo el nombre de la gloria de sus sujetos, que las naciones, carentes ya de derecho de gentes, perdían una vez más sus derechos políticos a causa de la inhumana necesidad de los edictos. Europa se convertía en un pueblo de locos por culpa de la extravagancia de las leyes, y su urbanidad era mil veces más despreciable que su antigua barbarie. El genio de las naciones era la más atroz avaricia, y la guerra un juego más; los hombres se batían entre sí, no por afán de conquista o en defensa de sus libertades, sino simplemente por ansias de matar o de robar. El derecho de gentes existía únicamente entre los reyes, que utilizaban a los hombres igual que a caballos de carrera, y por esa misma razón se desentendían por completo de los bienes y de la vida de sus súbditos con tanto más desenfado cuanto que sabían de sobra lo fácil que era embriagarlos con la sagrada copa del interés.

Si por una parte examináramos la avidez de los europeos por la riqueza, y por otra su indiferencia hacia la libertad, o si reflexionáramos respecto a la furiosa inclinación de los europeos por la riqueza, y por otra su indiferencia hacia la libertad, o si reflexionáramos respecto a la furiosa inclinación de los soberanos a gastar o a guerrear. no podríamos menos de llegar a la conclusión de que cuando el lujo haya logrado colmar su saciedad, irremediablemente habrán de desaparecer los Estados. Los Estados que viven del lujo, perecen el día menos pensado en medio de la miseria, y será en vano que traten de apoyarse unos en otros pues sólo lograrán inmunizarse contra la fuerza de sus vecinos, sin lograr turbarse a causa de sus propios vicios internos. Ese fue precisamente el origen del pacto de los Borbones, quienes aunaron sus comunes debilidades contra el vigor de los ingleses que poco a poco iba consumiéndolos. Francia fue la primera en ser vencida, e irremediablemente los demás aliados sufrirán el mismo destino. Pero la mejor prueba de su extrema debilidad consiste precisamente en que continuaron manteniendo con esa nación libre y guerrera, un pacto cuyo principio es precisamente la servidumbre y el vicio de las leyes. Cierto es que tales aliados preferían quizá morir antes que pedirle socorro a Francia.

Nada hay más temible para la libertad que la alianza de una monarquía con varias Repúblicas. La paciencia, la tranquila resolución y el poder absoluto de un solo hombre, consumen la efervescencia y la inquietud de estas últimas, que invariablemente acabarán peleando entre sí, como ocurriera antaño a una Grecia unida a Felipe de Macedonia. Tampoco hay nada más formidable para la tiranía que la alianza de varios Estados despóticos con un Estado libre; necesariamente la virtud de este último servirá para arrancar de raíz los vicios de los primeros, tal como ocurriera cuando la República romana se convirtió en aliada de varios reyes de Asia.

Cuando la faz de las cosas cambió gracias a la revolución francesa, el pacto de familia había dejado hasta tal punto de ser un pacto de naciones, que la Asamblea Nacional, a pesar de su derecho de gentes, se vio obligada a tratar con circunspección ese pacto que amenazaba la libertad.

CAPÍTULO QUINTO
Del ejército de tierra

Cuando el señor de Mirabeau, pocos días después del lamentable combate de Nancy, exclamó que era necesario desintegrar y rehacer el ejército, algunos de sus oyentes no quisieron reconocer el buen sentido de la presencia de ánimo de aquel gran hombre, y otros más ingratos creyeron percibir en sus palabras determinado rasgo de genio que lesionaba a la constitución.

Cierto es que la disolución de la fuerza pública habría tenido por efecto la definitiva destrucción de la disciplina, ya que es preciso no confundir la insubordinación con el amor a la libertad. Viendo cómo los regimientos pedían cuentas a sus estados mayores, no me costó trabajo imaginarme a los númidas africanos sublevados, en vez de los motines republicanos de los soldados romanos.

A causa de su constitución demasiado blanda, la institución militar francesa tiene en sí algo violento que carece de principio o de objeto. Jamás se podrá convertir en ciudadanos a los componentes de una tropa pagada que no depende de las leyes civiles. Recordamos a modo de ejemplo a los mamelucos en Egipto, a los genízaros en Turquía o a la guardia pretoriana de Roma, verdaderos extranjeros cuya ley era el acero, y el campo de batalla, su patria. Da la impresión de que el ejército de línea se había tornado pasivo en medio de los guardias nacionales; ese fue precisamente el motivo de la envidia, o de una secreta rivalidad.

Francia declaró que renunciaba al espíritu de conquista. Será mejor que guste de la paz o que licencie a sus tropas en vísperas de una guerra ofensiva.

CAPÍTULO SEXTO
De la armada naval, de las colonias y del comercio

La armada naval no tiene los inconvenientes del ejército de tierra. El comercio es su objeto, y la política europea se presenta hoy día de tal modo que ningún Estado puede prosperar a menos que posea una marina considerable. Las colonias se han convertido en el sistema nervioso de las metrópolis, hasta que las primeras corrompan a las segundas o hasta que logren sacudir tan injusto dominio. Para entonces se habrá perdido el espíritu comercial que hoy domina toda la actividad de Europa, y ocupará ese lugar vacante el espíritu de conquista, que convertirá a Europa en una tierra de bárbaros dominada por gobiernos tiránicos. Quizá entonces florecerán los demás continentes.

El comercio ha seguido los pasos de todas las revoluciones que ha habido en el mundo. Después de la ruina de Cartago, Africa perdió su libertad y sus costumbres al mismo tiempo que su comercio; del mismo modo Asia perdió todo su esplendor cuando Roma y los demás puertos de Italia se convirtieron en su metrópoli. Desde entonces esas partes del mundo languidecieron lentamente, a causa de haber descuidado sus establecimientos comerciales y sus barcos.

Hubo, incluso, una época en que el comercio desapareció casi por completo en todo nuestro universo. Me refiero a la época que trascurrió desde la decadencia del Imperio hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo; entonces no había metrópolis, y a causa de esa ausencia, el despotismo cubrió casi toda la Tierra.

Debido a la naturaleza de su clima, Europa deberá conservar durante mucho más tiempo que los otros continentes su constitución y sus negocios. He dicho constitución, ya que Europa es solamente un pueblo; el mismo comercio ha producido los mismos peligros e idénticos intereses. Pero si algún día llegase a perder sus colonias, será el más desdichado de los continentes por haber conservado su avaricia. Si en ese entonces hay en Europa algún pueblo libre, cuya moral no sea puramente comercial, no tardará en subyugar a todos los demás.

La fortuna general está pues ligada a las relaciones de los diferentes pueblos con las colonias, y a las de esas mismas potencias entre sí. La marina incluye en su propósito todas esas relaciones, haciendo a Europa temible para el Nuevo Mundo e incluso para sí misma.

Cuanto más apuesta al lujo sea el genio de la constitución, más peligroso será ejercitar el camercio; pero si las mercancías superfluas están recargadas de impuestos, el lujo viene en ayuda de la agricultura, y el comercio deja de estar relacianado con el derecho de gentes y se hace económico.

El Estado tendrá entonces la ventaja de enriquecer a sus colonias, a su marina y a su comercio y tesoro público, empobreciendo tan sólo a los vicios con mesura.

CAPÍTULO SÉPTIMO
De las gabelas

Cuando éstas se exigían a la puerta de todas las ciudades del reino, el pueblo francés era en relación al fisco lo mismo que las naciones extranjeras son en relación a él desde que las gabelas han sido llevadas a sus fronteras.

Quizá algún día dejen de existir por completo las gabelas, y los pueblos, al igual que los individuos, llegarán a comprender que son hermanos.

Las naciones dejarán entonces de ser rivales y habrá un solo derecho común a todo el universo. Del mismo modo que entre nosotros sólo hay franceses, en el mundo sólo habrá seres humanos: los nombres de las naciones se desvanecerán y la Tierra será definitivamente libre.

Pero para ese entonces los hombres se habrán vuelto tan sencillos y sabios que nos mirarán, a pesar de toda nuestra actual filosofía, con los mismos ojos con que nosotros miramos hoy en día a los pueblos antiguos de Oriente, o a los vándalos y hunos. Pues en el mundo, por muy confuso que éste parezca, es fácil observar que existe siempre un propósito de perfección, y por ello es que me parece inevitable que después de una larga serie de revoluciones, el género humano, a fuerza de adquirir mayores luces, logre al fin retornar a su natural sabiduría y sencillez.

CAPÍTULO OCTAVO
De los bosques

Los bosques, fruto de la economía de los siglos pasados, eran al comienzo del actual uno de los principales recursos de la industria francesa, sirviendo para enriquecer a la manufactura y a la marina nacional. Esa riqueza forestal sirvió para atenuar parcialmente las pérdidas provocadas por las grandes casas señoriales de la época de Law, y para cubrir los excesivos gastos de los grandes señores y de los nobles en épocas de Luis XV. Lamentablemente esa riqueza no era inagotable, y hoy día esos bosques se hallan talados en gran parte; su precio, en estos últimos tiempos, está fuera de alcance, especialmente en la capital. Debido al incentivo de sus múltiples atractivos, París devoraba rápidamente la opulencia y los recursos de los ricos, y éstos recobraban a peso de oro los recursos que su menesterosa avaricia sometía a dura puja en las provincias.

Si el lujo no disminuyera en Francia o si los ricos continuaran permaneciendo ociosos, los bosques, sobre los cuales ejerce tanta influencia el lujo como las costumbres políticas, seguirán siendo saqueados, y muy pronto el comercio y la marina se arruinarán. Nunca podrá admirarse lo suficiente el secreto designio que hace que las revoluciones sigan su camino despaciosamente, para estallar de pronto violentamente. El más tenue abuso en el orden político provoca un contragolpe espantoso y eterno, que equivale a la repercusión del aire en la atmósfera.

CAPÍTULO NOVENO
De los monumentos públicos

El público agradecimiento debe a los grandes hombres desaparecidos, sea cual fuere la patria que los viera nacer, los monumentos que eternicen su memoria y mantengan en el mundo la pasión por las grandes acciones. La moderna Europa, lo suficientemente educada para estimar a los hombres de genio, aunque poco inclinada a reverenciar su memoria, persigue en vida a los hombres generosos y los abandona cuando han muerto. Ello obedece a las constituciones europeas, carentes de máximas y de virtudes. Por todas partes donde dirija mi vista, veo las estatuas de los reyes cuyas manos siguen sosteniendo sus cetros de bronce. Los únicos monumentos de Europa dignos de la majestad humana son tres: el de Pedro I, el de Federico el Grande y el de Enrique IV. ¿Dónde están las estatuas de los Dassas, Montaigne, Pope, Rousseau, Montesquieu, Duguesclin y tantos otros? En sus libros y en el corazón de cinco o seis hombres de cada generación, Me ha sorprendido siempre, al observar a las naciones encadenadas a los pies de Luis XIV, que Europa entera no se haya levantado en armas para exterminar a Francia, como se coaligara antaño la virtuosa antigüedad para rescatar a Helena, raptada por Héctor.

La Asamblea Nacional mandó derribar tan cobarde monumento; sin embargo, se armó de entusiasmo y dejó al imperioso monarca expuesto a las bromas de un pueblo libre. Nunca se respeta demasiado a los reyes, pero tampoco se humilla nunca en demasía a los tiranos.

Me sorprende que en plena sedición, el pueblo de París no haya derribado los insolentes bronces que aún lo adornan. Quizá eso explique el espíritu público de esa época, y la conclusión sea que el pueblo no odiaba a los reyes.

He visto incluso al gran Enrique IV adornado con una bufanda con los tres colores de nuestra bandera. Los excelentes confederados de las provincias se sacaban él sombrero ante él; no miraban a los otros reyes, pero tampoco los insultaban.

Por fin Francia acaba de conferir a Rousseau el honor de una estatua. ¿Por qué habría de morir tan gran hombre?

CAPÍTULO DÉCIMO
Conclusiones

He recorrido mi camino y deseo recogerme conmigo mismo para moralizar respecto a los diferentes temas que han pasado por delante de mis ojos. He dado a la Asamblea Nacional el nombre de cuerpo político, el más conveniente al sentido que tenían mis palabras en ese momento, pero sera preferible que acabe de completar mis ideas.

La Asamblea Nacional, únicamente legisladora, careció de poder legislativo y de carácter representativo; fue el espíritu del soberano, es decir, del pueblo. Después que éste hubo sacudido su yugo, la Asamblea abdicó los poderes que recibiera de la tiranía, incluso aquellos que se convirtieron en injustos desde que la nación recobrara su libertad. Me parece estar viendo a Licurgo, a quien ya citara anteriormente, abandonar su imperio y desprenderse de su autoridad para dejar sus leyes. Convirtió el título de Estados Generales en el de Asamblea Nacional; el primero equivalía a un mensaje y el segundo a una misión. No ejerció su misión como Licurgo, Mahoma o Jesucristo, en nombre del Cielo, pues éste había dejado de habitar en el corazón de los hombres, que ahora necesitaban de otro aliciente más próximo al humano interés. Como la virtud aún sigue siendo un prestigio para los mortales orgullosos y corruptos, lo que es bueno simplemente, a éstos les parece hermoso. En consecuencia todo el mundo se embriagó con los Derechos del Hombre, y la filosofía y el orgullo no tuvieron menos prosélitos que los dioses inmortales.

A pesar de la tan sencilla denominación de Asamblea Nacional, como el legislador se dirigía a los hombres para hablarles únicamente de sí mismos, consiguió infundirles un vértigo sacrosanto y los hizo sentirse felices. Sin embargo jamás utilizó su autoridad directa para no ser culpable respecto a su soberano. Sólo los falsos dioses necesitan la fuerza del trueno, y cuando la sabiduría y el genio no bastan a quienes se proponen llevar a cabo una legislación, su reino será necesariamente corto o funesto. He hablado una y otra vez de la prudencia, la destreza y la paciencia de la Asamblea Nacional, y no quiero repetir estos calificativos una vez más, pero sí diré que supo modificarlo todo, de tal modo que sólo se apartaron de la disciplina que aquel cuerpo implantara aquellos que la turbaban en su propio seno por ignorancia, locura o seducción.

Si me atreviera a poner por escrito una reflexión que todo el mundo se hizo en alguna oportunidad, diría entonces que Francia no tardó en tomar por amos a las personas de sus legisladores, y al hacerlo perdió su dignidad. Si la Asamblea Nacional carece realmente de proyectos ulteriores, sólo ella es virtuosa o sabia, pues no ha querido tener a sus plantas esclavos y ha roto las cadenas de un pueblo que sólo parece haber sido hecho para cambiar de amo. Nadie omitió nada para probarle a la Asamblea que todos estaban sometidos a sus mandatos. Se denominó a sus miembros augustos representantes, y los oficiales, que dándoles el nombre de hermanos tiranizaban al pueblo soberano, se inclinaban ante los legisladores a quienes sólo estaban obligados a respetar y a amar. ¡Cobardes! ¡Creíais que eran reyes porque vuestra debilidad sólo conocía la esperanza o el temor!

La Asamblea Nacional no fue de ningún modo una legislatura. Este tipo de institución recién habrá de nacer después de que la Asamblea desaparezca, y es por eso que su misión está solamente limitada por la terminación de su obra. Tan justa como profunda, obedece a sus propios decretos. Fue ella quien votó aquella ley que tanto a mí como a todo hombre libre encantara, que decretaba que los sacerdotes que formaban parte de la Asamblea deberían enviar a sus municipios de origen el acta de sus juramentos cívicos.

No faltará quien me pregunte si yo pienso seriamente que la Constitución francesa, tal como ha sido concebida, representa la voluntad de todos. Le responderé que no, porque es imposible que cuando un pueblo contrae una nueva obligación, debido a que la anterior ha sido mancillada o se ha perdido, los granujas y los desventurados no terminen formando dos diferentes partidos. Pero también digo que sería un curioso abuso de la letra de un contrato, el confundir la resistencia de un pequeño número de locos con una parte de la voluntad popular. Constituye una regla general el hecho comprobado de que toda voluntad inclinada a la perversidad, aun siendo soberana, es nula. Rousseau no completó el pensamiento cuando afirmó que la voluntad es incomunicable, imprescriptible y eterna, pues a mi entender debe ser también justa y razonable. No es menos criminal el hecho de que el soberano sea esclavo de sí mismo o de un tercero, pues si lo es, las leyes que de él emanan derivarán de una fuente impura y por consiguiente el pueblo sería esclavo o licencioso y cada individuo una porción misma de la tiranía y de la servidumbre. La libertad de un pueblo perverso es una perfidia general, que aunque no ataque el derecho de todos o a la soberanía muerta, atacará sin embargo la naturaleza que dicha libertad representa. Vuelvo a mi pensamiento original y agrego que estoy convencido de que la institución recibida con alegría y mediante la fe del juramento popular, es inviolable siempre y cuando la administración sea justa.

He dicho también que la Asamblea Nacional había despojado a sus poderes de un valor excesivo. Sus decretos puramente ficticios, sólo tenían fuerza de ley una vez sancionados. Cuado el legislador confirió el honor de la estatua, acertó en erigir éstas en nombre del pueblo en lugar de hacerlo en el suyo propio. Tanto el agradecimiento como la voluntad de una nación sólo pueden proceder de su boca y de su corazón. Usurpar los derechos de su libertad equivale a ejercer la tiranía, así como usurpar los de su virtud sería sacrilegio, y el crimen es aun mayor. Si la Asamblea hubiese levantado una estatua en su nombre en honor de Jean Jacques Rousseau, quizá habría parecido a algunos un monumento adecuado para consagrar la usurpación bajo el disfraz del reconocimiento público, pero la mentira habría podido derribar más adelante dicho simulacro, para conferir ese honor a cualquier otro.

Fue mediante esa precisión que utilizó para marcar los límites de su misión que la Asamblea fue inducida al propósito de limitar sus poderes. Un cuerpo social habrá fallado en sus intenciones si sus poderes no se hallan suficientemente delimitados unos de otros, o bien si el pueblo está demasiado cerca del gobierno o demasiado sometido, de modo tal que sienta más íntimamente la obediencia que la virtud o la fidelidad; así como también habrá fallado si el poder legislativo se halla demasiado cerca de la soberanía y demasiado distante del pueblo, de tal modo que éste incluso esté representado, o que el príncipe se encuentre excesivamente encerrado entre la legislación y el pueblo hasta el extremo de que la primera le choque y oprima al segundo al que solamente consigue alejar. Los legisladores franceses han logrado el más perfecto equilibrio. Es preciso no confundir las administraciones con el príncipe, a menos de arriesgarse a no entender todo lo que acabo de explicar hasta este momento.

Mire a donde mire, sólo descubro maravillas. Me había reservado hasta ahora una determinada palabra respecto al derecho de guerra, repitiendo precisamente la que el legislador utilizara: Francia renuncia a las conquistas. Gracias a tan sabia resolución, su población y poderío habrán de crecer rápidamente, pues la guerra, como diría el tirano. debilita a un pueblo excesivamente vigoroso.

Una guerra ofensiva sólo podrá ser emprendida por todo un pueblo, y es preciso que éste, aunque fuera más numeroso que las arenas de un desierto, haya consentido unánimemente en emprenderla. Pues en caso de guerra, además de la madurez de tamaña empresa, la libertad natural del hombre sería violada en la propiedad de sí mismo. Por el contrario, en una guerra defensiva no es preciso votar o deliberar, sino tan sólo vencer. Aquél que negara sus brazos a esa empresa estaría cometiendo un crimen atroz, pues habría violado la seguridad del contrato. En el caso de un pueblo inmenso, será preciso renunciar a la guerra, o bien depender de una metrópoli tiránica como Roma o Cartago. Cuando Rousseau alaba la libertad de Roma parece haber olvidado que el universo entero está encadenado.

Me he referido al culto y al sacerdocio y tenía la pretensión de referirme luego a la religión de los sacerdotes. Se ha acusado a los legisladores de1 espantoso crimen de haber vendido los bienes de la Iglesia, así como también se les acusó de haber despreciado el anatema del último concilio. No puede negarse que ese reglamento haya sido muy sabio en su época, puesto que consiguió unir estrechamente el trono y el altar, inquebrantables cuando están unidos, y cuya unidad intentaban destruir ciertas ambiciones particulares. El siglo del Concilio de Trento fue precisamente el de las disensiones civiles. Los grandes disputaban entre sí el imperio y eran solamente tiranos a quienes convenía reprimir. La Iglesia era una casta en aquella época, mientras que en la nuestra se le ha devuelto el pudor a una desvergonzada, y lo que no habrían podido hacer antaño sin cometer un crimen los particulares del reino que querían elevarse por encima de sus semejantes, lo ha sabido hacer un pueblo para ser libre. Nada hay imprescriptible ante la voluntad de las naciones y los contratos particulares cambian con el Contrato Social. Si éste es abrogado por el soberano, aquel que presenta a todo un pueblo las leyes que han dejado de ser tales, como si pretendiera prescribir la razón, merece el exilio, y aquel que se arma en contra de la voluntad suprema del soberano, o sea la de todos, merece la muerte.

Tal es la reforma francesa. Ha sido menos mi pretensión probar que Francia era libre, que demostrar que podía serlo, pues bien sabido es que día tras día el cuerpo más robusto pierde parte de su vigor a causa de algún vicio imprevisto. El gobierno es a la Constitución lo que la sangre es al cuerpo humano: tanto una como otra mantienen el movimiento y la vida. En ello es en lo que la naturaleza y la razón hallan el inevitable resultado de sus principios. Cuando la sangre se debilita, el cuerpo adquiere el fuego de la alteración o el frío de la muerte, así como cuando el cuerpo político está mal gobernado, todo se torna licencioso o cae en la esclavitud.

La libertad de los franceses puede mantenerse durante mucho tiempo por medio de la tranquilidad y el reposo, pero si llegara a ser repentinamente agitada por el prestigio de un hombre poderoso, todo se inclinaría a favor de éste y volvería a repetirse el retorno de Alcibíades.

La igualdad depende en gran medida de los impuestos. Si ellos obligan al rico indolente a abandonar su ociosa mesa y a recorrer los mares, o a crear talleres, éste acabará perdiendo la mayoría de sus hábitos. La vida activa fortalece las costumbres, que sólo son altaneras cuando son blandas. Los hombres que trabajan se respetan entre sí.

La justicia será sencilla cuando las leyes civiles, despojadas de las sutilezas feudales, consuetudinarias y beneficiarias, sirvan simplemente para apelar a la buena fe de los hombres, o cuando el espíritu público, encaminado hacia la razón, deje desiertos los tribunales. Cuando todos los hombres sean libres, serán iguales, y cuando sean iguales, serán también justos. Lo que es honesto deriva de sí mismo.
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