Índice de El espíritu de la revolución de Saint Just Libro terceroLibro quintoBiblioteca Virtual Antorcha

EL ESPÍRITU DE LA REVOLUCIÓN

Saint Just

LIBRO CUARTO
Del estado político
Capítulo primero - De la independencia y de la libertad. Capítulo segundo - Del pueblo y del príncipe de Francia. Capítulo tercero - La ley sálica. Capítulo cuarto - Del cuerpo legislativo en sus relaciones con el Estado político. Capítulo quinto - De los tribunales, de los jueces, de la apelación y de la recusación. Capítulo sexto - Atribuciones diversas. Capítulo séptimo - Del Ministerio Público. Capítulo octavo - De la sociedad y de las leyes. Capítulo noveno - De la fuerza represiva civil. Capítulo décimo - De la naturaleza de los crímenes. Capítulo undécimo - De los suplicios y de la infamia. Capítulo duodécimo - Del procedimiento penal. Capítulo décimotercero - De las detenciones. Capítulo décimocuarto - De la libertad de prensa. Capítulo décimoquinto -Del monarca y del ministerio. Capítulo décimosexto - De las administraciones. Capítulo decimoséptimo - De los impuestos y de su necesaria relación con los principios de la Constitución. Capítulo décimoctavo - Reflexión sobre la contribución patriótica y sobre dos hombres célebres. Capítulo décimonono - De los tributos y de la agricultura. Capítulo vigésimo - De las rentas vitalicias. - Capítulo vigésimoprimero - De la enajenación de las propiedades públicas.Capítulo vigésimosegundo - De los asignados. Capítulo vigésimotercero - De los principios de los impuestos y de los tributos. Capítulo vigésimocuarto - De la Capital. Capítulo vigésimoquinto - De las leyes de comercio. Capítulo vigésimosexto -Consideraciones generales.



CAPÍTULO PRIMERO
De la independencia y de la libertad

Quisiera saber qué significa la independencia del hombre en estado de naturaleza y qué su libertad en la ciudad. De acuerdo a la ley de la naturaleza el hombre se halla en estado de dependencia cuando ha empezado a civilizarse sin principios, y sumido está en la esclavitud en la ciudad, cuando antepone a su conservación los placeres y la felicidad.

El corazón humano se encamina de la naturaleza a la violencia, y de la violencia a la moral. No debemos creer que el hombre haya tratado desde un principio de convertirse en un ser oprimido, pues el espíritu aún sigue intentando discernir una larga alteración entre la primitiva sencillez y la idea de conquista y de conservación.

Asentado este principio, hallaremos qUe la libertad es una corrupción de la independencia y que sólo es aceptable en la medida en que nos devuelve a la vida sencilla mediante la fuerza de la virtud.

De otro modo la libertad sólo sería el arte del humano orgullo, y desafortunadamente ha sido en tal sentido que el ginebrino Rousseau se ha referido siempre a ella.

Examinemos si la ciudad francesa ha dado algún paso positivo hacia la naturaleza y observaremos que sólo lo ha hecho hacia la felicidad. En estado de naturaleza el hombre carece de derechos precisamente porque es independiente.

Sin duda tal lenguaje debe resultar extraño, tanto más cuanto que pareciera querer arrojar al hombre hacia los bosques; pero preciso es tomarlo todo de sus mismas fuentes para no seguir equivocándose en lo sucesivo, y sólo el conocimiento exacto de la naturaleza nos permitirá adaptarla a nuestros gustos con más artificio.

En estado de naturaleza la moral se limita solamente a dos puntos: la alimentación y el reposo. En el sistema social debemos agregarle la conservación, puesto que el principio de dicha conservación para la mayoría de los pueblos es la conquista.

Ahora bien: para que un Estado se conserve necesita una fuerza común, que es precisamente el soberano de dicho Estado, y para que esa soberanía se conserve, se requieren leyes que reglamenten sus infinitas relaciones, y finalmente, para que dichas leyes se conserven, es preciso que la ciudad tenga costumbres y actividad, pues de no ser así, la disolución del soberano estaría muy próxima.

Las leyes francesas son buenas precisamente porque consiguen el efecto de que la ciudad gane y el soberano gaste. Las magistraturas, y las funciones civiles, religiosas y militares, son pagadas por el tesoro público, única razón de que esa innumerable multitud de asalariados sirva de algo. Poco importa que el magistrado dicte justicia o que el soldado vele sus armas, pues un pueblo que posea sabiduría no necesita para nada de justicia o de soldados.

Montesquieu ha dicho, muy inteligentemente, que una sociedad corrompida debe, a pesar de todo, conservarse, pero además deberá tratáar de mejorarse, ya que de no hacerlo no lograría su conservación, sino tan sólo posponer el momento en que habría de recibir el golpe mortal. Del mismo modo, aunque Francia haya creado jueces y ejércitos, debe ante todo hacer de modo que su pueblo sea más justo y valiente. Todas esas instituciones secundarias no lograrán jamás reemplazar a la virtud original, pero los impuestos riguroSos que su mantenimiento exige, evitan que el pueblo se vea mimado por la opulencia hasta el punto de creerse independizado del contrato.

Cuando Rousseau sostiene que las prestaciones personales son menos funestas a la libertad que los impuestos, parece no haberse dado cuenta de que las primeras irritan el alma, mientras que los segundos sólo enervan generalmente los placeres. Un hombre libre prefiere la pobreza a la humillación.

CAPÍTULO SEGUNDO
Del pueblo y del príncipe en Francia

Si el pueblo francés no sintiera celos de sU príncipe, la libertad perecería, pero si el pueblo envidiara a su príncipe, sería la propia Constitución la que perecería.

Montesquieu ha dicho que el purblo romano disputaba al Senado todas las ramificaciones de su poder legislativo porque estaba sumamente celoso de su libertad, mientras que por el contrario no le disputaba en lo más mínimo su poder ejecutor, por sentirse sumamente celoso de su gloria. El obispo de Meaux, Bossuet, dice aproximadamente lo mismo en su admirable Historia Universal, aunque lamentablemente no sea exactamente verdad.

Efectivamente, el pueblo romano, tan ilustrado, hábil y pronto en la ejecución de los negocios públicos o particulares, no sería en tal caso más que una masa acanallada incapaz de actuar en defensa de su propia gloria; ese ejército que jurara vencer y no morir, y sin citar otros ejemplos que llenan los libros de historia, la sabiduría que supone el haber sabido apreciar la prudencia del senado, ¿no indica acaso que ese pueblo no carecía de prudencia y sabía, sobradamente, razonar por sí mismo? ¿A qué obedece, pues, semejante amor por la soberanía y esa indiferencia por la ejecución? A que el pueblo, lejos de creerse inferior al senado, conocía su verdadera dignidad; cuando llegó a envidiar los honores y el manejo del tesoro de la República, se apoderó a su vez de la ejecución y perdió su soberanía, que pasó entonces a manos de los tiranos.

La justicia es dictada en nombre del príncipe, y en Roma lo era en nombre del pueblo; pero como el príncipe no es soberano, todo ello es una ley de simplificación, lo que no quita que ese atributo del príncipe ponga en sus manos la libertad civil que sólo depende esencialmente del soberano. Es preciso creer, pues, qUe los romanos deben haber tenido una gran opinión de tal derecho de dictar justicia, considerando que los procesos se efectuaban en la plaza pública, y que tan sólo en los grandes Estados podía decretarse la condena a muerte de un ciudadano. Se precisaba una ley, asegura Montesquieu, para imponer una pena capital; ahora bien, esa ley presupone una voluntad soberana, lo que quiere decir entonces que el derecho de muerte pertenecía al soberano, quien por otra parte jamás abusó de él, porque intuía la importancia y la atrocidad de su mismo derecho. Entre nosotros, un tribunal pronuncia la pena civil o capital, y con tal motivo nuestras funciones públicas se convierten en oficios viles y soberbios. En Roma, en cambio, se constituían comisiones especiales y se nombraba a un investigador para estudiar las razones y hallar a los responsables de un crimen o para ciertos asuntos determinados; una vez instruido el caso, aquél dejaba de actuar y de tener significado alguno, y en consecuencia el pueblo romano dejaba de ser esclavo de su gobierno. En nuestro país, por el contrario, cualquier oficial de justicia es un tirano.

Sorprende reflexionar respecto a la opinión pública de los pueblos. Las ideas más sanas se derriban por sí solas, hasta el punto de que ignoro qué podría responder el más independiente de los hombres de hoy a quien se me ocurriera pedirle cuenta de su libertad.

Siento verdadera avidez por saber qué Derecho Civil recibirá algún día mi país, que sea adecuado a la naturaleza de su libertad.

Toda ley política que no esté fundada en la naturaleza es mala, así como toda ley civil que no se base en la ley política lo es igualmente.

La Asamblea Nacional ha cometido varios errores, cuya responsabilidad debe achacársele a la propia estupidez pública.

CAPÍTULO TERCERO
De la ley sálica

Marculfe calificaba de impía a la ley que excluía a las mujeres de la sucesión de los feudos, calificación que habría sido sumamente acertada de no haber sido la propia existencia de los feudos una espantosa herejía. Parece ser que los francos confundieron a la ley sálica que ellos habían traído de Germania, convirtiéndola en una institución tiránica, aunque era sin embargo una ley justa y sabia entre los germanos y los godos; el espíritu de dicha ley se había perdido. El propio abuso de esa ley que otorgó el trono a la línea masculina, erigiendo en feudo a la diadema, fue a su vez el origen de los restantes feudos y de la servidumbre. El rey utilizó a su pueblo como si éste fuera un bien que le correspondiera por herencia, y el señor a sus vasallos, como si Se tratara de animales uncidos a la gleba.

El espíritu de la ley sálica de los germanos era indudablemente la economía, como lo observara juiciosamente un gran hombre, pero más aun un amor salvaje a la tierra natal que tan bien sabían defender y que no querían confiar a la debilidad y a la inestabilidad de las hijas que cambian de lecho, de familia y de nombre. Por otra parte éstas hallaban en la casa del extraño lo que perdían al dejar la suya, toda vez que eran aceptadas sin dote. No se trata de analizar ahora el tema de la sucesión colateral, pero sí corresponde decir que los germanos preferían a las hijas porque aportaban un varón a la casa sálica.

Ya hemos podido ver los terribles estragos que hizo en Francia esta ley de libertad disfrazada, de qué modo todo quedó desnaturalizado, convirtiendo a un pueblo en una cohorte de animales, cubriendo a Francia de hombres fuertes y de locos, tornando hipócrita a la religión y creando temibles familias señoriales que pasaban su tiempo desperdiciando la sangre de sus vasallos. Hemos visto, repito, de qué modo esa ley oprimió al reino hasta el momento en que mediante un afortunado giro provocado por el propio mal, colocó en el trono a Enrique IV, quien logró atemperar la tormenta. Después del reinado de aquel gran hombre hecho para la libertad, la ley sálica degeneró en una ley puramente civil y finalmente en un simple alodio, como lo fuera antaño.

La ley que deposita la corona francesa en poder de la casa reinante, de varón a varón y excluyendo por completo a las mujeres, ha devuelto a la ley sálica con relación exclusiva al trono, el sentido que le otorgaran los germanos. No es la tierra lo que pertenece al varón, sino éste quien pertenece libremente a la tierra. En el propio espiritu de esta ley está el hecho de que las ramas de la casa de los Borbones; actualmenté reinantes en Europa, no tengan derecho alguno sobre la corona, ya que como acabo de decirlo, ésta no pertenece en ningún modo a los Borbones.

Seria igualmente insensato que un pueblo libre pasase a manos de los extranjeros o de las mujeres; los primeros odiarían la constitución, y las segundas serían más amadas por sí mismas que la propia libertad.

La ley que excluye a los extranjeros es favorable al derecho de gentes, y no cabe duda que la extinción del tronco reinante incendiaría a toda Europa.

La ley de los germanos se asemeja mucho a la de Licurgo, que ordenaba que las hijas fueran casadas sin dote, pero en realidad dicha semejanza sólo es aparente. La ley de Licurgo obedecía a la pobreza y a ciertas costumbres de los lacedemonios, mientras que la de los germanos derivaba de su misma sencillez. Tanto una como otra son contrarias a las conveniencias de Francia, pues la primera sólo sirve para crear guerreros, y la segunda, soldados, y entre ambas, tiranos.

Los bárbaros, que de tales sólo tenían el nombre, instituyeron el reintegro de sucesión para atemperar la ley sálica; después de la conquista la constitución cambió y la ley sálica se corrompió. Las razones políticas que ligaban al varón a la gleba, no existen en el estado político de Francia. Algo muy distinto ocurre con la corona; la tierra, en el estado civil, es propiedad de los súbditos, pero un pueblo no puede pertenecer a nadie más qUe a sí mismo. Puede darse un jefe pero no un amo, y el contrato que comprometiera su libertad o su propiedad quedaría automáticamente roto por la naturaleza.

En Francia ei monarca pertenece a la patria, principio que resulta inapreciable para la libertad. Puede renunciar a la corona, ya que ésta es una dignidad y de ningún modo un carácter.

CAPÍTULO CUARTO
Del cuerpo legislativo en sus relaciones con el estado político

El cuerpo legislativo se asemeja a la luz inmóvil que distingue la forma de todas las cosas y al aire que las alimenta, pues contribuye a mantener el equilibrio y el espíritu de los poderes, por medio del severo ordenamiento de las leyes.

Es el punto hacia el cual todo converge y el alma de la constitución, al igual que la monarquía es la muerte del gobierno.

Es, también, la esencia de la libertad, puesto que si el cuerpo legislativo delibera respecto a los accidentes públicos, ninguna ley puede ser restringida o extendida, ningún movimiento puede ser dado o recibido, si no emana de su legislación.

El uso de los comités consultivos resulta maravilloso para conservar las leyes, aunque se podría temer que llegaran a convertirse algún día en oráculos semejantes a los de los tiempos antiguos, que solían decir lo que se les quería hacer decir.

El juez o el hombre público que corrompe las leyes es más culpable pata con la constitución que el parricida o el envenenador que las quebranta, y debe ser expulsado y castigado severamente.

Más adelante habré de referirme al derecho de hacer la paz y la guerra.

CAPÍTULO QUINTO
De los tribunales, de los jueces, de la apelación y de la recusación

Sorprende examinar cuán favorable al despotismo es la apelación, y cuán beneficiosas a la libertad son las recusaciones.

La apelación, de caída en caída, va llevando los intereses de los súbditos hasta las propias manos de los tiranos, entre las cuales de nada sirve la razón o la humanidad, puesto que siendo todo favor, también todo es injusticia.

El inextricable dédalo de los diplomas mantiene al Estado dividido, y el despotismo se ve asediado por multitud de aduladores que corrompen a la propia corrupción.

Los tribunales de apelación son otros tantos colosos que amenazan al pueblo, y a los que indefectiblemente éste se ve obligado a adorar. No es ya la ley el objeto de sus invocaciones sino el inevitable juez, que vende, si así lo prefiere, sus intereses. Por ello es que no oiréis hablar en una tiranía de otra cosa que no sean protecciones o regalos, los cuales carcomen los principios de la libertad.

La apelación absoluta a los tribunales directos equivale a la defunción de las leyes y a la libertad de los esclavos, que hallan por todas partes a hombres que ocupan el lugar de las leyes, mientras que la recusación o la apelación a los tribunales indirectos es la negativa de los hombres en busca de las leyes.

Los nuevos tribunales franceses han destruido los mayores resortes de la tiranía, sustituyendo las irascibles justicias de los señores por jurisdicciones de paz cuyo nombre por sí solo atenúa la idea que originaban los primeros. Su competencia se limita a la naturaleza de los intereses del pobre, que incluso en determinados casos puede también recusarlos. Un tribunal de padres nombra tutores para los inocentes; los secretos y la honra de las familias Se confunden en su seno, y de ese modo la virtud política del Estado es más respetada por doquier. Por encima de las jurisdicciones de paz se hallan las de los distritos cuyo poder es más extenso, pero a su vez limitado por recusaciones y apelaciones relativas en número ilimitado, que permiten a las partes el derecho de requerir justicia a los tribunales de varios departamentos, y en algunos casos a los de todo el reino según les convenga. Podría decirse que esto es el committimus de la libertad.

Las recusaciones son también un remedio violento contra la injusticia, y como además las mejores leyes son a veces malas cuando los hombres pueden ser buenos, las conciliaciones a qUe el hombre debe someterse antes de ser autorizado a presentar demanda son excelentes instituciones. El éxito en los procesos corrompe la virtud de un pueblo libre.

Las conciliaciones jurídicas son posiblemente rigurosas, y es posible, también, que el respeto humano y la ignorancia, o la desproporción en los medios, puedan todavía seducir o engañar a algunos. En tales casos queda siempre el recurso de acudir a los árbitros, pues en definitiva sólo hay una ley, la verdad.

CAPÍTULO SEXTO
Atribuciones diversas

En una constitución en la que todo lo que gobiema emana del pueblo, en la que las graduaciones se originan y son mandatarias unas de otras, ¿a quién pertenece el derecho a juzgar respecto de la regularidad con que es ejercido el derecho de soberanía?

He aquí a dónde nos conduce incesantemente la corrupción del carácter público. En todas partes es preciso que el pueblo y la ley velen armados, para impedir que cualquiera de ambos pretenda imponerse sobre el otro.

¿Debe ser la administración quien juzgue en lo contencioso relacionado con las asambleas populares, o bien el cuerpo judicial? Si habéis de prestarme oídos, ni la una ni el otro, a menos que quienes ejerzan tales poderes, y mientras dure su ejercicio, renuncien al derecho de soberanía.

No necesito daros razones para sostener esta afirmación, y me limitaré a señalar que quienquiera esté empleado al servicio del gobierno, debe renunciar a su parte de soberanía.

Pero cuando se trata de un pueblo que necesita una fuerza represiva, ¿qué tribunal podrá juzgar respecto a la mala fe de los granujas que pertenezcan a sus asambleas? Si el escrutinio ha sido violado, si la astucia de algunos ha sabido eludir la verdad del sufragio, o si ocurre cualquiera de esas contingencias que facultan el abuso de lo que es bueno, ¿qué tribunal habrá de examinar tales delitos? Pues no podía menos de llegar a utilizar esta palabra, ya que no cabe duda de que lo son, y en consecuencia deben ser, no oficialmente, sino por intermedio de un acto de soberanía, llevados contradictoriamente por la parte perjudicada ante los tribunales que pueden juzgarlos debidamente. Si la causa fuese llevada ante los poderes administrativos, todas las partes afectadas serían condenadas por contumacia, y hasta podría suceder que los componentes de dichos poderes se convirtieran en jueces de sus propios casos. En nuestro país los poderes administrativos son excesivamente numerosos y por consiguiente demasiado diseminados. Jamás se los recusa ni tampoco los ciudadanos se defienden ante ellos, y si se les acuerda el derecho de fallar respecto a tales dificultades, sucede entonces que dichos poderes ejercen de oficio la soberanía arbitraria; pero si los ciudadanos llevan sus quejas ante los tribunales, entonces es el pueblo quien se queja, pues la ley lo juzga según sus propias convenciones.

He dicho anteriormente que tales materias eran un problema administrativo debido a que la administración era el árbitro de la propiedad, pero es preciso diferenciar las atribuciones fiscales de las atribuciones políticas, pues de lo contrario equivaldría a afirmar que el compás es el juez moral del espíritu del geómetra.

He dicho también que los parlamentos, al usurpar el poder político, habían puesto entre el pueblo y el trono una barrera cuya única llave ellos poseían. No podía menos de regocijarnos ese hecho, pues de no ser así el trono nos hubiese aplastado. Imaginémonos la jurisdicción de los parlamentos en manos del fisco, y pensemos por un instante en cuán grande hubiese sido nuestra miseria. El poder judicial es el nervio de la libertad; de todos los resortes políticos, es el que menos se corrompe y se gasta, porque es también el que camina siempre a cara descubierta. y sin descanso.

Hemos dicho también que si los tribunales judiciales juzgasen a las asambleas populares, sus poderes serían exorbitantes. En ello nos hemos equivocado, pues debimos haber dicho que tales poderes hubiesen sido más extensos (a veces son sólo las palabras las que nos causan espanto). Ahora bien, no es necesariamente la extensión de un poder la que lo hace tiránico, sino los principios en que se sustenta y de acuerdo a los cuales actúa.

De todos los poderes de la ciudad, es éste el menos peligroso no a causa de su debilidad sino porque es el más pasivo y el mejor reglamentado.

¿Quién podría ser mejor garante de mi soberanía que aquel a quien yo mismo he investido con el poder de garantizar mi vida y mi fortuna?

Una vez mas quiero decir que no debe darse a los funcionarios públicos otras facultades que aquellas que el pueblo sea incapaz de desempeñar por sí mismo. Cualquier clase de poder arrancado al pueblo tiene cierta semejanza con las sangrías que aumentan nuestra debilidad, y es por esa razón que quiero reafirmar este principio general y absoluto: sean cuales fueren las heridas que el pueblo reciba, éste debe hablar y explicarse con sus propias palabras, pues si alguien se arroga el derecho de hacerlo en su nombre, o bien no lo hará o simplemente lo hará indebidamente.

Si el pueblo habla por sí mismo, dejadle al menos sus tribunales, pero si pretendéis ser sus eternos mandatarios y representarlo en todas las ocasiones lo convertiréis en un desdichado fantasma al que hacéis a un lado con sumo miramiento, y sólo seréis unos tiranos sumamente habilidosos para despojarlo, y para dejarle sólo el goce de su propia sombra.

No deseo de ningún modo que me arranquéis mis armas para defenderme ni tampoco parecerme a esos príncipes débiles ante quienes marchaba victoriosa el águila romana, mientras llevaban en sus manos un huso.

Una última reflexión me obliga a afirmar que muchos errores se originan en el hecho de que los funcionarios públicos se creían mandatarios del pueblo y depositarios de su poder, cuando en realidad no lo son de ningún modo.

Como los derechos de los pueblos son incomunicables, las funciones del ministerio público no son de ninguna manera mandatos del soberano, sino tan sólo actos de su convención.

Como la delegación que el pueblo haría de sus derechos sólo actuaría contra sus propios intereses, y como en ningún caso el pueblo puede actuar contra sí mismo, debemos pues calificar al ministerio de las leyes públicas de simple mandato del poder ejecutivo, que a su vez es solamente un mandato del pacto social.

Una determinada administración pretendió calificarse a sí misma de mandataria de todos y cada uno de los individuos de su departamernto, olvidando o desconociendo los principios que justificaban su misma existencia. De no ser así, la constitución no habría tardado en degenerar, convirtiendo a los poderes que de ella emanan en una nueva aristocracia.

No, el pueblo francés no está representado por sus funcionarios. Por el contrario, su voluntad reside en el cuerpo legislativo.

CAPÍTULO SÉPTIMO
Del Ministerio Público

En aquellas regiones en que reinan los mortales en lugar de las leyes, el ministerio público acusa a los hombres. Por el contrario, en aquellos lugares donde las leyes son único soberano, el ministerio público se limita a denunciar los crímenes.

Francia ha instituido una censura protectora de las leyes y del pueblo contra los magistrados, y de éstos contra sí mismos. Esta censura no puede acusar, pero sirve para depurar las acusaciones; no puede juzgar, pero sí verificar los juicios, protegiendo al débil Y al inocente contra el abuso de las leyes.

Antaño, el ministerio público persiguió de oficio los delitos. Sean cuales fueran las ventajas de esa institución, ello no impedía que fuese tiránica. Las leyes espantaban a los hombres y el gobierno aparentaba ser en todas las ocasiones su más mortal enemigo.

Bajo un gobierno severo, las leyes son violadas por el magistrado; cuando el gobierno es débil, es el pueblo quien las viola. Cuando son las leyes propiamente dichas quienes reinan con todo vigor, el gobierno no es ni débil ni severo.

CAPÍTULO OCTAVO
De la sociedad y de las leyes

Las leyes no son simples convenciones, mientras que la sociedad sí lo es. Las leyes son las posibles relaciones de la naturaleza de dicha convención, y es por ello que aquel que comete un delito no ofende a la sociedad -que sólo es una reunión de individuos sin ningún derecho sobre la libertad o la vida del culpable, el cual en ningún modo puede sentirse ligado a ella por una simple convención-, pero sí ofende a las leyes al alterar el contrato.

Quiero decir con esto que la sociedad, cuya moderación y mano blanda son su propia razón de ser; no puede juzgar los delitos, pues de hacerlo se convertiría en una tiranía, cuyas leyes serían sus verdugos.

De tal modo que si los crímenes fueran trasladados a la sociedad, las penas que ésta habría de imponer deberían ser espantosas para que cada uno de sus componentes pudiese sentirse vengado y al mismo tiempo le sirvieran de enseñanza. En aquellos países en que los crímenes son sometidos al ámbito de la ley, la sociedad permanece tranquila, y la ley impasible, avergüenza o perdona.

CAPÍTULO NOVENO
De la fuerza represiva civil

¡Desdichado el gobierno que desconfía de los hombres! Siento una extraña aflicción cuando pasa a mi lado uno de sus servidores y me examina con excesiva curiosidad, y mi corazón no puede menos de exclamar: ¿Quién habrá podido esclavizarme hasta el extremo de que las sospechas me acompañen a donde yo vaya? Todo pueblo virtuoso y digno de ser libre, debe necesariamente rebelarse contra cualquier fuerza particular que no dependa del soberano. Podría argumentarse que no quedaría entonces nadie para proteger nuestras vidas y bienes, o que poco importa una fuerza que nunca habrá de hacernos sentir su peso, puesto que sólo ha sido creada para los malos. Pues yo respondo: ¡Véte, cobarde, vé a Constantinopla, a vivir entre un pueblo que ha perdido la razón a causa de la naturaleza de sus leyes y cuyo cetro es un cadalso! Por mi parte me niego a someterme a una ley que me supone ingrato y corrompido.

Por mucha veneración que pudiera yo sentir hacia la autoridad de Jean Jacques Rousseau, jamás podría perdonar a tan gran hombre el haber justificadp el derecho de muerte, pues si el pueblo no puede transferir el derecho de soberanía, ¿cómo habría de poder transferir los derechos sobre su propia vida? Antes de consentir en dar muérte, sería necesario que el contrato consintiera ser alterado, puesto que el crimen no es a su vez más que una consecuencia de esa misma alteración. Preguntémonos, entonces, de qué modo el contrato alcanza a corromperse, y llegaremos a la conclusión de que es a causa dd abuso de las leyes que permiten que las pasiones se despierten, abriendo de ese modo las puertas que conducen a la esclavitud. Armaos, entonces, contra la corrupción de las leyes, pues si lo hacéis contra el crimen, estaríais tomando al hecho por el derecho, y no habré de repetir lo qUe dije en otra ocasión al hablar de los suplicios. Ignoro si estas verdades son tan evidentes al surgir de mi pluma tal cual yo mismo las experimento, pero sí habré de decir que según mi criterio y considerando que cualquier fuerza represiva es simplemente un dique contra la corrupción, de ninguna manera puede ser una ley social, puesto que en el mismo instante en que el contrato social se ha pervertido, dicho contrato es nulo, y nuevamente el pueblo habrá de reunirse en asamblea para dictarse a sí mismo un nuevo contrato que lo regenere.

El tratado social, según Rousseau, tiene por objeto y propósito la conservación de los contratantes, a quienes se los preserva por medio de la virtud y no de la fuerza. Imaginad a un desdichado a quien se pretendiera matar para curarlo de sus males.

Observad asimismo que cuando un pueblo emplea la fuerza civil, sólo castiga los crímenes cometidos con torpeza, de tal modo que la cuerda de la horca no contribuye más que a refinar la astucia de los granujas. Rousseau se ha equivocado al decir que para no ser víctima de un asesino, acepta morir en caso de que él pudiera ser capaz de cometer un crimen semejante. Yo afirmo que de ningún modo Rousseau debería aceptar tal posibilidad, pues al hacerlo viola la naturaleza y la inviolabilidad del contrato, y la duda de tal crimen presupone que le sería posible atreverse a cometerlo. Cuando el crimen se multiplica, se necesitan otras leyes, pues la coacción sólo sirve para darle más fuerzas, y como todo el mundo desafía al pacto social, la propia fuerza que reprime el delito se corrompe, impidiendo a la vez que subsista algún juez íntegro. El pueblo que se gobierna a sí mismo gracias a la violencia merece, sin duda, semejante castigo. Mirando a mi alrededor, veo por todas partes gente armada, tribunales, centinelas, y me pregunto: ¿dónde están, pues, los hombres libres?

CAPÍTULO DÉCIMO
De la naturaleza de los crímenes

Donde reinan los déspotas, la policía es el freno que se da a sí misma la esclavitud y las penas son terribles; por el contrario, donde los gobiernos son humanos, ella es el freno al servicio de la libertad y las penas son blandas y sensibles.

Todos los crímenes son consecuencia de la tiranía, que es el primero de todos ellos. Los salvajes, entre quienes la naturaleza ha encontrado su mejor refugio, carecen casi por completo de castigos porque no tienen interés en administrarlos.

El outaouas que rompe su arma cazando, entra en una cabaña y pide otra en préstamo, que inmediatamente le es entregada; y aquel que ha logrado matar dos castores se apresura a ofrecer uno de ellos al que tuvo menos suerte y no cazó ninguno. Los salvajes están familiarizados con el pudor debido a la sencillez de su propia naturaleza, y sólo tienen una virtud politica: la guerra. Sus placeres no son pasiones y experimentan satisfacción ante las manifestaciones más simples de la naturaleza; la danza es la expresión de su inocente alegría y la pintura de sus afectos, y si a veces son crueles, ello significa que acaban de dar un paso que los acerca a la civilización.

Os suplico me perdonéis estas reflexiones que me inspiran los salvajes, pueblo maravilloso, demasiado lejos de mi vista pero muy cerca de mi corazón.

La policía ha sido siempre muy sencilla entre los diversos pueblos, según éstos fueran libres por completo o netamente esclavos, según tuvieran multitud de costumbres o carecieran de ellas; la diferencia estriba en que en un régimen despótico, es el juicio lo que es sencillo, porque las leyes son despreciadas y sólo se pretende castigar, mientras que donde reina la libertad, la pena es sencilla porque las leyes son reverenciadas y sólo se desea salvar.

En el primer caso todo es delito, sacrilegio y rebelión, y la inocencia se siente perdida; y en el segundo, todo es salvación, piedad, perdón.

En estado de esclavitud, todo lastima al hombre, porque la convención carece de leyes; en libertad, todo lastima a las leyes, porque éstas ocupan el lugar de los hombres.

Cuando dije anteriormente que el crimen ofendía únicamente a las leyes, quizá podía interpretarse que he pretendido infringir los justos derechos de la patria ofendida, cuando por el contrario la he considerado como una cosa sagrada. Al hacer esa afirmación me refería al crimen en sí mismo y no a sus efectos. La reparación de los delitos es un principio de la ley, pero concierne más bien a la indemnización que al castigo.

Tanto existen crímenes como virtudes; los primeros y las segundas deben ser perseguidos, y recompensadas, respectivamente, en proporción a su misma importancia. Los delitos de opinión son quimeras originadas por las costumbres, y de su existencia sólo pueden ser culpadas las leyes. Los efectos nunca retrogradan, y es en vano pretender corregir las costumbres, si a la vez no se corrigen las leyes.

Cantar la palinodia al cielo es una ley del fanatismo, y la reparación del honor es una ley de la corrupción. En todos los casos, el hombre que blasfema en la tierra sólo ofende la ley que prohibe hacerlo; el que deshonra a un semejante peca contra la ley que prohibe la impostura. De no ser así, los hombres serían inmisericordes entre ellos.

Las leyes tienen el mismo rango que Dios, la naturaleza y el hombre, pero nada deben a la opinión y tienen que someterlo todo a la moral, incluyéndose a sí mismas.

La existencia de un tribunal para los crímenes de lesa patria es un vértigo de la libertad que sólo puede soportarse por breves momentos, cuando el entusiasmo. y las licencias de la revolución se han apagado. Semejante magistratura es un veneno tanto más terrible cuando más dulce es; en una palabra, sólo se ofende a la sociedad cuando se corrompen las mejores leyes. Es fácil deducir que he querido referirme a la prisión del Chatelet, que en cierto momento ocupó el lugar de la propia opinión pública. Al principio hizo temblar a los perversos, para acabar aterrorizando, finalmente, a la gente de bien.

Paso por alto la ley marcial, que fuera en su momento un remedio violento. Con esta ley ocurre lo mismo que con el tribunal que acabo de mencionar, pero si llegara a subsistir, deberá ser semejante al templo de Jano, cerrado siempre en época de paz, y abierto solamente cuando amenaza algún peligro verdadero.

CAPÍTULO UNDÉCIMO
De los suplicios y de la infamia

Cuando la virtud es hasta tal punto el alma de una constitución que llega a identificarse con el carácter nacional, y que todo es patria y religión, resulta imposible reconocer el mal y ni siquiera se sospecha la existencia del bien, al igual que una virgen ingenua desconoce la realidad de su inocencia. A medida que las leyes se enmohecen, se recompensa el bien y se castiga el mal; el premio y el castigo aumentan con la corrupción y no tardan en aparecer el suplicio de la rueda y la recompensa del triunfo. Cuando la virtud pierde su paladar, el vicio se torna insensible. El procedimiento penal de los ingleses es sabio, humano y justo, pero en cambio sus leyes penales son crueles, injustas y feroces. ¿Es posible que el primer paso que condujera a ese pueblo a la verdad, no lo haya también llevado a la moderación? Cierto es que se salva al inocente, pero no menos que se asesina al culpable.

Hace ya mucho tiempo que es admirado ese sentido filosófico del espíritu público inglés que no atribuye ninguna calificación vergonzosa a los suplicios. Nunca he sabido que ni en el Japón, ni en Cartago, ni entre los señores feudales, la opinión pública se haya manchado tan atrozmente. ¿Quiere eso decir, acaso, que lo único que necesitáis es sangre? ¿Y de qué servirán los tormentos si no son ejemplares? Equivale al degüello del crimen, y quizá opinéis que así quedará expiado, pero yo os contesto que será en vano. Cuando un estado es lo bastante desdichado para necesitar recurrir a la violencia, necesita también marcar a ésta con el signo de la infamia, como si fuera un timbre de honor. Si suprimís la marca infamante, los tormentos sólo serán crueldades jurídicas, estériles para la opinión pública. El suplicio es un crimen político y el juicio que provoca la pena de muerte, un parricidio de las leyes. Os pregunto qué puede valer un gobierno que juega con la cuerda y que ha perdido el pudor del cadalso. ¡Y pensar que mucha gente admira tamañas atrocidades! ¡Cuán bárbara es la cortesía europea! Si la rueda del suplicio no es una cosa vergonzosa, ¿es que acaso respetáis el crimen? El culpable muere, y muere inútilmente en medio de la rabia y las angustias de una desgarradora agonía. ¡Qué indignidad! Es de ese modo como se desprecia tanto a la virtud como al vicio, y se dice a los hombres: sed traidores, perjuros y perversos, si queréis, pues no debéis temer a la infamia, pero sí a la espada del verdugo, y hasta os aconsejo que digáis a vuestros hijos que también le tengan temor. Es preciso afirmar claramente que las leyes que reinan por intermedio de los verdugos perecen también con sangre y con infamia, ya que necesariamente habrán de caer sobre alguien.

La libertad inglesa es violenta como el despotismo; parece como si fuera la virtud del vicio y que combate contra la esclavitud hasta la desesperación. El combate será prolongado, pero la libertad se matará a sí misma cuando éste termine.

La mejor prueba de que tales suplicios son indignos de los hombres reside precisamente en que resulta imposible concebir la existencia de verdugos. Por ello es que era preciso no desprestigiarlos para que el patíbulo no deshonrase a nadie.

¿Es posible concebir tanta inconsecuencia humana, y seguir creyendo aún que el hombre se haya reunido en sociedad para ser feliz y razonable? No, más bien podría creerse que, cansado de tanto descanso y de la infinita sabiduría de la naturaleza, quisiera ser nuevamente miserable e insensato. A mi alrededor sólo logro contemplar constituciones ahítas de oro, orgullo y sangre, y por ninguna parte alcanzo a distinguir la amable humanidad o la equitativa moderación que debieran ser la base del tratado social. Como todo está vinculado estrechamente a su moral, buena o mala, el olvido de la verdad provoca falsas máximas y arrastra todo tras de sí. Pero es en vano querer volver a la sabiduría cuando se ha salido de su seno, pues entonces los remedios para lograrlo serán más terribles que el propio mal desencadenado. La probidad equivaldría a espanto y las leyes, a su vez, perecerán en el patíbulo.

La ley francesa declara que las faltas son personales, y en consecuencia de nada sirven los suplicios que en ningún caso pueden provocarse sin su irremediable dosis de infamia qUe siempre se comparte.

La efigie que representa al suplicio podría ser, acaso, la obra maestra de las leyes en estado de corrupción, ¡pero malhadado el gobierno que no puede prescindir de la idea de la tortura o de la infamia! ¿De qué sirve la efigie donde no existe vergüenza, y para qué los castigos cuando esa efigie está presente?

CAPÍTULO DUODÉCIMO
Del procedimiento penal

Bienaventurada sea la región del mundo en que las leyes protectoras de la inocencia instruyesen contra el crimen antes de sospechar de su autor hasta que el crimen lo acusase por sí mismo, y en donde se lo juzgara luego, no ya para hallarlo culpable, sino débil; donde el acusado pudiera recusar, no sólo a varios jueces, sino también a muchos testigos, y en la cual el propio acusado pudiese deponer contra ellos después de la sentencia, así como también contra la ley y su castigo. Y bienaventurado mil veces el país donde el castigo fuera el perdón; el crimen enrojecería muy pronto de vergüenza, en lugar de palidecer de temor.

Francia le ha pedido a voz en grito a la Asamblea Nacional la reforma de su procedimiento penal. Esa reforma se inició con el decreto que acuerda al acusado un consejero, un sumario público y varias recusaciones, lo que para ese primer momento significaba bastante, especialmente después de caída la tiranía. El mal debe desaparecer con mesura, y además es siempre conveniente cambiar las costumbres antes de modificar los castigos.

El árbol del crimen es duro, pero sus raíces son tiernas. Haced que los hombres se tornen mejores de lo que ya son, y no los estranguléis.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO
De las detenciones

El tan temido decreto dictado contra las detenciones después de la toma de la Bastilla fue un verdadero rasgo de sabiduría. A veoes se echaba en cara a la Asamblea el haber insistido excesivamente en los detalles, pero yo opino que éstos sirvieron para implantar los cimientos de la Constitución y ayudaron al espíritu público, lleno de debilidad. Frenar la injusticia era el mejor modo de inspirar a la virtud.

CAPÍTULO DECIMOCUARTO
De la libertad de prensa

Esta libertad se ha convertido en la propia libertad del espíritu humano y en uno de los resortes de la libertad civil, al descorrer el velo que ocultaba a la opresión. Este fue un descubrimiento que faltó a la franqueza que reinara en la antigüedad; cierto es que hasta determinado punto esta libertad era reemplazada por las arengas populares, pero en ocasiones ocurría que los sermoneadores enmudecían, como por ejemplo, cuando los tiranos se convertían en absolutos. La tranquilidad y el espíritu de nuestras monarquías no requieren discursos en las plazas públicas; sólo sería útil tal actitud en ocasión de apremiantes peligros similares a los de aquellos días de la toma de la Bastilla. Nunca como en aquellos días la gente oomprendió hasta qué punto el espíritu, y más aun, el corazón humano, ardía de amor por la libertad. Pero aquellos oradores que preparaban las bases de la Constitución habrían terminado por derribar el apacible gobierno. Las arengas devoraban a las facciones; las figuras y los movimientos populares eran sumamente audaces, y las imágenes de los hombres salvadores de la patria y de las leyes, restringidas. Impulsada contra el común enemigo, la elocuencia ejercía parte de la soberanía, aunque tal influencia sólo fue cosa de aquellos hermosos e inolvidables días, de tan corta duración que la libertad de los autores sirvió de excelente alimento a la virtud. Cuando el temor, la corrupción y la repugnancia hacia las grandes causas los hicieron callar, las leyes a su vez no tardaron en silenciarse. Por esa misma razón solemos ver que la decadencia de las Repúblicas es el epílogo obligado de la decadencia de las letras.

La letra impresa nunca se calla; es una voz impasible y eterna que desenmascara al ambicioso, lo despoja de sus artificios y lo entrega a las meditaciones de todos los hombres. Es también un ojo ardiente que ve todos los crímenes y los pinta sin miramiento, y más aun, un arma tanto para la verdad como para la impostura. Ocurre con la imprenta lo mismo que con el duelo: que las leyes que se dictasen contra ella serían forzosamente malas, ya que estudiarían el mal lejos de su verdadera fuente.

Sean cuales fueren el ardor y la pasión del estilo literario de Camille Desmoulins, éste sólo pudo ser temido por quienes merecían con creces que se informase en su contra, y el orador, por cierto estimable, que lo denunció, justificó ampliamente los gritos que surgieron en la tribuna pública, al convertirse por ello en amigo o víctima inocente de los mismos a quienes aterraba la censura.

No se puede menos de admirar la intrepidez de Loustalot, que ya no está con nosotros, y cuya pluma vigorosa declaró la guerra a la ambición. Fue él quien dijo en otras palabras que le aburría la celebridad de un desconocido.

Marat hubiese sido Un escita de haber nacido en Persépolis. Su penetración fue genial en su búsqueda de profundidad en las menores acciones de los hombres. Era un alma sumamente sensible aunque demasiado inquieta.

Villain d' Aubigny, de las Tullerías, fue menos conocido porque sus palabras no aparecían en letras de imprenta, pero no cabe duda que sabía discurrir con extraordinario vigor.

Carra poseyó demasiado espíritu para la libertad reinante en su época, careciendo en cambio de suficiente sangre fría para luchar contra la flema de los granujas.

Mercier desplegó abiertamente el valor que el despotismo persiguiera en otras épocas, pero la ligereza de miras de una revista no concordaba con la altivez de su carácter.

Danton fue más admirable a causa de su firmeza de espíritu que por sus discursos plenos de fuerza. Paso por encima a los Lameth, Mirabeau y Robespierre, cuya energía, sabiduría y ejemplo, dieron extraordinaria fuerza a las nuevas máximas.

Estos escritores y oradores establecieron una censura equivalente al despotismo de la razón y casi siempre de la verdad; las paredes hablaban, las intrigas no tardaban en llegar al público, las virtudes eran sometidas a duros interrogatorios y los corazones eran fundidos en un crisol.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO
Del monarca y del ministerio

Algunos hombres creyeron que ser libres equivalía a dejar de tener intendentes, empleados, prestaciones o cazas exclusivas. A esto se limitaba el egoísmo de los esclavos; pero otros, que sólo tenían en cuenta sus virtudes y personales locuras, creyeron que ya no se necesitaban reyes o ministros. Aquello era el delirio de la gente de bien, pero imaginaos lo que hubiera sido de la libertad si la aristocracia hubiese colocado en lugar de los ministros del poder ejecutivo a los comités del poder legislativo, si en vez de ser los primeros simples oficios pasivos de por sí bastante temibles, se hubieran convertido en verdaderas magistraturas.

El buen sentido no podía levantar una barrera bastante poderosa entre la legislatura y la ejecución, y afortunadamente se manifestó en la creación de la ley que no permite a los miembros del poder legislativo pretender formar parte del ministerio hasta después de trascurridos dos años desde la terminación de su período legislativo, así como tampoco ejercer cualquier otra magistratura u oficio público durante sus mandatos. Es preciso reconocer que aquellos hombres debieron haber estado profundamente imbuidos de la necesidad de sus principios para haber decretado tan profundas disciplinas en contra de sus propios intereses. Confesémoslo ingenuamente, y digamos que quienes los censuran en ningún momento trataron de imitarlos. ¿Cómo creer, entonces, que pudiesen aventajarlos?

Haced a un lado al ministerio de Estado y a los reyes, y la monarquía habrá dejado de ser; cierto es que esta última institución ha caído en grandes abusos, pero actualmente sólo conserva un poder relativo. Poco a poco, los legisladores fueron suprimiendo sus leyes arbitrarias y establecieron la responsabilidad ministerial, cuyas penalidades no fueron utilizadas en los primeros tiempos, previendo la posibilidad de que el pueblo se tornara licencioso. La Constitución se irguió frecuentemente frente al pueblo para no violar sus propios principios, y no puede menos de admirarnos la firmeza con que la Asamblea Nacional tapó sus oídos a los gritos de la multitud que, o bien pedía rendición de cuentas o directamente exigía la destitución de los ministros.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO
De lasadministraciones

Los cuerpos administrativos debieron en gran parte su prosperidad a las afortunadas elecciones del pueblo, pues por sí mismos carecían casi por completo de leyes positivas. Ejercían una suprema inquisición sobre la armonía política, que obligaba a que se les derivasen muchas materias contenciosas que excedían a su propia competencia, y decidían arbitrariamente porque no tenían leyes por las cuales guiarse. La apelación de sus deliberaciones se llevaba ante el poder ejecutivo que pronunciaba sus fallos del mismo modo; las deliberaciones se instruían una por una, pues no existían previas investigaciones, y el ministerio, indeciso aparentemente entre el juez y la parte, daba siempre razón a la autoridad, cuya aplicación nada garantizaba. No existía competencia directa entre los pueblos y los poderes superiores, de lo que se derivaba el hecho de que sus quejas jamás llegaban a los oídos que deseaban alcanzar. Cuando una administración era acusada por hechos de detalle, se le devolvía el recurso y se la juzgaba de acuerdo a su parecer. Las más deplorables infracciones a la austeridad de los principios eran así santificadas y los poderes separados, pero confundidos en la práctica, se ligaban entre sí y sin quererlo, contra la libertad.

Diré en general que todos los caminos deben ser abiertos a la libertad de los que obedecen y de ningún modo cerrados al buen sentido de los que mandan. Todas las armas posibles están en las manos del poder ejecutivo para agobiar al pueblo; éste no tiene leyes, o mejor dicho, tribunos para defenderlo.

Las leyes que obstruyen los canales por donde discurre la libertad y mantienen abiertos aquellos por donde circula el poder, ligan entre sí a los poderes y forman una aristocracia ejecutiva. Es en vano pretender separarlos unos de otros, pues lo único que se logra es apartarlos del pueblo. No es precisamente en el gobierno donde tal precisión es beneficiosa, sino en la propia Constitución. Todo debe actuar y reaccionar a su voluntad sobre la base de un fundamento inalterable, del mismo modo que en el mundo físico todo obedece a una ley positiva y a un orden indisoluble, y todo cambia y se reproduce por causas estables y no debido a accidentes particulares.

Si la administración circula incluso entre los poderes, ¿quién podrá responder de la libertad? Los desafortunados irán a gritar a las puertas de los palacios de las legislaturas, pero como éstas carecen de leyes de los detalles, juzgarán como los demás. En materia de aplicación, los legisladores son siempre incompetentes, porque tal es el espíritu de la ley. Nadie puede ser condenado en virtud de una ley anterior al delito cometido, y los que hacen las leyes son invariablemente malos jueces. Una buena ley vale más que todos los hombres, a quienes la pasión arrastra, o la debilidad contiene. Todo languidece entonces, o todo se destruye precipitadamente.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO
De los impuestos y de su necesaria relación con los principios de la Constitución

Sólo el comercio puede hacer florecer hoy día a un Estado libre, pero, por otra parte, el lujo no tardará en envenenarlo. Es pues necesario que los impuestos pesen sobre el consumo y no sobre los negocios, convirtiéndolos entonces en el caro fruto de la libertad, en lugar de ser como antaño un pozo del despotismo.

La libertad de comercio deriva naturalmente de la libertad civil. Un gobierno sabio deja al hombre su industria y estruja al lujo. Como ya lo dijera anteriormente, la industria es 1a fuente de la igualdad política, que suministra al pobre la vida, el lujo y la contribución.

Este modo de establecer el impuesto sobre lo superfluo es una ley suntuaria que concuerda perfectamente con la moral de las nuevas máximas francesas. No tiene la severidad de las leyes suntuarias de la República ni la debilidad de las mismas leyes de la monarquía, y es en realidad una modificación de ambas.

El pueblo se siente tan identificado con la letra de las cosas, que pagará de buen grado un impuesto sobre sus caballos, sus sirvientes, sus cristales o su equipaje, así como pagaría a disgusto un tributo real.

Se es avaro con lo que se gana y se es pródigo con lo que se compra, debido a que el interés hace la caja y la vanidad la gasta.

Los impuestos deben seguir la evolución de las mercaderías y aumentar o disminuir a la par de éstas. La razón estriba en que si las mercaderías son caras, se las compra con menos entusiasmo, aunque no por ello se deja de adquirirlas; si están regaladas se consume en mayor grado, y por último, los medios se agotan si la mercadería está fuera del alcance del consumo.

Si se pretendiera mantener invariables los impuestos, sería necesario arruinar a las colonias o a la metrópoli, o bien reglamentar las ventas.

Si se estudia detenidamente los impuestos, veremos que ellos son algo así como el timón de la nave pública; al mismo tiempo que fecundan el gobierno, influyen sobre las costumbres del estado civil y mantienen el equilibrio en el estado político de ambos mundos.

CAPÍTULO DECIMOCTAVO
Reflexión sobre la contribución patriótica y sobre dos hombres célebres

Nadie ha conocido más de cerca al pueblo y a la fortuna que el impenetrable Mirabeau. Llegó a Aix como aquel hombre de la antigüedad que se presentó desnudo, con la maza en la mano, en medio de los consejeros de un rey de Macedonia; una vez llegado a la Asamblea Nacional, Mirabeau puso de relieve su intrepidez y justificó las quejas que exhalara bajo la tiranía. Aquel hombre hábil perjudicó en sumo grado al señor Necker, al arrancarle a la Asamblea Nacional el voto del decreto que adoptó la contribución patriótica del ministro. El señor Necker se vanagloriaba excesivamente de su popularidad; el pueblo admiró el bien que pretendía hacer, pero no le perdonó tampoco el que hizo, porque lo hizo mal. Caído Necker, nadie quiso aparentar saber el porqué de su caída, porque nadie se atrevió a decir que odiaba el impuesto que aquél estableciera.

Mirabeau supo siempre conducirse con justicia y penetración y muy en especial conoció e1 delicado arte de burlarse de las calumnias y de disimular con arte maestro.

CAPÍTULO DECIMONONO
De los tributos y de la agricultura

El tributo a la tierra es un absurdo moral, a menos de ser invariable y leve, o bien si deja de tener por objeto la representación determinada por el territorio y la actividad reglamentada por la contribución. Si la agricultura, madre de las costumbres, es abrumada por los impuestos, el encargado del cultivo de la tierra se desanimará o se tornará avaro. No es el propietario quien soportará el peso de tales impuestos, sino los brazos del labrador o de sus jornaleros. Los arrendamientos se subastan a voz en grito y la miseria sigue disputándoselos del mismo modo que el hambre tarda en deshacerse de los huesos que roe. Es una infamia decir que las tierras aliviadas de impuestos y sometidas tan sólo a un simple tributo, no estarán tan bien cultivadas como las demás, y que la pereza le negará al siervo el jugo que el impuesto habría sabido sacarle más fácilmente, pues jamás es el valor lo que habrá de faltarle al campesino, sino los brazos. Dejadle a sus hijos, a quienes sólo habéis sabido convertir en malos soldados; dejadles a los excelentes habitantes de la campiña disfrazados de sirvientes en la ciudad, y permitid que el campesino pueda enriquecerse por sí mismo y no por intermedio de arrendatarios. Sus virtudes, entonces, no tardarán en abonar los surcos y muy pronto dejaréis de ver pobres por todas partes. La agricultura, convertida en fuente de abundantes bienes, será honrada como merece serlo, y el rico propietario no llamará ya la atención cuando se dedique a labrar sus tierras y confunda su sudor con el de sus padres. El propietario en apuros económicos que arrastra por las ciudades su orgullosa estrechez, volverá a cavar alrededor de su choza, encontrando en ella un asilo contra los impuestos, contra el celibato obligado o contra la necesidad de arruinarse y de echarlo todo a ganancias y pérdidas.

CAPÍTULO VIGÉSIMO
De las rentas vitalicias

Las rentas vitalicias son un abuso de la tiranía, aceptando por principio que pueda abusarse de ellas. Se permite gracias a su existencia que sea posible hacer lo que fuere por satisfacer un lujo que honra a quien lo disfruta, y protegerse a la vez por su intermedio contra una pobreza que equivale a oprobio. Dondequiera todo es violencia o donde no hay patria, tampoco hay entrañas ni prosperidad, se pierde todo sentimiento de la naturaleza. porque ésta se convierte en un crimen o en un ente razonable, y porque donde tales cosas ocurren se gobierna como se haría en un mundo donde el desorden fuera precisamente el principio y la armonía.

¡Oh, sagrada libertad! ¡Bien poca cosa serías para los hombres si no sirvieras al menos para hacerlos felices, recordándoles sus orígenes y trayéndolos nuevamente de vuelta a sus virtudes originales!

CAPÍTULO VIGESIMOPRIMERO
De la enajenación de las propiedades públicas

De no haber sido la filosofía el motivo de inspiración para las comunas francesas en su aventurado propósito de darse constitución, la necesidad lo habría sido en su lugar. La monarquia estaba plagada de deudas y o bien iba camino a la bancarrota o debería cambiar todas sus estructuras. Cuando nuestros antepasados alteraban las bases de la monarquía colmando de bienes a la Iglesia, no sabían preparar el advenimiento de la libertad.

Law habia creado su banco basándose en la violencia del despotismo y las impertinencias del Mississippi. Ocurrió luego que el pueblo engañado se consoló mediante la usura, y que los intereses privados, comprometidos por aquella aventura, sirvieron al menos para evitar la ruina universal.

Desde aquel momento el despotismo se tornó más odioso que sus similares de Oriente, donde los impuestos son generalmente moderados, y el pueblo, a pesar de su envilecimiento, vive al menos tranquilo en sus cadenas. El trono francés se convirtió en una peligrosa sucursal bancaria; cuantos más capitales absorbía, más detestables se tornaron sus exacciones, precisamente a causa de que era necesario conservar los créditos pagando al menos los intereses. Quedaba en pie el comercio, que seguía sosteniendo el desfallecimiento popular, pero también aquél fue devorado, poco a poco, pues la sed del despotismo era insaciable. Era por su culpa que se hacía necesario llegar hasta las deliciosas Antillas; la exportación arrebataba al artesano su agradable bienestar, y Francia se convertía a pasos agigantados en un país de remeros, nobles y mercenarios.

Fue entonces cuando en vista de que los negocios se arruinaban y se hacían cada vez más sórdidos, y que el gobierno habíase agotado merced a sus propias violencias, se debió echar mano al último recurso: un banco de descuentos que puso a la industria entre dos abismos. El monarca se convirtió en traficante, banquero, usurero y legislador, pues la misma mano que apretaba, sin compasión, las venas del pueblo, servía también para trazar las líneas que formaban sus paternales edictos. Habíasele arrancado al pueblo su opulencia, su mediocridad y hasta su propia miseria, si se me permite decirlo así, hasta que finalmente y mediante un cruel monopolio, obra maestra del espíritu ginebrino, Se logró arrancarle también su pan. El hambre y los malos alimentos reinaron en París y las provincias fueron presas de epidemias y de crímenes, obligando al pueblo a cambiar de ideas y a que la indignación que lo dominaba lo indujera a sublevarse y a luchar por su libertad. Cuando se piensa por unos instantes en el miserable estado a que había sido reducido y en los irresistibles desbordes de la Corte, forzoso resulta confesar que la revolución del pueblo en contraposición a la revolución de los grandes que lo gobernaban, sirvió sin duda para salvar al imperio. La Asamblea Nacional, gracias a sus moderadas leyes, que supo además ejecutar con prudencia, aplacó en cierto grado las extravagancias del fisco y se apresuró a la vez a redactar una Constitución libre que reunió en manos de la patria imprescriptible los robos del fanatismo y de la superstición. Previó, asimismo, que la venta de las propiedades públicas sería muy difícil de realizar debido a los temores de que eran presa los capitalistas y a la escasez de numerario, y supo tranquilizar a los primeros por medio de las leyes que dictó y reemplazar al segundo mediante una habilísima especulación. La nación, aún espantada por lo ocurrido anteriormente, sintió al principio una repugnancia instintiva a aceptar dicha solución, pero la moral no tardó en arrastrar a todos.

CAPÍTULO VIGESIMOSEGUNDO
De los asignados

El señor Claviere ha sabido emitir sabios conceptos sobre esta moneda, y no es de mi incumbencia el referirme a este tema en todas sus relaciones civiles, ya que éstas son una emanación directa de los principios de la revolución.

Enseñad a un pueblo las virtudes públicas y haced de modo que esa nación confíe en sus leyes porque de esa suerte podrá sentirse segura de su libertad; divulgad por todas partes una moral que ocupe el lugar de los acostumbrados prejuicios y aunque luego hagáis circular entre ese mismo pueblo monedas de cuero o de papel, éstas serán más sólidas que el oro.

El señor Necker fue un ingrato para con Francia cuando, por medio de sofísticos resultados, arruinó intencionalmente la magnífica especulación de las propiedades públicas. Todos los golpes que él dejó caer sobre dicho proyecto tenían por mira la moral, y aquel extravagante personaje quiso que el vil metal ocupara el lugar que correspondía a las virtudes francesas.

En tiempos de libertad utilizaba el mismo lenguaje que quizá correspondiera usar con los antiguos monarcas, lo que prueba a mi criterio que aquel hombre carecía de genio y de virtudes.

Justificando en cierto modo a Law, podría decirse que solamente fue un imprudente, que olvidó reflexionar respecto al peligro que suponía atribuir moral a un pueblo de granujas que carecían de leyes. Si la depravación del gobierno no hubiese hecho tambalear al sistema de Law, dicho sistema hubiese traído consigo la libertad.

CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO
De los principios de los impuestos y de los tributos

Los tributos, como ya dijera anteriormente, sólo deben servir de base a la representación y a la actividad, es decir que son una ley fundamental de la constitución. Los impuestos, por su parte, son una ley fundamental del gobierno, no porque subvengan a los gastos del Estado, sino porque pueden ejercer una tremenda influencia sobre las costumbres.

El tesoro público, fiel y agradecido hacia quienes contribuyen a engrosarlo, debe mantener los puertos, cuidar los caminos y los ríos, devolver al comerciante el barco que la tempestad ha hundido, recompensar el mérito verdadero, el talento útil a la sociedad, y las virtudes ciudadanas, y tender la mano al infortunio reconocido.

Merced a él el pueblo dejará de conocer la pobreza, hija de la esclavitud, y la prostitución, hija del orgullo y de la miseria.

CAPÍTULO VIGESIMOCUARTO
De la capital

La Asamblea Nacional, con infinita paciencia y sabiduría, puso al pueblo de París bajo el yugo de sus máximas, suprimiendo oportunamente pero no demasiado pronto, los nombres más apreciados de los distritos promotores de la libertad. Puso ante sus ojos el ejemplo de las provincias, y convirtió en leyes las viltudes que la revolución había vuelto a despertar, conservando vivo su espíritu y destruyendo las ilusiones más vanas. Alguien dijo entonces en letras de molde que todo estaba perdido porque se había substituido el nombre de distrito por la nueva denominación de sección, lo que habría equivalido a decir que nadie llevaría otras armas que no fueran las picas que se utilizaron para derrotar a la Bastilla. Para que las leyes no degeneren, es preciso ante todo que hablen a los hombres de su patria, y nunca de ellos mismos.

Dentro de veinte años las costumbres de la capital habrán cambiado radicalmente. Ignoro de qué modo podrá seguir sosteniéndose su lujo cuando deje de ser el centro vital de la monarquía y cuando los hombres dejen de sentir la obligación de ser fatuos o aduladores, o cuando todos los recursos disponibles se vuelquen al comercio o a la agricultura y Francia tenga consigo misma, exclusivamente, las mismas relaciones que hasta entonces sólo tuviera con su capital.

CAPÍTULO VIGESIMOQUINTO
De las leyes de comercio

Una de las mejores instituciones francesas estriba en el hecho de que los jueces de comercio sean elegidos entre los mismos comerciantes. Dicha ley convierte en virtuoso a un orden social que hasta entonces sólo conociera la razón del interés.

La ley que concede plena libertad á todos los franceses para ejercer el comercio con las Indias no es menos admirable que la anterior, pues no sólo alienta al comercio y la economía, hoy día tan favorable a los hábitos de libertad, sino que además abre una carrera a quienes la virtud de un Estado regenerado hubiese dejado ociosos.

Francia ha ganado más ventajas adoptando la ley ginebrina que condena a los hijos a pagar las deudas de sus padres o a vivir deshonrados el resto de sus vidas, que sometiendo a sus plantas a la República que sirviera para inspirarla, lo que equivale a decir que es preferible conquistar leyes que provincias.

Las juntas de corporaciones podrán ser, quizá, ventajosas para el comercio, pero de ningún modo para las corporaciones de oficios. Obligan al comerciante a fijar residencia y lo convierten en ciudadano en lugar de ser un simple avaro vagabundo, a la vez que hacen conocer la solidez de su crédito. En lo que al artesano se refiere, sus costumbres tienen menos importancia para la riqueza pública, y si su propósito es ganar confianza, deberá ante todo fijar su domicilio.

CAPÍTULO VIGESIMOSEXTO
Consideraciones generales

Europa tiene infinidad de instituciones muy adecuadas para favorecer a la libertad, desconocidas en el mundo de la antigüedad. Favorecen a la libertad porque son una fuente de impuestos indirectos y de alivio para los tributos.

Los correos y las aduanas poco perjudican al pobre, aunque sería una desgracia que tanto unos como otras fuesen exclusivos. Pueden, por el contrario, ser una rama de la industria pública.

El correo postal se relaciona con los principios de la misma constitución, puesto que la libertad debe asegurar el secreto de los negocios privados, lo que quizá no ocurriría siempre si el correo fuera objeto de servicios particulares.

El registro de los actos públicos y privados es un recurso más para el tesoro que no agota a los habitantes ni al país, y no me tomo la molestia de referirme a su autoridad en los contratos civiles.

El sello es un robo evidente, pues no tiene objeto ni moral y tan sólo merece el crédito de un ladrón armado.

Las contribuciones sujetan también el freno de las costumbres públicas, y habrían sido muy favorables a la política de Mahoma, ya que éste sólo temía la vida licenciosa, tan fatal a la esclavitud como a la libertad; sin embargo el derecho a imponer una contribución invariable sería un enorme abuso, puesto que en los años en que la cosecha es muy abundante, el impuesto, demasiado módico, no impedirá la disolución provocada por el vino a bajo precio, mientras que en años de sequía, aun teniendo el mismo monto, se convertirá en excesivo y contribuirá a acrecentar las necesidades públicas.

Esta ley es buena para un tirano a quien poco importe que sus esclavos tengan buenas costumbres, con tal de que él logre amasar inmensas riquezas, o para un Estado donde sea peligroso alterar los impuestos; por el contrario es mala para un pueblo cuya libertad no deba tolerar privaciones o el abuso de lo superfluo, sino la justa abundancia en esta útil mercancía.
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