Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO SÉPTIMO

LA UNIDAD NACIONAL Y LA DECADENCIA DE LA CULTURA

Segunda parte

SUMARIO

Roma y Grecia como símbolos.- El feudalismo visigótico en España.- La cultura árabe.- Florecimiento de las ciudades españolas y autonomía de los municipios.- Descomposición política y punto culminante de la cultura sarracena. - Guerra entre la Cruz y la Media Luna.- Los fueros locales en España.- Las Cortes.- Espíritu federalista de España.- El triunfo del Estado unitario nacional.- La Inquisición como instrumento de fuerza política.- Denota de los comuneros y de las germanías.- Decadencia de la cultura bajo el despotismo.- El periodo de las ciudades libres en Italia.- El despertar de la vida intelectual.- Desarrollo del arte y de la industria.- Los gremios y la época del federalismo.- Los hombres de la unidad nacional enemigos jurados de la federación. El sumo de Mazzinl y el sentido de la realidad de Proudhon.- El absolutismo como destructor de la cultura popular francesa.- La literatura y la lengua aherrojadas por el despotismo.- La reglamentación de la industria.- La unidad nacional y el ocaso de la cultura espiritual en Alemania.- El bismarckismo.- Visión del porvenir.




Podría alguien objetar que fue precisamente en la época del absolutismo cuando la literatura y la pintura llegaron en España a su apogeo. Sin embargo, no hay que dejarse engañar por las apariencias: lo que entonces crearon las bellas artes fue simplemente cierto sedimento espiritual de una época ya pasada y que no fecundó más que a unos pocos espíritus excepcionales, cuyas creaciones hallaron favor únicamente entre una escasa minoría y no tuvieron eco alguno en el pueblo. Con razón, pues, observa Diercks:

Si bien es cierto que paralelamente a la decadencia del Estado se produjeron importantes obras en varios sectores de la cultura, y florecieron exuberantemente la poesía y la pintura, ello no puede ser falso espejismo de las verdaderas causas de la decadencia general de España, que ni aún así pudo contenerse. Análogos contrasentidos ofrece la vída cultural de otros países. La vitalidad subsístente aún en el pueblo obró en los únicos terrenos en que podía desarrollarse, dada la opresión del despotismo eclesiástico y civil (1).

El gran desarrollo de la literatura rusa en la época del zarismo es un excelente ejemplo que corrobora la exactitud de este punto de vista. Por lo demás, este brillante empuje de la literatura española no fue de larga duración, y su rápida decadencia se hizo después bien sensible.

Por lo que atañe a Italia, su cultura nunca ocupó lugar tan elevado como en el período comprendido entre los siglos XII y XV, en que toda la Península estuvo fraccionada en centenares de pequeños Estados y en que nadie pensaba siquiera en una unidad política nacional. En dicha época las ciudades libres eran verdaderos oasis de alta cultura espiritual y social, cuya asombrosa multiplicidad y fuerza creadora no se han vuelto a alcanzar desde entonces. Hecha abstracción de las Repúblicas urbanas de la antigua Grecia, no se registra en la historia de los pueblos europeos período alguno en el que, en tan breve tiempo, se haya realizado tan gran número de creaciones culturales imperecederas. Ya el conocido erudito inglés Francis Galton indicó en sus obras que, en aquella época excepcional, sólo Florencia reunió en los diversos dominios de la vida cultural mayor número de espíritus de auténtico valor que todos los Estados monárquicos de la Europa de entonces.

En efecto, no cabe la menor duda de que, en la época a que nos referimos, las ciudades de Italia constituyeron fructíferos centros de toda clase de actividades espirituales y culturales y abrieron a la intelectualidad europea perspectivas completamente nuevas de un despertar social que después, con la aparición del Estado nacional y con el creciente influjo del capital en la esfera de los negocios y el predominio de la política de fuerza, fue conduddo por derroteros totalmente distintos. En las ciudades italianas nació aquel espíritu que luego se rebeló contra la esclavizadora influencia de la Iglesia. Allí tomaron también su decisivo empuje dos corrientes filosóficas, el nominalismo y el realismo, después de haber sido fecundadas por el espíritu árabe y de haber tendido hacia nuevas orientaciones del conocimiento, ya antes de la aparición del humanismo. Pues la importancia verdadera y propia de ambas tendencias -especialmente la del nominalismo en sus postreras fases de desarrollo- consistía en su empeño por emancipar al pensamiento filosófico de la tutela de la teología eclesiástica a que había estado sometido durante más de un siglo. Y es que hasta que no se tuvo plena conciencia de lo complejo del proceso ideológico del escolasticismo cristiano, no se logró apreciar en toda su fuerza esta manifiesta transformación en el modo de juzgar las cosas del espíritu. Por espacio de cuatro siglos se puso a contribución la inteligencia de los escolásticos discutiendo sobre cuestiones futilísimas y se perdió en un verdadero baratillo de fórmulas que no abrieron horizonte alguno al espíritu humano. Durante siglos se estuvo discutiendo acerca de cuántas almas podrían caber en la punta de una aguja; de cómo podrían los ángeles ir de vientre; de cómo Jesucristo habría realizado su obra de la Redención si hubiese venido al mundo en forma de calabaza, de irracional o de mujer; si un ratón, en caso de comerse una hostia consagrada, consumía el cuerpo de Cristo, y qué consecuencias podría ello tener. Estas y un sinfín de cuestiones análogas ocuparon durante siglos la inteligencia de los teólogos, y sus sutiles soluciones se tomaron por demostraciones de la mayor erudición.

Y no fue precisamente en las grandes capitales donde hubo los primeros ensayos de rehabilitación de las ciencias que, con el predominio del espíritu eclesiástico, estaban en plena decadencia, sino que se hicieron en ciudades de segundo orden. Incluso en 1209 un concilio celebrado en París prohibió a los clérigos el estudio de escritos sobre ciencias naturales que el mundo cristiano heredara de la antigüedad. Ya en el siglo X se fundó en Salerno una escuela superior de ciencias, especialmente de medicina, cuyas cátedras eran dictadas por médicos árabes y hebreos. Esta escuela contribuyó poderosamente a difundir la ciencia y la cultura árabe en Italia y de allí a toda Europa, despertándose así nuevamente el afán por la cultura científica. Con esta brillante época coincidió toda una serie de notables invenciones, algunas de las cuales prepararon el camino a los grandes viajes de descubrimientos de fines de siglo XV. La mágica personalidad de Leonardo de Vinci, que no sólo fue uno de los más grandes maestros que ha tenido la humanidad en los más diversos aspectos del arte, sino que descolló como pensador de primera fila en todas las ramas de la investigación científica, y obtuvo sobre todo en la mecánica resultados poco comunes, en su sorprendente universalidad y en su genial grandeza es el perfecto símbolo de aquella era excepcional, en la que tan poderosamente cristalizó el ímpetu creador del hombre.

En las ciudades florecieron las artes, llegando a un esplendor hasta entonces desconocido. El trabajo humano recobró su honorabilidad, no estimándose ya denigrante el hecho de practicarlo. En los municipios urbanos del norte de Italia se manufacturaban los más finos encajes y los más suntuosos tejidos de seda; las ciudades emulaban entre sí en la obtención de artefactos y herramientas de acero, lujosos trabajos de orfebrería y objetos de uso diario; la forja, la fundición de metales, la mecánica y todas las ramas de la actividad industrial llegaron a una perfección tal que aún hoy provocan nuestro asombro por la inagotable variedad, la finura y sinceridad de ejecución.

Pero lo que se creó en este período de florecimiento cultural en todos los dominios del arte, supera a cuanto se había visto desde el ocaso del mundo helénico; un sinnúmero de monumentos arquitectónicos en todas las ciudades de la Península italiana proclaman aún hoy el espíritu de aquella pujante época en que el pulso de la comunidad latía tan fuertemente, y los poetas, artesanos y sabios concurrían a una obra común para producir lo más elevado de que eran capaces. En las catedrales y ayuntamientos, en sus campanarios y fachadas -a cuya construcción concurría todo el pueblo-, se revelaba el genio creador de las masas -como dijo Kropotkin- en toda su grandeza e infinita diversidad; llenaba con su espíritu las obras, arrancaba la vida de la piedra inerte, incorporaba todo aquel insaciable anhelo que dormitaba en el hombre y le incitaba a la realización, y anudaba el lazo que lo unía a una comunidad. Lo que entonces conducía a los hombres a una obra común era la viva conciencia de la ligazón interior que radicaba en la comunidad y daba origen a aquella unidad indivisible que no se imponía desde fuera a los individuos, sino que era el resultado natural de su sentimiento social. Porque el hombre de aquella época sentía constantemente el lazo viviente que le ligaba a los demás. Por lo tanto, la unión social no debía imponérsele por coacción exterior. Unicamente de este espíritu podía surgir aquella libre acción que dió curso a todas las fuerzas creadoras del hombre, llevando así a pleno desarrollo la vida social de los municipios. Así se formaron las iniciativas sociales para las grandes obras arquitectónicas de aquella notable época.

Y al paso de la arquitectura alcanzaron la escultura y la pintura una grandiosidad que sólo tiene su igual en las comunidades politicas de los helenos. Desde la formación de la escuela de escultura del mediodía de Italia, en la primera mitad del siglo XIII, y los trabajos de Nicolás Pisano en Toscana, hasta las obras maestras de Donatello, Verrocchio, Sansovino y Miguel Angel, produjo casi cada una de las ciudades una serie de notables escultores que desplegaron sus facultades siempre en el espíritu de comunidad que había dado alas a su genio. No se registra en la Historia época alguna que en tan breve tiempo haya producido tan elevado número de pintores eximios, ni que haya dado vida a obras de tan alto valor. Desde Cimabue hasta Giotto; desde los fresquistas del trescientos hasta Fra Angélico, Masaccio y Masolino; desde Pisanello y Castagno hasta Filippo Lippi; desde Piero della Franceca y su círculo hasta Mantegna y sus numerosos sucesores; desde Lorenzo de Credi hasta Verrocchio, Ghirlandajo y Botticelli; desde el Perugino hasta Bellini y Leonardo de Vinci; desde el Correggio, Giorgiorie y del Sarto hasta Tiziano, Miguel Angel y Rafael, aparecieron en casi todas las ciudades excelentes maestros que dieron a la pintura un impulso desconocido hasta entonces. Muchos de esos grandes maestros poseían una sorprendente universalidad; eran, a la vez pintores, escultores, fundidores en bronce, arquitectos y artesanos. Pindemonte llamó a Miguel Angel el hombre de las cuatro almas, porque había pintado el Juicio final, esculpido el Moisés, construído la cúpula de San Pedro y compuesto sonetos de notable vigor expresivo. De este modo se formó en las ciudades italianas una cultura que en pocos siglos transformó radicalmente la fisonomía del país y dió a la vida social un sentido que no había poseído nunca. Hacia aquella misma época se desarrolló también la lengua italiana y con ella la literatura del país, y aunque en un principio prevaleció el estilo de los trovadores sicilianos, sin embargo el dialecto toscano fue ocupando cada vez más el primer plano, y con la exuberante cultura de las ciudades de Toscana adquirió cada vez mayor importancia. Poetas como Guinicelli, Cavalcanti y Davanzati escribieron en toscimo; pero lo que dió a la lengua su irresistible fuerza de expresión fue la poderosa poesía de Dante, que la dotó, además, de aquella flexibilidad de forma y delicadeza de colorido que permitió al poeta expresar cuanto conmueve al alma humana. y junto a Dante trabajaron Petrarca y Boccaccio para forjar el instrumento del espíritu, el idioma.

Aquella brillante cultura que se difundió desde Italia por la mayor parte de las ciudades de Europa e impulsó en ellas, además, a una nueva organización de la vida social, se desarrolló en una época en que el país estaba políticamente del todo disgregado y en que la idea de la unidad nacional no ejercía poder alguno sobre el espíritu humano. Todo el país estaba cubierto de una red de Estados autónomos que defendían su independencia local con el mismo ardor que las ciudades-Repúblicas de la antigua Hélade. En los municipios se reunían para una labor común artistas y artesanos en sus hermandades y gremios. Los gremios no sólo eran los animadores y administradores de la vida económica, sino que formaban también la base propiamente dicha del marco político de la comunidad. Partidos políticos y políticos profesionales en el moderno sentido de la palabra no los había; cada gremio elegía sus comisionados al consejo municipal, que exponían los encargos de sus organizaciones y por medio de conferencias con los delegados de los demás gremios, procuraban llegar a convenios sobre las cuestiones importantes, sin perder la base del libre acuerdo. Y como quiera que todos los gremios se sentían estrechamente unidos a los intereses generales de la ciudad, en las votaciones decidía el número de las corporaciones representadas. La misma norma regía para la federación de las ciudades: la aldea más insignificante tenía igpal derecho que el municipio más importante, ya que se había federado por libre convencimiento y tenía tanto interés como los demás municipios en la eficacia de la federación. Al mismo tiempo cada uno de los gremios en la ciudad y cada ciudad dentro de la federación, seguían siendo organismos autónomos, que disponían de su propia hacienda, de su propio fuero y de su propia administración y podían celebrar contratos con otras agrupaciones, según el propio arbitrio, o rescindirlos. Unicamente las exigencias comunes y los mismos intereses hacían que cada uno de los gremios y municipios concurriese con corporaciones de análoga estructura a realizar planes de mayor alcance.

La gran ventaja de este sistema consistía en que los diversos miembros de los gremios, como sus comisionados en el municipio, podían fácilmente fiscalizar todas las funciones. Cada uno trataba y decidía los asuntos que conocía de un modo exacto y acerca de los cuales podía dar su parecer como conocedor y perito. Si se confronta esta institución con los organismos legislativos y ejecutivos del Estado moderno, salta a la vista, sin ningún esfuerzo, su superioridad moral. Ni el elector actual ni el que se supone que ha de representarle están en situación de fiscalizar total o siquiera parcialmente el monstruoso rodaje del aparato político central; los diputados se ven casi diariamente obligados a decidir sobre asuntos que no conocen y para juzgar los cuales han de abandonarse al criterio ajeno. Que un sistema de esta naturaleza ha de conducir necesariamente a los más serios inconvenientes e iniquidades, es indiscutible. Y como el elector individual por las razones dichas no está en situación de fiscalizar la actuación del supuesto representante, la casta de los políticos de profesión, muchos de los cuales no tienen más mira que el medro personal, está tanto más dispuesta a pescar en aguas turbias cuanto más abiertas están todas las puertas a la corrupción moral.

Además de estos males públicos, que aparecen con toda evidencia precisamente hoy, en todos los Estados regidos por el sistema parlamentario, la llamada representación central es también el peor obstáculo para todo progreso social, y se halla en directa oposición con todas las reglas del desarrollo natural. La experiencia nos enseña que toda innovación de carácter social se realiza ante todo en un pequeño círculo, hasta que luego, gradualmente, va influyendo en la totalidad; y si el federalismo es el que ofrece la mayor garantía para el libre desarrollo de las cosas, es porque permite a cada municipio tomar, dentro de su propio círculo, todas las medidas que juzga oportunas para el bienestar de sus conciudadanos. Está, pues, en situación de acometer ensayos prácticos para probar la bondad de las nuevas ideas en base a experimentos positivos y trabaja animando y excitando a los municipios vecinos, los cuales, en virtud de ello, están también en condiciones de convencerse de la conveniencia o inconveniencia de las innovaciones implantadas. En las corporaciones representativas centrales de nuestra época se excluye en absoluto tal criterio. Radica en la naturaleza misma de las cosas que en tales organismos se hallen más fuertemente representadas las regiones más atrasadas del país. En lugar de guiar con su ejemplo las comunidades intelectualmente más avanzadas y activas a las otras, tenemos justamente lo contrario; la mediocridad corriente se mantiene en la superficie y ahoga en germen todo anhelo innovador; las regiones atrasadas y espiritualmente perezosas ponen trabas a los grupos sociales culturalmente desarrollados y paralizan sus iniciativas mediante su oposición. En este hecho positivo nada puede cambiar siquiera el mejor sistema electoral; lo más que consigue a menudo es dar a las cosas una forma más desesperante y ruda, porque el germen reaccionario reside en el sistema de la representación central y no es afectado por las diversas formas del derecho electoral.

Compárese la cultura dominante de las grandes épocas federalistas de Italia con la pseudocultura del Estado nacional unitario -que por tan largo tiempo tuvieron como supremo fin de sus deseos los patriotas italianos-, y se verá la profunda diferencia entre las dos formas, cuyas manifestaciones culturales eran tan variadas como las iniciativas espirituales de toda su estructura social. Los defensores de la unidad nacional, especialmente Mazzini, a quien durante toda su vida torturó este pensamiento, estaban convencidos de que la Italia unida estaba llamada a marchar a la cabeza de todos los pueblos de Europa para dirigir un nuevo período en la historia humana. Con toda la ingenuidad de la inspiración fanática de su misticismo político, dijo Mazzini:

Persiste en mí la fe en Roma. Dentro de los muros de Roma la vida se ha desarrollado dos veces como unidad del mundo. Mientras otros pueblos, al terminar su breve misión han desaparecido, y ninguno volvió por segunda vez a la lucha, la vida fue allí perpetua y la muerte desconocida ... ¿Por qué no habría de surgir de una tercera Roma un pueblo italiano como aquel cuyo emblema se agita ante mis ojos? ¿Por qué no habría de surgir una tercera y mayor unidad que armonice cielo y tierra, derecho y deber y que lleve, no a los individuos, sino a los pueblos, libres e iguales, la palabra radiante, unificadora, acerca de su misión en este valle terrestre?

Mazzini, con el arrebato místico de un poseso, creía en la divina misión que había de desempeñar Italia en la futura historia de Europa; en su concepto, la condición espiritual de la Unitá italiana era la única base para la realización de la misión histórica de Italia. Para él la unidad nacional era ante todo una cuestión de Estado, puesto que, si bien llevaba constantemente en su boca el nombre de pueblo, este pueblo fue siempre una noción abstracta que pretendía adaptar a su Estado nacional. Unicamente de la unidad política podía sacar Italia la fuerza necesaria para el cumplimiento de su supuesta misión. De aquí el grito de Mazzini contra el federalismo.

La joven Italia -dice- es unitaria, porque sin unidad no hay verdadera nación, porque sin unidad no existe poder alguno, e Italia, rodeada como está de naciones unitarias, que son a la vez poderosas y ambiciosas, ha de ser ante todo fuerte y poderosa. El federalismo conduciría a la ausencia de fuerza de que adolece Suiza y en este caso Italia caería irremediablemente bajo la influencia de una u otra de las naciones limítrofes. El federalismo resucitaría las rivalidades hoy extinguidas entre varios pueblos, con lo cual Italia retrocedería a la Edad Media ... Con la destrucción de la unidad en la gran familia italiana, el federalismo haría fracasar en su base la misión que Italia está llamada a cumplir en la futura humanidad (2).

Mazzini y sus secuaces esperaban con impaciencia, de la formación del Estado unitario nacional, un poderoso impulso de la cultura italiana que, una vez libre de las trabas que le ponía el dominio extranjero, podría desarrollarse hasta llegar a una insospechada grandeza; ante todo la unidad italiana había de dar la libertad al pueblo y poner fin a toda clase de esclavitud. Pero ¡cuántas veces los patriotas italianos habían enaltecido con palabras exuberantes el impulso natural de los italianos hacia la libertad, glorificándolo con íntimo orgullo ante los franceses! Carlos Pisacane, caído en 1851 en lucha por la liberación de su país, y que, por cierto, no comulgaba con la política metafísica de Mazzini, si bien tenía de él, como hombre, elevadísimo concepto, juzgaba muy desfavorablemente a los franceses. En su gran obra Saggi storici-politici-militari sull'Italia les llamaba pueblo horro de sentido de libertad, pues aunque blasonaba a menudo de ella, estaba íntimamente esclavizado, y, en su desmesurada ambición de gloria, se abrazaba al cuello de cualquier déspota. En cambio, ponderaba y exaltaba en los italianos el instintivo amor a la libertad, afirmando que nunca habían confiado gregariamente sus destinos a una determinada dinastía; subrayaba, además, que una Italia unificada no podría nunca surgir de la fuerza de una minoría privilegiada, sino única y exclusivamente de la voluntad del pueblo. Mazzini y la mayor parte de sus adeptos no tenían de Francia mejor opinión y no disimulaban en manera alguna sus secretos sentimientos.

Estos hombres no barruntaban que sus empeños habían de conducir a aquello mismo que reprochaban a los franceses. Ningún Estado unitario ha abierto hasta ahora amplios horizontes a las aspiraciones culturales, sino que más bien ha conducido a un constante desmedro de todas las formas superiores de la cultura. Toda unidad política nacional tuvo siempre por consecuencia una ampliación de los esfuerzos de las pequeñas minorías en un sentido estatal, a costa del descenso de todas las formas culturales superiores. Toda unidad político-nacional tuvo siempre por consecuencia un ensanchamiento de las aspiraciones políticas de poder de pequeñas minorías, que hubo de ser logrado al precio de la decadencia de la cultura espiritual. Y ante todo, la unidad política nacional no ha dado nunca la libertad a un pueblo, sino que siempre ha llevado la esclavitud interior a una norma determinada que luego pasó como legítima libertad. Pudo forjarse Pisacane la ilusión de que una verdadera nación no podía tolerar en su seno clases privilegiadas, categorías ni castas, puesto que la experiencia enseña que el Estado nacional procura crear siempre determinadas prerrogativas y dividir la población en castas y rangos, ya que toda su existencia está fundada en esta división. He aquí con qué claridad y energía anunció Proudhon a Mazzini y sus adeptos lo que la unidad había de acarrear al pueblo italiano:

Con la centralización de la vida pública -tal es la denominación que propiamente incumbe a la llamada unidad- se pierde por entero el primitivo carácter de las diversas regiones. Un Estado centralizado de veintiséis millones de almas, como sería Italia, absorbe toda la libertad de las provincias y municipios a favor de un poder superior: el Gobierno. ¿Qué es, pues, en realidad esta unidad de la nación? El paso de una población especial, en la que los hombres viven y se diferencian entre si, al concepto abstracto de una nación en la que ninguno respira y nadie conoce a su prójimo ... Para gobernar a veintiséis millones de hombres, a los que se ha desposeído de la determinación sobre si mismos, se necesita una máquina gigantesca, y para tener en marcha esta máquina es menester una burocracia, una legión de funcionarios civiles. Y para protegerla en el interior y el exterior hace falta un ejército en pie de guerra, compuesto de empleados, soldados y mercenarios, y este ejército personificará desde luego a la nación. Hace quince años el número de empleados en Francia era de 600.000, y por cierto no ha disminuido desde el golpe de Estado. Las fuerzas de mar y tierra guardan la correspondiente proporción con esta cifra. Todo ello es indispensable para la unidad. Estos son los gastos generales del Estado, gastos que crecen constantemente a causa de la centralización, mientras que la libertad de las provincias decrece sin cesar. Esta grandiosa unidad requiere gloria, brillo, lujo, una fantástica lista civil, embajadores, pensiones, prebendas, etc. En un Estado unitario como éste, todo el mundo alarga la mano. Y ¿quién paga a los parásitos? El pueblo. Quien dice nación unitaria entiende por tal la que está vendida a su gobierno ... ¿Y los beneficios de un tal régimen de unidad? No es el pueblo quien los goza, sino las clases directoras, las castas que hay en el Estado (3).

El genial escritor francés ha reconocido con gran claridad el móvil propiamente dicho de todo esfuerzo por la unidad nacional; lo que predijo a los italianos ha sucedido letra por letra. Mientras Pisacane y sus amigos creían que sólo en Francia existía la posibilidad de que la nación se echase en brazos de cualquier aventurero que le hiciese grandes promesas y, sobre todo, que diese satisfacción a su vanagloria, el ejemplo de Mussolini ha demostrado después que la unidad nacional y política ha preparado también a Italia para cosas análogas. Porque también éste es un resultado de la centralización del Estado: cuanto más profundamente ahoga en el hombre la iniciativa personal y contrarresta el ímpetu hacia la propia ayuda, tanto más alimenta la fe en un hombre fuerte, que ponga término a todas las desdichas que se ciernen sobre el país. Esta misma fe es, sin duda, un artículo de la religión política que siembra en el hombre la idea de su dependencia de un poder superior.

Lo que Proudhon previó ya entonces con toda claridad, porque ninguna creencia en el Estado cegaba su perspectiva espiritual, pueden verlo hoy nuestros modernos socialistas de Estado, desde el socialdemocracia hasta las distintas derivaciones del bolchevismo ruso, pues todos esos sistemas llevan aún pegado el cascarón de sus antepasados jacobinos. La unidad nacional no dió a Italia más que la burocratización de la vida pública y el escamoteo de todos los elevados esfuerzos culturales en favor de los planes de estatización trazados por sus políticos y por la burguesía, su mandataria. Porque la satisfacción del burgués moderno en el Estado unitario sólo tiene por aliciente que éste abre brillantes perspectivas a su política explotadora, a lo cual no se prestaría en modo alguno una federación de pequeñas comunidades. Para los intereses materiales de las pequeñas minorías del país, el Estado unitario nacional fue siempre una bendición, pero fue constantemente funesto para la libertad del pueblo y la estructuración de formas superiores de la cultura.

En la primera parte de esta obra hemos expuesto el resultado que dieron en Francia las tendencias centralizadas del Estado nacional unitario. También allí la acumulación de todos los resortes políticos del poder en manos del monarca, a expensas de los derechos y libertades locales de los municipios y las provincias, condujo a aquella ilimitada política mundial de poder que no reconocía límites y cuyo típico representante fue Luis XIV, política que sumió a Francia y a todo el continente europeo en un abismo de miseria y de barbarie espiritual. Tampoco aquí hay que dejarse deslumbrar por el fastuoso brillo de la Corte francesa, que atrajo a poetas y artistas de todo el orbe para robustecer el prestigio y divinizar la persona del soberano. La autocracia francesa se sirvió del arte para los mismos fines a que lo habían hecho servir en otro tiempo los Césares romanos.

El Estado unitario monárquico no ha favorecido en absoluto el desarrollo de una literatura y un arte populares, como se ha afirmado sin fundamento; por el contrario, ahondó más el profundo abismo existente entre el pueblo y la literatura, que en ningún país se ha hecho tan visible como en Francia, y precisamente en la Francia del ancien régimen. Y ello se explica porque el despotismo francés perseguía sus objetivos con rara lógica y sometía encarnizadamente a su voluntad todos los sectores de la vida social a fin de inocular el espíritu de autoridad en todas las capas del pueblo. Antes de la consolidación interior de la monarquía en Francia, sus ciudades habían ya llegado a un elevado nivel cultural, sobre todo las del Mediodía, donde el ambiente espiritual era más libre y ágil que en el Norte, pues aquí se hallaba el más fuerte apoyo del poder real y del escolasticismo eclesiástico. La poesía lírica de la Edad Media en aquel país es de una extraordinaria fecundidad, realzada por la graciosa flexibilidad del idioma provenzal; pero su mejor producción se inspira en fuentes populares, habiendo hallado en la vida misma su más vasto campo. El espíritu poético del Mediodía dió vida a los trouveres y troubadours provenzales y proporcionó a su arte forma y movilidad interior. Pero los trovadores no eran puramente romanceros o rapsodas, sino también portavoces de la opinión popular, y sus serventesios o cantos bélicos influyeron poderosamente en la vida social de la época: de ellos brotó fuerte y vigoroso el odio contra Roma y contra la soberanía de la Iglesia. No en vano fue el Mediodía de Francia el país de los herejes y las sectas heréticas, igualmente temido por el papado y por la realeza.

Mayor arraigo alcanzaron entre el pueblo los fabliaux, extraña mezcla de poesía épica y didáctica, poemas que cantaban o recitaban los cantores ambulantes (conteurs) y cuyos argumentos abarcaban todo cuanto da finalidad y objetivo a la vida humana. También en estos poemas desempeñaba importante papel la sátira, sirviendo no pocas veces para conmover a la opinión pública. Los autos sacramentales o misterios cristianos, que a menudo tenían un contenido capcioso y sacrílego, no alcanzaron su forma correctamente artística hasta la Francia medioeval; de ellos se desarrolló después el drama. Por entonces existía aún entre el pueblo y la literatura aquella íntima conexión que revela en todas sus estrofas Francois Villon, al que se ha dado el título de creador de la poesía francesa; de ello da su más elocuente testimonio su Grant Testament. También estuvo entregado en cuerpo y alma al pueblo el genial satírico Rabelais, enemigo declarado del romanticismo, que en su época había echado hondas raíces. Sus dos inmortales obras, Gargantúa y Pantagruel, se tienen aún hoy por libros genuinamente populares.

Con el triunfo del absolutismo y del Estado nacional unitario cambiaron radicalmente estas cosas. Este cambio no tardó en hacerse sentir y fue después que Luis XI, aquel siniestro monarca, a quien se ha llamado la araña de Europa, que llevó adelante sus planes con un delirio obsesivo, sin arredrarse ante los obstáculos ni omitir medio alguno que le asegurase el éxito, quebrantó la resistencia y oposición de los Estados vasallos y echó definitivamente los fundamentos del Estado unitario absolutista. Francisco I, otro soberano francés al que se atribuye la gloria de haber transmitido a su pueblo la cultura espiritual del Renacimiento italiano, tomó de éste como prototipo al Príncipe de Maquiavelo, y al favorecer los estudios clásicos, persiguió un objetivo decididamente político. En los antiguos fabliaux, en los misterios y en los cantos populares sobrevivía la memoria de un pasado que el despotismo cesarista se empeñaba en exterminar; por lo mismo la poesía tuvo que retroceder a los temas clásicos e inclinar el espíritu hacia Roma, en vez de vincularlo a las costumbres e instituciones de una época que podía despertar en el pueblo la ambición y el deseo de recuperar lo perdido.

Lo que Francisco I había comenzado, lo continuaron sus sucesores y sus satélites sacerdotales con un ardor digno de mejor causa; por lo cual la literatura se apartó completamente del pueblo y se convirtió en literatura cortesana. Los poetas ya no bebían en los ricos manantiales de la vida del pueblo, que se fueron secando cada vez más bajo el yugo del despotismo. Lo mismo que había sucedido en remotos tiempos en Roma, todo el arte giraba, en Versalles y en París, alrededor de la persona del rey y de la sagrada institución monárquica. Se hacia lo increíble con objeto de someter la creación poética a determinadas reglas y se sacrificaba el espíritu viviente a una erudición muerta que había perdido todas sus relaciones con la vida real. Se dispuso y ordenó todo burocráticamente, aun el idioma, y después de haber empleado, ya desde un principio, todos los medios de violencia para desarraigar, junto con los herejes del Mediodía, también el idioma provenzal que hablaban, fundó Richelieu (1635) la Academia Francesa, con el fin de someter la lengua y la poesía a las ambiciones autoritarias del absolutismo. Solamente lo que desde arriba se tenía por equitativo e irreprochable había de cobrar inmortalidad; lo demás no tenía derecho a la existencia. Boileau con su Art Poétique había marcado a la poesía en general una determinada trayectoria, no sólo seguida en Francia, sino también en el extranjero, con un esmero más propio de esclavos que de inteligencias libres, con lo cual, al cabo de algún tiempo, se privó al desarrollo de la obra literaria de toda nueva perspectiva. Todo el clasicismo francés adolece de esta dislocación del espíritu y por tanto es ajeno al mundo y carece de calor interior. Al atreverse Corneille, en su Cid, a romper con las reglas prescritas para la obra dramática, el cardenal de hierro le hizo entrar rápidamente en razón movilizando a toda la Academia contra él. Si tan afortunadamente se había llegado a burocratizar la lengua, la literatura y el arte, ¿quién se extrañará, pues, de que hasta Voltaire, que en sus obras dramáticas seguía la misma norma, calificase de salvaje a Shakespeare?

Sólo muy pocos poetas de esta esclavizada época forman una honrosa excepción. Descuella ante todo el singular Moliere, en el que había una supervivencia del espíritu de Rabelais y al que su mismo genio dió fuerzas suficientes para romper las estrechas barreras y arrebatar a su época la máscara solemne del falso esplendor que proyecta el rostro engañoso. No es extraño, pues, que la Academia Francesa haya dejado de incluir su nombre en la lista de los inmortales y que el arzobispo de París haya amenazado con la pena de excomunión a los que leyesen el Tartufe. Quizá fue una suerte para el poeta morir en plena juventud, pues un espíritu rebelde como el suyo estaba expuesto a toda suerte de peligros en aquella época de las formas rígidas y la mentira entronizada. Hagamos aquí también mención de Lafontaine y de Lesage. Las deliciosas fábulas del primero, si han conservado su fresco colorido, lo deben a que el autor saltó por encima de las reglas rígidas y volvió a la inagotable riqueza de ideas de los antiguos fabliaux. Lesage, que había entendido esto magistralmente, en su Diable boiteux y en su precioso Gil Blas, dijo a sus contemporáneos grandes verdades y vino a ser propiamente el creador de la novela moderna.

En una época en que tan discordes andaban todas las manifestaciones de la vida en el espíritu de la autoridad y del absolutismo, escribió Bossuet su Discours sur l'histoire universelle, viniendo con ello a ser el fundador de la concepción teológica de la historia, cuyo objetivo era anunciar el sistema del regio despotismo como una realidad de orden divino, sobre la cual nada podía la voluntad humana, pues todo estaba fundado sobre el plan mismo de la providencia. Toda rebelión contra el sistema del absolutismo y contra la sagrada persona del monarca se convirtió en un acto de insubordinación contra Dios y en un crimen contra la Iglesia y el Estado, merecedor de la última pena. El insulso teologismo que a la sazón se profesaba en la Sorbona, no permitía que se diese explicación científica alguna de las cosas. Según esto, la Iglesia prestaba incalculables servicios al despotismo civil, no dejando de explotar ningún recurso que contribuyese a infiltrar y arraigar en las conciencias de los súbditos del rey el principio de autoridad.

Y no sólo el idioma, el arte y la literatura eran sometidos al control de la autoridad, sino que hasta los oficios y la industria caían bajo la reglamentación del Estado, no pudiendo resolver por sí mismos nada, ni siquiera lo que directamente les incumbía. Toda la industria del país estaba sometida a determinados métodos prescriptos por el Estado, y un ejército de funcionarios vigilaba su exacta aplicación, como para que el industrial no se apartase un ápice de la norma establecida. Juan de Chaptal, en su gran obra De l'lndustrie francaise ha descrito y expuesto con todos los pormenores la monstruosidad de ese desatinado sistema, probando cómo se ahogaba con él todo instinto creador y cómo toda idea innovadora estaba condenada a morir de asfixia: al maestro sastre se le prescribía el número de puntos que había de dar para coser una manga a un vestido; al tonelero, el número de aros que había de poner en un barril, y así en relación con los demás oficios. La burocracia del Estado prescribía no sólo el largo, el ancho y el color de los paños, sino también el número de los hilos que habían de entrar en cada pieza, y había una vasta red policíaca encargada de hacer cumplir escrupulosamente tales disposiciones; el que las contravenía era severamente castigado con la confiscación o inutilización del género, y en los casos más graves se llegaba incluso a la destrucción de las herramientas y talleres, a la mutilación del culpable y a la pena de muerte. Salta a la vista que en tales condiciones toda la vida industrial de la nación había de paralizarse. Y a la vez que la servidumbre hacía que la capacidad de la producción agrícola de la tierra fuese cada vez menor, las reales disposiciones aniquilaban a la industria, y ambas a dos empujaban al país al abismo. La Revolución puso fin a esas condiciones insensatas.

Una sola cadena no ha podido aún romper la Revolución: la cadena de la tradición autoritaria, el principio fundamental del absolutismo. Es verdad que ha cambiado las formas del antiguo, pero ha dejado intacto su contenido más profundo y no hizo más que continuar lo que la monarquía había empezado hacía mucho tiempo. Así como hoy, en Rusia, el bolchevismo lleva hasta el extremo el autoritario concepto zarista del Estado, suprim:endo de plano todo libre intercambio de ideas y con ello todo anhelo creador en el pueblo, así el jacobinismo llevó la centralización política de la sociedad hasta su última consecuencia y se convirtió, como hoy su tardío sucesor en Rusia, en un genuino representante de la contrarrevolución. La Revolución trajo a Francia la República, pero ésta no podía tener un sentido sino en tanto que representaba lo contrario de la autocracia y salvaguardaba el derecho con la misma decisión que la monarquía había representado hasta entonces el poder. La República debió ser el símbolo de la verdadera comunidad democrática, en la que toda iniciativa parte del pueblo y arraiga en la libertad humana. Al dictado cesarista: ¡El Estado soy yo! debía de replicar la consigna republicana: ¡La comunidad somos nosotros! El hombre tenía que haber llegado a la convicción de que en lo sucesivo ya no volvería a estar bajo la férula de un poder superior y que sus destinos estarían en sus propias manos y descansarían en la colaboración con sus semejantes. La República sólo podría traer algo verdaderamente nuevo al pueblo si substituía el viejo principio de la tutela por la iniciativa creadora de la libertad, la estúpida violencia por la educación para la autonomía espiritual, y la función mecánica de un poder coercitivo por el desarrollo orgánico de las cosas.

La Revolución libertó al pueblo, es verdad, del yugo del poder real; pero el pueblo cayó aún más profundamente, bajo la servidumbre del Estado nacional. Y esta cadena se mostró más efectiva que la camisa de fuerza de la monarquía absoluta, porque radicaba, no en la persona del soberano, sino en la forma ilusoria de una abstracta voluntad común que quería limitar, bajo una norma determinada, todas las aspiraciones del pueblo. De este modo se desembocó nuevamente en el absolutismo, al que se había querido derribar. Lo mismo que un galeote engrillado, el nuevo ciudadano se hallaba ligado al abstracto concepto de la nación que se le había impuesto como voluntad común, y con ello olvidó el arte de mantenerse sobre sus propios pies, que la Revolución a duras penas le había enseñado. Los republicanos dieron como contenido a la República el absolutismo con el ropaje de la nación, destruyendo de este modo la verdadera comunidad popular de la res publica. Lo que los hombres de la Convención habían empezado, continuáronlo sus sucesores con infatigable constancia: conservaron el absolutismo con el nombre de libertad y siguieron como esclavos las tradiciones de la Gran Revolución, cuyo falso brillo ha hecho palidecer hasta hoy todos los signos y símbolos de una verdadera liberación.

Proudhon comprendió el profundo sentido de esta gran verdad, por lo cual todos los intentos de los partidos políticos de concentrar el poder en sus manos le parecieron siempre manifestaciones diversas del absolutismo bajo un falso pabellón. La experiencia le había convencido de que todo el que promueve una revolución social por medio de la conquista del poder político, necesariamente ha de engañarse a sí mismo y a los demás, ya que todo poder, por su misma esencia, es contrarrevolucionario y arraiga en el ideario del absolutismo, en el cual tiene asimismo su raíz todo sistema de explotación. El absolutismo es el principio de autoridad representado muy lógicamente en el Estado y en la Iglesia. Mientras rige este principio, mientras no se le supera, las llamadas naciones civilizadas se hunden cada vez más profundamente en la ciénaga de la política del poder y de una técnica económica muerta, y esto a expensas de su propia libertad y humanidad. Y únicamente sobre éstas puede florecer una cultura social superior. Esto lo comprendió el mismo Ibsen, cuando dijo:

¡Destiérrese al Estado! Con la revolución obro yo. Sepúltese el concepto de Estado; establézcase la libre elección y sus complementos intelectuales como únicos elementos de una alianza ¡tal es el principio de una libertad, que es algo digno! En cuanto al cambio de formas de gobierno, no es sino una caricia por grados -un poco más, un poco menos-, al fin una necedad. Amigo mío, lo que importa es no dejarse horrorizar por la respetabilidad de la propiedad. El Estado tiene sus raíces en el tiempo, y en el tiempo tendrá su sima. Cosas mayores que él caerán: caerá toda religión (4).

Iguales experiencias aparecen, a modo de hilos rojos, en la historia de todos los pueblos, y en todas partes conducen a los mismos resultados: la unidad política naeional no fecundó jamás el desarrollo de la cultura espiritual de un pueblo; por el contrario, constituyó siempre una barrera infranqueable para ella, al sacrificar las mejores energías del organismo popular a la ambición sin límites del Estado nacional, en constante apetencia de poder, y al secar los profundos manantiales de todo progreso social. Precisamente las épocas de la llamada división nacional fueron siempre las grandes etapas culturales de la Historia, mientras que las de la unidad nacional llevaron siempre a la decadencia y a la ruina de las modalidades culturales superiores.

En la antigua Alemania, el punto culminante de la cultura lo alcanzaron las ciudades libres de la Edad Media, a pesar de estar rodeadas de un mundo de incultura y de barbarie: fueron esas ciudades los únicos centros donde lograron su desarrollo y esplendor las artes y la industria, donde tuvo aún lugar el pensamiento libre, donde un espíritu social progresivo pudo aún mantener unidos a los ciudadanos. Los grandes monumentos de la arquitectura y del arte medioevales marcan, cada vez más típicamcnte, el proceso de un desarrollo cultural, uno de los más brillantes que prcsenta la historia de Alemania. Pero también la historia de la moderna cultura alemana es una confirmación de aquella antigua verdad que hasta hoy ha sido tan poco comprendida, por desgracia. Todas las grandes conquistas espirituales realizadas en ese país pertenecen cronológicamente a la época de su disgregación nacional: su literatura clásica, desde Klopstock hasta Schiller y Goethe; el arte de su escuela romántica; su filosofía clásica, desde Kant hasta Feuerbach y Nietzsche; su música, desde Beethoven hasta Ricardo Wagner ..., todo ello es anterior al período de fundación del Reich. Luego, con el triunfo del Estado nacional alemán empieza el ocaso de la cultura alemana, el agotamiento de las energías creadoras y, paralelamente a esa decadencia, el triunfo del bismarckismo, palabra con que expresa Bakunin la estúpida amalgama de militarismo y burocracia. Con razón dice Nietzsche:

Si los alemanes empezaron a despertar el interés de los demás pueblos de Europa, fue gracias a una formación espiritual que hoy ya no poseen o, por mejor decir, que han sacudido de sí con ciego ardor y frenesí, como si se tratase de una dolencia: la vesania política y nacional fue el mejor substitutivo que supieron oponerle (5).

Y Constantino Frantz, el federalista del sur de Alemania, contrincante de Bismarck, opinaba:

La simple observación del grabado, expuesto hoy en todos los comercios de objetos de arte, que representa la proclamación del nuevo emperador en Versalles, basta para descubrir la esencia de esta nueva creación, pues se destaca por sí misma con una claridad meridiana: allí figura una sociedad ostentando brillantes uniformes y frente a ella algunos señores que, vistiendo el negro frac, desempeñan un mezquino y humillante papel: el todo, tan prosaico como impopular. Lo cierto es que no cabía simbolizar en forma más drástica la inauguración de la era del militarismo (6).

De hecho, la unidad nacional transformó a Alemania en una Prusia amplificada, que se sentía llamada a impulsar la política mundial; el cuartel vino a ser la escuela superior de la mentalidad neoalemana. Fuimos grandes en el terreno de la técnica y de las ciencias prácticas, pero de alma estrecha y pobres de espíritu, y ante todo nos faltó la gran concepción universal de Herder, Lessing, Goethe, Schiller, Jean Paul y Heine, que había sido anteriormente el orgullo de los alemanes. Esto no es una defensa del particularismo, ni del pequeño Estado. Lo que se pretende es la completa eliminación del principio de poder de la vida social y, por tanto, la superación del Estado en cualquiera de sus formas, con una elevada cultura social fundada en la libertad humana y en una alianza solidaria entre los hombres. Esto, empero, no desvirtúa el hecho de que cuanto más grande es un Estado y de mayores recursos de poder dispone, más peligroso es para la libertad y para las necesidades propias de las formas superiores de la vida espiritual y cultural. Estas, en un Estado unitario central, las más de las veces se hallan seriamente comprometidas. Ya lo reconoció el propio Carlos Pisacane al decir en su Saggio sulla Rivoluzione:

Toda forma de gobierno, incluso la despótica, se halla de cuando en cuando en situación de fomentar el progreso de la ciencia y de atraer hacia sí a hombres geniales y a espíritus privilegiados, ya sea para hacer ciertas concesiones al espíritu de la época, ya porque responde a las tendencias personales del que tiene la suprema dirección del Estado. Esto permite deducir que cuanto mayor fuere el número de gobiernos en un pals, mayor será la probabilidad de que la obscuridad general reciba, cuando menos, la claridad que proyecten sobre ella algunas antorchas del espíritu.

Se podría aducir, quizá, como prueba de lo contrario, el caso de Inglaterra, alegando que allí, a pesar del Estado nacional, la cultura alcanzó extraordinario auge, sobre todo en la época de la reina Isabel. A esto replicamos que se debe tener presente que el absolutismo propiamente tal no pudo acreditarse más que un éxito pasajero bajo lo Estuardos y que el Estado británico no logró nunca centralizar la vida pública de la nación en el grado que, por ejemplo, lo hizo Francia. La monarquía inglesa tuvo constantemente frente a sí una corriente liberal contraria, muy poderosa, profundamente arraigada en el pueblo y que imprimió su carácter especial a la historia del país. Y es un hecho patente que en ningún país de Europa se ha conservado tanto de las antiguas constituciones municipales como en Inglaterra, y que la ley municipal inglesa, en cuanto se trata de la autonomía local, es aún hoy la que respira mayor espíritu de libertad entre todas las de Europa. Por lo demás, ya en la primera parte de este libro se explicó detenidamente el hecho de que también en Inglaterra se esforzó constantemente el poder central del Estado por oponer a la vida económica y cultural diversas trabas que, al fin, fueron rotas por la Revolución.

En su magistral obra política Du principe fédératif, expresó Proudhon la siguiente idea:

En el siglo XX se inaugurará la era de las fedteraciones, o bien la humanidad caerá de nuevo en un purgatorio milenario. El verdadero problema pendiente de solución, en realidad, ya no es de carácter político, sino de carácter económico.

Proudhon quería socavar la idea monárquica, como él la llamaba, que había experimentado por medio de la gran Revolución su primer contraste grave, en todos los dominios de la actividad humana; por eso calificó el capitalismo como la monarquía de la economía y creía que el socialismo estaba llamado a restablecer las relaciones internacionales de la cultura europea, y a orientarla por una vía superior, que había malogrado la idea nacional de la unidad. Por eso vió en una federación de los pueblos europeos en base a nuevos fundamentos económicos el objetivo inmediato de un nuevo desarrollo europeo en la dirección del socialismo.

Ahora bien: el siglo XX, en lo que lleva de vida, no nos ha traído el federalismo, sino más bien un robustecimiento de la centralización que excede toda medida y allanó el camino hacia el Estado totalitario. Y los partidos socialistas, que se extraviaron completamente en los manejos de la política nacional, han contribuído no poco a ese desarrollo. A dónde nos condujo esa evolución, nos lo dicen con elocuencia las dos guerras mundiales y sus consecuencias monstruosas. Precisamente la manía de ajustarlo todo al tono único de una máquina política, nos trajo el desgarramiento de todas las condiciones políticas y económicas y a la negación de todo pensamiento internacional. Esa convicción se abre camino hoy hasta en algunos socialistas, que antes no tuvieron ojos ni oídos para un desarrollo que debía conducir lógicamente a una negación completa de todos los principios socialistas. Así, la Neue Volskzeitung socialdemocrática de New York, publicó estos días (26 de julio de 1947) un artículo titulado Zur Krise des Sozialismus, por el sueco Josef Hofbauer, que trata de las ideas críticas del famoso poeta sueco y socialdemócrata Ture Nerman y hace las siguientes consideraciones con ese motivo:

Es solamente de un vacio, del que habló Ture Nerman, de un sentimiento de que falta algo. Cantan la Internacional y no saben que el movimiento socialista se ha distanciado con pasos de gigante de la posibilidad de la realización de su objetivo supremo -aquel objetivo que proclama tan orgullosamente y con tanta seguridad en la victoria esa canción: ¡La Internacional será la humanidad! Pues la política de muchos partidos socialistas se ha vuelto tan nacionalista, tan imperialista, que una comparación con ella del socialpatriotismo de los partidos socialistas durante la primera guerra mundial parece pálida e inocente.

¿Qué ha quedado del internacionalismo checo en los comunistas y socialdemócratas checos, que celebran de tal manera la fiesta del socialismo internacional? (se refiere el autor a la fiesta del primero de mayo en Praga, que había adquirido un carácter salvajemente patriotero).

¿Qué clase de internacionalismo es ese que se anexa territorios y expulsa? ¿Cuándo fue la burguesía más patriotera, más imperialista?

¿Dónde están los partidos socialistas que se atreven a condenar las anexiones y las expulsiones de pueblos?

Bien dicho. Pero este novísimo imperialismo socialista no es, sin embargo, más que el resultado lógico de una política nacional que ha sido practicada más o menos por todos los partidos obreros socialistas desde hace varios decenios. Es como tal sólo un producto de la brutalización espantosa de la época y de la falta completa de todo sentimiento superior de cultura. Nos encontramos ya hace tiempo en el purgatorio que anunció tan justamente Proudhon, y nadie puede prever cuándo sonará para nosotros la hora de la redención. Pero que la solución del problema de que habló Proudhon solamente es posible en el marco de una federación de comunas libres sobre la base de los intereses sociales comunes, se ha vuelto hoy cada vez más una certidumbre interior para todos los que han reconocido los peligros del porvenir próximo y no quieren que la humanidad perezca lentamente en el capitalismo de Estado.


Notas

(1) Gustavo Diercks: Geschichte Spaniens, V. II, pág. 394.

(2) Allgemeine Unterweisung für die Verbrüderung des Jungen Italien. De los esaitos políticos de Mazzini, 1831. (T. 1, pág. 105, Leipzig. 1911).

(3) P. J..Proudhon, La fédération et l'unité en Italie, pág. 25. (París, 1862).

(4) Carta a Jorge Brandes, 17 febrero 1873. Briefe vom Henrik Ibsen, pág. 159 (Berlín, 1905).

(5) Nietzsche, Werke, t. V, pág. 179.

(6) C. Frantz, Die preussische Intelligenz und ihre Grenzen, pág., 53. (Munich, 1874).

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