Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO OCTAVO

LA ILUSIÓN DE LOS CONCEPTOS DE CULTURA NACIONAL

SUMARIO

La consubstancialidad de todas las culturas.- El peligro de los conceptos colectivos.- La psicología comparada de los pueblos.- La influencia del instinto sociable.- Psicología de individuos y psicología de masas.- Juicios valorativos sobre los pueblos extranjeros.- La idea de la propia nación como una ilusión óptica.- El símbolo de la nación.- La ilusión de una cultura nacional.- Lo ilimitado de todo hecho cultural.- El capitalismo como resultado circunstancial del desarrollo social.- La racionalización de la economía capitalista.- La americanización de Europa.- Influencia de la ecunomía capitalista en la moderna política estatal.- La forma de Estado no es la expresión de disposiciones nacionales especiales.- El más moderno Estado constitucional.- La naturaleza de los partidos.- La máquina parlamentaria.- El individualismo económico y el Estado capitalista.- El nacionalismo económico.- Innovaciones políticas del presente.




No hay cultura alguna, sea del carácter que fuere, de la que se pueda afirmar que se ha formado con entera interdependencia y sin la acción de influencias extrañas. Es cierto que ya desde un principio nos hemos acostumbrado a clasificar la llamada historia de la cultura según determinados puntos de vista, algo así como el farmacéutico que distribuye su mercancía en bujetas, redomas y cajitas; pero hay que reconocer que es poco lo que hemos adelantado: al esforzarnos por descubrir los íntimos contrastes existentes entre las diversas formas de cultura, nos inhabilitamos para valorar debidamente los rasgos generales que forman el substrato de toda cultura. Los frondosos árboles nos impidieron ver el bosque. La decadencia de Occidente de Spengler no es sino un resultado tardío, pero lógico, de esta especie de obsesión. Tan sólo los maravillosos resultados de la modernas etnología y de la sociología han vuelto a agudizar nuestra inteligencia para comprender la sorprendente semejanza de los procesos sociales y culturales de desarrollo realizados por los diversos grupos étnicos, y prepararon el camino para una revisión de todos los conceptos tradicionales. Dondequiera que la investigación científica se ha lanzado al descubrimiénto de una época cultural pasada, ha tropezado con restos de culturas más antiguas o con conexiones y transiciones que revelan claramente la influencia fecundante de anteriores formas sociales.

De este mundo no podemos desprendemos ¡dice Grabbe. Y esto nos recuerda, una vez más, lo esencial y lo general que une a todos los hombres entre sí y que, a pesar de todas las particularidades, originadas por la diversidad climatológica y las condiciones exteriores de vida, apenas alteran o modifican el equilibrio interno entre los diversos grupos étnicos. Todos somos hijos de esta tierra y estamos sometidos a las mismas leyes de la vida, que tienen su expresión más elemental en el hambre y en el amor. Y como quiera que nuestro modo de ser fisiológico al fin de cuentas, es el mismo, porque el mundo que nos rodea obra en nosotros en igual medida, bien que no siempre sean iguales en todas partes las circunstancias exteriores, así también la cristalización espiritual y psíquica que produce en nosotros el ambiente en que vivimos es más análoga de lo que sospechan los más. El hombre lucha sobre todo por la conservación de su especie, y, dentro de esa especie, por su existencia personal; los motivos de su acción son los mismos en todas partes. El ambiente natural que le rodea, y los instintos innatos transmitidos por una ininterrumpida cadena de ascendientes y que obran en la subconciencia, hacen surgir en todas partes las mismas formas primitivas del sentimiento religioso. La lucha por la existencia conduce en todas las zonas a determinadas formas de la vida eoonómica y política y a menudo ostentan una analogía sorprendente, aun tratándose de pueblos de diversas razas y separados unos de otros por tierras y mares. Todo ello demuestra que nuestro pensamiento y acción, en virtud de idénticas cualidades fisiológicas y de la receptividad para las influencias del mundo exterior, están sometidos a las mismas leyes básicas de la vida, frente a las cuales todas las diversidades de expresión no desempeñan más que un papel secundario. En la mayor parte de los casos, se trata simplemente de diferencias de grado que resultan espontáneamente de exigencias culturales más elevadas o más primitivas.

Desde que Hegel y otros nos enseñaron a pensar en conceptos generales abstractos, este sistema de pensamiento se puso de moda. Se tomó el hábito de operar con cantidades psicológicas, llegándose así a las más temerarias generalizaciones, sin sospechar los más que eran víctimas de hipótesis arbitrarias que habían de conducir a las consecuencias más descaminadas. Después que Lazarus y Steinthal, siguiendo las huellas de Herbart, construyeron con agudeza de ingenio la Psicologia comparada de los pueblos, se convirtió éste en un ancho campo de placenteras excursiones y nos condujo con aplastante lógica a la abstracta representación de un alma de masas, un alma de clases y un alma de razas y a conceptos análogos nacidos de la acrobacia del espíritu, que lo significan todo y no significan nada. Según esto, Dostoiewski vino a ser para nosotros el genio del alma eslava, y Goethe el heraldo de la alemana. El inglés se nos antoja la incorporación viviente del entendimiento prosaico, reñido con toda consideración sentimental de las cosas; el francés nos parece poseído de una frívola ambición de gloria, y los alemanes como un pueblo de poetas y pensadores. Y nos embriagamos con esta pomposa fraseología y nos sentimos satisfechos al ver que el idioma se ha enriquecido con algún nuevo fetiche verbal. Hablamos, pues, con toda seriedad de un individuo-pueblo y hasta de un individuo-Estado, con lo cual nos queremos significar un hombre perteneciente a determinado pueblo o un ciudadano de un Estado determinado; nada de eso: se trata en este caso de todo un pueblo y de todo un Estado, respectivamente, como si fuesen individuos con especificas disposiciones de carácter y especiales cualidades psíquicas o espirituales. Se comprenderá fácilmente lo que esto significa: tomamos una forma abstracta cualquiera, Estado o pueblo, que entraña simplemente un concepto sociológico, la vestimos con ciertas cualidades que sólo son perceptibles en el individuo, y le aplicamos un concepto general, lo cual nos ha de conducir irrevocablemente a los más monstruosos paralogismos.

Lazarus, al explicar los motivos fundamentales de su Psicología de los pueblos (1), pone de manifiesto con toda claridad el modo cómo se han realizado tales construcciones. Después de aplicar, sin titubeos, a todos los pueblos y naciones las cualidades del individuo, declaró, profundamente convencido, que el hombre aislado se considera meramente como portador de la totalidad del espíritu y que únicamenté como tal sirve de transmisor de ideas. Siguiendo el idéario de Wilhelm von Humboldt, se apoyaron sobre todo Lazarus y Steinthal en la diversidad de las lenguas, cuya estructura orgánica pretendieron hacer derivar del modo especial de ser de cada pueblo. A esta especial disposición espiritual y psíquica atribuyeron también la diferencia en las representaciones religiosas de los pueblos, las formas de gobierno, las instituciones sociales y los conceptos éticos, y adjudicaron a cada nación una especial manera de sentir y pensar que no puede aceptar ni rechazar arbitrariamente.

Sabemos ya que la lengua, como expresión de un especial estado del intelecto y del alma de un pueblo, no interesa, puesto que no hay pueblo alguno que haya conservado su lengua primitiva o que, en el decurso de su historia, no la haya transformado, según explícamos ya. Y lo mismo cabe decir de las diversas formas de gobierno, instituciones sociales, criterios de moralidad y sistemas religiosos. Con todo, hubo quienes fueron mucho más allá en el camino trazado por Lazarus y Steinthal: Gustavo Le Bon fundó la psicologia de las masas; otros descubrieron la psiquis de la clase, mientras que Gobineau, Chamberlain, Woltmann, Günther y otros se vanagloriaron de haber hallado el alma de las razas. En esto, sin embargo, siguieron todos un mismo método: atribuyeron las cualidades especiales del individuo a las naciones, clases y razas, y creyeron haber transformado de este modo una forma abstracta en un organismo viviente. Es el mismo método que empleó el hombre para crearse sus dioses, traspasando su propio ser a las pálidas formas de su fantasía y haciéndolas dueñas de su vida. Ahora bien: ¿quién hubiera dudado de que los inventores de las diversas psicologias colectivas, que habían construido sus esquemas exactamente igual, habían de llegar necesariamente a los mismos resultados? Y sin embargo no fue así: cada una de estas hipótesis colectivas, desarrolladas de tal modo, fue una especie de Saturno, el cual en nuestro caso no se contentó con devorar a los propios hijos, sino que devoró a los propios padres.

Cuando se comenzó a discurrir sobre el concepto de la psicologia de masas, quísose únicamente significar que el hombre, al agruparse con otros muchos como él y verse dominado por igual excitación, con un motivo cualquiera, quedaba sometido a una emoción especial que, en determinadas circunstancias, le conducía a actos que él, por sí solo y sin influencia ajena, no realizarla nunca. No cabe dudar que existen tales situaciones; pero nos encontramos aquí siempre con una disposición del individuo, no con una disposición de la masa en cuanto masa. Esta clase de emociones tiene indudablemente su origen en el instinto sociable del hombre y prueban claramente que éste es un rasgo esencial de su existencia humana. De manera similar forman situaciones de dolor general o de regocijo general y entusiasmo colectivo, pudiendo afirmarse que toda sensación psíquica profunda del individuo cristaliza por efecto de la inmediata influencia del ambiente social que respira. Una expresión colectiva del sentimiento humano, tal como cabe observarlo en las manifestaciones de las grandes multitudes, causa tal impresión porque en ella se expresa con vigor elemental la suma total de cada una de las sensaciones individuales y en consecuencia excita extraordinariamente el ánimo.

Por lo demás, pueden observarse fácilmente analogías de sentimiento en los individuos, no sólo en unión con grandes masas, sino también bajo otros fenómenos concomitantes; pero lo que se destaca siempre es que en los hombres hay ciertos instintos fundamentales comunes, a pesar de todas las variedades que los distinguen. Así vemos que la soledad obligada como la sociedad forzosa producen en muchos individuos estados de ánimo que a menudo dan origen a los mismos actos. Lo mismo cabe observar en ciertos fenómenos patológicos, en la excitación sexual y en otros innumerables casos. Podemos, según esto, hablar de un estado individual, psíquico o intelectual, porque únicamente en el individuo existen disposiciones fisiológicas para cierta clase de estados de ánimo y de impresiones espirituales, no en entidades abstractas como el Estado, la masa, la nación o la raza. Nosotros no concebimos la formación de un pensamiento sin la función del cerebro, ni una impresión sensorial sin la mediación de los nervios, ni tampoco el proceso digestivo sin los órganos correspondientes. Ya por este motivo toda psicología colectiva se halla exenta de una base sólida, pudiendo únicamente establecer comparaciones, más o menos provechosas. Los partidarios de estas teorías pasan por alto esas pequeñeces y generalizan a sus anchas en esa materia. Lo que resulta a veces de ello es una construcción ingeniosa, pero nada más.

El hecho de pertenecer a una determinada clase, nación o raza, no determina en modo alguno acerca de todo el pensár y sentir del individuo; tampoco se puede alambicar la consubstancialidad de una nación, raza o clase por el modo de pensar o por el carácter de uno solo de sus componentes aislados. Toda forma social, grande o pequeña, comprende hombres con todas las cualidades de carácter, disposiciones de espíritu e instintos prácticos de actividad, en los que se expresan todos los matices del sentimiento y del pensamiento humanos. Entre los hombres que pertenecen a ese tipo de grupo hay, por regla general, un vago sentimiento de afinidad que no es ciertamente innato a cada uno, sino que más bien se ha educado en él, pero que tiene escasa importancia para juzgar respecto del conjunto. Lo propio sucede con las semejanzas de naturaleza física y espiritual, las cuales tienen sus causas en las condiciones del mundo exterior. En todo caso las disposiciones especiales del individuo sobresalen en su desarrollo completo más que en ciertos rasgos generales que, con el transcurso del tiempo, se forman en determinados grupos humanos. Esto ya lo comprendió muy bien Schopenhauer, cuando dijo:

Por lo demás, la individualidad supera con mucho a la nacionalidad, y en un hombre determinado merece aquélla una atención mil veces mayor que ésta. El carácter nacional, puesto que se refiere a la multitud, no puede alabarse honradamente demasiado. Más bien, lo que aparece es la limitación, la absurdidad y la ruindad del hombre en diferente forma en cada pais; y a esto se le llama carácter nacional. Asqueados de un país, alabamos al otro, hasta que con éste nos sucede lo mismo. Cada una de las naciones se burla de las demás, y todas tienen razón.

Lo que aquí dice Schopenhauer sobre la nacionalidad y sobre el carácter nacional, puede aplicarse sencillamente a todos los conceptos colectivos análogos. Las cualidades que los psicólogos de la multitud atribuyen a sus formas colectivas o imaginan para ellas, rara vez responden a la realidad; son siempre más bien resultados de ilusiones personales, de deseo, y por tanto no hay que considerarlas sino como engendros de la fantasía. La raza o nación cuyas cualidades de carácter pretende exponer el psicólogo de razas o de pueblos, responde siempre al cuadro convencional que él se ha fonnado de ella; ahora bien, según la simpatía o aversión que en un momento dado siente, esta nación o raza es genial, caballeresca, fiel, idealista, de escaso valor moral o espiritual, calculadora, desleal, materialista o traidora. El que confronte las distintas apreciaciones que, durante la Gran Guerra, formulaban los miembros de todas las naciones sobre las contrarias, no se forjará ilusiones sobre la verdadera significación de esos juicios. Más aterradora aún será la impresión si se coteja las apreciaciones de los períodos anteriores, para compararlas con las de los períodos posteriores. Léase el himno del romántico francés Víctor Hugo a los pueblos alemanes o la oda del poeta inglés, Tomás Campbell, A los alemanes y, como réplica, los desahogos nacionales de los honorables contemporáneos de ambos países, sobre los mismos alemanes. Tratándose, en este caso, de ingleses y franceses, no se puede ofrecer a los alemanes un testimonio más fidedigno. Léanse también los frenéticos juicios de los antropólogos alemanes sobre la supuesta inferioridad mental de los ingleses y la degeneración de los franceses, y se comprenderá la máxima de Nietzsche: No tener tratos con hombre alguno que tenga una participación en la mentida mistificación racial.

En cuan gran escala influyen los cambios de circunstancias y la disposición de ánimo del momento en el modo de juzgar a las naciones, se desprende de las manifestaciones de dos autores franceses que Karl Lahm ha reproducido en su sabroso y liberal escrito Franzozen. Frédéric-Constant de Rougemont ha emitido el siguiente juicio sobre los alemanes:

El alemán ha venido al mundo para una vida del espíritu. Fáltale la elevada y fácil serenidad del francés. Tiene un alma muy dotada, y en sus inclinaciones es delicado y profundo. Para el trabajo es incansable, y en las empresas constante. Ningún pueblo conoce una moral más elevada y en ninguno llegan los hombres a edades tan avanzadas ... Mientras que los naturales de otros paises cifran su gloria en ser franceses, ingleses o españoles, el alemán abraza a la humanidad toda con un amor imparcial. Su misma situación topográfica en el centro de Europa hace que la nación alemana aparezca como el corazón y a la vez la razón pensante de la humanidad.

Compárense estas manifestaciones con el juicio del fraile dominico Didon, en su libro Les allemands:

En el alemán de nuestros días, aun en aquella edad en que se es más susceptible a los pensamientos caballerescos, no he podido sorprender jamás un entusiasta sentimiento que alcanzase más allá del círculo histórico de la patria alemana. Las fronteras oprimen con su fuerza muda al germano. La codicia es su ley suprema. Sus grandes hombres de Estado son sencillamente codiciosos geniales. Su ambiciosa política, más atenta al lucro que a la gloria, no ha sufrido nunca la más ligera desaprohación del país, el cual acepta sus oráculos sin resistencia alguna y a ciegas. Los alemanes se han creado aliados, pero no amigos. A los que logran encadenar, los tienen sujetos por el interés o por el miedo, puesto que no pueden menos de reflexionar en su duro porvenir. Y ¿cómo no ha de tener miedo el que esta a merced de una potencia que no se rige por las leyes de la equidad y a la que domina sin freno el poder de la ambición? ... El predominio de Alemania en Europa significa el militarismo triunfante, la soberanía del terror, de la violencia, del egoísmo. Infinitas veces he intentado descubrir en ellos algún rasgo de simpatía hacia los demás países y nunca lo he logrado.

Estos juicios se contradicen mutuamente, a pesar de lo cual ambos -cada uno a su manera- han influído en la opinión pública de Francia; pero aun así se explica en cierto modo la abierta oposición que aqui se destaca. Ambos juicios proceden de dos hombres distintos, habiendo sido pronunciados el uno antes y el otro después de la guerra franco-alemana de 1870-71. Se atravesaba a la sazón el gran período de las mentiras, que los necios frenéticos designaron como baño de acero del rejuvenecimiento de los pueblos. En este periodo el juicio era algo más rápido si se tenía a mano, y se había aprendido, además, a modificar el juicio según lo exigieran las circunstancias. Según esto, el Popolo d'Italia, órgano del que después había de ser dictador Mussolini, estampó el siguiente halagüeño juicio sobre Rumania antes que esta potencia se adhiriese a la causa de los Aliados:

No se llame ya más a Rumania hermana nuestra. Los rumanos no son romanos, por más que se adornen con nombre tan noble. Son una mczda de pueblos primitivos bárbaros, sojuzgados por los romanos, junto con eslavos, pechenegas, cazaros, ávaros, tártaros, mogoles, hunos, turcos y griegos, y puede fácilmente comprenderse qué hez hubo de salir de esta mezcla. El rumano sigue siendo un bárbaro y un individuo inferior que sólo para general ludibrio de los franceses remeda a los parisienses y pesca gustosamente en aguas turbias, donde no hay peligro ninguno, y si lo hubiese, lo evitará en lo posible, así obró ya en 1913.

Pero apenas entrados los rumanos en la guerra y en plena actuación bélica al lado de los aliados, decía de ellos el mismo órgano mussoliniano:

Los rumanos acaban de dar una brillante prueba de que son dignos hijos de los antiguos romanos, de los cuales descienden ni más ni menos que nosotros. Son, pues, nuestros hermanos más próximos; con su propio valor y decisión se han sumado a la lucha de las razas latina, y eslava contra la germana; en otros términos, la lucha por la libertad, la cultura y el derecho, y contra la tiranía, el despotismo, la barbarie y el egoísmo prusianos. Asi como los rumanos en 1877 demostraron el gran rendimiento que podían dar al lado de nuestros aliados, los valerosos rusos; así también ahora, con los mismos aliados contra la barbarie austrohúngaroalemana, han puesto su acerada espada en el plato de la balanza y lo han hecho inclinar en beneficio de la victoria. Y en realidad, no otra cosa había que esperar de un pueblo que se honra de pertenecer a la raza latina, que en otro tiempo dominó el mundo todo (2).

Sería labor digna de encomio ésa de recoger cuidadosamente y compulsar los juicios análogos que durante la gran guerra se emitieron sobre las distintas naciones. Una colección de este género pondría de relieve la ausencia de espíritu de nuestro tiempo, mejor que los más bellos comentarios de nuestros historiógrafos.

Si los cultivadores de la llamada psicología de las razas o los pueblos, puestos a dictaminar sobre las naciones extranjeras, expresan juicios por regla general injustos, parciales y apartados de la realidad, en cambio, al hablar de la propia nación la glorifican incesantemente a costa de las demás, incurriendo en juicios necios e infantiles, suponiendo que aun hoy se sienta gusto por tales cosas. Se imagina uno de esos hombres que no pierden ocasión de jactarse de su valor vendiéndose como prototipos de sabiduría, genialidad y virtud y que con esta autoincensación deprime a los demás y los menosprecia como gentes de calidad inferior. Se le tendrá seguramente por un mentecato vanidoso o por un enfermo y se le tratará en consecuencia. Pero cuando se trata del propio país, se hacen valer las peores sinrazones y no se vacila en encomiar las virtudes de todos, considerando a los de fuera como hombres de segundo orden, como si fuera un mérito propio y personal haber nacido alemán, francés o chino. Y téngase en cuenta que de esta debilidad no se han eximido algunos espíritus privilegiados, y lo comprendió muy bien el filósofo escocés Hume, al decir:

Cuando nuestra nación entra en guerra con otra, abominamos de ésta con toda el alma y la llamamos cruel, injusta y atropelladora; en cambio a nosotros y a nuestros aliados nos calificamos de honrados, razonables y hasta indulgentes. En boca nuestra, nuestras traiciones son actos de prudencia, nuestras crueldades son una necesidad. En suma, nuestros defectos nos parecen pequeños, insignificantes y no pocas veces les damos el nombre de la virtud que más se les acerca.

Toda psicología colectiva adolece de tales insuficiencias, y por la lógica de sus propias hipótesis se ve forzada a hacer pasar por hechos concretos sus veleidades, llegando con ello automáticamente a consecuencias que abren el camino a la propia decepción. Sin embargo, es aún más desafortunado hablar de una cultura nacional, en la que se supone que tiene su expresión el espíritu especial o el alma especial de cada pueblo. La creencia en el alma de la cultura nacional se basa en la misma ilusión que las misiones históricas de Bossuet, Fichte, Hegel y sus numerosos adeptos.

La cultura como cultura no fue jamás nacional, ya por el hecho mismo de que va más allá de los marcos políticos de las formas estatales y no está circunscrita por frontera alguna. Esto lo confirmará una ligera ojeada a los diversos sectores de la vida cultural. Prescindiremos en ello de toda separación o distinción artificial entre civilización y cultura, y esto por los motivos antes aducidos. Nuestras consideraciones abarcarán más bien todos aquellos dominios en los que se ve expresada la consciente intervención del hombre en el proceso natural considerado en su rudeza, desde la estructuración material de la vida econ6mica hasta las formas más desarrolladas de la creación espiritual y de la actuación artística, puesto que también nosotros opinamos como Karol Capek, quien ha dicho:

Toda actividad humana orientada a completar, facilitar y ordenar nuestra vida, es cultural. No existe solución de continuidad entre cultura y todo lo demás. No afirmaré yo que el ruido de los motores sea la música de hoy; pero si digo que este ruido es una de las notas de la polifonla de la vida cultural, así como el celestial sonido de un violín, las frases de un elocuente discurso o el griterío en un campo de deportes son también notas de esta polifonía. La cultura no es sección alguna ni fracción de la vida, pero sí es su suma y su punto central.

Trabajo inútil sería querer probar el origen o contenido nacional del sistema de economía nacionalista en que vivimos. El moderno capitalismo, que desarrolla en proporciones fabulosas la monopolización de los medios de producción y de las riquezas sociales en interés de unas exiguas minorías, habiendo expuesto con ello a las grandes masas de la población trabajadora a las funestas y crudes consecuencias de la esclavitud asalariada, es a su vez resultado de ciertas tendencias nacionales, aunque ideológicamente nada tiene que ver con tales tendencias. Es verdad que los fautores de la economía capitalista favorecen bajo ciertas hipótesis las tendencias nacionales; pero esto es siempre debido al hecho de que los intereses nacionales que ellos tienen presentes fueron siempre sus intereses propios. Ningún sistema de economía del pasado sacrificó tan notoria y desconsideradamente como el sistema capitalista los llamados principios fundamentales de la nación a la rapacidad de unas pequeñas minorías de la sociedad.

La estructuración del sistema económico capitalista triunfó en todos los países con uniformidad tan pasmosa que se puede comprender por qué los economistas señalan siempre el determinismo de este desarrollo y ven en cada manifestación del sistema capitalista el inevitable resultado de las férreas leyes económicas, cuyos efectos son más fuertes que la voluntad de los agentes humanos. De hecho, el capitalismo hizo madurar en todos los países donde hasta ahora se ha implantado, los mismos fenómenos, los mismos efectos sobre la vida de los hombres en su conjunto, sin diferencia de raza ni nación. Y si acá o allá aparecen insignificantes diferencias, no son consecuencia de especiales disposiciones nacionales, sino que se han de atribuir al grado de desarrollo a que ha llegado la misma economía capitalista.

Esto se ve hoy muy claramente en el desarrollo adquirido por las grandes industrias capitalistas en Europa y particularmente en Alemania. Hasta no hace mucho se hacían profundas consideraciones sobre el fabuloso desarrollo de la industria americana y sus métodos de trabajo: quísose ver en estos métodos las inevitables realizaciones de un espíritu americano especial que no podría nunca concertarse con el sentimiento del hombre europeo y sobre todo del alemán. ¿Quién, en presencia de los novísimos resultados de toda nuestra vida económica, se hubiera atrevido hoy a defender una afirmación tan huera como inútil? La célebre racionalización de la economía, con la ayuda del sistema Taylor y del trabajo en serie de Ford, ha hecho en Alemania en pocos años mayores progresos que en ningún otro país. Estamos hace ya tiempo convencidos de que el taylorismo y el fordismo no son en manera alguna resultado específico del espíritu americano, sino evidentes fenómenos del sistema de economía capitalista como tal y para cuyas ventajas el generoso empresario alemán no está menos preparado que el asendereado yanqui, cuya actitud puramente materialista no hemos podido condenar antes suficientemente.

El hecho de haberse implantado estos métodos en América por primera vez, no prueba que radiquen en el espíritu americano y que se les haya de conceptuar como disposición especial de los americanos. Ni Ford ni Taylor recibieron inspiración alguna especial del cielo para sus métodos, sino que tuvieron sus predecesores en la economía capitalista, y seguramente no estaban predestinados a semejante misión por disposiciones especiales. El trabajo en serie, el stop-hour y el scientific management, términos con que se ha bautizado el refinado cálculo de todo movimiento muscular, fueron saliendo sucesivamente de la industria capitalista y han sido fomentados por ella. Para el carácter general de la producción mecánica, es de exigua importancia el que ésta o la otra máquina haya sido empleada por primera vez en Alemania o en América, y lo mismo se puede decir de los métodos de trabajo nacidos del desarrollo de la técnica moderna.

El empeño por aumentar en lo posible la producción con el menor consumo de fuerza, va íntimamente unido a la moderna producción mecánica y la economía capitalista. De esto dan testimonio el rápido y cada vez más progresivo despliegue de las fuerzas naturales y su valoración técnica, el constante perfeccionamiento del instrumental mecánico, la industrialización de la agricultura y la creciente especialización del trabajo. El hecho de que las más modernas manifestaciones del capitalismo industrial se hayan dado a conocer precisamente en América y mucho antes que en otras partes, nada tiene que ver con las influencias nacionales. En un país tan extraordinariamente dotado por la naturaleza y en el cual el desarrollo industrial ha tomado un ritmo tan acelerado, habían de aparecer necesariamente, antes que en otros paises, los extremos de la vida económica capitalista y tomar formas muy agudas. Taylor, que se vió envuelto en este fantástico proceso de desarrollo y cuyo espíritu no se hallaba cohibido en manera alguna per rancias tradiciones, reconoció con segura visión las posibilidades casi ilimitadas de dicho desarrollo. La constante alza del rendimiento en la producción se convirtió en consigna de la época y condujo a perfecciones cada vez mayores del instrumental mecánico. ¿Tuvo lugar bajo estas circunstancias el hecho inaudito de que se le ocurriese a un hombre la idea de acoplar y graduar el hombre, máquina de carne y hueso, al ritmo de una máquina de hierro y acero? Del sistema de Taylor al proceso de la fabricación en serie no había más que un paso. Ford fue el usufructuario de Taylor, y sus tantas veces encomiada genialidad consistió, sencillamente, en desarrollar el método para sus propios objetivos especiales y en adaptarlo a las nuevas condiciones de la producción en masa.

Desde América se propagó el método por toda Europa. En Alemania la racionalización provocó en pocos años una completa revolución en toda la industria. Hoy la industria francesa se halla bajo este signo. Los demás países siguen a cierta distancia, y no tienen más remedio que seguir si no quieren que su economía quede rezagada. Incluso en la Rusia bolchevista se siguen las mismas huellas y se habla de una socialización del sistema Taylor, sin percatarse de que ello es la muerte del socialismo, que la revolución rusa pretendía convertir en realidad.

Lo que se dice de esta última fase del desanollo capitalista puede aplicarse al desarrollo del capitalismo en general. Este se ha abierto camino en todas partes bajo los mismos y característicos fenómenos concomitantes, sin que hayan podido impedir su avance las fronteras de los distintos Estados ni las tradiciones nacionales y religiosas. En la India, en China, en Japón, etc., pueden observarse hoy fenómenos ariálogos a los que nos deparó el primitivo capitalismo en Europa, sólo que el proceso de desarrollo es hoy más acelerado en todas partes. En todos los países industriales modernos, la lucha por la materias primas y por la salida y colocación de las manufacturas conduce a los mismos resultados y da su propio sello a la política exterior de los Estados capitalistas. Estas manifestaciones tienen lugar en todas partes con rara uniformidad y casi con rasgos semejantes; pero nada, absolutamente nada, indica que actúen verdaderamente fuerzas que hayan de atribuirse a una disposición nacional especial de uno o de otro pueblo.

Con la misma uniformidad se realiza en todas partes el tránsito del capitalismo privado al capitalismo monopolizador que hoy cabe observar en los países industriales. En todas partes se descubre que el mundo capitalista ha entrado en una nueva fase de su existencia, que pone aún más notoriamente de manifiesto su verdadero carácter. El capitalismo rompe hoy todas las barreras de los llamados dominios económicos y tiende cada vez más decididamente a un estado de economía mundial organizada. El capital, que primitivamente se sentía ligado a ciertos intereses económicos nacionales, toma proporciones de capital mundial y se esfuerza por organizar la explotación de toda la humanidad según principios básicos unitarios. Así vemos hoy que, en lugar de los primitivos grupos nacionales de economía, cristalizan, cada vez con mayor pujanza, las tres grandes unidades económicas: América, Europa y Asia, y no hay motivo para creer que el desarrollo deje de avanzar en esta dirección, mientras el sistema capitalista siga siendo capaz de resistir.

Si bien la libre concurrencia era en un principio la gran consigna de la economía política, que veía en el libre juego de las fuerzas la necesaria realización de una férrea ley económica, esta forma, ya anticuada, debe ceder el puesto cada vez más a la estrategia económica de las formas colectivas capitalistas que, con la esperanza de abolir toda concurrencia en el campo nacional e internacional, se empeñan en obtener precios unitarios, mientras primitivamente la mutua concurrencia de los propietarios privados en la industria y el comercio procuraba que el empresario y el comerciante mayorista no elevasen excesivamente sus precios; hoy los tenedores de los grandes kartells económicos están fácilmente en situación de frenar toda concurrencia privada e imponer los precios, por su soberana autoridad, a los consumidores. Corporaciones como la Internationale Rohstahigemeinschaft y cien otras, muestran claramente el camino de esa situación. Junto con el antiguo capitalismo privado desaparece su lema del laissez faire, para dar lugar a la dictadura económica del moderno capitalismo colectivista.

No, nuestro actual sistema económico no tiene tampoco una vena nacional, como no la tuvo el sistema económico del pasado ni la economía en general. Lo que aquí se ha dicho del moderno capitalismo de la industria puede decirse también de las operaciones del capital comercial y bancario. Sus representantes y usufructuarios se sienten seguros; traman guerras y organizan revoluciones cuando les parece conveniente; dan a la moderna política las necesarias consignas que han de encubrir con el velo engañoso de ideas confusionistas la cruel e insaciable avidez de ciertas pequeñas minorías. Por medio de una prensa venal y sin rubor ante la mentira, modifican y crean la llamada opinión pública y pisotean con cinismo frío y calculador todos los mano damientos de la humanidad y de la moral social; en una palabra, hacen del medro personal el punto de partida de todas las consideraciones, estando siempre prontos a sacrificar a este Moloch el bienestar de la humanidad.

Donde los ánimos inocentes olfatean profundas causas políticas o el odio nacional, en realidad no hay sino conjuraciones urdidas por los filibusteros de las finanzas. Estos sacan partido de todo: de rivalidades políticas y económicas, de las hostilidades nacionales, de las comunicaciones diplomáticas, de las contiendas religiosas. En todas las guerras del último cuarto de siglo se vió la ingerencia de las grandes finanzas: la conquista de Egipto y del Transvaal, la anexión de Tripoli, la ocupación de Marruecos, el reparto de Persia, las matanzas en Manchuria, la carnicería de China con motivo de la guerra de los bóxers, la guerra del Japón ... todo ha revelado la labor subterránea de la gran Banca. Los centenares de miles de hombres que se han sacrificado en la guerra, son vlctimas de las finanzas, pero a éstas ¿qué les importa? La cabeza del financista tiene bastante que hacer para lograr que concuerden las cifras de los libros de caja; lo demás, no le incumbe, y no tuvo nunca suficiente imaginación para hacer entrar en sus cálculos las vidas humanas (3).

El capitalismo es siempre el mismo en sus esfuerzos, como también en la elección de medios para sus objetivos. Son también en todas partes los mismos sus devastadores efectos sobre la vida espiritual y sentimental de los hombres. Su actuación, en todas las regiones del globo, conduce a los mismos resultados, dando a los hombres un sello especial, no conocido antiguamente. Al que siguiere de cerca y detenidamente esos fenómenos, le será imposible sustraerse al convencimiento de que nuestro moderno sistema económico es un producto histórico de una época determinada, de ningún modo el resultado de especiales esfuerzos nacionales. A formar este estado de cosas han contribuido fuerzas de todos los paises; y si se quiere comprender verdaderamente su modo de ser intrínseco, es necesario profundizar en las iniciativas espirituales y materiales de la época capitalista; pero sería trabajo perdido el querer juzgar, según los llamados puntos de vista nacionales, los fundamentos económicos de ésta y otras épocas ya pasadas de la sociedad.

A esto se debe que el llamado nacionalismo económico, que tanto da hoy que decir y que hasta atrajo a sus filas a socialistas muy destacados, haya prosperado más de lo que era de presumir. Del hecho que las antiguas unidades económicas nacionales se vean cada vez más suplantadas por la economía de los trusts y kartells internacionales, se ha querido sacar la prematura consecuencia de que hay que dar nueva estructura y organización a toda la economía y fundamentarla en las especiales instituciones y capacidades inherentes a cada pueblo. Según esto, la actividad en la industria hullera y sus varias ramas, y la elaboración de las fibras textiles en general, se consideran ocupaciones más adaptadas al instinto económico nacional de los ingleses, mientras que se afirma de los alemanes que son los que tienen mayor aptitud para las industrias de la potasa, para el arte de imprimir, para las industrias químicas y la óptica. De este modo se cree poder prescribir a cada pueblo una actividad industrial especial que responde a su modo de ser nacional, y llegar por este camino a una reorganización de toda la vida económica.

Estos conceptos en realidad no son sino una nueva expresión de idearios que desempeñaron un importante papel en las obras de los antiguos economistas ingleses. También entonces se creyó poder afirmar que la naturaleza había predestinado a ciertos pueblos para la industria y a otras para la agricultura. Esta ilusión se ha desvanecido hace ya mucho tiempo, y cualquier nueva formulación que de ella se haga no tendrá mejor fin. A los hombres, como individuos, se les puede, sí, someter a una especialización económica, pero nunca a los pueblos y naciones. Estos y otros idearios semejantes adolecen de la misma insuficiencia que forma la base de todo concepto colectivo. Se obstinan en traspasar a un conjunto compuesto de elementos discordantes ciertas cualidades que cabe observar en el individuo más o menos claramente. Podrá suceder que un hombre, en base a ciertas disposiciones y capacidades innatas, sea muy apto para químico, albañil, pintor o filósofo; pero a un pueblo, como conjunto, no se le puede someter a una noción tan abstracta, puesto que cada uno de sus miembros muestra inclinaciones y necesidades especiales, que se revelan en la rica diversidad de sus varios esfuerzos. Precisamente esta multiformidad, en la que se complementan mutuamente las disposiciones, capacidades e inclinaciones naturales, es la que forma la esencia propiamente dicha de toda comunidad. El que prescinde de esto no tiene comprensión alguna para la forma orgánica de la sociedad.

Lo que aquí se ha dicho del aspecto económico de la cultura social, atañe igualmente a las formas políticas de la vida de la sociedad, las cuales pueden considerarse únicamente como productos de determinadas épocas, pero nunca como formas típicas de una ideología de carácter nacional. Fuera estéril empeño someter a un examen todas las formas de Estado pasadas, en cuanto a su carácter y contenido nacionales. En este terreno nos encontramos con un desarrollo social que tuvo sucesivamente su campo en todas las partes del ciclo cultural europeo y que, ya por esta causa, no estaba ligado a norma alguna nacional determinada. Ni siquiera los más decididos representantes del pensamiento nacional pueden poner en tela de juicio que el tránsito del llamado Estado de súbditos al Estado constitucional nacional se verificó en toda Europa bajo las mismas condiciones sociales y a menudo en formas completamente análogas.

La monarquía absoluta, que en casi toda Europa precedió al actual Estado constitucional, estuvo al principio tan íntimametne compenetrada con la antigua economía feudal, y en acción recíproca con ella, como lo estuvo después el sistema parlamentario con la ordenación económica del capitalismo privado, y como esta última no está encerrada en frontera nacional alguna, la forma parlamentaria de gobierno sirvió no sólo a una determinada nación, sino a todas las llamadas naciones cultas, de marco político para su actividad social. Aun las manifestaciones de decadencia del sistema parlamentario, que se pueden observar hoy en todas partes, se exteriorizan en todos los países en formas análogas. Por más que afirme constantemente Mussolini que el moderno fascismo es un producto puramente italiano que no puede ser imitado por otra nación, la historia de los últimos diez años nos ha demostrado cuán presuntuosa e infundada es esta afirmación. El propio fascismo, a pesar de su ideología nacionalista exaltada hasta el paroxismo, no es sino un producto espiritual de nuestra época, nacido de una determinada situación y nutrido por ella. La situación general, económica, política y social que surgió de las consecuencias de la guerra, condujo en todos los países a iniciativas por el estilo, las cuales no hicieron sino atestiguar que, en fin de cuentas, hasta el más extremo nacionalismo se ha de considerar como una corriente de la época que se desarrolla en determinadas condiciones sociales y en la que de ningún modo se encarna el espíritu nacional especial de un pueblo determinado.

El político moderno, en todo país de sistema parlamentario, se ajusta a una misma norma y persigue siempre el mismo objetivo. Es un tipo en sí, que se halla en todos los Estados modernos y está moldeado por el especial modo de ser de su profesión: situado en su partido, cuya voluntad expresa y exterioriza, su constante empeño es hacer prevalecer la opinión del partido y defender sus intereses especiales como pertenecientes al bien común. Si sobresale algo por encima del nivel medio espiritual de un jefe de partido, sabe muy bien que la supuesta voluntad de la agrupación sólo es la voluntad de una pequeña minoría, la cual da al partido su tendencia y determina su actividad práctica. Tener en la mano siempre las riendas de los partidos y dirigir a sus adeptos de modo que cada uno de ellos crea que hace su propia voluntad, he aquí uno de los fenómenos caracteristicos del moderno sistema de los partidos.

La naturaleza de los partidos políticos, en los que se apoya todo gobierno parlamentario, es la misma en todos los países. En todas partes se diferencia el partido de otras formas de organización humana en que tiene el constante empeño de lograr el poder, y ha inscrito en su estandarte la conquista del Estado. Toda su estructura está copiada del Estado, y así como el Gobierno mismo se rige siempre por la ra:ón de Estado, el partido sigue constantemente las consideraciones de la especial ra:ón de partido. Un acto, o una simple idea, son para sus adeptos buenos o malos, justos o injustos, no porque lo sean para el criterio personal y para la convicción del individuo, sino única y exclusivamente porque son útiles o nocivos a los empeños del partido, porque favorecen sus planes o ponen trabas a los mismos. Por lo demás, la disciplina voluntaria que el partido impone a sus miembros, por regla general es mucho más eficiente que la amenaza de la ley, puesto que la esclavitud por principio tiene raíces más profundas que la que se impone al hombre por la violencia exterior.

En tanto el partido no consigue la influencia pública a que aspira, se mantiene en continua óposición al Gobierno actual; pero la oposición es para el sistema parlamentario una institución tan necesaria que, de no existir, habría tenido que inventarla, como en cierta ocasión dijo cínicamente Napoleón III. Si el partido adquiere tal fuerza y prestigio que los rectores del Estado han de contar con su influencia, se le hacen todo género de concesiones y hasta, llegado el caso, se llama a sus representantes para que formen parte del Gobierno. Pero lo cierto es que precisamente la existencia de los partidos políticos y su influencia en la vida pública contradice manifiestamente la ilusión de una supuesta conciencia nacional, puesto que demuestra con claridad meridiana cuán irremediablemente hendida y astillada se halla la armazón artificial de la nación.

Ahora, por lo que atañe al gobierno parlamentario como tal, hay en los diversos países ciertas diferencias, pero no pasan de discrepancias formales y en manera alguna han de tenerse por diversidades substanciales. En todas partes trabaja la máquina parlamentaria con iguales métodos y con la misma rutina. Los debates de los cuerpos colegisladores sirven a modo de representaciones teatrales a las que asiste moralmente el país para su esparcimiento; pero no consiguen, en absoluto, el objetivo que parecen proponerse de convencer al adversario o, por lo menos, de hacerle vacilar en sus puntos de vista. En cuanto a la posición de los llamados representantes del pueblo en las votaciones sobre las diferentes cuestiones sometidas a debate, se fija previamente en las diversas fracciones, y no hay elocuencia -ni aunque fuese Demóstenes el que ocupara la tribuna- capaz de hacerles cambiar de posición. Si el Parlamento se limitase simplemente a las votaciones y prescindiese de toda discusión publica, el resultado sería exactamente el mismo. Las exposiciones oratorias no son, en definitiva, más que un aderezo para salvar las apariencias. Esto sucede en Francia, lo mismo que en Inglaterra o América, y sería perder el tiempo el querer comprobar rasgos nacionales especiales en los procedimientos prácticos de cada uno de los diversos parlamentos.

Todo el desarrollo político, hasta que se implantó el moderno Estado constitucional en Europa, se realizó fundándose en las mismas causas y en formas más o menos semejantes, porque tenía como substrato relaciones acreditadas no simplemente en determinada nación, sino en todos los pueblos del continente, y allí se hacían fuertes con la misma irrebatible lógica con que se resistían también los representantes del antiguo régimen. Es verdad que se pueden fijar diferencias temporales, ya que la gran transformación no tuvo lugar simultáneamente en todos los países; pero sus formas fenoménicas son en todas partes las mismas y fueron fomentadas por las mismas causas. Esto se prueba también por la aparición y difusión de las llamadas doctrinas mercantiles, que tan decisiva influencia ejercieron en la política interior y exterior de los Estados absolutistas de los siglos XVII y XVIII. Estas doctrinas tuvieron en todos los países de Europa famosos representantes: en Francia, a Bodin, Montcrétien, de Watteville, Sully, Melon, Farbonnais y otros; en Inglaterra, a Raleigh, Mun, Child, Temple, etc.; en Italia, a Galiani, Genovesi y sus adeptos; en España, a Ustáriz y a Ulloa; en Holanda, a Hugo Grotius y Pieter de Groot; en Austria y Alemania, a Becker, Hrneck, Seckendorff, Justi, Süssmilch, Sonnenfels y muchos más. También aquí se trataba de una amplia corriente general espiritual, nacida de la situación social de Europa.

Cuanto mayores eran las conquistas del Estado absolutistá en cada uno de los países, como infranqueable barrera de todo otro desarrollo social, más de relieve se ponía lo pernicioso de sus tendencias económico-políticas y más indudables fueron en el transcurso del tiempo los esfuerzos hacia una transformación política y hacia nuevos conocimientos económicos. La insensata manía del derroche en las Cortes, rodeadas de pueblos hambrientos; el vergonzoso séquito de favoritos y amantes; la decadencia de la agricultura a causa de los privilegios feudales y de un monstruoso sistema tributario; la inminente bancarrota del Estado; las agitaciones de los campesinos, a quienes las clases privilegiadas trataban apenas como hombres; la ruptura de todo vínculo moral y aquel sentimiento de fría indiferencia que tan triste celebridad alcanzó en la frase de la Pompadour: Aprés nous, le déluge! ..., todo ello había de traer necesariamente el derrumbamiento del antiguo régimen y de conducir a nuevas concepciones de la vida. Carece de importancia si esto, al producirse, tuvo su origen en lo interior, como en Holanda, Inglaterra y Francia, o fue debido a causas extrínsecas, como en Alemania, Austria y Polonia.

Así le salieron al absolutismo, críticos y reformadores sociales como Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Diderot y otros, a los que en Holanda e Inglaterra habían precedido pensadores con ideas análogas. Las mismas causas dieron origen a la tendencia de los fisiócratas que, además de levantar gran polvareda contra el mercantilismo, consideraba a la agricultura como la fuente genuina de la riqüeza del pueblo y propugnaba la liberación de toda la economía del yugo de las ordenanzas y reglamentaciones del Estado. La célebre frase de Gournay, laissez faire, laissez aller (que luego sirvió de lema al manchesterismo), había tenido en su origen un significado completamente diverso: había sido el grito de auxilio del espíritu humano contra el grillete de la tutela estatal, que amenazaba con ahogar en germen todas las manifestaciones de la vida social: cada vez se hacia más imposible respirar libremente, y la Humanidad empezaba ya a anhelar el aire puro y el sol. Las ideas de Quesnay, Mirabeau, Beaudeau, de la Riviere, Turgot y otros, hallaron con sorprendente rapidez valerosos aliados en Alemania, Austria, Polonia, Suecia, España y América. Bajo su influencia y la de David Hume, desarrolló Adam Smith su nueva doctrina y se convirtió en fundador de la economía nacional clásica, la cual no tardó en propagarse a otros paises, como ocurrió también con la critica del socialismo, que le pisaba los talones.

También en esto vemos que se trata de fenómenos de la época, nacidos de las condiciones generales en el ambiente social de un determinado periodo y que sucesivamente condujeron a una nueva configuración del Estado y a una renovación de la vida económica. Pero ya Saint Simon reconocía que tampoco esta forma de la vida política era la última de la serie, cuando dijo: El sistema parlamentario y constitucional que a muchos les parece el último milagro del espíritu humano, no es sino un dominio de transición entre el feudalismo (en cuyas ruinas vivimos y cuyos grilletes no hemos aún roto del todo) y un orden superior de cosas. Cuanto más ahonda el espíritu en el proceso de la sucesiva configuración de la vida política y económica, más claramente reconoce que sus formas nacieron de los procesos generales del desarrollo social, y que, por lo mismo, no pueden medirse según principios nacionales (4).


Notas

(1) Moritz Lazarus, Das Leben der Seele. Berlín, 1855-57.

(2) Estas dos citas se han tomado del enjundioso escrito Rasse und Politik, del profesor Julio Goldstein, pág. 152.

(3) P. Kropotkin, La science moderne, etc., pág. 294. (París, 1913).

(4) En el texto de la obra que nos ha servido de base para realizar la presente captura, esto es, Rocker, Rudolf, Nacionalismo y cultura, México, Ed. Reconstruir, sin fecha de edición, esta reproducido, textualmente, en la página 416, lo siguiente: Cuanto más ahonda el espíritu en el proceso de la sucesiva configuración de la vida política y económica, más claramente reconoce que sus formas nacieron de los procesos generales del desarrollo social, y que, por lo mismo, no pueden medirse según principios no nacionales. Para nosotros resulta más que evidente que en este párrafo existe una flagrante contradicción con el espíritu mismo del capítulo en cuestión, puesto que precisamente la argumentación de Rocker busca demostrar el error a que conduce el adoptar posturas nacionalistoides para abocarse al análisis de este tipo de hechos. Por supuesto que en esto hay un error, quizá sea del traductor, o del formador o, incluso, del corrector de la edición original, y precisamos original, porque a todas luces, resulta evidente que la edición realizada en México es un facsimil, por lo que quienes la editaron, definitivamente están libres de culpa, ya que la única culpa que quizá podría achácarseles es la de no haber tenido el cuidado de revisarla. Nota de Chantal López y Omar Cortés.

Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha