Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO SÉPTIMO

LA UNIDAD NACIONAL Y LA DECADENCIA DE LA CULTURA

Primera parte

SUMARIO

Roma y Grecia como símbolos.- El feudalismo visigótico en España.- La cultura árabe.- Florecimiento de las ciudades españolas y autonomía de los municipios.- Descomposición política y punto culminante de la cultura sarracena. - Guerra entre la Cruz y la Media Luna.- Los fueros locales en España.- Las Cortes.- Espíritu federalista de España.- El triunfo del Estado unitario nacional.- La Inquisición como instrumento de fuerza política.- Denota de los comuneros y de las germanías.- Decadencia de la cultura bajo el despotismo.- El periodo de las ciudades libres en Italia.- El despertar de la vida intelectual.- Desarrollo del arte y de la industria.- Los gremios y la época del federalismo.- Los hombres de la unidad nacional enemigos jurados de la federación. El sumo de Mazzinl y el sentido de la realidad de Proudhon.- El absolutismo como destructor de la cultura popular francesa.- La literatura y la lengua aherrojadas por el despotismo.- La reglamentación de la industria.- La unidad nacional y el ocaso de la cultura espiritual en Alemania.- El bismarckismo.- Visión del porvenir.




Grecia y Roma son únicamente símbolos. Toda su historia es sólo la confirmación de la gran verdad de que, cuanto menos desarrollado está en un pueblo el sentido politico de poder, tanto más ricas son las formas de su vida cultural; y cuanto más preponderan las aspiraciones politicas de poder, tanto más desciende el nivel general de la cultura espiritual y social, tanto más sucumbe el empuje natural creador y todo sentimiento profundo del alma, en una palabra, todo sentido de humanidad. Lo espiritual es desplazado por una técnica inerte de las cosas, que solamente conoce cálculo y está lejos de todos los principios éticos. La fría mecanización de las fuerzas ocupa el puesto de la circulación viviente de toda actividad social. La organización de las fuerzas sociales no es ya un medio para el logro de objetivos superiores de la comunidad, algo que se ha vuelto orgánico y que está siempre en proceso de desarrollo, sino que más bien se vuelve yermo objetivo de sí mismo y conduce gradualmente a la paralización de toda actividad creadora y superior. Y cuanto más reconoce el hombre su incapacidad interior -que no es sino una consecuencia de esa mecanización- más desesperadamente se aferra a la forma muerta, buscando su salvación en la témica, que devora su alma y hace de su espíritu un desierto. Rabindranath Tagore que, en su calidad de asiático, contempla, libre de prejuicios, la civilización occidental, expresa en términos precisos y substanciosos el profundo sentido de este fenómeno. Dice:

Cuando la máquina organizadora comienza a tomar gran empuje y cuando los que en la máquina trabajan han venido a ser piezas de la misma, el hombre personal se elimina, no quedando de él más que un fantasma: todo lo que antes fue hombre es ahora máquina, y la gran rueda de la política gira sin el más ligero sentimiento de compasión ni de responsabilidad moral. Podrá suceder que, aun en el inanimado engranaje, intente afirmarse la naturaleza moral del hombre: pero los cables y las poleas chirrían, las fibras del corazón humano se enredan en el rodaje de la máquina, y sólo con gran trabajo puede la voluntad moral obtener una imagen pálida y fragmentaria de lo que anhelaba (1).

Según esto, la unidad politica nacional -que siempre significa técnica a expensas de la cultura- no es un medio propulsor de la fuerza organizadora y creadora de un pueblo, sino más bien constituye el mayor obstáculo para la marcha de toda cultura espiritual superior, puesto que desplaza el centro de gravedad de todo hecho social hacia el terreno político y somete las actividades sociales a la vigilancia de la máquina nacional, que ahoga en el hombre todo anhelo hacia objetivos superiores y moldea los sentimientos de la vida cultural en determinadas formas ajustadas a los fines del Estado nacional. El arte de gobernar a los hombres no fue jamás el arte de educarlos, puesto que no dispone más que del adiestramiento espiritual, cuyo objetivo consiste en reducir toda vida dentro del Estado a una norma determinada. Educar al hombre es dar amplia libertad a sus disposiciones y facultades para que puedan desarrollane autonómicamente: en cambio, el adiestramiento instructivo del Estado nacional pone trabas al desarrollo natural del hombre interior, introduciendo en él cosas que le son extrañas y que, sin embargo, constituirán luego el leit motiv de la vida. La llamada voluntad nacional, que no es sino un solapado trasunto de la voluntad de poder, ha actuado y sigue actuando como elemento paralizador de todo proceso cultural: donde ella prepondera, decrece la cultura y se secan los fuentes del impulso creador, porque se les quita el alimento para poder nutrir la máquina insaciable del Estado nacional.

Grecia produjo una gran cultura y enriqueció a la humanidad por milenios, no aunque estaba política y nacionalmente desmenuzada, sino precisamente por eso. Porque les fue extraña la unidad politica. los miembros particulares pudieron desarrollane con entera libertad y expresar su característica singular. En el desmembramiento de las aspiraciones políticas de poder ha crecido la cultura griega. Porque el impulso cultural de creación que se manifestó tan vigorosamente en la comuna helénica, predominó con mucho y por largo tiempo sobre la voluntad de poder de pequeñas minorías y permitió así a la libertad personal y al pensamiento independiente un más amplio espacio de juego. por eso y sólo por eso halló la rica multilateralidad del querer cultural un campo ilimitado de actividad, sin quebrarse ni doblegarse ante la rígida barrera de un Estado nacional unitario.

Roma no conoció esta disgregación: la idea de la autonomía politica no cuajó en el cerebro de sus dirigentes; en cambio, la de la unidad política aparece como un hilo rojo en todas las épocas de su larga historia. Roma, en materia de centralización política, llegó al más alto grado, y precisamente por esto los romanos no sólo no produjeron nada esencial en el campo de la cultura, sino que en todos los demás terrenos de la actividad creadora aparecen como un pueblo sin espíritu original, al que estaba vedado penetrar y profundizar la esencia de la obra cultural de los otros pueblos. Todas las fuerzas sociales de que disponía las empleó Roma exclusivamente para el logro de sus aspiraciones politicas, que aumentaban con cada nuevo triunfo que obtenía y acabaron por producirle un verdadero vértigo de poder que atropelló todo lo humano y no dejó tiempo ni comprensión para otros empeños. Las dotes culturales naturales que poseía el alma romana, naufragaron en el Estado romano y se anularon ante la actividad desplegada por él para la conquista y mantenimiento de la soberanía mundial. La técnica política absorbió las primitivas tendencias de la cultura y sacrificó a una máquina voraz todas las fuerzas sociales, hasta que no quedó nada que sacrificar, y entonces el inerte mecanismo se derrumbó por su propio peso. Tal es el inevitable fin de toda política de conquista, que tan gráficamente expuso Jean Paul:

El conquistador: -¡Oh, y cuán a menudo te pareces a tu Roma! Aunque lleno de tesoros, de ídolos y de grandezas, estás, sin embargo, rodeado del desierto y de la muerte. Nada verdea en los alrededores de Roma sino la emponzoñada laguna; todo está vacío y salvaje; ni siquiera una aldea dirige sus miradas a la basílica de San Pedro. Tú solo te hinchas con tus pecados bajo la tormenta, al modo que los cadáveres se hinchan abandonados a la intemperie.

Estos fenómenos, sin embargo, no se circunscribieron a Grecia y Roma, sino que se repiten en todas las épocas de la historia, y han dado hasta el presente idénticos resultados. Esto es prueba de que existe cierto curso forzoso de los acontecimientos, que resulta automáticamente de la estimación en que un pueblo tiene la participación en la cultura en la realización de las tendencias políticas.

Si echamos una mirada a la historia de España, observaremos que al invadir la Península ibérica los árabes, procedentes de Africa, el imperio visigótico se hallaba ya en estado de descomposición interior. Los godos, una vez sometido el país, habían arrebatado a sus habitantes vencidos dos terceras partes de su territorio y las entregaron, a título de fundación, a manos muertas, a la nobleza y al clero. Eso dió origen a la formación, sobre todo en el Mediodía del país, de un señorío de grandes terratenientes, junto con un rudo sistema feudal, bajo el que fue decreciendo de manera gradual el rendimiento del suelo; el país qu en otro tiempo había sido el granero de Roma, esterilizóse cada vez más, hasta convertirse, en el decurso de algunos siglos, en un desierto. Las inhumanas persecuciones contra los judíos, especialmente en el reinado de Sisebuto -monarca entregado en cuerpo y alma a la Iglesia-, fueron un golpe terrible dado a la economía, puesto que el comercio y la industria estaban, en gran parte, en manos de las comunidades israelitas. Promulgada por Sisebuto una ley que ponía a los judíos en la disyuntiva de abrazar el cristianismo o ser marcados o vendidos como esclavos, emigraron 100.000 judíos a las Galias y otros 100.000 a Africa, sometiéndose al bautismo únicamente 90.000. A esto se añadieron las perpetuas luchas por la sucesi6n al trono, en las que desempeñaron no pequeño papel el veneno, el puñal, la traición y el vil asesinato. Sólo así se explica que los árabes pudiesen conquistar el país entero en tan breve espacio de tiempo y sin notable resistencia de sus habitantes.

Derrotado definitivamente el último de los reyes godos por el caudillo árabe Tarik, los árabes y sus aliados irrumpieron en el país con sus huestes, y pusieron entonces los primeros jalones de aquella brillante época de cultura que hizo de España, durante algunos siglos, el primer país cultural de Europa. Este período se señala, por regla general, como época de la cultura árabe en España; pero esta denominación no es muy ajustada a la realidad, por cuanto los árabes, propiamente tales, formaban una pequeña parte de las huestes musulmanas que penetraron en el país; mucho más numerosos eran los bereberes y los sirios, a los que se agregaron gran número de judíos, los cuales tuvieron notable participación en la preparación y fomento de aquella gran cultura. Fue, sobre todo, la lengua árabe lo que sirvió de aglutinante para la incorporación de razas tan diversas y de elementos étnicos tan distintos.

El país, completamente devastado por el feudalismo godo, se transformó en breve tiempo en un jardín floreciente: con la construcción de gran número de canales y la instalación de un sistema de riego artificial, se desarrolló la agricultura en un grado como no lo había visto España antes ni lo ha vuelto a ver jamás. En el fértil suelo español crecía la palmera, la caña de azúcar, al añil, el arroz y otras muchas plantas alimenticias que los árabes introdujeron en el país, el cual se hallaba poblado por numerosas ciudades y aldeas. Según las descripciones de los cronistas árabes, España era a la sazón el país más rico en ciudades de Europa y el único donde el viajero podía atravesar, en una jornada, dos o tres ciudades, además de numerosas aldeas. En el periodo de florecimiento de la civilización sarracena, contábanse en ambas orillas del Guadalquivir seis grandes ciudades, trescientas villas y mil docientas aldeas.

La minería, con el beneficio de las ricas venas metalíferas de las montañas, tomó un incremento apenas alcanzado en los tiempos actuales, y a favor de este florecimiento de las industrias extractivas, en gran número de ciudades prosperaban las artes y la industria en general, difundiendo en todo el país el bienestar y necesidades culturales superiores. La industria textil, en sus dos ramas de hilados y tejidos, daba ocupación a más de dos millones de personas. Sólo en Córdoba y en sus alrededores, 130.000 personas vivían de la industria de la seda, y algo análogo ocurría en Sevilla. En los numerosos talleres que funcionaban en dichas ciudades y otros lugares del mediodía de la península, se fabricaban los más finos paños, rasos; damascos y preciosas alcatifas, productos sumamente apreciados en el extranjero. Llegaron a obtener renombre universal los trabajos de filigrana y esmalte de los árabes. Producía asimismo la España musulmana las armas más preciosas, los más valiosos objetos de guadamacilería, las más hermosas manufacturas de alfareria y cerámica, cuyo glaseado de oro y reflejos metálicos no se han podido obtener hasta ahora por la industria moderna. Los árabes fueron quienes introdujeron en Europa el papel que, manufacturado en España, suplantó al pergamino, que era un producto mucho más costoso. Finalmente puede decirse que no hubo en la España musulmana rama alguna de la industria que no llegase a la mayor perfección.

Corrió pareja con este brillante desarrollo de las artes y la industria, el progreso de las bellas artes y la ciencia, habiendo llegado ambas a una altura que aún hoy causa verdadera admiración. En efecto, mientras en toda Europa, en los siglos X y XI, no existía biblioteca alguna pública ni funcionaban más que dos universidades que mereciesen el nombre de tales, en España las primeras sumaban más de setenta, y entre ellas la de Córdoba contaba con 600.000 manuscritos. En cuanto a las universidades, tenían justo renombre las diecisiete que había en Espafia. sobresaliendo las de Córdoba, Sevilla, Granada, Málaga, Jaén. Valencia. Almería y Toledo. De muy apartadas tierras venían estudiantes a cursar en las universidades árabes, llevando a su patria los conocimientos en ellas adquiridos, lo cual contribuyó no poco al ulterior despertar de las ciencias en Europa. La astronomía, la física, la química, las matemáticas y la geometría, la lingüística y la geografía llegaron en España al nivel más elevado que se podía alcanzar en aquella época; pero la ciencia que rayó a especial altura fue la medicina, cuyo desarrollo era imposible en los paises cristianos, puesto que la Iglesia amenazaba con la pena de muerte por la disección de los cadáveres. Artistas y hombres de ciencia se unían en asociaciones especiales para la prosecución de sus estudios, y en todos los dominios de la ciencia se organizaban congresos regulares, en los que se ventilaban las últimas conquistas científicas y se dictaminaba acerca de sus ventajas o inconvenientes, todo lo cual había de contribuir necesariamente a la propagación y difusión del saber en el campo del pensamiento científico.

Enorme fue la producción de los árabes en el terreno de la música y de la poética, cuyas graciosas formas influyeron poderosamente en la misma poética cristiana de España. Lo que crearon en los dominios de la arquitectura es tan grande que linda con lo fabuloso. Desgraciadamente, la mayor parte de sus mejores construcciones cayeron derribadas por la barbarie de los cristianos, y aun allí donde el fanatismo de los adoradores de la cruz no pudo arrancar de cuajo lo existente, por lo menos satisfizo su sed de destrucción sectaria mutilando brutalmente las más egregias obras de arte. En pie están aún, como elocuente testimonio de la riqueza de aquella época singular, construcciones como el Alcázar de Sevilla, la gran mezquita de Córdoba y, sobre todo, la Alhambra de Granada, en las que el estilo arquitectónico morisco demostró haber llegado a su mayor perfección. En la mezquita de Córdoba -que al ser expulsados los moros se transformó en templo cristiano-, la impresión de asombro que causaba su interior con las diecinueve puertas de bronce y las 4.700 lámparas, se desvirtuó en gran parte con la bárbara reforma que se hizo luego, tan desacertada que el propio Carlos V hubo de dirigir a la administración de la iglesia aquel merecido reproche: Habéis construido lo que en otra parte se hubiese podido construir también, pero habéis destruído lo que era único en el mundo.

Lo que dió al estilo arquitectónico morisco el carácter peculiar que le distingue de los demás, fue la profusión de esa rara ornamentación de paredes e interiores que por antonomasia se llamó arabesco. Como el Corán prohibia a los musulmanes la representación gráfica de la figura humana y de los animales, la fantasia mora recurrió a ese laberíntico juego de lineas, el cual, en su delicada e inagotable riqueza de formas, conmovía tan hondamente el espíritu que pudo calificársele con razón de magia de la línea. El arte de los arquitectos disponia entonces de un campo tanto más dilatado cuanto que las ciudades tenian gran densidad de población y áreas muy vastas y espaciosas; así Toledo, en la era de florecimiento de la cultura árabe, tenia 200.000 habitantes; Sevilla y Granada, 400.000 cada una, y de Córdoba refieren los cronistas árabes que comprendía más de 200.000 edificios, entre ellos 600 mezquitas, 900 baños públicos, una universidad y numerosas bibliotecas públicas.

Es digno de notar que tan elevada cultura se desarrolló en una época de descentralización política, no influída en modo alguno por la fonna de Estado monárquica. Incluso al elevarse al califato Abderramán III, se vió obligado a hacer las más amplias concesiones al sentimiento de la personalidad y al anhelo de independencia de la población; tenía el convencimiento de que una rigurosa centralización de las fuerzas del Estado habría de provocar automáticamente un conflicto con las antiguas constituciones tribales de los árabes y los bereberes, conflicto capaz de conmover a todo el Imperio. El país estaba dividido en seis provincias, administradas por una especie de virreyes. Las grandes ciudades tenían su gobernador, las pequeñas su cadí, las aldeas su juez subordinado o hakim.

Estos funcionarios -dice el profesor Diercks en su Historia de España-. en cierto modo no eran más que mediadores entre el gobierno imperial y los municipios, cuya administración era completamente autónoma, siendo esta autonomía ilimitada donde tribus enteras o grupos de familias hacían vida comón. Tanto los árabes como los bereberes se regian por sus antiguas leyes y fueros y no toleraban la ingerencia de las autoridades en los asuntos de sus comunidades. De igual libertad gozaban los cristianos, los cuales elegían de su seno a los condes, y éstos dirigían, junto con los obispos, la administración comunal, siendo responsables ante el Gobierno, no sólo del cumplimiento de los deberes ciudadanos por sus compañeros de fe, sino de la puntual recaudación de los impuestos y gabelas. Los obispos, aunque debían su elección al libre voto de la comunidad, necesitaban la confirmación de los califas, que era como una transmisión del respectivo derecho de soberanía de que habían gozado los reyes godos. Análoga era la situación civil de los judíos, cuyos grandes rabínos figuraban casi siempre como jefes de la comunidad (2).

En verdad, los soberanos de la dinastía de los Omeyas, durante los trescientos años de su existencia, no lograron empuñar seriamente las riendas del Estado ni dar fonna unitaria al gobierno del país. Todo intento en este sentido condujo a sublevaciones interminables, a denegaciones de impuestos, a la temporaria defección de determinadas provincias y hasta a la violenta destitución de los califas. Así, pues, el Imperio era un organismo carente de verdadera trabazón, que se disolvió en seguida en sus componentes al renunciar Hixem III (1031) a su dignidad de califa y abandonar los lugares de su anterior actuación. Fue entonces cuando el soberano dimisionario pronunció aquellas resignadas palabras: Esta generación no ha nacido para mandar ni para obedecer. Córdoba se erigió luego en República, y lo que antes era Imperio se fraccionó en una docena de taifas o pequeños Estados que no obedecían a gobierno alguno central. Y, sin embargo, entonces fue cuando la cultura morisca llegó a su mayor grado de florecimiento y esplendor: los pequeños municipios rivalizaron entre si, esforzándose por superarse en el fomento de las artes y las ciencias. La quiebra de la autoridad estatal no hizo la menor mella en la obra del progreso cultural, sino que, por el contrario, le dió gran empuje por no tener que soportar el peso de las limitaciones políticas.

También en la España cristiana se puede observar claramente cómo asciende o desciende la marea del desarrollo cultural, según el poder público ejerce su acción dentro de determinados límites, o bien toma tales proporciones que rompe todo obstáculo interior y se adueña de todos los resortes de la vida social. Derrotados los visigodos por los árabes, una parte del ejército de aquéllos huyó en desbandada, refugiándose en las montañas de Asturias, donde formó un pequeño y mísero Estado, haciendo desde allí continuas irrupciones sobre el territorio ocupado por los árabes. Allí dió comienzo aquella interminable guerra entre la Cruz y la Media Luna, que duró más de setecientos años y que dió origen a la estrecha colaboración de la Iglesia con la cruzada nacional hispánica, que había de imprimir en el subsiguiente Estado unitario español su sello característico y dar al catolicismo del país esa forma típica que no ha tenido en ningún otro.

Después, en el decurso de estas enconadas y sangrientas luchas, al llevar los moros decididamente la desventaja y perder cada vez más terreno, surgió asimismo, a principios del siglo XII, en el norte y oeste de la península, una nueva serie de Estados cristianos, como Aragón, Castilla, Navarra y Portugal, que, a causa de las sucesivas disputas por la sucesión al trono, batallaron constantemente entre sí, no terminando sus discordias internas sino hacia fines del siglo XV, cuando Fernando de Aragón e Isabel de Castilla reinaron sobre los diversos Estados. En los pequeños Estados subsistió como forma de gobierno la monarquía electiva, que después fue substituída por la hereditaria. Sin embargo, después que, con la toma de Granada, cayó el último baluarte del islamismo en España y cuando, con el matrimonio de Fernando e Isabel, se echaron los primeros fundamentos del Estado nacional unitario, transcurrió aún mucho tiempo antes de que la monarquía lograse someter a su dominio todas las instituciones sociales. del país. No existía la nación -dice Garrido- ni en el terreno económico, ni en el administrativo, ni en el de la política. La unidad tenía su expresión únicamente en la persona del monarca que gobernaba varios reinos, cada uno de los cuales tenía su propia constitución, su código, su moneda y hasta su propio sistema de pesas y medidas ... Antes que el Estado nacional unitario lograra imponerse del todo, fue necesario abolir los antiguos derechos de los municipios y provincias, cuyas libertades estribaban en los llamados fueros o estatutos municipales. Y no era, por cierto, tarea fácil.

Al invadir los árabes el país, una pequeña parte de la población, especialmente la nobleza, huyó a la abrupta región montañosa del norte de la península, pero la gran mayoría de los habitantes de raza ibérica y romana, y hasta buena parte de los godos, desheredados de la fortuna, permanecieron tranquílos en sus antiguas viviendas, sobre todo al advertir que los vencedores les trataban con indulgencia y hasta con consideración; más aún, muchos de ellos abrazaron el islamismo. Todos, sin embargo, musulmanes y cristianos, gozaban de las ventajas del libre estatuto municipal de los árabes, bereberes y sirios, el cual daba amplio campo a su sentimiento de independencia. En cuanto a los españoles, si bien en el decurso de esas interminables luchas arrebataron a los sarracenos alguna que otra ciudad o algún nuevo territorio, en todo caso hubieron de respetar y dejar intactos los antiguos derechos de los municipios; si habían precedido a la conquista prolongadas luchas en virtud de las cuales los habitantes del país habían tenido que abandonarlo o ser exterminados por el vencedor, éste se vió obligado a otorgar a los nuevos pobladores un fuero que les asegurase amplios derechos y libertades locales. Este era el único medio para proteger de contra-ataques el territorio recuperado y mantenerlo en poder del vencedor. La bibliografía española cuenta con gran número de importantes obras sobre la historia de estos municipios, tanto urbanos como rurales, y sus fueros. De ellas se desprende que la administración municipal radicaba en la asamblea del pueblo, a la que los habitantes de la localidad eran convocados todos los domingos al tañido de las campanas para deliberar y tomar acuerdos sobre los asuntos de público interés (3).

El espíritu que informaba a esos municipios era absolutamente democrático y velaba celosamente por los derechos locales de las comunas, dispuesto siempre a ampararlas con todos los medios a su alcance y a resguardarlas de las usurpaciones de los nobles y de la Corona. En estas luchas desempeñaron importante papel las corporaciones de los artesanos urbanos, los cuales constituyeron elemento utilísimo en la rica y variada historia de los municipios españoles, que encarnaban la causa del pueblo. A este propósito dice Zancada:

Entre los varios factores que contribuyeron poderosamente a la dignificación y mejora del municipio, figura un elemento común que favoreció intensamente el desarrollo de estas organizaciones populares. Este elemento, que disponía de grandes energías, fue la asociación profesional de la población artesana, que actuaba a modo de contrapeso contra la tiranía de los barones feudales y bajo cuyo amparo el artesano logró hacer respetar sus derechos. Esta asociación fue a la vez excelente medio para mejorar la situación de los profesionales de las respectivas industrias (4).

Como en otros países, también en España formaron los municipios grandes y pequeñas federaciones, a fin de defender con mayor eficacia sus antiguos derechos. De estas alianzas y de los fueros urbanos surgieron en los varios Estados cristianos las Cortes, los primeros gérmenes de la representación popular, que en España tomó cuerpo un siglo antes que en Inglaterra. De hecho, el recuerdo de los municipios libres no se borró nunca del todo en España, y volvió a figurar en primera línea en todas las sublevaciones que desde hace varios siglos conmovieron periódicamente al país. Hoy día no hay en toda Europa país alguno en el que el espíritu del federalismo viva tan hondamente en el pueblo como España. Y ésta es también la causa de que hasta la fecha los movimientos sociales de este país se hallen animados de un espíritu libertario en una medida como no se ve en ningún otro.

En los Estados cristianos del norte de la Península Ibérica duró esta situación bastante tiempo, hasta que empezó a brillar una cierta cultura. La vida social de los restos de la población visigoda mantuvo durante cuatrocientos años sus primitivas formas, pudiéndose, por lo tanto, afirmar que entre ellos no hubo rastro de cultura alguna superior independiente. Dice Diercks en su Historia de España:

La cultura del norte de España siguió siendo completamente distinta de la que prevalecia en la parte sur de la Península: si vemos aquí florecientes todas las ramas de la cultura material y espiritual, y al Estado, por el contrario, estancado en un grado relativamente bajo y con escasas modificaciones, es porque las relaciones que se formaron en el norte contenían en si mismas el desarrollo del Estado y la regulación esmerada de las instituciones legales.

Es éste un hecho de grandísima importancia y cuyo alcance probablemente no percibió Diercks. En la España árabe, si la cultura logró un desarrollo nonnal y sosegado, fue precisamente porque allí el poder del Estado no pudo concentrarse nunca plenamente, mientras que en el norte de la península esta cultura tardó largo tiempo en arraigar, porque los esfuerzos de la política estatal habían relegado a último término todos los intereses del procomún, y hasta la fecha de la toma de Zaragoza y Toledo no se operó la gran transformación, un proceso en que la influencia morisca adquirió importancia decisiva.

Unicamente formaron una excepción Cataluña, y Barcelona sobre todo, donde la cultura social y espiritual llegó a un alto grado de progreso mucho antes que en los demás Estados cristianos de la península, debido a las estrechas relaciones que Cataluña mantenía con el mediodía de Francia, que antes de la cruzada contra los heréticos albigenses formaba parte de las regiones intelectual y culturalmente más desarrolladas de Europa. Los catalanes, además, no se creyeron obligados por la prohibición del Papa y mantuvieron activo comercio con los Estados árabes del mediodía de la península, lo cual, naturalmente, hubo de dar lugar a un contacto más íntimo con la cultura morisca. Así se explica por qué en Cataluña reinó un espíritu de mayor libertad y se vivió una vida cultural más intensa que en los demás Estados cristianos de la península. Esta diferencia que, con los vejámenes del regio despotismo, al arrebatar violentamente a Cataluña sus derechos y libertades, se hizo más sensible en la conciencia de los catalanes, los convirtió en enemigos jurados de Castilla y creó aquella abierta oposición, que aún hoy existe, entre Cataluña y el resto de España.

Mientras el poder real -que después del matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla se intensificó más y más- se vió obligado a respetar los antiguos privilegios de los municipios y provincias, floreció en las ciudades una exuberante cultura que, transmitida por los árabes a los españoles, llegó sucesivamente a tener existencia propia e independiente. En los comienzos del siglo XVI todas las industrias tenían aún pleno auge: los españoles -como dice Fernando Garrido- habían aprendido de los moros el cardado y teñido de la lana, y los tejidos de León, Segovia, Burgos y Extremadura eran los mejores del mundo. En las provincias de Córdoba, Granada, Murcia, Sevilla, Toledo y Valencia florecía como en ninguna otra parte del orbe la industria de la seda, dando ocupación y sustento a la mayor parte de sus habitantes. La vida de las ciudades parecía remedar la solícita actividad de las abejas al construir sus panales, y al par de la industria llegaron las artes a un magnífico desarrollo, especialmente la arquitectura. Brillante testimonio de este apogeo son las catedrales de Burgos, León, Toledo y Barcelona.

Naturalmente, con la unión de las dos Coronas no se extinguieron las rivalidades entre los diversos Estados, especialmente las que separaban a Castilla de las otras regiones; por lo mismo no pudo el poder público levantar en seguida el brazo en son de amenaza contra los municipios; antes bien, se vió a menudo obligado a someterse a las decisiones de las Cortes, las únicas que podían concederle el dinero que necesitaba para sus empresas. A pesar de esto, el poderoso cardenal Jiménez de Cisneros, confesor de la reina Isabel, preparó la campaña contra los privilegios particulares de los municipios. En esta lucha, uno de los más valiosos instrumentos para el triunfo de la realeza absolutista fue la Inquisición, a la que muchos han señalado como creación exclusiva de la Iglesia y su instrumento; sin razón por cierto, puesto que la Inquisición fue simplemente un engranaje especial en la maquinaria gubernamental de la monarquía y tenía por objeto robustecer el poder del absolutismo y favorecer su completo desarrollo. Como en España los esfuerzos en pro de la implantación del Estado nacional unitario y la unidad de la fe religiosa estaban íntimamente ligados entre sí, colaboraron la Iglesia y la monarquía; pero no obstante, la Iglesia fue en mucho mayor escala un instrumento en manos del despotismo real, cuyos planes favorecía, y con su celo religioso dió aquella nota especial que no conoció el despotismo en ningún otro país. Lo cierto es que la Inquisición, gracias a la realeza española, obtuvo aquel terrible significado que le valió la maldición de las generaciones sucesivas. En su libro sobre la España actual, reproduce Garrido una estadística del abate Montgaillart, según la cual, desde 1481 hasta 1781 fueron quemadas vivas en España 31.920 personas y 16.759 quemadas en efigie. El total de las víctimas -cuyos bienes confiscó el Estado- asciende a 341.029, y añade Garrido que esta cifra es muy moderada.

Fernando el Católico había intentado ya limitar por la violencia el antiguo derecho municipal en varias partes del país; pero hubo de proceder aún con gran cautela y paliar, con todo género de pretextos, sus propios y verdaderos designios. Bajo el gobierno de Carlos I (el emperador Carlos V de Alemania) continuó la Corona con redoblado empeño sus ensayos en dicho sentido, dando esto ocasión al gran levantamiento de las ciudades castellanas en 1521. Los rebeldes obtuvieron al principio algunos pequeños triunfos, pero el ejército de los comuneros no tardó en ser derrotado en Villalar, y Juan de Padilla, el principal caudillo del movimiento, fue ejecutado con algunos de sus compañeros de rebelión. Casi al mismo tiempo fue sofocada, tras sangrientas luchas, la sublevación de las llamadas germanías, que eran unas hermandades y asociaciones de artesanos de la provincia de Valencia. Con estas victorias de la Corona se preparó un sangriento fin a los estatutos municipales vigentes desde principios del siglo XI en los Estados cristianos de España. Después, en tiempo de Felipe II, una vez sofocada en Zaragoza, con sangre de los rebeldes, la sublevación de los aragoneses y decapitado el Justicia Mayor Lanuza, por orden del déspota violador de la Constitución, el absolutismo se afirmó sólidamente, quedando a salvo de cualquier seria conmoción que pudiese producirse en otras partes del país.

De este modo empezó su vida el Estado nacional unitario bajo la dirección de la monarquía absoluta. España fue la primera gran potencia del mundo, y sus esfuerzos en el terreno del poder politico influyeron enormemente en la politica europea; pero con el triunfo del Estado unitario español y con la brutal supresión de todos los derechos y libertades locales, se secaron las fuentes de toda la cultura material y espiritual, cayendo el país en un lastimoso estado de barbarie. No lograron salvarle del colapso cultural las inagotables corrientes de oro y de plata que afluían de las jóvenes colonias de América a la metrópoli. Más bien podría decirse que lo aceleraron.

Con la cruel expulsión de los moros y judios había perdido España sus mejores brazos, tanto para la industria como para la agricultura: la admirable organización de regadíos implantada por los moros decayó y las comarcas más fértiles se convirtieron en terrenos yermos e incultos. España, que en la primera mitad del siglo XVI exportaba aún cereales a otros países, en 1610 se vió obligada ya a importarlos del extranjero, a pesar de la disminución constante de la población. A raíz de la toma de Granada contaba el país unos doce millones de habitantes, y bajo el reinado de Felipe II esta cifra había bajado a unos ocho millones; el censo que se hizo en la segunda mitad del siglo XVII no dió más que 6.843.672 habitantes. España, que en un principio no sólo proveía a sus colonias de todos los productos industriales que necesitaban, sino que además mandaba al extranjero importantes partidas de sedas, paños y otras manufacturas, hubo de ver, hacia fines del siglo XVII, cómo tres cuartas partes de su población vestia telas importadas del extranjero. La industria estaba en plena decadencia y en Castilla y otras regiones el Gobierno había tenido que dar la tierra en arriendo a extranjeros, y lo más lamentable era que los hombres, en virtud de la constante opresión de que eran víctimas, habían perdido el amor al trabajo; así, los que buenamente podían, se hacían frailes o soldados, contribuyendo todo ello a aumentar hasta lo increíble la incultura espiritual. El trabajo era tenido en tan poca estima que ya en 1781 la Academia de Madrid ofreció un premio a la mejor Memoria en que se demostrase que el trabajo manual útil no rebaja en manera alguna al hombre ni mancilla en nada su honor.

La miseria habla rebajado la altivez y matado la libertad -dice Garrido-. La superstición atrajo el más terrible de los azotes, haciendo que la mayor parte de las fortunas fuesen a parar a manos muertas. El empeño por crear mayorazgos y ceder sus bienes a la Iglesia llegó a tal extremo que, en los comienzos de la Revolución en el siglo XIX, más de tres cuartas partes del suelo español estaba gravado con servidumbre.


Notas

(1) Rabindranath Tagore: Nationalismus, pág. 17.

(2) Gustav Diercks: Geschichte Spaniens van den frühsten Zeiten auf die Gegenwart, V. 11. pág. 128. Berlín, 1892.

(3) Eduardo Hinojosa: El origen del régimen municipal en Castilla y León.

(4) Práxedes Zancada: El obrero en España, pág. 11. Barcelona, 1902.

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