Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO QUINTO

LA DESCENTRALIZACIÓN POLÍTICA EN GRECIA

SUMARIO

La unidad política nacional, obstáculo al desenvolvimiento cultural.- Redescubrímiento de Grecia.- Posición de la religión en Grecia.- Sobre el origen de los helenos.- Pensamiento griego.- Conceptos sobre el hombre y sobre el mundo.- Ciencia y filosofía.- Multiplicidad de la cultura griega.- Poesía.- Drama.- Comedia. El teatro como barómetro de la libertad personal.- Cultura física.- Arquitectura.- Estilo griego.- Arte escultórico.- Pintura.- El arte como principio de vida.- El desmenuzamiento político-nacional de Grecia.- Influencia del ambiente natural sobre la multiformidad de la cultura helénica.- Carácter de la ciudad griega.- Propiedad de la colonización griega.- Participación del individuo en la vida pública.- El Olimpo como símbolo de las condiciones políticas.- Las guerras de los persas.- Causas de la victoria helénica.- Unidad cultural y unidad política.- La guerra del Peloponeso y el problema de la unidad nacional.- Signos de decadencia.- Alejandro crea la unidad político-nacional de Grecia y destruye las fuentes de la cultura helénica.




En la primera parte de esta obra hemos señalado las contradicciones inconciliables entre las aspiraciones políticas de las pequeñas minorías en la historia y la actividad creadora de cultura de los núcleos humanos agrupados en sociedad, y hemos intentado explicar lo más claramente posible los resultados de esa escisión profunda. De ahí resulta todo lo demás por sí mismo; ante todo que, en períodos en que el pensamiento y la acción políticas adquieren la hegemonía en la sociedad, se debilita y naufraga en igual grado la creación cultural y especialmente sus formas superiores. Si fuese de otro modo, la cultura eataría en pleno crecimiento y florecimiento en período de auge político y nacional y debería desaparecer en los de desintegración. Pero la historia muestra en todas partes lo contrario. Roma y Grecia son ejemplos clásicos de ello, pero no los únicos; la historia de todos los tiempos y de todos los pueblos ofrece testimonios elocuentes. Esto lo había reconocido muy bien Nietzsche cuando escribió estas palabras sobre la resurrección del espíritu:

En el lecho de enfermo de la política. un pueblo renueva por lo común su juventud y encuentra de nuevo el alma que ha perdido en la busca y el mantenimiento del poder. La cultura debe lo más sublime que posee a los tiempos de debilidad política.

Sobre la extraordinaria significación de la vieja cultura griega se está casi unánimemente de acuerdo. Aun cuando se sea de opinión que esa cultura ha sido excesivamente idealizada por los partidarios entusiastas de la antigüedad clásica, no se puede poner en tela de juicio su enorme importancia. Por lo demás, se puede explicar bien la sobreestimación desmesurada de que ha sido objeto posteriormente la antigüedad clásica. No hay que olvidar nunca que Europa había perdido, con el desenvolvimiento de la Iglesia cristiana, durante siglos, casi todas las relaciones con la vida espiritual griega, que tenía que aparecer repulsiva y extraña al pensamiento cristiano. Por el redescubrimiento del idioma griego y el despertar general de las mentes al culminar la Edad Media, el hombre se sintió ligado espiritualmente a la vieja Hélade. Para los humanistas del siglo XVI, ese viejo mundo, que surgía ante ellos tan repentinamente del olvido y, visto desde lejos, irradiaba con mil colores, tenía que causar por cierto una impresión seductora, tanto más cuanto que les incitó a la comparación inmediata con el presente, en que la Iglesia resistía aún, con la tortura y la hoguera, a la difusión de las nuevas concepciones del mundo.

La cultura griega tenía, sin duda, junto a sus aspectos luminosos y atractivos, también sus defectos sociales, que no hay que pasar por alto cuando se quiere formar un cuadro claro de su carácter general. Ante todo no hay que olvidar que también en Grecia, como en todos los otros Estados antiguos, existía la esdavitud, aun cuando -con excepción de Esparta- el trato dado a los esclavos fue mucho más humano que, por ejemplo, en Roma. En algunas comunas griegas existía incluso la costumbre de emancipar a los esclavos que habían adquirido la instrucción helénica; ocurrió también que, en acontecimientos extraordinarios, una parte de los esclavos era aceptada en la clase de los señores. Así se hizo en Esparta en tiempo de la guerra arquidamesa, cuando la casta privilegiada fue debilitada por grandes pérdidas y tuvo que prever una sublevación de los ilotas. Algo semejante ocurrió también en Atenas. Tampoco la historia de Grecia está enteramente libre de persecuciones a las ideas. Sócrates tuvo que beber la cicuta. Protágoras hubo de fugarse, y su escrito sobre los dioses fue quemado públicamente. Diógenes de Apolonia y Teodoro el Ateo estuvieron expuestos a persecuciones. Hasta poetas como Diágoras de Melo y Esquilo corrieron peligro de muerte, y Eurípides fue amenazado con la acusación pública por sus ideas ateas. Es verdad que esas persecuciones ocasionales no se pueden comparar ni de lejos con las persecuciones a los herejes de la Edad Media. No existía allí una casta sacerdotal organizada ni había tampoco una iglesia. Faltaban todas las condiciones para ello en Grecia. El país carecía, además, de todo fundamento de unidad política, cuyos representantes están siempre inclinados a reprimir los sentimientos libertarios y a convertir en sistema la persecución de ciertas ideas. Existía en el pueblo mismo toda especie de superstición, y en algunos lugares, principalmente en Delfos, se había desarrollado, bajo la influencia de los sacerdotes, una fanática ortodoxia, pero sólo tuvo una significación puramente local, pues carecía de todo vínculo organizado con otros compatriotas.

A pesar de todo, la grandeza espiritual de la cultura griega es indiscutible. Una cultura que pudo influir tanto tiempo en los dominios más diversos, sobre la totalidad de los pueblos europeos, y cuya fuerza insuperable no se ha agotado todavía, aunque sus representantes han desaparecido de la historia hace ya dos mil años, puede, incluso, ser fácilmente sobreestimada, pero difícilmente negada.

A ninguna persona de honda visión se le ocurrirá suponer que los griegos han sacado de sí mismos todas las realizaciones en los distintos dominios de la vida cultural. Esto es precisamente lo grande y lo característico de toda cultura: que no se puede limitar su eficiencia espiritual y social con ninguna clase de fronteras políticas o nacionales. Se pueden instaurar Estados por obra de la espada, pero no una cultura, pues ésta se halla siempre por encima de todas las formas estatales y de todas las instituciones de dominio y es anárquica según su más íntima esencia; eso no indica que haya de ponerse en duda que la coacción política ha sido hasta aqui el mayor obstáculo de todo desarrollo superior de la cultura. Está tan claro como el dia que Grecia fue influida en su desenvolvimiento por otras culturas, y habría que ser un teórico racista para negarlo. Por lo demás, ya la mitologia misma de los griegos informa acerca de esas influencias extrañas, como lo demuestran las leyendas de Cadmo, de Cérope, de Danae y otras. Apenas transcurre un año sin que la investigación cientifica aporte nuevos materiales que destacan, cada vez más claramente, la influencia oriental y egipcia en la formación de la cultura griega. Asi se ponen de relieve a menudo los elementos semiticos en la poesia de Homero. De significación muy especial fueron las excavaciones de Heinrich Schliemann en el Asia Menor, por las cuales se descubrieron los restos de una vieja cultura que denominamos hoy micénica. Siguieron en 1900 las excavaciones del sabio inglés Evans en la isla de Creta, que sacaron a la luz vestigios de una cultura más antigua todavia, que se puede remontar hasta los dos mil años antes de nuestra era.

Esos brillantes resultados de la investigación arqueológica han abierto a la historiografia dominios novísimos, hasta aqui desconocidos, pero han planteado también una serie de nuevos problemas en cuya solución se esforzó en vano la ciencia hasta el presente. Por ejemplo, hasta hoy no se ha decidido si existen vinculaciones profundas, íntimas, entre la cultura cretense y la micénica o si se trata de dos formaciones autónomas. Queda sin solución el problema de saber si los creadores de ambas culturas han de ser considerados, en general, como griegos. Se han encontrado en Creta miles de vasijas cubiertas de inscripciones raras, pero la ciencia no ha conseguido todavía descifrar esa escritura, que es la que nos podría dar tantas informaciones. Se ha comprobado hace mucho que en Grecia se había hablado otro idioma anteriormente. Toda una serie de nombres locales como Atenas, Tebas, Corinto, Olimpo, Parnaso, etc., están envueltos en profundas tinieblas y no tienen relación alguna con el idioma griego, ni pertenecen a ninguno de los idiomas indogermánicos. Por lo demás, también Herodoto informa que ha visitado, en sus viajes, diversas ciudades en que los pelasgos hablaban un idioma particular, que denominaba bárbaro. Según las agudas deducciones de Moritz Horne, la cultura cretense-micense es, por decirlo así, el puente de unión entre las viejas culturas de Oriente y de Egipto y la cultura griega (1), una interpretación cada vez más aceptada. La verdad es que la activa vida espiritual de Grecia se desarrolló primeramente en Oriente, donde alcanzó mayor intensidad el trato con Egipto, Fenicia y Persia.

Pero para nosotros no se trata del problema de saber hasta qué grado fue influida la cultura griega en su desenvolvimiento por otras culturas, sino del hecho que fue una de las culturas más brillantes y abarcativas que ha producido la humanidad. Ha obrado sobre el desarrollo posterior de los pueblos europeos más honda y consistentemente que ninguna otra cultura, y sus efectos lejanos todavía se advierten hoy claramente. Es ante todo el modo de pensar el que nos aproxima a los griegos más que a todos los pueblos de la antigüedad. Su capacidad singular para las observaciones científicas y las conclusiones deductivas, que les hicieron reconocer a menudo cosas que tan sólo siglos después han podido ser confirmadas científicamente, tiene más similitud con nuestra actual modalidad de pensamiento que los misterios de los egipcios y de los babilonios. Aun cuando está fuera de duda que los griegos han tomado de los pueblos orientales sus conocimientos astronómicos y otros, esos conocimientos los han elaborado con una claridad tan luminosa y los han llevado a una altura de que no fue capaz ningún otro pueblo de la historia antigua. Sus matemáticas tan desarrolladas ofrecen un elocuente testimonio al respecto. Ya la circunstancia de que en los egipcios, los caldeos, los persas, etc., todos los conocimientos sobre la naturaleza estaban en manos de los sacerdotes y de los magos, mientras que en Grecia las ciencias y el pensamiento filosófico eran cultivados por hombres que no tenían ninguna relación con la casta sacerdotal, es característica para el estado general de la vida del espíritu.

Aunque de las ideas de los pensadores griegos sólo nos han llegado fragmentos, y muchas cosas nos han sido transmitidas tan sólo de segunda mano, principalmente por Aristóteles y Cicerón, no habiendo escapado así a las desfiguraciones del texto originario, lo poco que podemos disponer hoy nos da una idea clara, aunque imperfecta, de su fecundidad espiritual. Ya en los viejos filósofos jónicos se encuentra aquella agudeza luminosa de observación, unida a la claridad de expresión, que caracteriza tanto el pensamiento de los griegos. Tales, Anaximandro, Ferécides, Anaxímenes y otros se consagraron al estudio de la naturaleza, lo que dió a sus doctrinas, desde el comienzo, un sello distintivo. En base a las concepciones de Anaxímenes, que ya había reconocido el movimiento de las constelaciones y de la estrella polar, y a las interpretaciones posteriores de los pitagóricos, llegó Aristarco de Samos, finalmente, a la conclusión de que la Tierra gira una vez cada veinticuatro horas en torno de su eje y una vez al año con todos los otros planetas alrededor del Sol, mientras éste y las estrellas fijas quedan inmóviles en el espacio. Ciertamente, faltó a los pensadores griegos la posibilidad científica de cimentar sus teorías como la que hoy tenemos a disposición. Pero es singular el modo como se crearon, por sí mismos, un cuadro del mundo que deja con mucho en las sombras todo lo que fue aceptado, durante mil quinientos años, como verdad intangible por los hombres de un período ulterior.

El mismo interés dedicaron los viejos sabios a las transformaciones de la materia. La conocida división de la materia en cuatro elementos fundamentales: tierra, agua, aire y fuego, que se atribuyé a Empédocles, dominó las concepciones de los hombres a través de muchos siglos y fue superada tan sólo por los resultados de la química moderna. Un paso decisivo hacia la formación de un cuadro del universo, sobre un fundamento naturalista, lo dieron los atomistas, al intentar establecer la esencia de la materia. Ciertamente, no habría que poner en la misma linea, sin más, las teorías de un Demócrito o de un Leucipo con las actuales teorías atómicas de un Dalton o de un Avogadro; faltaban para ello a los antiguos casi todas las condiciones previas. Pero lo que nos llena hoy de asombro cuando consideramos sus teorías, es la grandiosidad del ensayo, la amplitud de la interpretación en un tiempo en que eran desconocidas completamente hasta las bases preliminares de nuestros conocimientos actuales en física y química. Al atribuir los atomistas todo fenómeno a causas naturales, desterraron el azar y la arbitrariedad de su concepción del mundo, y por consiguiente toda modalidad de pensamiento que busca una finalidad especial en todas las cosas. Se comprende, por tanto, que un Bacon de Verulamio admirase tanto a Demócrito, reivindicando su doctrina contra Aristóteles y sus ciegos sucesores cristianos.

Del gran poema didáctico de Empédocles sobre la naturaleza, apeo nas nos han llegado cuatrocientas líneas. Se le designa como el primer precursor de la doctrina de la descendencia de Lamarck-Darwin, y con las limitaciones necesarias puede admitirse esa afirmación. Empédocles vió en el amor y en la antipatía las dos fuerzas primitivas que se manifiestan por la atracción y la repulsión, a cuyos efectos se puede atribuir la eterna aparición y desaparición de las cosas. Hombres, animales y plantas están compuestos de las mismas substancias; sólo que la mezcla es distinta en cada especie. Por asociaciones y separaciones incontables surgieron, en el curso de un tiempo incalculable, poco a poco las plantas, luego los animales, produciendo aparte la naturaleza todos los órganos: brazos sin tronco, cabezas sin cuello, etc., hasta que, al fin, se impusieron aquellas formas que estaban más capacitadas para una existencia permanente gracias a su estructura más completa.

De Jenófanes, el supuesto fundador de la escuela filosófica eleática, se afirma incluso que trató de exp1icar las impresiones fósiles de plantas y animales en las piedras como restos de especies que vivieron alguna vez y que desaparecieron en el curso del tiempo. Jenófanes reconoció también la antropomorfía que está en el fondo de toda creencia en la divinidad, y afirmó, muchos siglos antes de Feuerbach, que el hombre venera en Dios su propia naturaleza.

Pero no sólo era la concepción del mundo y de las cosas: también la modalidad del pensar excitó tempranamente la atención de los viejos pensadores y les llevó a la convicción de que sólo se podía llegar a determinadas reglas y generalizaciones por la observación y la experiencia. Ese método les pareció la primera condición de toda sabiduría. Con semejante modalidad del pensar tenían que desarrollarse también las ciencias prácticas hasta su floración suprema. En realidad alcanzó la geometría de Euclides una perfección tal que pudo sostenerse, a través de dos mil años, sin que su contenido fuera superado o sus formas modificadas. Tan sólo a la época moderna le estaba reservada la apertura de nuevos caminos también en ese dominio. Lo mismo puede decirse de los ensayos científicos de Arquímedes, que habían echado los cimientos de la ciencia de la mecánica con su teoría de las leyes de la palanca, etc.

Esa libertad de la interpretación se hizo notar en todos los otros dominios. La encontramos en las escuelas filosóficas de los sofistas, de los cínicos, de los megáricos y después de los estoicos, que se ocuparon principalmente de las relaciones del hombre con la sociedad y sus diversas instituciones. Gracias a la rápida evolución de la vida espiritual y social en las ciudades griegas, aparecieron poco a poco interpretaciones novísimas sobre la causa del sentimiento ético y de las relaciones de los hombres entre si. La vieja creencia en los dioses, que había tenido, en los poemas homéricos, una expresión tan infantil como natural, tendía a la desaparición. La filosofía había abierto a los hombres perspectivas enteramente nuevas del pensamiento y les había enseñado a ser dueños del propio destino. Así se produjo una revalorización de todos los conceptos tradicionales de la moral, que fue llevada a sus más vastos límites, especialmente por los cínicos y sofistas, hasta que Sócrates estableció en la convivencia social el verdadero fondo de todos los sentimientos éticos. La virtud -decia- no es un don de los dioses, sino el conocimiento razonado de lo que es realmente bueno y capacita a los hombres para vivir sin perjudicar a los demás, para comportarse justamente y para servir, no a uno mismo, sino a la comunidad. Sin esto no se puede imaginar una sociedad. Sobre esa base edificaron después los epicúreos y los estoicos y continuaron desarrollando sus doctrinas sobre la conciencia ética del hombre.

También el problema de la economía pública y de la formación política de la vida social preocupó a toda una serie de pensadores griegos, habiendo llegado algunos de ellos a las conclusiones más amplias. Desempeñaron en esto un papel no insignificante las viejas tradiciones sobre la edad de oro, que mantuvieron en el pueblo por medio del arte poético y se condensaron paulatinamente en las doctrinas del derecho natural, sostenido celosamente en particular por los cínicos. Gracias a esas concepciones se desarrolló poco a poco una actitud muy distinta ante las instituciones sociales y los pueblos extraños, con su expresión más madura en las teorías de Zenón, el discípulo del cínico Crates y del megárico Stilpo, y su culminación en un completo repudio de todas las instituciones coactivas en la sociedad.

Apenas se encuentra otro período en la historia que pueda señalar una vida espiritual tan elevada y tan multiforme. Pero nuestra maravilla aumenta aún cuando dirigimos nuestras miradas a la obra escrita de los helenos. Ya los poemas más viejos de los griegos que nos han sido conservados, la Iliada y la Odisea, revelan tal belleza y vigor en la perfección poética que, con razón, se les ha caracterizado como el prototipo de la poesía épica. El entrelazamiento de una concepción del mundo sensualista-ingenua con las más profundas agitaciones del corazón humano, la cautivadora magnificencia de colorido del paisaje y la fusión íntima del alma humana con la naturaleza exterior, pero ante todo la graciosa espontaneidad de los relatos, alcanzan aquí un grado de plenitud que ha sido después alcanzado muy raras veces, y sólo por los más grandes. A la epopeya siguió el poema didáctico, para el cual los antiguos señalaron como autor a Hesíodo de Ascra. En el puesto de lo maravilloso y de lo aventurero de la vieja poesía épica, aparece el apego al lugar nativo, el sentido de la actuación útil en la vida cotidiana, la consideración sistemática de las cosas.

El sentido hondamente arraigado de los griegos para la más romántica de las artes, la música, que se expresa ya de una manera tan encantadora en los viejos mitos de Anfión y de Oneo, elevó tempranamente la poesía lírica a un nivel insospechado. Si los poemas épicos se limitaban a la exposición descriptiva del pasado, la poesía lírica tomaba su materia de las experiencias propias del poeta, y armonizaba las melodías de los versos con los sonidos de la flauta y de la lira, expresando así todo estado de espíritu. El poeta se convirtió así en el huésped insustituíble de todas las festividades públicas, y las ciudades competían en recibirle dentro de sus muros. La poesía lírica encontró toda una serie de sus más celebrados cultores en la isla de Lesbos; que se califica a menudo como el hogar de la lírica en su sentido más estricto. Allí actuó Terpondro, el verdadero creador de la poesía melódica, que supo fusionar de un modo tan artístico la música con los versos, que la leyenda cuenta de que ha vuelto a encontrar la lira perdida de Orfeo. Su punto culminante lo alcanzó la lírica en Lesbos en la noble pareja poética de Alceo, el violento enemigo de los tiranos, y Safo, la gran poetisa, cuyas embriagadoras poesías amorosas pertenecen a lo más bello que se haya creado. También Arión, el cantor de las fiestas dionisíacas y creador de los ditirambos, procedía de Lesbos. En Anacreonte de Teos, el cantor entusiasta del amor y del vino, encontró la lírica de los antiguos su representante más gracioso y más amigo de la vida. Junto a él se dejaron oír Ibico de Regio, Simónides de Ceos y, ante todo, Píndaro de Tebas, a quien Quintiliano ha bautizado como el príncipe de los liricos. Píndaro era conocido también como poeta de escolias en toda Grecia. Las escolias o canciones de mesa tenían el propósito de dar un mayor encanto a las alegrías de la mesa y estaban difundidas por toda la Hélade (2). También debe ser mencionado el antiguo esclavo Esopo, el poeta burlesco de las fábulas de animales, cuyos divertidos relatos andaban de boca en boca. Cada ciudad tenía sus cantores y poetas, y seguramente no hay otro período en la historia en que dentro de un país tan pequeño, y en un tiempo proporcionalmente tan breve, apareciese una cantidad tan extraordinaria de poetas y pensadores como fue el caso en las pequeñas comunas de los griegos.

La cúspide de su poesía la alcanzaron los helenos con el drama, que brotó de las viejas fiestas en honor de Dionisio o de Baco. La poesía dramática tuvo una gran serie de precursores más o menos destacados, de los que se nombra ante todo a Epigenes de Sikyon, a Tespis de Ikarion y especialmente a Frinicos, el poeta de la tragedia La toma de Mildo. Pero su perfección mayor la alcanzó el drama después de las guerras persas, en el período de florecimiento de Atenas, cuando los tres astros, Esquilo, Sófocles y Eurípides, llenaron toda la Hélade con su fama, rodeados de poetas como Filocles, Euforión, Xenocles, Nicómaco y muchos otros. De las setenta y dos piezas de Esquilo sólo han llegado a nosotros siete, entre ellas una gran tragedia, El Prometeo encadenado, en la que resaltan vigorosamente el sentido temerario, la fuerza gigantesca y la grandiosidad de las ideas. De Sófocles se afirma que ha creado más de cien dramas, pero se han conservado sólo siete de sus obras; que nos dan una noción de la magnitud de su genio, expresado de la manera más acabada en su Antígona. De Eurípides, el poeta de la ilustración, como se le ha llamado, y el compañero de ideas de Sócrates, se han conservado más. De los noventa y dos dramas que se le atribuyen, han perdurado diecinueve. Su arte era más severo que el de Esquilo y el de Sófocles, y se decía ya en su tiempo que, mientras Sófocles describía a los hombres como debían ser, Euripides los ha presentado tales como eran en realidad. Que poseía la fuerza de conmover poderosamente por medio de su exposición, lo prueba su forma demoníaca de la pasión, en lo que no fue superado por ningún otro.

La comedia griega tuvo los mismos comienzos que la poesía trágica; también ella brotó de las viejas festividades y provenía principalmente de las canciones fálicas. Pero tan sólo en Atenas alcanzó su pleno desarrollo la comedia. Allí actuaron Cratino, de quien se cuenta que su ironía corrosiva no perdonó ni a Pericles, el más grande estadista de Grecia, y junto a él Crates, Eupolis, Ferécrates y otros, pero a los cuales deja en la sombra Aristófanes, el travieso favorito de las Gracias. De las cincuenta y cuatro comedias de Aristófanes sólo nos han quedado once, pero bastan para formarse una idea del afamado poeta que supo unir en sus obras la más incisiva ironía con la suavidad más grácil. Su burla mordaz no tenía límites: zahería hombres e instituciones con la espontaneidad más temeraria y sin remilgo alguno. Aunque por su manera de pensar era más bien conservador, sus burlas destructoras no se detuvieron ante los dioses ni ante los hombres del gobierno y puso alegremente el gorro de cascabeles sobre todo lo sagrado.

No es ninguna casualidad el que la comedia y el drama alcanzasen el punto culminante de su perfección precisamente en el período de prosperidad de la democracia ateniense. La ilimitada libertad de la exposición en la comedia de aquel tiempo nos da una noción más exacta de la libertad personal del hombre que las más hermosas descripciones de la constitución republicana. Pues el espíritu de un periodo no es determinado por la letra muerta de las leyes, sino por la acción viviente de los hombres, que es la que le da su sello.

Si echamos una breve ojeada a lo que los griegos han producido en la arquitectura, la escultura y la pintura estaremos recién en condiciones de apreciar toda la grandeza y profundidad de su cultura. La historia conoce algunos pueblos que han producido algo grande y excepcional en determinados dominios de su creación cultural, pero los griegos son tal vez el único pueblo que fue capaz de crear en todos los dominios de la cultura aquel equilibrio interior que ha suscitado, durante los últimos mil años, la admiración de los más grandes espíritus. Se comprende que Goethe afirmase del arte griego: A todas las culturas hay que agregarles algo; sólo ante la griega quedamos eternamente deudores.

Para los griegos, el arte no era una necesidad privada de algunos, a lo que uno se dedica como a cualquier deporte, sino una actividad creadora íntimamente ligada a toda su vida social, y sin la cual no se podría imaginar en manera alguna su existencia. Los helenos fueron tal vez el único pueblo que ha sabido hacer de la vida misma un arte; al menos no conocemos ningún otro pueblo en que se exprese tan clara y manifiestamente la estrecha conexión del arte con todos los demás aspectos de la vida personal y social. El hecho de una comuna como Atenas, que gastaba sólo para la manutención y el fomento de su teatro y de sus espectáculos mayores sumas que para las guerras con los persas, cuyas invasiones amenazaban la existencia política de la vieja Hélade, apenas es concebible hoy, en el período de la moderna barbarie estatal, en que la burocracia y el militarismo devoran la parte de león de los ingresos nacionales de todos los pueblos llamados civilizados. Y sin embargo sólo en una comuna puede desarrollarse el arte hasta esa altura.

Esto se aplica especialmente a la arquitectura, la más social de todas las artes; su desarrollo depende completamente de la comprensión que el hombre le conceda socialmente. Sólo en un país donde el individuo tomaba continuamente la participación más viva en las cuestiones de la vida pública, y donde esas cuestiones podían ser abarcadas fácilmente, era posible que llegara a tan soberbia perfección el arte arquitectónico. Entre los babilonios, los egipcios, los persas y otros pueblos de la antigüedad, se circunscribía la arquitectura, como arte, solamente a los palacios y a las tumbas de los reyes y a los templos de los dioses. Entre los griegos vemos, por primera vez, su aplicación a todas las necesidades de la vida pública y del uso personal.

Además, el templo griego respira un espíritu muy distinto al de los edificios religiosos de los pueblos orientales, cuyas masas enormes expresan la pesada y opresiva carga de áridos sistemas religiosos y de rígidos dogmas sacerdotales. Sobre las nociones religiosas de los helenos planeaba el fulgor poético de una alegre concepción de la existencia; imaginaban hasta a los dioses humanamente y no estaban recargados de dogmas contrarios a la vida. Una sana sensualidad dominaba la vida de los griegos y daba su sello también a las nociones de la divinidad. El heleno no caía de rodillas ante divinidad alguna. El concepto del pecado le era enteramente extraño, nunca infamaba su humanidad. Así el culto fue para él fiesta terrestre de la alegría de vivir. Canciones, danzas, juegos, representaciones de contenido trágico, luchas y competencias atléticas, ligadas con alegres festines en donde el vino y el amor desempeñaban un papel no secundario, aparecían en abigarrada sucesión y daban su tonalidad propia a las fiestas religiosas. Y todo esto no se verificaba tras las espesas paredes de los templos, sino bajo el cielo azul, en medio de una naturaleza amable, que ofrecía sus marcos a esas diversiones placenteras. Y ese espíritu de la alegría de vivir se manifestaba en las obras del hombre. Taine ha definido el carácter del arte arquitectónico de la Hélade con estas palabras:

Nada complicado, extraño y artificiosamente forzado hay en ese edificio; es un rectángulo circunscrito por una columnata; tres o cuatro formas geométricas fundamentales soportan el conjunto y la simetría del plan se pone de relieve al repetirse y oponerse unas a otras. La coronación del pináculo, el acanalamiento de los fustes de las columnas, los planos de cobertura de los capiteles, todo lo accesorio y todos los detalles manifiestan del modo más claro el carácter peculiar de cada elemento, y la diversidad del colorido lleva a destacar y a esclarecer todos esos valores hasta la perfección (3).

Esa cualidad especial del arte arquitectónico, su belleza graciosa y ágil, en donde cada línea se reúne en un todo armónico luminoso, se vuelve a encontrar por doquiera en toda la Hélade: en el templo de Zeus de Olimpia, en el templo de Apolo de Figalia, en el Teseo, en el Partenón, en los Propileos de la Acrópolis, hasta en las magníficas obras de Ictinos, Calícrates y muchos otros maestros.

Ningún arte estaba tan difundido entre los helenos como la escultura. Supera en realidad a todo lo que han hecho los pueblos en este dominio y llena de asombro por la multiplicidad fabulosa de su creación. En la época de la invasión romana los jefes del ejército saquearon de un modo inaudito los tesoros artísticos de Grecia. Dicen los informes que en Roma y en sus alrededores habían sido instaladas no menos de sesenta mil estatuas griegas. Y sin embargo, Pausanias, que vivió en el siglo segundo después de Cristo, en el período de los emperadores romanos Adriano, Antonio Pío y Marco Aurelio, pudo decir, después de su gran viaje por la Hélade, que todo el país se parecía de costa a costa a un museo de obras de arte. Según los datos de Winckelmann, Pausanias informó sobre 20.000 estatuas que había visto él mismo (4). Por esas cifras se puede formar una idea aproximada de la riqueza del arte escultórico griego y de la difusión de sus obras. Este elevado desarrollo de la escultura encuentra sin duda su explicación en la vida pública de los griegos. El cultivo del desnudo llegó en Grecia a un culto formal. Todas las festividades estaban ligadas a juegos públicos y a luchas de competencia y mostraban el cuerpo humano a los ojos del artista en todas las posiciones imaginables, recibiendo así nuevos estímulos su fuerza creadora.

Junto a diversos maestros, se desarrollaron después en Atenas, Corinto, Argos, Sicion, etc., escuelas enteras de arte escultórico. ¡Y qué cantidad de artistas encontramos en este terreno! Agelades, que actuó en Argos, es caracterizado como el maestro de las tres grandes figuras: Fidias, Mirón y Policleto. Fidias es conocido como creador de la estatua de Zeus, de cuarenta pies de altura, en el templo de Olimpia. También la estatua colosal de la Atenea Promacos en la Acrópolis de Atenas, visible para los navegantes desde gran distancia, era obra suya. De la estatua gigantesca de la Atenea del Partenón, que había creado Fidias, apenas podemos darnos una idea incompleta, pues ha desaparecido, como muchas otras de aquel tiempo. Posteriormente se desarrolló la nueva escuela ática, que alcanzó la cima de su capacidad en las obras de Scopas de Paros y, ante todo, en las de Praxíteles de Atenas. La estatua recientemente encontrada de Hermes, en la fachada norte del templo de Olimpia, nos da una noción del arte perfecto de Praxíteles. También deben ser mencionados aquí los grandes escultores Eufranor de Corinto y Lisipo de Sicion. De los centenares y centenares de maestros menos conocidos, en muchos casos ni siquiera se ha transmitido el nombre hasta nosotros.

De las obras de la pintura griega se ha conservado mucho menos aún, naturalmente. De los informes de los antiguos se desprenqe que han existido muchas escuelas famosas en todas las regiones del país, como la escuela pictórica jónica en el Asia Menor, especialmente en Efeso, donde actuaron Zeuxis y Parrasio, las escuelas de Sicion, de Pestum, etc. Entre los primeros pintores de significación destacada se cita ordinariamente a Polignoto, de la isla de Tasos; pero ante todo parece que ha sido Apeles el que ha producido más en el dominio de la pintura, pues los antiguos le colman de alabanzas.

El arte de los griegos se expresaba en cada objeto del uso diario; envolvía como un hálito sagrado todos los fenómenos de la vida pública y privada; tenemos que admirarlo siempre en los innumerables vasos con pinturas seductoras, en las gemas y camafeos de toda especie que se han desenterrado. Apenas se puede apreciar su extraordinaria grandeza y la ilimitada multilateralidad, aun cuando no se pierda de vista y se incluyan en la cuenta también sus aspectos sombríos. Ningún otro pueblo de la historia antigua ha podido ejercer en los espíritus más distinguidos de los tiempos posteriores semejante fuerza de atracción. Sobre cada rama especial de su rica actividad creadora se han escrito innumerables libros en todos los idiomas, y hoy mismo no pasa un año sin que se saque a relucir nuevo e importante material sobre la cultura de la vieja Hélade.

Pero si se observa luego cómo estaba la cuestión referente a la unidad nacional de los griegos, de la que se sostiene, sin embargo, que es la primera y más ineludible condición para el desarrollo de la cultura de un pueblo, se llega a conclusiones aniquiladoras para los representantes de esa concepción. La vieja Hélade no supo nunca qué es lo que significaba la unidad nacional, y cuando al finalizar su historia le fue impuesta la unidad político-nacional desde afuera, violentamente, sonó la última hora de la cultura griega y tuvo que buscar nuevo hogar para su actividad creadora. El espíritu griego no pudo soportar el experimento político- nacional y se esterilizó poco a poco en el país, en donde, durante siglos y siglos, había desplegado sus mejores energías.

Lo que unía a las tribus y poblaciones griegas era la cultura común, que se revelaba en cada lugar en millares de formas distintas, pero de ningún modo el lazo artificialmente anudado de una comunidad política nacional, por la cual nadie se interesaba en Grecia, y cuya esencia fue siempre extraña a los helenos. Grecia era el país políticamente más desmenuzado de la tierra. Cada ciudad velaba con la más celosa constancia a fin de que no fuese tocada su independencia política, en lo cual sus habitantes no querían hacer la más insignificante concesión. Cada una de esas pequeñas Repúblicas urbanas tenía su propia constitución, su vida social con sus propios caracteres culturales, que dieron a la totalidad de la vida helénica esa riqueza multicolor de los verdaderos valores de la cultura. Con toda razón observa Albrecht Wirth:

Las creaciones de los griegos son tanto más asombrosas cuanto más desintegrado y más flojo era el lazo que unía a sus pueblos. Nadie consiguió agrupar a las tribus infinitamente diversas para una acción colectiva, para una orientación única. Todas mantenían y mantienen, es verdad, su adhesión; pero no poseen bastante capacidad de sacrificio, ni bastante sentido político para incorporarse a un gran todo y subordinarle los propios deseos (5).

Pero justamente esa falta de sentido político fue lo que dió alas a la acción cultural de los griegos; más aún, lo que les hizo espiritualmente sensibles a ella. Cuando Aristóteles reunía materiales para su obra sobre las constituciones de los helenos, se vió obligado a extender sus investigaciones a ciento cincuenta y ocho comunas, cada una de las cuales representaba una unidad política y tenía, en razón de su autonomía, su propio carácter social. Ya la misma estructura geográfica de la península era favorable a tal desarrollo de la vida social. El país es, en parte, montañoso, y disfruta de un clima magnífico y suave, que tuvo una influencia evidente, sin duda, sobre el espíritu de sus habitantes. Valles suaves y fecundos cortan el paisaje en todas direcciones; por innumerables bahías penetra el mar en el territorio, creando, en tres de sus lados, una de las costas más maravillosas que se puede imaginar. A eso se añade un sinfín de pequeñas y grandes islas, que unen a la península con el Asia Menor como un puente. Toda esa rica naturaleza abundaba extraordinariamente en paisajes y tenía que inspirar a los hombres reflexiones que les habrían sido imposibles en otras partes. Cada lugar del país tenía su carácter propio y contribuía a imprimir un sello especial a la actividad de sus habitantes. De esa manera fue despertada y estimulada la rica diversidad de la vida espiritual y social, tan característica de la vieja Hélade.

Por lo que se refiere a los griegos mismos, se pone en claro, cada vez más, que no han sido un pueblo homogéneo ni una raza pura. Todo indica que nos encontramos aquí más bien frente a una mezcla evidentemente feliz de diversos elementos étnicos y raciales, fusionados en una gran unidad espiritual por una cultura común. La afirmación de que los helenos han sido un pueblo de raza germánica, que penetró en la península por el Norte y sometió poco a poco a la población nativa, no se puede probar por ninguna demostración convincente. Cuanto más se esfuerza la investigación científica por esclarecer la obscuridad en que está envuelta la historia primitiva de Grecia, más fenómenos se descubren que hablan precisamente en sentido contrario. Está fuera de duda que la península estuvo expuesta a menudo a invasiones de tribus extranjeras que penetraban por el Norte. Pero con ello no adquirimos ninguna noción clara sobre la procedencia racial de aquellas tribus, cuyo origen se pierde completamente en la nebulosidad de tiempos remotos. La mayor parte de esas invasiones tuvo lugar ya en una época prehistórica y mantuvo grandes regiones del país en perpetua fermentación, como resulta de las tradiciones de los griegos mismos. Poblaciones enteras fueron expulsadas de sus viejos dominios por esas migraciones y esos choques continuos y huyeron a las islas del mar Egeo o se establecieron a lo largo de la costa del Asia Menor. La mayor de esas emigraciones fue la huída de los dorios, que se supone tuvo lugar unos 1.100 años antes de nuestra era y dió margen a grandes cambios en la vida social del país.

Pero esas inmigraciones del Norte no fueron seguramente las únicas, y muchos argmrentos nos hablan en favor de la hipótesis de que antes de esas invasiones tribus asiáticas habían penetrado en el futuro territorio de los helenos. Testimonian en favor de ello numerosos rastros de influencia asiática en la mitología de los griegos, y especialmente los nombres de muchas ciudades y lugares, cuya significación escapa a todo conocimiento actual. No se podría establecer hasta aquí sin discrepancias en qué medida se extendió, en el territorio griego, la influencia de los semitas fenicios; pero que esa influencia no ha sido pequeña, se deduce ya del hecho que toda una serie de las islas posteriormente griegas, como las Cíclades, las Sporades, Rodas, Chipre, Creta, etc., fueron colonizadas por fenicios mucho antes de la aparición de la sociedad griega. También el pueblo del Asia Menor de los carios ha dejado en Grecia rastros bastante claros. Por ejemplo, el nombre del pueblo Karia, en Megara, y el del fabuloso rey Kar, no se puede atribuir más que a ellos.

Respecto de los dorios, eolios y jonios, que se designan, por lo general, como las tres ramas principales de los griegos, precisamente la más dotada y la más avanzada de su cultura, la de los jonios, parece haber tenido menos aporte helénico. Toda una serie de famosos historiadores ha señalado la fuerte mezcla de los jonios con los semitas y otras poblaciones orientales. Ernst Curtius, y otros con él, ha fijado incluso en el Asia Menor la patria originaria de los jonios. Se funda Curtius principalmente en el hecho que, históricamente, no se puede probar la existencia de un país llamado Jonia más que en el Asia Menor. Ciertamente, con ello no se ha demostrado que los jonios procedan realmente de allí; podían haber emigrado también al Asia Menor y haber fundado allí una comunidad (6). También Herodoto se ha referido en diversos pasajes al origen no-helénico de los jonios y especialmente de los atenienses, calificándolos como descendientes de los pelasgos, que habrían adoptado más tarde el idioma griego.

De todo ello resulta con seguridad sólo una cosa: que los griegos no representan político-nacionalmente, por su raza y origen, una unidad especial, y que todas las afirmaciones contrarias no se apoyan más que en vagas hipótesis y en deseos y sugestiones indefinidas. Unitaria, y eso en el sentido de nuestras manifestaciones anteriores, era solamente la cultura griega, que se extendía desde las costas occidentales del Asia Menor y de las islas del mar Egeo hasta Sicilia y el Sur de Italia. A ese dominio se añadieron todavía algunas colonizaciones en Crimea, en las costas orientales del Mar Negro y en la desembocadura del Ródano.

Han debido existir, por tanto, otras causas, por las cuales ha sido estimulada, de un modo señalado, la evolución de una cultura tan rica y brillante como la helénica, y no creemos equivocarnos cuando observamos en la desintegración política y en el desmenuzamiento nacional del país la más importante y la más decisiva de esas causas. Fue esa descentralización política, ese desmenuzamiento interno de Grecia en centenares de pequeñas comunidades, lo que impidió toda uniformidad y lo que incitó continuamente el espíritu a cosas nuevas. Toda gran estructura política conduce de modo ineludible a la rigidez de la vida cultural y sofoca aquella fecunda emulación entre las comunas diversas, tan característica de la vida entera de las ciudades griegas. Taine describe esa condición política en la vieja Hélade de manera muy atinada:

Para los ojos actuales, un Estado griego parece una miniatura. Argolis tenía una superficie de ocho a diez millas y una anchura de cuatro a cinco; Laconia es aproximadamente igual; Ajaia es una estrecha lista de terreno en los flancos de una montaña que cae al mar. Toda el Atica no pasa de la mitad de uno de nuestros departamentos más pequeños; el territorio de Corinto, Sicion y Megara se reduce a una hora de camino; en general, en las islas y en las colonias, el Estado no es más que una ciudad con una instalación costera y un circulo de caserios. Desde una Acrópolis se ven las Acrópolis o los montes del vecino. En una proporción tan restringida, es todo claro y conciso para la razón; la patria espiritual no tiene nada de gigantesco, de abstracto y de indeterminado como entre nosotros; los sentidos pueden abarcarla, coincide con la patria física; ambas están delineadas con precición en el espiritu del ciudadano. Para imaginarse Atenas, Corinto, Argos o Esparta, se piensa en los picos del propio valle o en la silueta de la propia ciudad. Conoce allí a todos los ciudadanos, e imagina todos los contornos lugareños, y la estrechez de su recinto político le proporciona de antemano, lo mismo que la conformación de su territorio físico, el tipo medio y limitado que contiene todas sus nociones espirituales (7).

Estas palabras nos revelan toda la esencia de la ciudad griega. En tal Estado en miniatura coincide por completo el amor del hombre al terruño con su amor a la comunidad. Terruño y patria son una misma cosa y no tienen nada de común con la idea abstracta de la patria moderna. Por eso fue extraña a los griegos también la llamada idea nacional y ni siquiera pudo echar raíces entre ellos en los períodos de peligro más apremiante. En Homero no se encuentra la menor huella de una solidaridad nacional, y nada indica que el pensamiento nacional se haya convertido para los griegos en un manjar más apetitoso en el período culminante de su cultura. Era simplemente la conciencia de pertenecer a un círculo cultural común lo que mantuvo ligadas a unas ciudades griegas con otras. Esta es también la causa por la cual las colonizaciones de los griegos tuvieron un carácter muy distinto de las de los otros pueblos de la antigüedad. Para los fenicios las colonias eran consideradas, en primer término, como agencias comerciales. Para los romanos eran territorios subyugados, explotados económicamente por la metrópoli y completamente dependientes del Estado imperial. No ocurría lo mismo entre los griegos. Fundaron sus colonias en las mismas condiciones que sus ciudades en la pequeña patria, como instituciones independientes, ligadas, es verdad, con la metrópoli por la misma cultura, pero en todos los demás aspectos con las pulsaciones de la propia vida. También la colonia tenía su constitución propia, era una polis en sí y competía con las ciudades del país de origen en el desarrollo independiente de su propia vida cultural.

Como la dimensión de la comuna griega sólo se extendía a algunas millas cuadradas, cada ciudadano podía abarcar fácilmente la vida pública y formarse un juicio personal sobre todas las cosas, una circunstancia de gran significación, completamente inimaginable e imposible en nuestros actuales organismos estatales con su complicado mecanismo gubernativo y su complicado laberinto de instituciones burocráticas. De ahí la absoluta impotencia del ciudadano moderno, su sobreestimación desmedida de los órganos gubernativos y de la jefatura política, que cohiben toda iniciativa personal. Como no es capaz, en general, de abarcar todos los dominios de actividad del Estado moderno en su política interior y exterior; y como, por otra parte, está tan firmemente persuadido de la necesidad incondicional de todas esas funciones que cree sucumbir en un abismo sin fondo si se destruyese el equilibrio político, llega a su conciencia tanto más vigorosamente el pensamiento de su inferioridad personal y de su dependencia del Estado y robustece su creencia en la íneludibilidad de la autoridad política, que pesa hoy en los hombres más que la creencia en la autoridad divina. Por eso sueña, en el mejor de los casos, con un cambio de las personas que se encuentran al frente del Estado, y no comprende que todas las insuficiencias y todos los perjuicios de la máquina política que le oprime, se deben a la esencia del Estado mismo y se reproducen, por tanto, en formas distintas.

Entre los griegos no era así. Como cada uno podía conocer fácilmente el mecanismo interior de la polis, estaban en mejor situación para apreciar los actos de sus dirigentes. Tenían presente siempre su humanidad real y por eso estaban más inclinados a la acción propia, pues su agilidad mental no había sido castrada todavía por la fe ciega en la autoridad. En ningún país estuvieron tan expuestos los llamados grandes hombres al juicio de la opinión pública como en Grecia en el período de su más alto desenvolvimiento cultural. Ni los méritos más grandes y más indiscutibles ofrecían, en este aspecto, protección alguna. Esto lo experimentaron en carne propia hombres de la magnitud de Milcíades y de Temístocles y algunos otros. De tal manera la vida pública en las ciudades griegas se mantenía en movimiento y no permitía que se instaurara por mucho tiempo un orden de cosas inconmovible. Pero así se aseguraron del mejor modo la libertad personal y las posibilidades de desarrollo del individuo; su iniciativa no moría ante las formas rígidas de un poder estatal central.

De esa libertad espiritual brotaron las ricas fuentes de aquella cultura grandiosa, cuyo poderoso desarrollo no se puede explicar de otro modo. Sir Francis Galton ha señalado con razón que, solamente Atenas, la más importante de las Repúblicas urbanas griegas, en donde imperaba el espíritu más libre, en el curso de un solo siglo, desde 530 a 430 antes de Cristo, produjo no menos de catorce de los hombres más destacados de la historia; a saber: Mildades, Temístodes, Arístides, Cimon, Pericles, Tucidides, Sócrates, Jenofonte, Platón, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Fidias. Y el sabio inglés observa que sólo Florencia, en donde se desarrolló, en las mismas condiciones, una cultura tan rica, aunque de otra naturaleza, se puede comparar en este aspecto con Atenas (8).

Ese espíritu de actividad creadora alcanzó su perfección suprema en toda ciudad de Grecia, con la sola excepción de Esparta, que no se emancipó nunca de la dominación de la aristocracia, mientras las otras ciudades encontraron el camino hacia la democracia. Por eso jugó en Esparta un papel determinante el pensamiento del predominio polftico, al cual se subordinó todo lo demás. Es indudable que también en Atenas, Tebas y Corinto, existían fuerzas que aspiraban al predominio político en el país; pero esto no demuestra sino que toda forma estatal cierra el camino a la cultura, aun cuando su poder sea todavía restringido. Pero la completa disgregación política y nacional de Grecia quitó mucho de su peligro a esas aspiraciones expansionistas del poder; incluso allí donde tuvieron éxito pasajero, fue sólo un éxito que no hizo posible nunca la aparición de un orden político consolidado, según es propio de todos los grandes Estados. Ya Nietzsche había reconocido la oposición profunda entre polis y cultura y calificó de sofística la conexión supuestamente necesaria entre ambas (9).

Pero Grecia no sólo no conoció ningún Estado nacional unitario, sino que tampoco conoció nunca una dominación sacerdotal como Babilonia, Egipto o Persia, según cuyo modelo se formó después el papismo. Y como no había iglesias, tampoco había teología ni catecismos. La religión de los helenos era una creación fantástica en cuya formación tuvieron mayor participación los poetas que los sacerdotes. Las nociones religiosas no estaban sometidas al dogmatismo de una casta teológica y apenas eran una traba a la libertad del pensamiento. El griego se imaginaba sus dioses de otro modo que la mayoría de los pueblos orientales. Les atribuía todos los caracteres de la grandeza y de la debilidad humanas y estaba situado por eso, frente a ellos, con aquel precioso desenfado que daba una nota especial a sus nociones religiosas, que no se encuentra en ningún otro pueblo de la antigüedad. Esta es precisamente la razón por la cual siempre fue ajena a los griegos la idea del pecado original. Schiller tenía razón cuando decía que, por haber imaginado en Grecia a los dioses humanamente, el hombre tenía que sentir divinamente. Todo el Olimpo era, por decirlo así, un fiel reflejo de la exuberante vida cultural helénica, con su desintegración política interna, su multiformidad y fuerza creadora, su continua emulación y su carácter humano y sobrehumano. También en la Hélade se reflejó el hombre en sus dioses. Cuando se advierte la influencia castradora que ejerció la Iglesia cristiana durante siglos en la vida espiritual de Europa, cómo ha fomentado todo despotismo y cómo ha sido hasta hoy el baluarte indemne de toda reacción social y espiritual, se comprende el abismo inmenso que existe entre el sentimiento religioso de los griegos y los muertos dogmas, encadenadores del espíritu, de la Iglesia de Roma.

Hay pocos períodos en la historia como el de la vieja Hélade en que se hayan dado de modo tan abundante las condiciones necesarias para el desarrollo de una gran cultura. Lo que puede parecer al estadista moderno como un defecto máximo del mundo helénico, la extrema desintegración política del país, fue la mayor ventaja para el rico e ilimitado desarrollo de sus energías culturales. Lo poco que existía en los griegos un sentimiento de unidad nacional, se puso de manifiesto de la manera más notoria en el período de las guerras persas. Si hubo un momento apropiado para despertar la conciencia nacional entre los griegos, fue el período en que el despotismo persa se disponía a poner fin a la libertad y a la independencia de las ciudades griegas. El peligro que amenazaba entonces a los helenos era igualmente grave para todos. Nadie podía entregarse, en este aspecto, a la menor ilusión; todos sabían lo que significaba una victoria de Persia para cada comunidad griega. Pero precisamente en el instante del supremo peligro se hizo notar del modo más claro el desmenuzamiento político-nacional de los helenos.

Ya en la invasión de los ejércitos victoriosos de Harpago, que habían sometido en nombre del rey persa Ciro a la mayoría de las ciudades griegas del Asia Menor (546-545 antes de Cristo), y luego, en ocasión de la sublevación jónica (499-494 antes de Cristo) dos acontecimientos de la mayor significación, que pueden considerarse como el primer anuncio de las guerras persas posteriores, se puso de manifiesto la ausencia completa de una aspiración nacional unitaria en los griegos, de tal manera, que no se produjo nunca una acción común contra los persas. Mileto, cruelmente castigada en la represión sangrienta de la sublevación jónica, dejó abandonadas a su suerte las otras ciudades durante las campañas de Harpago, a fin de conseguir de los persas una paz favorable. Sólo muy pocas ciudades lucharon hasta el fin; la mayoría ha preferido abandonar el viejo hogar y fundar en otra parte una nueva patria, cuando comprendió que toda resistencia sería vana. Los espartanos habían rehusado, en general, toda ayuda a las ciudades griegas rebeldes del Asia Menor, lo que no permite hablar de un sentido nacional muy desarrollado. Pero los atenienses apoyaron la sublevación de los jonios principalmente porque el tirano Hipias, desterrado por ellos, había encontrado en la Corte persa un asilo y desde allí atizaba maquinaciones permanentes contra su ciudad natal. Esos pequeños soberanos que se habían establecido casi en todas las ciudades griegas antes de la introducción de la forma republicana de Estado, no se dejaron guiar por consideraciones de índole nacional y estaban dispuestos siempre a prestar servicios de peones al despotismo persa a fin de aplastar con su ayuda las aspiraciones libertarias de los propios conciudadanos. Las maquinaciones de los pisistrátidas en Atenas, de los aleutas en Tesalia y del rey espartano Demarato son las mejores pruebas de ello.

Cuando, finalmente, el rey persa Darío tuvo las manos libres, envió un gran ejército contra Eretria y Atenas, a las que odiaba particularmente por causa del apoyo que habían prestado a la sublevación jónica; pero era evidente que su golpe era dirigido contra toda Grecia, pues el poderío persa en Asia Menor no estaba seguro mientras no se privara a los helenos del apoyo de las ciudades de la metrópoli. Ese peligro era grande, pues en los ejércitos persas se encontraba también el tirano Hipias, que pudo prestarles, como griego, algunos buenos servicios. Sin embargo, no se encuentra ningún rastro de una inflamación de la conciencia nacional entre los helenos. La actitud de Esparta fue ambigua, como siempre, a pesar de que los emisarios persas que le habían exigido, como signo de sumisión, tierra y agua, fueron arrojados a un pozo diciéndoles que tomaran en él la que quisieran. Muchas ciudades de las islas y del Continente se habían sometido casi sin resistencia, entre ellas la mayor parte de Beocia. Ni siquiera los vecinos de los atenienses, los habitantes de la isla Egina, se atrevieron a resistir al ejército persa y prefirieron la sumisión a la ruina probable.

Cuando, finalmente, el ejército de tierra de los persas y el de los griegos llegaron a un encuentro decisivo en Maratón, en donde estos últimos se hallaron frente a una supremacía formidable, estuvieron los atenienses casi solos en la lucha, pues aparte de mil hoplitas que habían enviado los plateos, les había fallado toda otra ayuda. Los espartanos, que habían aceptado la guerra con los persas, aparecieron después de la batalla y no contribuyeron a la gran victoria de Mildades y de su gente. Gracias a la victoria de Maratón, el peligro que amenazaba a la Hélade fue eludido por el momento, y los jefes del ejército persa tuvieron qué volver con sus tropas al Asia. Pero tenía que ser claro para todos que el peligro había sido desviado por un cierto período, mas no suprimido; no quedaba la menor duda de que el despotismo persa pondría en juego todas sus fuerzas para reparar la derrota sufrida. La situación era tan precisa que nadie podía interpretarla mal en toda la Hélade. Se habría debido esperar, por consiguiente, que los griegos aprovecharían el respiro para afrontar más eficazmente el peligro amenazante. Si en Grecia hubiese habido sólo un rastro de aquel espíritu nacional de que hablan tanto los historiadores irreflexivos, habría debido manifestarse en situación tan peligrosa. Pero no se hizo nada que indicara un robustecimiento de la conciencia nacional. Las condiciones internas en Grecia permanecieron idénticas, y particularmente en Esparta, cuyo prestigio militar y político había sido muy reducido por la victoria de los atenienses en Maratón; los espartanos dirigieron su acción política sucesiva a impedir por todos los medios el rápido desarrollo de Atenas. Este problema tenía para la aristocracia espartana una importancia mucho mayor que el peligro persa.

Cuando el año 480 antes de Cristo, diez años después de la batalla de Maratón, el rey persa Jerjes amenazó a Grecia con un gran ejército y con una poderosa flota en sus costas, la situación general de los griegos no era de ninguna manera mejor que en tiempos de la primera invasión. Pero tampoco ahora se pudo descubrir alguna unanimidad nacional frente al terrible peligro que les amenazaba a todos por igual. Al principio, se produjo un pánico general, pero nadie pensó en la defensa común de los llamados intereses nacionales. Tebas, en cuyo recinto había adquirido fuerte influencia el partido medo, influencia sostenida sin duda por los déspotas persas, se sometió al enemigo sin resistencia, siguiendo su ejemplo diversas tribus de la parte central del país. Beocios, tesalios y aqueos intentaron mediante la sumisión evitar el peligro que les amenazaba.

Pero también la famosa conferencia del istmo, a la que habían enviado representantes las pocas ciudades decididas a la resistencia para concertar una defensa común, ofreció cualquier cosa menos un cuadro de solidaridad nacional. No se pudo inclinar a los espartanos a trasladar todo su poder militar a la parte septentrional del país para oponerse a los ejércitos enemigos invasores. Les importaba notoriamente muy poco entregar la Grecia central a la devastación, y apenas cabe duda de que la casta dirigente en Esparta habría visto con gusto que Atenas fuese destruída por los persas, para librarse de esa manera de un competidor incómodo. La actitud de los espartanos fue tan ambigua como diez años antes en la guerra contra Darío. Pero cuando al fin debieron decidirse, para no mostrar demasiado claramente sus deseos secretos, a oponer resistencia a los persas en las Termópilas, enviaron a Leónidas con sólo trescientos ciudadanos espartanos y unos mil periocos, a los que se agregaron algunas otras tribus. En conjunto, la cifra de los bien armados apenas llegaba a cuatro mil hombres, una cifra ridículamente pequeña en comparación con el ejército gigantesco de los persas. Si Grote y otros expositores famosos de la historia griega dudan de la sinceridad de los espartanos, esto se comprende muy bien en relación con los hechos históricos.

Pero también después, cuando Jerjes, tras la derrota catastrófica de su flota en Salamina, se vió obligado a iniciar, con la mayor parte de su ejército, la retirada sobre el Helesponto, continúó manteniendo Esparta la misma táctica ambigua, Jerjes se había retirado, es verdad, al Asia; pero había dejado en Tesalia un fuerte ejército bajo la dirección de su ayudante Madronio, que pasó allí el invierno a fin de reanudar la guerra en la primavera. Justamente en esta última lucha decisiva mostró el rey espartano Pausanias, que comandaba todas las fuerzas de los helenos, una debilidad tan evidente que se hace sospechosa. El fin de Pausanias, que en una ocasión posterior fue acusado de traición abierta a la causa de los griegos, justifica la sospecha de que ya entonces había negociado secretamente con Madronio. Esa presunción adquiere visos de verosimilitud cuando se considera que Madronio había hecho a los atenienses, antes de la apertura de las hostilidades, una oferta secreta para que se aliaran con él, promeiiéndoles que no sería tocada en modo alguno su independencia. Los atenienses habían rechazado orgullosamente ese ofrecimiento, y cabe pensar que Madronio probó después su suerte con Pausanias y que éste se mostró más accesible. En todo caso, todo el comportamiento de Pausanias durante la batalla de Platea justifica esa interpretación.

Si los persas, a pesar de su superioridad, y a pesar de todas las maquinaciones secretas, fueron, sin embargo, derrotados, se debió a que las resueltas legiones de los helenos; que combatían por su independencia y su libertad, corriendo el riesgo de perderlo todo en el juego, estaban animadas por un espíritu muy distinto al que movía al ejército gigantesco de los persas, consolidado por la voluntad de un déspota, e integrado simplemente para la guerra entre pueblos y tribus extrañas. Por esta razón vencieron los griegos a pesar de su desmembramiento nacional y de su desintegración política, sin que hubiesen experimentado como debilidad las condiciones en que vivían.

El intento de algunos historiadores de interpretar la guerra posterior del Peloponeso como una contienda en pro de la unidad nacional de Grecia, carece también de sólida fundamentación. Muy atinadamente se refirió Mauthner a lo arbitrario de ese aserto.

Piénsese, por ejemplo, que durante la guerra del Peloponeso, casi treinta años, la idea de la nacionalidad puede decirse que no apareció entre los helenos; es verdad, un hombre como Alcibíades, que puso su habilidad tan pronto al servicio de los compatriotas atenienses como al de los espartanos enemigos, o al servicio del enemigo hereditario persa, constituyó entonces una excepción; pero también entre los sencillos griegos eran raros los que se habían formado una noción de su nacionalidad y los que querían terminar la guerra como panhelenos conscientes. La idea de la nacionalidad no había sido aceptada todavía, a pesar del amor al terruño, es decir, a la ciudad (10).

En aquellas largas y sangrientas luchas en que se desangraba Grecia y se consumía su fuerza vital interna, no se planteaba la unidad polítitico-nacional de las tribus griegas, sino otro problema: ¿autonomía o hegemonía? Había que decidir cuál de las ciudades mayores debía tomar la primacía: Atenas, Esparta, Tebas o Corinto. Después de las guerras persas, se desarrolló la cultura, especialmente en Atenas, en un grado supremo; pero la victoria sobre Persia contribuyó también al ensanchamiento de la conciencia política del poder. Atenas, que continuó la guerra contra Persia junto a sus aliados y quería también asegurar a las ciudades griegas del Asia Menor su emancipación del yugo persa, no fue guiada en ello por motivos puramente económicos. El motivo principal de su empresa fue, sin duda, la convicción de que una federación de ciudades libres en el Asia Menor ofrecería un fuerte baluarte contra nuevos ataques del despotismo persa. Mientras los espartanos y las demás ciudades del Peloponeso se habían retirado de la lucha, fundaron Atenas y las ciudades que se mostraron conformes con sus aspiraciones, la alianza delo-ática, que primeramente fue una federación libre de comunas independientes, en cuyos cuadros cada Ciudad tenía los mismos derechos. Pero las cosas cambiaron con el desarrollo de la hegemonía que procuró a Atenas cada vez mayores privilegios, los cuales sólo pudieron ser obtenidos a costa de sus aliados. De esa manera apareció cada vez más fuertemente, en primera línea, el motivo político de poder en la vida social.

Tal es en rigor la maldición de todo poder: que se emplea abusivamente por sus representantes. Contra ese fenómeno de nada valen las reformas, las válvulas constitucionales de escape, pues corresponde a la esencia más íntima del poder y, por tanto, es ineludible. No es la forma externa, sino el poder como tal el que lleva al abuso; ya la aspiración al poder abre de par en par las puertas a las turbias y nefastas pasiones de los hombres. Si Goethe habló alguna vez de que la política corrompe el carácter, es porque tenía presente aquella obsesión del poder que está en la base de toda política. Todo lo que en la vida privada aparece bajo y despreciable, si es ejecutado por hombres de Estado se convierte en virtud, a condición de que le acompañe el éxito. Y como con la extensión del poder caen en las manos de sus representantes medios económicos cada vez más numerosos, se desarrolla un sistema de soborno y de venalidad que socava poco a poco toda moral social, sin la cual a la larga no puede existir una comunidad. Así, el poder se convierte en azote terrible de la vida social y de sus fuerzas culturales creadoras. Tampoco la polis griega constituyó una excepción a esta regla y cayó en la descomposición interior, en el mismo grado en que adquirieron en ella la supremacía las aspiraciones politicas de poder.

Se demostró ya entonces lo que, en lo sucesivo, se ha confirmado siempre: que los resultados de la guerra, que algunos vesánicos festejan como un rejuvenecimiento de la vida social, se manifiestan en la mayoría de los casos más perjudicialmente aún para los vencedores que para los vencidos. Al enriquecer de un modo desmesurado, por sus consecuencias, a ciertas capas de la comunidad, remueve los limites anteriores del bienestar, destruyendo así el equilibrio social de una manera que cada vez permite menos la comunidad de los intereses sociales, apareciendo cada vez más intensa y abiertamente las contradicciones de clase en la sociedad. Así ocurrió en Atenas. Mano a mano con el encumbramiento de la oligarquía del dinero, prosperó el empobrecimiento de las clases populares interiores, destruyendo los viejos fundamentos de la sociedad. En última instancia, por eso y por su economía esclavista tuvo que sucumbir Grecia.

La lucha por la hegemonía, que se expresó de una manera tan destructora en la guerra del Peloponeso, inició simultáneamente la decadencia de la cultura griega y preparó a la realeza macedónica el camino para subyugar a Grecia, pues condujo en todas partes a los mismos resultados inevitables en Atenas, en Esparta, en Tebas. El único fenómeno grato, en esa contienda por el predominio, es el hecho que ninguna de las grandes ciudades fue capaz de sostener por mucho tiempo el predominio, pues el sentimiento de la libertad de los helenos, en cada una de las ciudades, incitó siempre a la rebelión y al sacudimiento del yugo impuesto. Pero la guerra fue de larga duración y debilitó todos los cimientos de la vida social. Después de la suspensión de las hostilidades, todas las ciudades quedaron tan agotadas que no pudieron mantenerse a la altura del peligro macedónico inminente. Tanto menos cuanto que la descomposición de las costumbres y de todos los fundamentos morales, consecuencia de la guerra y de la aspiración al poder, permitió a la monarquía macedónica sostener en casi todas las ciudades agentes que obraban en favor de sus planes. En realidad, la corrupción moral fue mayor que nunca precisamente cuando Demóstenes se esforzaba en vano por incitar a la Hélade a una defensa común ante el peligro macedónico.

Alejandro de Macedonia creó con la espada al fin la unidad político-nacional de Grecia y sometió todo el país a su dominación. Fue el verdadero fundador del llamado helenismo, que algunos historiadores serviles han calificado como culminación de la cultura griega. En realidad, fue solamente una decadencia espiritual, incapaz ya de toda renovación de la vida. Alejandro echó los cimientos de un imperio griego unitario y destruyó así la inagotable multilateralidad de la vida cultural, tan característica de la comuna griega en el período de su apogeo. Los ciudadanos de las ciudades libres se convirtieron en súbditos del Estado nacional unitario, que dispuso toda su fuerza en el sentido de constreñir los fenómenos de la vida social según el nivel medio de sus aspiraciones políticas. El llamado helenismo fue sólo el sucedáneo de una cultura que únicamente podía prosperar en libertad; fue el triunfo de los aprovechadores no creadores sobre el espíritu creador de la ciudad griega.

La mayoría de los historiadores ensalzan a Alejandro como a un gran propagador de la cultura helénica a través del territorio gigantesco de su imperio. Pasan por alto que, no obstante su victoria sobre el poder militar persa, en su pensamiento y en su acción había caído subyugado, cada día más, por los conceptos persas de dominación, que se dispuso a trasplantar a Europa. Grote tiene completa razón cuando sostiene, en su Historia de Grecia, que Alejandro no ha helenizado a Persia, sino que más bien ha persificado a Grecia, habiendo malogrado así, para siempre, todo el desarrollo ulterior de su cultura; más aún: su verdadero objetivo tendía a transformar toda la Hélade en una satrapía, como después fue transformada por los romanos en una provincia de su imperio mundial. Bajo su dominación y la de sus sucesores, se cegaron las fuentes de la vieja cultura griega. Se vivió todavía un tiempo de su antigua vida; pero no volvieron a desarrollarse nuevos valores. La unidad político-nacional mató la fuerza creadora de la cultura helénica.


Notas

(1) M. Borne: Kultur der Urzeit; vol. II, 1912.

(2) En las escolias se expresaban a menudo motivos políticos, como el odio a la tiranía, etc. He aquí dos estrofas del canto de triunfo a los tiranicidas Harmodio y Aristogiton, que se atribuye a Calistrato:

Quiero llevar en verdes mirtos mi espada de batalla
como Harmodio y Aristogiton,
cuando en la fiesta sagrada de Pallas
mataron al tirano Hiparcos.
¡Vuestro nombre florecerá siempre en la tierra muy queridos
Harmodio y Aristogiton!
Pues gracias a vosotros se hundió el tirano
y por eso habéis hecho a Atenas otra vez igual y libre.

(3) H. Taine: Filosofía del arte.

(4) J. J. Winckelmann: Geschichte der Kunst des Altertums; 1764.

(5) Albrecht Wirth: Volkstum und Weltmacht in der Geschichte; pág. 18. Leipzig.

(6) Ernest Curtius: Geschichte Criechenladns y Die Jonier vor der jonischen; Wanduerung.

(7) H. Taine: Philosophie dei Kunst; pág. 319.

(8) Francis Galton: Hereditary Genius, its Laws and Consequences; 1869.

(9) Nietzsche: Humano, demasiado humano. Octavo capítulo.

(10) Fritz Mauthner: Der Atheismus. usw. Vol. 1, pág. 102.

Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha