Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO CUARTO

LA UNIDAD POLÍTICA Y LA EVOLUCIÓN DE LA CULTURA

SUMARIO

Sobre el concepto de cultura.- Cultura como medida ética en Kant, Herder y otros.- Cultura y civilización.- Cultura como rebelión consciente contra el devenir natural.- Pueblos primitivos y pueblos de cultura.- La cultura en la lucha contra el señorío y los caprichos de mando.- Solidaridad como estímulo más importante de la cultura.- Relación de los diversos grupos humanos con el devenir general de la cultura.- Fecundación cultural por influencias extrañas.- Nación y círculo cultural.- La victoria de la cultura superior sobre la sumisión política.- Adaptación cultural y asimilación estatal.




Antes de entrar a examinar más detalladamente las relaciones entre el Estado nacional y el proceso general de la cultura, es necesario definir lo más concretamente posible el concepto de cultura, a fin de eludir cualquier imprecisión. La palabra cultura; cuyo uso general es relativamente reciente, no encarna de ninguna manera una noción claramente circunscrita, como se podría suponer por la frecuencia de su empleo. Así se habla de una cultura de la tierra, de una cultura física, espiritual, psicológica, de la cultura de una raza o de una nación, de un hombre que posee cultura y de otras cosas semejantes, y se comprende, en cada caso, algo diverso. No hace mucho que se atribuía al concepto de cultura un sentido casi puramente ético. Se hablaba de la moral de los pueblos, como hoy hablamos de su cultura. En realidad hasta fines del siglo XVIII, y más adelante aún, se empleaba el concepto humanidad, que sin embargo es un concepto puramente moral, en el mismo sentido que hoy se emplea la palabra cultura, sin que se pudiera afirmar que aquella denominación haya sido peor o menos clara.

Montesquieu, Voltaire, Lessing y Herder y muchos otros interpretaron la cultura en general como concepto ético. Herder, en sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, ha expuesto el principio de que la cultura de un pueblo es tanto más elevada cuanto más llega en él a expresarse el espíritu de la humanidad. Por lo demás, el sentimiento ético pasa hoy, para muchos, como la encarnación de toda cultura. Así Vera Strasser, en una obra de gran vuelo, declar6 que el progreso de la cultura consiste en que cada uno reprima lo animal y estimule lo espiritual, de donde, ya por el contraste elegido, se desprende claramente que lo espiritual es conceptuado principalmente como noción moral (1).

También Kant veía en la moral el carácter esencial de la cultura. Partiendo del punto de vista de que el hombre es una criatura en que se manifiesta 1& propensión al aislamiento junto al instinto de la sociabilidad, creía reconocer en la coexistencia de esas dos disposiciones el gran instrumento de la cultura y el verdadero origen de los sentimientos éticos humanos. Por ese medio fue capacitado el hombre para superar su rudeza natural y escalar la pendiente de la cultura que, según las propias palabras de Kant, consiste en el valor social del hombre. La cultura le pareció el objetivo final de la naturaleza, que llegaba en el ser humano a la conciencia de sí misma. Según la concepción de Kant, encierra la cultura misma muchos obstáculos que traban aparentemente el libre crecimiento de la humanidad, pero, en el fondo, le resultan beneficiosos. En este sentido creía reconocer en toda forma de expresión de la cultura una señal que indica el gran objetivo final a que la humanidad aspira.

Después se ha intentado hallar diferencias entre cultura y civilización; de tal manera que por civilización se quiso entender sólo el dominio de la naturaleza externa por los hombres, mientras que la cultura se habría de conceptuar como espiritualización y refinamiento psíquico de la existencia física. En este sentido se han hecho determinadas divisiones de los fenómenos sociales de la vida y se han concebido el arte, la literatura, la música, la religión, la filosofía y la ciencia como dominios especiales de la cultura, mientras que se resumió bajo el concepto de civilización la técnica, la vida económica y la formación política. Otros quieren reconocer también en la ciencia sólo una forma de la civilización, pues sus efectos prácticos influyen y transforman continuamente la marcha material de la vida del hombre. Todos estos ensayos tienen sus ventajas, pero también sus insuficiencias, pues no es muy sencillo establecer aquí fronteras determinadas, aun cuando se esté seguro que se trata simplemente de clasificaciones que deben facilitarnos la investigación de los hechos reales.

La palabra latina cultura, que casi había caído en olvido, no fue aplicada originariamente casi más que al cultivo de la tierra, a la cría de animales y a otras cosas parecidas que significan una intervención consciente del hombre en los procesos naturales, y tenía la significación de cuidar, de cultivar. Esa intervención no encierra todavía ningún contraste; se la puede interpretar también como una formación especial de los sucesos que se integran en la larga serie de los acontecimientos naturales. Es muy probable que el pensamiento teológico-cristiano haya sido el motivo inmediato para construir un contraste artificial entre naturaleza y cultura, al poner al hombre por encima de la naturaleza y al infundirle la creencia de que ésta sólo ha sido creada por él y para él.

Cuando se conviene en la definición de que por cultura se entiende simplemente la intervención consciente del hombre en la marcha ciega de las fuerzas naturales, distinguiendo además entre formas superiores e inferiores de los procesos culturales, se da de ese modo una explicación que seguramente no puede dar motivo a falsas interpretaciones. Comprendida así, la cultura es la rebelión consciente del hombre contra el curso natural de las cosas, que es el único al que debe la conservación de su especie. Innumerables especies que han poblado un tiempo la tierra, han sucumbido en el temprano período glacial, porque la naturaleza les había privado del alimento habitual y de las antiguas condiciones de vida. Pero el hombre combatió contra las condiciones invariables de la existencia y buscó medios y caminos para escapar a sus efectos destructivos. En este sentido, todo su desenvolvimiento y su difusión en la tierra es una lucha continua contra las condiciones naturales de su ambiente, que procuró transformar a su manera y en su beneficio. Se creó utensilios artificiales, armas y herramientas, utilizó el fuego y, por medio de una adecuada indumentaria y vivienda, se adaptó a las condiciones en que fue forzado a vivir. De este modo se creó, por decirlo así, el propio clima, lo que le hizo posible cambiar de residencia y resistir las condiciones naturales de la vida. Por consiguiente, el paso inicial para ser hombre es el comienzo de toda cultura, y la vida humana es su contenido. Una ilustrada exposición de los dos conceptos opuestos, naturaleza y cultura, la dió Ludwig Stein cuando dijo:

A la regularidad, sin excepción, en el fluir de todos los acontecimientos, tal como se desarrollan sin determinadas finalidades, es decir, sin cooperación humana, la llamamos naturaleza. Lo elaborado por la especie humana en su conveniencia y conforme a un plan, lo proyectado, lo deseado, lo alcanzado y conformado, lo llamamos, en cambio, cultura. Lo que crece libremente de la tierra, sin intervención de la fuerza humana de trabajo, es un producto natural; pero lo que sólo adquiere forma y figura por la aportación de la fuerza humana de trabajo, es un artefacto o producto de la cultura. La fuerza humana de trabajo perfecciona, mediante la prosecución consciente de una finalidad y por un sistema elaborado de adaptación de los fines a sus medios, la actividad creadora inconscientemente finalista de la naturaleza. Por medio de las herramientas que el hombre, ser imitativo, crea como una perfección paulatina de sus propios órganos, y con ayuda de las instituciones y de los instrumentos ahorradores de trabajo que se forja, apresura el hombre el perezoso curso monótono del proceso natural y sabe ponerlo al servicio de sus propios objetivos. El tipo de estado natural consiste en el dominio del hombre por su ambiente; la esencia del estado cultural exige, en cambio, lo siguiente: la dominación del ambiente por el hombre (2).

Esa definición es sencilla y clara; posee además la ventaja que representa simplemente la relación entre naturaleza y cultura, sin levantar una oposición declarada entre ambas. Esto es importante, pues si se es de opinión que también el hombre es una parte de la naturaleza, una de sus criaturas, que no está ni sobre ella ni fuera de ella, entonces no sale su obra del marco general de la naturaleza llamémosla ahora cultura, civilización o como quiera que sea. En este sentido la cultura es sólo una forma de expresión especial de la naturaleza, cuyos comienzos se anudan a la aparición del hombre sobre la tierra. Su historia es la historia de la cultura en sus diversas graduaciones, y sin embargo pertenece, como todos los otros seres, a la misma generalidad que llamamos naturaleza. Es precisamente la cultura la que le señala su puesto en el gran reino de la naturaleza, que es también su madre. Naturalmente, no se puede hablar siempre más que de un dominio relativo de la naturaleza por el hombre, pues ni aun la cultura más avanzada fue capaz hasta aquí de superar completamente la naturaleza. Una marea alta basta para destruir los diques artificialmente erigidos, para inundar los sembrados y hundir en el fondo del mar los barcos ingeniosamente construídos. Un terremoto aniquila en pocos minutos los resultados laboriosos de una actividad creadora secular. La evolución de la cultura es simplemente una dominación de la naturaleza por el hombre, que se lleva a cabo con el desarrollo progresivo de modo metódico y seguro de su finalidad sin ser jamás absoluto.

De ese modo caen también las barreras artificiales trazadas entre los llamados pueblos primitivos y pueblos civilizados. Una separación semejante no corresponde absolutamente a los hechos reales, pues no hay de ningún modo tribus y pueblos que no dispongan de cultura alguna. Ya Friedrich Ratzel, el verdadero fundador de la consideración histórica antropogeográfica, observó en su Volkerkunde que entre pueblos primitivos y pueblos civilizados no existe ninguna diferencia esencial, sino meramente una diferencia en el grado de su cultura, de manera que en realidad sólo se puede hablar de pueblos más pobres y más ricos culturalmente.

Las diversas formas de la vida cultural han dado pábulo por sí mismas a ciertas distinciones, y aun cuando apenas es posible trazar determinadas lineas fronterizas entre los diversos campos de actuación de la cultura humana, no podemos dejar de tenerlas en cuenta, pues nuestro cerebro está ya configurado de tal manera que sólo podemos avanzar mediante las muletas de los conceptos. Así la exposición de la historia puramente politica de los Estados particulares, cuyo contenido se limitó casi exclusivamente a la enumeración de las dinastías, a la anotación y descripción de las guerras y conquistas y a una explicación de los diversos sistemas gubernativos, ha dado sin duda el verdadero impulso para consideraciones histórico-culturales más profundas. Se comprendió que esas exposiciones unilaterales no agotaban de ninguna manera la ilimitada plenitud del proceso de la cultura, más bien extendieron de modo indebido sus aspectos más infecundos. Pues así como no todas las fuerzas de la naturaleza son útiles y provechosas para el hombre, tampoco son beneficiosos para su desarrollo superior todos los productos del ambiente social por él creado; algunos se manifiestan incluso como obstáculos peligrosos para ese desarrollo.

La esclavitud y el despotismo son formas de expresión del proceso general de la cultura, pues también ellos representan una intervención consciente en la marcha natural de las cosas. Pero en última instancia son sólo brotes de la cultura social, cuyos funestos daños llegan a la conciencia del hombre cada vez más claramente en el curso de su historia. La larga serie de las transformaciones sociales y las incontables rebeliones contra viejos y nuevos sistemas de dominio, testimonian al respecto. Como el hombre aspira a comunicar a su ambiente natural lo más posible de su propia esencia, le impulsa su propio desarrollo, en una medida cada vez mayor, a extirpar lo maligno de su ambiente social, para alentar el desarrollo espiritual de su especie y encaminarla a una perfección cada vez más grande. Está en el núcleo esencial de toda cultura que el hombre no se someta ciegamente a la cruda arbitrariedad de los hechos naturales, sino que luche contra ella, para formar su destino de acuerdo con la propia aspiración; así romperá también las cadenas que él mismo se ha forjado, cuando la ignorancia y la superstición enturbiaban su mirada. Cuanto más hondamente penetra su espíritu en los caminos intrincados de su desenvolvimiento social, tanto más amplios y abarcativos se vuelven los objetivos que se propone, tanto más consciente y abiertamente intentará influir en la marcha de ese desenvolvimiento, y procurará que todos los acontecimientos sociales estén al servicio de los propósitos superiores de la cultura.

Así avanzamos, impulsados por anhelo interior y acicateados por la influencia de las condiciones sociales, en las cuales vivimos, hacia una cultura social que no conocerá forma alguna de explotación y de esclavitud. Y esa futura cultura se manifestará tanto más beneficiosamente cuanto más reconozcan sus representantes en la libertad personal del individuo, y en la unión de todos por los lazos solidarios de un sentimiento social de justicia, los verdaderos resortes de su acción social. Libertad, no en el abstracto sentido hegeliano, sino concebida como posibilidad práctica, que ofrezca a cada miembro de la sociedad garantía para desarrollar plenamente todas las fuerzas, talentos y capacidades que le ha proporcionado la naturaleza, sin verse obstaculizado por la coacción de las prescripciones autoritarias y los efectos inevitables de una ideología de la fuerza bruta. Libertad de la persona en el terreno de la igualdad económica y social. Sólo en este camino se ofrece al hombre la posibilidad de llevar al máximo nivel la conciencia de su responsabilidad personal, fundamento férreo de toda libertad, y de desarrollar el sentimiento viviente de la solidaridad con sus semejantes hasta un grado en que los deseos y necesidades del individuo surjan de toda la profundidad de sus sentimientos sociales.

Así como en la naturaleza la lucha brutal que se libra con uñas y dientes, no es la única forma de afirmación de la vida, pues junto a esta forma ruda hay otra, y mucho más eficaz en la lucha por la existencia, que halla su expresión en la agrupación social de las especies más débiles y en su apelación a la ayuda mutua, así la cultura conoce también formas distintas de actividad humana de la vida que hacen aflorar sus aspectos más primitivos y más delicados. Y del mismo modo que en la naturaleza aquella segunda especie de lucha por la existencia es mucho más beneficiosa para la conservación del individuo y de la especie que la guerra brutal de los llamados fuertes contra los débiles -un hecho que se desprende bastante claramente del retroceso significativo de aquellas especies que no practicaron la vida social y que debieron contar sólo con su superioridad puramente física en la lucha con el ambiente (3)-, así triunfa también poco a poco en la vida social de la humanidad la forma superior del desarrollo espiritual y psicológico sobre la fuerza bruta de las instituciones políticas de dominación, que hasta aquí sólo han obrado paralizadoramente sobre toda formación cultural superior.

Pero si la cultura no es otra cosa que una continua superación de los procesos naturales primitivos, de las aspiraciones políticas de dominio dentro de la sociedad, que constriñen el proceso vital del hombre y someten su actividad creadora a la coacción externa de formas rigidas, entonces, según su esencia interna, es en todas partes la misma, a pesar del número siempre creciente y de la diversidad infinita de sus formas especiales de expresión. Por eso la noción de la supuesta existencia de culturas puramente nacionales, de las cuales cada una en sí constituye un todo cerrado, que entraña las leyes de su propio origen, no es tampoco más que un hermoso anhelo que no tiene nada de común con la realidad de la vida. Lo común que sirve de base a toda cultura es infinitamente más grande que la diversidad de sus formas exteriores, que en gran parte son determinadas por el ambiente. Toda cultura procede del mismo impulso y tiende, en lógica consecuencia, a los mismos objetivos. Comienza en todas partes, primero como acción civilizadoraa que opone barreras artificiales a la naturaleza cruda, indomada, lo que permite al ser humano satisfacer sus necesidades perentorias más fácil y libremente. De ahí surge luego, de una manera espontánea, la aspiración a una conformación superior y a una espiritualización de la vida individual y social, que arraiga hondamente en el sentido social del hombre y ha de ser considerada como la fuerza impulsora de toda cultura superior. Si se quiere formar uno un cuadro claro sobre la estructura y las interrelaciones de los diversos grupos humanos con lo que llamamos cultura, se podría emplear el símil siguiente.

El Océano se extiende con su amplitud infinita y aprisiona con sus húmedos brazos los continentes. Sobre la vasta superficie irradia y caldea el sol, y el agua evaporada se eleva lentamente al cielo en impulso eterno. Se forman nubes en el firmamento y marchan, impulsadas por el viento, hacia la tierra. Hasta que su plenitud se descarga y cae la lluvia fructificadora. En millones de lugares se reúnen las gotas en el seno de la gran madre de toda vida y, purificadas, brotan de nuevo a la superficie en incontables fuentes. Aparecen arroyos que cortan el país en todas direcciones, se agrupan y forman ríos y torrentes. Y éstos llevan sus aguas nuevamente al mar, al que, en última instancia, deben su existencia. Desde tiempos inmemoriales se realiza esa circulación con la misma seguridad irresistible, inmutable como la vida entera en la tierra, y continuará efectuándose en lo sucesivo indefinidamente, mientras las condiciones cósmicas de nuestro sistema planetario sean las mismas.

No otra cosa ocurre con la creación cultural de los pueblos, con toda actividad creadora del individuo. Lo que denominamos en general cultura no es, en el fondo, más que una gran unidad del devenir, que lo abarca todo, que se encuentra en transformación incesante, ininterrumpida y se manifiesta en incontables formas y figuras. Es siempre y en todas partes la misma impulsión creadora que acecha la oportunidad de expresarse, sólo que la expresión es distinta y se ajusta al ambiente especial. Como toda pequeña fuente, todo arroyo, todo río están ligados al mar, con cuyas olas se mezclan siempre nuevamente, así todo círculo cultural no es más que una parte de la misma unidad que lo abarca todo, de la que extrae sus fuerzas más profundas y originarias, a cuyo seno vuelve siempre su propia acción creadora. Los arroyos y los ríos son como las innumerables formas culturales que se sucedieron o que han coexistido en el curso de los milenios. Todas tienen su raíz en la misma fuente primaria, a la que están ligadas en lo más profundo, como todas las aguas con el mar.

La reforma cultural y la fructificación social se producen siempre que entran en estrecho contacto diversos pueblos y razas. Toda nueva cultura es iniciada por semejante confluencia de diversos elementos étnicos y recibe de ella su forma particular. Es muy natural, pues sólo por las influencias extrañas nacen nuevas necesidades, nuevos conocimientos, que pugnan continuamente en todos los dominios de la actividad cultural por adquirir formas y expresión. Querer mantener la pureza de la cultura de un pueblo mediante la extirpación sistemática de las influencias extranjeras -un pensamiento que se defiende con gran pasión hoy por los nacionalistas extremos y por los partidarios de las doctrinas racistas- es tan antinatural como infecundo y sólo muestra que esos extraordinarios soñadores de la autarquía cultural nórdica no han comprendido el hondo sentido del proceso cultural. Esas ideas caricaturescas tienen aproximadamente la misma significación que el persuadir a un hombre de que sólo puede alcanzar el grado supremo de su virilidad excluyendo de la esfera de su vida a la mujer. El resultado sería en ambos casos el mismo.

La nueva vida brota sólo por la unión del hombre y la mujer. También una cultura nace solamente o es fecundada de nuevo por la circulación de sangre fresca en las venas de sus animadores. Como nace el niño de la unión de dos seres, así surgen nuevas formas culturales por la fecundación mutua de pueblos diversos y por la penetración y comprensión espiritual de las adquisiciones y capacidades extranjeras. Hace falta una dosis singular de estrechez mental para imaginar que se puede privar a un país entero de las influencias espirituales de circulos culturales más vastos, hoy, cuando los pueblos están expuestos, más que nunca, a una complementación recíproca de sus aspiraciones culturales.

Pero aun cuando existiese la posibilidad de llegar a ese resultado, no se produciría en tal pueblo, en modo alguno, un instrumento de su vida cultural, como se figuran singularmente los representantes máximos de la autarquía cultural. Todas las experiencias hablan más bien de que ese aislamiento llevaría a una decadencia general, a un lento languidecimiento de su cultura. Con los pueblos, en este aspecto, no ocurre de otro modo que con las personas. ¡Qué pobre sería el ser humano si hubiese tenido que depender, en su desenvolvimiento cultural, simplemente de las creacionees del propio pueblo! Aparte del hecho de que no se puede hablar de esa posibilidad, pues aun el más sabio no sería capaz de establecer con seguridad qué parte de los bienes culturales de un pueblo ha sido conquistada de un modo realmente independiente o fue adquirida de otros en una u otra forma.

Pues la cultura interior de un hombre crece en la medida en que adquiere la capacidad de apropiarse las conquistas de otros pueblos y de fecundar con ellas su espíritu. Cuanto más fácilmente consigue eso, tanto más elevada es su cultura espiritual, tanto mayor derecho tiene al título de hombre de cultura. Se hunde en la suave sabiduría de Lao- Tsé y disfruta de las bellezas de la poesía védica. Se abren ante su espíritu las maravillosas leyendas de las Mil y una noches y con íntima delicia gusta los proverbios del alegre catador Omar Khayyam o saborea las estrofas majestuosas de Firdusi. Su alma se templa en la profundidad del libro de Job y vibra en el ritmo de la Iliada. Ríe con Aristófanes, llora con Sófocles, lee con placer las ocurrencias graciosas del Asno de oro de Apuleyo y escucha con interés las descripciones de Petronio sobre las condiciones de la Roma decadente. Con el maestro Rabelais entra en los pórticos ornamentados de la feliz abadía de Thelema y deambula con Francois Villon junto al Rabenstein. Trata de comprender el alma de Hamlet y se regocija con el placer de la aventura de Don Quijote. Penetra en los horrores del infierno de Dante y deplora con Milton el Paraíso perdido. En una palabra, en todas partes está como en su casa y aprende, por tanto, a apreciar más justamente el encanto del propio terruño. Examina con mirada imparcial los bienes culturales de todos los pueblos y abarca cada vez más hondamente la gran unidad de todos los procesos espirituales. Y esos bienes no se los puede robar nadie; están por encima de la jurisdicción de los gobiernos y escapan a la voluntad de los poderosos de la tierra. Es cierto que el legislador puede cerrar al extranjero las puertas de su país, pero no puede impedir que aquél haga uso de los tesoros del pueblo extranjero, de su cultura espiritual, con la misma naturalidad que cualquier nativo del país.

Aquí está el punto en que se puede reconocer más claramente la inmensa significación de la cultura frente a todas las limitaciones politico-nacionales. Porque la cultura desata los lazos que impuso a los pueblos el espíritu teológico de la política. En este sentido es revolucionaria en lo más profundo de su esencia. Nos dejamos llevar a hondas consideraciones respecto de lo efímero de toda existencia, y comprobamos que todos los grandes imperios que jugaron en la historia un papel dominante mundial, fueron condenados, inapelablemente a la decadencia en cuanto treparon a la cima suprema de su cultura. Toda una serie de historiadores afamados sostiene incluso que se está aquí ante los efectos inevitables de una determinada ley a que estaría sometido todo proceso histórico. Pero ya el hecho de que esa decadencia o ruina de un imperio no equivale en modo alguno a decadencia de una cultura, puede servimos de índice sobre dónde hay que buscar las verdaderas causas de la ruina. Una forma política de dominación puede sucumbir sin dejar tras sí ni la más remota huella de su existencia. Con una cultura no ocurre lo mismo. Puede marchitarse en un país, cuando es perturbada por algún motivo en su crecimiento natural; pero en ese caso busca fuera de su viejo círculo de acción nuevas posibilidades de desenvolvimiento, abraza poco a poco otros domnios y fecunda allí gérmenes que esperaban en cierto modo la fecundación. Así aparecen nuevas formas del proceso cultural, que se diferencian sin duda de las viejas, pero que, sin embargo, entrañan sus fuerzas creadoras. Los conquistadores macedonios y romanos pusieron fin a la independencia política de las pequeñas ciudades-Repúblicas griegas, pero no pudieron impedir que la cultura griega se trasplantara hacia el interior de Asia, creciera en Egipto en una nueva floración e incluso fecundara espiritualmente a Roma misma.

Este es también el motivo por el cual pueblos con una cultura menos desarrollada no pudieron nunca someter del todo a pueblos culturalmente superiores, aunque fueran mucho más fuertes que ellos militarmente. Una completa sumisión sólo era posible en pequeñas poblaciones que, a causa de su debilidad numérica, podían ser fácilmente aplastadas; pero es inimaginable en un pueblo más importante, consolidado en el curso de muchos siglos por una cultura común. Los mogoles pudieron terminar militarmente con los chinos; fueron capaces incluso de elevar a un hombre de sus tribus a soberano del Celeste Imperio; pero no tuvieron la menor influencia sobre la formación interna de la vida cultural y social de los chinos, cuyo carácter apenas fue tocado por la invasión. Al contrario: la cultura primitiva de los conquistadores mogólicos no pudo resistir a la cultura mucho más vieja y mucho más refinada de los chinos y quedó tan absorbida que no persistió rastro alguno de ella. Doscientos años bastaron para transformar a los invasores mogólicos en chinos. La cultura superior de lbs vencidos se mostró más fuerte y más eficaz que la brutal violencia militar de los vencedores.

¡Y cuán frecuentemente fue asaltada e inundada la península apenina, la actual Italia, por poblaciones extrañas! Desde los tiempos de las emigraciones de pueblos, incluso mucho antes, hasta las invasiones de los franceses bajo Carlos VIII y Francisco I, fue Italia continuo objeto de ataque de innumerables tribus y poblaciones, a quienes la vieja añoranza, y ante todo la perspectiva de un rico botin, empujaban hacia el Sur. Cimbrios y teutones, longobardos y godos, hunos y vándalos y docenas de otras tribus hicieron marchar sus bandas rudas por el territorio fecundo de la península, cuyos habitantes tuvieron que sufrir duramente a causa de esos ataques reiterados. Pero la cultura superior del país no la pudieron resistir ni los conquistadores más vigorosos y más crueles, aunque la hayan tratado al comienzo, con declarada hostilidad y menosprecio altanero (4). Hasta que paulatinamente fueron dominados por ella y forzados a otras formas de vida. Su fuerza primitiva no había contribuido más que a proporcionar nuevos elementos fecundantes a aquella vieja cultura y a infundirle sangre fresca en las venas.

Ejemplos similares los conoce la historia en gran cantidad. Nos muestran siempre la infinita superioridad del proceso cultural sobre la chapucería lamentable de las aspiraciones políticas de poder. Todos los ensayos de los Estados vencedores para imponerse a la población de los territorios recién conquistados mediante recursos de violencia, como la supresión del idioma nativo, la anulación por la fuerza de las instituciones tradicionales, etc., no sólo han quedado sin éxito, sino que alcanzaron, en la mayoría de los casos, precisamente lo contrario de lo que pretendían los conquistadores. Inglaterra no pudo conquistarse nunca la simpatía de los irlandeses; sus métodos de violencia han hecho más profundo y más insuperable el abismo entre ambos pueblos, y han aumentado el odio de los irlandeses contra los ingleses. Los ensayos de germanización del gobierno prusiano con los polacos sólo han amargado y dificultado la vida de éstos, pero no fueron capaces de modificar su posición y hacerles más amistosos para con los alemanes. Hoy vemos los frutos de esa torpe política. La política de rusificación del gobierno zarista en las provincias bálticas condujo a una violación descarada de toda dignidad humana, pero no aproximó la población a Rusia, y sólo benefició a los barones alemanes allí residentes, cuya explotación brutal de las grandes masas fue estimulada de esa manera. Los representantes de la política imperial en Alemania podían hacerse la ilusión de que serían capaces de despertar en los alsacianos el amor a lo alemán con los decretos dictatoriales, aunque la población, tanto por sus costumbres como por su idioma, es alemana; no tuvieron ningún éxito. Tampoco los ensayos de asimilación de los franceses pueden llenar a los alsacianos de amor a Francia. Casi todo gran Estado tiene, dentro de sus fronteras, las llamadas minorías nacionales y se comporta ante ellas del mismo modo; pero el resultado es, en todas partes, el mismo. El amor y la adhesión no se pueden imponer, hay que conquistarlos; pero la violencia y la opresión son los medios menos apropiados para ello. La política nacional de opresión de los grandes Estados, antes de la guerra de 1914-18, ha producido, en las nacionalidades oprimidas, un nacionalismo hipersensible, que se pone de manifiesto en el hecho de que trata a las minorías nacionales de los nuevos Estados exactamente como antes han sido tratadas ellas mismas; fenómeno éste que sólo es comprensible porque los Estados menores siguen las huellas de los gr:mdes e imitan sus procedimientos.

No se pueden imponer a un pueblo por la violencia costumbres, hábitos e ideas, como a un hombre no se le puede encerrar en el marco de una individualidad extraña. Una fusión de diversas tribus étnicas y de elementos raciales distintos sólo es posible en el dominio de la cultura, porque aquí no brota de la coacción externa, sino de una necesidad interior, pudiendo seguir cada parte sus propias inspiraciones. La cultura no asienta ni en la violencia ni en la ciega fe en la autoridad; su eficacia tiene por base el libre acuerdo de todos, que emana de las aspiraciones comunes al bienestar espiritual y material. Aquí solamente decide la necesidad natural, no la ciega orden de arriba. Por esta razón marchan siempre mano a mano las grandes épocas culturales con las asociaciones voluntarias y las fusiones de diversos grupos humanos; incluso se condicionan mutuamente. Sólo la libre decisión, que en la mayoría de los casos se efectúa de un modo inconsciente, es capaz de agrupar, en su acción cultural, a hombres de procedencia distinta y de crear así nuevas formas de la cultura.

También en este caso la circunstancia es idéntica que para el individuo. Cuando tomo la obra de un autor extranjero que esclarece cosas nuevas y estimula mi espíritu, nadie me obliga a leer el libro o a apropiarme de sus ideas. Es simplemente la influencia espiritual la que obra en mí, influencia que tal vez después es liberadá por influjos de otra especie. Nada me obliga a tomar una decisión que repugne a mi esencia más íntima o violente mi espíritu. Me apropio de lo extraño porque me causa alegría y se convierte así en un trozo de mi existencia; lo asimilo hasta que finalmente no hay frontera alguna entre lo extraño y lo propio. De esa manera se opera todo proceso cultural y espiritual.

Y esa asimilación natural, no impuesta, se opera sin ruido y sin discusiones públicas, pues nace del anhelo personal del individuo y corresponde a sus sentimientos psíquicos y espirituales. Todo proceso cultural se desarrolla tanto más espontánea y pacíficamente cuanto menos aparecen en primera línea los motivos políticos de dominio, pues la política y la cultura son contradicciones que en lo más hondo no se pueden superar nunca, ya que aspiran a objetivos divergentes que siempre se hallan igualmente distantes, pues se hallan ligados a otros mundos.


Notas

(1) Vera Strasser: Psychologie der Zusammenhänge und Begebenheiten; Berlín, 1921.

(2) Dr. Ludwig Stein: Die Anfänge der menschlichen Kultur; pág. 2, Leipzig, 1906.

(3) P. Kropotkin: El apoyo mutuo.

(4) Así informa Procopio en sus descripciones sobre las guerras de los vándalos y de los godos, sobre una manifestación característica de Luitprando: Si queremos deshonrar a un enemigo públicamente y entregarlo al desprecio, lo denominamos romano. Las tribus germánicas eran especialmente hostiles a toda enseñanza y a toda instrucción, porque veían en éstas, como decía Procopio, una enervación de su energía guerrera.

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