Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO SEXTO

LA CENTRALIZACIÓN ROMANA Y SU INFLUENCIA EN LA FORMACIÓN DE EUROPA

Primera parte

SUMARIO

Prehistoria de Roma.- Los etruscos.- Fundación de Roma.- Patricios y plebeyos.- Roma como centro militar y político del mundo.- La conquista como principio del Estado.- Esencia del Estado Romano.- Dictadura y Cesarismo.- De la unidad político-nacional al Imperio del Mundo.- La religión al servicio del Estado.- Roma y la Cultura.- La lucha del romanismo genuino contra el espíritu helénico.- Catón y Sócrates.- La invasión de la cultura griega.- Un pueblo de copistas.- El arte en Roma.- Menosprecio del trabajo.- La literatura como finalidad estatal.- El teatro en Roma y en Atenas.- La Edad de Oro.- La Eneida, de Virgilio.- Los lamentos de Horacio.- La filosofia y la ciencia en Roma.- La conquista como operación financiera.- Roma, vampiro del mundo.- Sobre la decadencia de Roma.- Creciente influencia de los generales.- Los asuntos militares y la cuestión agraria.- Derecho romano.- El proletariado.- La rebelión de los esclavos.- La falta de carácter y la esclavitud como principio estatal.- Cesarismo y pretorianismo.- Corrupción y Cristianismo.- Fin del Imperio.




Al hablar de Grecia, pensamos inmediatamente en Roma, a causa de una concatenación de ideas basada en nuestros conocimientos escolares. Nuestro concepto de la antigüedad clásica abraza a los pueblos griego y romano como pertenecientes a la misma esfera cultural; hablamos de un período cultural grecorromano y concretamos con esta representación hondas e íntimas relaciones que no existieron ni pudieron existir. Es verdad que se nos hicieron notar ciertas diferencias características entre griegos y romanos; frente a la serena naturalidad de los helenos, el fuerte sentido del deber de los romanos en el combate; la virtud romana oculta bajo la austera toga, servía en cierto grado de contraste para comprender la energía vital de la Hélade. Ante todo se nos ponderaba el sentido político altamente desarrollado de los romanos, que les puso en condiciones para fusionar en una sólida unidad política toda la península itálica, cosa que los griegos no pudieron realizar en su país. Todo esto se nos entremezclaba de tal manera que nos daba la certidumbre de que lo románico no era más que un complemento necesario de la concepción griega de la vida y que en cierto modo debía llegar a tal objetivo. Sin duda existen algunas relaciones entre la cultura helena y la romana, pero son solamente de carácter puramente externo y no tienen nada de común con la modalidad específica de ambos pueblos ni con la dirección de sus tendencias espirituales y culturales. Aunque se puedan aducir argumentos para justificar la concepción de ciertos investigadores, que consideran a los griegos y a los romanos como descendientes del mismo tronco, que tuvo su residencia en la cuenca del Danubio medio en los tiempos prehistóricos y que, según se pretende, una parte emigró a los Balcanes mientras la otra se estableció en la península apenina, todavía no se habría dado con ello prueba alguna de la homogeneidad de las civilizaciones griega y romana. La profunda diferencia en el desarrollo social de los dos pueblos demostraría solamente, en tal caso, que en los primitivos fundamentos de los griegos y romanos influyó otro ambiente, que dirigió por diversas sendas la formación de su vida social.

Acerca de la historia primitiva de los romanos, sabemos tan poco como acerca del origen de las tribus griegas. También en ellos se pierde todo en la espesa niebla de las leyendas mitológicas. Afamados historiógrafos como, por ejemplo, Theodor Mommsen, sostienen el punto de vista de que muchas de estas leyendas, y especialmente el mito de la fundación de Roma por los mellizos Rómulo y Remo, fueron inventadas mucho después con el designio político de dar un sello nacional romano a las instituciones tomadas de los etruscos y hacer concebir al pueblo la falsa creencia en un origen común. Hoy está fuera de duda que, ya en los tiempos prehistóricos, la península fue repetidas veces invadida por tribus germánicas y celtas; pero también es muy verosímil que hubo después inmigraciones, por vía marítima, desde Africa y desde el Asia Menor, y ciertamente mucho antes de la colonización de Sicilia y de Italia inferior por los fenicios y, algunos siglos después, por los griegos.

Más seguro es que los llamados pueblos itálicos no pertenecían a los habitantes primitivos de la península, como antes se suponía frecuentemente. Los itálicos eran más bien un pueblo de origen indogermánico, que en los tiempos prehistóricos había cruzado los Alpes y se había deslizado hasta la cuenca del Po. Después fueron desplazados por los etruscos y se retiraron hacia la parte central y meridional del país, de modo que, probablemente, se mezclaron con los yapigios-mesapios. Hacia qué época ha tenido lugar esta inmigración, es cosa que permanece aún en las tinieblas. Al aparecer los etruscos en el país, tropezaron con los ligures, que probablemente procedían del Asia Menor. Los ligures desaparecen después por completo de la escena, aunque extendieron sus dominios sobre toda la parte norte de la península, los Alpes, el sur de Francia, hasta el norte de España, donde se mezclaron con los iberos.

No obstante, los etruscos representan el principal papel entre los pueblos que influyeron en la fundación de Roma y en el desarrollo de la civilización romana. Acerca de la procedencia de pueblo tan notable, estamos todavía en la ignorancia, puesto que la investigación científica no ha logrado descifrar aún su escritura. El imperio etrusco se extendía en los tiempos primitivos desde el Norte hasta las orillas del Tíber, considerado por los antiguos como río etrusco. Durante varios siglos, su influencia permaneció inquebrantada, y luego fue destruída por el creciente poder de los romanos. A pesar de ello, todavía representó un papel importante en la fundación de Roma. De los reyes de Roma, Tarquino el Soberbio es reconocido como etrusco, mientras que a Numa Pompilio y Anca Marcio los historiadores romanos los consideran como sabinos.

Es indudable que las grandes construcciones de la antigua Roma, la cloaca máxima, el Templo Capitolino, etc., fueron realizadas por arquitectos etruscos, pues ninguna tribu latina estaba culturalmente desarrollada para llevar a cabo tales trabajos. En la actualidad se admite, generalmente, que el nombre de Roma es de origen etrusco y que seguramente procedía del linaje de Ruma. En las tradiciones semihistóricas de los romanos, los etruscos eran considerados, por lo demás, como uno de los tres pueblos originarios a los cuales se atribuía la fundación de Roma.

De todo ello resulta que los mismos romanos entran ya en la historia como un pueblo mezclado, por cuyas venas corría la sangre de diversas razas.

Los pormenores que ocasionaron la fundación de Roma son aún completamente desconocidos. Muchos historiadores creen que debe atribuirse la fundación de la ciudad al ver sacrum, la sagrada primavera, costumbre difundida entre las tribus latinas, según la cual los jóvenes de veinte años debían abandonar su antigua residencia para fundar en otra parte un nuevo hogar. Muchas ciudades han surgido de este modo y nada impide que Roma debiese su nacimiento al ver sacrum. De las tradiciones se deduce además que primeramente sólo estuvo poblado el Monte Palatino, mientras que las otras seis colinas de la ciudad fueron ocupadas bastante después y, ciertamente, por tribus diferentes. La reunión de todas esas colonias en la ciudad de Roma tuvo lugar ulteriormente, sin que podamos alcanzar el inmediato motivo histórico. Es probable que el deseo de predominio desempeñase cierto papel, y ello es tanto más creíble cuanto que, según las tradiciones antiguas, los fundadores de Roma reunieron toda suerte de fugitivos, a quienes ofreció asilo la nueva ciudad. Además, la leyenda del rapto de las sabinas muestra que los primeros colonos no fueron precisamente vecinos muy agradables.

De la primitiva historia de los romanos sabemos muy poco, y sólo surge claramente que eran un pueblo de agricultores y ganaderos. Su vida social se basaba en la llamada organización gentilicia. Cada tribu o linaje estaba estrechamente unido con los otros linajes, de los cuales, andando el tiempo, surgió una federación de tribus, unidas con fines de protección y de defensa. La comunidad, base de la Roma posterior, aparecía ya como una unidad política, y, análogamente a lo que ocurria entre los griegos, junto a las formas políticas persistieron durante largo tiempo fuertes vestigios de la antigua organización gentilicia. Este paso de la mera unión social a la organización política se realizó con gran facilidad porque los lazos naturales de la organización gentilicia se habían relajado, al paso que la unión de las familias había cobrado mayor influencia, reuniendo todo el poder en manos del jefe familiar. Así el viejo derecho consuetudinario fue perdiendo terreno ante las regulaciones del Estado, las cuales dieron nacimiento al derecho romano.

Este cambio interior debía, naturalmente, influir también en las comunidades vecinas. Admítese que, a consecuencia del rápido crecimiento de la ciudad, las tierras que poseía fueron muy pronto insuficientes para alimentar a sus moradores, de lo cual surgieron probablemente las primeras hostilidades con los vecinos. De modo que las primeras luchas se produjeron para apoderarse de las tierras de las comunidades vecinas y someter éstas a Roma. Pero las tierras robadas debían ser conservadas y defendidas contra las rebeliones de los antiguos poseedores, y esto sólo podía hacerse mediante una fuerte organización militar, a cuyo desarrollo se entregó el Estado romano con toda decisión y energía. De esta manera se formó un nuevo sistema de carácter marcadamente militar. Ello afectó lamentablemente a la preponderancia que antes habían tenido en la vida pública las asambleas populares, los comicios curiales (comitia curiata) imbuídos por el antiguo espíritu de la organización gentilicia, por lo que, ya en tiempo de Numa, sucesor de Rómulo, se manifestaron tendencias que llevaron a la diferenciación de la organización, para dar a ésta carácter puramente político. Las condiciones previas para este cambio se hallan en la división en clases de la sociedad romana, que ya se había manifestado claramente en la época de los primeros reyes. Es totalmente absurdo querer ver en los patricios y en los plebeyos descendientes de dos razas distintas que representaban en cierta manera las relaciones entre vencedores y vencidos, como se ha afirmado frecuentemente. El hecho que descendientes del mismo linaje pertenecieran unos a los patricios y otros a los plebeyos, contradice tal afirmación. En realidad, se trata de dos estamentos diferentes nacidos del sistema de la propiedad privada y de la desigualdad de las condiciones económicas. En este sentido hay que considerar a los patricios como representantes de los grandes terratenientes, mientras que los plebeyos salieron de la masa de los pequeños campesinos, que, a causa de la creciente desigualdad de la propiedad, iban quedando cada vez más sujetos al yugo de sus conciudadanos ricos.

La sociedad de la Roma primitiva estaba dividida en linajes, a cuyo frente había un caudillo o rey, que asumía al mismo tiempo las funciones de sacerdote supremo y de jefe del ejército. Junto al rey estaba el consejo de los caudillos de los linajes, al cual incumbía propiamente la dirección de los asuntos de la comunidad. Mediante la estrecha relación existente entre el rey y el consejo de los caudillos, era absolutamente natural que los funcionarios fuesen elegidos de entre las filas de aquéllos. La potencialidad económica de los grandes terratenientes trajo consigo el que se apoderasen de todos los cargos, que empleasen su poder para defender y acrecentar sus propios intereses y privilegios, lo que hizo que los pobladores pobres fuesen quedando cada día más sujetos a su dependencia. De esta relación se desarrollaron los primeros brotes de una casta aristocrática, que tendió principalmente a la supresión de los obstáculos de la antigua organización gentilicia con objeto de concentrar sus fuerzas más sistemáticamente en la conquista de territorios extranjeros. Estas empresas comenzaron ya en tiempo de Numa; pero hasta los tiempos de Servio Tulio no se produjo el grande y repentino cambio mediante el cual la sociedad romana recibió aquel sello político que fue su carácter peculiar. La ciudad de Roma fue el centro de todas las tierras circundantes y coligadas. A la estructura antigua, sucedió otra formación político-militar basada en cinco clases con derechos desigualmente repartidos. El consejo de los caudillos fue substituído por el Senado; en el que solamente los patricios tenían asiento y voto, con lo que se convirtieron en una aristocracia hereditaria. Las distintas clases estaban divididas en centurias militares, siempre dispuestas a la guerra. En vez de los antiguos comitia curiata se instituyeron los comitia centuriata, que respondían a la nueva división. Cada clase tenía sus centurias particulares; el relativo peso en las votaciones era determinado por la propiedad.

Es evidente que, con esta nueva división, el pueblo quedó más despreciado y postergado; pero como en la estructuración del nuevo orden se habían mezclado arteramente restos del antiguo, la mayoría no se percató del empeoramiento de sus condiciones. De esta manera vino a formarse aquella potencia aristocrático-democrática cuya organización íntima fue planeada para la conquista y la depredación. Todo el pueblo quedó reunido en una milicia; empero los gobernantes proseguían con implacable persistencia la finalidad de someter toda la península al dominio de Roma y a una gran unidad política. Sólo si se consideran desde este punto de vista, pueden comprenderse rectamente las relaciones entre patricios y plebeyos. Solíase antes, de manera errónea, ver en los plebeyos sencillamente una clase sojuzgada cuyos esfuerzos tendían a la abolición de los privilegios y a la formación de una nueva economía. No pensaban en tal cosa; les interesaba mucho más participar de los mismos beneficios que los patricios y dividirse con éstos, por partes iguales, el botín de guerra. Fundamentalmente no había ninguna diferencia entre los dos estamentos; ambos estaban idénticamente poseídos del espíritu de Roma; ambos estaban prontos a esclavizar y a someter a otros pueblos; ambos procuraban conseguir las mismas posibilidades de explotación.

Pero el carácter militar del Estado romano, orientado hacia la conquista, hizo que los patricios se viesen obligados a ceder gradualmente ante las exigencias de la plebe. Esto no se hizo de buen grado, ciertamente; defendieron sus privilegios con la más obstinada decisión y llegaron hasta prohibir los matrimonios entre patricios y plebeyos. Sin embargo, como consecuencia de la dura política de conquista del Estado, y especialmente bajo la era de la República, se exigió cada vez mayores sacrificios a la población pobre, y eso ahondó la oposición existente entre ambos estamentos. La política romana necesitaba soldados; esta necesidad fue la que obligó a los patricios a compartir sus prerrogativas con la plebe y a constituir juntamente con ésta una nueva nobleza, soporte de aquella política mundial imperialista que dió a Roma el poder sobre todos los países importantes del mundo entonces conocido e hizo de ella una temible máquina de saqueo que no ha tenido igual en la historia de todos los pueblos.

Algunos historiadores afirman que Roma tan sólo durante el Imperio, se convirtió en una cueva de ladrones en cuyas fauces insaciables desaparecían la libertad y la riqueza de los pueblos. Es indudable que lo que se ha llamado espíritu de Roma operó así y con la máxima violencia durante el Imperio; pero se necesitaría estar ciego para no reconocer que el dragón del cesarismo había producido sus envenenados vástagos ya en la era de la República. En ella fueron preparados los fundamentos indispensables de todo desarrollo ulterior hacia un poder absoluto. Bajo la República, surgió la institución fatal de la dictadura, que justificaba en principio todos los abusos y estrangulaba toda libertad humana.

La organización de la República puso en la cima del Estado dos cónsules, investidos con todos los derechos de los reyes anteriores. En ocasiones extraordinarias, y con el consentimiento del Senado, uno de los cónsules podía ser nombrado dictador con plenos e ilimitados poderes. El dictador tenía el derecho de suspender todas las leyes vigentes; todos los funcionarios del Estado le debían obediencia incondicional; los derechos de mayor trascendencia para la libertad y la seguridad de los ciudadanos, garantizados por la constitución, podían suprimirse por un decreto dictatorial. Sólo un Estado organizado completa y meramente para la guerra y para aplastar a los otros pueblos podía crear una institución tan temible.

De la dictadúra al cesarismo no hay más que un paso. El imperialismo fue simplemente el fruto maduro de una situación que había hecho del principio del poder el dogma supremo de la vida. Hegel tenía razón al decir que: Roma de por sí, no fue nada original en poder ni en valor, y que el Imperio romano descansaba geográfica e históricamente en el principio de la violencia.

La voluntad de poder, encarnada tan propiamente en el espíritu de Roma, creó aquella cruel ideología que reduce los individuos a la condición de instrumentos inertes del Estado, autómatas insensibles de una fuerza superior, que justifica todos los medios para dar validez a sus propósitos. La tan elogiada virtud romana no fue otra cosa que la esclavitud estatal y el estúpido egoísmo elevados a la categoría de principios, no atenuados por ninguna emoción ni sentimiento. Ambos florecieron con tanta exuberancia en la Roma republicana como en la Roma de los Césares. Hasta el mismo Niebuhr, que, en general, es admirador fervoroso de la política estatal romana, escribe en su Historia Romana: en Roma, desde los más antiguos tiempos, dominaba la iniquidad más espantosa, un insaciable deseo tiránico, un desprecio inescrupuloso del derecho de los extranjeros, una indiferencia notable ante los sufrimientos ajenos, una avaricia, una rapiña y un despego que prodúcian frecuentemente inhumana dureza no sólo con respecto a los esclavos o los extranjeros, sino también contra los mismos ciudadanos. Los dirigentes del Estado romano eran calculadores y metódicos en su política; no retrocedían ante ninguna abyección, ante ninguna perfidia, ante ninguna transgresión, con tal que respondiesen a sus planes. Ellos fueron propiamente los inventores de la razón de Estado, que en el transcurso de las edades se convirtió en una maldición contra los principios fundamentales de la humanidad y de la justicia. No en vano era una loba el símbolo de Roma: realmente el Estado romano llevaba en sus venas sangre de lobo.

Aunque en primer lugar el sometimiento de la península itálica fue la finalidad inmediata de la política romana, apareció lógicamente, después de obtenerla, esa ambición de dominio mundial que tiene una evidente fuerza de atracción para todo Estado poseedor de grandes recursos. La península itálica, con sus largas y no protegidas costas, estaba tan expuesta a los ataques de los enemigos que no era posible trazar grandes planes mientras el país no estuviese políticamente unido y militarmente defendido. El conjunto de la tierra firme forma, naturalmente, una gran unidad geográfica, y el supremo fin de la política romana fue convertir esa unidad geográfica en una unidad política. Mediante una serie de guerras, los distintos pueblos fueron sometidos uno tras otro al Estado romano. Por lo general, las tribus itálicas fueron tratadas por los vencedores más benignamente que después los otros pueblos sometidos. Y esto como fundamento político bien estudiado, ya que los estadistas romanos no podían comprometer su dominación en tierra itálica por continuas rebeliones de los pueblos sometidos si querían proseguir sus planes de alto vuelo: de aquí su benignidad. La invasión de las Galias exigió esta astuta política, tanto más cuanto que los países invadidos habían pedido la protección de Roma. De este modo se fue formando con el transcurso del tiempo ese sentimiento de estrecha homogeneidad que se condensó progresivamente en la idea nacional: se sentían romanos, no sólo en Roma, sino en toda la península.

Cuando se consiguió la unidad política en la tierra firme, pudieron ponerse en ejecución los grandes planes políticos de Roma, que perseguían sus dirigentes con escrupulosa avidez y tesonera perseverancia sin desanimarse por fracasos accidentales. Con este gran objetivo por delante, se desarrolló entre los romanos aquella seguridad en la propia fuerza y aquel sentimiento especial de arrogancia ante los otros pueblos que son tan esenciales para todo conquistador. Para los romanos, Roma era el centro del mundo y ellos se creían llamados por derecho a imponer su dominación a los demás pueblos. Sus éxitos les ayudaron a considerarse encargados de una misión histórica, mucho antes de que Hegel hubiese establecido la categoría de las misiones históricas al exponer su concepción de la historia. En la Eneida, epopeya nacional de los romanos, Virgilio dió a esta idea una expresión poética:

Otros, en verdad, labrarán con más primor el animado bronce; sacarán del mármol vivas figuras; defenderán mejor las causas; medirán con el gnomo el curso del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, oh romano, atiende al gobierno de los pueblos; éstas serán tus artes, y también imponer condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios.

Después de la caída de Cartago y Corinto, estas ideas adquirieron valor intrínseco para los romanos convirtiéndose en una religi6n política; así se formó gradualmente aquel enorme mecanismo del Estado romano basado en la autoridad y en el saqueo, al que Kropotkin caracterizó con estas acertadas palabras:

El Imperio romano era un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Incluso hasta en nuestros dias es el ideal de todos los legisladores y jurisconsultos. Sus órganos cubrían como una tupida malla un territorio enorme. En Roma todo corria al unísono: la vida económica, la vida militar, las relaciones jurídicas, los asuntos del Imperio, la instrucción, y aun la religión. De Roma vinieron las leyes, los jueces, las legiones para repartirse las tierras, los cónsules, los dioses. Toda la vida del Imperio culminó en el Senado, después en César, el topoderoso y omnisciente, el dios del Imperio. Cada provincia, cada porción del territorio tenía su Capitolio en pequeño, su soberano en miniatura, el cual dirigía toda su vida. Una ley promulgada en Roma regía en todo el Imperio. Este Imperio no era de ningún modo una sociedad de ciudadanos, sino un rebaño de súbditos (1).

En realidad, Roma fue el Estado por excelencia, el Estado que estaba apoyado de un modo absoluto y completo en una gigantesca centralización de todas las fuerzas sociales. Ningún imperio tuvo poder universal tan largo tiempo reconocido, ningún imperio tuvo mayor influencia en el posterior desarrollo político de Europa y en el establecimiento de sus relaciones jurídicas. Y esta influencia no ha desaparecido hoy todavía; en los años posteriores a la guerra mundial, se ha manifestado aún; la idea de Roma, como la llamó Schlegel, forma todavía el fundamento de la política de todos los grandes Estados modernos, aun cuando las formas de esa política hayan tomado otro aspecto.

Si al considerar la historia de Grecia se nos presenta cada vez más claro el espíritu de la autonomía y el completo desmembramiento nacional de los helenos, en cambio en la de Roma vemos desde el principio la idea de una unidad política que lo concentra todo en sí y que encontró su expresión más completa en el Estado romano. Ningún otro Estado desarrolló en tan alto grado el pensamiento de la unidad política ni lo trasplantó tan eficazmente a la realidad de la vida. Atraviesa como un hilo rojo la historia romana entera y constituye el tema dominante de su contenido total.

No obstante, jamás se pensó en Roma en garantizar derechos políticos o nacionales de ninguna clase a los territorios sometidos fuera de la península, que se incorporaban al Imperio como provincias. El extranjero, aun cuando su país estuviese sometido a los romanos, carecía en Roma de todo derecho. Significativo para comprender la concepción romana es que su idioma, para expresar la idea de extranjero y la de enemigo sólo conocía una palabra: hostis. Es absolutamente falso también creer que el Estado romano se preocupaba de la explotación económica de los países sometidos y que en otros aspectos era guiado en sn trato con los vencidos por pensamientos cosmopolitas. Paralelamente con el sometimiento militar y político, avanzaba la romanización de los territorios sometidos, lo cual se proseguía con todo rigor. Sólo respecto de la religión mostraron los romanos cierta tolerancia, siempre que aquélla no fuese peligrosa para el poder omnímodo del Estado. Respecto de esto, hay que tener presente que en Roma la religión estaba subordinada también a la finalidad del Estado. Por esto no hubo allí ninguna Iglesia que pudiera presentarse como rival del Estado. El culto estaba bajo la inspección del Estado; el Senado dictaminaba sobre los asuntos religiosos, como se desprende claramente de numerosos decretos. Los sacerdotes eran solamente empleados del Estado; además, el sumo sacerdocio estaba en las manos de los estadistas dirigentes o en las del Senado.

Por lo demás, a un imperio mundial como Roma, todos los cultos debieron de parecerle igualmente aceptables con tal de que estuviesen subordinados al Estado. Alejandro de Macedonia había dado ya un ejemplo al respecto al hacer de la tolerancia de las religiones extranjeras un medio de su política, tributando idénticos honores al dios Apis de los egipcios, al dios de los judíos y al Zeus de los griegos. Semejante tolerancia -observa Mauthner-, que ya era un principio de igualdad, les sirvió a los romanos como medio para su duradero imperialismo, para su política de conquista mundial. Si una religión se volvía inconveniente o peligrosa para el Estado, pronto terminaba para ella la tolerancia y sucedían a ésta las persecuciones. Este fue el caso de los primeros cristianos, cuyas enseñanzas atacaban los fundamentos del Imperio y se negaban a tributar honores divinos a la persona del César. Las persecuciones religiosas en Roma nacieron siempre de motivos políticos.

Por lo demás, la religión de los romanos tenía poco de original. Habían tomado de todos los pueblos posibles, elementos de creencias religiosas y los habían incorporado a su propia esfera de representaciones. Hoy se admite que gran parte de su culto antiguo es de origen etrusco. Esto se aplica especialmente a su creencia en los demonios y a todo el conjunto del ceremonial que empleaban en el servicio divino, lo cual se refleja también en todas las fases de su vida cotidiana. Muy oportunamente hace notar Eliseo Reclus:

El ceremonial de los tribunales, de los palacios del gobierno, del templo, de los domicilios particulares, que los romanos mantuvieron inmutable durante siglos, era también de procedencia etrusca. Desde cualquier punto de vista que se lo considere, es imposible no llegar a la conclusión de que el pueblo romano se nutrió de la substancia etrusca, del mismo modo que ciertos insectos que encuentran fija y dispuesta en la célula generativa la alimentación que se ha preparado para ellos (2).

No debe identificarse en ningún caso la religión de los romanos con la de los griegos, como ocurre frecuentemente. Es cierto que en el culto de los romanos hay gran cantidad de cosas tomadas de los griegos, y lo mismo, cabe decir de gran número de sus dioses; pero de esto no se debe deducir la afinidad de esencia de ambas religiones. Un pueblo frío y prosaico como el romano no podía comprender las elevadas concepciones del Olimpo griego. La conducta naturál de los dioses helenos no podía estar de acuerdo con el sentido del orden romano. La religión significaba para los tomanos sometimiento espiritual, como ya lo indica la etimología de la palabra (religar, atar fuertemente). Para los helenos no existía tal sometimiento; en este sentido, no eran religiosos. Zeus era para ellos meramente el padre de los dioses, y se lo imaginaban con las mismas cualidades y debilidades de todos los demás dioses. En cambio, el digno Júpiter de los romanos era en primer lugar el dios protector del Capitolio, el dios protector del Estado romano.

El politeísmo de los griegos era el resultado de una mística poéticamente transfigurada, en la que las diferentes fuerzas de la Naturaleza se habían encarnado en divinidades singulares. Entre los romanos no se veía en la divinidad, frecuentemente, más que un principio abstracto con una utilización práctica. Así, había entre ellos dioses de las fronteras, de los pactos, del bienestar, del robo, de la peste, de la fiebre, del descanso, de la tribulación, etc., etc.; a los cuales podían recurrir los fieles en casos especiales. La morada de los dioses estaba organizada también como el Estado romano; cada divinidad tenía su asiento y misión especiales, en los que las otras divinidades no tenían acceso ni competencia. Para los romanos la religión estaba ordenada con vistas a la práctica y a la finalidad propuesta; por esto todo el culto se redujo a un ritual muerto, rigido y sin espíritu. Incluso los cultos de los egipcios, sirios, persas y otros que, andando el tiempo, tomaron carta de naturaleza entre los romanos, debieron adaptarse, desde luego, al carácter especial del Estado romano. La idea de unidad política estuvo siempre para los romanos en primer plano antes que cualquier otra consideración, y hubo de llevarlos necesariamente a un credo dogmático que no admitía distorsiones ni sutilezas de interpretación.

Si fuera justa la afirmación de que la unidad nacional o política es condición previa indispensable para el libre desarrollo cultural de un pueblo, entonces los romanos habrían tenido fuerza creadora y eficacia cultural mucho mayores que todos los demás pueblos de la historia, porque no hay ninguno que haya reunido en tal alto grado tales condiciones. La dominación romana duró mil doscientos años; ningún otro imperio tuvo tan larga duración. No se puede, pues, decir que los romanos careciesen de suficiente tiempo para desarrollar por completo sus capacidades culturales. A pesar de ello, ni el más fanático admirador de la idea estatal romana y de la genialidad política de los romanos se atreverá a afirmar que éstos fueron un pueblo creador de cultura, pues ni siquiera en sueños se pueden equiparar con los helenos, política y nacionalmente disgregados por completo. El mero pensamiento de semejante equiparación sería un delito de alta traición contra la cultura. Todos los espíritus más eminentes, cuyas perspectivas no están perturbadas por la voluntad de poder, se hallan de acuerdo en que los romanos fueron en absoluto un pueblo sin imaginación, sólo atento a los intereses políticos y que, ciertamente, a causa de esa obsesión política, no tuvierbn comprensión alguna para la honda significación de la cultura. Sus realizaciones de auténtica cultura fueron insignificantes, en ningún sector de la cultura produjeron nada sobresaliente y fueron siempre un pueblo de copistas. Es cierto que supieron apropiarse las creaciones ajenas y explotarlas para sus fines especiales, pero al mismo tiempo les inyectaron gérmenes de muerte, porque no se puede obligar impunemente al esfuerzo cultural a someterse por la fuerza a formas políticas.

Todos los pueblos tienen ciertos talentos y capacidades creadoras, y sería injusto negárselos a los romanos. Pero estas disposiciones naturales son influídas por las condiciones vitales externas del ambiente social, que les imprimen determinadas direcciones. O para decirlo con palabras de Nietzsche: Cada pueblo -y aun cada ser humano- dispone solamente de cierta suma de fuerzas y capacidades creadoras, y lo que de esta suma se gasta en esfuerzos para dominar y obtener el poder político, necesariamente debe quitarse a las realizaciones culturales. Es el mismo pensamiento que Hegel expresó con estas palabras: El principio romano estaba basado completamente en la dominación y en el poder militar. No tenía en sí como finalidad ningún centro intelectual para ocupación y recreto del espíritu. La rígida unidad de su Estado no pudo dar alas a la capacidad cultural de los romanos; antes al contrario: su larga historia de mil doscientos años no ha hecho más que aportar la prueba de que la unidad político-nacional es una cosa y otra la acción creadora de cultura.

Los romanos atormentaron hasta la muerte sus propias disposiciones y dotes naturales en el lecho de Procusto de la unidad política; todo pensamiento creador paralizaba sus alas al encajarse en el inflexible marco de su máquina militar y burocrática. Convirtieron el Estado en una Providencia terrenal, que lo gobernaba todo, lo determinaba todo, lo decidía todo y por ello sofocaba en germen todo impulso de acción independiente. Sacrificaron a ese Moloch el mundo entero y se sacrificaron ellos también. Cuanto mayor y más poderoso fue el Estado romano en el transcurso de los siglos, tanto más perdieron los hombres en valor espiritual y en significación social; tanto más menguó el sentimiento de su personalidad y, con él, el impulso creador cultural, que no soporta coerción política alguna.

Y esto, en los romanos, se ve especialmente en lo tocante al arte, en e1 cual todos los pueblos cifran y presentan la corona de su creación cultural. Hasta que se efectuó por completo la sojuzgación de los países de las orillas del Mediterráneo, no se pudo hablar en modo alguno de arte romano. Todo lo que hasta entonces se había hecho en Roma en el terreno de las artes plásticas, era de origen etrusco o de origen griego. Mientras que el influjo de los etruscos se advierte palpablemente ya en la Roma antigua, la otra corriente artística, que por vez primera pone en estrecho contacto a los itálicos con el arte de los helenos, se produjo mucho después con el establecimiento de las colonias griegas en el mediodía de la península. Mediante la conquista de Grecia, después de la segunda guerra púnica, y la forzada anexión del país al imperio romano, se realizó la unión inmediata que, si fue fatal para los helenos del último período, en cambio, para los romanos significó las primeras disposiciones prácticas para una cultura más elevada. Los generales romanos despojaron a las ciudades griegas de sus más preciadas riquezas y enviaron a Roma todo lo que era transportable. De la fabulosa cantidad de tesoros artísticos robados, apenas si podemos formarnos cabal idea, pero nuestra mirada contempla siempre con muda veneración a la pequeña Grecia, cuyo genio creador produjo todas aquellas obras. A este propósito escribe Taine en su Filosofía del Arte:

Cuando después saqueó Roma al mundo griego, poseyó la prodigiosa ciudad una población de estatuas casi igual al número de sus habitantes. El número de estatuas encontradas hasta hoy en Roma y sus alrededores, a pesar de tantas devastaciones y de tantos siglos, se calcula en más de sesenta mil.

Pero los romanos carecían de comprensión mterior para este arte. Adornaban sus casas y ciudades con obras griegas, algo así como los nuevos ricos americanos de hoy compran cuadros de Rembrandt y Van Dyck, porque creen que su posición se lo merece. Pero jamás penetraron el hondo significado del arte griego. ¿De dónde iba a llegarles tal comprensión?

El alegre disfrute de la vida de los arios orientales, la alegría de los helenos ante el desnudo, ante la belleza de la naturaleza humana, son completamente extraños al romano. No conoce los juegos fastuosos, no honra a los poetas y escritores, y lleva su mojigatería hasta el extremo de prohibir que se bañen juntos yerno y suegro. Lo que al romano le interesa es su rigidez, su método. Quiere saber que su casa y su Estado están en orden. Su vida familiar está severamente regulada y por lo tanto es absolutamente exterior y huera: llama a sus hijas Quinta y Sexta, y sabe arreglar las cuentas al hijo si éste ha sido desobediente. En oposición a la mayor parte de los arios, da extraordinaria importancia a lo exterior, al buen parecer. Gravedad, dignidad, decencia, son sus expresiones favoritas, palabras que en boca del casquivano e indigno Cicerón producen doble asombro (3).

Con tal concepción de la vida no puede sorprender que al verdadero romano le repugnase la invasión del modo de vida griego, puesto que ambas conductas, la romana y la griega, son esencialmente opuestas. Esta aversión se manifestó en muchos de un modo particular. Así Catón el Viejo prevenía a su hijo contra los médicos griegos y afirmaba que los griegos habían tramado una conjuración contra los romanos, a consecuencia de la cual habían dado a los médicos la orden de envenenar con sus medicamentos a los ciudadanos romanos (4). El mismo Catón describe a Sócrates como a un filósofo jactancioso y agitador turbulento, que mereció su trágico fin. Profetizó también que en cuanto Roma se asimilase la filosofía griega, perdería su dominio sobre el mundo. Este cruel torturador de esclavos y usurero sin corazón adivinaba instintivamente que la cultura y el imperialismo son antagónicos, y que no pueden existir sino la una a costa del otro.

Lo completamente ajenos que fueron los romanos a toda cultura elevada hasta el final de la segunda guerra púnica, lo demuestra la cruel e inhumana destrucción de Corinto, la ciudad más suntuosa de Grecia, por el general romano Lucio Mummio. No contento con degollar sin compasión a todos los habitantes capaces de defenderse, vendió como esclavos a las mujeres y a los niños, entregó la ciudad al saqueo de una soldadesca brutal, la incendió y demolió sin dejar piedra sobre piedra. Poco tiempo antes, Cartago había sufrido idéntico destino, y durante diecisiete días fue pasto de las llamas, siendo luego entregado a la reja del arado su territorio, ya desierto, como testimonio de la inexorabilidad romana.

No obstante, Roma no pudo substraerse al influjo de la cultura helénica, y todas las advertencias de Catón y de sus secuaces se las llevó el viento. Los generales romanos podían, con las armas, quitar el suelo a los griegos y convertir a Grecia en provincia romana; pero no podían oponer en la misma Roma ningún dique a las corrientes de la cultura helénica. El poeta romano Horacio expresó así esta idea:

Grecia, vencida, cautivó a su orgulloso vencedor e introdujo sus artes en el agreste Lacio: decayeron entonces los sangrientos versos saturninos, y el gusto delicado substituyó a la terquedad, bien que las huellas de nuestra rudeza se conservaron por tan largo tiempo, que aún no se ven completamente borradas. La juventud romana tardó bastante en estudiar las obras griegas, y sólo al concluir las guerras púnicas se inclinó, en las dulzuras de la paz, a aprender lo que tenían de bueno las tragedias de Sófocles, Tespis y Esquilo; quiso traducirlas fielmente y lo consiguió gracias a su genio sublime y vigoroso, pues tiene el acento varonil y el estilo audaz de la tragedia, aunque reputa como mengua el borrar y corregir lo escrito.

No; Roma no pudo substraerse a esta invasión pacífica de una cultura más elevada, que para el espíritu romano fue más peligrosa que Aníbal y que las invasiones de los bárbaros. El panhelenismo resultante reemplazó en Roma, trastrocándolas por completo, las míseras adquisiciones de la primitiva poesía romana. Una multitud de arquitectos, pintores, escultores, orfebres, fundidores, tallistas de marfil, etc., muchos de ellos esclavos que habían sido llevados por la fuerza a Roma, trabajaron en los palacios de la aristocracia romana. Gran número de aquellos artistas y artesanos estaban en posesión de toda la riqueza cultural helena, lo cual les permitió comunicar a sus dueños una cultura espiritual superior. A pesar de esto, en el ejercicio de las artes los romanos no pudieron pasar de la imitación servil de los modelos extranjeros, y es de notar que en toda la historia romana, una historia de más de mil doscientos años, no aparece media docena de grandes artistas con ideas propias, al paso que cualquier ciudad griega, exceptuando Esparta, puede presentar un número considerable de ellos.

Incluso el arte de la llamada edad de oro presenta muy pocas realizaciones que puedan denominarse realmente obras artísticas romanas. Joseph Strzygowski ha demostrado de modo convincente que el arte romano de la época imperial es, en realidad, la última fase del helenismo decadente, cuyos centros estaban entonces en Asia Menor, Siria y Egipto. Por aquel tiempo se marcaban ya en el helenismo fuertes influencias orientales que llevaron poco a poco a la formación del llamado arte bizantino, cuya esencia nada tiene de romano (5).

Sólo en la arquitectura llegaron los romanos a un estilo nuevo, aunque no hay que olvidar que la mayor parte de los edificios suntuosos de la época del imperio fueron erigidos por arquitectos extranjeros. Los romanos tomaron primeramente de los etruscos su arre de la construcción, como se deduce claramente de la forma característica de sus templos antiguos. Después, cuando la influencia de la cultura posterior helena se manifestó con mayor vigor, el espíritu griego apareció en las construcciones arquitectónicas, aunque la nota etrusca perduró con nitidez durante largo tiempo. Los romanos tomaron también de los etruscos la construcción del arco y de la bóveda, que los últimos habían traído desde Oriente. Solamente mediante la aplicación práctica y el más amplio desarrollo del arco y de la bóveda, fueron después capaces los romanos de ejecutar aquellas poderosas creaciones arquitectónicas qpe aún hoy causan admiración y asombro. El arte de la bóveda llevó después, en su desarrollo posterior, a la construcción de la cúpula, que constituyó un principio nuevo en la arquitectura. El suntuoso efecto de este estilo llega a su más elocuente expresión en el Panteón romano, cuya erección se atribuye a Apolo de Damasco.

En cuanto a la pintura, todo el mundo sabe que los romanos no pasaron de ejecuciones mediocres. Para la música carecieron también de comprensión profunda. Todavía en el año 115 a. de J. C., los patriotas romanos antiguos aprobaron en el Senado una ley prohibiendo todos los instrumentos musicales; sólo la flauta itálica primitiva encontró gracia ante sus ojos. Sin duda, semejante disposición quedó sin vigor andando el tiempo; desapareció ante los avances del helenismo; pero la música permaneció también después casi exclusivamente en manos de los esclavos griegos. Es muy significativo que los romanos se abstuviesen casi por completo de las artes plásticas. Aunque adornaban sus ciudades con las magnificencias robadas a Grecia, dejaron también la práctica de la escultura en manos de los artistas helenos, que habían sido conducidos a Roma como esclavos. Así se desarrolló en Roma la escuela neoática que tanto predominio alcanzó. Todas las obras universalmente célebres de aquel período: las Cariátides del Panteón, el Luchador del Palacio Borghese, la Venus de Médicis, el Hércules Farnesio, etc., etc., fueron cinceladas por griegos. Es cierto que desconocemos quién fue el autor del Apolo del Belvedere, pero está fuera de duda que ha sido un heleno; los toscos ensayos de los romanos en las artes plásticas no permiten otra conclusión.

Ningún pueblo es completamente original en sus creaciones artísticas. Los griegos se nutrieron también espiritualmente de otras civilizaciones, pero supieron elaborar lo extraño de tal manera, que lo convirtieron en parte esencial de su propio pensar y sentir. Esta es la causa de que, al contemplar las obras artísticas de Grecia, de las cuales sabemos que nacieron bajo influencias extranjeras, no aparezca en ellas el elemento extraño y ni tan siquiera se advierta la más ligera grieta en la íntima conexión de la obra. No se nota en los helenos la imitación de materiales extraños; todo es en ellos vida interior y honda simpatía. En cambio, en los romanos la imitación se palpa en la mayoría de los casos. Esto no se explica simplemente por la falta de técnica, sino que demuestra más bien la íntima oposición existente entre los artistas romanos y los modelos extranjeros. Incluso en el período más floreciente de la civilización romana, los romanos cultos no penetraron gran cosa en la esencia del arte griego, por lo que Friedländer hace observar con razón en su Sittengeschichte Roms:

Que en realidad, a pesar de toda su antigua y moderna magnificencia artistica, las artes plásticas no han ejercicio influencia sobre el conjunto del pueblo romano, lo prueba, de manera absoluta e incontrovertible, la literatura romana. De la gran cantidad de poetas y escritores de las diferentes épocas, la mayor parte de los cuales están al frente de la cultura de su tiempo, y que para nosotros deben valer como representantes genuinos de aquélla, apenas hay uno que muestre interés y comprensión ante las artes plásticas. En esta literatura tan diversa, que se extiende durante un período de siglos, que toca todas las orientaciones e intereses importantes, que en los primeros tiempos del cristianismo (esto es, en el período del Imperio antes de la supremada del cristianismo) está especial y completamente asociada a la consideración de la actua1idad, y que asimismo discute, alabándola y vituperándola, la condición espiritual de aquella actualidad, no existe ningún vestigio de comprensión de la verdadera esencia del arte, ni exteriorización alguna de verdadera emoción ante el esplendor de sus obras. Siempre que se habla de ellas, se hace con falta de inte1igencia o sin pasión ni calor. Por numerosos que hayan sido los romanos que en forma individual lograron penetrar en la cultura griega, la cultura romana tomada en conjunto permaneció siempre ajena a ella.


Notas

(1) Pierre Kropotkin: La science moderne et l'anarchie, III. L'Etal: son róle historique. 171, París, 1913.

(2) Eliseo Reclus: El hombre y la tierra, vol. II.

(3) Albrecht Wirth: Volkstum und Weltmacht, pág. 40.

(4) No hay nada nuevo bajo el sol. En la actualidad afirma Julio Streicher, el íntimo amigo de Hitler, en quien ha tomado directamente forma patológica el antisemitismo, que los médicos judíos están conjurados para envenenar a los alemanes.

(5) Joseph Strzygowski: Orient oder Roms, 1901.

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