Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO TERCERO

LA NACIÓN A LA LUZ DE LAS MODERNAS TEORÍAS RACIALES

Segunda parte

SUMARIO

Investigación racial y doctrina de las razas.- Sobre la unidad de la especie humana.- Las supuestas razas originarias de Europa.- Sobre el concepto de raza.- El descubrimiento de los grupos emparentados y la raza.- Características físicas y cualidades espirituales.- Teoría de Gobineau de la desigualdad de las razas humanas.- Los arios.- La historia como lucha de razas.- Teorías de las razas y derecho de dominio.- Las teorías raciales de Chamberlain.- Chamberlain y Gobineau.- El germano como creador de todas las culturas.- Cristo de origen germánico.- El protestantismo como religión de raza.- Germanismo y judaísmo, polos opuestos.- Las aspiraciones políticas de Chamberlain.- Las teorías de Ludwig Woltmann.- Teoría racial y herencia.- Influencia del medio circundante.- Modernas teorias raciales.- El alma de la raza.- Las características raciales de los representantes alemanes de la cultura.- El poder de las cualidades adquiridas.- Hambre y amor.- Las razas en la guerra mundial.- La teoría nórdica.- Contradicciones de la moderna literatura racista.- Hombres e ideas a la luz de las teorías raciales.- Raza y poder.




Por lo que se refiere al primer problema, se ha manifestado ya antes que la ciencia conoce una inmensa serie de hechos comprobados, de los que resulta indiscutiblemente que sí actúan las influencias del nuevo ambiente sobre las disposiciones hereditarias y pueden tener por consecuencia modificaciones en éstas. La circunstancia de que distintos investigadores han conseguido motivar una transformación de los caracteres hereditarios por medio de irradiaciones, de cambios de temperatura, etc., habla en favor de esa tesis. A eso hay que añadir las influencias de la domesticación, cuya importancia ha sido destacada particularmente por Eduard Hahn y Eugen Fischer, y llevó al último a declarar: El hombre es una forma domesticada y la domesticación es precisamente la que motivó o cooperó en su fuerte variabilidad.

Sobre el segundo problema de nada vale la sutileza. Porque no se puede aportar ni la sombra de una prueba de que los caracteres raciales externos, como la forma del cráneo, el color del cabello, la contextura esbelta o achaparrada, etc., estén en alguna relación con las cualidades espirituales o morales del hombre, de modo que, por ejemplo, un nórdico de alta talla, de cabello rubio y de ojos azules, dispondría, en razón de sus caracteres físicos, de cualidades de naturaleza moral y espiritual que no se podrían encontrar en los descendientes de otras razas. Nuestros ideólogos raciales afirman ciertamente eso; pero ahí está toda la inconsistencia de sus teorías, pues sostienen cosas de cuya exactitud no pueden aportar la prueba más mínima.

Ya se ha destacado antes que, en la larga serie de las personalidades geniales que se han hecho meritorias en la cultura espiritual de Alemania, apenas se encontrará una cuya apariencia corresponda sólo medianamente a la representación ideal del hombre nórdico. Y precisamente las más grandes de entre ellas son las que más distantes se hallan físicamente de los lineamientos fantásticos que los Günther, Hauser, Clauss y otros les atribuyeron. Piénsese en Lutero, Goetbe, Beethoven, a quienes faltan casi completamente los caracteres externos de la llamada raza nórdica, y que han sido calificados, hasta por los representantes más destacados de la idea de raza, como mestizos evidentes con salpicaduras de sangre oriental, nordasiática y negromalaya en sus venas. Peor resultaría si sometiésemos a la prueba de la sangre a los campeones de la escena de atletas de la lucha de razas, a los Hitler, a los Alfred Rosenberg, a los Göbbels, a los Streicher y a otros, para dar a esos dignos representantes de la raza nórdica y de los intereses nacionales la ocasión de fortificar también por la pureza de su sangre su derecho a la dirección del Tercer Reich (1).

Si es indiscutible que hombres como Sócrates, Horacio, Miguel Angel, Dante, Lutero, Galileo, Rembrandt, Goya, Rousseau, Pestalozzi, Herder, Goethe, Beethoven, Byron, Puschkin, Dostoievski, Tolstoi, Dumas, Balzac, Poe, Strindberg, Ibsen, Zola y cien otros han sido mestizos, con eso se tiene la prueba de que los caracteres raciales externos no importan nada en las actitudes espirituales y psicológicas del hombre. Suscita hilaridad cuando se ve con qué subtertugios saltan nuestros modernos fetichistas raciales sobre esas cosas difíciles. Por ejemplo, el doctor Clauss salvó simplemente la cuestión incómoda de la filiación racial de Beethoven diciendo:

Beethoven, por lo que se refiere a su dotación musical, era un hombre nórdico. Lo prueba claramente el estilo de su obra. En eso no cambia nada el hecho que su cuerpo -considerado antropológicamente, es decir: la masa y el peso de su cuerpo- tal vez era bastante oriental puro (2).

¡Como vemos, la transfiguración más pura de las almas! ¿Qué fuerzas misteriosas han intervenido para meter el alma racial nórdica de Beethoven en un simple cuerpo oriental? ¿No habrán tenido su mano en el juego los judíos o los masones?

Queda aún el último problema: si las cualidades que se conquista el hombre a través de su vida poco a poco o las que le han sido inculcadas por el círculo cultural en que vive, no tienen en realidad ninguna influencia sobre sus disposiciones heredadas. Si se pudiera probar eso, habría que hablar realmente de un destino de la sangre al que nadie puede escapar. ¿Cómo están en realidad las cosas? El poder de los caracteres adquiridos se advierte diariamente en nuestra vida y recubre con frecuencia las disposiciones heredadas con que hemos iniciado el viaje por la vida. Un ejemplo de ello son los dos instintos más fuertes, que se manifiestan en todo ser viviente de igual modo imperioso, y en los hombres de todas las razas y zonas: el hambre y el amor. El hombre ha rodeado esos dos instintos innatos, que compendian toda la energía vital del individuo y de la raza, con una red de antiquísimas costumbres y hábitos que, en el curso del tiempo, se han condensado en determinados principios éticos; el instinto inicial casi no aparece ya en la mayoría de los casos ante esa condensación de conceptos adquiridos y formados por la educación. ¿No vemos acaso cada día cómo en las grandes ciudades pasan mudos millares y millares de hombres miserables y hambrientos ante los ricos escaparates de los comercios de víveres? Devoran esos alimentos con mirada codiciosa, pero raramente se atreve uno de ellos a dejar suelto el instinto primario y a tomar lo que necesita para la satisfacción de sus necesidades más apremiantes. El miedo a la ley, el temor a la opinión pública, el respeto imbuído ante el derecho de propiedad de los otros se muestran más fuertes que el impulso interior del instinto natural. Y sin embargo se trata aquí, en este caso, de cualidades adquiridas que no se transmiten hereditariamente, como no se transmiten a sus hijos las manos callosas de herrero. El niño no entiende esas cosas hasta que, poco a poco, aprende a adaptarse a ellas.

¿Y el amor? ¡Con cuántos preceptos, deberes, costumbres grotescas ha constreñido el hombre el más elemental de sus instintos? Hasta en los pueblos más primitivos existe una cantidad inmensa de usos y costumbres severos, santificados por el hábito, respetados por la opinión pública. La fantasía humana imaginó el culto a Astarté en Babilonia y el de Milita en Asiria, las religiones sexuales de la India y el ascetismo de los santos de la religión cristiana. Creó todas las instituciones de la actividad sexual: poligamia, poliandria, monogamia y todas las formas de la relación libre desde la prostitución sagrada de los pueblos semitas hasta el acuartelamiento estatal de las mujeres de la calle. Puso bajo normas fijas toda la escala de las pasiones sexuales y desarrolló determinadas concepciones que arraigan hoy hondamente en el alma del hombre. Y sin embargo, se trata también aquí de conceptos, de costumbres, de normas adquiridas, que han encontrado su expresión sentimental en definitiva, mediante cualidades recibidas por educación. Y son precisamente esas cualidades las que han señalado a la vida amorosa del hombre sus líneas fijas y las que obligan continuamente a la superación, a menudo muy penosa, de su instinto natural. Ni la sofistica más descabellada puede desmentir estos hechos.

Toda etapa de la historia humana nos muestra la influencia poderosa de las ideas religiosas, políticas y morales sobre el desenvolvimiento social de los hombres, el fuerte efecto de las condiciones sociales en que viven, y cómo por su parte actúan sobre la formación de sus ideas y concepciones. Esa eterna influencia recíproca crea el contenido de toda la historia. Cientos de millares de hombres han muerto por tales o cuales ideas, muy a menudo en las circunstancias más terribles, y con su comportamiento han destrozado a conciencia el instinto innato inherente en todo ser vivo; y se hizo eso bajo la influencia todopoderosa de nociones adquiridas. Religiones como el islamismo, el cristianismo y otras han atraído a su círculo mágico a pueblos de todas las razas. Lo mismo se puede decir de todos los grandes movimientos populares de la historia. Piénsese en el movimiento cristiano del tiempo de la decadencia romana, en los grandes movimientos del periodo de la Reforma, en las corrientes internacionales de ideas como el liberalismo, la democracia o el socialismo, que han sabido extender sus fuerzas prose1itistas a hombres de las más distintas razas, y agrupar en torno de sus banderas a hombres y mujeres de todas las clases sociales. Los pueblos de la llamada raza nórdica no han hecho ninguna excepción a esta regla.

Nuestros alquimistas raciales tratan de salir del atolladero sosteniendo que los pueblos de la raza nórdica se han manifestado muy frecuentemente en favor de ideas que desde el punto de vista racial les eran extrañas y con las cuales no tenían relación profunda. Se califica incluso esa incomprensible disposición en favor de lo extranjero y de la esencia extranjera, como uno de los aspectos más deplorables del germanismo y en general de la raza nórdica. Ocurrencias de esa especie, que se encuentran a menudo en Günther, Hauser, Neuner y otros, producen una impresión algo rara. ¿Qué clase de raza notable es esa que se siente siempre atraída, como el hierro por el imán, hacia las ideas extranjeras y los caminos extraños? Ese fenómeno antinatural podría llevar a alguien a la convicción de que se trata aquí de una degeneración morbosa del alma de la raza nórdica, lo que se deduce por lo demás bastante claramente de toda la hojarasca racista de nuestro tiempo. Todavía es más singular cuando los adoradores extasiados de la maravillosa raza nórdica se esfuerzan por extirpar esos defectos morales de la belleza de su ídolo, anunciando al mismo instante que raza es fatalidad. Si es así, ¿de qué valen todos los ensayos de aleccionamiento? ¿Qué valor tiene cuando Günther y su anillo nórdico -una especie de Internacional de ojos azules y de cabello rubio- quieren ofrecerlo todo para impedir en el futuro guerras entre pueblos de las razas nórdicas? ¿O cuando Otto Hauser proclama al mundo asombrado que los estrategas principales de la guerra mundial en ambos bandos, han sido nórdicos rubios, presentando al general francés Joffre como godo rubio? Tanto peor para ellos si es así. Pues eso no prueba sino que los nórdicos rubios se han degollado mutuamente por una causa que les era extraña de acuerdo con su sangre; pero ante todo prueba que la voz de la sangre innata nada puede hacer frente a los intereses económicos y políticos, en torno a los cuales se giraba en esa guerra.

Puede el ideólogo racista francés Vacher de Lapouge continuar anunciando que en el siglo XX se matarán millones de seres humanos por causa de uno o dos grados más o menos en el índice craneano, y que en ese signo, que substituirá al schibboleth bíblico y el parentesco lingüístico, se reconocerán las razas afines, y los últimos sentimentalistas contemplarán formidables exterminaciones de pueblos; también en este caso fue la realidad descarnada menos fantástica que la fuerza de imaginación sedienta de sangre del fetichista racial francés. No se han roto la cabeza los pueblos en la guerra porque la cabeza era un poco más larga o un poco más corta, sino porque las contradicciones de intereses en el mundo capitalista habían alcanzado tal grado que la guerra pareció a las capas dominantes la única salida viable para escapar al callejón en que se habían metido. En la pasada guerra mundial han combatido las razas más diversas en cada sector beligerante. Hasta los negros y los amarillos han sido atraídos a la catástrofe, sin que la voz de la sangre les haya impedido dejarse degollar por intereses que seguramente no les eran propios.

Los pueblos han experimentado no raramente una mutación radical de sus viejos usos y costumbres, sin que se pudiera atribuir ese fenómeno a cruzamientos raciales. Según el testimonio unánime de todos los teóricos raciales conocidos, los hombres de la raza nórdica están representados fuertemente todavía en los países escandinavos y principalmente en Suecia. Pero precisamente suecos, noruegos y daneses han conocido en el curso de su historia profundas modificaciones de sus viejas costumbres de vida. Los mismos países que un tiempo eran considerados como el hogar de las tribus guerreras de Europa, a los que se odiaba y temía, albergan hoy la población más pacífica del Continente. El famoso espíriiu de los vikingos, que sería un carácter saliente de la raza nórdica, se ha desvanecido precisamente en los países escandinavos. La expresión pacifistas natos, inventada por Günther y sus partidarios, para desacreditar moralmente a los llamados hombres orientales, no se aplica a nadie mejor que a los actuales escandinavos. Ejemplos idénticos y similares los conoce la historia por millares. Y sólo demuestran que la novísima creencia en el destino de la raza es el fatalismo más enfermizo que se haya imaginado jamás; es la sumisión más miserable y denigrante del espíritu a la obsesión canibalesca de la voz de la sangre.

Para evitar la decadencia de la noble raza, se llegó en Alemania a la famosa idea de la nordificación, que ha conducido a las proposiciones más atrevidas. La llamada teoría de la nordificación ha producido en los últimos diez años toda una oleada de producciones literarias; no se podría encontrar nada más grotesco. Ningún otro país sabría imitar eso. La mayoría de los singulares santos que se destacan hoy como reformadores de las relaciones sexuales en Alemania, quieren que el apareamiento se opere bajo la mano ordenadora del Estado. Otros hablan abiertamente de la introducción legal de la poligamia, a fin de vigorizar a la maravillosa raza nórdica un tanto debilitada. Y para que tampoco quede en situación inferior el punto de vista señorial en medio del derrumbamiento del viejo mundo feminizado -como se expresó tan finamente Alfred Rosenberg, el consejero espiritual de Hitler- sostuvo el señor Richard Rudolf en su escrito Geschlechtsmoral (Moral sexual), la poligamia, no sólo como medio para llevar a las más altas realizaciones la fecundidad de la raza nórdica, sino porque esa condición corresponde mejor a los instintos polígamos del varón.

Partidarios entusiastas de la nordificación han dado vida hace unos años incluso a un movimiento especial que propaga el llamado matrimonio Midgard, cuyos miembros propician la fundación y financiación de colonias especiales en que hombres y mujeres nórdicos, seleccionados para ese objetivo, se dedicarían a la honrosa tarea de evitar la decadencia de la noble raza mediante la acción conjunta en el terreno amoroso. A cada hombre le corresponderían diez mujeres. Ese matrimonio se ha imaginado como una especie de asociación para la preñez; su duración no habría de extenderse más allá del nacimiento del hijo, siempre que ambas partes no manifestaran el deseo de proseguir la alianza más tiempo. En su libro Weltanschauung und Meruchezüchtung, defendió el consejero sanitario F. Dupré un llamado matrimonio temporal, que sólo había de tener por objeto fines reproductivos. Un Consejo de los ancianos nombrados por el Estado debía vigilar al respecto. Las parejas deben ser reunidas solamente con fines de reproducción, se lee en ese singular plan. Conseguida ésta, serán separadas ... El costo de la pulcra procreación estará a cargo del Estado. Lo mismo que Hentschel, el inventor del matrimonio Midgard, se pronunció el señor Walter Darré, posteriormente ministro nacionalsocialista de agricultura de Alemania, en su libro Neu Adel aus Blut und Boden, por la crianza de una nueva nobleza en establecimientos especiales aislados. El señor Darré quiere someter la reproducción de la nación a una vigilancia continua por la creación de centros de crianza. Con ese fin se establecerán libros del hogar y actas genealógicas para todas las mujeres. Las muchachas se dividirán en cuatro clases, a quienes, en base a las actas genealógicas especiales, se les permitirá la reproducción en el matrimonio de conformidad con sus cualidades raciales y su capacidad concepcional, o no se les permitirá. El 12 de marzo de 1930, presentaron los nacionalsocialistas al Reichstag el siguiente agregado al artículo 218 del Código penal:

El que se propone contener artificialmente la fecundidad natural del pueblo alemán en daño de la nación, o fomenta tales propósitos por la palabra, el escrito, la figura impresa o de otro modo, o el que contribuye al empeoramiento y a la descomposición racial del pueblo alemán, o amenaza contribuir a ello mediante el cruce con miembros de la comunidad judía de sangre o con razas de color, será castigado con prisión por traición a la raza.

El 31 de diciembre de 1931, ordenó la dirección nacional de los S. S. hitlerianos que, a partir del primero de enero de 1932, todos los S. S. que quisieran casarse debían solicitar una autorización especial de una llamada oficina racial. Ese singular documento, que propiciaba la valiosa conservación de la pureza hereditaria de la especie alemana considerada nórdica, y que habla de un registro familiar de los S. S., nos dió la primera indicación de la futura magnificencia del Tercer Reich. Es característico que las mismas gentes que tanto alardean de idealismo alemán y que con tan profunda indignación combaten la degradación máterialista de Alemania, estiman las relaciones de los sexos sólo de acuerdo con los puntos de vista del ganadero y rebajan la vida amorosa de los seres humanos al nivel de un establecimiento de remonta. Después de la racionalización de la economia, la racionalización de las relaciones sexuales ... ¡Qué porvenir!

Pero toda la charlatanería de la nordificación no tiene ningún valor, porque faltan todas las condiciones para semejante proceso. Si la raza no fuera sólo un concepto, y, en cambio, fuese una unidad real de vida, cuyos caracteres se transmiten como un todo a la descendencia, se podría hablar aún sobre semejantes proposiciones. Un ganadero puede criar sus ovejas, sus vacas o sus cerdos conforme al rendimiento de carne, de leche o de grasa; pero querer criar a los seres humanos conforme a determinadas características espirituales y psicológicas, es algo distinto. Todos los ensayos que se han hecho hasta aquí en plantas y animales, han demostrado que la raza no se conserva como conjunto en el cruce. Mientras los seres humanos con caracteres raciales iguales o similares queden aislados y sólo se reproduzcan en su propio círculo, aparecen más o menos unificados sus caracteres específicos o en combinaciones diversas. Por eso no sólo se puede comprobar en los descendientes caracteres puros y mezclados; existe también la posibilidad de todas las combinaciones imaginables en las cualidades hereditarias recibidas de los padres.

Pero ya no existen razas puras, y menos que en parte alguna, en Europa. Las llamadas razas fundamentales de Europa, están hoy tan hondamente entremezcladas que no se encuentran en ningún lugar pueblos de raza pura. Esto se aplica singularmente a Alemania, pues por su situación geográfica en el corazón del continente parece especialmente creada para ser territorio de tránsito de las tribus y de las poblaciones más distintas. En la época de las emigraciones, las tribus nórdicas han abandonado en masa su viejo terruño y han partido hacia el Sur, donde la sangre nórdica, poco a poco, se confundió con la sangre racialmente extraña de las poblaciones nativas. Tribus eslavas que irrumpieron de oriente ocuparon los territorios semiabandonados y se extendieron por el Norte hasta el Elba y por el Sur hasta Regnitz. Todavía hasta mediados del siglo XI fue llamado el bosque de Turingia bosque Eslavo, y se reconoce aún hoy, en los rasgos exteriores de sus habitantes, la fuerte representación de la sangre eslava. La vieja población de Alemania fue completamente transformada por esos cruzamientos continuos. Los alemanes no corresponden ni con mucho a la descripción que Tácito ha trazado de los germanos. No sólo se han modificado los caracteres físicos, sino que también las disposiciones psíquicas y espirituales han experimentado una mutación fundamental. Entre los 60 millones que hoy pueblan Alemania, seguramente no hay una sola persona que pueda señalarse como nórdica pura. Por eso es una de las ilusiones más singulares que hayan nacido de la imaginación humana el querer destilar de esa mezcolanza multicolor la vieja raza básica. Hay que ser en verdad teórico racista para imaginarse algo semejante. Toda la utopía de la ordenanza es -como observó ingeniosamente Brunhold Springer- no una misión, sino un juego pangermánico de sociedad (3).

Son los extremos los que se atraen mutuamente, de modo particular en el amor de los sexos. El hombre rubio se sentirá siempre más atraído por la morena que por su igual. Es lo extraño lo que excita y seduce y agita la sangre con más fuerza. Ya el hecho de que no haya razas puras y que todos los pueblos sean formaciones mestizas, demuestra que la voz de la naturaleza es más fuerte que la voz de la raza o de la sangre. Ni la institución más severa de las castas de la India ha podido salvar la pureza racial. El hombre nordico de Günther y de sus partidarios no es más que un producto de la fantasía. La creencia en una raza que reúna en sí todos los caracteres de la belleza física con las cualidades más sobresalientes del espíritu y del alma, es una creencia en milagros, una quimera que no corresponde al pasado ni al porvenir.

Si la raza nórdica fuese, en realidad, aquel producto maravilloso de que ha brotado toda cultura humana, ¿cómo es que en su hogar nórdico no ha podido producir ninguna cultura que por su importancia fuera digna de mención? ¿Por qué se desarrollaron sus cualidades innatas, creadoras de cultura, primeramente en zonas distantes y lejos del terruño natal? ¿Por qué hubo un Sófocles, un Praxíteles, un Pericles, un Demóstenes, un Alejandro, un Augusto y cien otros, ensalzados por Günther, Woltmann, Hauser como representantes de la raza nórdica, sólo en Grecia y en Roma? Lo cierto es que el hombre nórdico sólo pudo poner de manifiesto sus famosísimos dones naturales en otro ambiente y en unión con otros pueblos. Pues los viajes de los vikingos, con que se ha hecho tanto ruido en los libros raciales, apenas pueden ser tenidos en cuenta como actos de cultura. Al contrario, han amenazado muy a menudo la cultura y han dejado en ruinas partes valiosas de ella, como lo han probado bastante claramente las expediciones de rapiña de los godos, de los vándalos, de los normandos y de otras tribus germánicas.

Todos los modernos teóricos racistas coinciden en que la capacidad creadora de Estados es uno de los caracteres más importantes del hombre nórdico, y en que ella le impuso como guía y dirigente de pueblos y naciones. Si es así, ¿cómo es que el hombre nórdico no ha creado precisamente en los países nórdicos un gran Imperio como, por ejemplo, el Imperio de Alejandro, de los Césares romanos o el de GengisKhan y ha permanecido desmenuzado siempre en sus pequeñas poblaciones? Resulta en verdad chocante que las mismas gentes que hablan tanto del genio creador de Estados de los nórdicos rubios, deploran al mismo tiempo la eterna desarmonía de las tribus germánicas como uno de los fenómenos más lamentables de su carácter y señalan siempre a los actuales alemanes las consecuencias funestas de esa modalidad de sus supuestos antepasados. Semejantes cualidades no se dejan seguramente compaginar con la capacidad para forjar grandes imperios y grandes naciones, lo que -dicho sea de paso- no habría sido en manera alguna una desgracia. El proverbial instinto de disgregación en las tribus germánicas, ensambla muy mal con su pretendida capacidad estatal. Esta se hizo presente para ellas tan sólo en el extranjero, cuando la idea de poder del Imperio romano se les presentó como una nueva revelación y se convirtió al mismo tiempo en su fatalidad.

Con ello no hay que negar a los hombres nórdicos de ningún modo capacidad cultural y otras cualidades valiosas; nada más lejos de nosotros que caer en el error opuesto al de los ideólogos racistas. Pero nos defendemos enérgicamente contra la arrogancia presuntuosa de gentes que poseen la osadla de desconocer a otras razas, no sólo todo profundo sentimiento de la cultura, sino también toda noción de honor y fidelidad. Finalmente, toda esa fraseología del alma de la raza, no es sino un juego ocioso en torno de nociones imaginadas. El método de colocar a grupos humanos enteros en un determinado nivel, incluso espiritual y psicológícamente, es una monstruosidad que tiene que conducir a los peores sofismas. No hay que negar que hombres que se reproducen durante siglos en un territorio determinado y bajo la ínfluencia del mismo ambiente natural y social, tienen comunes ciertos rasgos externos y también internos. En los miembros de la misma familia se expresa más fuertemente aún ese parecido que en una tribu o en un grupo de tribus; y sin embargo, ¡cumtos contrastes insuperables del carácter se encontrarían si se examinasen más a fondo las disposiciones espirituales y psíquicas de cada uno de los miembros de la familia! En general, el llamado carácter colectivo de un pueblo, de una nación o de una raza corresponde sólo a la interpretación personal de algunos que es aprobada y repetida sin crítica por los demás.

¿Qué se puede replicar, por ejemplo, cuando Günther dice a sus lectores en su Rassenkunde des jüdischen Volkes, sobre la llamada raza oriental: Esta raza ha salido del desierto, y su conducta espiritual se inclina a convertir en desierto nuevamente el suelo ya cultivado. Esto no es más que hinchazón retórica que no puede cimentarse en nada sólido; pues, en primer lugar, nos falta toda base histórica para decir que, en realidad, esa raza ha salido en verdad del desierto, y, en segundo lugar, ¿quién podría probar que se da realmente en los representantes de esa raza el instinto de convertir nuevamente en desierto la tierra cultivada? Pero Günther necesitaba esta construcción para hacer comprensible a sus lectores la esterilidad completa del judío. Y sin embargo, fueron los judíos de Palestina un pueblo agrícola, y toda su legislación estaba basada en ese hecho. Los árabes han transformado a España en un jardín, la mayor parte del cual se ha convertido en desierto después de la expulsión de los moros.

El miedo al judío se ha convertido, en los representantes del pensamiento racista, en un formal pánico de raza. Es verdad, se reconoce también en aquellos círculos que no existe algo así como una raza judía, y que los judíos, como todos los demás pueblos, sólo representan una mezcla de todos los elementos raciales posibles. Modernos teóricos racistas afirman incluso que circula por las venas de los judíos, junto a sangre nord-asiática, oriental, camítica y mogólica, también una gotita de sangre nórdica; pero parece que ellos habrían heredado precisamente lo peor de todas las razas. No hay una mala característica que no se haya atribuído a los judíos. Ellos son los verdaderos inventores del socialismo, y, al mismo tiempo, han dado origen al capitalismo. Han infectado todos los países con sus ideas liberales y han relajado todos los lazos de la autoridad; pero su religión es una creencia del carácter autoritario más inflexible, un culto al despotismo más acabado. Han originado guerras y han provocado revoluciones. Parece que no existen para otra cosa que para vomitar villanías contra los nobles hombres nórdicos. Pero se nos asegura también que la mezcla de sangre mata las disposiciones originarias de la raza y modifica sus cualidades espirituales y psicológicas. ¿Cómo es, pues, que una agrupación tan mezclada como los judíos pudo conservar, durante más de dos mil años, su concepción religiosa, a pesar de las persecuciones horribles que han tenido que soportar por ello? ¿No habría que admitir, siendo así, que hay en la historia otros factores que las disposiciones hereditarias de la raza? ¿Y cómo es que los judios pudieron envenenar con su espíritu moderno al mundo entero, si las ideas de los hombres no son más que el resultado de sus disposiciones hereditarias condicionadas por su sangre? ¿No hay que concluir de todo eso que el judío, o bien está por su sangre más próximo a nosotros de lo que quieren conceder los ideólogos racistas, o que las disposiciones hereditarias condicionadas por la sangre son demasiado débiles para poder resistir a las ideas extrañas?

Pero el ataque de las modernas teorías raciales no se dirige contra los judíos solamente; se dirige en mucha mayor medida, contra una parte del propio pueblo, contra los descendientes de la llamada raza alpina, que Günther ha rebautizado como oriental. Cuando Günther, Hauser, Clauss y compañía comienzan a hablar de los orientales se vuelven directamente malignos. El que la raza oriental se haya aposentado en el corazón de Europa es, para Günther, una gran desdicha, pues amenaza con su sangre impura continuamente a los nórdicos, cuya mezcla sanguínea con esa raza sin talento, sin espíritu creador, no puede menos de perjudicarle. El oriental es la negación más acabada del hombre nórdico. Si en éste encuentra su expresión más saliente el espíritu de soberanía, en aquél no vive más que el alma hosca del filisteo, incapaz de ningún gran gesto. El oriental es el pacifista nato, el hombre de la masa; de ahí su preferencia por la democracia, que sólo procede de la necesidad de rebajar todo lo que es más grande que él. No posee ningún rasgo heroico y no tiene tampoco ninguna comprensión para la grandeza de la patria y de la nación. Los orientales son los hombres de Jean Paul, que en Alemania están bastante o excesivamente representados. Son buenos como súbditos, pero no pueden ser jefes; para ser jefe no está llamado más que el hombre nórdico (véase a Hitler y a Göbbels). Pero eso no es todo:

La relación sexual dentro del mismo linaje, es decir, entre hermanos y entre padres e hijos, según me informan médicos de aquellos distritos, no serían ninguna gran rareza en los territorios orientales. El alma oriental no conoce quizá el concepto del incesto (4).

Pero aun más pésimamente habla Otto Hauser de los hombres orientales, de quienes traza un cuadro tan corrompido como éste:

Por el dinero, todo le es grato. Vendería sin titubear su honor, si lo tuviera. Es el demócrata y el capitalista nato ... El oriental es más lascivo que las razas puras y cruzadas. Para él tienen que danzar en el escenario mujeres y hombres desnudos y apretujarse en lo posible; lee con preferencia perversidades y las practica cuando tiene dinero para ello. Esclaviza a la mujer y es esclavizado por ella. Defiende el Individualismo en el sentido que cada cual puede hacer todo lo que quiere, violar niñas y niños, emplear todos los medios en la competencia social, espiritual y política. Y mientras en los demás es regla deportiva no echar mano a las partes sexuales del adversario, practica él, que por lo demás sostiene la liberación de todos los placeres, ese ejercicio con preferencia cuando puede atraer hacia él los genios que le son -a él, típicamente agenial- desagradables, y trata de hacer caer a los adversarios políticos a quienes no puede vencer en lucha honrada (5).

Y en otro pasaje de su obra cuenta Hauser a sus lectores:

En su sexualidad el oriental es vulgar. No se puede estar con él media hora sin que cuente, no sólo anécdotas obscenas, sino sus propias aventuJills sexuales, y, en lo posible, también las de su mujer; y las mujeres entretienen a sus oyentes sobre sus dificultades en la menstruación. Su cría llena las paredes de vaginas y de penes, y concierta en los urinarios públicos las citas sexuales.

No se da crédito a los propios ojos cuando se leen cosas como ésas. La primera impresión es que se tiene que ver con un enfermo, pues esa gozosa intromisión en la sexualidad atribuída a los otros, nace seguramente de una inclinación perversa y es engendro de una fantasía mórbida que no conoce la sana sensualidad. Se explica así lo monstruoso de tales inculpaciones, que se lanzan aquí públicamente ante el mundo entero. Este hombre cubre con su suciedad a todo un grupo de seres humanos que cuenta en el propio país millones de hombres, y le atribuye supuestos rasgos de carácter que sólo han nacido de su imaginación enferma e impura. Esa especie de demostración caracteriza los métodos de los actuales ideólogos racistas, pero es también típica de la baja condición espiritual de hombres que no se avergüenzan de sacar a relucir los secretos de los urinarios, para acusar de algo al enemigo de raza y procurar con ello satisfacción a sus propios turbios instintos. Y ese veneno circula desde hace años por incontables libros, folletos y articulos periodísticos en Alemania. No hay que asombrarse de que esa siembra de dragones dé un día sus frutos. Pues eso es lo absurdo del actual movimiento nacionalsocialista en Alemania: que se apoya en la teoría racial, y que sus representantes, en su ceguera, no comprenden que destruyen así, con las propias manos, el baluarte más firme de la nación: el sentimiento inculcado de la común filiación nacional.

Cuando no se retrocede ante una difamación y calumnia tan espantosa de miembros de la propia nación, se puede uno imaginar cómo ha de estallar el fatalismo racial respecto de otros pueblos. De la absurda creencia en la superioridad de la noble raza señalada por Dios, surge lógicamente la creencia en su misión, histórica. La raza se convierte en problema del destino, en sueño de renovación del mundo por la voluntad consciente del germanismo. Y como no se puede admitir que otros pueblos vean la historia futura desde el mismo ángulo visual, la guerra es la única solución. La experiencia nos ha mostrado adónde conduce eso. La creencia en que el mundo disfrutará alguna vez de la esencia alemana, suscitó precisamente en sectores que tenían la mayor influencia en la historia de Alemania, la convicción de la ineludibilidad de la guerra alemana, de la que se hablaba tan a menudo en los círculos formados en torno de Chamberlain. Othmar Spann explicó en un escrito muy divulgado, en el que elogiaba la guerra como partera de toda cultura, lo que sigue:

Debemos esperar y desear que llegue esa guerra especialmente para demostrar que recaerá sobre nosotros solos su peso, que nosotros solos hemos de combatir con toda la energía que ha conservado, a través de los milenios, la raza germánica dominadora (6).

Ese espíritu fue artificiosamente alimentado durante décadas enteras y se condensó poco a poco en aquella aberración fatalista que ve y considera toda la historia bajo el aspecto de la raza. Spann no fue el único que fantaseaba sobre la guerra de razas del futuro. En la sesión de la directiva de la Alldeutschen Verbandes del 30 de noviembre de 1912, ocupó el puesto más destacado el problema de la guerra próxima. Se habló de la lucha decisiva de todo el eslavismo contra el germanismo, como hicieron el barón von Stossel y otros; y el Dr. Reuter, de Hamburgo, declaró que nuestra misión principal consiste en esclarecer al pueblo sobre la verdadera razón de la guerra probablemente próxima, que ha de concebirse como lucha del eslavismo unificado contra el germanismo. Cuando en abril de 1913 el gobierno alemán presentó los nuevos proyectos de defensa, Betlunann-Hollweg fundamentó la nueva demanda señalando el peligro amenazante de un choque entre eslavos y germanos. Y, aunque la constelación de las potencias hubo de mostrar, al estallar la guerra, a todo el que quería verlo, que no se podía en modo alguno hablar de una guerra de razas, no faltaron voces que sólo querían ver en la espantosa catástrofe el choque ineludible de las razas. Hasta un historiador tan conocido como Karl Lamprecht publicó en el Berliner Tageblatt del 23 de agosto de 1914 un artículo en donde hablaba de la lucha del germanismo y del eslavismo latino (católico) contra la barbarie oriental invasora.

Entonces descubrió Lamprecht que Escandinavia, Holanda, Suiza y América habían tomado partido por Alemania en razón de su sentimiento de raza, y anunció jubiloso: ¡La sangre se hace sentir! La ilusión de tener a Estados Unidos como aliado le llevó incluso a proclamar el porvenir viviente de una cultura teutogermánica. Y cuando, finalmente, Inglaterra no se ajustaba a ese esquema, acentuó el gran historiador: Obsérvese cómo ha sido dominado el país central del imperio germánico, no ya por el espíritu puramente germánico, sino más bien por el céltico (7).

Cuando la teoría racista ha podido producir una desviación tan incurable en el cerebro de un sabio de fama mundial, no hay que maravillarse de la arrogancia ridícula de un economista como Sombart, que anunció al mundo en aquellos días:

Así como el ave alemana, el águila, planea sobre todos los animales de la tierra, así se siente elevado el alemán por sobre todos los pueblos que le rodean y a quienes ve debajo suyo en infinita profundidad (8).

No sostenemos que sólo es capaz el alemán de tales fantamagorías. Toda creencia en un religión, en una nación o en una raza elegida lleva a monstruosidades semejantes. Pero no hay que desconocer que la idea de raza no ha encontrado en ningún otro país tanta difusión ni ha dado vida a una literatura tan amplia como en Alemania. Casi parece como si la Alemania de 1871 hubiese querido alcanzar y recuperar lo que no habían alcanzado felizmente sobre la base de su concepción humanista sus grandes espíritus antes de la fundación del Imperio.

Los representantes de las doctrinas racistas se encuentran en la grata situación que se les puede envidiar, de poder salir públicamente con las afirmaciones más osadas, sin tener que esforzarse por exhibir pruebas palpables. Como ellos mismos saben que la mayoría de esas afirmaciones, en un examen de su valor científico, no pueden sostenerse, apelan a la infalibilidad del instinto de raza, que ve supuestamente más claro de lo que permite el procedimiento laborioso de la investigación científica. Si existiese realmente ese famoso instinto de la raza y si fuera demostrable, se podrían consolar de la falta de ciencia con el pretexto de que la voz interior o la raza en el propio seno proporcionaría al hombre certidumbre en todas las cosas difíciles, aun allí donde fracasa la ciencia. Pero en este caso los representantes más afamados de la teoría racial, en los puntos más esenciales de su doctrina habrían de armonizar y proclamar especialmente en sus conclusiones una cierta unidad de la concepción. ¡Pero ahi está el quid de la cuestión! Apenas hay un problema de importancia básica sobre el que se esté medianamente de acuerdo en el campo de los ideólogos de las razas. Muy a menudo las opiniones se escinden de tal manera que ni siquiera puede pensarse en la posibilidad de superar sus contradicciones. He aqui algunos ejemplos entre millares.

En su obra Rasse und Kultur, nos enseña Otto Hauser que los griegos han sido un pueblo rubio, bien definido, que llegó por si mismo a una cultura cuyo nivel será admirado siempre, que será siempre ejemplar, mientras circule en un pueblo, en un individuo, sangre nórdica afín. Woltmann, Günther y otros, han dicho lo mismo con otras palabras, gracias, sin duda, al mismo instinto nórdico que impregna la sangre afin a través de los milenios. Pero Gobineau, el verdadero fundador de la teoria racista, no tenia ninguna prueba favorable para los griegos, a quienes, por odio encarnizado contra la democracia, menospreciaba en todo sentido. En su gruesa obra de 1.200 páginas Historic des Perses, magnifica la cultura de los persas de una manera exagerada y nos describe a Grecia como un pueblo semi bárbaro, sin cultura propia digna de mención. Gobineau rehusa a los helenos incluso todas las cualidades morales y afirma que no tenian comprensión alguna del sentimiento del honor. Como vemos, los orientales más puros.

Para Chamberlain, el cristianismo es la expresión suprema del espíritu ario; en la fe cristiana se reveló en toda su profundidad el alma germánica, distinguiéndose con la máxima claridad de toda concepción semítica de la religión. Pues el judaismo es el contraste más acabado de la religión cristiana; toda sintesis filosófica entre espiritu judio y germánico es inimaginable también en religión. En cambio, Albrecht Wirth ve en el cristianismo un fruto del espiritu judiohelénico, que maduro cuando los despreciados judios salieron de la miseria del mundo externo para construirse un mundo interior más alto (9). Eugen Dühring, en cambio, rechaza fundamentalmente el cristianismo, porque ha efectuado, por su influencia, la judaización del espíritu ario (10). Ludwig Neuner acusa a los reyes francos de haber privado a nuestros antepasados de la vieja, propia fe, surgida de la consideración ingenua de la naturaleza, destruyéndola de raiz, habiéndoles impuesto, en cambio, un sistema religioso rigido de carácter manifiestamente internacional. Erich Mahlmeister, por su parte, nos explica en su escrito Für deutsche Geistesfreiheit: El cristianismo no es viril, es de esencia servil, opuesto directamente a la esencia alemana. Y sobre la persona de Cristo pronuncia el autor esta sentencia, El repudiado traidor al país de una raza odiada, es el dios ante el cual debe arrodillarse el alemán.

Günther, Hauser, Clauss ven en el protestantismo un movimiento espiritual de la raza nórdica, y también Lapouge reconoció en él un ensayo para adaptar el cristianismo a la característica de la raza aria. Chamberlain es igualmente adversario decidido de la Iglesia católica y señala, en sus Fundamentos, repetidamente, el origen semita del papado. Ve en éste el antípoda declarado del espíritu germánico, que no reconoce ninguna casta sacerdotal organizada y está sentimentalmente lejos de la idea de una jerarquía mundial. Por eso es para él la Reforma una rebelión del hombre nórdico contra el cesarismo semita de Roma y, en general, uno de los grandes gestos espirituales del germanismo. Pero, en cambio, ensalza Woltmann al papado como un producto genuino del germanismo y se esfuerza por todos los medios en demostrar el origen germánico de la mayoría de los Papas. Le ha interesado especialmente el retoño divino, Hildebrant, que ocupó el trono papal como Gregorio VII y que fue el verdadero fundador del poder mundial del papado. Otto Hauser explica ese manifiesto extravío del espíritu germánico como sigue:

Está en el hambre de poderío del hombre nórdico, en su aspiración a actuar con todas sus energías, algo que le induce a valerse de cualquier medio. Se sabe cuán frívolamente juzgaron algunos Papas el papado y el cristianismo. Así, el papado está representado, periódicamente, en una línea casi ininterrumpida, por germanos, pero, sin embargo, como una ídea no germánica, no nórdica (11).

¿Quién puede sacar algo, en claro? ¿Qué entidad rara es pues el alma de la raza nórdica? Irradia con todos los colores como un camaleón. Es papal y antipapal, católica y protestante. La voz de la sangre en ella repudia la dominación de una casta sacerdotal privilegiada y rechaza el pensamiento de una jerarquía mundial; pero al mismo tiempo sus representantes se preocupan con toda su fuerza por someter al mundo bajo el yugo del papado, cuyas formas han sido copiadas del despotismo oriental de los semitas. Pero la cosa se vuelve todavía más interesante cuando nos enteramos de que también Ignacio de Loyola, el fundador de la Orden de los jesuítas, ha sido un retoño germánico de cabello rubio, como pretenden Woltmann y Hauser. La naturaleza ha tenido que cometer aquí un error más grande aún que en el caso de Beethoven. Figúrese, si no: Loyola, un germano de cabello rubio, de ojos azules, él, heraldo combativo y anunciador consciente de la contra-reforma, y Martín Lutero, el alma de la Reforma alemana, un hombre de cabello oscuro, de figura achaparrada y ojos negros, que manifiesta tan claramente los caracteres externos del oriental que ni siquiera los Günther, Hauser y Woltmann pueden pasarlos por alto. El hecho de que Gobineau, en su obra sobre las razas, y también en otras partes, destaque la mano ordenadora de la Iglesia católica y condene en su Ottar Jarl toda herejía contra la Santa Madre Iglesia, no simplifica las cosas. Y como si todo esto no fuera bastante, nos asegura Hauser que la Reforma ha sido un movimiento de sangre y significa la repulsa del espíritu mestizo por el nórdico (Rasse und Kultur, pág. 331). Y dice esto, después de haber trazado en una página anterior el siguiente cuadro de los hombres del período de la Reforma:

El resto de Alemania tiene el punto más bajo de su menguante racial y cultural hacia 1500. Los alemanes de aquella época, en su generalidad, son tan feos que Durero, sus precursores y sus contemporáneos, en sus descripciones de la realidad apenas pudieron ofrecer nunca un hermoso y noble rostro, bien perfilado, sino sólo contorsiones de fealdad enteramente animal, y hasta en sus representaciones de los personajes divinos de la historia sagrada, raramente estuvieron en condiciones de crear seres medianamente bellos, pues les faltaban los modelos.

Pero esos hombres del reflujo racial han hecho la Reforma, sin embargo. ¿Cómo se explica que ese movimiento de sangre, que repudió el espíritu mestizo, se produjese justamente en una época en que Alemania, según Hauser, había llegado al punto más bajo de su menguante cultural y racial?

Tómese una época cualquiera de la historia humana y se chocará en todas partes con las mismas contradicciones. Por ejemplo, la Gran Revolución francesa. Es en verdad comprensible que, en los representantes del pensamiento racial, no se encuentre rastro alguno de comprensión de las causas económicas, políticas y sociales de aquella gran transformación europea. Como los gitanos leen el destino de un hombre en las líneas de la mano, así leen los malabaristas de la teoría racial, por los retratos de las personalidades dirigentes de aquel período tempestuoso, la historia entera de la revolución y sus causas condicionadas por la sangre.

Sabemos que un hombre forzosamente tiene que obrar de acuerdo con su semblante, y que esa ley puede manifestarse tanto en la más primitiva como en la más complicada y perturbada plenitud de expresión, pero que siempre y en todas partes ha de permanecer la misma ley interna e inconmovible de la transmisión de la vida (12).

Esa magistral explicación, que decide sobre los problemas más complejos que ocupan a la ciencia desde hace decenios como si se tratase de la cosa más natural del mundo, es asombrosa. ¡Sabemos! ¿Quién lo sabe? ¿Dónde se sabe? ¿Quién ha establecido aquella ley de que habla el autor? ¡Ningún ser humano! ¡Ninguna ciencia! Se trata simplemente de una afirmación vacía que no tiene valor alguno. En realidad, el autor ha intentado cimentar por el retrato de Luis XVI, de Mirabeau, de Madame Roland, de Robespierre, de Danton, de Marat y otros, la ley interior de su conducta y deducir también el grado de su mezcla racial. Por desgracia, ese reconocimiento no se basa en una ley, sino en una fantasía que no es eterna ni inconmovible. Puede haber hombres cuyo carácter esté escrito en su frente, pero no hay seguramente muchos de ellos, pues tipos tales como los Carlos y los Franz Moor no viven más que en las obras de la literatura; en la vida misma no se les suele encontrar. Nadie es capaz de reconocer por los rasgos externos las cualidades espirituales y psicológicas de un hombre; el fisonomista más ducho difícilmente podría leer por el rostro la significación y valía de la inmensa mayoría de las grandes personalidades de la historia. Esas aptitudes ordinariamente aparecen cuando se sabe con quién tiene uno que habérselas, y al autor del escrito mencionado no le sería tan fácil dar un juicio sobre personas como Mirabeau, Robespierre, Marat o Danton, si éstos tuviesen todavía ante sí y no tras sí su papel histórico. Gobineau no vió en la Gran Revolución más que la sublevación del mestizaje celtorromano contra los estratos germánicos dirigentes de la nobleza francesa, y condenó el grandioso movimiento con el odio inexorable del realista que rechaza por principio todo intento de turbar el orden de cosas establecido por Dios. La Revolución era para él la rebelión de esclavos e inferiores, a quienes despreciaba con toda el alma, porque eran los portadores de las modernas ideas democráticas y revolucionarias en Europa, que habían dado el golpe de gracia a la vieja casta de los amos. Chamberlain juzgaba la Revolución desde un punto de vista idéntico, pues también él, como Gobineau, veía en la democracia y en el liberalismo el enemigo mortal del espíritu germánico. Pero, en cambio, vió Woltmann en la Revolución una manifestación del mismo espíritu germánico y trató de cimentar su apreciación ~forzándose por demostrar que la mayoría de las cabezas dirigentes de la revolución ha sido de origen germánico. Si para Gobineau la divisa de la Revolución: Libertad, Igualdad, Fraternidad, no era más que el lema de una mescolanza racial en plena disolución, Hauser, en cambio, nos enseña:

La demanda de libertad, igualdad y fraternidad es auténticamente protestante, pero no se aplica más que a la selección que el protestantismo mismo crea, sólo a grupos similares.

Y en otro pasaje de la misma obra leemos:

La Revolución comienza como obra de los germanos y de los germanoides y sobre la base de una idea germánica, encuentra su eco en todas las razas superiores, pero termina en el aquelarre de los instintos desencadenados de la masa racialmente inferior, que sólo emplean la germánica luz del cielo para ser más bestiales que cualquier animal (13).

¿Quiere esto decir que el origen germánico de la nobleza francesa de que nos habla Gobineau, sólo era una fanfarronería o nos encontramos aquí con una lucha aniquiladora de germanos contra germanos, o sea con una especie de suicidio racial?

Como Marx y Lassalle, por su origen, eran judíos, para hombres del formato de Philipp Stauf y Theodor Fritsch y sus semejantes se tiene ahí la mejor prueba de que la doctrina socialista está fundada en el espíritu judío y es extraña al sentimiento racial del hombre nórdico. Para esos señores no tiene ninguna significación el hecho de que la gran mayoría de los fundadores del socialismo no han sido judíos y que el movimiento socialista ha penetrado tanto, en los llamados países germánicos como en los latinos y eslavos, y tampoco tiene valor el hecho de que Marx y Lassalle no fueran influídos profunda y consistentemente en su desarrollo espiritual por la ideología del judaísmo, sino por la filosofía de Hegel. Por lo que respecta a la idea misma del socialismo, declaró Woltmann que tiene sus más convencidos partidarios en las capas germánicas de la población proletaria, pues es en el elemento germánico donde encuentra, por razones de sangre, la expresión más fuerte el impulso hacia la libertad. Gobineau, en cambio, reconoció en el socialismo una característica típica del mogolismo y de la aspiración del esclavo nato; de ahí su franco desprecio por los trabajadores, a quienes no reconocia ninguna aspiración cultural. Driesmann calificó a los socialistas de celto-mogoles. Chamberlain descubría a cada paso, en el movimiento socialista, la influencia de la ideología judía, que perseguía con ese movimiento el propósito de aniquilar el espiritu germánico del pueblo alemán. Pero Dühring declaró breve y categóricamente:

La socialdemocracia judía fue, en el fondo, una banda reaccionaria, cuyas veleidades en favor de la coacción estatal no estaban destinadas a llegar a la libertad y a la buena economía, sino a la generalización de la servidumbre y a la explotación mediante el servicio obligatorio de Estado, en interés de judíos dirigentes y sus correligionarios (14).

Y para que no faltase nada en ese demencial pot-pourri, proclamaron los caballeros de la idea racista en Alemania la guerra sagrada contra el marxismo judaizado y levantaron como bandera un llamado nacional-socialismo, que representa la mescolanza más despiadada que se haya imaginado nunca de los lugares comunes capitalistas con un trillado manoseo de consignas socialistas. Bajo esa bandera y la amable divisa ¡Despierta, Alemania! ¡Sucumba Judea¡, se encontró el camino hacia el Tercer Reich.

Pero todavía se vuelve más bárbaro el cuadro cuando los portavoces del pensamiento racial se disponen a someter las grandes personalidades de la historia a la prueba nórdica de la sangre. Lo que resulta de eso no puede ser más ridículo y extraordinario. Primeramente es Goethe, la descripción de cuyo carácter oscila peligrosamente en los libros raciales. El aspecto, la apariencia del más alemán de todos los alemanes, correspondía muy poco, en realidad, a las representaciones del hombre germánico. Le faltaban para ello los radiantes ojos azules, el cabello rubio y otros rasgos más que constituyen el nórdico ciento por ciento. No obstante, lo elogia Chamberlain como el genio más acabado de la raza germanica y reconoce en el Fausto de Goethe el fruto espiritual más maduro del germanismo. Albrecht Wirth opina, como casi todos los antropólogos, que Goethe no es germano, y la mayoría ve en él un retoño de la raza alpina. Lenz reconoce en Goethe un mestizo nordasiático-germánico. Dühring duda de la procedencia aria de Goethe y creía descubrir en él inclinaciones semitas. Hans Hermann fue más lejos que todos, pues en su escrito Das Sanatorium der freien Liebe, traza del más grande de los poetas alemanes el retrato siguiente:

Obsérvese a Goethe: esos ojos pardos salientes, esa nariz torcida en la punta, ese largo tronco con piernas cortas, al que no falta, además, un leve rasgo melancólico, y tendremos el cuadro primitivo completo de un descendiente de Abraham ante nosotros.

Lessing, cuya obra creadora fue de importancia tan profunda y decisiva para el desarrollo espiritual de Alemania, es ensalzado por Driesmann como encarnación viviente del espíritu alemán. En cambio Dühring ha tratado de demostrar que el poeta de Natan tenía sangre judía en sus venas. Hasta la nariz de Schiller y la de Richard Wagner han despertado la sospecha en los buscadores raciales, y Schiller ha salido todavía bien parado cuando Adolf Bartels, el papa literario del actual Estado hitleriano, justificó lo no-germánico y lo no-alemán en las obras de Schiller con la mezcla de sangre céltica.

Para Chamberlain la encarnación viva de todo lo no-germánico era Napoleón I. Pero Woltmann descubrió en él un germano rubio, y Hauser sostiene: Si se ve en él un corso, se le adscribe a un grupo en que constituye un excepción; pero en la nobleza nord-italiana a que pertenecía se encuentran los brillantes condottieri del Renacimiento y se reconoce de inmediato que corresponde a ellos (Rasse und Kultur; pág. 14). A esto sólo hay que observar que la afirmación sobre la descendencia de Napoleón de una familia de condottieri es sólo una burda repetición de una opinión de Taine. La verdad es que la generación entera de los Buonaparte, ni por la línea de Trevisio ni por la de Florencia, tuvo nada que ver con condottiero alguno; en cambio, sí la tuvo con San Buenaventura. Merejkowski observó con razón: ¿Por qué habría de haberse evidenciado más fuerte la sangre del bandido (condottiero), que nunca ha existido, que la sangre del santo realmente existente?

Pero basta de este amargo juego, que se podría continuar indefinidamente sin sacar de él ninguna claridad. No son ni razones científicas ni la voz de la sangre las que han infundido, a los fundadores de la teoría racial, sus pensamientos, sino su violenta actitud asocial, que pisotea todo sentimiento de la dignidad humana. A nadie se aptica tan bien como a ellos la vieja frase de Goethe: Se podrá saber exactamente cómo alguien ha de pensar sobre una cuestión cualquiera sólo con saber cómo está orientado en general hacia esa cuestión. No fue la doctrina la que formó su orientación; es su orientación la que formó su doctrina y le dió contenido. Pero esa orientación se apoya en la más profunda base de toda reacción espiritual, política y social: en el modo de pensar del amo frente al esclavo. Toda capa social que haya alcanzado hasta ahora el poder tuvo necesidad de imprimir a su dominio el sello de lo ineludible y de lo condicionado por el destino, hasta que, al fin, se convirtió en certidumbre interior, poco a poco, en las mismas castas dominantes. Se siente uno como elegido y se cree haber descubierto, incluso exteriormente, en uno mismo los rasgos externos del carácter del hombre privilegiado. Así apareció en España la creencia en la sangre azul de la nobleza, de la que se habla por primera vez en las crónicas medievales de Castilla. Hoy se apela a la sangre de la raza noble, llamada supuestamente a dominar sobre los pueblos de la tierra. Es el viejo pensamiento del poder, esta vez bajo el ropaje enmascarado de la raza. Asimismo uno de los más conocidos representantes de la moderna idea racista declaró precisamente con delicada naturalidad:

Toda la cultura nórdica es cultura de poder, toda la capacidad nórdica es para cosas de poder, para cosas de empresa y de formación mundial, sea en el dominio especial o en el espiritual, en el Estado, en el arte, en la investigación (15).

Todos los representantes de la doctrina racial fueron y son siempre aliados y propulsores de toda reacción política y social, representantes del principio del poder en su forma más agresiva. Gobineau estaba con ambos pies en el campo de la contrarrevolución y no simuló en lo más mínimo que quería alcanzar con su teoría a la democracia y su arma, la revolución. Y los propietarios de esclavos del Brasil y de los Estados meridionales de Estados Unidos se apoyaban en su obra para justificar la esclavitud de los negros. Los Fundamentos de Chamberlain fueron una abierta declaración de guerra contra todas las conquistas de los últimos cien años en dirección a la libertad personal y la igualdad social de los hombres. Odiaba todo lo que había nacido de la Revolución con amargo encono, y fue hasta lo último el campanero de la reacción política y social en Alemania. En este aspecto no se distinguen en nada de sus predecesores los representantes de la moderna teoría racista: sólo que son más insípidos, chabacanos y brutales, y por esto más peligrosos en una época en que lo espiritual es sofocado en el pueblo, y en que por la guerra y sus tremendas consecuencias, sus sentimientos se han vuelto más encallecidos y más obtusos. Gentes de la catadura de Ammon, Gunther, Hausser, Rosenberg y otros son, por todas sus aspiraciones, reaccionarios despiadados y empedernidos. Sobre la dirección a que eso lleva, nos da el Tercer Reich de los Hitler, Göring, Göbbels, la enseñanza más penetrante. Cuando Günther habla en su Rassenkunde des deutschen Volkes de una graduación de los alemanes de acuerdo con su sangre, esa concepción se ajusta perfectamente con el concepto de un pueblo de esclavos, que es clasificado según un orden determinado de rangos superiores e inferiores, que hace pensar en las castas de la India y de Egipto. Se comprende por qué esas doctrinas encuentran una comprensión tan entrañable en las filas de los grandes industriales. La Deutsche Arbeitgeberzeitung escribió sobre el libro de Günther:

¿Dónde queda el sueño de la igualdad humana cuando se echa sólo una ojeada d esta obra? Consideramos el estudio de una obra de esta especie, no sólo como una fuente del más noble entretenimiento y de la más pura instrucción, sino que creemos también que ningún polftico puede llegar a un juicio exacto sin un dominio a fondo de los problemas aquí tratados.

¡Por supuestol No se puede justificar moralmente mejor la servidumbre industrial que nuestros grandes magnates tienen delante como cuadro del porvenir.

La teoría racial apareció primeramente como interpretación histórica, pero adquirió con el tiempo una significación política y cristaliza hoy en Alemania en una nueva ideología de la reacción, que entraña para el futuro peligros inabarcables. El que cree ver en todos los conflictos sociales y políticos solamente fenómenos condicionados por la raza, niega toda influencia reconciliadora de las ideas, toda comunidad del sentimiento ético, y en toda decisión debe echar mano a la fuerza bruta. En realidad, la teoría racista no es más que el culto a la violencia. La raza se convierte en fatalidad contra la que no cabe resistirse; de ahí que sea retórica ociosa toda apelación a los postulados de la humanidad, ya que no puede contener las leyes de la naturaleza. Esa superstición no es solamente un peligro duradero para las relaciones pacíficas de los pueblos entre sí, sino que sofoca también toda simpatía en el propio pueblo y desemboca lógicamente en un estado de la más brutal barbarie. Adónde conduce ese camino, nos lo muestra el escrito de Ernst Mann, Moral der Kraft, donde leemos:

Aun aquel que a consecuencia de su valentía en la lucha por el bien general se ha agenciado una grave lesión o enfermedad, tampoco tiene derecho a cargar como lastre sobre sus semejantes como invalido o enfermo. Si fue bastante valiente para poner su vida en juego en la lucha, debe poseer también la última valentía para terminar con el resto inútil de su vida. El suicidio es el único gesto heroico que queda a los enfermizos y a los débiles.

Así habríamos vuelto felizmente al nivel cultural de los papúas. Tales ideologías conducen a una perfecta brutalización e infieren heridas más grandes de lo que se imagina a todo sentimiento humano. La teoría racista es el leit-motiv de una nueva barbarie, que pone en peligro todos los valores espirituales y psíquicos de la cultura y amenaza sofocar la voz del espíritu por la voz de la sangre. Así se convierte la creencia racista en el derecho más brutal del puño contra la personalidad humana, en la negación indigna de toda justicia social. Como todo otro fatalismo, también el fatalismo racial significa la abdicación del espíritu, la degradación del hombre a simple receptáculo de sangre de la raza. Aplicada al concepto de la nación, demuestra la teoría racista que aquélla no es la comunidad de procedencia, como se sostiene tan a menudo; y al descomponer la nación en sus diversos integrantes, destruye los fundamentos de su existencia. Y si los partidarios de la nación, no obstante, se manifiestan hoy tan ruidosamente como los representantes de los intereses nacionales, se les puede, sin embargo, señalar las palabras de Grillparzer: El camino de la nueva formación va de la humanidad, a través de la nacionalidad, a la bestialidad.


Notas

(1) El conocido higienista racial de Munich, Max van Gruber, presidente de la Academia bávara de las ciencias y una de las cabezas dirigentes del movimiento racial de Alemania, por tanto un testimonio nada sospechoso, ha trazado el siguiente retrato de Hitler: Vi por primera vez a Hitler desde cerca, Rostro y cabeza de mala raza, mestizo. Bajo, frente hundida, nariz fea, mandíbulas anchas, ojos pequeños, cabello oscuro. Un corto bigote en cepillo, tan ancho solamente como la nariz, da a su rostro aspecto algo insolente. La expresión de la cara no es la de un jefe dotado con dominio de sí mismo, sino la de un emotivo desequilibrado. Reflejos repetidos de los músculos de la cara. Finalmente, una feliz satisfacción de si mismo. (Essener Volkswacht, 9 de noviembre de 1929).

(2) Dr. L. F. Clauss: Rasse una Seele; pág. 60. Munich, 1925.

(3) B. Springer: Die Blutmischung als Grundgesetz des Lebens, Berlín.

(4) L. F. Clauss: Rasse und Seele; pág. 118.

(5) Otto Hauser: Rasse und Kultur; pág. 69. Braunschweig.

(6) Othmar Spann: Zur Soziologie und Philosophie des Krieges; 1913.

(7) Tomamos este pasaje de la obra Rasse und Kultur, por Friedrich Hertz.

(8) Werner Sombart: Händler und Helden; Patriotische Dessinungen; pág. 143. Munich, 1915.

(9) Albrecht Wirth: Das Auf und Ab der Volker; pág. 84, Leipzig, 1920.

(10) Eugen Dühring: Die judenfrage als Frage der Rassenschädlichkeit für Exislens Sitie und Kultur der Völker. Véase también: Sache, Leben und Feinde.

(11) Otto Hauser: Die Germanen in Europa; pág. 112.

(12) A. Harrar: Rasse-Menschen van gestern und morgen; pág. 86, Leipzig.

(13) Die Germenen in Europa, pág. 149-50.

(14) Sache, Leben und Freinde; pág. 207.

(15) L. F. Clauss: Rasse und Seele; pág. 81.

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