Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO TERCERO

LA NACIÓN A LA LUZ DE LAS MODERNAS TEORÍAS RACIALES

Primera parte

SUMARIO

Investigación racial y doctrina de las razas.- Sobre la unidad de la especie humana.- Las supuestas razas originarias de Europa.- Sobre el concepto de raza.- El descubrimiento de los grupos emparentados y la raza.- Características físicas y cualidades espirituales.- Teoría de Gobineau de la desigualdad de las razas humanas.- Los arios.- La historia como lucha de razas.- Teorías de las razas y derecho de dominio.- Las teorías raciales de Chamberlain.- Chamberlain y Gobineau.- El germano como creador de todas las culturas.- Cristo de origen germánico.- El protestantismo como religión de raza.- Germanismo y judaísmo, polos opuestos.- Las aspiraciones políticas de Chamberlain.- Las teorías de Ludwig Woltmann.- Teoría racial y herencia.- Influencia del medio circundante.- Modernas teorias raciales.- El alma de la raza.- Las características raciales de los representantes alemanes de la cultura.- El poder de las cualidades adquiridas.- Hambre y amor.- Las razas en la guerra mundial.- La teoría nórdica.- Contradicciones de la moderna literatura racista.- Hombres e ideas a la luz de las teorías raciales.- Raza y poder.




A las concepciones ya expuestas sobre la esencia de la nación se ha agregado otra que se hace notar hoy de un modo ruidoso y ha encontrado numerosos partidarios en Alemania. Se trata de la Comunidad de la sangre, de la supuesta influencia de la raza en la formación de la nación y en sus dotes creadoras espirituales y culturales. Hay que distinguir claramente desde un comienzo entre las investigaciones científicas puras sobre la aparición de las razas y su naturaleza propia y las llamadas teorías raciales, cuyos portavoces se han propuesto descaradamente derivar, de supuestas o reales características físicas de la raza, un juicio de valor sobre las cualidades espirituales, morales y culturales de determinados grupos humanos. Semejante empresa es tanto más extravagante cuanto que no sólo no están claros hasta hoy para nosotros los detalles sobre la aparición de las razas, sino que también sobre la aparición del ser humano en general nos movemos en la obscuridad y simplemente podemos apoyarnos en algunas hipótesis, de las que no sabemos en qué grado corresponden o no a la realidad.

Por ejemplo, sobre la edad presunta de la especie humana no hay acuerdo alguno en los círculos científicos, y ha pasado mucho tiempo hasta que se osó emitir la opinión de que la primera aparición del hombre sobre la tierra debió ocurrir en la edad de hielo (período pleistoceno); sin embargo van en aumento las voces que opinan que su origen se puede remontar hasta el período terciario. También el problema de la región originaria del hombre está envuelto en las tinievlas y ha suscitado vivas diferencias de opinión entre los representantes más famosos de las ciencias naturales, que reaparecieron en primer plano en los últimos años a causa de los resultados de las expediciones de Cameron-Cable en Africa del Sur, y de las expediciones dirigidas por Roy Chapman Andrews en la Mogolia Exterior. Igualmente queda sin esclarecer el problema sobre si la aparición del hombre se ha verificado en un territorio determinado o la humanización tuvo lugar más o menos simultáneamente en diversas partes de la tierra. En otras palabras: si la especie humana proviene de un origen único y la diversidad de razas fue creada ulteriormente por las migraciones y los cambios en las condiciones externas de la vida, o si la diferencia de razas fue dada ya al comienzo por la diversidad de la procedencia. La mayoría de los investigadores sostiene todavía el punto de vista de la monogénesis y son de opinión que la humanidad se remonta a un origen común primario y las diferenciaciones raciales se produjeron después por las modificaciones del ambiente. También Darwin sostuvo esta concepción cuando dijo: Todas las razas humanas están tan infinitamente más cerca entre sí que de cualquier mono que me inclino a considerarlas a todas procedentes de una forma. Lo que hizo que representantes destacados de la ciencia se mantuvieran firmes hasta hoy sobre la unidad de la especie humana, fue principalmente la naturaleza del aparato óseo del hombre, determinante de toda la estructuración corporal, el cual en todas las razas humanas revela una asombrosa semejanza de constitución.

A todas estas dificultades se añade aún que no existe tampoco claridad sobre el concepto raza, lo que resulta del hecho de que se procede con bastante arbitrariedad en la división de las razas humanas existentes. Por mucho tiempo han bastado las cuatro razas de Linneo; luego introdujo Blumental una quinta raza, y Buffon una sexta, a los que siguieron Peschel con una séptima y d'Agassiz con una octava. Hasta que, finalmente, Haeckel habló de doce, Morton de veintidós y Crawford de sesenta, cifras que posteriormente casi se doblaron. De ahí que un investigador tan meritorio como Luschan pudiera sostener con razón que era tan imposible establecer la cifra de las razas existentes como mencionar el número de los idiomas en vigor, pues una raza no se podía diferenciar fácilmente de una variedad, como no se puede diferenciar un idioma de un dialecto. Si se coloca a un europeo del Norte junto a un negro y a un mogol típicos, inmediatamente se advierte la diferencia hasta por los profanos. Pero si se examinan las graduaciones innumerables de esas tres razas, se llega, al fin, a un punto en que no se puede decir con seguridad dónde termina una raza y dónde comienza la otra.

La palabra gótica reizza tenía propiamente sólo el significado de hendidura o línea (1). En este sentido penetró en la mayoría de los idiomas europeos, en los que poco a poco fue aplicada a la denominación de otras cosas, lo que aún se hace en la actualidad. En inglés se entiende por race no sólo un grupo humano o animal especial con determinadas características corporales hereditarias; la palabra es empleada también para designar una apuesta sobre velocidad, como, por ejemplo, una carrera de caballos, un instante, una fuerte corriente de agua y otras cosas más. En Francia esa palabra puesta al lado de otras recibió un sentido político, pues la relacionaron con la sucesión de las diversas dinastías, además de otros significados. Así se habló de los merovingios, carlovingios y capetos como de la primera, la segunda y la tercera raza. Una significación múltiple parecida tiene la palabra en español y en italiano. Después fue empleada preferentemente por los criadores de ganado, hasta que, al fin, se convirtió en palabra de moda de determinadas tendencias políticas. De modo que primero hemos debido habituarnos de a poco a ligar la palabra raza a una noción determinada, pero tan obscura en si que un antropólogo de la fama de F. von Luschan pudo decir: ... sí, la palabra misma, raza, ha perdido cada vez más en importancia y habría sido abandonada del todo si fuera posible suplantarla de algún modo por otra cualquiera menos ambigua.

Desde el descubrimiento de los famosos restos óseos humanos en la pequeña aldea de Neanderthal (1856), la investigación científica ha hecho al menos un centenar de hallazgos idénticos en diversas regiones de la tierra, todos atribuíbles ál período diluviano. Pero no hay que sobreestimar en modo alguno los conocimientos así adquridos, pues se ha tratado hasta aquí casi siempre de ejemplares aislados, con los que no se pueden establecer comparaciones seguras; además, los simples restos esqueléticos no nos dan noción del color de la piel, del cabello ni de la forma del rostro de aquellos hombres prehistóricos. De la formación craneana de los ejemplares humanos encontrados sólo parece destacarse una cosa con una cierta seguridad: que en esos hallazgos se trata por lo menos de tres variedades distintas que se han denominado según los lugares donde fueron encontrados los restos. Así se habla hoy de una raza de Neanderthal, de una raza de Aurignac y de una raza de Cro-Magnon. De éstas, la de Neanderthal parece haber sido la más primitiva, mientras la de Cro-Magnon, a juzgar tanto por su cráneo como por las herramientas encontradas, ha debido ser el fruto más desarrollado de la población europea de entonces.

Nadie sabe en qué relación han estado esas tres razas entre sí -si es que se trata de razas- ni de dónde han venido. Si los neanderthalenses proceden realmente de Africa y han emigrado a Europa, o si han poblado durante milenios grandes territorios del Continente, hasta que fueron desplazados por la raza de Aurignac inmigrada del Asia hace unos 40.000 años, como suponen Klaatsch y Heilbom; naturalmente, sobre eso sólo se puede hablar en base a hipótesis. Es igualmente problemático que el hombre de Cro-Magnon sea en realidad el resultado de una mezcla entre los neanderthalenses y los hombres de Aurignac, como se supone por algunos investigadores. Pero es enteramente erróneo querer derivar de esas tres razas fundamentales las actuales razas de Europa, pues no podemos saber absolutamente si se trataba en esas variedades de formas raciales originarias o no. Esto último es lo más probable.

Las razas puras no sólo faltan en Europa: no se encuentran tampoco entre las poblaciones llamadas salvajes, aun cuando éstas hayan hecho su hogar en las regiones más apartadas de la tierra, como, por ejemplo, los esquimales o los habitantes de Tierra del Fuego. Apenas se puede decir hoy si hubo o no razas originarias; al menos, el estado actual de nuestros conocimientos no nos autoriza a ciertas afirmaciones privadas de toda prueba tangible. De ahí se desprende que el concepto de raza no define nada firme e inmutable, sino algo en permanente circulación, en continuo cambio. Pero ante todo, hay que cuidarse, de confundir la raza con la especie, como lamentablemente ocurre tan a menudo en los actuales teóricos racistas. La raza es sólo un concepto de naturaleza biológica artificialmente creado; la ciencia se sirve de él como medio mnemotécnico para agrupar determinadas observaciones. Sólo la humamdad como conjunto constituye una unidad histórico-natural, una especie. De ello testimonia, en primera línea, la capacidad ilimitada de cruzamiento dentro de la especie humana. Toda relación sexual entre individuos de razas distintas es fecunda; lo mismo la de sus descendientes. Ese fenómeno es uno de los motivos más fuertes en favor del origen común de la especie humana.

Con el descubrimiento de los llamados grupos sanguíneos se creyó al principio acercarse al fondo del problema de la raza; pero también aquí vino la decepción en seguida. Cuando Karl Landsteiner consiguió establecer que los hombres se distinguen de acuerdo a tres grupos distintos de sangre, a los que Jansky y Moss agregaron un cuarto, creyeron algunos poder atribuir esa diversidad de la sangre, cuya comprobación era de la mayor importancia, especialmente para la ciencia médica, a la existencia de cuatro razas originarias. Pero se comprobó muy pronto que esos cuatro grupos de sangre se encuentran en todas las razas, aun cuando el grupo tercero aparece muy raramente entre los esquimales y los indios. Pero ante todo se demostró que un rubio dolicocéfalo, con todos los caracteres de la raza nórdica, puede pertenecer al mismo grupo de sangre que un negro de cabello rizado o un chino de ojos oblicuos. Para nuestros teóricos racistas, que hablan tanto sobre la voz de la sangre, indudablemente fue un hecho triste.

La mayoría de los teóricos racistas sostiene que los llamados caracteres raciales son cualidades hereditarias creadas por la naturaleza misma, que no son influidos por las condiciones externas dt vida y se transmiten sin modificaciones a la descendencia, siempre que en la reproducción intervenga una pareja racialmente afín. De ahí que la raza sea destino, fatalidad de la sangre a que nadie puede escapar. Por caracteres raciales se entiende principalmente la forma del cráneo, el color de la piel, la contextura especial y el color del cabello y de los ojos, la forma de la nariz y la talla corporal. Si esos caracteres son, en realidad, tan inmutables como quieren hacer creer nuestros teóricos racistas, si realmente sólo pueden ser modificados por cruzamiento de razas, o si el ambiente natural y social puede producir una modificación de los caracteres raciales puramente fisiológicos, es un capítulo que no está cerrado todavía para la ciencia.

Sobre cómo se produjeron los caracteres especiales de las diversas razas, al respecto sólo podemos hacer caba1as; sin embargo, todas las probabilidades dicen que han sido adquiridos, por un camino o por otro, a través de las modificaciones del ambiente natural, concepción defendida por los antropólogos más destacados. Conocemos ya toda una cantidad de hechos comprobados de los que resulta que los caracteres físicos raciales adoptan otras formas por la modificación de las condiciones externas de vida, y esos cambios son heredados por sus descendientes. En su magnífica obra Rasse und Kultur, habla Friedrich Hertz, entre otras cosas, de los ensayos de los investigadores Schloder y Pictet, que consiguieron, en moluscos o insectos, modificar de manera tan consistente, mediante el cambio del ambiente, el instinto de alimentación, el modo de depositar los huevos y de incubarlos, el instinto de la reproducción, ete., que las modificaciones se transmitieron por herencia, aunque las condiciones modificadas de vida fueron suprimidas después. Son conocidos también los ensayos que hizo el sabio americano Tower con el grillo del Colorado. Tower expuso el insecto a temperaturas más frías y consiguió que, por esas y otras influencias, se produjese un cambio de ciertos caracteres que pasaron luego a la descendencia.

E. Vater informa sobre las experiencias del antropólogo ruso Ivanovsky durante el período de hambre trienal en Rusia después de la guerra. Ivanovsky había procedido a mediciones en 2.114 hombres y mujeres de las más diversas partes del país, a distancias de medio año, de manera que cada individuo fue medido seis veces. Comprobó que la talla había disminuído por término medio de 4 a 5 centímetros, que la longitud periférica horizontal, así como los diámetros longitudinal y transversal de la cabeza se habían reducido y que el índice craneano se había modificado. En los rusos grandes había bajado, lo mismo que en los rusos pequeños y en los rusos blancos, syrianos, basquinos, calmucos y kirgises, mientras en los armenios, grusinios y tártaros de Crimea se había elevado, es decir, se había acrecido el porcentaje de los cabezas cortas. Además, el índice nasal se había vuelto menor. Según Ivanovsky, la inmutabilidad de los tipos antropológicos es una leyenda (2).

Cambio de la alimentación y del clima, inHucncia de altas temperaturas, gran humedad, etc., tienen por consecuencia, sin duda alguna, modificaciones de ciertos caracteres físicos. El antropólogo americano F. Boas pudo demostrar que la forma del cráneo en los descendientes de los europeos inmigrados manifiesta un cambio considerable, de tal manera que, por ejemplo, los descendientes de los judíos orientales braquicéfalos se han vuelto dolicocéfalos, y los sicilianos dolicocéfalos se han vuelto braquicéfalos; es decir, la forma craneana tiende a una cierta forma media (3). Ese resnliado es tanto más significativo por tratarse de una modificación de caracteres corporales, que sólo se puede explicar por influencias externas sobre la llamada unidad hereditaria de la raza. De importancia especial y todavía inabarcable en sus efectos son los resultados que se han conseguido en los últimos años por las influencias de los rayos Rontgen y catódicos. Experimentos como los hechos en la Universidad de Texas por el profesor I. H. Miller, condujeron a resultados que hacen prever una revolución completa en el dominio de las teorías de la herencia, porque no sólo han probado que son posibles intervenciones artificiales en la vida de la masa hereditaria y, en consecuencia, un cambio consiguiente de los caracteres raciales, sino que también se puede lograr artificialmente, con tales experimentos, la producción de nuevas razas.

De todo esto se desprende que los caracteres físicos no son absolutamente inmutables y que un cambio de los mismos es posible aun sin un cruce de razas. Por eso, es tanto más monstruoso deducir de los rasgos puramente físicos las cualidades psíquicas y espirituales, derivando de ellos un juicio moral de valor. Ya Linneo había tenido en cuenta también los factores morales en sus intentos de elaborar una clasificación de las razas humanas, cuando dijo:

El americano es rojizo, colérico, enjuto; el europeo, blanco, sanguíneo, entrado en carnes; el asiático, amarillo, melancólico, obstinado; el africano, negro, flemático, reposado. El amerícano, es tenaz, satisfecho, libre;. el europeo, ágil, rapaz, de inventiva; el asiático, cruel, amante del boato, codicioso; el africano, perspicaz, perezoso, indiferente. El americano está cubierto de tatuajes y gobernado por costumbres; el europeo está cubierto de ropas a medida y gobernado por leyes; el asiático está envuelto en túnicas blancas y gobernado por opiniones; el africano está untado de aceite y gobernado por el capricho.

Pero Linneo no perseguía propósitos políticos con su esquema. Ya la ingenuidad de deducir de tatuajes, vestidos y cuerpos ungidos las formas de gobierno, prueba lo inofensivo de su ensayo. Pero por extrañas que nos parezcan hoy las interpretaciones del naturalista sueco, no tenemos ningún derecho a sonreír por eso, frente al hecho vergonzoso de que en los dos últimos decenios ha caído sobre nosotros todo un diluvio de una llamada literatura racista que no supo ofrecer nada mejor que lo que Linneo presentó hace doscientos años. Pues cuando el sabio sueco relacionó los tatuajes, los vestidos y los cuerpos ungidos con las formas de gobierno, la cosa no era tan grave como cuando hoy se pretende derivar la capacidad cultural, el carácter y la idiosincrasia moral y espiritual de ciertas razas del color de la piel, de la prominencia nasal o de la forma del cráneo.

El primero que intentó explicar el flujo y reflujo de los pueblos en la historia como un juego de las contradicciones raciales, fue el conde francés Arthur de Gobineau. Gobineau, que en su carrera diplomática había visto algunos países lejanos, era escritor bastante fecundo; pero aquí nos interesa su obra principal: Essai sur l'inégalité des races humaines, que apareció por primera vez en 1855. Según sus propios datos, la revolución parisiense de febrero de 1848 le dió el primer impulso para la formulacion de sus ideas. Vió en los acontecimientos revolucionarios de aquel tiempo solamente la consecuencia inevitable de la gran transformación de 1789-94, bajo cuyas convulsiones cayó en ruinas el mundo feudal. Sobre las causas de ese derrumbamiento se había formado un juicio propio. Para él la Revolución francesa no era otra cosa que la sublevación de la mezcla racial celtorromana que había vivido siempre en dependencia espiritual y económica, contra la casta dominadora franconormanda. De esa casta eran, según Gobineau, los descendientes de aquellos conquistadores nórdicos que habían invadido un día el país y sometido a su dominio la población celtorromana. Fue la raza de ojos claros, de cabello rubio y de alta talla, que constituía para Gobineau la encarnación de toda perfección espiritual y física, cuya inteligencia sobresaliente y fuerza de voluntad le dieron, por sí mismas, el papel a que, según su concepción, estaba llamada en la historia.

Esa idea no era enteramente nueva. Mucho antes del estallido de la Revolución francesa, ya hacía de las suyas en las cabezas de la aristocracia. Así sostenía Menri de Boulainvilliers (1658-1722), autor de algunos trabajos históricos, pero publicados después de su muerte, que la nobleza francesa procedía de la casta señorial de los conquistadores germánicos, mientras que la gran masa de la burguesía y del campesinado habían de ser considerados como descendientes de la raza subyugada de los celtas y los romanos. Boulainvilliers trató de justificar, de acuerdo con esa tesis, todos los privilegios de la nobleza, tanto ante el pueblo como ante el rey, exigiendo para su clase el derecho a tener siempre en sus manos el gobierno del país. Gobineau tomó esa tesis, pero la ensanchó considerablemente aplicándola a la entera historia humana. Pero como creía -según dijo él mismo una vez- sólo en aquello que le parecía creíble, no pudo menos de llegar a las construcciones más atrevidas.

De igual modo que sostuvo en su tiempo Joseph de Maistre que todavía no había tropezado nunca con un ser humano, sino siempre con franceses, alemanes, italianos, etc., así dijo también Gobineau que el hombre ideal sólo existía en las mentes de los filósofos. En realidad el ser humano es solamente la expresión de la raza a que pertenece; pues la voz de la sangre es voz del destino a que ningún pueblo puede substraerse. Ni el ambiente climático ni las condiciones sociales de vida tienen una influencia digna de mención sobre la fuerza creadora de los pueblos. La fuerza motriz de toda cultura es la raza, ante todo la raza aria, que aun en las condiciones externas más desfavorables es capaz de producir algo grande, siempre que eluda la conexión con elementos raciales inferiores. Siguiendo la división del investigador francés Cuvier, distingue Gobineau tres grandes unidades raciales: la raza blanca, la negra y la amarilla. Cada una de esas tres razas representa un ensayo especial de Dios en la producción del ser humano: Dios habría comenzado con el negro, y finalmente formó el blanco a su propia imagen. Entre estas tres grandes unidades raciales no existe ningún parentesco interno, pues tienen diversa procedencia. Un parentesco sólo tiene lugar mediante el cruzamiento de razas. Todo lo que existe fuera de aquellas tres razas básicas es mezcla, o, como dice Gobineau, mestizaje, formado por las relaciones entre blancos, negros y amarillos.

Se comprende que, según Gobineau, la raza blanca ha superado con mucho, en todas las cosas, a las otras dos. Es una raza noble en el mejor sentido, pues aparte de su belleza física, posee también las cualidades psíquicas y espirituales más destacadas, ante todo la profundidad espiritual, la capacidad de organización y muy especialmente el impulso interior del conquistador, que falta enteramente al negro y al amarillo, y que es lo único que da al ario la fuerza para actuar en la historia como fundador de grandes Estados y civilizaciones.

Gobineau distingue diez grandes períodos culturales en la historia, que abarcan todas las épocas importantes de la civilización humana, y que hemos de agradecer exclusivamente a la actuación de la raza aria. La aparición, desarrollo y decadencia de las grandes épocas de la cultura constituyen, según su manera de ver, el contenido de toda la historia humana, en el cual la civilización y degeneración son los dos polos en torno a los cuales gira todo el proceso. Gobineau, a quien era totalmente extraño el pensamiento de un desarrollo orgánico, intentó explicar el ascenso y la decadencia de las grandes civilizaciones por la degeneración de la raza, es decir, de la raza de los amos; pues para él la gran masa de elementos inferiores que constituye la gran mayoría de todo Estado, sólo existe para ser gobernada en su bien por los conquistadores racialmente puros. Todas las modificaciones de las condiciones e instituciones sociales son atribuibles simplemente a las modificaciones de la raza. La decadencia de un imperio y de una cultura se produce cuando afluye un gran caudal de sangre extraña en las filas de la casta dominadora. De esa manera surge, no sólo una modificación de los caracteres raciales externos, sino también un cambio en las aspiraciones psicológicas y espirituales de la raza señorial, que lleva a su decadencia rápida o gradual. En esa descomposición interna de la noble raza encuentra su última y definitiva explicación la decadencia de todas las grandes culturas.

Cuanto más fuertemente están representados los elementos de la raza blanca originaria en la sangre de un pueblo, tanto más se distingue su actuación cultural, tanto mayores son sus energías creadoras de Estados, mientras una afluencia demasiado intensa de sangre negra o mogólica socava las cualidades creadoras de cultura de la vieja raza, empujando a ésta, poco a poco, hacia la disolución interna. En oposición a Chamberlain y a la mayoría de los sostenedores de las modernas teorías racistas, Gobineau era enteramente pesimista en sus previsiones. No podía librarse de la convicción que la raza germánica, esa última floración de la raíz aria, como la llamaba, en cuyas venas circulaba aún la sangre de la raza originaria, se encaminaba a la ruina inevitable. La gran difusión de las ideas republicanas y democráticas le pareció un signo inconfundible de descomposición interna; caracterizaba el triunfo del mestizaje sobre la noble raza aria. Pues segÚn Gobineau, sólo la monarquía estaba capacitada para producir algo duradero, ya que llevaba en sí misma la ley fundamental de su existencia, mientras la democracia depende siempre de fuerzas externas, y por esta razón no puede crear nada trascendental. Sólo la sangre degenerada de la raza mestiza clama por la democracia y la revoluctón. En este punto se aproxima Gobineau a las concepciones de Joseph de Maistre, el abanderado espiritual de la reacción, con quien tiene otras cosas de común; por ejemplo, la deformación escandalosa de los hechos históricos y la ingenuidad apenas concebible de las interpretaciones ideales. Sólo que De Maistre veía en el protestantismo el origen de todo mal, lo que al fin de cuentas equivalía a lo mismo, pues la democracia era para Gobineau solo una variante política del protestantismo.

En un punto se diferencia Gobineau considerablemente de todos los representantes ulteriores de las doctrinas racistas: no tenía ninguna comprensión de las aspiraciones nacionalistas y definía con manifiesta hostilidad el concepto de patria. En su repugnancia contra todo lo que, de un modo u otro, recordaba la democracia, no era posible ninguna otra actitud. Pues la idea de patria y de nación había recibido de la Revolución francesa aquel sello especial que hoy le es propio. Eso le bastaba a Gobineau para ridiculizar la patria como una monstruosidad canaanita, que la raza aria había recibido, contra su voluntad, de los semitas. Mientras el helenismo era ario, la idea de la patria fue totalmente extraña a los griegos. Pero cuando prosperó cada vez más la mezcla de sangre con los semitas, la monarquía tuvo que ceder el puesto a la República. El elemento semita impulsaba al absolutismo, como se expresó Gobineau; pero la sangre aria, que siguió viviendo aún en la raza cruzada de los griegos posteriores, se resistió al despotismo personal corriente en Asia, y llegó lógicamente al despotismo de una idea: la idea de la patria.

En este punto es Gobineau del todo consecuente: su noción de patria es el resultado inmediato y conscientemente sentido de su teoría racial. Si la nación fuese en realidad una comunidad de origen, una unidad racial, actuaría el instinto racial como el ligamento más fuerte en ella. Pero si se compone de los elementos raciales más diversos -un hecho que ningún teórico racista se atreve a negar- entonces la idea de la raza tiene que obrar sobre el concepto de nación como pólvora explosiva y convertir en ruinas sus más sólidos cimientos. Más inteligente y de fantasía más fecunda que todos sus sucesores, Gobineau había reconocido claramente la oposición entre raza y nación, y trazó una línea divisoria entre los estratos dirigentes de la nación, de raza pura, y el mestizaje de las grandes masas, que nuestros teóricos racistas de fondo nacionalista se esfuerzan en vano por superar. El pensamiento de que los grandes estratos de la nación no son más que ilotas sin otra misión que someterse al imperativo de una casta privilegiada destinada por su sangre para dominar, es realmente el mayor peligro para la unión nacional.

Los admiradores de Gobineau han querido explicar la carencia de patria de su maestro con aquello de que en su imaginación se creó una patria ideal correspondiente a sus más íntimos sentimientos y que de esa manera reflejaba la necesidad pauiótica que dehe existir en cada uno. Pero esa explicación no tiene ningún valor. Si el hombre puede crearse arbitrariamente la ficción de una patria ideal, eso no demuestra sino que las nociones de patria y nación son también conceptos ficticios inyectados en la cabeza del individuo y que pueden en todo momento ser desplazados por otras ficciones. Gobíneau era un adversario fanático de la igualdad de los derechos humanos; de ahí que le pareciese la revolución como una profanación del orden establecido por Dios. Toda su ideologla racial era sólo el resultado de un profundo deseo: infundir a los hombres la fe en la inmutabilidad de la desigualdad social. Así como Malthus explicó al superfluo que la mesa de la vida no está cubierta para todos, quiso Gobineau probar al mundo que la servidumbre de las grandes masas es fatal y equivale a una ley de la naturaleza. Sólo cuando los instintos de la mezcla racial inferior comienzan a actuar en la sangre de la casta dirigente, surge la fe en la igualdad de todo lo que lleva rostro humano. Para Gobineau esa fe no era, sin embargo, más que una ilusión, que tenía que conducir ineludiblemente a la descomposición completa de todo orden social.

Mientras que Gobineau en su país nativo ha carecido de todo prestigio y hasta sus obras puramente literarias fueron allí menos estimadas de lo que merecían, tuvo en cambio gran influencia en el desarrollo del pensamiento racista, especialmente en Alemania. Por sus relaciones con Richard Wagner, en cuya casa lo conoció también Schemann, biógrafo alemán y traductor de Gobineau, se constituyó después la llamada Sociedad Gobineau, que se preocupó de la difusión de sus obras sobre las razas y actuó en todo dentro del espíritu del francés dotado de rica fantasía, a quien, a pesar de toda su insuficiencia científica, no se le puede negar una cierta grandeza, de que carecen por completo sus sucesores.

Una influencia mucho mayor que Gobineau la tuv el inglés Houston Stuart Chamberlain en el desenvolvimiento de la teoría racial en Alemania, y fuera de ella; su obra Los fundamentos del siglo XIX (1899) encontró bastante difusión. Chamberlain disfrutaba del beneplácito de Guillermo II, a quien supo catequizar por el lado más sensible. Comparó su gobiemo con un lucero naciente y le extendió un testimonio de que era sobre todo el primer Emperador. Para esas ruines adulaciones tenía un oído muy sensible el castellano de Doorn y de tal manera, por orden superior, se hizo figurar a Chamberlain en las filas de los grandes hombres de su tiempo. Los Fundamentos encontraron un vasto mercado en las castas gobernantes de Alemania. Para asegurar a la obra una difusión lo más amplia posible, fue fundado un fondo especial; el emperador en persona la protegió y hacía llegar la obra a algunas bibliotecas privadas y urbanas y a todas las esencias del Imperio. Según los malévolos comentarios de Bülow, Guillermo leía capítulos enteros del libro a sus damas de la Corte, hasta que se quedaban dormidas.

Por lo general se ve en Chamberlain sólo al perfeccionador de la teoría racista de Gobineau, en lo cual no se deja de acentuar expresamente su superioridad intelectual. Nunca se reaccionará bastante enérgicamente contra tal criterio. Chamberlain fue sólo el aprovechador de Gobineau; sus Fundamentos no habrían sido imaginables sin él. Nadie que compare seriamente las dos obras puede negarse a esa comprobación. Chamberlain había conocido la filosofía histórica racial de Gobineau en casa de su suegro Richard Wagner y la utilizó, en sus rasgos esenciales, para su propia obra.

Acerca de lo que es propiamente raza nada sabemos por Chamberlain, ni por Gobineau. Chamberlain es el místico más acabado del pensamiento racista, que cristaliza en una mitología racial crédulamente interpretada. Los caracteres externos, tales como la forma craneana, la calidad y color del cabello, de la piel, de los ojos, ete., sólo tienen para él una significación condicional; tampoco el idioma es decisivo. Lo decisivo es simplemente el sentimiento instintivo de solidaridad que se anuncia por la voz de la sangre. Ese sentimiento de la raza en el propio seno, que de cualquier modo no se somete a ningún control, y que no se puede concebir científicamente, está en el fondo de todo lo que Chamberlain tiene que decirnos sobre la raza.

Como Gobineau, también Chamberlain ve en todo gran período cultural un resultado indiscutible del espíritu germánico y se apropia con fría naturalidad del patrimonio cultural de todos los pueblos y de todos los grandes espíritus que ha producido la humanidad para su raza noble. Los germanos son la sal de la tierra, pues están provistos por la naturaleza misma de las cualidades espirituales y psicológicas que les destinan a ser amos del mundo. Ese supuesto destino histórico de los germanos se desprende tan claramente, para el autor de los Fundamentos, de toda la historia hasta ahora conocida, que toda duda al respecto debe desvanecerse. Pues fueron germanos los que han jugado un papel preponderante como casta dirigente en pueblos no germánicos como los franceses, italianos, españoles, rusos, etc. Sólo a su influencia hay que agradecer el hecho de que en dichos pueblos se haya podido desarrollar una cultura. También las grandes culturas del Oriente han nacido de esa manera; crecieron bajo la influencia de la sangre germánica hasta una altura insospechada y sucumbieron cuando, a causa de la mezcla con razas inferiores, cedió la tensión espiritual y se apagó en la casta dominante decadente la voluntad de poder.

Que el cruce de razas puede ser beneficioso para el desenvolvimiento cultural no lo pone en duda tampoco Chamberlain, siempre que se trate de la mezcla de razas afines; pues una raza noble se gesta tan sólo poco a poco por la mezcla con razas más o menos equivalentes. Aquí está el punto en que se separa la concepción de Chamberlain de la de Gobineau. Para Gobineau la raza está en el comienzo de toda historia humana. Posee sus caracteres espirituales y físicos determinados, que se transmiten por herencia, y que pueden sufrir un cambio sólo por el cruzamiento con otras razas. Y como estaba convencido de que la sangre de la raza noble se había desvalorizado cada vez más, por cruzamientos con los elementos raciales negros y amarillos en el curso de los milenios, y había perdido sus preciosas cualidades, miraba hacia el futuro con preocupación. Chamberlain, para quien no pasaron inadvertidas las teorías darwinianas, no veía en la raza un punto de partida, sino un resultado de la evolución. Según su manera de ver, aparece la raza por selección natural en la lucha por la existencia, que extirpa a los ineptos y sólo deja en pie a los fuertes, a los individuos más capacitados para la reproducción de la especie. Por eso es la raza el resultado final de un proceso continuo de separación de una especie afin.

Pero si la raza es un resultado y no el punto de partida de la evolución, entonces la aparición de las razas nobles está garantizada también por el porvenir, siempre que la capa superior dominante de una nación comprenda las lecciones de la historia y eluda el caos racial amenazante por medio de una higiene racial correspondiente. Para fortalecer su afirmación menciona Chamberlain las experiencias del ganadero y nos muestra cómo se produce una raza noble de caballos, de perros o de cerdos; en lo cual se olvida de lo esencial, es decir, que los cruzamientos de las razas humanas se han opetado en el curso de los milenios en condiciones muy diversas a como se verifican los llamados ensayos de ennoblecimiento en los establos del ganadero. Para Gobineau era una realidad la frase: al comienzo era la raza. Por eso la nación no significaba para él nada; la idea de la patria le parecía una invención astuta del espíritu semítico. Chamberlain, que creía en la posibilidad de crear una raza noble, quería educar a la nación para la pureza racial. Y como la nación alemana le pareció la más ápropiada para ese fin, porque, según su aserto, circulaba todavía en sus venas, en máximo grado, la sangre germánica, el teutón se convirtió para él en vehículo del porvenir.

Después de haber provisto Chamberlain a los nobles germanos con todas las excelencias físicas; espirituales y psicológicas imaginables, de un modo verdaderamente grandioso, a los pueblos de otra procedencia no les quedaba más salida que la de someterse incondicionalmente a la orgullosa raza soberana y vegetar a la sombra de su grandeza omnimoda. Estos pueblos no son más que abonos culturales de la historia; tanto peor para ellos si no lo quieren comprender.

Según Chamberlain, la oposición entre romanos y germanos constituye todo el contenido de la historia moderna. Y como el mundo romano que ha surgido del gran caos étnico se comprometió en las buenas y en las malas, tenía que comprometerse con las aspiraciones materialistas de la Iglesia cat6lica, pues la voz de la sangre no le permitía otra alternativa, así el protestantismo se convierte para él en la gran gesta de la cultura germánica. Pero el alemán es el instrumento más calificado de la misión protestante, por la cual recibe el cristianismo su verdadero contenido. El que los cristianos hayan elegido precisamente al judío Jesús para la salvación, era ciertamente amargo; pero no se podía ya volver atrás en ese punto. Ahora bien: en los Evangelios, ¿no está escrito que Cristo había visto la luz en Galilea? Y de inmediato interviene en Chamberlain el instinto de la raza y le hace decir que, precisamente en aquella parte de Palestina, tuvieron lugar grandes cruzamientos de razas y ante todo que en Galilea se habían establecido tribus germánicas. ¿No se podia suponer que Cristo ha sido germano? Pues era increíble que del judaísmo infectado de materialismo pudiera brotar una doctrina cuya escncia moral es completamente opuesta al espíritu judío.

Charnberlain manifestaba una repulsión realmente morbosa contra todo lo judío. Llegó hasta persuadir a sus lectores crédulos de que un niño germánico, cuyos sentidos no han sido corrompidos, y que no esté todavía perturbado por los prejuicios de los adultos, siente instintivamente cuándo hay un judío en su proximidad. Sin embargo, no pudo menos de expresarse del mejor modo en favor de los judíos españoles, los llamados sefarditas, mientras que todo desprecio era poco para los aschkenasim, los judíos de los países nórdicos. Ciertamente, su preferencia por los sefarditas se basaba en la presunción de que éstos fueron, en realidad, godos que se habían convertido en gran número al judaísmo, una revelación que fue hecha ulteriormente por el gran virtuoso de las afirmaciones no probadas, pues únicamente se encuentra en la tercera edición de su libro. Continúa siendo misterio incomprensible cómo los godos, legítimos descendientes del noble tronco del germanismo, a pesar de su disposición mística y de su sentido innato para la profundización religiosa, que, según Chamberlain, son patrimonio hereditario de su raza, pudieron echarse en brazos del judaísmo materialista con su muerto ritual, su obediencia esclava, su dios despótico. En este caso ha debido fracasar completamente la raza en el propio seno; de otro modo no se puede explicar este hecho inaudito. Afirmaciones semejantes abundan en la obra de Chamberlain sobre las razas. Seguramente no hay otro libro que pueda compararse a éste por la deficiencia sin ejemplo del material empleado y por el juego atrevido con suposiciones hueras de la naturaleza más extrema. Al respecto están de acuerdo no sólo los adversarios, sino también los partidarios declarados de la teoría racial, como Albrecht Wirth, Eugen Kretzer y algunos otros. Hasta un representante tan complaciente de la teoría racial como Otto Hauser dice de la obra de Chamberlain: Los Fundamentos del siglo XIX, tan privados a menudo de fundamentos reales ... (4).

Como Gobineau, también Chamberlain es un adversario fanático de todas las ideas liberales y democráticas, y ve en ellas simplemente un peligro dirigido contra el germanismo. Para él la libertad y la igualdad son conceptos que se excluyen mutuamente; el que quiere la igualdad, tiene que sacrificar a ella la personalidad, que es la única que puede servir de cimiento a la libertad. Pero incluso la libertad de Chamberlain es de naturaleza singular. Es la libertad que el Estado sólo puede defender a condición de que sea él quien trace sus límites. El hombre no es libre porque se le concedan derechos políticos; más bien se le deben conceder derechos políticos por el Estado cuando se siente interiormente pleno de la libertad; de lo contrario esos supuestos derechos servirán sólo para el abuso de otros (5).

Esa manifestación demuestra que Chamberlain no había comprendido en absoluto la esencia de la libertad ni la del Estado. ¿Cómo se le ocurrió eso? La creencia en el destino es exactamente lo opuesto al concepto de la libertad; pero ninguna creencia en el destino lleva tanto el signo de Caín de su opinión antilibertaria como el fatalismo de la raza. El concepto de Chamberlain sohre la libertad es el del filisteo satisfecho para quien el orden es el priner deber del ciudadano, y del que toma sus derechos según se los discrimina el Estado. Ante una libertad como ésa no ha temblado todavía ningún déspota; pero todo adarme de derecho que el hombre ha debido conquistar en lucha abierta contra la tiranía de lo tradicional, hizo brotar el sudor del miedo en la frente de los tiranos. La libertad interior de Chamberlain no es más que una palabra vacía; sólo donde el sentimiento interior de la libertad se transforma en acción salvadora, tiene un hogar efectivo el espíritu de libertad ... El que queda enredado en naturaleza y fuerza y materia -si es sincero- debe dejar marchar la libertad, dice Chamberlain. Pero nosotros pensamos que el que no se esfuerza continuamente por transformar la libertad en fuerza y materia, ha de permanecer esclavo para todos los tiempos. Un concepto abstracto de la libertad, que no puede empujar a sus representantes a la lucha por sus derechos, se parece a la mujer a quien la naturaleza rehuyó el don de la fecundidad. El concepto de la libertad de Chamberlain es la ilusión de la impotencia, una astuta versión deformada del sentimiento interno de servidumbre, incapaz de acción alguna. Íbsen tenía una noción muy distinta de la libertad cuando decía:

No podré nunca ser de aquellos que consideran la libertad como equivalente a libertad política. Lo que ellos llaman libertad, lo llamo yo libertades; y lo que yo llamo lucha por la libertad no es otra cosa que la constante, viva apropiación de la idea de libertad. El que posee la libertad de otro modo que como algo a que se aspira, la concibe muerta y sin espíritu, pues el concepto de la libertad tiene la cualidad de ensancharse continuamente durante la apropiación. Y cuando sucede que alguien, durante la lucha, se detiene y dice: ¡ahora la tengo!, sólo pone de relieve que la ha perdido. Pero precisamente ese género -una visión estática de la libertad- es característico de las asociaciones estatales; y a eso me he referido cuando dije que no es nada bueno (6).

Chamberlain no se ha detenido nunca en el camino de la libertad, porque no se ha encontrado jamás en ese camino. Su crítica a la democracia se hunde en el pasado; es el hombre de lo retrospectivo, para quien es odioso todo resultado de la revolución sólo porque lleva marcado el sello de su origen revolucionario. Lo que hoy se llama democracia no puede ser superado más que por fuerzas que no arraiguen en el pasado, sino en el futuro. No está la salvación en lo que ha sido, sino en el continuo ensanchamiento del concepto de la libertad y de su aplicación social. Tampoco la democracia ha superado la voluntad de poder, porque estaba encadenada al Estado y no se atrevió a tocar los privilegios de los propietarios. Chamberlain no miraba hacia el futuro; su mirada estaba inflexiblemente dirigida al pasado. Por eso rechazaba incluso la monarquía constitucional como extraña al espíritu germánico y sostenía la idea de una realeza absoluta sobre un pueblo libre, naturalmente, según él se lo imaginaba bajo ese concepto. Era uno de los impertérritos que se resistieron hasta lo último a toda limitación del poder monárquico en Prusia, y como todos sus antecesores y sucesores en las teorías del racismo, estaba con ambos pies en el campo de la franca reacción social y política.

Sería lógico suponer que una obra como los Fundamentos, que no ofrece el menor punto de apoyo para una convicción seria, que no toma en consideración ni las condiciones sociales ni el lento proceso de los esfuerzos espirituales, y en que sólo se manifiesta propiamente la virulenta arbitrariedad del autor, habría debido frustrarse en sus absurdas contradicciones. Lejos de eso. Fue como una revelación directa para las castas gobernantes de Alemania. Tan fuerte fue el deslumbramiento producido por esa obra, que el ex Kaiser pudo escribir aím en sus Memorias:

El germanismo, en toda su magnificencia, ha sido tan sólo explicado y predicado al asombrado pueblo alemán por Chamberlain, en sus Fundamentos del siglo XIX. Pero sín éxito, como demuestra el derrumbamiento del pueblo alemán.

El que el destronado representante de la gracia divina en la tierra haga todavía responsable al pueblo alemán del derrumbamiento, es una revelación tan sabrosa del magnífico espíritu germánico como el triste papel de aquellos que habían lisonjeado con servilismo rastrero al necio desatado como emperador de los romanos, para darle un puntapié y difamarlo incluso como descendiente de judíos después de su caída.

Lo que Chamberlain había comenzado tan magníficamente fue continuado por hombres como Woltmann, Hauser, Günther, Clauss, Madison Grant, Rosenberg y muchos otros en el mismo espíritu. Woltmann, el ex marxista y ex socialdemócrata, que un buen día abandonó la lucha de clases y se convirtió a la lucha de razas, procuró aportar la prueba histórica de lo que Gobineau y Chamberlain habían sostenido sobre el origen y el carácter de las culturas extranjeras. Para ese fin reunió un material enorme, del que debía concluirse que todas las personalidades destacadas en la historia cultural de Francia e Italia han sido de procedencia germánica. Para llegar a ese resultado examinó algunos centenares de retratos de personalidades del período del Renacimiento, de acuerdo con sus caracteres raciales germánicos, para anunciar al mundo estupefacto que la mayoría de ellos tenían el cabello rubio y los ojos azules. Woltmann estaba poseído por la obsesión de la teoría rubio-azul y caía de nuevo en éxtasis cada vez que creía haber descubierto un nuevo ejemplar de esa especie (7).

Se pregunta uno a menudo qué es lo que prueban esas afirmaciones. Nadie ha puesto aún en duda que en Francia y en Italia existen elementos raciales germánicos. Ambos pueblos están mezclados racialmente tanto como los alemanes, como todos los demás pueblos de Europa. Francia e Italia han sido invadidas repetidamente por tribus germánicas, del mismo modo que olas de tribus eslavas, celtas y romanas han invadido a Alemania. Pero hasta qué punto, en qué grado es determinada la cultura de un pueblo por la raza, es un problema al que ninguna ciencia ha podido encontrar todavía y probablemente no encuentre una respuesta. Estamos reducidos aquí simplemente a suposiciones que no pueden ponerse en el lugar de los hechos reales. No sabemos siquiera algo fijo sobre las causas de la aparición de los rasgos raciales tan puramente externos como el color del cabello, de los ojos, etc.

Además, todo el diagnóstico por el retrato, de Woltmann y de su sucesor Otto Hauser, no tiene valor alguno, pues es el medio menos digno de crédito que podía buscarse para la comprobación de determinados signos característicos. En los libros de retratos de nuestros astrólogos raciales están muy bien tales pruebas y llenan incluso allí su cometido; pero para el investigador serio apenas si ofrecen algún punto de apoyo. La obra del artista no es una fotografía que nos refleje fielmente lo que es. Ha de estimarse en primera línea como una reproducción de lo que el artista ve con sus ojos interiores. La figura interior que tiene el artista por delante, y sin la cual no se produciría nunca una obra de arte, afecta no raramente, en alta medida, la identidad de la obra con el original. También aquí cumple un importante papel el estilo personal y la escuela a que el artista pertenece. ¿A qué investigador sensato se le podría ocurrir averiguar, por los retratos de los actuales cubistas y futuristas, los caracteres de la raza a que alguien pertenece? Aparte del hecho de que los mismos retratos que debieron servir a Woltmann como documentos del origen germánico de la cultura francesa e italiana, ofrecen a otros representantes de la idea racista motivos para conclusiones muy distintas. Por ejemplo Albrecht Wirth, que cree reconocer en la raza el factor decisivo del desenvolvimiento histórico, escribe en su obra Rasse und Volk:

Por un error singular de obsecación, Woltmann y sus partidarios descubrieron en tantos genios y talentos de Italia y de Francia rasgos germánicos. Para ojos imparciales, los retratos que Woltmann agregó como explicación muestran precisamente lo contrario: tipos baskiros, mediterráneos y negros.

En realidad, en la larga galería de retratos que cita Woltmann para fortificar ante el mundo su tesis, apenas hay un tipo que pueda pasar por representante legítimo de la raza germánica. En cada uno de ellos están más o menos marcados los caracteres innegables del mestizaje. Si de las investigaciones de Woltmann y Hauser se pudiera derivar una ley de la historia, sólo podría ser ésta y ninguna otra: la pureza de raza debilita paulatinamente la fuerza espiritual y tiene por consecuencia la lenta decadencia, mientras el cruce de razas inyecta nuevas energías vitales en la capacidad cultural, favoreciendo la aparición de personalidades geniales. Lo mismo puede aplicarse a nuestros representantes alemanes de la cultura, y Max van Gruber dijo no sin razón:

Y cuando examinamos las características físicas de nuestros más grandes hombres en cnanto a su pertenencia racial, encontramos; es verdad, en muchos, caracteres nórdicos; pero en casi ninguno exclusivamente nórdicos. La primera ojeada muestra al entendido que ni Federico el Grande, ni e1 barón von Stein, ni Bismarck fueron nórdicos puros; de Lutero, Melanchton, Leibnitz, Kant, Schopenhauer puede decirse lo mismo, e igualmente de Liebig, Julius Robert Mayer y Helmholtz, de Goerhe, Schiller y Grillpatzer, de Durero, Menzel y Feuerbach y también, por cierto de los más grandes genios de la más alemana de todas las artes, la música de Bach y Gluck y Hyden hasta Brukner. Todos eran mestizos; lo mismo se puede asegurar de los grandes italianos. Miguel Angel y galileo no eran seguramente, si lo eran algo, n+ordicos puros. A las cualidades de los nórdicos han tenido que agregarse al parecer ingredientes de otras razas para producir la felíz composición de cualidades (8).

Puede sostener Wokmann incluso que Dante, Rafael, Lutero y otros, han sido genios, no porque eran mestizos, sino a pesar de ello y que sus cualidades eeniales eran la parte heredada de la raza germánica; pero eso no es más que retórica estéril mientras no se consiga establecer la influencia de la raza en las cualidades psíquicas del hombre y fundamentar esa influencia de una manera científica. Con la misma lógica se podría sostener que lo genial en hombres como Lutero, Goethe, Kant o Beethoven se puede atribuir a la mezcla de sangre alpina u oriental. Con ello no se habría probado nada, pero el mundo se habría enriquecido con una afirmación más. En realidad, durante la guerra se encontraron realmente del otro lado de los Vosgos, hombres como Paul Souday y otros que sostenían que todas las personalidades verdaderamente grandes que ha producido Alemania habían sido de origen celta y no germánico. ¿Por qué no?

Los novísimos representantes de las llamadas teorías racistas se esfuerzan cuanto pueden por dar un barniz científico a sus concepciones, y apelan sobre todo a las leyes de la herencia, que tienen un papel tan importante en las ciencias naturales modernas y son aún objeto de tanta discusión. Por herencia se entiende en biología en primer ténnino los hechos comprobados por la observación general de que las plantas y los animales son semejantes a sus generadores, y que esa similitud de atributos plasma energías especiales que, aun al dividirse en ínfimas partículas del mismo protoplasma, se desarrollan de esas partículas las mismas o simi1ares cualidades hereditarias. De ahí se desprende que hay en el protoplasma energías especiales que, aun al dividirse en ínfimas partículas, transmiten las cualidades del todo a la descendencia. Así se llegó a la convicción de que las verdaderas causas de la herencia han de ser buscadas en una condición determinada de la substancia celular viviente que llamamos protoplasma.

Por valioso que fuese ese resultado, apenas nos ha aproximado a la solución propiamente dicha de la cuestión, pero puso a la ciencia directamente ante una gran serie de nuevos problemas, cuya solución no era menos difícil. Ante todo había que establecer los procesos que originaban en el protoplasma la transmisión de determinados caracteres, una tarea ligada a dificultades insuperables. Igualmente están envueltos en completas tinieblas todavía los procesos internos que preceden a la herencia. Ciertamente, la ciencia ha conseguido comprobar la existencia de moléculas llamadas químicas y de órganos ya bastante desarrollados dentro del tejido celular; pero la agrupación singular de las moléculas y las causas internas a que hay que atribuir la diferencia de los grupos nucleares en la substancia muerta y en loa viva, permanece para nosotros desconocida hasta hoy. Se puede decir tranquilamente que, en ese difícil dominio, estamos reducidos todavía sólo a presunciones, pues ninguna de las numerosas teorías de la herencia ha sido capaz todavía de levantar el velo de Maya tendido hasta hoy sobre los procesos efectivos de la herencia. En cambio, hemos tenido más éxito en la observación de los cruzamientos de razas y sus resultados: en verdad se trata aquí menos de una explicación de causas que de una comprobación de hechos.

Ya hace setenta años había hecho el monje agustino Gregor Mendel, en su tranquilo monasterio de Brünn, cruzamientos con veintidós variedades de plantas de guisantes y había alcanzado este resultado: el cruzamiento de una variedad amarilla con una verde tenía por resultado que la descendencia tuviera totalmente semilla amarilla, quedando la verde, al parecer, enteramente excluida. Pero cuando fecundó las plantas amarillas híbridas con su propio polen, en la descendencia se presentó el verde desaparecido en una proporción determinada: de cada cuatro plantas de la segunda generación, tres eran de semilla amarilla y una verde. El carácter de la variedad verde no había, pues, desaparecido, sino que había sido cubierto por el carácter de la amarilla simplemente. Mendel habla, en consecuencia, de caracteres recesibos y ocultados, y dominantes u ocultadores. Las plantas recesivas -en este caso, pues, las de semilla verde- se evidenciaron hereditarias en nueva fecundación, mientras la autofecundación fue estrictamente mantenida y no se produjo ningún nuevo cruce. Pero las plantas dominantes se escindían regularmente en cada nueva generación. Una tercera parte de su descendencia volvía a ser dominante, conservando hereditariamente sus caracteres especiales; las otras dos terceras partes se mendelizaban, es decir, se escindían de nuevo, al reproducirse, en ejemplares dominantes y recesivos, y siempre en la misma proporción de tres a uno. En la misma condición, se repitió siempre el proceso.

Ensayos incontables de afamados botánicos y zoólogos han confirmado desde entonces por completo las reglas de Mendel; además coinciden con los resultados de la citología moderna o estudio de las células, en tanto que se pueda observar el crecimiento y división celular. Por eso se puede aceptar que esas reglas tienen validez para todo ser orgánico, hasta el hombre, y que, en toda naturaleza, tiene lugar un proceso unitario de herencia; pero ese reconocimiento no excluye innumerables dificultades que nos han impedido hasta aquí una visión más profunda en ese misterioso proceso. De las reglas mendelianas de la herencia se desprende que los caracteres de ambos padres se transmiten a la descendencia en una proporción determinada. Por otra parte la investigación celular ha comprobado que las cualidades hereditarias de un ser viviente deben buscarse en las partículas cuidadosamente divididas del núcleo que llamamos cromosoma. De todo lo que la ciencia pudo establecer hasta ahora, con más o menos seguridad, parece resultar que en la célula germinal fecundada están representadas en dos pares todas las cualidades hereditarias, de tal manera que uno de los pares procede de la célula seminal del padre y el otro del óvulo de la madre.

Pero como no se puede aceptar la transmisión de las cualidades hereditarias de ambos padres en su totalidad a cada hijo, porque, en este caso, su número habría de crecer en cada generación, se llegó a la hipótesis de que sólo existen los caracteres hereditarios de un ser vivo en el núcleo de la célula somática, pero que la célula germinativa ha de sufrir aún nueva división especial, en donde sólo recibe la mitad de todas las cualidades, es decir sólo un par de cada paridad de caracteres. Se admite que en las células somáticas ordinarias del hombre hay cuarenta y ocho cromosomas, pero que en la célula germinal apta para la reproducción sólo se encuentran veinticuatro. Con eso no se quiere decir que el hombre no tiene más que veinticuatro pares con caracteres que interesan como vehículos de la herencia. En cada cromosona pueden existir diversos ayuntamientos de distintas paridades de caracteres, con lo cual pueden aparecer en la descendencia las combinaciones más distintas. Pero como toda fecundación es propiamente un cruzamiento, aun cuando se trate de seres de la misma raza, porque en la naturaleza no hay individuos completamente iguales, se desprende que en todo proceso de fecundación pueden aparecer los resultados más diversos. Así, con sólo dos factores hereditarios distintos, aparecen ya en la segunda generación cuatro variedades, en la tercera ocho, en la cuarta dieciséis, en la décima 1024, Y así sucesivamente. Debido a esas posibilidades apenas concebibles de combinaciones, no sólo se vuelve cada vez más difícil una visión de conjunto de los resultados del proceso de la herencia, sino directamente imposible.

Y sin embargo, se trató aquí sólo de caracteres puramente físicos. Pero donde se trata de cualidades espirituales y psicológicas, los procesos se vuelven más complicados, porque ahí no es posible una selección o fijación de las cualidades discriminadas. Pues no somos capaces de descomponer los caracteres espirituales en sus elementos integrantes y de separar una parte de las demás. Las cualidades psicológicas y espirituales se valorizan sólo como conjunto; aun si admitiésemos que las reglas mendelianas de la herencia son aplicables aquí, nos falta aún, sin embargo, todo medio para demostrar su eficiencia con la observación científica.

Si después se aclara que las razas puras no se encuentran hoy en parte alguna, que probablemente no han existido nunca; que todos los pueblos europeos no representan más que una mezcla de todas las razas posibles, que se diferencian hacia fuera, pero también dentro de la misma nación simplemente por la proporción de los elementos integrantes, sólo entonces se obtiene una noción de las dificultades que se oponen a cada paso al investigador serio. Si además se tiene presente cuán inseguros son todavía los resultados de la investigación antropológica en relación a las diversas razas y, en particular, cuán deficientes son actualmente aún nuestros conocimientos sobre los procesos internos de la herencia, no se puede menos de confesar que todo ensayo de construir, sobre fundamentos tan inseguros, una teoría que nos descubra el sentido más hondo de todo desarrollo histórico y capacite a sus representantes para pronunciar un fallo infalible sobre las cualidades morales, espirituales y culturales de los diversos grupos humanos, que cualquier ensayo asi ha de interpretarse como un juego absurdo o como una burda patraña. Es un signo grave de la decadencia espiritual de una sociedad que ha perdido toda contención moral interior y se empeña por tanto en substituir los antiguos valores éticos por conceptos étnicos, el que precisamente esas teorías hayan podido encontrar en Alemania una difusión tan amplia.

De los actuales representantes del pensamiento racista, el doctor Hans Günther es el más conocido y el más discutido. Sus numerosos escritos, y especialmente su Rassenkunde des deutschen Volkes, han hallado en el país una difusión extraordinaria y han adquirido en vastos círculos una influencia que no debe desestimarse. Lo que diferencia a Günther de sus antecesores no es el contenido de su teoría, sino el esfuerzo por envolverla en un manto científico, para darle exteriormente una apariencia de que carece. Günther ha reunido un amplio material para cimentar su concepción, y eso es todo. Cuando hay que presentar conclusiones científicas de significación decisiva, fracasa completamente y vuelve a los métodos de Gobineau y de Chamberlain, que se basaron simplemente en un anhelo, en una imaginación. El ario queda en él en plano secundario, también el germano ha terminado su papel; el ideal de Günther es la raza nórdica, a la que provee de las cualidades heredadas más valiosas, tan generosamente como lo han hecho Gobineau con los arios y Chamberlain con los germanos. Además ha enriquecido la división de razas en Europa con un nuevo elemento, y a nomenclaturas de división ya existentes les ha dado otros nombres, sin que por eso hayan ganado algo nuestros conocimientos.

El sabio americano Ripley, el primero que hizo el ensayo de escribir una historia antropológica de los pueblos europeos, se contentó con tres tipos principales, que denominó como razas teutónica, celtoalpina y mediterránea. Después se añadió a esas tres razas una cuarta, la dinárica, y se creyó que en esos cuatro tipos fundamentales habían sido comprendidos los elementos capitales de la composición étnica de Europa. Además de esas cuatro razas básicas hay aún en Europa caracteres raciales nordasiáticos, semitas, mogólicos y negros. Naturalmente no hay que imaginarse como razas puras esos cuatro tipos; ante todo se trata aquí de una hipótesis de trabajo para la ciencia, para proceder a una clasificación de la población europea según las líneas generales más o menos definidas. La masa de los pueblos europeos se compone sólo de resultados de cruzamientos de esas razas. Pero estas mismas han sido resultado de determinados cruzamientos, que con el tiempo han asumido ciertas formas, como ocurre siempre en toda formación racial. Günther ha agregado a esas cuatro razas principales, innecesariamente, una quinta: la llamada raza del Báltico oriental; además de ese nuevo descubrimiento ha rebautizado la raza alpina, que él llama ostich (oriental). No había ningún motivo para ese cambio, y su adversario irreductible en el campo racial, el doctor Merkenschlager, puede tener razón cuando admite que Günther, con ese cambio de nombre de los alpinos por el de raza oriental, no ha perseguido más que el propósito de presentarla al sentimiento de sus lectores como contaminada y facilitar a las masas sin criterio la transmutación en ostjüdisch (judío-oriental).

Como casi todos los actuales teóricos racistas, también Günther pane en sus consideraciones de las modernas teorías de la herencia; son principalmente las presunciones hipotéticas del neo-mendelismo las que han de servirle de cimiento. Según esas concepciones no hay ninguna especie de influencia externa en los caracteres hereditarios, de tal modo que una modificación de los factores hereditarios sólo puede venir del cruzamiento. De ahí debe concluirse que el hombre y cualquier otro ser vivo han de ser considerados meramente como resultados de ciertas cualidades hereditarias, recibidas ya antes del nacimiento y que no pueden ser relegadas ni por las influencias del ambiente natural y social ni por otros efectos en su camino fatalmente prefijado.

Aquí está el error esencial de todas las teorías raciales, la causa de sus inevitables sofismas. Günther, y con él todos los representantes del pensamiento racista, parte de suposiciones que no se prueban por nada y que en todo momento pueden ser puestas en descubierto en su vaciedad e inconsistencia interna, por ejemplos de la vida cotidiana y de la historia. Sólo se podrían tomar en serio esas afirmaciones cuando sw representantes fuesen capaces de aportar pruebas concluyentes de los tres puntos siguientes: primero, que las disposiciones hereditarias son inmutables en realidad y no pueden ser alcanzadas por las influencias del ambiente; segundo, que los caracteres físicos tienen que ser considerados como signos intergiversables de determinadas cualidades psíquicas y espirituales; tercero, que la vida del hombre no es determinada más que por su naturaleza congénita y que las cualidades adquiridas o logradas por educación no pueden tener influencia esencial en su destino.


Notas

(1) Algunos filólogos ingleses atribuyen el verbo to write (escribir) a reizza, pues originariamente significaba algo así como marcar.

(2) Ernst Vatter: Die Resen und Völker der Erde; pág. 37. Leipsig, 1927.

(2) F. Bois en la Zeitschrift für Ethnologie, 1923. vol. 49. Compárese también el escrilo del mismo autor Kultur und Rasse; segunda edición, Berlín, 1922.

(4) Otto Hauser: Die Germanen in Europa; pág; 5. Dresde, 1916.

(5) H. S. Chamberlain: Demokratie und Freihei; MUnich, 1917.

(6) Obras completas de Ibsen en alemán; vol. X, Berlín, 1905. Carta a Gearge Brandes; febrero, 1871.

(7) Ludwig Wotmann: Die Germanen und die Renaissance in ltalien; 1905; Die Germanen in Frankreich; 1907.

(8) Max ven Gruber: Pueblo y raza, en Süddeutsche Monatsheftz, 1927.

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