Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO SEGUNDO

LA NACIÓN COMO COMUNIDAD LINGÜÍSTICA

SUMARIO

La nación como comunidad de idioma.- Idioma y cultura. Elementos extraños en el idioma.- Purismo y desarrollo lingüístico.- El idioma escrito y la lengua popular.- Religión, ciencia, arte, profesión, etc., vehículos de nuevos valores lingüísticos.- Idioma y pureza.- La significación de las infiltraciones en el desarrollo del idioma.- Simbolismo oriental en el idioma.- Riqueza idiomática extranjera en ropaje indlgena.- El lenguaje y el pensamiento.- La naturaleza y el lenguaje.- El trabajo y el lenguaje.- El simbolismo del lenguaje.- Atavismos lingüísticos.- Ilogismo de la formación del idioma.- La continua transformación de las expresiones lingüísticas.- Insuficiencia de las teorías psicológicas del lenguaje.- La influencia del ambiente cultural es más fuerte que los lazos de la comunidad de idioma.- El proceso del idioma inglés.- Dialectos e idiomas.- La creencia de un idioma originario.- Sobre el árbol genealógico común de los idiomas arios.- Pueblos que cambiaron su idioma.- Naciones con diversos territorios lingüísticos.




De todos los elementos que se han mencionado para cimentar una ideología nacional, la comunidad del idioma es seguramente la más importante. Muchos ven en la comunidad del idioma la característica esencial de la nación misma. En verdad el idioma común constituye un fuerte lazo de toda agrupación humana, y Wilhelm von Humboldt dijo no sin razón: La verdadera patria es propiamente el idioma. Karl Julius Weber veía en el idioma el distintivo capital de la nacionalidad: En nada se expresa el carácter nacional o el propio sello de la fuerza del alma y del espíritu tan elocuentemente como en el lenguaje de un pueblo.

Incluso los representantes más conocidos de las ideologías nacionalistas del siglo pasado: Arndt, Schleiermacher, Fichte, Jahn y los hombres de la Liga Germana de la Virtud; Mazzini, Pissacane, Niemojowsky, Dvernicki, la Joven Europa y los demócratas alemanes de 1848, limitaban sus ideas de la nación al dominio del idioma común. La canción de Arndt: ¿Qué es la patria alemana?, muestra lo mismo. Y es significativo que tanto Arndt como Mazzini no se refirieron en sus aspiraciones nacionales unitarias al lenguaje popular, sino al lenguaje escrito, para alcanzar una patria lo más grande posible.

El lenguaje común fue tan importante a los ojos de los propulsores del pensamiento nacional porque era el medio principal de expresión de un pueblo y en cierta manera debe ser considerado como el resultado de toda su vida espiritual. El idioma no es invención de hombres aislados. En su origen y desenvolvimiento ha cooperado la totalidad y continúa cooperando incesantemente, mientras el lenguaje está vivo. Por eso, para los propulsores de la idea de la nación el idioma apareció como el resultado más puro de la creación nacional y se convirtió para ellos en el símbolo inequívoco de la unidad nacional. Y sin embargo, esta concepción, por seductora e irrefutable que pueda parecer aun a la mayoría, se basa en una presunción enteramente arbitraria. De los idiomas actualmente existentes no hay ninguno que se haya desarrollado en un pueblo determinado. Es muy probable que haya habido alguna vez idiomas homogéneos; pero ese tiempo está muy lejos de nosotros y se pierde en la época más primitiva de la historia. La homogeneidad del idioma desaparece en el momento en que tienen lugar relaciones recíprocas entre las hordas, tribus y pueblos diversos. Cuanto más numerosas y diversas se vuelven esas relaciones en el curso del tiempo, tanto mayores préstamos obtiene cada lenguaje de otros lenguajes, cada cultura de otras culturas.

En consecuencia, no hay idioma que sea producto puramente nacional, que haya surgido de un determinado pueblo o de una determinada nación. En todos los actuales idiomas culturales han cooperado hombres de diversa procedencia, y no podría menos de ocurrir que un idioma, mientras es hablado, reciba sin cesar elementos lingüísticos extraños, a pesar de todas las leyes de los fanáticos del purismo. Todo idioma es un organismo en constante circulación, que no obedece a ninguna regla fija y se burla de todos los dictados de la lógica. No sólo por el hecho de que acepta continuamente los elementos más diversos de otros idiomas -un fenómeno condicionado por incontables influencias y puntos de contacto de la vida cultural-, sino porque su tesoro lingüístico está en perpetua transformación. Poco a poco e insensiblemente se modifican las graduaciones y los matices de los conceptos que encuentran su expresión en las palabras, de modo que ocurre muchas veces que una palabra nos dice hoy justamente lo contrario de lo que ha significado en su origen.

No hay un solo idioma cultural que no contenga una enorme cantidad de vocablos extranjeros; querer purificarlo de esos invasores extraños sería tanto como llevar un idioma a la disolución completa, siempre suponiendo que esa purificación fuese posible. Todo idioma europeo, cualquiera que sea, contiene una cantidad inmensa de elementos extraños con los que se podrían llenar diccionarios enteros. ¿Qué quedaría, por ejemplo, de los idiomas alemán u holandés, si se les despojase de todas las palabras de origen latino y francés, sin hablar de las palabras de otro origen? ¿Qué quedaría del idioma español sin sus palabras tomadas de los germanos o de los árabes? ¡Y cuántas palabras alemanas, francesas y hasta turcas no han penetrado en el idioma polaco o en el ruso! Igualmente alberga el húngaro una gran cantidad de palabras de origen italiano y turco. El rumano contiene apenas una mitad de voces de procedencia latina; tres octavas partes de su tesoro lingüístico han sido tomadas al eslavo, una octava parte al gótico, al turco, al magiar y al griego. En el albanés no se han podido encontrar hasta ahora más de quinientas o seiscientas palabras originarias; todo el resto es una mezcolanza de los elementos lingüísticos más distintos. Muy certeramente observa Fritz Mauthner en su gran obra Beiträge zu einer Kritik der Sprache, que hay que agradecer simplemente al casual punto de partida el que denominemos, por ejemplo, latino al idioma francés y germánico al inglés. Pero es conocido de todos que también la lengua latina, de la que derivan todos los idiomas románicos, está penetrada por una infinidad de palabras de origen griego, que suman algunos millares.

Para el desenvolvimiento de todo lenguaje es una necesidad ineludible esa recepción de palabras extranjeras. Ningún pueblo vive por sí mismo. Toda comunicación duradera con otros pueblos tiene por consecuencia una admisión de vocablos de sus idiomas, lo que es inevitable en la recíproca fecundación cultural. Los innumerables puntos de contacto que establece diariamente la cultura entre los pueblos, dejan sus huellas en el lenguaje. Nuevas cosas, ideas, interpretaciones, conceptos religiosos, políticos y en general sociales conducen a nuevas expresiones y a nuevas palabras, en lo cual la cultura más vieja y más desarrollada de un pueblo tiene naturalmente una influencia más fuerte sobre los grupos étnicos menos desarrollados, y les provee de nuevas ideas que se expresan en el lenguaje.

Muchos de los nuevos elementos lingüísticos se adaptan poco a poco tan perfectamente a las leyes fonéticas del idioma que los adopta que su origen no se puede reconocer ya después. Palabras como Existenz, Idee, Melodie, Musik, Muse, Natur, Nation, Religión y cien otros barbarismos del alemán, no son sentidas por la mayoría como extrañas. También el lenguaje de la vida política está completamente sembrado de palabras extranjeras; palabras como burguesía, proletariado, socialismo, bolchevismo, anarquismo, comunismo, liberalismo, conservatismo, fascismo, terrorismo, dictadura, revolución, reacción, partido, parlamento, democracia, monarquía, República, etc., no son alemanas, y lo reconoce cualquiera. Pero hay, sin embargo, una cantidad de importaciones en el alemán, como en cualquier otro idioma culto, tan usuales en el curso del tiempo que se ha olvidado totalmente su procedencia.

¿Quién podría, por ejemplo, considerar extranjeras voces como Abenteur, Anker, Arzt, Bezirk, Bluse, Bresche, Brief, Essig, Fenster, Frack, Gruppe, Kaiser, Kantor, Kasse, Keller, Kelter, Kerker, Kette, Kirsche, Koch, Koffer, Kohl, Kreuz, Lampe, Markt, Meile, Meister, Müble, Müller, Münze, Del, Drgel, Park, Pfahl, Pfau, Pfeffer, Pfeiler, Pfirsich, Pflanze, Pforte, Pfosten, Pfuhl, Pfund, Pobel, Prinz, Pulver, Radieschen, Rest, Schussel, Schule, Schwindler, Scheiber, Siegel, Speicher, Speise, Strasse, Teller, Tisch, Trichter, Vogt, Ziegel, Zirkel, Zoll, Zwiebel, y numerosísimas otras?

Muy a menudo la palabra extranjera se modifica tan radicalmente que le atribuimos sin proponérnoslo un sentido muy diverso, porque en su forma mutilada suena a otras palabras. Así, por ejemplo, la palabra Armbrust (ballesta) no tiene nada de común ni con Arm (brazo) ni con Brust (pecho), sino que procede más bien de la palabra latina arcubalista, que significa máquina de lanzar. La palabra Ebenholz (ébano) no tiene nada de común con eben (llano, liso), sino que procede de la palabra greco-latina ebenus, que a su vez nace de la palabra hebrea hobnin, de obni; pétreo. La palabra Vielfrass no tiene nada que ver con Fressen (devorar, comer), pues la palabra viene del noruego fjeldfross, gato montés. Murmeltier (marmota) no procede de murmeln, sino que se formó en la Edad Media de las palabras latinas murem, acusativo de mus, y montis o montanum, rata de monte. La palabra Tolpatsch apareció en el siglo XVII primeramente en el sur de Alemania. Era la denominación popular de los soldados húngaros. La palabra misma debe su origen al vocablo húngaro talpas, que equivale a pies anchos. La palabra Ohrfeige tiene su origen en el holandés veeg, chasco, golpe, treta. Trampeltier ha nacido del latín dromedarius. Hängematte viene de la palabra sudamericana hamaca. Al lenguaje picaresco se ha tomado Kümmelblättschen, que no tiene nada de común con Kümmel, más bien se puede atribuir a la palabra hebrea gimel, es decir, tres. También la palabra tan empleada hoy pleite es de origen hebraico y viene de pletah, fuga.

Muchos rastros ha dejado en el alemán el francés. Así ha surgido la mutterseelenallein, formada tan irregularmente, pero que expresa toda la sentimentalidad del carácter alemán, que viene del moi tut seul. Fisimatenten viene de fils de ma tante, hijo de mi tía. Las palabras alemanas forsch y Forsche tienen su base en el francés force. La palabra antes muy usual Schwager por Kutscher debe indudablemente su origen al francés chevalier, caballero.

Tales ejemplos se pueden mencionar por millares en cada lenguaje; son característicos del espíritu del idioma, del desarrollo del pensamiento humano sobre todo. Sería erróneo querer atribuir esa invasión de vocablos extranjeros simplemente al lenguaje escrito, porque en éste se expresa la representación de los estratos sociales ilustrados, mientras se supone a menudo, sin motivo alguno, que el lenguaje popular está mejor protegido contra la invasión de elementos lingüísticos extranjeros y que los rechaza de un modo puramente intuitivo. Es verdad que en el lenguaje de los instruídos, principalmente en el de los hombres de ciencia, se ha exagerado en el uso de neologismos introducidos sin ton ni son, lo que hizo que se hablase, no del todo sin razón, de un idioma obscuro de casta. Cuando se piensa que el conocido Fremdwörterbuch de Heyse contiene no menos de cien mil expresiones extranjeras, tomadas a una docena de idiomas diversos, y que deben ser utilizadas todas en el idioma alemán, no es de extrañar que ante tal superabundancia se sienta uno invadido por un secreto temor. Sin embargo es absolutamente erróneo suponer que el lenguaje del pueblo opone mayor resistencia a la penetración de elementos lingüísticos extranjeros. Lo cierto es que en los llamados dialectos populares de todos los idiomas culturales europeos, en los que se expresa del modo más puro el lenguaje del pueblo, hormiguean igualmente los barbarismos. Hay toda una serie de dialectos del sur de Alemania en los que, sin esfuerzo mayor, se pueden comprobar buen número de vocablos eslavos, románicos y hasta hebraicos. También en el berlinés son usuales palabras hebreas como Ganef, Rebach, Gallach, Mischpoche, Tinef, meschugge, etc. Recuérdese también la conocida frase de Guillermo II: Ich dulde Keine Miesmacher. También la palabra Kaffel, empleada en boca del pueblo en casi toda Alemania, para caracterizar a un ser limitado o tonto, es absolutamente extraña al pueblo sudafricano de los cafres; más bien debe su origen a la expresión hebrea Kafar: aldea.

Ocurre con frecuencia que la significación originaria de una palabra importada se pierde por completo y es reemplazada por otros conceptos que apenas tienen un parecido con el antiguo sentido del vocablo. En otros casos la palabra extranjera sólo toma otro matiz, pero se puede reconocer todavía su sentido originario. Se pueden hacer en este terreno interesantísimos descubrimientos, que hacen posibles comprobaciones muy sorprendentes en la conexión interna de las cosas. Así se denomina por el pueblo, en mi tierra natal renana, a una persona bizca, Masik. La palabra procede del hebreo y tiene la significación de demonio o duende. En este caso el sentido originario de la palabra se ha modificado de una manera considerable; pero se reconoce clarísimamente la relación de ese cambio, pues un bizco era visto en tiempos pasados como poseído del demonio o atacado por el mal de ojo.

En la Alemania del suroeste se le grita a un ebrio al pasar un alegre Schesswui, del francés je suis, yo estoy. Despedir a alguien de su empleo equivale a decir que se le ha geschasst: tomado del francés chasser, cazar, expulsar. Mumm viene del latín animun; Kujohn del francés coien, pillo; Schamanfut, de je m'en fus. Toda una serie de expresiones extranjeras crudas, que se encuentran ya en los escritos dei genial creador Johann Fischart, que las ha tomado en una u otra forma de Rabelais, viven aún en el lenguaje del pueblo. Además, hay una gran serie de palabras extranjeras de aquella comarca que han penetrado en el lenguaje literario, y están muy difundidas en la Alemania del sur y del suroeste. Piénse en schzikanieren, malträtieren, alterieren, kujonieren, genieren, pussieren y cien otras expresiones. El hombre del pueblo emplea esas palabras todos los días y su germanización le sonaría extrañamente. Por eso es falsa la creación de fábulas sobre la pureza natural del lenguaje del pueblo, pues esa pureza no se encuentra en parte alguna.

En verdad, debemos emplear en la expresión de nuestros pensamientos, dentro de lo posible, el idioma propio, siempre que éste se halle nuestra disposición; ya el solo sentimiento de la lengua lo exige. Pero sabemos también que nuestro mejor patrimonio lingüístico está salpicado por una cantidad de elementos extranjeros, cuya procedencia ni siquiera podemos averiguar. Y sabemos además que, pese a todos los esfuerzos de los puristas del idioma, no se impedirá que términos extranjeros hallen en lo sucesivo acceso en los diversos idiomas. Todo nuevo fenómeno espiritual, todo movimiento social que vaya más allá de las fronteras del propio país, toda nueva institución tomada de otros pueblos, todo progreso en la ciencia y sus efectos inmediatos en el dominio de la técnica, toda modificación de las condiciones generales de las relaciones, todo cambio en la economía mundial y sus consecuencias políticas, toda nueva manifestación en el arte originan una invasión de barbarismos en el idioma.

Así el cristianismo y la Iglesia nos trajeron toda una invasión de vocablos griegos y latinos que antes no se habían conocido. Muchas de esas expresiones se han transformado en el curso del tiempo tan radicalmente que apenas se puede reconocer su procedencia extranjera. Piénsese en palabras como abad, altar, Biblia, obispo, cura, cantor, capilla, cruz, misa, monje, monasterio, monja, papa, diablo y en una gran serie de expresiones que ha introducido la Iglesia católica. Ese fenómeno se repitió con la difusión del Derecho romano en los países germánicos. La transformación de las condiciones jurídicas según el modelo romano trajo una cantidad de nuevos conceptos que habían de tener necesariamente su eco en el lenguaje. Sobre todo el contacto con el mundo romano ha matizado los idiomas de los pueblos germánicos con nuevas expresiones y combinaciones de vocablos que los germanos transportaron a su vez a sus vecinos eslavos y fineses.

El desarrollo del militarismo y de la organización de los ejércitos llevó a Alemania un amplio caudal de nuevas palabras del francés, que los franceses, por su parte, habían tomado de los italianos. La mayoría de esas palabras han conservado su sello de origen. Piénsese en Armee, Marine, Artillerie, Infanterie, Kavallerie, Regiment, Kompanie, Schwadron, Bataillon, Major, General, Leutnant, Sergeant, Munition, Patrone, Bajonette, Bombe, Granate, Schrapnell, Kaserne, Baracke, equipieren, exerzieren füsilieren, chargieren, rekrutieren, kommandieren y numerosas más de la vida militar. La introducción de nuevos medios de consumo ha enriquecido el idioma con una gran serie de expresiones extranjeras. Piénsese en café y azúcar, del árabe; en , del chino; en tabaco, de los indios; en sago, del malayo; en arroz, voz griega del latín; en cacao, del mexicano, etc. No hablemos de los neologismos con que la ciencia enriquece diariamente el idioma; tampoco de los innumerables matices y vocablos que han echado raíces en el lenguaje artístico. Su cifra es incalculable. Ahí tenemos el deporte, difundido enormemente, que ha afeado el idioma con una cantidad de expresiones inglesas y norteamericanas del ramo que por cierto no redundaron en beneficio de la belleza natural. Allí donde se procura con todas las fuerzas extirpar los barbarismos y suplantarlos por palabras del propio idioma, se llega a menudo a monstruosidades.

Pero no se trata aquí sólo de los préstamos tomados de un idioma extranjero e introducidos en el propio de alguna forma. Hay también otro fenómeno en el desenvolvimiento de todo idioma, para el cual se ha elaborado la calificación de traducción de extranjerismos. Cuando algún concepto desconocido de otro círculo de cultura penetra en nuestra vida espiritual y social, no siempre tomamos el nuevo pensamiento con la expresión extranjera en el propio idioma. A menudo traducimos el novísimo concepto en el propio lenguaje creándole, del patrimonio lingüístico existente, un nuevo vocablo, hasta entonces no utilizado. Aquí aparece lo extranjero, por decirlo así, en la máscara del propio idioma. De esa manera han surgido, en alemán, vocablos como Halwelt de demi-monde, Aussperrung de lock-out, Halbinseln de peninsula, Zwierback de biscuit, Wolkenkratzer de skyscraber y centenares más por el estilo. En su Kritik der Sprache, cita Mauthner una cantidad de esas traducciones bastardas, como él las llama, palabras como Ausdruck, bischen, Rücksicht, Wohltat y otras más, que se han formado todas de la misma manera.

Tales traducciones de palabras ajenas abundan en todos los idiomas. Obran revolucionariamente en el proceso del lenguaje y nos muestran ante todo la insuficiencia de aquella teoría que llega a la conclusión de que en todo lenguaje se pone de manifiesto el espíritu del propio pueblo y que este espíritu vive o influye en él. En verdad toda traducción de extranjerismos no es más que una prueba de la continua penetración de elementos culturales extranjeros en nuestro propio círculo de cultura, en tanto que un pueblo puede hablar de una cultura propia.

Reflexiónese sobre lo fuertemente que ha influído el simbolismo oriental del Viejo y del Nuevo Testamento sobre el patrimonio hereditario de todos los idiomas europeos. No sólo tenemos presentes algunas formaciones de conceptos, como signo de Caín, juicio salomónico, llevar su cruz, salario de Judas, etc., que son muy usuales. Muchísimas frases de la Biblia han entrado en todos los idiomas, y tan hondamente, que se han conquistado también carta de ciudadanía en el lenguaje cotidiano. Piénsese en los siguientes ejemplos, que se podrían decuplicar fácilmente: Vender su primogenitura por un plato de lentejas; hacer pasar un camello por el ojo de una aguja; vestir los lobos con la piel de oveja; arrojar al diablo por Belcebú; llenar con vino nuevo los odres viejos; no merecer desatar los cordones de los zapatos; ser paciente como Job; predicar en el desierto; hablar cón lengua de fuego; lavarse las manos y una larga serie de comparaciones similares.

En realidad, la traducción de neologismos y vocablos extranjeros pertenece a las cosas más maravillosas en el lenguaje en general. Cuando se penetra en este asunto, se llega a comprobaciones que reducen a la nada las leyendas de la concepción inmaculada del lenguaje nacional. Las traducciones de palabras extranjeras son el mejor testimonio de lo vigorosamente que une la cultura a los hombres. Ese lazo es tan consistente porque se anuda por si mismo, por decirlo así, y no es impuesto a los hombres por la coacción externa. Comparada con la cultura, la llamada conciencia nacional es sólo una creación artificios a que tiende a justificar las ambiciones políticas de pequeñas minorías sociales.

La cultura no conoce esos subterfugios; en primer término porque no se forma mecánicamente, sino que se desarrolla de una manera orgánica. Es el resultado total de la actividad humana y fecunda nuestra vida incondicionalmente y sin preconceptos. Las traducciones de palabras y conceptos extranjeros no son otra cosa que préstamos espirituales que se hicieron mutuamente los diversos grupos étnicos de un determinado círculo cultural, y aun ajenos al mismo. Contra esa influencia se debate en vano el llamado sentimiento nacional, y Fritz Mauthner observa con razón:

Antes de la intervención del sentimiento nacional, antes de aparecer los movimientos puristas, beben los conciudadanos en la fuente del tesoro lingüístico extranjero; después se evitan esos préstamos de vocablos extraños, pero por eso incursionan aún en mayor escala en el lenguaje los conceptos extranjeros por medio de las traducciones. Hay pueblos modernos con un sentimiento nacional tan sensible que han llevado el purismo hasta su extremo más lejano (griegos modernos y checos). Pero ellos pueden sólo aislar su idioma, y no su concepción del mundo, su estado espiritual (1).

El lenguaje no es un organismo especial que obedece a sus propias leyes, como se ha creído alguna vez en otros tiempos; es la forma de expresión de los seres humanos ligados entre si socialmente. Se modifica con las condiciones espirituales y sociales de vida de los hombres y es dependiente de ellas en alto grado. En el lenguaje se manifiesta el pensamiento humano; pero este mismo no es un asunto puramente personal, como se admite tan a menudo, sino un proceso interior, estimulado e influido por el ambiente social. En el pensamiento del hombre no sólo se refleja su ambiente natural, sino también las relaciones que mantiene con sus semejantes. Cuanto más estrecho es el lazo social, cuanto más ricas y diversas son las relaciones culturales que mantenemos con los semejantes, tanto más fuertes son las influencias recíprocas que nos unen al ambiente social e inciden sin interrupción en nuestro pensamiento.

Así, pues, el pensamiento no es en modo alguno un proceso que halla su explicación simplemente en la vida psíquica del individuo, sino al mismo tiempo un reflejo del ambiente natural y social que se condensa en el cerebro humano en determinadas imágenes. Visto desde este punto de vista, el carácter social del pensamiento humano es indiscutible, y como el lenguaje no es más que la manifestación vital de nuestro pensamiento, su existencia está confundida en sus raíces con la vida de la sociedad y condicionada por ésta. Lo que, por lo demás, resulta ya del hecho de que la lengua no es innata en el ser humano, sino que debe ser conquistada por él a través de sus relaciones sociales. Esto no quiere decir que han sido resueltos todos los enigmas del pensamiento y del lenguaje mismo. Hay precisamente en este dominio muchas cosas aún para las cuales no poseemos explicación suficiente, y la conocida interpretación de Goethe, de que en verdad nadie comprende a los demás y ningún hombre, al oír las mismas palabras, piensa lo mismo que otro hombre, tiene seguramente hondo sentido. Hay aún muchas cosas desconocidas y enigmáticas en nosotros y a nuestro alrededor sobre las que no se ha dicho todavía la última palabra. Pero aquí no se trata de eso, sino sólo del carácter social del pensamiento y del lenguaje, que, según nuestra opinión, es indiscutible.

También acerca del origen del lenguaje sólo podemos girar en torno de presunciones; no obstante, parece que la suposición de Haeckel, según la cual el ser humano ha comenzado su desarrollo como criatura muda, es poco probable. Más bien hay que suponer que el hombre, que había heredado el instinto social de sus precursores del reino animal, al aparecer en la superficie de la vida disponía ya de ciertos medios lingiiísticos de expresión, por primitivos y rudos que hayan podido ser. El lenguaje, en el más vasto sentido, no es propiedad exclusiva del ser humano, sino algo que se puede evidenciar claramente en todas las especies que viven en sociedad. Todas las observaciones indican que no se puede poner en duda que entre esas especies tiene lugar un entendimiento mutuo. No es el lenguaje como tal, sino la forma especial del lenguaje humano, el lenguaje articulado, que forma conceptos, y en consecuencia capacita al pensamiento para las más elevadas realizaciones, lo que distingue a los seres humanos de las otras especies animales.

Muy probablemente el lenguaje humano estuvo, en sus comienzos, circunscrito a algunos sonidos, que el hombre aprendió de la naturaleza; a ésos se agregaron tal vez expresiones que manifestaban dolor, sorpresa o alegría. Esos sonidos fueron usuales en el seno de las hordas, para la denominación de ciertas cosas y se transmitieron a las generaciones sucesivas. Con esos comienzos precarios se tuvieron las condiciones necesarias para el desenvolvimiento ulterior del lenguaje. Pero el lenguaje mismo fue para el hombre un instrumento valioso en la lucha por la existencia, y ha contribuido en máximo grado al ascenso maravilloso de su especie.

Del trabajo en común, que era obligatorio en la horda, resultó poco a poco toda una serie de denominaciones particulares para las herramientas y objetos de uso diario. Cada nueva invención, cada descubrimiento contribuyó a enriquecer el patrimonio lingüístico existente, hasta que ese desarrollo, con el tiempo, condujo a la aparición de determinados símbolos, de lo que había de resultar una nueva modalidad del pensar. Si el lenguaje era al principio sólo expresión del pensamiento, repercutió a su vez éste sobre aquél e influyó sobre su desarrollo. La expresión figurada de las palabras que originariamente habían brotado de percepciones puramente sensoriales, se elevó poco a poco a lo espiritual, creando así las primeras condiciones del pensamiento abstracto. Así surgió aquella extraordinaria acción recíproca entre la lengua y el pensamiento humano, que se hizo cada vez más diversa y complicada con el desarrollo cultural creciente, de modo que no sin razón se ha sostenido que el lenguaje piensa por nosotros.

Pero precisamente esas expresiones figuradas, los llamados símbolos verbales, son las más sometidas, en el curso del devenir, a influencias múltiples y suelen modificar su sentido inicial tan radicalmente que no es raro que lleguen a significar lo contrario. Esto sucede, por lo general, contra toda lógica; pero el lenguaje no puede ser dominado en absoluto por la lógica, circunstancia que escapa a la mayoría de los purificadores del lenguaje. Muchas palabras desaparecen del lenguaje sin que se pueda mencionar una razón para justificarlo, un proceso que aun hoy mismo podemos observar muy bien. Así tiene que ceder poco a poco el puesto la vieja Gasse a Strasse, así Stube es desplazada por Zimmer, así debe dejar paso Knabe a Junge, Haupt a Kopf, Anlitz a Gesicht. Por otra parte, se mantienen en el lenguaje una cantidad de palabras cuyo sentido original se ha perdido totalmente. Seguimos hablando de Flinte (escopeta de pistón), de Feder (pluma), de Silberguiden (gulden de plata), aunque aquellas escopetas hace mucho que pertenecen a la historia, aunque casi hemos olvidado que nuestros antepasados tomaban el instrumento para escribir del plumaje del ganso, aunque gulden significa propiamente oro y la moneda holandesa es de plata. Nos regocijamos ante el humor seco de un hombre y no sospechamos que esa palabra tomada del latín tenía la significación de mojado, jugoso, humedad. Pero el lenguaje lleva a cabo muchas otras cosas raras. Así, un caballero que volvía de la lucha a su aldea y se quitaba su armamento, quedaba ent-rüstet (des-armado); pero entrüstet equivale hoy a enojado, colérico. Todo lenguaje posee una cantidad inmensa de tales absurdos que sólo pueden explicarse por el hecho de que los hombres atribuyeron poco a poco a ciertas cosas o acontecimientos otro sentido, sin que de ello se percatasen.

El filólogo alemán Ernst Wasserzieher nos ha descrito, en obras magníficas, de las que hemos tomado los ejemplos mencionados, el simbolismo del lenguaje de una manera atractiva y nos ha mostrado que casi sólo hablamos por imágenes, sin advertirlo (2). Cuando un soldado vorträgt (lleva delante) la bandera del regimiento, cuando nosotros übertreten (pasamos por encima de) un charco, cuando nuestra figura se refleja en el arroyo, son acontecimientos reales que no necesitan ninguna explicación. Pero vortragen (recitar) una poesía, übertreten (contravenir) la ley, o reflejar en los ojos el alma del hombre, son expresiones simbólicas que nos presentan figuradamente ciertos acontecimientos, en cuya realización hubo de servir un día la percepción sensorial.

Esas formaciones de conceptos no sólo están sometidas a una mutación constante; todo nuevo fenómeno de la vida social crea nuevas palabras, que serán incomprensibles para las generaciones anteriores, por desconocer las causas espirituales y sociales de esos neologismos. La guerra mundial, con los fenómenos que la acompañaron de inmediato en todos los dominios de la vida económica, política y social, nos da un ejemplo adecuado también. Una gran cantidad de palabras nuevas, que antes de la guerra nadie habría entendido, ha entrado entonces en el lenguaje. Piénsese en ataque de gases, lanza llamas, especuladores de guerra, economía de transición, guerra de posiciones, tropa de choque, territorio acotado, y cien otras. Tales neologismos aparecen en el curso del tiempo en todos los dominios de la actividad humana y deben su aparición a la mutación continua de las condiciones de la vida social. De este modo se modifica el lenguaje dentro de determinados períodos tan radicalmente que a las generaciones posteriores, que examinan su desarrollo retrospectivamente, les parece cada vez más extraño, hasta que poco a poco se alcanza un punto en que ya no se entiende nada y sólo puede decir algo el investigador especializado.

No hablamos hoy ya el lenguaje de Schiller y de Goethe. El lenguaje de Fischart, Hans Sachs y Lutero nos ofrece algunos enigmas y necesita bastantes explicaciones para aproximar a nosotros a los hombres de aquella época y su concepción de la vida. Cuanto más retrocedemos al tiempo de Walter von der Vogelweide y de Gottfried de Strassburg, tanto más obscuro e incomprensible se nos vuelve el sentido del lenguaje, hasta que finalmente llegamos a un punto en que nuestro propio idioma nos da la impresión de una creación extranjera, cuyos enigmas sólo podemos explicar aún con la ayuda de la traducción. Léanse algunas estrofas del famoso manuscrito de Heliand, redactado -se supone- por un poeta sajón desconocido a petición de Luis el Piadoso, poco después de la conversión de los sajones al cristianismo. Aquel alemán de la primera mitad del siglo IX nos suena hoy como un lenguaje extraño, y tan extraños se nos aparecen los hombres que lo han hablado.

El lenguaje de Rabelais apenas era comprendido en Francia cien años después de su muerte. El francés contemporáneo sólo puede entender el texto primitivo del gran humanista con ayuda de un diccionario especial. Con la institución de la Academia francesa (1629) nació una guardiana celosa del idioma, que procuró, según sus fuerzas, extirpar del lenguaje todas las expresiones y modismos populares. Se llamaba a eso purificar el idioma; en realidad sólo se le quitó la originalidad en la expresión y se le sometió al yugo de un despotismo antinatural, del que hubo de librarse después violentamente. Fenelon y hasta Racine han expresado diversamente ese sentimiento; pero Diderot escribió sin circunloquios:

Hemos empobrecido nuestro idioma por una severa purificación; como a menudo sólo tenemos a disposición una pahbra determinada para un pensamiento, preferimos que se desvanezca la fuerza del pensamiento, porque nos asustamos del empleo de una expresión nueva y supuestamente impura. De esa manera hemos perdido una cantidad de palabras que admiramos alegremente en Amyot y Montaigne. El llamado buen estilo las ha desterrado del idioma sólo porque son empleadas por el pueblo. Pero el pueble que aspira siempre a imitar a los grandes, no quiere servirse de esas palabras, y con el tiempo fueron olvidadas.

El lenguaje de Shakespeare ofrece, hasta a los ingleses ilustrados de hoy, más de una dificultad, no sólo porque vive en él mucho todavía del viejo patrimonio lingüístico que no emplea ya el inglés actual, sino principalmente porque el poeta empleó numerosas palabras en un sentido que no corresponde a su significación moderna. Remontándonos hasta los Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer, hacemos ya un viaje muy penoso, mientras el texto primitivo de la canción del Beowulf es un país desconocido para los ingleses actuales. El español de nuestros días tropieza en el Don Quijote con no pocas dificultades, que cada vez se vuelven más insuperables si se aproxima al viejo texto del Cid. Cuanto más se penetra en el pasado de un idioma, tanto más extraño nos parece; querer establecer sus comienzos sería una tarea vana. ¿Quién podría, por ejemplo, decir con seguridad cuándo cesó en Italia y en Francia el latín y cuándo comenzó a hablarse italiano o francés? ¿Quién querría comprobar cuándo la corrompida lengua romana rústica se ha convertido en español, o mejor dicho en castellano? El lenguaje cambia tan imperceptiblemente que las generaciones sucesivas apenas pueden percibir su cambio. Así llegamos a un punto que es de un significado fundamental para nuestra investigación.

Los voceros máximos de la ideología nacional sostienen que la nacionalidad representa una unidad natural interna y que es algo permanente, inmutable en su esencia. Es verdad que tampoco ellos pueden negar que las condiciones espirituales y sociales de vida de toda nacionalidad están en mutación perenne, pero tratan de salvar el inconveniente afirmando que esas mutaciones sólo afectan a las formas externas de vida y no a la verdadera esencia de la nacionalidad. Si el lenguaje fuera en realidad el signo distintivo característico del espíritu nacional, tendría que representar también una unidad especial determinada por la esencia de la nación misma, que revela el genio particular de cada pueblo. Y en efecto afirmaciones de esa especie no han faltado.

Ya Fichte trató de derivar del idioma el carácter de la nación. Con toda la arrogancia de su extremo entusiasmo patriótico sostuvo que el idioma alemán pone de manifiesto la vehemencia de una fuerza natural que le presta vida, vigor y expresión, mientras los pueblos de lenguas latinas, especialmente los franceses, sólo disponen de un lenguaje artificioso, puramente convencional, que violenta su naturaleza y en el cual se manifiesta el verdadero carácter de aquellos pueblos. Wilhelm von Humboldt desarrolló después toda una teoría que pretendía demostrar que en la estructura y en la capacidad de expresión del lenguaje se exterioriza la singularidad de un pueblo.

El lenguaje es, por decirlo así, la manifestación externa del espíritu de los pueblos; su idioma es su espíritu, y su espíritu su idioma. No puede expresarse nunca con suficiente fuerza la identidad de los dos (3).

Desde entonces han reaparecido a menudo idénticas teorías; los ensayos de Vierkandt, Hüsing, Finck y otros lo testimonian. En todos esos ensayos, algunos de los cuales han sido expuestos con mucha inteligencia, el deseo fue el padre del pensamiento. Llevan el sello de lo elaborado en la frente; son abortos que fueron alimentados artificialmente. Pruebas reales e irrebatibles de la exactitud de aquellas teorías no se han dado hasta ahora en parte alguna. Por eso tiene razón el conocido filólogo Sandfeld-Jensen cuando replica a la afirmación de Finck, según el cual ha de considerarse la estructura del idioma alemán como expresión de la concepción alemana del mundo, declarando que Finck no ha aportado la prueba de su afirmación, y que otro investigador podría llegar a resultados totalmente diversos con una argumentación tan buena como la de aquél. En ese dominio tan dificultoso -dice Sandfeld-Jensen- que se llama ordinariamente psicología étnica, se corre a cada instante el peligro de desviarse del terreno firme y de perderse en la filosofía huera (4).

No; el lenguaje no es el resultado de una unidad étnica especial: es una creación en cambio permanente, en la que se refleja la cultura espiritual y social de las diversas fases de nuestro desenvolvimiento. Está siempre en circulación, proteico en su inagotable poder para asumir formas nuevas. Esa mutación eterna del lenguaje es la causa de que haya idiomas nuevos y viejos, vivos, moribundos y muertos.

Pero si el lenguaje se modifica de continuo, si se ofrece fácilmente a todas las influencias extranjeras y tiene siempre una puerta abierta para las creaciones de toda especie, no sólo es reflejo fiel de la cultura en general, sino que también demuestra que nunca podremos penetrar por medio de él en la misteriosa esencia de la nación, que según se alega es siempre la misma en substancia.

Cuanto más seriamente examinamos los orígenes de un idioma, tanto menos relacionado lo encontramos con el circulo de cultura a que pertenecemos, tanto más tangible se vuelve la distancia que nos separa de los hombres de tiempos pasados, hasta que finalmente todo se pierde en la nebulosa impenetrable. Si un francés o un inglés, sea un pensador, un hombre de Estado, un artista, nos expone hoy un determinado pensamiento, lo comprendemos sin esfuerzo, aunque no pertenezcamos a la misma nación, porque pertenecemos al mismo circulo cultural y estamos unidos por lazos invisibles a las corrientes espirituales de nuestro tiempo.

Pero el sentir y el pensar de los hombres de siglos pasados nos son en gran parte extraños e impenetrables, aun cuando pertenezcan a la misma nación, pues ellos estuvieron sometidos a otras influencias culturales. Para comprender aquellos tiempos necesitamos un sucedáneo que suplante para nosotros a la realidad: la tradición. Pero donde aparece la tradición, comienza el reino de la poesía. Como la historia primitiva de todo pueblo se pierde en la mitología, lo mítico juega también en la tradición el papel más importante.

No sólo son las llamadas interpretaciones históricas las que nos hacen ver a una luz especial los acontecimientos de tiempos pasados. Tampoco la supuesta historiografía objetiva está nunca libre de mitificación y de falseamientos históricos. Por lo general esto ocurre inconscientemente; todo depende de la medida en que la actitud personal del historiador ha influído sobre el cuadro que se ha creado él mismo respecto a ciertos acontecimientos históricos y de su modo de interpretar la tradición recibida. Pero en esa orientación personal juega un gran papel el ambiente social en que vive, la clase a que pertenece, la opinión política o religiosa que defiende. La llamada historia patriótica de los diversos países es sólo una gran fábula que apenas tiene que ver con los hechos reales. No vale la pena hablar siquiera de la historia que se enseña en los textos escolares de las diversas naciones, pues aquí se pervierte la historia por principio. Predisposición humana, prejuicios heredados y conceptos tradicionales a los que se es demasiado cobardes o demasiado acomodaticios para tocar, influyen muy frecuentemente en el juicio de investigadores serios y los llevan a conclusiones arbitrarias que tienen poco de común con la realidad histórica. Pero nadie está más sometido a tales influencias que los representantes de las ideologías nacionalistas, en quienes un anhelo debe sustituir muy a menudo a los hechos reales.

Que la aparición y desenvolvimiento de uaa lengua no se opera según principios nacionales ni procede de la modalidad específica de un pueblo determinado, es evidente para el que quiera ver. Echese una ojeada al desarrollo del idioma inglés, el más difundido de los actuales idiomas europeos. Del lenguaje de las tribus celtas que habitaban las Islas británicas antes de la invasión romana, se han conservado dialectos en Gales, Irlanda, en la isla de Man, en las montañas escocesas y en la Bretaña francesa. Pero el bretón no tiene ningún parentesco con el inglés actual, ni en la estructura de las frases ni en la composición de las palabras. Cuando luego, en el siglo primero, los romanos sometieron el país a su dominio, intentaron naturalmente hacer penetrar su lengua en el pueblo. Se supone que la difusión del idioma latino se limitó principalmente a las ciudades y a las poblaciones mayores de las partes meridionales del país, donde la dominación romana había echado pie más fuertemente. No pudo menos de ocurrir que durante la dominación casi cuatro veces centenaria de los romanos, hayan tenido lugar numerosas aportaciones lingüísticas. Es incluso muy probable que de ese modo se haya desarrollado en el curso del tiempo un latín local, del que -lo mismo que efl Italia, en Francia y en España- ha surgido un nuevo idioma.

Pero ese desarrollo fue radicalmente interrumpido cuando, en los siglos V y VI, tribus de la Baja Alemania, tales como los anglos, sajones y jutenses, penetraron en Britania y conquistaron el país después de largas luchas con las poblaciones guerreras del Norte. Así el lenguaje de los nuevos conquistadores se convirtió poco a poco en el lenguaje del país; tampoco en este caso se pudo escapar a diversas mezclas lingüísticas. Con las invasiones danesas en los siglos VIII y X se introdujo en el idioma del país otra lengua germánica, cuya influencia todavía se puede reconocer hoy. Hasta que, al fin, después de la invasión de los normandos con Guillermo el Conquistador, el idioma existente fue completamente penetrado por el francés normando, lo que ocurrió de manera tal que no sólo se verificó un acrecentamiento considerable del viejo patrimonio idiomático por los llamados barbarismos, sino que han tenido lugar también modificaciones profundas en el espíritu y la estructura del idioma. De esas múltiples transiciones y mezclas se desarrolló gradualmente el actual idioma inglés.

Todo idioma tiene tras sí un desarrollo parecido, aun cuando las diversas fases de su evolución no siempre se pueden seguir tan fácilmente. No sólo ha aceptado todo lenguaje, en el curso de su desenvolvimiento, una cantidad de vocablos extranjeros en su tesoro lingüístico, sino que muy a menudo también la estructura gramatical ha experimentado cambios profundos por su estrecho contacto con otros pueblos. La mejor demostración la ofrecen los actuales idiomas balcánicos, cuyo origen se remonta a muchas fuentes idiomáticas distintas. Sin embargo, esos idiomas han recibido, según la confirmación unánime de famosos filólogos, un sello unitario peculiar, yeso tanto en lo que se refiere a su fraseología como al desarrollo de la sintaxis. Para ellos, por ejemplo, el infinitivo se ha perdido más o menos. Uno de los fenómenos más singulares del desarrollo lingüístico lo ofrece el búlgaro. Según la opinión unánime de conocidos filólogos como Schleicher, Leskien, Brugman, Kopitar y otros, el búlgaro está más cerca del antiguo eslavo eclesiástico que de todos los otros idiomas eslavos del presente, aun cuando ha aceptado, además de dos mil palabras turcas y aproximadamente un millar de palabras griegas, también numerosas expresiones del persa, del árabe, del albanés y del rumano. La gramática del idioma búlgaro ha seguido, sin embargo, otras normas. Por ejemplo, el artículo determinativo es añadido al sustantivo como en el albanés y en el rumano; además es el búlgaro, de todos los idiomas eslavos, el único que ha hecho desaparecer casi completamente los siete casos y los ha sustituído por preposiciones como el italiano o el francés.

Ejemplos análogos conoce en abundancia la filología comparada. Esta es también la causa de que la moderna investigación filológica llegue cada vez más al convencimiento de que las antiguas divisiones de los idiomas, según los diversos grupos originarios, en el mejor de los casos sólo deben ser consideradas como auxiliares técnicos, pero corresponden muy poco a la realidad. Hoy se sabe que hasta los idiomas tibeto-chinos, los ural-altaicos y los semíticos están salpicados por una cantidad de vocablos indogermánicos, lo mismo que el antiguo egipcio. Del hebreo se sostiene incluso que por su estructura es semita, pero por su vocabulario es indogermánico. C. Meinhof, uno de los mejores conocedores de los idiomas africanos, sostiene que los idiomas semíticos, camíticos e indogermánicos pertenecen al mismo círculo lingüístico.

Pero no son solamente las influencias extranjeras las que pesan en el desenvolvimiento de todo lenguaje; todo gran acontecimiento en la vida de un pueblo o de una nación, que dirige su historia por otras vías, deja hondas huellas en el idioma. La Gran Revolución francesa no tuvo sólo por consecuencia profundas modificaciones en la vida económica, política y social de Francia; originó también una transformación en el lenguaje y rompió las cadenas que le habían remachado la vanidad de la aristocracia y las literatos bajo su influencia. Precisamente en Francia se había refinado tanto el lenguaje que se utilizaba en la Corte, en los salones y en la literatura que perdió toda fuerza de expresión y sólo se manifestaba en eufemismos y sofismas. Entre el lenguaje de los ilustrados y el del pueblo había un abismo, tan insuperable como el abismo que había entre los estamentos privilegiados y las grandes masas del pueblo. Sólo la Revolución opuso un dique a esa decadencia del idioma. La nueva vida política y social se enriqueció con una cantidad de expresiones vigorosas y populares, de las cuales la mayor parte recibió carta de ciudadanía, aunque en los años de la reacción se hicieron todos los ensayos posibles por extirpar del lenguaje lo que recordase a la Revolución. En su Neologie, aparecida en 1801, mencionó Mercier más de dos mil vocablos que no se conocían en el período de Luis XIV; pero no quedó agotado, sin embargo, el número de los neologismos brotados de la Revolución. Nuevas palabras y expresiones surgieron en el lenguaje en tal número -escribió Paul Lafargue en un artículo digno de mención- que no se habrían podido hacer comprensibles los diarios y escritos de aquel tiempo a los cortesanos de Luis XIV más que por medio de traducciones (5).

El lenguaje popular es un capítulo en sí. Si se considera ligeramente el idioma como la característica esencial de la nación, no raramente se pasa por alto que el entendimiento mutuo entre aquellos que pertenecen a la misma nación es posible a menudo sólo mediante el idioma escrito común. El lenguaje escrito que se elabora en cada nación poco a poco es, comparado con el habla popular, una creación artificial. Por eso el lenguaje popular y el literario están siempre en relaciones tirantes, pues aquél sólo con repugnancia se somete a la coacción externa. Ciertamente, todo lenguaje escrito procede en su origen de un dialecto particular. Ordinariamente es el dialecto de una comarca económica y culturalmente adelantada, cuyos habitantes, en razón de su mayor desenvolvimiento espiritual, disponen también de un vocabulario más amplio, lo que les proporciona poco a poco cierto predominio sobre los otros dialectos. Ese proceso se puede observar en cada país. Poco a poco toma el lenguaje escrito también palabras de otros dialectos, con lo que estimula el entendimiento idiomático dentro de un territorio mayor. Así encontramos en la traducción de la Biblia luterana, para la que se utilizó sobre todo el dialecto de la Alta Sajonia, una gran cantidad de expresiones tomadas de otros dialectos alemanes. Muchas palabras utilizadas por Lutero en su traducción eran tan desconocidas en el Sur de Alemania que sin una explicación especial no fueron comprendidas. Por ejemplo: fülzlen, gehorchen, Seuche, täuschen, Lippe, Träne, Kahn, Ufer, Hügel, etc.; han sido tomadas de dialectos del Alto alemán: staunen, entsprechen, tagen, Unbill, Ahne, dimpf, mientras Damm, Beute, beschwichtigen, flott, düster, sacht son de origen bajo alemán (6).

Es, pues, el idioma escrito el que hace posible un entendimiento en mayor escala, no el lenguaje del pueblo. El ciudadano de Dithmar o de la Prusia Oriental se encuentra ya en el extranjero cuando llega a Baviera o a Suavia. Al habitante de Friesland le suena el alemán-suizo tan extraño como el francés, aunque tiene la misma lengua escrita que el mismo suizo alemán. Todo el mundo sabe que un alemán del Sur está completamente desamparado ante los diversos dialectos del bajo-alemán. El mismo fenómeno encontramos en el idioma de cada nación. El londinense apenas puede entender al escocés que habla su dialecto. Al parisiense le es completamente extraño el francés del gascón o del valón, mientras que para el provenzal, el argot parisiense le es inaccesible sin especial estudio. El italiano de Nápoles le causa menos quebraderos de cabeza al español que al veneciano o al genovés. El dialecto andaluz se distingue bastante del castellano, sin hablar ya del catalán, que es un idioma distinto.

El lingüista que pueda trazar fronteras firmes entre dialecto e idioma, está aún por nacer. En la mayoría de los casos es imposible establecer dónde un modo especial de hablar deja de ser lo que se llama dialecto y debe ser aceptado como su lenguaje particular. De ahí también la inseguridad en los datos sobre la cifra de los idiomas existentes en el mundo, que algunos investigadores estiman en 800 y otros en l.5OO y 2.000.

Pero el lenguaje que deja de ser dialecto, lo que ocurre cuando se convierte en lenguaje escrito, no puede transmitirnos exactamente las características particulares de un dialecto. La traducción de un idioma extraño tiene siempre deficiencias insuperables. Y sin embargo, es más fácil traducir de un idioma a otro que de un dialecto del propio país al lenguaje escrito común, El mero fluir de las cosas se puede reproducir, pero no el espíritu viviente que existe y desaparece con el dialecto. Todos los intentos por traducir a Fritz Reuter al alemán literario han fracasado y no pueden tener nunca éxito, como sería esfuerzo perdido el querer traducir al idioma literario las Alemannische Gedichte de Hebel o a poetas dialectales como Friedrich Stoltze, Franz von Kobell o Daniel Hirtz.

No raramente, el problema sobre si un lenguaje ha de ser considerado dialecto o idioma especial es un asunto puramente político. Así el holandés es hoy un idioma, porque los holandeses poseen un Estado propio; si no fuese así, se consideraría el holandés muy probablemente un dialecto bajo-alemán. La misma relación existe entre el danés y el sueco. En Alemania, tanto como en Suecia, no hay entre los diversos dialectos del país mayor distancia que entre el alemán y el holandés o entre el sueco y el danés. Por otra parte, vemos cómo, bajo la influencia de un nacionalismo exagerado, despiertan a nueva vida idiomas muertos, como el celta en Irlanda y el hebreo en Palestina.

El idioma sigue en general caminos particularísimos y nos coloca siempre ante enigmas nuevos que ningún investigador pudo desentrañar hasta aquí. Hasta no hace mucho se sostenía que todos los lenguajes existentes y ya desaparecidos se remontaban a un idioma originario común. Sin duda ha desempeñado en ello un papel el mito del paraíso perdido. La creencia en una primera pareja humana llevó lógicamente a la noción de un idioma originario común que, naturalmente, había de ser el hebreo, el lenguaje sagrado. Pero el conocimiento progresiva de la descendencia del hombre puso fin a esa creencia. Esa ruptura decidida con las viejas concepciones abrió el camino a una investigación histórico-evolutiva del lenguaje. La consecuencia fue que hubo que abandonar una gran serie de presunciones arbitrarias, que estaban en contradicción insalvable con los resultados de la moderna investigación lingüística. Así cayó también, entre otras, la hipótesis de un desenvolvimiento regular del lenguaje -de acuerdo con leyes fonéticas definidas, como sostuvieron Schleicher y sus sucesores. Hasta que, poco a poco, se llegó a la convicción de que la lenta formación del lenguaje no es en modo alguno un proceso regular y se verifica a menudo sin reglas y sin orden interior. Cuando después se desvaneció en buena hora la teoría sobre la fabulosa raza aria, y junto con ella la fantástica especulación que se anudó a la supuesta existencia de tal raza, comenzó a tambalear también la hipótesis de la procedencia común de los idiomas llamados indogermánicos, que se llaman a menudo arios, y apenas se puede sostener ya en pie.

La fábula de un tronco común en las llamadas lenguas arias no se puede sostener ya después de los trabajos escépticos de Johann Schmidt, y se elude cuidadoumente por los filólogos más destacados. Me parece que ya no está lejano el momento en que no se empleará siquiera el concepto de parentesco del lenguaje, en que el parecido de los elementos lingülsticos se podrá atribuir en gran parte a prestaciones y en menor magnitud quedará inexplicado, en que se renunciará finalmente a aplicar los métodos de la historia a los tiempoo prehistóricos, la ciencia de la tradición al periodo sin tradición. La fantasla del árbol genealógico de la filología comparada, celebró sus triunfos con relación a tiempos de los que han llegado a nosotros fuentes literarias, pero no conexiones históricas. Por lo que conocemos de las conexiones del periodo histórico, no hay ya idiomas filiales; hay sólo adopción de la cultura más fuerte por la más débil (en lo cual la moda, la religión o la fama guerrera pueden haber decidido lo que había de llamarse más débil o más fuerte), adopción en pequeño y en masa, adopción de ramas especiales de la cultura y adopción de culturas enteras (7).

El origen y la formación de las diferentes lenguas están envueltos en nebulosidad tan impenetrable que sólo en base a hipótesis inseguras se puede seguir adelante. De ahí la necesidad de la prudencia en un dominio en que se puede caer tan fácilmente en extravíos insalvables. Pero una cosa es, sin embargo, segura: la opinión de que un idioma es el producto más primitivo de un determinado pueblo o de una determinada nación, y que por eso posee un carácter puramente nacional, carece de toda fundamentación y no es otra cosa que una de las muchas ilusiones que se advierten tan desagradablemente en la época de las teorías raciales y del nacionalismo.

Si se parte del punto de vista de que el idioma es la expresión esencialísima de la nacionalidad, hay que concluir naturalmente que un pueblo o una nación como tales dejan de existir cuando, por una u otra razón, abandonan su idioma, un fenómeno que no es nada raro en la historia. ¿O se es de opinión que, con el cambio del idioma, se opera también una transformación del espíritu nacional o del alma de la nación? Si fuese así, sólo se demostraría que la nacionalidad es un concepto muy inseguro y carente de toda base firme.

Hay pueblos que han cambiado a menudo de idioma en el curso de su historia, y generalmente es un problema de la casualidad el idioma que habla hoy un pueblo. Los pueblos de procedencia germánica: no constituyen, en este aspecto, una excepción; no sólo han aceptado con relativa facilidad las costumbres y usos de pueblos extraños, sino también sus idiomas, olvidando el propio. Cuando los normandos en el siglo IX y en el X se asentaron en el Norte de Francia, apenas pasaron cien años y habían olvidado completamente su idioma, hablando solamente francés. En la conquista de Inglaterra y de Sicilia en el siglo Xl se repitió el mismo fenómeno. Los conquistadores normandos se olvidaron en Inglaterra del francés adoptado y emplearon poco a poco el lenguaje del país sometido, en cuyo desarrollo influyeron fuertemente. Pero en Sicilia y en el Sur de Italia desapareció la influencia normanda por completo y apenas dejó huellas. Los conquistadores se mezclaron íntegramente con la población nativa, cuyo lenguaje y costumbres, por lo general orientales, habían hecho propios. Y no sólo los normandos. Toda una serie de poblaciones germánicas ha abaandonado, en sus emigraciones y campañas de conquista, el viejo idioma y ha adoptado otros. Piénsese en los longobardos en Italia, en los francos en las Galias, en los godos en España, para no hablar de los vándalos; de los suavos, los alanos y muchos otros. No sólo han experimentado las tribus germánicas ese cambio de sus idiomas; pueblos y tribus de la procedencia más diversa han conocido el mismo destino.

Cuando Ludwig Jahn, el gran patriota alemán, que no podía tolerar por principio a ningún francés, escribió estas palabras: En su lengua materna se honra todo pueblo; en el tesoro del idioma registra la primera información de su historia cultural; un pueblo que olvida el propio idioma abandona su derecho al voto en la humanidad y está destinado a un papel mudo en el escenario mundial, se había olvidado, lamentablemente, que el pueblo a que pertenecía, Prusia, era uno de los que habían olvidado su idioma y habían abandonado su derecho al voto en la humanidad. Los viejos prusianos no sólo eran un pueblo cruzado, en donde la tonalidad eslava era la más fuerte, sino que hablaban también un lenguaje emparentado con el letón y el lituano, conservado hasta el siglo XVI. El filólogo Dirr dijo con razón: Hay pocos pueblos, y tal vez no hay ninguno, que no hayan cambiado su idioma en el curso de su historia. Algunos incluso más de una vez.

Notables en este aspecto son los judíos. Su historia primitiva es, como la de la mayoría de los pueblos, enteramente desconocida, pero se puede suponer que ya entraron en la arena de la historia como pueblo mezclado. Durante la dominación judía en Palestina se empleaban dos idiomas: el hebreo y el arameo, de lo que se deduce que los servicios eclesiásticos se celebraban en los dos idiomas. Un largo tiempo antes de la destrucción de Jerusalén, había en Roma una gran comunidad judía que ejerció bastante influencia y había adoptado el idioma latino. También en Alejandría vivían numerosos judíos, que adquirieron un gran caudal después del fracaso de la insurrección de los macabeos. En Egipto adoptaron los judíos el griego, tradujeron sus Escritos sagrados al griego, cuyo texto al fin sólo fue estudiado en este idioma. Sus mejores cabezas tomaron parte en la rica vida espiritual y escribieron casi solamente en griego.

Cuando a comienzos del siglo VIII los árabes irrumpieron en España, acudieron numerosos judíos al país, en el que antes, como en el Norte de Africa, había existido una serie de comunidades judías. Rajo el dominio de los moros disfrutaron los judíos de amplias libertades, que les permitieron cooperar destacadamente en la edificación cultural del país, que en aquel entonces se parecía a un oasis en medio de las tinieblas espirituales en que estaba sumida Europa. Así se convirtió el árabe en el idioma del pueblo judío; hasta obras filosóficorreligiosas como el Moreh Nebuchim de Moisés ben Maimón y los Cosari del afamado Jehuda Halevi fueron escritos en árabe y tan sólo después se tradujeron al hebreo. Con la expulsión de los judíos de España, numerosas familias se establecieron en Francia, Alemania, Holanda e Inglaterra, donde ya existían comunidades judías, que habían adoptado el lenguaje de sus pueblos. Cuando después aparecieron en escena las crueles persecuciones a los judíos en Francia e Inglaterra, acudieron núcleos de fugitivos judíos a Polonia y a Rusia. Llevaron consigo su viejo alemán del ghetto, muy salpicado por vocablos hebreos, a las nuevas patrias, donde, en el curso del tiempo, penetraron en su idioma numerosas palabras eslavas. Así se desarrolló el llamado idisch, el actual lenguaje de los judíos orientales, que en los últimos cuarenta años ha creado una literatura bastante rica, que puede resistir muy bien una comparación con la literatura de los otros pequeños pueblos de Europa. Tenemos aquí un pueblo que, en el curso de su larga y penosa historia, ha cambiado a menudo su idioma, sin perder por ello su unidad interna.

Por otra parte existe toda una cantidad de casos en que la comunidad del idioma no coincide con las fronteras de la nación y otros en que se emplean en el mismo Estado lenguas distintas. Por el idioma, los habitantes del Rosellón están más ligados con los catalanes, los habitantes de Córcega con los italianos, los alsacianos con los alemanes, a pesar de que todos pertenecen a la misma nación francesa. El brasileño habla el mismo idioma que el portugués; en los restantes Estados de América del Sur el español es el idioma nacional. El negro de Haití habla francés, un francés muy estropeado, maltratado, pero, sin embargo, su idioma nativo, pues no posee otro. En los Estados Unidos se habla el mismo idioma que en Inglaterra. En los paises del Norte de Africa y del Asia menor el árabe es el idioma más difundido. Idénticos ejemplos los hay aún en abundancia.

Y en un país tan pequeño como Suiza, se hablan cuatro idiomas distintos: el alemán, el francés, el italiano y el romanche. Bélgica tiene dos idiomas: el flamenco y el francés. En España se emplea, además del idioma oficial, el castellano, también el vasco, el catalán y el gallego. Apenas hay un Estado de Europa que no encierre en mayor o menor proporción elementos lingüísticos diversos.

El lenguaje, pues, no es el signo característico de la nación; incluso no es siempre decisivo para la pertenencia a una nación determinada. Todo idioma está salpicado de una gran cantidad de vocablos foráneos en los que viven las maneras de pensar y la cultura espiritual de otros pueblos. Por esta razón, todos los ensayos para concentrar en el lenguaje la llamada esencia de la nación son falsos y carecen de toda fuerza persuasiva.


Notas

(1) Fritz Mauthner: Die Sprache, pág 55. Frankfort S. el M., 1906.

(2) Ernest Wasserziecher: Bilderbuch der deutschen Sprache. Leben und weben der Sprache.

(3) W. V. Humboldt: Einleitung über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren Einfluss auf Entwicklung der Menschheit.

(4) K. Sandfield-Jensen: Die Sprachwissenschaft; Leipzig-Berlín, 1923.

(5) Este artículo, del que hemos tomado algunos pasajes relativos al desarrollo del idioma francés. apareció primero en la revista parisiense Ere Nouvelle. Una traducción alemana apareció como suplemento número 15 de Die neue Zeit bajo el título: El idioma francés antes y después de la Revolución.

(6) Véase W. Fischer: Die deutsche sprache von heute; 1918. Berlín, Liepzig.

(7) Fritz Mauthner: Die Sprache; pág. 49.

Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha