Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO


CAPÍTULO PRIMERO

LA NACIÓN COMO COMUNIDAD MORAL DE HÁBITOS Y DE INTERESES

SUMARIO

El concepto de nación a través del tiempo.- La nación, como comunidad de origen.- La nación, comunidad de intereses.- División de la nación en castas, estamentos y clases.- Exigencias nacionales e intereses de clase.- El ejemplo del conflicto del Ruhr.- La polltica nacional de Poincaré.- Negociaciones de la industria pesada alemana con el enemigo hereditario, contra el proletariado alemán.- La comunidad étnica en acción.- Los pensionistas de la República alemana.- La nación, comunidad de intereses espirituales.- Luchas de religión y de partido.- Contradicciones.- La nación, comunidad de usos y costumbres.- Ciudad y campo.- Pobres y ricos.- La tradición nacional.- La pertenencia a la nación, consecuencia de aspiraciones políticas de dominio.- América del Norte y América del Sur.- Nación y sociedad.




Los concéptos nación y nacionalidad han experimentado ciertas mutaciones a través del tiempo y poseen incluso hoy mismo el doble sentido que tiene el concepto raza. En la Edad Media se designaba como naciones a las ligas estudiantiles de las Universidades. Así, la famosa Universidad de Praga estaba integrada por cuatro naciones: de los bávaros, bohemios, polacos y sajones. Se hablaba también con frecuencia de una nación de los médicos, de los herreros, de los jurisconsultos, etc. También Lutero hizo una clara diferencia entre pueblo y nación y se refería, en su escrito A la nobleza cristiana de la nación alemana, exclusivamente a los representantes del poder político -príncipes, caballeros y obispos- como nación en oposición al pueblo común. Esa diferencia se mantuvo bastante tiempo, hasta que en el lenguaje comenzó poco a poco a desaparecer la frontera entre nación y pueblo. Muchas veces adquirió el concepto de nación un mal sabor. Ludwig Jahn escribía en su Deutschen Volkstum:

Pero lo que es en verdad lo más alto, lo que en Grecia y en Roma pasaba por tal, es todavla entre nosotros algo así como una injuria: pueblo y nación. ¡Se han metido entre el pueblo! -se dice de los prófugos miserables que pasan de ejército a ejército por la soldada y con un par de zapatos viejos sirven a siete potentados. ¡Esta es una legitima nación!- y el uso corriente se refiere a los gitanos, a las bandas de ladrones, vagabundos, y a los chalanes judios.

Hubo un tiempo en que se contentaban con aplicar el cohcepto nación a una comunidad humana, cuyos miembros habían nacido en el mismo lugar, y a causa de ello estaban asociados por ciertas relaciones solidarias. Esta interpretación corresponde también al sentido de la palabra latina natio, de donde ha surgido el vocablo nación. Es tanto más comprensible cuanto que tiene por base la noción del estrecho lugar natal. Pero ese concepto no corresponde a nuestra idea actual de la nación ni está en armonía con las aspiraciones nacionales de la época, que señalan a la nación las más amplias fronteras. Si la nación se aplicase en verdad sólo al ambiente reducido de la localidad donde un hombre ha visto por primera vez la luz del mundo, y la conciencia nacional fuese considerada como el sentimiento natural de la solidaridad de hombres unidos en comunidad por el lugar de su nacimiento, según esa interpretación no se podría hablar de alemanes, franceses, turcos o japoneses; a lo sumo se podría hablar de hamburgueses, parisienses, amsterdamienses o venecianos, una condición que ha existido realmente en las ciudades-repúblicas de la vieja Grecia y en las comunas federalistas de la Edad Media.

Se hizo después más abarcativo el concepto de nación y se quiso reconocer en él una agrupación humana surgida de la comunidad de las exigencias espirituales y materiales, de las costumbres, usos y tradiciones, lo que representa una especie de comunidad de destino que lleva en sí las leyes de su vida particular. Esa concepción no es ni con mucho tan clara como la primera y además está en oposición con las experiencias cotidianas de la vida. Toda nación comprende hoy las castas, los estamentos, las clases y los partidos más diversos, que no sólo persiguen intereses particulares, sino que a menudo se encuentran frente a frente con declarada hostilidad. Las consecuencias de ello son incontables conflictos que no terminan nunca y divergencias internas que se superan tan dificultosamente como las disidencias temporales entre los diversos Estados y naciones.

Las mismas naciones que estaban ayer aún en el campo del honor, armadas hasta los dientes, en lucha mortal para liquidar por medio de guerras sangrientas sus divergencias reales o supuestas, conciertan mañana o pasado mañana con sus enemigos de la víspera pactos defensivos y ofensivos contra otras naciones con quienes estaban antes ligadas por medio de tratados comerciales o por convenios de naturaleza política o militar. Pero la lucha entre las diversas clases dentro de la misma nación no se deja suprimir mientras existan las clases y la nación esté escindida en su interior por contradicciones económicas y políticas. Incluso cuando, gracias a situaciones extraordinarias o a acontecimientos catastróficos, las contradicciones de clase parecen aparentemente superadas o temporalmente excluídas, como ocurrió con la proclamación de la paz civil en la pasada guerra mundial, se trata siempre de un fenómeno pasajero que trata de la coacción de las circunstancias y cuya verdadera significación no se puso todavía en claro para las grandes masas del pueblo. Pero esas alianzas no tienen consistencia y en la primera ocasión se quebrantan, pues les falta el lazo interno de una verdadera comunidad. Un sistema tiránico de gobierno, en determinadas circunstancias, puede estar en condiciones de impedir temporariamente el estallido de conflictos interiores, corno ocurre hoy en Italia y en Alemania; pero las contradicciones naturales no se suprimen porque se prohiba al pueblo hablar de ellas.

El amor a la propia nación no ha impedido todavía a ningún empresario tomar obreros extranjeros cuando fueron más baratos y de esa manera su cálculo le resultaba mejor. Para ellos no tenía la menor importancia el que originasen así perjuicios a los propios conciudadanos. La ganancia personal es, en este caso, lo decisivo, y las llamadas exigencias nacionales sólo importan cuando no están en contradicción con los propios intereses. Si se produce esa contradicción, se apaga todo entusiasmo patriótico. Sobre el valor de los llamados intereses nacionales nos ha dado Alemania, en los años terribles de la postguerra, una lección que no puede ser fácilmente mal entendida.

Alemania se encontraba, después de la guerra de 1914-18, en una situación desesperada. Había tenido que abandonar territorios económicos de gran importancia; además, había perdido los mercados del extranjero casi por completo. Y para colmo vinieron las imposiciones económicas excesivas de los vencedores y el derrumbamiento del viejo régimen. Si la consigna de la comunidad nacional tiene en general un sentido, habría debido mostrarse en este caso, si la nación quería en realidad afrontar de manera unida las nuevas condiciones y repartir equitativamente la carga de la desgracia sobre todos los estratos de la población. Pero las clases poseedoras ni siquiera pensaron en ello; más bien procuraron salir gananciosas de la situación, aunque las grandes masas del propio pueblo sucumbieran de hambre; su comportamiento patriótico estaba simplemente en relación con la ganancia. Fueron los representantes del junkerismo prusiano y de la industria pesada alemana los que propiciaron siempre, en los años terribles de la guerra, la política anexionista más despiadada y los que, a causa de su codicia insaciable, promovieron la catástrofe del derrumbamiento. No contentos con las fabulosas ganancias que habían obtenido durante la guerra, después de la gran matanza no pensaron un segundo en sacrificar, en beneficio de la nación, un solo penique de los que habían amontonado. Fueron los representantes de la industria pesada alemana los que se hicieron eximir de impuestos por el Estado, impuestos que eran deducidos hasta a los trabajadores más pobres de sus miserables salarios; fueron ellos los que elevaron de un modo inaudito los precios del carbón, mientras la nación se helaba junto a las estufas frías, y los que supieron agenciarse, con los créditos en papel del Reichsbank, ganancias gigantescas. Esta especulación directa con la baja de la moneda, debida precisamente a esos sectores, dió entonces a la industria pesada el poder para cimentar firmemente su dominio sobre la nación hambrienta. Fueron sus representantes los que, bajo la dirección de Hugo Stinnes, provocaron la ocupación del Ruhr, a la que hubo de sacrificar la nación alemana quince mil millones de marcos oro, sin que ellos contribuyesen con un sólo céntimo.

El conflicto del Ruhr, en sus diversas fases de desarrollo, es la más brillante ilustración de la política capitalista de intereses como fondo de la ideología nacional. La ocupación del distrito del Ruhr fue sólo una continuación de la misma política criminal del poder que había llevado al desencadenamiento de la guerra mundial y mantuvo a los pueblos durante cuatro años en un infierno de sangre. En esta lucha se trataba de intereses antagónicos entre la industria pesada alemana y la francesa. Así como los representantes de la gran industria alemana han sido, durante la guerra, defensores indomables del pensamiento de la anexión e integración de la cuenca minera de Briey-Longwey a Alemania, uno de los objetivos principales de la poltica pangermánica, así también la política nacional de Poincaré siguió después las mismas huellas y sostuvo los anhelos anexionistas declarados de la gran industria francesa y de su órgano poderoso, el Comité de Forge. Los mismos propósitos que perseguían antes los grandes industriales alemanes, fueron hechos suyos ahora por los representantes de la industria pesada francesa, es decir, la instauración de ciertos monopolios en el Continente bajo la dirección de determinados grupos capitalistas, para quienes el llamado interés nacional ha sido siempre el escudo de sus intereses comerciales. Lo que proyectaba la industria pesada francesa era la unificación de las minas de hierro de Lorena con los yacimientos carboníferos de la cuenca del Ruhr en la figura de un poderoso trust minero, que le aseguraría el monopolio ilimitado en el Continente. Y como los intereses de los grandes industriales se confundían con los intereses de los especuladores de las reparaciones y fueron abiertamente favorecidos por las castas militares, se trabajó por tanto en este sector con todos los medios por una ocupación del distrito del Ruhr.

Pero antes de llegar a ese punto, tuvieron lugar negociaciones de la gran industria francesa y alemana para hacer posible una solución pacífica, puramente comercial del problema; con lo cual ambas partes habían de obtener su ventaja en conformidad con la situación de sus fuerzas. Ese acuerdo se habría producido; los grandes industriales alemanes habrían enviado al diablo las exigencias nacionales del Reich si hubiesen podido salir a flote con sus intereses. Pero como se les ofrecieron en perspectiva ventajas indudablemente superiores por la industria carbonífera inglesa, para quien un trust minero en el Continente habría sido un rudo golpe, descubrieron de repente su corazón nacionalista y prefirieron la ocupación militar. Junto con los obreros y empleados, que se dejaron engañar en favor de los intereses de sus amos, pues les eran desconocidas las tramas internas, organizaron la resistencia pasiva, y la prensa de Stinnes sopló impetuosamente en las trompetas a fin de inflamar hasta el máximo grado el odio contra el enemigo hereditario. Pero cuando la resistencia fue frustrada, Stinnes y los demás representantes de la gran industria alemana no esperaron al gobierno Stresemann, sino que negociaron con los franceses por propia cuenta. El 5 de octubre de 1923 se reunieron los señores Stinnes, Klockner, Volsen y Vogler con el general francés Degoutte, a quien trataron de incitar para que impusiera a los obreros alemanes del territorio ocupado la jornada de diez horas, a los mismos obreros que en la víspera habían sido sus aliados en la resistencia pasiva contra el gabinete francés. ¿Hay mejor testimonio sobre el valor de la nación como comunidad de intereses? (1).

Poincaré tomó como pretexto los supuestos déficit de Alemania en las entregas de carbón para hacer entrar las tropas francesas en el distrito del Ruhr. Naturalmente ésa era una simulación para dar el barniz de la legalidad a un robo descarado. Se puede comprobar mejor lo dicho, por el hecho de que Francia era entonces, con excepción de sus intereses particulares, para aliviar el juego al gobierno francés, se vió forzado incluso a decretar un impuesto extraordinario de diez por ciento a la introducción de carbón del Sarre, para proteger el carbón francés en el mercado nacional. Lo cierto es que se transportó de nuevo a Alemania el 20 por ciento de ese carbón y sólo un 35 por ciento fue a parar a la industria francesa.

Por otra parte, los grandes industriales alemanes y sus aliados han hecho todo lo que estuvo a su alcance, con la defensa implacable de sus intereses particulares, para aliviar el juego al gobierno francés. Fueron ellos los que se resistieron más encarnizadamente a todos los ensayos para producir una estabilización del marco, porque, gracias a la inflación, podían sabotear más cómodamente el pago de tributos de la industria y de la gran propiedad agraria y hacer gravitar los impuestos sobre las espaldas de los trabajadores de la ciudad y del campo. Gracias a esas obscuras maquinaciones no sólo se desarrolló un ejército de especuladores de divisas y otros acaparadores, que pudo extraer ganancias gigantescas del espantoso empobrecimiento de las grandes masas, sino que se dió también a Francia la ocasión para obtener todavía beneficios extras del desastre de la moneda alemana. Según el testimonio del ministro de finanzas francés Laseyrie, entregó Alemania hasta fines de septiembre de 1921 a Francia combustibles por valor de 2571 millones de francos, por los que, a causa de la desvalorización del marco, sólo se le acreditaron en cuenta 980 millones. El egoísmo comercial de los buenos patriotas alemanes proporcionó, pues, al enemigo hereditario una fuente especial de ingresos a costa de la explotación monstruosa del proletariado alemán y de las clases medias en decadencia.

Pero cuando la lucha del Ruhr tocó a su fin y los industriales del territorio ocupado concertaron los llamados convenios Micum, ninguno de ellos pensó por un solo instante en los millones que habían obtenido durante el período de la inflación; exigieron, por el contrario, del Reich una indemnización proporcionada a sus pérdidas; y el gobierno Luther-Stresemann se apresuró, sin tener en cuenta el derecho de tasación del Parlamento, a entregarles la pequeñez de 706 millones de marcos oro por los daños del Micum, de los cuales sólo se reconocieron en la cuenta de las reparaciones 446 millones de marcos oro, una transacción que no habrá ocurrido muy a menudo en la historia de los Estados parlamentarios.

En una palabra, los representantes de la gran industria, de los latifundios y de la Bolsa no se han inquietado por la supuesta comunidad de los intereses nacionales. No se les ocurrió en manera alguna contentarse con menores ganancias a causa de la guerra perdida, a fin de no hundir inevitablemente en la miseria a la gran mayoría de la nación. Se apropiaron de lo que cayó al alcance de sus manos, mientras la nación apenas podía sostenerse con pan seco y patatas, y centenares de millares de niños alemanes sucumbían por desnutrición. Ninguno de esos parásitos pensó que su voracidad desenfrenada empujaba a la nación entera a la ruina. Y mientras que los obreros y la clase media sucumbían en las grandes ciudades, Stinnes se convirtió en propietario de riquezas fabulosas. Thyssen, que antes de la guerra poseía aproximadamente 200 millones, llegó a ser propietario de un caudal de mil millones de marcos oro; los demás representantes de la gran industria alemana se enriquecieron con el mismo ritmo.

¿Y qué diremos de los llamados los más nobles de la nación? El pueblo alemán, que vegeta desde hace años en un páramo de miseria desconsoladora, paga a sus antiguos príncipes sumas fabulosas como indemnización, y tribunales serviciales se ocupan de que no se les extravíe un solo penique. Y no se trata sólo de indemnizaciones a los padres de la patria derribados por la revolución de noviembre de 1918, sino también de las que se pagan desde hace mucho tiempo a los descendientes de pequeños potentados, cuyos territorios han desaparecido del mapa desde hace más de 130 años. A esos descendientes de antiguos déspotas locales paga el Estado anualmente la pequeñez de 1.834.139 marcos. De los príncipes gobernantes hasta el estallido de la revolución, exigen solamente los Hohenzollern indemnizaciones por 200 millones de marcos oro. Las exigencias de todos los ex príncipes cuadruplican los empréstitos Dawes. Mientras que a los más pobres se les acortó continuamente el salario mísero, insuficiente para satisfacer las necesidades más elementales, a ninguno de aquellos nobles se le ocurrió abandonar un penique para aliviar la miseria; como Shylock, insistieron en la libra de carne y dieron al mundo un ejemplo clásico de lo que significa la comunidad de intereses de la nación.

Pero esto no sólo se aplica a Alemania. La supuesta comunidad de los intereses nacionales no existe en país alguno y en esencia no es más que la simulación de hechos falsos en interés de pequeñas minorías. La prensa francesa, durante la campaña del Ruhr, no se cansó de asegurar al pueblo que Alemania debía ser obligada a pagar, si es que Francia no quería sucumbir; y como en todas partes, también allí se tomaron esas promesas por moneda contante y sonante. Pero eso no cambia nada el hecho de que, de las enormes sumas que Alemania hubo de entregar a Francia después de la terminación de la guerra, sólo una parte insignificantemente pequeña fue a parar a manos de la nación francesa como tal y destinada a la reconstrucción de los territorios destruídos. Como en todas partes, también allí cayó la parte del león en los bolsillos sin fondo de las minorías privilegiadas. De los 11.400 millones de marcos oro que Alemania entregó a Francia como pago de las reparaciones hasta el 31 de diciembre de 1921, sólo se emplearon 2.800 millones en la reconstrucción; 4.300 millones fueron consumidos sólo para la ocupación y las comisiones interaliadas en Alemania.

En Francia, como en Alemania, quien sufre es siempre la población laboriosa, cuya piel se reparten las clases propietarias de ambos países. Mientras los representantes del gran capitalismo embolsaron ganancias enormes en los países beligerantes y casi se ahogaron en la propia gordura, millones de desdichados seres humanos hubieron de abonar con sus cuerpos sin vida los campos de batalla del mundo entero. Y también hoy, cuando la forma de la guerra no ha hecho más que cambiar, las clases laboriosas son las verdaderas víctimas en la sociedad, y con su miseria, los terratenientes, empresarios industriales y señores de la Bolsa acuñan sonantes monedas.

Echese una mirada a las modernas industrias armamentistas de los diversos países, que ocupan millones de trabajadores y disponen de capitales formidables, y se verá una representación singular de la comunidad de los intereses nacionales. En esas industrias el patriotismo y la percepción de las necesidades nacionales pertenecen abiertamente al negocio. Los dineros que se gastan por esos sectores para la elevación del entusiasmo nacional, son exactamente acreditados, como los demás gastos, en la conservación de los intereses comerciales. Sin embargo, el pensamiento nacional no ha contenido hasta aquí a ninguna firma de la industria armamentista en la venta de sus productos de destrucción y de muerte a cualquier Estado que le pagase por ellos los precios exigidos. Donde no ocurre así, es que hay en juego intereses comerciales contrarios. Tampoco las altas finanzas de un país cualquiera se dejan limitar por motivos patrióticos en el préstamo a Estados extranjeros de los dineros necesarios para los armamentos de guerra, aun cuando se ponga en peligro por esa acción la seguridad del propio país. Los negocios son los negocios (2).

Es un fenómeno del todo corriente que las grandes empresas de la industria internacional de los armamentos se agrupen comercialmente para suprimir la competencia mutua y hacer más abundantes los beneficios. De las numerosas corporaciones de esa especie mencionamos aquí sólo el Nobel Dynamit Trust, fundado en 1886, que perteneció a empresas inglesas, francesas, alemanas e italianas, pero especialmente la Harvey Continental Steel Company, que apareció en 1894, después de haber inventado los establecimientos Harvey de New Jersey un nuevo procedimiento para fabricar planchas blindadas más delgadas y más fuertes, empleadas de inmediato para su flotas por los diversos gobiernos. Los primeros directores de aquel trust internacional de las planchas blindadas fueron Charles Cammell, Charles E. Ellis (firma John Brown and C°, Inglaterra), Edward M. Fox (Harvey Steel Company, New Jersey, Estados Unidos), Maurice Gény (Schneider et Cie., Francia), León Levy (presidente de la Chatillon-Commentry Compagnie, Francia), José Montgolfier (Compañía de buques y ferrocarriles), Joseph Ott (A. G. Dillingers Huettenwerke, Alemania), Ludwig Kluepfel (A. G. Friedrich Krupp, Alemania), Albert Vickers.

Las mismas gentes, cuya prensa a sueldo ha de alentar año tras año el azuzamiento más desvergonzado contra los otros países y naciones, para mantener vivo en el propio pueblo el espíritu nacional, no vacilan en lo más mínimo en aliarse comercialmente a las industrias armamentistas del extranjero, aunque sólo sea para poder exprimir mejor en su beneficio a la propia patria. El sensacional affaire Putiloff, en enero de 1914, ha demostrado claramente que en los establecimientos Putiloff de San Petersburgo no sólo colaboraba, en la mejor armonía, capital francés y alemán, sino que técnicos de primera categoría de los países mencionados ayudaban a los rusos en la producción de su artillería pesada. Con ironía mordaz el bien informado autor de un libro en el cual reveló despiadadamente la venalidad monstruosa de la prensa nacional en Francia, escribió sobre aquellos acontecimientos significativos:

Los establecimientos Putiloff, incapaces de atender los encargos del Estado ruso, habían entrado en comandita desde 1910 con el Banco de la Unión Parisienne, que les hizo un préstamo de 24 millones, así como con Schneider, de las fábricas Creusot, que les entregó los planos del cañón de 75 milímetros, sus ingenieros y los técnicos necesarios, y también con Krupp en Essen, que puso a su disposición las experiencias de la industria pesada alemana y también sus capataces especializados. Vemos aquí cómo ingenieros franceses y alemanes trabajan fraternalmente, bajo la inspección de empleados de administración y gentes de dinero, de los cuales unos pertenecían al grupo de la Unión Parisienne y los otros estaban emparentados con el Deutschell Bank, en la elaboración de cañones con los que después habían de matarse mutuamente. Es algo maravilloso esa dominación del capitalismo internacional (3).

En el año 1906 se formó en Inglaterra una sociedad que se había impuesto por misión adquirir la filial inglesa de la firma Whitehead and C° en Fiume y ponerla bajo su dirección. Otras firmas armamentistas inglesas tomaron parte en las empresas, cuyo directorio en Hungría se componía de las siguientes personas en 1914: Conde Edgar Hoyos, director general, Albert Edward Jones, Henry Whitehead (firma Armstrong-Whitworth), Saxon William Armstrong Noble (jefe comercial de la Vickers en Europa), Arthur Trevor Dawson (director comercial de la firma Vickers) y profesor Sigmund Dankl. Como vemos, casi todos nombres ingleses y representantes de las compañías más conocidas y más poderosas de la industria inglesa de los armamentos.

Y con ese directorio y esa sociedad fue construido el submarino alemán N° 15, que, en el año 1915, hundió en el estrecho de Otranto al acorazado francés Leon Gambetta con 600 franceses a bordo.

Se podría citar una cantidad de ejemplos semejantes, pero llegaríamos así a una repetición continua de la misma verdad sangrienta. Que en este aspecto tampoco se ha modificado nada después de la guerra mundial, lo ha testimoniado el conocido lord inglés Robert Cecil, en junio de 1932, en una manifestación gigantesca de las Cruzadas de la paz en Londres. Lord Cecil dirigió fuertes ataques contra la industria internacional de los armamentos e hizo resaltar sobre todo su obscura influencia en la prensa parisiense. Algunos de los mayores diarios franceses, según sus datos, fueron comprados por los interesados de la industria del hierro y del acero, y se oponían contínuamente a la conferencia internacional del desarme. Es un secreto público que el comportamiento deplorable de la llamada Sociedad de Naciones en el problema chino-japonés se puede atribuir, en su mayor parte, a las miserables maquinaciones de la industria internacional de los armamentos. Naturalmente, también las altas finanzas internacionales giraban en el mismo círculo (4).

Por eso carece de sentido el hablar de una comunidad de intereses nacionales, pues lo que las clases dominantes de cada país han defendido hasta aquí como exigencias nacionales no ha sido nunca otra cosa que los intereses particulares de las minorías sociales privilegiadas, intereses que debían ser asegurados mediante la explotación económica y la opresión política de las grandes masas. De igual modo que la tierra de la llamada patria y sus riquezas naturales han estado siempre en posesión de aquellas clases, y se pudo hablar con razón de una patria de los ricos. Si la nación fuese en realidad una comunidad de intereses asociados, según se la ha definido, en la historia moderna no habría habido nunca revoluciones y guerras civiles, pues los pueblos no han recurrido por mero placer a las armas de la insurrección; tampoco las interminables y continuas luchas por mejores salarios, tan propias del sistema capitalista, habrían tenido lugar por exclusivo capricho de las capas laboriosas.

Pero si no se puede hablar de una comunidad de intereses puramente materiales y económicos dentro de la nación, menos se puede hablar de ella cuando nos referimos a las exigencias espirituales. Los problemas religiosos y de interpretación del universo han convulsionado y deshecho no raras veces a las naciones de la manera más profunda, escindiéndolas en campos enemigos; aunque no hay que desconocer que también en esas luchas cooperaron los motivos económicos y políticos, y desempeñaron a menudo un papel importante. Piénsese en las luchas sangrientas que tuvieron lugar en Francia, en Inglaterra, en Alemania y en otros países entre los partidarios de la vieja Iglesia y las tendencias diversas del protestantismo, luchas que sacudieron profundamente el equilibrio interno de la nación; o en los enérgicos y algunas veces violentísimos choques de la burguesía democrática con los representantes del régimen absolutista; en la guerra criminal entre los Estados del Norte y del Sur de Estados Unidos en pro o en contra de la conservación de la esclavitud de los negros, y en mil otros fenómenos de la historia de todos los pueblos, y se comprenderá fácilmente el valor que tiene la nación como guardiana de los intereses espirituales.

Toda nación está hoy escindida en una docena de partidos diversos y de tendencias ideológicas, cuya actividad destruye el sentimiento de comunidad nacional y refuta la fábula sobre los intereses espirituales nacionales comunes. Cada uno de esos partidos tiene su propia razón de partido, de acuerdo con la cual lucha contra todo lo que pudiera amenazar su existencia y elogia sin limites todo lo que beneficia sus finalidades particulares. Y como cada tendencia sólo puede representar las opiniones de una cierta parte de la nación, pero no a ésta misma en su generalidad, se deduce de ahí que las llamadas exigencias espirituales de la nación o el supuesto pensamiento nacional irradia en colores tan distintos como partidos y tendencias ideológicas hay en un país. Por eso sostiene cada partido de sí mismo que es el mejor exponente de las exigencias espirituales de la nación, lo que, en períodos criticos, tiene por consecuencia el rechazo como traidoras y enemigas de la patria de todas las interpretaciones y aspiraciones distintas, un método que no exige mucho ingenio, pero que nunca ha fallado en sus propósitos hasta ahora. Alemania e Italia son testimonios clásicos de ello.

Por lo demás, se encuentra esa divergencia de las ideas y concepciones no sólo en los partidos, que chocan entre sí como representantes de determinados principios económicos y de determinadas aspiraciones políticas; se la encuentra también entre tendencias que por su concepción están en el mismo terreno, pero discrepan entre sí sólo por razones de naturaleza subalterna. Pero en tales casos la lucha entre las diversas fracciones se vuelve incluso más irreconciliable y llega no sin cierta frecuencia a un grado de fanatismo que parece inconcebible a los que se encuentran fuera de la contienda. Una ojeada a las actuales luchas de tendencia en el campo del socialismo testimonia bastante al respecto. Cuanto más hondamente se examinan las cosas, tanto más claro se reconoce que no es fácil sostener el carácter unitario de los intereses espirituales dentro de la nación. En realidad, la creencia en la supuesta unidad de los intereses espirituales de la nación no es más que una ilusión que se mantendrá sólo mientras las clases dominantes consigan engañar con el andamiaje externo, a las grandes capas de la población, sobre las causas verdaderas de la desintegración social.

La diversidad de los intereses económicos y de las aspiraciones espirituales dentro de la misma nación desarrolla naturalmente costumbres y hábitos particulares en los miembros de las distintas clases sociales; por eso es muy exagerado hablar de una comunidad de las costumbres y de los hábitos nacionales. Semejante concepción no tiene más que un valor relativo. En realidad ¿qué vínculo de comunidad podría existir en este aspecto entre un habitante del barrio berlinés de los millonarios y un minero del distrito del Ruhr? ¿Entre un moderno magnate de la industria y un simple jornalero? ¿Entre un general prusiano y un pescador de Holstein? ¿Entre una dama rodeada de todo lujo y una obrera a domicilio del Eulengebirge silesiano? Todo gran país encierra una cantidad ínfinita de diversidades de naturaleza climática, cutural, económica y social. Tiene sus grandes ciudades, sus distritos industriales desarrollados, sus villorrios olvidados y sus valles montañeses en los que apenas ha penetrado una chispa de vida moderna. Esa infinita diversidad de las condiciones espirituales y materiales de existencia excluye de antemano toda comunidad estrecha de costumbres y de usos.

Todo estamento, toda clase, todo estrato de la sociedad desarrolla sus hábitos particulares de vida, en los que difícilmente puede encontrarse cómodo el que está fuera de ellos. No se exagera al afirmar que entre la pohlación obrera de las distintas naciones existe mayor comunidad de costumbres y modalidades generales de vida que entre las capas propietarias y los desheredados de la misma nación. Un obrero obligado a emigrar al extranjero se encontrará muy pronto como en su casa entre los pertenecientes a su oficio o a su clase, mientras le están cerradas herméticamente las puertas de las otras clases sociales de su propio país. Esto se aplica naturalmente también a todas las demás clases y categorías de la población.

Las contradicciones agudas entre la ciudad y el campo, existentes hoy en casi todos los Estados, constituyen uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. El grado que pueden alcanzar esas contradicciones lo ha revelado Alemania, en el período difícil de la desvalorización monetaria, de una manera que no se puede olvidar, pues eso ocurrió cuando se cercó por el hambre, sistemáticamente, a las ciudades y se proclamó aquella frase alada sobre el pueblo que debe morir de inanición con los graneros repletos. Toda apelación al espíritu nacional y a la supuesta comunidad de intereses de la nación sonó entonces como un grito en el desierto y mostró con toda claridad que la leyenda sobre la comunidad de los intereses nacionales se desvanece como pompas de jabón en cuanto intervienen los intereses particulares de determinadas clases. Pero entre la ciudad y el campo no sólo existen contradicciones de naturaleza puramente económica; existe también una fuerte repulsión sentimental que ha nacido paulatinamente de la diversidad de las condiciones sociales de vida, y hoy ha echádo hondas raíces. Hay pocos habitantes de las ciudades que puedan comprender y penetrar en el mundo de ideas y en la concepción de vida del campesino. Pero al campesino se le hace más difícil todavía penetrar en la vida del espíritu del hombre de ciudad, contra el cual siente desde hace siglos un mudo rencor, que no se puede explicar más que por las relaciones sociales vigentes hasta ahora entre la ciudad y el campo.

El mismo abismo existe también entre las esferas intelectuales de la nación y las grandes masas de la población laboriosa. Hasta entre aquellos intelectuales que actúan desde hace muchos años en el movimiento obrero socialista, hay muy pocos que sean realmente capaces de penetrar por completo en los sentimientos íntimos y en el círculo mental del trabajador. Algunos intelectuales perciben esto, incluso muy penosamente, lo que da a menudo motivo a trágicos conflictos interiores. Se trata en este caso no de diversidades innatas del pensamiento y del sentimiento, sino de resultantes de un modo particular de vida, que corresponden a los efectos de una educación de otra naturaleza y de un ambiente social distinto. Cuanto más envejece un hombre, más difícilmente consigue escapar a esos influjos, cuyos resultados se convierten en él en una segunda naturaleza. Este muro invisible que existe hoy entre los intelectuales y las masas obreras en cada nación, es una de las causas principales de la secreta desconfianza que germina en grandes círculos del proletariado, por lo general inconscientemente, respecto de los intelectuales y que poco a poco se ha condensado en la conocida teoría de las manos callosas.

Más costoso aún resulta establecer puntos de contacto espirituales entre los representantes del gran capital y el proletariado de una nación. Para millones de trabajadores el capitalista es sólo una especie de pólipo que se alimenta de su sudor y de su sangre; muchos no comprenden siquiera que tras las funciones económicas puedan existir cualidades puramente humanas. Pero el capitalista está a mil codos, en la mayoría de los casos, sobre las aspiraciones de los trabajadores; incluso las suele considerar con un menosprecio señorial que los productores estiman más opresivo y desmoralizador que el hecho mismo de la explotación económica. En tanto que se halla inspirado por una cierta desconfianza contra el proletariado del propio país, mezclada no raramente a una hostilidad abierta, expresa siempre a las clases propietarias de otras naciones su adhesión, aun allí donde sólo se trata de cuestiones puramente económicas o políticas. Esta situación puede experimentar de tanto en tanto algún obscurecimiento, cuando los intereses contrapuestos chocan con demasiada violencia; pero la disputa interna entre las clases propietarias y las desposeídas dentro de la misma nación no termina nunca.

Tampoco se va muy lejos con la comunidad de la tradición nacional. Las tradiciones históricas son al fin de cuentas algo distinto de lo que nos han inculcado los establecimientos de instrucción del Estado nacional. Sobre todo, la tradición en sí no es lo esencial; es más importante el modo de concebir lo tradicional por las diversas capas sociales en la nación, de interpretarlo y de sentirlo. Por eso es tan ambigua y errónea la representación de la nación como comunidad de destino. Hay acontecimientos en la historia de cada nación que son sentidos por todos sus miembros como fatalidad; pero la naturaleza de esa sensación es muy distinta y está diversamente determinada por el papel que han jugado uno y otro partido o clase en aquellos acontecimientos. Cuando en tiempos de la Comuna de París, 35.000 hombres, mujeres y niños del proletariado, fueron exterminados, la espantosa derrota fue sin duda para ambos sectores una fatalidad inexurable. Pero mientras unos cubrían la capital con el pecho atravesado y los miembros desgarrados, su muerte dió a los otros la posibilidad de fortalecer de nuevo su dominio, que la guerra perdida había sacudido radicalmente. Y en este sentido vive también la Comuna en las tradiciones de la nación. Para la propietarios la insurrección del 18 de marzo de 1871 es una salvaje rebelión de la canalla contra la ley y el orden; para los trabajadores un episodio glorioso en la lucha emancipadora del proletariado.

Se podría llenar volúmenes enteros con ejemplos parecidos de la historia de todas las naciones. Además, los acontecimientos históricos en Hungría, Italia, Alemania, Austria, etc. nos dan el mejor testimonio de lo que significa la comunidad de destino de la nación. La violencia brutal puede imponer a una nación un destino común, lo mismo que puede crear o aniquilar arbitrariamente naciones, pues la nación no es nada orgánico, sino algo creado artificialmente por el Estado, con el cual está íntimamente ligada, según nos muestra cada página de la historia. Pero el Estado mismo no es una estructura orgánica, y la investigación sociológica ha estabecido que en todas partes y en todos los tiempos surgió como resultado de intervenciones violentas de elementos de tendencias guerreras en la vida de los pacíficos grupos humanos. La nación es, por lo tanto, un concepto puramente político, que se realiza sólo por la pertenencia de los hombres a un determinado Estado. También en el llamado derecho de gentes tiene la palabra nación exclusivamente ese significado, lo que se desprende ya del hecho de que todo ser humano puede ser miembro de una nación cualquiera por la naturalización.

La historia de cada país nos da una enorme cantidad de ejemplos sobre la manera de deteerminar arbitrariamente la pertenencia de grupos étnicos enteros a una nación gracias a la coacción brutal del más fuerte. Los habitantes de la actual Riviera francesa se acostaron un día a dormir como italianos y despertaron al día siguiente como franceses, porque así lo había decidido un puñado de diplomáticos. Los heligolandeses eran miembros de la nación británica y fieles súbditos del gobierno inglés, hasta que a éste se le ocurrió enajenar la isla a Alemania, con lo cual fue sometida la jurisdicción nacional de sus habitantes a un cambio radical. Si el día antes de la decisión su mayor mérito consistía en ser buenos patriotas ingleses, esa suprema virtud, después de la entrega de la isla a Alemania, fue su mayor pecado contra el espíritu de la nación. De esos ejemplos los hay a montones; son característicos de toda la historia de la formación del Estado moderno. Echese una ojeada a las frías prescripciones del tratado de paz de Versalles, y se tendrá un ejemplo clásico de fabricación artificios a de naciones.

Y como el más fuerte hoy y en todos los tiempos pudo disponer de la nacionalidad de los más débiles a capricho, así fue y es capaz de borrar a su antojo la existencia de una nación, si le parece conveniente por razones de Estado. Léanse las consideraciones en que cimentaron en su tiempo Prusia, Austria y Rusia su intervención en Polonia y prepararon el reparto de ese país. Están amontonadas en el famoso tratado del 5 de agosto de 1772 y constituyen un verdadero modelo de mendacidad consciente, de repulsiva hipocresía y de violencia brutal. Justamente porque hasta aquí se ha tenido poco en cuenta lo relativo a esos fenómenos, se han difundido las ilusiones más extravagantes sobre la verdadera esencia de la nación. No son las diferencias nacionales las que llevan a la fundación de diversos Estados: son los Estados los que engendran artificiosamente las diferencias nacionales y las estimulan con todas sus fuerzas, para hallar justificación moral a su existencia. Tagore virtió esta oposición esencial entre nación y sociedad con las acertadas palabras que siguen:

Una nación en el sentido de unificación política y económica de un pueblo representa en si una población que se organiza para un objetivo mecánico. La sociedad humana como tal no tiene fines exteriores. Es una finalidad por si misma. Es la forma natural en que se expresa el hombre como ser social. Es el orden natural de las relaciones humanas que da a los hombres la posibilidad de desarrollar sus ideales de vida en esfuerzo común (5).

Que una nación no se desarrolla orgánicamente, no se crea a sí misma, como se sostiene a menudo, que es más bien el producto artificial del Estado, impuesto mecánicamente a los diversos grupos humanos, lo vemos en el magnífico ejemplo de la oposición entre la formación política de América del Norte y la del Sur. En América del Norte consiguió la Unión reunir en un poderoso Estado federativo a todo el territorio desde la frontera canadiense hasta la mexicana y desde el océano Atlántico hasta el Pacifico - un proceso favorecido mucho por circunstancias de naturaleza diversa. Y fue así a pesar de que los Estados Unidos albergaban la mezcla étnica más variada, a la que habían entregado su contribución todas las razas y naciones de Europa y también de otros continentes, de modo que se puede hablar con razón de un melting-pot of the nations (crisol de naciones).

América del Sur y del Centro, en cambio, se descomponen en dieciséis distintos Estados con dieciséis diversas naciones, aunque el parentesco racial entre esos pueblos es infinitamente mayor que en América del Norte y todos -con excepción del portugués en Brasil y de los diversos idiomas indígenas- hablan también el mismo idioma. Pero el desarrollo político en América latina fue otro. Aspiraba, en verdad, Simón Bolívar, el libertador de América del Sur del yugo español, a una Federación de Estados de todos los países sudamericanos, pero no consiguió ejecutar ese plan, pues dictadores ambiciosos y generales como Prieto en Chile, Gamarra en Perú, Flores en Ecuador, Rosas en Argentina, y otros, contrarrestaron ese proyecto por todos los medios. Bolívar se sintió tan amargado por esas maquinaciones de sus rivales, que escribió poco antes de su muerte estas palabras:

En América del Sur no hay fidelidad ni fe, ni en los hombres ni en los diversos Estados. Todo convenio es aqui un pedazo de papel, y lo que se llama Constitución, es solamente una colección de tales jirones de papel.

El resultado de las aspiraciones de mando de pequeñas minorías y de individuos de tendencias dictatoriales fue la aparición de toda una serie de Estados nacionales, que se hicieron la guerra mutuamente en nombre de las exigencias nacionales y del honor nacional, lo mismo que en Europa. Si los acontecimientos políticos se hubiesen desarrollado en América del Norte de modo parecido a como ocurrió en los países del Sur del continente, habría también allí californianos, michiganeses, kentuckianos o pensilvaneses, como en América del Sur hay argentinos, chilenos, peruanos o brasileños. La mejor prueba de que la esencia de la nación está en las aspiraciones puramente políticas.

El que vive de ilusiones y cree que los intereses materiales y espirituales y la equivalencia de los usos, costumbres y tradiciones determinan la verdadera naturaleza de la nación, e intenta derivar de esa presunción arbitraria la necesidad moral de las aspiraciones nacionales, se engaña a sí mismo y engaña a los demás. De esa comunidad no se puede descubrir ni la más mínima señal en ninguna de las naciones existentes. El poder de las condiciones sociales es también, en este caso, más fuerte que las presunciones abstractas de toda ideología nacionalista.


Notas

(1) Cuando llegó a la publicidad la noticia de ese encuentro, y se supo que el general Degoutte no dejó dudas a los señores de que no intervendría en asuntos de la política interior alemana, acusó la prensa obrera alemana a los señores Stinnes y compañía de traición a la patria. Arrinconados así, los patronos negaron al principio rotundamente todo. Pero en la sesión del Reichstag del 20 de noviembre de 1923 leyó el diputado socialista Wels el protocolo de aquella conversación, redactado por los mismos grandes industriales, con lo que quedó desvanecida la última duda sobre la reunión habida.

(2) Negocios de esta especie se hacen a menudo incluso para estimular al propio Estado a adquisiciones. Walton Newbold informa en un libro digno de leerse sobre algunos casos concretos de la práctica comercial de la conocida empresa Mitchel and Co. de Inglaterra, caracterfsticos de los métodos que prevalecen en la industria del armamentismo:

Armstrong era un genio -escribe Newbold-. Su firma construyó para Chile un gran crucero, el Esmeralda. Cuando estuvo terminado, se dirigió a la opinión pública británica y declaró con todo la plenitud de la indignación moral que nuestra (británica) flota no poseía ningún barco que pudiera superar al Esmeralda, escapársele o sólo batirse con él. Y señaló el peligro que podría surgir para nuestro comercio a causa de esos barcos. El Almirantazgo se hizo eco muy pronto de esta delicada insinuación y compró a la firma de Sir William Armstrong la mayoría de los cañones y armaduras para nuevos y mejorados Esmeraldas. Después construyó la misma empresa un crucero superior aún, el Piemonte, para Italia; y nuevamente supo Armstrong interesar al mundo en favor de su empresa, y los Estados sudamericanos se disputaron entre ellos y con el Japón para recibir de Elswick el primer Piemonte mejorado. También Inglaterra hizo construir algunos Piemonte, en alguna otra parte, es verdad, pero provistos de cañones según el último modelo de Armstrong.

En otro pasaje informa Newbold:

Aproximadamente treinta años se combatieron las empresas de sir William Armstrong y sir Joseph Whitworth, productoras ambas de cañones, como perro y gato, esforzándose por echar abajo mutuamente sus artículos. Sólo en un punto había en ellas unanimidad: ambas sostenían la opinión de que todos los gastos para la producción de planchas blindadas eran dineros derrochados estérilmente, que se aprovecharían mejor en la adquisición de cañones. Las dos empresas construían solamente cañones, no planchas blindadas. Diez años después de ese duelo contra las planchas blindadas, asociadas ya las dos empresas, el primer paso de sus sucesores fue la instalación de un maravilloso taller para la fabricación de planchas blindadas.

(J. T. Walton Newbold, How Europe Armed for War, London, 1916).

Estos casos no son en manera alguna los peores ni son sólo posibles en la pérfida Albión. Toda empresa armamentista, sin diferencia de nacionalidad, emplea los mismos métodos impuros y sabe cómo corregir las posibilidades dadas en su beneficio para un buen negocio. Sólo un ejemplo al respecto:

El 19 de abril de 1915 el diputado Karl Liebknecht, apoyado por el diputado del centro Pfeiffer, declaró en el Reichstag algo que promovió indignación en toda Alemania. Con documentos indiscutibles en la mano demostró que Krupp, por intermedio de un cierto Brandt, hizo sobornar a una cantidad de empleados del gran Estado Mayor y del Ministerio de la Guerra para entrar en posesión de importantes protocolos secretos sobre próximos pedidos de armamentos. Además, había tornado a su servicio, con elevados sueldos, a oficiales de todas las graduaciones, hasta generales y almirantes, los cuales tenían la misión de llevarle pedidos para el ejército. Y por si no bastara todo eso, tomó Krupp a sueldo una parte de la prensa, en unión con otros proveedores de guerra, Mauser, Thyssen, Düren, Lüwe, para incitar al patrioterismo y despertar la psicología guerrera. En un registro se encontró una parte de los protocolos secretos en poder del subdirector de los establecimientas Krupp, señor Dewitz. Mediante esa agitación de la prensa debía ganarse la voluntad del pueblo alemán, con el sentimiento de la amenaza continua por las otras potencias, para nuevos armamentos y nuevos gastos militares. Según las estaciones y la necesidad se cambiaban los nombres del enemigo amenazante. Cuando Krupp o Thyssen necesitaban pedidos de ametralladoras, el enemigo era el ruso o el francés; si querían encargos de buques acorazados para los astilleros de Stetlin, Alemania era amenazada por los ingleses. Liebknecht poseía entre su material de acusación la carta del director de la fábrica de armas Lowe a su representación parisiense en la Rue de Chateaudun:

¿No sería posible hacer publicar en uno de los diarios más leídos de Francia, preferible en el Fígaro, un artículo que dijese aproximadamente: El ministerio de guerra de Francia ha resuelto acelerar considerablemente la producción para el ejército de determinadas ametralladoras y duplicar los encargos primitivos (Haga todo lo posible, se lo ruego, para difundir esas y otras noticias por el estilo.

Firmado: Von Gontard, director.

La noticia no fue publicada en esa forma. La mentira era demasiado notoria y el Ministerio de la Guerra la habría desmentido inmediatamente. En camhio, apareció unos días después -¡naturalmente sólo por casualidad!- en el Figaro, el Matín y el Echo de París, una cantidad de artículos sobre las excelencias de las ametralladoras francesas y sobre la superioridad alcanzada por el armamento del ejército francés.

Con esos diarios en la mano, interpeló el diputado prusiano Schmidt, un aliado de la gran industria alemana, al canciller del Reich, preguntándole qué pensaba hacer el Gobierno para contrarrestar esas amenazas francesas y restablecer el equilibrio en el armamento. Sorprendido y al mismo tiempo atemorizado, aprobó el Reichstag por gran mayoría y sin discusión los medios para el aumento de las ametralladoras. Francia respondió, naturalmente, con una nueva fortificación de esa especie de armas. Mientras el Fígaro, el Matín y el Echo de París intranquilizaban al pueblo francés con los fragmentos de periódicos pangermánicos, especialmente del Post, cuyo principal accionista era Gontard, la opinión pública fue trabajada igualmente en Alemania en favor de los nuevos armamentos. Los dividendos de Creusot, de Mauser y de Krupp se elevaron, los directores embolsaron bonitas sumas, Fígaro, Matín y Echo de París cobraron cierta cantidad de cheques, y el pueblo, como siempre, pagó. (Hínter der Kulissen des französíchen Journalismus von eínem Paríser Chefredakteur, pág. 129. Berlín, 1925).

(3) Hinter den Kulissen des französtischen Jounlalismus, pág. 252.

(4) Existe ya toda una literatura sobre este tenebroso capitulo del orden social capitalista. Además de los escritos ya citados, mencionamos aqul los que siguen: Generäle, Handler und Soldaten, por Maxim Ziese y Hermann Ziese-Beringer; The Devil's Business, por A. Fenner Brockway; Dollar Diplomacy, por Scott Nearing y J. Freemann; Oil and the germs of War, por Scott Nearing, y ante todo, el valioso escrito de Otto Lehmann-Russbüldt: Die blutige lnternational der Rüstugsindustrie. Es de notar que aunque hasta aqul no se haya hecho ningún ensayo para poner siquiera en tela de juicio los hechos terribles expuestos por Lehmann-Russbüldt, el anterior gobierno alemán le quitó a este hombre sincero el pasaporte a fin de imposibilitarle viajar por el exterior, como si con ello pudiese hacer peligrar los intereses del Reich. Se acepta como una cosa normal que civilizados canibales hagan un negocio del asesinato organizado de los pueblos y que pongan sus capitales en empresas que tienen por objetivo la muerte en gran escala de seres humanos, mientras que al mismo tiempo se proscribe socialmente a un hombre que tiene el valor de anatematizar públicamente las maquinaciones infames y criminales de turiferarios sin honor que acuñan monedas contantes y sonantes con la sangre y el dolor de millones de seres.

(5) Rabindranath Tagore: Natinalismus, pág. 18.

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