Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO DÉCIMO QUINTO

EL NACIONALISMO COMO RELIGIÓN POLÍTICA

SUMARIO

El fascismo como último resultado de la ideología nacionalista. Su lucha contra el mundo del liberalismo.- Mussolini adversario del Estado.- Su conversión política.- Giovanni Gentile, el filósofo de Estado del fascismo.- Nacionalismo como aspiración al Estado.- La idea fascista del Estado y el moderno capitalismo monopolista.- Barbarie económica contempóránea.- El Estado destructor de la comunidad.- La libertad como ligamento social.- La educación del hombre-masa moderno en andadores.- La lucha contra la personalidad.- El Estado totalitario.- El nacionalismo como religión revelada.- La decadencia de la cultura. ¿Decadencia o aurora?




El nacionalismo moderno, que ha encontrado en el fascismo italiano y en el nacional-socialismo alemán su expresión más acabada, es enemigo mortal de todo pensamiento liberal. La extirpación completa de las corrientes de libertad es, para sus representantes, la primera condición del despertar de la nación. En Alemania, por lo demás, se mezclan en la misma olla, de un modo raro, liberalismo y marxismo, la que no puede asombrar demasiado cuando se sabe con que ímpetu violento saltan los heraldos del Tercer Reich sobre los hechos, las ideas y las personas. Que también el marxismo, en sus ideas fundamentales -lo mismo que la democracia y el nacionalismo-, parte de una noción colectiva, es decir, del punto de vista de clase, y ya por esa razón no pudo tener relaciones internas con el liberalismo, es cosa que origina pocos quebraderos de cabeza a sus adversarios hitlerianos de hoy.

Que ese moderno nacionalismo, con su extremo fanatismo estatal, no puede tomar de las ideas liberales ningún aspecto bueno, se comprende sin más explicaciones. Pero es menos comprensible la afirmación que hacen sus dirigentes de que el Estado actual está radicalmente infectado de liberalismo, y por ese motivo ha perdido su antigua significación como poder político. Lo cierto es que el desarrollo político de los últimos ciento cincuenta años no ha seguido la ruta que el liberalismo había deseado. De su idea de limitar lo más posible las funciones del Estado y reducir a un mínimo su campo de acción, ha llegado muy poco a los hechos. El campo de acción del Estado no fue empequeñecido, sino más bien se ha extendido y multiplicado, y los llamados partidos liberales, que andando el tiempo fueron arrastrados cada vez más por la corriente de la democracia, han contribuido en grado sumo a ello. En realidad, el Estado no se ha liberalizado, sino democratizado; por eso no ha decrecido su influencia en la vida personal del hombre, sino más bien ha ido en constante aumento.

Hubo un tiempo en que era posible opinar que la soberanía de la nación no se podía comparar con la soberanía de un monarca legítimo, y por eso la posición del poder del Estado tenía que debilitarse. Mientras la democracia luchaba aún por su reconocimiento, esa concepción pudo haber tenido una cierta razón de ser. Pero esa época ya pasó hace tiempo. Nada ha afianzado tanto desde entonces la seguridad interna y externa del Estado como la creencia religiosa en la soberanía de la nación, sancionada siempre solemnemente, y de tanto en tanto, por el sufragio universal. Pero es indudable que se trata aquí de una noción religiosa de naturaleza política. También Clemenceau, cuando llegó, interiormente aislado y amargado, al fin de su carrera, se expresó en ese sentido: El sufragio universal es un juguete del que se cansa uno pronto. Pero no hay que decirlo en alta voz, pues el pueblo debe tener una religión. Así es ... Triste, pero verídico (1).

El liberalismo fue el clamor de la personalidad humana contra las aspiraciones niveladoras del régimen absoluto, y luego contra el ultracentralismo y la ciega credulidad estatal del jacobinismo y sus distintas derivaciones democráticas. En este sentido fue interpretado todavía por Mill, Buckle y Spencer. Pero hasta Mussolini, que hoy combate de la manera más furiosa el liberalismo, fue hasta no hace mucho un defensor apasionado de ideas liberales cuando escribía:

Con su monstruosa máquina burocrática el Estado da la sensación del sofocamiento. El Estado era soportable para el individuo mientras se contentaba con ser soldado y policía; pero hoy el Estado lo es todo: banquero, usurero, propietario de casas de juego, naviero, rufián, agente de seguros, cartero, ferroviario, empresario, maestro, profesor, vendedor de tabaco e innumerables cosas más, además de sus funciones anteriores de policía, juez, guardián de prisiones y recaudador de impuestos. El Estado, ese Moloch con rasgos espantosos, lo ve hoy todo, lo hace todo, lo controla todo y lo arruina todo. Cada función estatal es una desgracia. Una desgracia el arte del Estado, la navegación del Estado, el abastecimiento estatal, y la letanla podría proseguir hasta lo infinito ... Si los hombres tuvieran sólo un pálido presentimiento del abismo hacia el cual se dirigen, crecería la cifra de los suicidios, pues vamos al aniquilamiento completo de la personalidad humana. El Estado es aquella terrible máquina que devora seres vivientes y los escupe luego como cifras muertas. La vida humana no tiene ya secretos, no tiene intimidad, ni en lo material ni en lo espiritual; todos los rincones han sido registrados, todos los movimientos medidos; cada cual es encerrado en su oficio y remunerado como en una prisión (2).

Esto se escribió pocos años antes de la marcha sobre Roma. La novísima revelación le ha llegado a Mussolini bastante rápidamente, como tantas otras cosas. En realidad, la llamada concepción fascista del Estado se manifestó públicamente tan sólo después que el Duce había llegado al poder. Hasta allí irradiaba el movimiento fascista en todos los colores del arco iris, lo mismo que el nacional-socialismo en Alemania hasta no hace mucho. No tenía generalmente ninguna fisonomía definida. Su ideología era una confusa mezcolanza de elementos espirituales de todas las tendencias posibles. Lo que le daba contenido era la brutalidad de sus métodos, su gregarismo implacable, que no respetaba ninguna otra opinión precisamente porque ella misma no tenía ninguna opinión propia que defender. Lo que había faltado hasta aquí al Estado para ser una prisión acabada se lo ha proporcionado con exceso la dictadura fascista. El clamor liberal de Mussolini enmudeció apenas el dictador vió firmemente en sus manos los medios estatales del poder. Cuando se piensa en la forma tan veloz con que Mussolini cambió su opinión sobre la significación del Estado, nos viene involuntariamente a la memoria una frase del joyen Marx:

Nadie combate contra la libertad; combate a lo sumo contra la libertad de los otros. Toda especie de libertad, por eso, ha existido siempre; sólo que algunas veces como privilegio particular, otras como derecho general.

En verdad, Mussolini hizo de la libertad un privilegio a su favor y llegó así a la opresión más brutal de los demás; pues una libertad que procura substituir la responsabilidad del hombre frente a sus semejantes por un sofocante imperativo de mando es mera arbitrariedad, negación de toda justicia y de todo humanismo. También el despotismo necesita una justificación ante el pueblo a quien oprime. De esa necesidad ha nacido el nuevo concepto estatal del fascismo.

En el Congreso internacional hegeliano celebrado en Berlín en 1931, Giovanni Gentile, el filósofo de Estado de la Italia fascista, desarrolló su concepción de la esencia del Estado, que culminaba en la noción del llamado Estado totalitario. Gentile caracterizó a Hegel como el primero y el verdadero fundador del concepto del Estado y comparó su teoría estatal con la concepción del Estado apoyada en el derecho natural y en el pacto recíproco. El Estado -dijo- es para esta concepción sólo el límite en que ha de detenerse la libertad natural e inmediata del individuo, a fin de que sea posible algo así como una convivencia social. Para esa doctrina, el Estado, pues, significa sólo un medio para mejorar la condición de la humanidad, insostenible en sus orígenes naturales; es, pues, algo negativo, una virtud nacida de la necesidad. Hegel ha evolucionado esa teoría centenaria. Fue el primero que ha considerado al Estado como la suprema forma del espíritu objetivo, el primero que comprendió que sólo en el Estado se realiza la verdadera autoconciencia ética. Pero Gentile no se contentó con esa valoración de la concepción estatal hegeliana, sino que trató incluso de superarla. Dijo que Hegel, es verdad, ha considerado al Estado como la forma suprema del espíritu objetivo; pero le reprochó que pusiera por sobre el espíritu objetivo la esfera del espíritu absoluto, de manera que el arte, la religión, la filosofía, que según Hegel pertenecen al dominio espiritual de este último, tenían que entrar en ciertas contradicciones con el Estado. Una moderna teoría estatal, sostenía Gentile, debía superar esas contradicciones de manera que también los valores del arte, de la religión y de la filosofía se convirtiesen en propiedad del Estado. Solamente entonces podría ser considerado el Estado como la forma suprema del espíritu humano, que no se apoya en el individuo, sino en la voluntad general y eterna, en la generalidad suprema (3).

Está claro hacia donde apuntaba el filósofo fascista de Estado: si para Hegel era únicamente el Dios en la tierra, Gentile quería situarlo en el puesto del Dios único y eterno, que no tolera ningún otro Dios sobre sí ni junto a sí e impera absolutamente en todos los dominios del espíritu y de la actividad humanas. Esta es, justamente, la última palabra de un desarrollo político de ideas que, en su abstracto extremismo. pierde de vista toda esencia humana y para el cual el individuo sólo entra en consideración en tanto que es arrojado como ofrenda en los brazos ardientes del insaciable Moloch. El nacionalismo moderno no es más que voluntad de Estado a todo precio, completa supresión del ser humano en holocausto a las finalidades superiores del poder. Esto es precisamente lo característico: el nacionalismo actual no nace del amor al propio país ni a la propia nación; tiene su raíz, más bien, en los planes ambiciosos de una minoría ávida de dictadura, decidida a imponer al pueblo una determinada forma de Estado, aun cuando repugne completamente a la voluntad de la mayoría. La ciega creencia de que la dictadura nacional puede realizar milagros, debe substituir en el hombre el amor al hogar nativo y al sentido de la cultura espiritual de su tiempo; el amor a los semejantes debe quedar aplastado ante la grandeza del Estado, al cual los individuos han de servir de pasto.

Aquí reside la diferencia entre el nacionalismo de un período pasado, que tuvo sus representantes en hombres como Mazzini y Garibaldi, y las aspiraciones declaradamente contrarrevolucionarias del fascismo moderno, que levanta hoy la cabeza cada vez más amenazadoramente. En su famoso manifiesto del 6 de junio de 1862 combatía Mazzini al gobierno de Victor Manuel y lo acusaba de traición y de maquinaciones contrarrevolucionarias en daño de la unidad de Italia, destacando claramente la diferencia entre la nación y el Estado existente. Su consigna Dios y pueblo -piénsese lo que se quiera de ello- debía anunciar al mundo que las ideas que propagaba procedían del pueblo y eran aprobadas por éste. También las teorías de Mazzini entrañaban, sin duda, los gérmenes de una nueva forma de esclavitud humana; pero él obraba con buena fe y no podía prever los lejanos resultados históricos de sus aspiraciones democrático-nacionales. Lo honestamente que obraba y pensaba se advierte del modo más claro en la divergencia entre él y Cavour. Este último había reconocido muy bien el valor político del movimiento de unidad nacional y precisamente por eso rechazó radicalmente el romanticismo político de Mazzini, porque -como decía- olvida al Estado debido a la constante exaltación de la libertad.

Es sabido que los patriotas de aquel tiempo mantuvieron una clara separación entre el Estado y las aspiraciones nacionales del pueblo. Esa actitud correspondía, sin duda, a una falsa interpretación de los hechos históricos; sin embargo, es precisamente ese sofisma el que nos vuelve simpáticos a los hombres de la Joven Europa; pues nadie podría poner en tela de juicio su sincero amor al pueblo. El nacionalismo de hoy es del todo extraño a ese amor, y cuando sus representantes hablan de él tanto se advierte involuntariamente el sonido falso y se percibe que no entraña ningún sentimiento interior. El nacionalismo actual jura sólo ante el Estado y anatematiza a los connacionales como traidores a la patria cuando se resisten a los objetivos políticos de la dictadura nacional o cuando se muestran tan sólo indiferentes a sus planes.

La influencia de las ideologías liberales en el siglo pasado ha logrado, sin embargo, que hasta elementos profundamente conservadores llegaran a la persuasión de que el Estado existe para el ciudadano. Pero el fascismo proclamó con brutal franqueza que la finalidad del individuo se circunscribe a ser utilizado por el Estado. -Todo para el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado-, como dijo Mussolini; ésta es la última palabra de una metafísica nacionalista que ha adquirido una figura aterradoramente palpable en las aspiraciones fascistas del presente. Si tal fue siempre el sentido oculto de todas las teorías nacionalistas, ahora, se convirtió ya en su objetivo manifiesto. El único mérito de sus actuales representantes consiste en haber definido claramente ese objetivo. Y fueron calurosamente aclamados en Italia y especialmente en Alemania por los puntales de la economia capitalista y generosamente socorridos, porque se mostraron obsecuentes en favor del nuevo capitalismo monopolista y cooperan, según sus fuerzas, en los planes de instauración de un nuevo sistema de servidumbre industrial.

Pues junto con los postulados del liberalismo político deben ser puestas fuera de circulación también las ideas del liberalismo económico. Así como el fascismo político se empeña hoy en meter en la cabeza de los hombres el nuevo evangelio que afirma que sólo pueden pretender una justificación de su vida en tanto que sirven al Estado de materia prima, del mismo modo el moderno fascismo económico se esfuerza actualmente por demostrar al mundo que la economía no existe para el hombre, sino que el hombre existe para la economía y únicamente está destínado al objetivo de ser utilizado por ella. Si el fascismo ha adquirido en Alemania las formas más terribles e inhumanas hay que atribuirlo también a la ideología bárbara de los teóricos alemanes de la economía y dirigentes industriales que le han allanado el camino. Los jefes alemanes de la economía, de fama mundial, como Hugo Stinnes, Fritz Thyssen, Ernst van Borsig y algunos otros, han mostrado siempre, por la franqueza de sus opiniones, el abismo de frío desprecio humano en que puede extraviarse el espíritu del hombre cuando ha desaparecido en él todo sentimiento social y calcula con los seres vivientes como si se tratase de cifras muertas. Y en el mundo de los sabios alemanes se encontraron siempre espíritus desprejuiciados que estuvieron dispuestos a dar un fundamento científico a las teorías más monstruosas y más antihumanas.

Así declaró el profesor Karl Schreber, de la Universidad técnica de Aquisgrán, que para el obrero moderno es apropiado el nivel de vida del hombre prehistórico de Neanderthal, y que no interesa para él en modo alguno la posibilidad de un desarrollo superior. Idénticos pensamientos mantenía el profesor Ernst Horneffer, de la Universidad de Giessen, que solía dar charlas científicas en las sesiones de los capitalistas alemanes, y dijo en una de esas reuniones lo que sigue:

El peligro del movimiento social sólo puede ser quebrantado con una división de las masas. Pues la mesa de la vida está cubierta hasta el último asiento; por eso la industria no puede asegurar a sus empleados más que lo estrictamente necesario. Esta es una ley natural irrefutable. Por eso toda política social es una tontería sin nombre.

El señor Horneffer ha aclarado fundamentalmente, después, sus teorías humanistas en un escrito especial, Der Sozialismus und der Todeskampf der deutschen Wirtschaft, llegando a las siguientes conclusiones:

Sostengo que la situación económica de los trabajadores no se puede modificar fundamental y esencialmente, en conjunto, de manera alguna; que los trabajadores tienen que adaptarse a su situación económica, es decir, a un salario que sólo les permita vegetar, con el cual sólo pueden cubrir las necesidades vitales más necesarias, más urgentes, más ineludibles; que una modificación esencial de su condición económica, una elevación a un estado radicalmente distinto de las condiciones económicas no puede verificarse nunca y en ninguna parte; que ese anhelo no puede realizarse jamás.

Para replicar a la objeción de que en esas circunstancias podría ocurrir que el salario no alcanzase siquiera para la satisfacción de las necesidades más imperiosas, expuso el sabio profesor, con una envidiable tranquilidad de espíritu, que en ese caso correspondía a la beneficencia pública ayudar, y si ésta no bastaba, el Estado debía asistirla como representante del espíritu ético popular. El doctor F. Giesse, de la Universidad técnica de Stuttgart, que se manifestó apasionadamente en favor de la racionalización de la economía según métodos científicos, liquidó el problema de la exclusión prematura del obrero actual de su oficio con estas áridas palabras:

La dirección de la industria puede ver en ello una simple ley biológica, según la cual hoy, en todas partes, llega a un temprano fin la capacidad de rendimiento del hombre en la lucha por la vida. El teñido del cabello es usual en América: pero nosotros no lo admitimos como una evolución natural, frente a la cual la compasión y la tolerancia serían, tal vez, los procedimientos peores de una técnica para el tratamiento del hombre en la industria.

Las palabras técnica para el tratamiento del hombre son singularmente significativas y muestran con espantosa claridad a qué degeneraciones nos ha conducido ya el industrialismo capitalista. Al leer unas manifestaciones como las citadas, se comprende el hondo sentido de lo que Bakunin ha dicho sobre las perspectivas de un gobierno de hombres de ciencia puros. Las consecuencias de un ensayo semejante serían en realidad inimaginables.

El hecho de que pueda expandirse como conocimiento científico un atletismo mental de carácter tan estéril como brutal, es una prueba del espíritu social de un tiempo que ha destruído sistemáticamente, por un sistema de explotación de masas llevado al extremo y por una ciega credulidad estatal, todas las relaciones naturales del hombre con sus semejantes y ha arrancado violentamente al individuo del circulo de la comunidad en que estaba íntimamente arraigado. Pues la afirmación fascista de que el liberalismo y la necesidad de libertad del hombre encarnada en él han atomizado la sociedad y la han disuelto en sus elementos integrantes, mientras que el Estado ha rodeado con un marco protector, por decirlo así, las agrupaciones humanas, salvando con ello a la colectividad de la descomposición, es pura falsedad y se basa, en el mejor de los casos, en una burda forma de engañarse a sí mismo.

No es la necesidad de libertad lo que ha atomizado la sociedad y suscitado en el hombre instintos asociales, sino la irritante desigualdad de las coudiciones económicas; y ante todo el Estado, que alimentó al gran capitalismo y destruyó de esa manera, como un cáncer purulento, el delicado tejido celular de las relaciones sociales. Si el instinto social no fuera una necesidad natural del hombre, recibida ya en el umbral de su humanización como herencia de lejanos antepasados, y que desde entonces ha ido desarrollando y ensanchando ininterrumpidamente, tampoco el Estado habría sido capaz de agrupar a los seres humanos en una asociación más estrecha. Pues no se crea una comunidad reuniendo violentamente elementos que se repugnan. Se puede obligar, por cierto, a los hombres a cumplir ciertos deberes, si se dispone de la fuerza necesaria; pero no se conseguirá nunca que realicen lo impuesto con cariño y como por necesidad interior. Hay cosas que no puede imponer ningún Estado, por grande que sea su poder: a ellas pertenecen, ante todo, el sentimiento de la cohesión social y las relaciones intemas de hombre a hombre.

La coacción no une; la coacción separa a los hombres, pues carece del impulso interior de todas las ligazones sociales: el espíritu, que reconoce las cosas, y el alma, que aprehende los sentimientos del semejante porque se siente emparentada con él. Al someter a los seres humanos a la misma coacción no se les acerca unos a otros; al contrario, se crean distanciamientos entre ellos y se alimenta el instinto del egoísmo y del aislamiento. Las agrupaciones sociales sólo tienen consistencia y llenan su cometido cuando se apoyan en la voluntariedad y emanan de las propias necesidades de los seres humanos. Sólo en tales condiciones es posible un estado de cosas en que la solidaridad social y la libertad personal del individuo se fusionan entre sí tan estrechamente que no se pueden separar ya como entidades distintas.

Lo mismo que en toda religión revelada el individuo está designado para obtener para sí mismo el prometido reino de los cielos, sin preeocuparse mayormente de la redención de los demás, pues tiene bastante que hacer con la propia; así intenta también el hombre, dentro del Estado, acomodarse lo mejor que puede, sin romperse demasiado la cabeza sobre el modo cómo lo harán o dejarán de hacerlo los demás. Es el Estado el que destruye radicalmente el sentimiento social de los hombres, presentándose en todos los asuntos como mediador e intentando reducirlos a la misma norma, que para sus representantes es la medida de todas las cosas. Cuanto más fácilmente puede convertirse el Estado en el amo que decide sobre las necesidades personales de sus ciudadanos; cuanto más honda e implacablemente penetra en su vida individual y desprecia sus derechos privados, tanto más victoriosamente sofoca en ellos el sentimiento de la solidaridad social; tanto más fácilmente consigue disolver la sociedad en sus partes diversas y acoplarlas como accesorios muertos al engranaje de la máquina política.

La tecnica se propone hoy construir el hombre mecánico, y se han obtenido ya resultados considerables en ese terreno. Hay ya autómatas con figura humana que se mueven de un lado a otro con sus miembros de hierro, ejecutan ciertos servicios, entregan exactamente el cambio de dinero y hacen algunas otras cosas. Hay algo de extraño en ese invento, que crea la ilusión de la acción humana calculada, y, sin embargo, sólo es un mecanismo enmascarado, que cumple sin resistencia la voluntad de su amo. Pero parece que el hombre mecánico no es sólo una ocurrencia estrafalaria de la técnica moderna. Si los pueblos del ambiente cultural europeo-americano no vuelven pronto a sus mejores tradiciones, es indudable que se acercará el peligro de avanzar con pasos de gigante hacia la era del hombre mecanizado.

El moderno hombre de masa, ese desarraigado compañero de la técnica en el período del capitalismo, dominado casi sólo por impulsos externos y constantemente agitado por todas las impresiones del momento, pues se le empequeñeció el alma y perdió un equilibrio interior que sólo puede mantenerse en una verdadera comunidad, se acerca ya considerablemente al hombre mecánico. La gran industria capitalista, la división del trabajo, que llega a sus objetivos culminantes en el sistema Taylor y en la llamada racionalización de la industria; la disciplina cuartelera en que se adiestra metódicamente a los ciudadanos durante su servicio militar; unido todo esto al moderno adiestramiento instructivo y a todo lo relacionado con ello, son fenómenos cuyo alcance no hay que menospreciar si se quieren ver claramente las conexiones internas de la situación actual. Pero el nacionalismo moderno, con su declarada hostilidad a la libertad y su orientación militarista desarrollada hasta el extremo, no es más que el puente hacia un automatismo sin cerebro y sin corazón, que indudablemente tiene que conducir a la ya anunciada decadencia de Occidente si no se le oponen diques a tiempo. Pero por el momento no creemos todavía en un porvenir tan oscuro; más bien estamos convencidos de que la humanidad lleva todavía en su seno una cantidad de energías ocultas y de impulsos creadores que la harán superar con éxito la crisis desastrosa que amenaza a toda la cultura humana.

Lo que hoy nos circunda por todas partes es comparable a un caos espantoso que desarrolló hasta la completa madurez todos los gérmenes de la decadencia social, y sin embargo, en ese loco torbellino de los acontecimientos, hay también numerosos indicios de un nuevo desarrollo, que se cumple al margen de los caminos de los partidos y de la vida política, y señala con esperanza hacia el futuro. Alentar esos comienzos, resguardarlos, fortificarlos para que no sucumban antes de tiempo, es hoy la misión más noble de todo militante persuadido de la insostenibilidad de las condidones vigentes, pero que no deja al destino, en cansada resignación, que las cosas sigan su curso, que tiene la mirada atenta a nuevos horizontes que ofrezcan a la humanidad perspectivas de un nuevo ascenso de su cultura espiritual y social. Pero ese ascenso no puede operarse más que bajo la inspiración de la libertad y de la solidaridad; sólo de ellas surgirá aquel profundo y purísimo anhelo hacia un estado de justicia social que se manifiesta por la cooperación solidaria de los hombres y allana el camino a una nueva comunidad. Esto lo saben muy bien los representantes de la reacción fascista y nacionalista; por eso tienen tanto odio contra la libertad y la consideran como el pecado contra el sagrado espíritu de la nación, que es en verdad su falta de espíritu:

Los hombres están cansados de la libertad -dijo Mussolini-; han hecho con ella una orgía. La libertad no es hoy la virgen casta y severa por la que combatieron y murieron las generaciones de la primera mitad del siglo pasado. Para la juventud emprendedora, inquieta, audaz, que se muestra en la aurora de la nueva historia, hay otros valores que ejercen un encanto mucho mayor: Orden, jerarquia, disciplina. Es preciso saber de una vez por todas que el fascismo no reconoce ídolos, no adora fetiches. Pero sobre el cuerpo más o menos ajado de la diosa libertad ha avanzado ya y volverá, si es preciso, a marchar sobre él ... Los hechos significan más que el libro, la experiencia más que la doctrina; las grandes experiencias de la postguerra, aquellas que se operan ante nuestros ojos, muestran la derrota del liberalismo. Rusia e Italia indican que se puede gobernar fuera, por encima y contra toda la ideología liberal. El comunismo y el fascismo están fuera del liberalismo (4).

Estas son palabras claras, aun cuando las conclusiones que saca Mussolini de ese nuevo reconocimiento suyo sean discutibles. Que se puede gobernar contra toda ideología liberal se sabía antes que él llegara; toda dominación violenta había hecho suyo ese principio. La Santa Alianza no se fundó más que para extirpar de Europa las ideas liberales de 1789, expuestas en la primera Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y Metternich no dejó sin ensayar ningún medio para hacer una realidad de ese mudo anhelo de los déspotas. Pero a la larga tuvo tan poco éxito con sus ensayos antihumanos como Napoleón antes que él. Napoleón habló de la libertad idénticamente que Mussolini y trabajó como un demente para acomodar todo movimiento humano, toda pulsación de la vida social al ritmo de su gigantesca máquina de Estado.

Pero también la frase orgullosa del fascismo, que no reconoce ningún ídolo ni adora ningún fetiche, pierde toda significación; pues el fascismo ha derribado los ídolos de sus pedestales, ha arrojado los fetiches a la basura para poner en su lugar un enorme Moloch, que devora el alma del hombre y doblega su espíritu bajo un yugo caudino. ¡El Estado es todo; el hombre, nada! El objetivo vital del ciudadano es ser absorbido por el Estado, devorado por la máquina, para escupirlo como cifra muerta. Pues a eso se reduce toda la misión del llamado Estado totalitario impuesto en Italia y en Alemania. Para conseguir esa finalidad se violentó el espíritu, se encadenó todo sentimiento humano y se pisoteó con desvergonzada brutalidad la tierna siembra de la que había de crecer el porvenir. No sólo el movimiento obrero de todas las tendencias cayó victima de la dictadura fascista; todo el que se atrevió a rebelarse contra el aguijón o a permanecer neutral ante los nuevos mandatarios, experimentó en carnes propias cómo el fascismo marchaba por sobre el cuerpo de la libertad.

Arte, teatro, ciencia, literatura y filosofía cayeron bajo la tutela infamante de un régimen cuyos torpes jefes no retrocedían ante crimen alguno para alcanzar el poder y sostenerse en su nueva posición. La cifra de las victimas asesinadas en aquellas jornadas fascistas de la toma del poder, y también después en Alemania y en Italia, por sujetos bestializados, llegan a millares. Muchos miles de seres inocentes fueron arrojados de sus hogares y obligados a huir al destierro, entre ellos una gran serie de sabios y artistas distinguidos de fama mundial que habrían sido ornato de cualquier otra nación. Hordas bárbaras penetraban en las viviendas de pacíficos ciudadanos, saqueaban las bibliotecas privadas e incendiaban centenares de millares de las mejores obras en las plazas públicas de las ciudades. Millares y millares fueron arrancados del seno de sus familias y arrastrados a los campos de concentración, donde su dignidad humana fue diariamente pisoteada y muchos fueron lentamente torturados a muerte por cobardes verdugos, o impulsados al suicidio.

En Alemania adquirió esa locura formas especialmente malevolas por el fanatismo racial artificialmente amamantado, dirigido principalmente contra los ciudadanos judíos del país. La barbarie de siglos hace mucho tiempo desaparecidos despertó de repente a nueva vida. Un verdadero diluvio de bajos libelos que apelaban a los instintos más brutales del hombre, cayó sobre Alemania y enlodó todos los canales de la opinión pública (5). Dominios que incluso el más salvaje despotismo no había tocado nunca hasta aquí, como, por ejemplo, las relaciones de los sexos, están hoy en Alemania bajo la inspección del Estado, que estableció oficinas raciales para preservar al pueblo de la afrenta racial e impedir y castigar legalmente matrimonios entre judíos, gentes de color y los llamados arios, como si se tratase de un crimen; con lo cual la ética sexual ha llegado felizmente al nivel de la cría del ganado. ¡Tales son las bendiciones del Estado totalitario hitleriano!

Se ha calificado al fascismo como el comienzo de una época antiliberal en la historia de Europa, que surge de las propias masas y testimonia que la época del individuo ha pasado. Pero en realidad tras ese movimiento están también las aspiraciones políticas de una pequeña minoría que ha sabido utilizar una situación extraordinariamente favorable para sus fines particulares. También en este caso se verificó la frase del joven general Bonaparte: Désele al pueblo un juguete; así pasará el tiempo y se dejará llevar, siempre que se sepa ocultarle hábilmente el último objetivo. Y para ocultarle ese último objetivo no hay mejor medio que tomar a la masa por la parte religiosa e infundirle la creencia de que es el instrumento elegido de un poder superior y sirve a un propósito sagrado que da contenido y color a su vida. En ese entrecruzamiento de la ideología fascista con el sentimiento religioso de las masas está su fortaleza propiamente dicha. Pues también el fascismo es sólo un movimiento religioso de masas en veste política, y sus jefes no olvidan ningún medio para conservar ese carácter del movimiento.

El profesor francés Verne, de la Facultad de Medicina de la Sorbonne, delegado al Congreso internacional de Bolonia para el progreso de las ciencias (1927), describió en el diario francés Le Quotidien las extrañas impresiones que había recibido en Italia:

En Bolonia tuvimos la impresión de haber llegado a una ciudad de embriaguez mística. Las paredes de la ciudad estaban completamente cubiertas con murales que le daban un carácter místico: Dio ce l'ha dato, guai a chi lo tocca! (Dios nos lo ha dado; ¡ay del que lo toque!) El retrato del Duce estaba en todas las vidrieras. El símbolo del fascio, un signo luminoso, se divisaba en todos los monumentos y hasta en la famosa torre de Bolonia.

Esas palabras del sabio francés reflejan el espíritu de un movimiento que halla sus más sólidos puntales en la necesidad primitiva de las masas de adorar a alguien y que sólo ha podido conquistar a capas tan vastas de la población porque correspondía del modo más amplio a su credulidad en los milagros, después de haberse sentido decepcionadas de todos los demás.

El mismo fenómeno observamos hoy en Alemania, donde el nacional-socialismo ha llegado en un tiempo asombrosamente breve a la categoría de movimiento gigantesco y ha dominado a millones de seres que esperan con devoción de creyentes el advenimiento del Tercer Reich y el fin de todos sus males por obra de un hombre completamente desconocido pocos años atrás, que no había dado hasta allí ninguna prueba de capacidad creadora. También ese movimiento es, en última instancia, un instrumento de las aspiraciones políticas de una pequeña casta, para quien todo medio es bueno a fin de recuperar la posición perdida después de la guerra, y qpe ha sabido ocultar hábilmente su último objetivo, como gustaba expresarse el astuto Bonaparte.

Pero el movimiento mismo lleva todos los signos de una locura religiosa de masas, fomentado conscientemente por los que tiran de los hilos para atemorizar al adversario y hacerle abandonar el campo de lucha. Incluso un periódico tan conservador como el Tägliche Rundschau caracterizó un tiempo antes de la toma del poder por Hitler la obsesión religiosa del movimiento nacional-socialista con palabras tan acertadas como éstas.

Por lo que se refiere al grado de veneración, seguramente Hitler deja con mucho atrás al Papa. Léase sólo el órgano nacional, Völkischer Beobachter! Diariamente le aclaman lealtad y sumisión docenas de millares. Inocencia infantil le cubre de flores. El cielo les envía como regalo tiempo hitleriano. Su avión resiste los elementos peligrosos. Cada número exhibe al Führer en nuevas poses. ¡Bienaventurados los ojos que lo han visto! En su nombre se desea la felicidad a los individuos y a Alemania: Heil Hitler! A los bebés se les bautiza con su nombre promisorio. SI, en los altares caseros con su retrato buscan almas tiernas la prosperidad. Y en su periódico se habla ya de nuestro Jefe Supremo, escribiendo con mayásculas esas palabras características referentes a Hitler. Todo esto no seria posible si Hitler no fomentara esa divinización ... El religioso fervor con que sus masas creen en su misión en el reino por venir, lo muestra la siguiente evocación del Padre Nuestro, difundida en los grupos femeninos hitlerianos:

Adolfo Hitler: tu eres nuestro gran Jefe;
sea tu voluntad única ley en la tierra.
Danos diariamente tu palabra
y ordénanos por medio de tus jefes,
a quienes queremos obedecer
a costa de nuestra vida.
¡Lo prometemos!
¡Heil Hitler!

Se podría pasar tranquilamente por sobre ese ciego fervor de credulidad, que casi impresiona inofensivamente en su infantilismo. Pero ese aparente carácter inofensivo desaparece de inmediato cuando el fanatismo de los creyentes entusiastas ha de servir de herramienta a los poderosos y a los sedientos de poder en sus secretos planes. Entonces es impulsada la locura de la fe de los adolescentes, sostenida por las fuentes ocultas del sentimiento religioso, hasta la más salvaje obsesión y se forja así un arma de irresistible violencia, que abre el camino a todas las desdichas. Y no se diga que la espantosa pobreza material de nuestros días, es la única responsable de esa locura de masas al privar a los seres, aplastados durante largos años por la miseria, de la capacidad de reflexión, y al hacerles confiar en cualquiera que alimente su punzante anhelo por medio de seductores y promisorios cuadros de lo que no ha de darles. La obsesión guerrera de 1914, que arrojó al mundo entero a un vértigo morboso e hizo a los hombres inaccesibles a las fuentes de la razón, fue desencadenada en una época en que los pueblos estaban materialmente mucho mejor situados y en que no se sentía a cada momento el espectro de la inseguridad económica. Esto muestra que esos fenómenos no se pueden explicar sólo económicamente y que hay en la subconsciencia del hombre fuerzas ocultas que no se pueden definir de una manera lógica. Es el impulso religioso que vive todavía en el ser humano, aun cuando se han modiffcado las formas de la fe. El Dios lo quiere de los cruzados no suscitaría ya un eco en Europa; pero hay todavía millones de hombres que están dispuestos a todo si la Nación lo quiere. El sentimiento religioso ha adquirido formas políticas, pero el hombre político de nuestros días se muestra hostilmente ante el que no es más que hombre como frente al que hace siglos era proscrito por el dogmatismo eclesiástico.

En y por sí misma, la locura colectiva de los creyentes carece de verdadera importancia, pues siempre gira en torno a las fuentes del milagro y es poco accesible a las condiciones prácticas. En cambio, las aspiraciones de aquellos a quienes esa locura ha de servir de instrumento son bien significativas, aun cuando sus resortes secretos no sean reconocidos por la mayoría en el torbellino de los hechos humanos. Pero en eso está el peligro. El déspota absoluto de los tiempos pasados podía apelar sin duda, a la legitimidad de su reinado por la gracia de Dios; pero en las consecuencias de cada uno de sus actos volvía siempre en torno a su persona; ante el mundo su nombre debía cubrir todo derecho e injusticia, ya que su voluntad imperaba como ley suprema. Pero bajo el manto de la nación se puede esconder todo lo que se quiera: la bandera nacional cubre toda injusticia, toda inhumanidad, toda mentira, toda infamia, todo crimen. La responsabilidad colectiva de la nación ahoga el sentimiento de justicia del individuo y lleva al ser humano a pasar por alto la iniquidad perpetrada, convirtiéndola incluso en una acción meritoria cuando ha sido llevada a cabo en interés de la nación.

La idea de la nación -dice el filósofo poeta indio Tagore- es uno de los medios soporíferos más eficaces que ha inventado el hombre. Bajo la influencia de sus perfumes puede un pueblo ejecutar un programa sistemático del egoísmo más craso, sin percatarse en lo más mínimo de su depravación moral; aún más, se le excita peligrosamente cuando se le llama la atención sobre ella.

Tagore denominó a la nación como egoísmo organizado. La calificación ha sido bien elegida; sólo que no se debe olvidar nunca que se trata aquí siempre del egoísmo organizado de minorías privilegiadas, oculto tras el cortinaje de la nación, es decir, tras la credulidad de las grandes masas. Se habla de intereses nacionales, de capital nacional, de mercados nacionales, de honor nacional y de espíritu nacional; pero se olvida que detrás de todo sólo están los intereses egoístas de políticos sedientos de poder y de comerciantes deseosos de botín, para quienes la nación es un medio cómodo que disimula a los ojos del mundo su codicia personal y sus intrigas políticas.

El movimiento insospechado del industrialismo capitalista ha fomentado la posibilidad de sugestión nacional colectiva hasta un grado que antes no se hubiera siquiera soñado. En las grandes ciudades actuales y en los centros de la actividad industrial viven millones de seres estrechamente prensados, privados de su vida pcrsonal, adiestrados sin cesar moral y espiritualmente por la prensa, el cine, la radio, la educación, el partido y cien medios más, en un sentido que les hace perder su personalidad. En los establecimientos de la gran industria capitalista el trabajo se ha vuelto inerte y automático y ha perdido para el individuo el carácter de la alegría creadora. Al convertirse en vacío fin de sí mismo ha rebajado al hombre a la categoría de eterno galeote y le ha privado de lo más valioso: la alegría interior por la obra creada, el impulso creador de la personalidad. El individuo se siente solo como un elemento insignificante de un grandioso mecanismo, en cuya monotonía desaparece toda nota personal.

Se adueñó el hombre de las fuerzas de la naturaleza; pero en su lucha continua contra las condiciones externas se olvidó de dar a su acción un contenido moral y de hacer servir a la comunidad las conquistas de su espíritu; por eso se convirtió en esclavo del aparato que ha creado. Es justamente esa enorme carga permanente de la máquina lo que pesa sobre nosotros y hace de nuestra vida un infierno. Hemos perdido nuestro humanismo y nos hemos vuelto, por eso, hombres de oficio, hombres de negocio, hombres de partido. Se nos ha metido en la camisa de fuerza de la nación para conservar nuestra característica étnica; pero nuestra humanidad se ha esfumado y nuestras relaciones con los otros pueblos se han transformado en odio y desconfianza. Para proteger a la nación sacrificamos todos los años sumas monstruosas de nuestros ingresos, mientras los pueblos caen cada vez más hondamente en la miseria. Cada país se asemeja a un campamento armado y acecha, con miedo y mortífero celo, todo movimiento del vecino; pero está dispuesto en todo momento a participar en cualquier combinación contra él y a enriquecene a costa suya. De ahí se desprende que debe confiar sus asuntos a hombres que tengan una conciencia bien elástica, pues sólo ellos tienen las mejores perspectivas de salir airosos en las eternas intrigas de la política exterior e interior. Lo reconoció ya Saint Simon cuando dijo:

Todo pueblo que quiere hacer conquistas está obligado a desencadenar en si las peores pasiones; está forzado a colocar en las más altas posiciones a hombres de carácter violento, así como a los que se muestran más astutos (6).

Y a todo esto se agrega el miedo continuo a la guerra, cuyas consecuencias se vuelven cada día más horrorosas y más difícilmente previsibles. Ni los tratados y convenios mutuos con otras naciones nos alivian, pues se conciertan con determinados propósitos, ocultos generalmente. Nuestra política llamada nacional está animada por el egoísmo más peligroso; y por esa misma razón no puede nunca conducir a una disminución o a un arreglo integral, por todos anhelado, de las divergencias nacionales.

Por otra parte, hemos desarrollado nuestros conocimientos técnicos hasta un grado capaz de influir y estimular de modo fantástico en nuestra imaginación; pero sin embargo, el hombre no se ha vuelto por ello más rico, sino cada vez más pobre. Toda nuestra economía ha caído en un estado de constante inseguridad, y mientras se abandonan al exterminio de una manera criminal valores por millones y millones, a fin de mantener los precios al nivel más conveniente¡ viven en cada país millones de seres humanos en la miseria más espantosa y sucumben vergonzosamente en un mundo de superabundancia y de supuesta superproducción. La máquina, que debía haber aliviado el trabajo del hombre, lo ha hecho más pesado y ha convertido poco a poco a su propio inventor en una máquina, de tal modo que debe adaptar cada uno de sus movimientos a los de las ruedas y mecanismos de acero. y como se calcula la capacidad de rendimiento del complicado mecanismo hasta lo más ínfimo, se calcula también la energía muscular y nerviosa del productor viviente de acuerdo con determinados métodos científicos, y no se comprende, no se quiere comprender, que con ello se le priva del alma y se mutila profundamente su dignidad humana. Hemos caído cada vez más bajo el dominio de la mecánica y sacrificamos la existencia humana viviente ante el altar de la monotonía de las máquinas, sin que llegue a la conciencia de la mayoría lo monstruoso de ese comienzo. Por eso se pasa por sobre estas cosas generalmente con tanta indiferencia y frialdad como si se tratase de objetos inertes y no del destino humano.

Para conservar ese estado de cosas ponemos todas las conquistas técnicas y científicas al servicio del asesinato en masa organizado; educamos a nuestra juventud para asesinos uniformados; entregamos los pueblos a la torpe tiranía de una burocracia extraña a la vida; ponemos al hombre desde la cuna a la tumba bajo la vigilancia policial: levantamos en todas partes prisiones y presidios y poblamos cada país de ejércitos enteros de confidentes y espías. Semejante orden, de cuyo seno enfermo brotan continuamente la violencia brutal, la injusticia, la mentira, el crimen y la podredumbre moral como gérmenes venenosos de endemias devastadoras, ¿no convencerá poco a poco, incluso a los espíritus más conservadores, de que se compra a precio demasiado elevado?

El dominio de la técnica a costa de la personalidad humana, y especialmente la resignación fatalista con que la gran mayoría se acomoda a esa situación, es también la causa por la cual es más débil en el hombre de hoy la necesidad de libertad, siendo sustituída en muchos por la necesidad de seguridad económica. Ese fenómeno no debe extrañarnos; todo nuestro desenvolvimiento ha llegado hoy a un punto en que casi todo ser humano es jefe o subalterno, o ambas cosas simultáneamente. Por ese medio ha sido fortalecido el espíritu de la dependencia; el hombre verdaderamente libre no está a gusto ni en el papel de superior ni en el de inferior y se esmera, ante todo, por desarrollar sus valores internos y sus capacidades personales de una manera que le permita tener un juicio propio en todas las cosas y le capacite para una acción independiente. La tútela continua de nuestra acción y de nuestro pensamiento nos ha debilitado y nos ha vuelto irresponsables. De ahí justamente proviene el anhelo de un hombre fuerte que ponga fin a toda miseria. Ese afán de un dictador no es un signo de fortaleza, sino una prueba de nuestra inconsistencia interior y de nuestra debilidad, aun cuando los que la ponen de manifiesto se esfuerzan a menudo por aparecer como firmes y valerosos. Lo que no posee el hombre mismo es lo que más codicia. Y como se siente demasiado débil pone su salvación en la fortaleza ajena; porque somos demasiado cobardes o demasiado tímidos para hacer algo con las propias manos, y forjar el propio destino, ponemos éste a merced de los demás. Bien dijo Seume cuando afirmó: La nación que sólo puede o debe ser salvada por un solo hombre, merece latigazos.

No; el camino de la superación sólo puede estar en la ruta hacia la libertad, pues toda dictadura tiene por base una condición de dependencia llevada al extremo y no puede beneficiar nunca la causa de la liberación. Induso cuando una dictadura ha sido concebida como etapa transitoria para alcanzar un cierto objetivo, la actuación práctica de sus jefes -suponiendo que tenían la honesta intención de servir a la causa del pueblo- la aparta cada vez más de sus objetivos originarios. No sólo por el hecho que todo gobierno provisional, como dijo Proudhon, pretende siempre llegar a ser permanente, sino ante todo porque el poder en sí es ineficaz y ya por esa causa incita al abuso. Se pretende utilizar el poder como un medio, pero el medio se convierte pronto en un fin en sí mismo, tras el cual desaparece todo lo demás. Justamente porque el poder es infecundo y no puede dar de sí nada creador, está obligado a utilizar las fuerzas laboriosas de la sociedad y a oprimirlas en su servicio. Debe vestir un falso ropaje, a fin de cubrir su propia debilidad; y esa circunstancia lleva a sus representantes a falsas apariencias y engaño premeditado. Mientras aspira a subordinar la fuerza creadora de la comunidad a sus finalidades particulares, destruye las raíces más profundas de esa energía y ciega las fuentes de toda actividad creadora, que admite el estímulo, pero de ninguna manera la coacción.

No se puede libertar a un pueblo sometiéndolo a una nueva y mayor violencia y comenzando de nuevo el círculo de la ceguera. Toda forma de dependencia lleva inevitablemente a un nuevo sistema de esclavitud, y la dictadura más que cualquiera otra forma de gobierno, pues reprime violentamente todo juicio contrario a la actuación de sus representantes y sofoca así, de antemano, toda visión superior. Pero toda condición de sometimiento tiene por base la conciencia religiosa del hombre y paraliza sus energías creadoras, que sólo pueden desarrollarse sin obstáculos en un clima de libertad. Toda la historia humana fue hasta aquí una lucha continua entre las fuerzas culturales de la sociedad y las aspiraciones de dominio de determinadas castas, cuyos representantes opusieron firmes barreras a las aspiraciones culturales o al menos se esforzaron por oponerlas. Lo cultural da al hombre la conciencia de su humanidad y de su potencia creadora, mientras el poder ahonda en él el sentimiento de su sujeción esclava.

Hay que librar al ser humano de la maldición del poder, del canibalismo de la explotación, para dar rienda suelta en ellos a todas las fuerzas creadoras que puedan dar continuamente nuevo contenido a su vida. El poder les rebaja a la categoría de tornillos inertes de la máquina, que es puesta en marcha por una voluntad superior; la cultura les convierte en amo y forjador de su propio destino y les afianza en el sentimiento de la comunidad, del que surge todo lo grande. La redención de la humanidad de la violencia organizada del Estado, de la estrecha limitación a la nación, es el comienzo de un nuevo desarrollo humano, que siente crecer sus alas en la libertad y encuentra su fortaleza en la comunidad. También para el porvenir tiene validez la sabíduría de Lao-Tsé:

Gobernar de acuerdo con la ruta es gobernar sin violencia: produce en la comunidad un efecto de equilibrio. Donde hubo guerra crecen las espinas y surge un año sin cosecha. El que es bueno no necesita violencia, no se arma de esplendor, no se jacta de fama, no se apoya en su acción, no se fundamenta en la severidad, no aspira al poder. La culminación significa decadencia. Fuera de la ruta está todo fuera de ruta.


Notas

(1) Jean Martet: Clemenceau spricht; pág. 151. Berlín, 1930.

(2) Popolo D'ltalia, 6 de abril de 1920.

(3) Seguimos aquí el informe del congreso de la Deutschen Allgemeinen Zeitung, edición vespertina, 21 de octubre de 1931.

(4) De la revista fascista Gerarchia, número de abril, 1922, en donde aparece el articulo de Mussolini Forza e consenso.

(5) Mencionemos sólo un ejemplo entre mil: Hay dos especies de antisemitismo: el superior y el inferior. El primero es intelectual, humano, un paliativo, y consiste en crear leyes que limiten el circulo de acción de los judíos. Esas leyes hacen posible la convivencia de judíos y goim. Esas medidas son comparables a la tabla que se ata a las vacas ante los cuernos para que no hagan daño a las otras. Pero existe el otro antisemitismo, el que quiere que los judíos sean simplemente muertos por los goim, que han llegado al limite de sus torturas, de su penuria y de su paciencia. Este antisemitismo es realmente terrible; pero sus consecuencias son magníficas. Corta sencillamente el nudo del problema judío, aniquilando todo lo judío. Viene siempre de abajo, de la masa popular; pero es dado desde arriba, por Dios mismo, y sus efectos tienen la fuerza enorme de una potencia natural, tras cuyos misterios no hemos alcanzado todavía. (Marianne Obuchow, Die intemationale Pest; pág. 22. Berlín, 1933).

(6) Saint-Simon: Du systeme industrial, 1821.

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