Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO DÉCIMO PRIMERO

LA FILOSOFÍA ALEMANA Y EL ESTADO

SUMARIO

El principio de autoridad en la filosofía alemana.- Kant como representante del poder absoluto del Estado.- La ley de las costumbres.- Interpretación kantiana de la sociedad.- La idea de la paz perpetua y la liga internacional de Estados.- Kant y Herder.- Fichte y la doctrina de la maldad innata en el hombre. Fichte y Maquiavelo.- El Estado comercial cerrado.- Fichte y el socialismo de Estado.- Los Discursos a la nación alemana, de Fichte.- Fichte y la educación nacional.- La idea de la misión histórica de los alemanes.- Influencia de Hegel en su tiempo. Dialéctica hegeliana.- El pensar en categorías.- Filosofía hegeliana de la Historia.- Hegel y el Estado.- La creencia en el destino.- Hegel y el protestantismo.- El filósofo del Estado prusiano.- Hegel y el socialismo.




En agudo contraste con los representantes de la literatura y de la poesía alemanas, la filosofía alemana se orientó por muy distintos caminos. La filosofía clásica de Alemania no ha sido nunca un dominio de la libertad, aun cuando no carece de algunos aspectos luminosos. Sus representantes más célebres han coqueteado a menudo con la libertad; pero no resultó nunca de eso una relación seria. Se tiene siempre la impresión de que no se obró así más que para restablecer el equilibrio perturbado y hacer, a la conciencia que despertaba, algunas concesiones que no comprometían a nada, cuando la brutal realidad de la vida se puso demasiado palpablemente de manifiesto. En realidad, la filosofía alemana no hizo más que ensamblar la falta de libertad en diversos sistemas y ha hecho de la servidumbre una virtud, que recibió su consagración recién con la famosa libertad interior.

¿Qué quiere decirse, cuando Kant reduce su célebre ley de las costumbres a la fórmula: Obra de modo que la norma de tu voluntad pueda valer siempre como principio de una legislación general? ¿No significa eso reducir el sentimiento ético del hombre al mísero concepto jurídico de un gobierno? Por cierto no resulta sorprendente tal posición en un hombre que estaba firmemente persuadido de que el ser humano es malo por naturaleza. Sólo un hombre con esa convicción podía atreverse a decir:

El ser humano es un animal que, cuando vive entre otros de su especie, tiene necesidad de un amo. Pues abusa ciertamente de su libertad en lo referente a la de sus semejantes; y si como criatura racional desea una ley, sin embargo su inclinación animal egoísta le lleva adonde puede exceptuarse de ella a sí mismo, cuando le hace falta. Necesíta, pues, un amo que le quebrante la propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad generalmente válida, en lo que cada cual puede ser libre.

Esto, en el fondo, sólo es una formulación distinta del viejo y terrible dogma del pecado original con sus ineludibles consecuencias. Precisamente esto tuvo que levantar contra Kant a espíritus más libres. Así escribió, por ejemplo, Goethe a Herder:

Kant tiene que limpiar su manto filosófico, después de haberle usado durante toda una vida humana, de más de un sucio prejuicio, pues lo recargó criminalmente con la mancha infamante del pecado original, para que también los cristianos puedan besar su orla.

El mismo Schiller, que estaba muy influído por Kant, no podía hacer suyo el núcleo central de su ética. Para el poeta y el idealista, que creía finnemente en la bondad del hombre, el rigido concepto del deber kantiano, que no tenía comprensión alguna de la significación de los instintos sociales, debió parecerle repulsivo. En este sentido escribió también a Goethe que en Kant existe todavía algo que, como en Lutero, recuerda a un monje que ha abierto, es verdad, las puertas de su convento, pero cuyos rastros no pudo extirpar por completo.

Se ha llamado a menudo a Kant republicano y demócrata. Estos conceptos son muy flexibles y no prueban nada, pues tuvieron que servir más de una vez en la Historia de cobertura a la violencia más brutal. Ese singular republicano era portavoz inflexible del poder ilimitado del Estado; rebelarse contra él era a sus ojos un crimen digno de la pena de muerte, aun cuando los órganos ejecutivos del Estado contraviniesen las leyes y se dejasen llevar a los hechos más tiránicos. Declaró en su Teoría del derecho expresamente:

El origen del poder supremo es, para el pueblo que está bajo su imperio, insondable en el propósito práctico, es decir, que el súbdito no debe sutilizar mucho sobre ese origen, como si fuera un derecho (jus controversum) del que puede dudar respecto a la obediencia que le debe. Pues como el pueblo, para juzgar válidamente sobre el supremo poder del Estado (summum imperians), tiene ya que ser considerado como reunido bajo una voluntad legislativa general, no puede ni debe juzgar de otra manera que como lo quiere el actual soberano estatal (summum imperians). Si originariamente hubo un pacto efectivo de sumisión entre ellos (Pactus subjectionis civilis) como un hecho o si al principio existió el poder, y la ley llegó sólo posteriormente, para el pueblo que está ahora bajo la ley éstas son sutilezas enteramente inoportunas, que pueden, sin embargo, ser peligrosas para el Estado; pues si el súbdito, que ha rumiado el último origen, quisiese resistirse a la autoridad ahora dominante, sería castigado de acuerdo con las leyes de la misma, es decir, con todo derecho, extirpado o rechazado ex-lex como proscrito, Una ley tan sagrada, tan intangible que sólo dudar de ella prácticamente, es decir, suspender su efecto sólo un momento, es ya un crimen, es presentada como si procediera no de hombres, sino de un legislador supremo, intachable: y ésta es precisamente la significación de la frase: Toda autoridad procede de Dios, que no tiene por objeto entregar una base histórica de la constitución civil, sino una idea como principio racional práctico: la de tener que obedecer al poder existente, sea cual fuere su origen.

Compárese esta interpretación completamente reaccionaria de Kant con las ideas de la escuela juridico-liberal de Inglaterra, que se remontan hasta Locke, y se comprenderá el atraso vergonzoso de esa manera de pensar, manifestado en una época en que, al otro lado de los jalones fronterizos alemanes, caía en ruinas el viejo régimen. Kant, en su ensayo aparecido en 1784, Was ist Aufklärung?, había reconocido al despotismo de Federico II y ensalzado la obediencia de los súbditos como la primera máxima de la moral política; pero su teoría del derecho la desarrolló tan sólo en una de sus últimas obras, una prueba de que no cambió nunca sus ideas en ese aspecto. El demócrata Kant llegó inclusive a pronunciarse en favor de la esclavitud y a justificar ésta como conveniente en ciertas condiciones y hasta sostuvo el punto de vista de que la esclavitud era apropiada para seres humanos que, a causa de sus propios crímenes, habían perdido sus derechos ciudadanos. Esos hombres, según la opinión de nuestro filósofo, no tienen otro destino que el de convertirse en meros instrumentos de otros (del Estado o de algún otro ciudadano del Estado).

La concepción conservadora estatal y la reverencia del súbdito estaban en Kant propiamente en la sangre. Cuando en 1794, por supuesto menosprecio de la Biblia y de la doctrina cristiana, recibió una amonestación del gobierno del rey, no se contentó con dar a Federico Guillermo II el compromiso escrito de abtenerse en lo sucesivo de todas las manifestaciones orales y escritas sobre la religión cristiana. En las condiciones lamentables de entonces en Prusia no sólo era explicable una acción como ésa, sino también disculpable. Pero en los papeles póstumos de Kant se encontraron también aquellas líneas características que se referían a su promesa dada al rey y que decian: Retractarse y renegar de la convicción interior, es una bajeza; pero el silencio, en un caso como el actual, es deber del súbdito.

Kant, cuya sosegada existencia filistea no salió nunca de los límites prescritos por la tutela estatal, no era una naturaleza sociable y difícilmente podía superar su repugnancia innata contra toda forma de comunidad. Pero como no podía negar la necesidad de la conjunción social, la aceptaba como se acepta un mal necesario. Kant odiaba formalmente toda asociación voluntaria, del mismo modo que le repugnaba toda buena acción realizada por sí misma. No conocía otra cosa que su rígido, implacable ¡Tú debes!

Un hombre con esas propensiones no era el más indicado para formular los grandes principios de una ética social, que en su esencia son sólo el resultado de la convivencia social, que halla su expresión en cada ser humano y es continuamente fecundado y ratificado por la comunidad. Tampoco era Kant capaz de señalar a los hombres grandes novedades teórico-sociales, pues todo lo que ha creado en ese dominio había sido superado con mucho por las grandes lumbreras de Francia y de Inglaterra antes que viera la luz del mundo en Alemania.

El que se festejase recientemente a Kant a causa de su escrito Zum ewigen Frieden, y.de un ensayo aparecido anteriormente, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, como inspirador espiritual de la llamada Sociedad de Naciones, había que esperarlo de una generación que había olvidado hacía mucho tiempo a Lessing, a Herder y a Jean Paul, y que demuestra que los supuestos representantes del espíritu alemán tampoco han aprendido nada en este aspecto. Lo que Kant pretendía, en realidad, no era una asociación de pueblos, sino una liga de Estados, que ya por esta razón no podía llenar nunca la misión que le había atribuído. Las experiencias que se han hecho con la convención internacional de Ginebra tendrían que abrir los ojos a todo el que tuviese voluntad de ver.

Esto lo había reconocido ya Herder muy claramente, cuando, siguiendo las huellas de Lessing, se declaró contra la propuesta de Kant y mostró que un acuerdo entre los pueblos sólo podría alcanzarse por vía orgánica, es decir cultural, no por vía mecánica, o sea por la actividad de las máquinas políticas. Herder dijo que la organización coactiva del Estado persiste sólo por el hecho de que crea continuamente con vistas al exterior intereses paniculares que contradicen los intereses de otros Estados; por tal motivo es poco apropiado para oficiar de intermediario y de árbitro. Por ello opuso a la idea de una liga internacional de Estados, que había propiciado Kant, su sociedad de todos los hombres que piensan en todas las regiones del mundo; pues partía del justo reconocimiento de que un acuerdo mutuo entre las agrupaciones humanas de los diversos países no podía ser dictado de arriba abajo, sino que se alcanzaría sólo de abajo arriba por la voluntad de los pueblos mismos, ya que se atenuarán, se restringirán y harán inofensivos todos los prejuicios sobre el interés del Estado, de la religión innata, y el prejuicio más absurdo de todos, el del rango y la clase. Pero semejantes victorias sobre el prejuicio -como dijo Herder- deben ser obtenidas de dentro hacia fuera y no de fuera hacia dentro.

Como carácter de otra envergadura, aparece Fichte, que tenía una vena revolucionaria que faltaba en absoluto a Kant. En realidad, de todos los representantes de la filosofía alemana de aquellos días, Fichte era el único que había tomado una vigorosa participación en la vida política y social de su tiempo. Pero un temperamento revolucionario no es ninguna prueba de una manera de pensar libertaria. También Cromwell, Robespierre, Mazzini, Lenin, Mussolini, y con ellos todos los defensores de la dictadura de Estado de derecha y de izquierda, eran revolucionarios. Pero lo verdaderamente revolucionario se muestra en los objetivos que el hombre pretende, y no sólo en los medios que emplea, que casi siempre dependen de las circunstancias.

Es verdad que en su doctrina del derecho, Fichte desarrolló también la idea de que el último objeto de todo gobierno es hacer el gobierno superfluo; pero agregó pronto, previsoramente, que tal vez deban pasar miríadas de años antes de que el hombre esté maduro para esa condición de vida. Mientras tanto, todas sus acciones estaban en la más aguda contradicción con aquel lejano objetivo; pues Fichte era una naturaleza señorial, completamente autoritaria, un hombre que llevaba siempre la libertad en los labios, pero sólo el nombre de la libertad, y no más. Como Kant, de cuyas doctrinas partió primeramente, creía también Fichte en la maldad innata del hombre. En su doctrina ha modificado después algo; pero en este punto ha permanecido fiel. Se puede comprobar incluso que esa concepción se manifestó en él tanto más firme cuanto más cayó luego en Berlín bajo la influencia poHtia del nuevo romanticismo, cuyos exponentes máximos eran entonces Schleiermacher y los hermanos Schlegel. En 1812 escribió todavía un estudio sobre Maquiavelo, con el cual -ciertamente en vano- intentó empujar al rey de Prusia a dar un paso decisivo:

El postulado principal de toda teoría del Estado, que se entiende por si misma, está contenido en las siguientes palabras de Maquiavelo: Todo el que erige una República (o en general un Estado), y da leyes a la misma, debe prever que todos los hombres son malvados y que, sin excepción alguna, descargarin esa maldad interna en cuanto encuentren una ocasión segura para ello.

El que piensa así no tiene siquiera rastro alguno de espíritu libertario. Aquella creencia funesta en la maldad innata, que surgió del concepto teológico del pecado original, es la que sirvió hasta aquí de justificación moral a toda tiranía.

Fichte expresó del mejor modo su interpretación de la relación del hombre con el Estado en su escrito Der geschlossene Handelstaat, que él mismo calificó como su obra más reflexiva. Ese escrito dedicado al ministro prusiano von Strüsee contiene el plan de un llamado Estado racional, en el cual la vida de los ciudadanos es regulada y prescrita hasta en lo más ínfimo, de tal manera que en todas partes y en cada momento sientan sobre ellos la mano ordenadora de una providencia política. Es un Estado policial en el peor sentido, en el que apenas existe espacio para una libertad personal de cualquier matiz. El Estado ideal de Fichte está estructurado en clases diversas, severamente separadas, y cuya fuerza numérica es determinada por el gobierno. El trabajo es prescrito a cada ciudadano conforme a su condición y de tal manera que no puede cambiar a voluntad su oficio. Siguiendo el principio de que la tierra es el amo y el hombre sólo tiene el deber de cultivarla y aprovecharla convenientemente, toda la tierra es propiedad del Estado, que la da en préstamo a los ciudadanos. El Estado no sólo tiene la misión de proteger la propiedad de sus ciudadanos; tiene que procurar también que reciban la parte que la ley les ha atribuido. Estando sometidos los bienes del individuo a la continua vigilancia del Estado, se tiene asi la garantía de que nadie se hará demasiado rico, pero también de que nadie sucumbirá en la miseria.

En lugar de la moneda de oro o de plata usual, que es retirada por el Estado, aparece un dinero nacional de papel o de cuero, que facilita el intercambio en el interior. Esto es tanto más posible cuanto que las fronteras son cerradas y a todo ciudadano le está severamente prohibido el tráfico con el extranjero, de manera que sólo puede mantener relaciones sociales con sus conciudadanos, sobre cuya modalidad, naturalmente, sólo el Estado puede decidir. Unicamente el Estado tiene derecho a realizar el intercambio preciso con otros paises.

Se comprende que un admirador tan fanático del Estado como ha sido Lasalle se entusiasmase tan fuertemente por Fichte; se comprende también que ya la simple representación de una máquina burocrática y policial tan monstruosa como la que esbozó Fichte tenía que hacer la boca agua a los auspiciadores del Tercer Reich, y que éstos, por carencia de ideas propias, trataron de cubrir su estrechez espiritual preferentemente con Fichte. La doctrina fichteana del Estado contiene todas las condiciones previas de un orden económico estatal-capitalista bajo la dirección política de un gobierno conforme al modelo del viejo Estado prusiano de los rangos sociales, que hoy se trata de falsear como socialismo. Debe serle asegurada al ciudadano, es verdad, la existencia material; pero sólo a costa de toda libertad personal y de todas las vinculaciones culturales con otros pueblos. También puede afirmarse con respecto a Fichte la vieja verdad: que ninguna institución de opresión social sería considerada por los hombres, siquiera sólo por comparación, tan insoportable como la realización de los planes filosófico-estatales racionales de nuestros sabios, Fichte pasa en Alemania como el verdadero profeta del más legítimo germanismo. Se le ensalza como la encarnación viviente del pensamiento patriótico, y sus Discursos a la nación alemana están hoy de nuevo en todas las bocas. En interés de la verdad histórica hay que decir aquí que la conversión de Fichte en patriota alemán y en guardián de las exigencias nacionales se ha producido bastante repentinamente. Fue en este punto tan variable como en, su ateísmo, y en su republicanismo de otros tiempos, que en años ulteriores rechazó en absoluto. Todavía en sus Grosszügen des gegenwärtigen Zeitalters no pudo entusiasmarse de ningún modo por las ideas nacionales, y a la pregunta sobre cual es entonces la patria para el europeo cristiano verdaderamente ilustrado, dió esta respuesta: En general es Europa, en especial es en cada período aquel Estado de Europa que esté al nivel de la cultura.

Así escribió Fichte en 1805; en diciembre de 1807 comenzó, en el salón de la Academia berlinesa, sus Discursos a la nación alemana, que no sólo son una expresión vigorosa de sus concepciones filosóficas, sino que pusieron en el escenario, por primera vez en él, al patriota alemán. Su conversión interior se realizó, pues, bastante pronto y mostró que no le era innato el más hondo sentimiento por la causa sagrada de la nación (1).

Los discursos de Fichte fueron una acción valerosa, pues han sido pronunciados, por decido así, a la sombra de las bayonetas francesas, y el orador se expuso por ellos a ser apresado por los esbirros de Napoleón. Que éste no consentía bromas, lo había demostrado suficientemente con la ejecución del librero Palm. Pero otros han mostrado el mismo o mayor valor, y a menudo por una causa incomparablemente más digna. ¿Cuál es el contenido de aquellos discursos sino una magnificación única de la omnipotencia del Estado nacional? Su germen central lo constituye la educación nacional de la juventud, según Fichte la primera y la más importante cláusula de la liberación del país del yugo del dominio extranjero, y el hacer conocer a la nueva generación la tarea sagrada de la nación. Por eso la educación de la juventud no debía ser confiada a la Iglesia, pues el reino de la Iglesia no es de este mundo, y es comparable a un Estado extranjero, cuyos representantes sólo están interesados en hacer que sean venturosos los hombres después de su muerte.

La visión de Fichte estaba dirigida a la tierra, su Dios era de este mundo. Por eso no quería entregar la juventud a los curas, pero sí al Estado, aunque éste no hizo más que traducir en lo politico las tareas de la Iglesia, persiguiendo el mismo objetivo que ésta: la esclavización del hombre ante el yugo de un poder superior. Y no se replique que la doctrina de la educación de Fichte contiene también algunas proyecciones vastas, singularmente donde siguió las huellas de Pestalozzi: todo esto pierde su valor cuando se tiene presente la intención que perseguía. Educación es desarrollo del carácter, elaboración armónica de la personalidad humana. Pero lo que el Estado produce en este dominio es huero adiestramiento instructivo, extirpación de los sentimientos naturales, estrechamiento del panorama espiritual, destrucción de las cualidades más profundas del carácter humano. El Estado puede producir súbditos o -como los llamaba Fichte- ciudadanos; pero no puede formar nunca hombres libres, que tomen la dirección de sus propios asuntos, pues el pensamiento independiente es el mayor peligro que debe temer.

Fichte ha elevado la instrucción nacional al grado de un culto formal. Para que esa formación no estuviera expuesta a ninguna contracorriente, quería sacar a los niños de la casa paterna. Ciertamente, estaba convencido de que semejante medida chocaría con grandes dificultades; pero se consolaba diciendo que, si algún día se encontrasen hombres de Estado, íntimamente convencidos de la infalibilidad y de la seguridad de los medios propuestos, se podría esperar también de ellos que comprendiesen simultáneamente que el Estado, como supremo administrador de los asuntos humanos y como tutor, únicamente responsable sólo ante Dios y su conciencia, de los menores, tiene el perfecto derecho de imponerles su salvación. ¿Dónde existe un Estado que dude si tiene o no el derecho de forzar a sus súbditos a servicios de guerra y de quitar a los padres sus hijos con ese objeto, si sólo uno de ellos o ambos lo quieren o no quieren?

Eso retrata al hombre que, en su doctrina del derecho, sostuvo que no hay derecho fuera del Estado y que estampó estas palabras: Derecho es libertad de acuerdo con la ley. Naturalmente, todo acontece en Fichte en pro de la salvación del hombre; pero el destino nos guarde de tal salvación, que nos hace recordar involuntariamente la frase del investigador pestalozziano Hunziker sobre el adiestramiento introducido por el Estado para la dicha del pueblo.

Tampdco las demás ideas que expuso Fichte en sus Discursos a la nación alemana contienen rastro alguno de un verdadero espíritu libertario, aunque se habla allí mucho de libertad. Esta era sólo aquella que Fichte imaginó y que tenía un carácter muy particular. Pero una cosa han conseguido y consiguen aún esos discursos: han contribuído en gran medida a alimentar en Alemania aquella arrogancia tan infantil como insolente que no prestigia el nombre alemán. Hablamos aquí de la fe del carbonero en la misión histórica de los alemanes, que hoy vuelve a brotar tan frondosamente entre nosotros. Desde los tiempos de Lutero se agita esa rara manía a través de la historia alemana (2); pero en Fichte y Hegel se manifiesta particularmente esa morbosa manía, que encontró su camino en la literatura del socialismo alemán y fue amorosamente cuidada sobre todo por Lasalle, Houston Stuart Chamberlain y sus incontables discípulos, que mancillaron con su delirio la vida espiritual de Alemania y eran antes de la guerra los profetas de la misión alemana, a quienes se les metió en la cabeza hacer palpar la verdad de la frase de Geibel:

Y pueda el mundo disfrutar otra vez más de la esencia alemana.

Fichte fue, por decirlo así, el antepasado de los Chamberlain, Woltmann, Hauser, Rosenberg, Günther y numerosos más, que hoy hurgan en las teorías raciales y anuncian la época de la sangre. En realidad no hay que colocarlo en el mismo nivel que éstos, pues era, en todo caso, un hombre de envergadura espiritual, lo que no se puede decir de sus vacíos exegetas.

Fichte ha defendido en sus Discursos a la nación alemana la fe en la misión histórico-mundial de los alemanes con singular pasión, al modo de un profeta del Viejo Testamento. Fueron especialmente la forma y el ritmo idiomático de esos discursos los que causaron una influencia tan profunda en la juventud alemana. Ha definido a la nación alemana como destinada a ser fuente del renacimiento y del restablecimiento de la humanidad. Entre todos los pueb!ós más nuevos sois vosotros aquellos en quienes está más marcado el germen de la perfección humana y a quienes se ha confiado el impulso de su desarrollo. Sin embargo, no le bastaba esa creencia; ha condenado y excomulgado todo aquello y a todo aquel que no estuviese de acuerdo con su opinión sobre el germanismo, lo que era perfectamente natural en un carácter tan autoritario y obstinado. Y no se olvidó de proclamar su propia doctrina no sólo como la fundamental sino como la única verdadera filosofía de los alemanes y de liquidar como no alemanas las ideas de sus grandes contradictores Kant y Hegel. Método que se mantiene en pie hasta aquí en Alemania, como lo demuestra tan claramente la novísima historia. Es el proceso de siempre: el hombre crea a su Dios de acuerdo con la propia imagen. Fichte no carecía de razón al decir: La filosofía que se elije para uno mismo, depende de la personalidad que se tiene. Pero cuando se atrevió a transferir a la nación entera esa valoración puramente personal, llegó a los más monstruosos sofismas, cuyos trágicos efectos todavía hoy no han sido superados.

De los grandes representantes de la filosofía clásica en Alemánia, Hegel fue el que más hondamente influyó sobre sus contemporáneos. Durante sus últimos años reinó como un monarca absoluto en el reino del espíritu, y apenas se atrevió nadie a levantarse contra él. Hombres que se habían conquistado ya un nombre en los más diversos dominios, y otros a quienes les estaba reservado un papel dirigente en el futuro, cayeron a sus pies y acecharon sus palabras como si fuesen de un oráculo. Sus ideas no sólo influyeron en las mejores cabezas de Alemania; encontraron también en Rusia, Francia, Bélgica, Dinamarca e Italia un eco evidente. No nos es fácil apreciar hoy exactamente aquella poderosa irradiación de ideas; pero lo más singular es que la influencia de Hegel se pudo extender a hombres de todas las tendencias sociales y políticas; reaccionarios hechos y derechos, y revolucionarios que tenían la vista fija en el porvenir, conservadores y liberales, absolutistas y demócratas, monárquicos y republicanos, enemigos y defensores de la propiedad, todos se prendían como encantados de los pechos de su sabiduría.

En la mayor parte de ellos, ese efecto deslumbrante no debe atribuirse precisamente al contenido de la doctrina hegeliana; era el singular método dialéctico de su pensamiento lo que les seducía. Hegel opuso a los rígidos conceptos de sus antecesores la idea de un eterno devenir, en lo cual importaba menos aprehender en sí las cosas que perseguir sus relaciones con otros fenómenos. Interpretó a su manera la tesis de Heráclito de la corriente eterna de las cosas, y había aceptado una vinculación interna de los fenómenos que se manifiesta en el hecho de que todo lleva en sí mismo su propia contradicción, que ha de expresarse con necesidad ineludible para dejar el puesto a un nuevo fenómeno, más perfecto en su especie que las dos formas primeras de ese devenir. Hegel llamó a eso la tesis, la antítesis y la síntesis. Pero como en él toda síntesis se convierte nuevamente en tesis de un nuevo proceso, surge una cadena ininterrumpida cuyos miembros se integran firmemente los unos en los otros en conformidad con un eterno plan divino.

Se ha celebrado a Hegel por esa interpretación como a uno de los grandes precursores de la doctrina de la evolución; sin motivo, pues esa concepción puramente especulativa apenas tiene algo de común con el pensamiento evolutivo. Los grandes fundadores de la teoría evolutiva ligaron a ese pensamiento la representación de que las formas orgánicas no existen cada cual por sí, como unidades especiales, sino que más bien proceden unas de otras, de tal manera que los organismos superiores han surgido de formas simples. Ese proceso constituye, por decirlo así, el contenido entero de la historia del mundo orgánico y conduce al nacimiento y a la evolución de las diversas especies sobre la tierra, cuya transformación gradual, u obtenida en ritmo más rápido, es originada por las modificaciones del ambiente y de las condiciones externas de la vida. Ningún investigador serio ha tenido la ocurrencia de imaginarse ese proceso en el sentido hegeliano: como una eterna repetición del mismo esquema trimembre, siguiendo el cual la primera forma tiene que convertirse con inflexible necesidad en su contrario, para que el proceso general del devenir pueda seguir su marcha natural. Ese pensamiento alambicado, que sólo pudo trabajar con la tesis y la antítesis, no sólo no tiene relación alguna con los fenómenos reales de la vida, sino que está en la más evidente contradicción con la idea verdadera de la evolución, que se apoya en el concepto de un devenir orgánico y ya por esa razón tiene que rechazar toda posibilidad de que una especie pueda transformarse en su contraria, y considerarla como una especulación ociosa de una imaginación extraviada.

Pero también ha sido Hegel el que nos trajo el pensamiento en categorías, que ocasionó y sigue ocasionando tan tremenda confusión en los cerebros. Al atribuir a pueblos enteros determinadas cualidades y rasgos de carácter, que en el mejor de los casos sólo se pueden señalar en los individuos, pero que, generalizados, tienen que conducir a las conclusiones más absurdas, ha allanado el camino a las concepciones bárbaramente extravagantes de nuestros modernos teóricos raciales y a los juicios colectivos de valor de una psicología étnica arrogante, y ha suscitado aquel siniestro espíritu que paraliza el pensamiento y lo desvía de su cauce natural. Lo que ha escrito Hegel fuera de eso, se ha olvidado hace mucho tiempo; pero su método respecto de las creaciones de conceptos colectivos se agita todavía en las cabezas humanas y les lleva no raras veces a las afirmaciones más atrevidas y a las conclusiones más monstruosas, cuyo alcance apenas sospecha la mayoría (3).

Hegel atribuyó a todo pueblo que en el curso de su desarrollo haya desempeñado un papel histórico-mundial, un espíritu singular, cuya misión consistió en llevar a la ejecución un plan de Dios. Pero todo espíritu popular no es más que un individuo en la marcha de la historia mundial, cuyos objetivos superiores tiene que realizar. Para el hombre queda poco espacio en ese mundo de espíritus. Existe sólo en tanto que ha de servir de medio de expresión a algún espíritu colectivo. Su papel le está, por consiguiente, claramente prescrito:

La conducta del individuo (en relación al espíritu nacional) está en apropiarse de ese ser substancial, en convertir a éste en su modalidad y esencia, para que sea algo valioso. Pues encuentra la existencia del pueblo como un mundo ya terminado, firme, en que el que se ha incorporado. En esta obra suya, el espíritu del pueblo se desenvuelve y encuentra su mundo y queda satisfecho (4).

Pero como Hegel era de opinión que, puesto que el espíritu mundial se ha creado un instrumento para la realización de sus planes misteriosos, vive en todo pueblo un espíritu especial, que le capacita para su tarea preconcebida, se sigue de ahí que todo pueblo tiene una misión histórica propia que cumplir, que determina de antemano toda manifestación de su actuación histórica. Esa misión es su destino, su finalidad, reservada a él solo y no a otro pueblo cualquiera, y no puede modificarla por propio impulso.

Fitche había intentado explicar la misión de los alemanes, predicada por él, mediante la modalidad especial de su historia. Ha hecho así las más atrevidas afirmaciones, sobre las cuales no ha pasado en vano el tiempo; sin embargo, buscaba motivos comprensibles para justificar aquella supuesta misión. Según Hegel, en cambio, la misión de un pueblo no es un resultado de su historia; el destino que le señaló el espíritu mundial constituye más bien el contenido de su historia; y ese contenido se realiza sólo para que el espíritu adquiera la conciencia de sí mismo.

De ese modo fue Hegel el moderno creador de la ciega teoría del destino fatal, cuyos representantes ven, en todo proceso de la Historia, una necesidad histórica; en todo objetivo que se propone el hombre, una misión histórica. En este sentido es Hegel siempre actual, pues hoy mismo se habla, con toda seriedad, de la misión histórica de una raza, de una nación o de una clase, sin que se sospeche siquiera que cada una de esas concepciones fatalistas, que obran tan castradoramente en la acción de los hombres, arraiga en el método hegeliano de pensamiento.

Y sin embargo es sólo una ciega creencia la que aquí se manifiesta, creencia que no tiene ninguna relación con la realidad de la vida, y cuyas conclusiones no se pueden probar en manera alguna. Toda la fraseología sobre la obligatoriedad del devenir histórico y sobre las necesidades históricamente condicionadas de la vida social -fórmulas vacías, repetidas hasta la saciedad por los partidarios del marxismo- ¿qué otra cosa es sino una nueva creencia en el destino, brotada del mundo espectral de Hegel? Sólo que en este caso las condiciones de la producción han asumido el papel del espíritu absoluto. Y sin embargo nos muestra la vida a cada instante que todas esas necesidades históricas no tienen consistencia más que hasta que los hombres las aceptan y no les oponen resistencia. En la Historia no existen acontecimientos ineludibles, sino sólo condiciones que son toleradas y que desaparecen en cuanto los hombres comprenden sus causas y se rebelan contra ellas.

El aforismo famoso de Hegel: Lo que es racional es real, y lo que es real es racional -palabras a las que ninguna sutileza dialéctica puede quitar su verdadero sentido- es el leit motiv de toda reacción, precisamente porque erige como principio básico la conformidad con las condiciones existentes y trata de justificar toda villanía, toda situación indigna de la humanidad con la inmutabilidad de lo históricamente necesario. No se hace más que una imitación del sofisma hegeliano cuando se procede, como los dirigentes del socialismo alemán, que estuvieron hasta ahora inclinados siempre a ver en todo malestar social una consecuencia del orden económico capitalista, al que, bien o mal, es preciso acoger amorosamente hasta el momento en que haya madurado para una modificación o -para hablar con Hegel- hasta que la tesis se transforme en antítesis. ¿Qué es lo que sirve de base a esta interpretación sino el fatalismo hegeliano, referido a la economía? Se avienen a las condiciones dadas y no sienten que se aplasta el espíritu que resiste contra la iniquidad existente.

Kant había elevado a principio básico de la moral social la sumisión del súbdito al poder de Estado; Fichte derivaba el derecho del Estado y quería entregar a éste toda la juventud para que, al fin, fuese concedido a los alemanes ser alemanes en el verdadero sentido, es decir, ciudadanos del Estado. Pero Hegel ensalzó el Estado como fin de sí mismo, como la realidad de la idea, como el Dios sobre la tierra. Nadie ha rendido semejante culto al Estado; nadie como él ha arraigado el espíritu de la servidumbre voluntaria en los cerebros de los hombres. Ha elevado el estatismo a principio religioso y ha puesto en una línea las revelaciones del Nuevo Testamento con los conceptos jurídicos del Estado encerrados en artículos legales. Pues se sabe ahora que lo moral y lo justo en el Estado son también lo divino y el mandamiento de Dios, y que, según el contenido, no hay nada superior ni más sagrado.

Hegel ha acentuado de diversos modos que debe su concepción del Estado a los antiguos, y principalmente a Platón; pero lo que en verdad tenía presente era el viejo Estado prusiano, ese engendro que tenía por objeto suplantar la falta de espíritu con el adiestramiento cuartelero y la pesadez burocrática. Rudolf Haym no carecía de razón cuando observó con ironía mordaz que en Hegel la hermosa estatua del Estado antiguo ha recibido un barniz blanco y negro. En realidad era Hegel sólo el filósofo de Estado del gobierno prusiano, y no dejó nunca de justificar sus peores hazañas. El prefacio a su Filosofla del Derecho es una despiadada defensa de las miserables condiciones prusianas, un rayo de excomunión contra todos los que se atrevían a tratar de derribar lo tradicional. Así se levantó, con una acritud que equivalía a una denuncia pública, contra el profesor J. F. Fries, muy querido por la juventud a causa de sus ideas patrióticas liberales, porque éste, en su escrito Vom deutschen Bund und deutscher Staatsverfasung, no había vacilado en sostener que en una comunidad verdadera la vida viene de abajo, del llamado pueblo, como advertía irónicamente Hegel. Semejante concepción era, naturalmente, alta traición a sus ojos; alta traición contra la idea del Estado que, según él, es la única que podía dar vida a un pueblo, y por eso está por encima de toda critica; puesto que el Estado encarna el todo moral, en comecuencia es lo moral en sí. Haym calificó esas ocurrencias de Hegel como una justificación científica del sistema policial de Karlsbad y de las persecuciones a los demagogos, y no ha dicho ningún despropósito (5).

El Estado prusiano tenía una especial fuerza de atracción para Hegel, ante todo porque le pareció haber encontrado en él todas las condiciones necesarias que son principalmente decisivas para la esencia del Estado. Como De Maistre y Bonald, los grandes profetas de la reacción en Francia, había reconocido también Hegel que toda autoridad arraiga en la religión; por eso era el gran objetivo de su vida fusionar de la manera más íntima el Estado con la religión, refundir ambos, por decirlo así, en una gran unidad, cuyas partes estuvieran encarnadas orgánicamente. El catolicismo le pareció poco apropiado para esa misión, que dejaba demasiado campo de juego a la conciencia del hombre.

En la Iglesia católica, en cambio -se lee en la Filosofia de la Historia- puede la conciencia muy bien ser opuesta a las leyes del Estado. Regicidios, conspiraciones contra el Estado y otras cosas por el estilo han sido protegidos y realizados a menudo por los sacerdotes.

Este es el legítimo Hegel, y se comprende que su biógrafo Rosenkranz afirme de él que ha sido su ambición llegar a ser el Maquiavelo de Alemania. Ciertamente, es peligroso para el Estado que sus ciudadanos tengan una conciencia; lo que el Estado necesita son hombres sin conciencia, o mejor dicho, hombres cuya conciencia haya sido identificada con la razón de Estado, y en los cuales el sentimiento de la responsabilidad personal sea suplantado por la decisión automática de obrar en interés del Estado.

Para esta misión, según Hegel, sólo estaba llamadc el protestantismo; pues por la Iglesia protestante se ha llegado a la reconciliación de la religión con el derecho. No hay ninguna conciencia sagrada, religiosa, que esté separada o que se oponga incluso al derecho temporal. Por ese camino el objetivo estaba claramente trazado: de la reconciliación de la religión con el derecho temporal a la divinización del Estado no había más que un paso, y Hegel dió ese paso con plena conciencia de su lógica interior:

Por la gracia de Dios sobre el mundo, el Estado existe; su razón es el poder de la razón que se realiza como voluntad. En la idea del Estado no hay que tener presente Estados particulares, ni instituciones especiales; más bien hay que considerar en sí y por si la idea¡ ese verdadero Dios.

Sin embargo, probó ese supremo sacerdote de la autoridad a todo precio, escribir en el último capítulo de su Filosofía de la Historia estas palabras: Pues la Historia mundial no es otra cosa que el desarrollo del concepto de la libertad. Se trataba, propiamente, de la libertad hegeliana, y tenía exactamente la misma apariencia que la famosa reconciliación de la religión con el derecho. Para tranquilidad de los espíritus débiles añadió también a continuación:

Pero la libertad objetiva, las leyes de la libertad real exigen la sumisión de la voluntad accidental; pues ésta es sobre todo formal. Si lo objetivo en sí es racional, la visión de esa razón tiene que ser correspondiente, y entonces existe también el factor esencial de la libertad subjetiva.

El sentido de esas frases es bastante obscuro, como todo lo que Hegel ha escrito; pero no significa en su fondo otra cosa que la abdicación de la voluntad personal en nombre de la libertad; pues la libertad a que Hegel se refería era sólo un concepto policial. Recuerda uno involuntariamente las palabras de Robespierre: El gobierno revolucionario es el despotismo de la libertad contra la tiranía. El abogado de Arras, que se echaba a dormir con la razón, para levantarse con la virtud, habría sido un buen discípulo de Hegel.

Se ha señalado a menudo el carácter social-cristiano del neohegelianismo, para demostrar así que semejante tendencia sólo podía proceder de una fuente revolucionaria. Sin embargo, se podría replicar con mucho más derecho que toda una legión de los reaccionarios más obstinados y más implacables ha salido de la escuela de Hegel. Tampoco hay que olvidar que justamente el neohegelianismo ha llevado una cantidad de elementos reaccionarios a otros campos, donde todavía continúa floreciendo en parte.

El juego de Hegel con palabras hueras, cuya falta de contenido supo esconder mediante un simbolismo tan hinchado como incomprensible, ha dificultado en Alemania por decenios el impulso interior hacia un legítimo saber, y ha llevado a más de una cabeza bien conformada a correr tras los cuadros chinescos de ociosas especulaciones, en lugar de aproximarse más a la realidad de la vida y de orientar el corazón, y el cerebro en pro de la reforma de las condiciones sociales de la existencia.

Te lo digo: un sujeto que especula es como un animal a quien un espíritu malo hace girar en prado árido mientras alrededor crece hermosa hierba verde.

El filósofo de Estado prusiano Hegel habría podido servir de modelo a Goethe al esculpir esa vigorosa verdad. Realmente, toda su vida giró en el círculo de aquellos espíritus que él mismo había suscitado. Millares le siguieron como a un portador de la antorcha del conocimiento y no se les ocurrió siquiera pensar que no era sino un fuego fatuo que brotaba de los pantanos, y que atraía cada vez más hondamente hacia el reino nebuloso de una infecunda metafísica.

En el gran movimiento socialista, obró el hegelianismo, en la figura del marxismo, como el tizón en el tierno sembrado. Ha infamado las palabras ardientes de vida de Saint Simon: Piensa, hijo mío, que es preciso estar entusiasmado para realizar cosas grandes, al enseñar a los hombres a domar su anhelo y a escuchar atentamente el monótono tictac del reloj, que expresa la acción muda de leyes ineludibles, según las cuales se opera presuntamente todo devenir y toda mutación en la historia. Pero el fatalismo es el sepulturero de todo anhelo ardiente, de toda aspiración ideal, de toda energía rebosante que pugna por expresarse y quiere convertirse en acción creadora. Pues mata la seguridad interior y la profunda fe en la justicia de un ideal, que es al mismo tiempo la fe en la propia fuerza. Cuando Friedrich Engels se vanagloriaba: Nosotros, los socialistas alemanes, estamos orgullosos de proceder, no sólo de Saint Simon, de Fourier y de Owen, sino también de Kant, de Fichte y de Hegel, no fue sino esta última procedencia la que ha dado al socialismo en Alemania un carácter tan desoladoramente autoritario. De seguro habría fructificado más el socialismo alemán si hubiese recibido mayor inspiración de Lessing, de Herder y de Jean Paul, en lugar de ir a la escuela de Kant, de Fichte y de Hegel.

Ser revolucionario es tanto como conquistar cambios sociales mediante la utilización de la propia energía. Es también fatalismo el aceptar las cosas tal como son, creyendo que no se las puede cambiar. Sólo un fatalista, en el peor sentido de la palabra, podía pronunciar estas palabras: Lo que es racional es real, lo que es real es racional. Acomodarse al mundo, tal como está, es la condición espiritual de toda reaccción; pues la reacción no es otra cosa que paralización de acuerdo con un principio. Hegel era reaccionario hasta la médula; todo sentimiento libertario le era absolutamente extraño, pues no entraba en los estrechos marcos de sus concepciones fatalistas. Era el defensor rígido, implacable, de un brutal principio de autoridad, peor aún que Bonald y De Maistre, pues éstos vieron sólo en la persona del monarca la representación viviente de toda dominación, mientras que Hegel tomó una máquina política, que aplasta con sus miembros despiadados a los hombres y se alimenta de su sudor y de su sangre y la expuso como un instrumento de toda especie de moral, haciendo de ella un Dios sobre la tierra. Esa es su obra ante la historia.


Notas

(1) En su gran obra Der Atheismus und seine Geschichte im Abendlande (vol. IV, pág. 73) da Fritz Mauthner una descripción muy interesante de Fichte, observando entre otras cosas: Cuando él (Fichte), acusado de ateísmo, en marzo de 1799, envió al Gobierno de Weimar la carta de amenaza de que en el caso sólo de una amonestación pública abandonaría Jena y buscaría con algunos otros profesores de ideas afines otro campo de acción ya asegurado, no había fanfarroneado; en Mainz, donde Forster y los demás clubistas se habían entusiasmado por la Revolución francesa; donde hubo una República renana después de la segunda conquista; donde el Gobierno francés quería restablecer la antigua universidad, Fichte -tal vez la incitación vino del general Bonaparte- había de cooperar en una posición destacada.

Para el modo de ver las cosas de Fichte por entonces es también significativa su carta al profesor Reinhold, del 22 de mayo de 1799. donde se lee: En suma: nada es más cierto que la seguridad de que si los franceses no consiguen el gran predominio y no imponen en Alemania, al menos en una parte considerable de ella, una modificación, dentro de algunos años no habrá un solo hombre conocido por haber tenido en su vida un pensamiento libre, que encuentre un refugio seguro.

Lo claramente que Fichte ha visto entonces las cosas, lo han mostrado bastante bien los acontecimientos después de las llamadas guerras de la independencia: la Santa Alianza, las decisiones de Karlsbad, las persecuciones a los demagogos, en una palabra, el sistema Metternich, la reacción franca en pleno avance y en toda la línea, el azuzamiento brutal contra todos los que habían apelado una vez al pueblo para la lucha contra Napoleón. Si la epidemia mortal no hubiese barrido a Fichte a tiempo, no se habría contentado la reacción seguramente con prohibir sus Discursos a la nación alemana, como se hizo realmente. No se le habría tratado, con seguridad, con más respeto que a Arndt, Jahn y tantos otros, cuya actividad patriótica ha incitado y desencadenado la guerra de la independencia.

(2) Ya Herder atrajo la atención sobre aquel curioso antojo que había llegado a ser, en el curso del tiempo, un defecto espiritual, cuando puso en boca de aquel excéntrico Realis de Viena estas palabras: La excelencia de Alemania consiste en estos cuatro detalles: que en la larga noche de la densa ignorancia ha tenido los primeros, los más numerosos, los más grandes inventores, y en novecientos años ha evidenciado más comprensión que los otros cuatro pueblos maestros juntos en cuatro mil años. Se puede decir con verdad que Dios ha querido hacer inteligente al mundo por dos pueblos: antes de Cristo por los griegos, después de Cristo por los alemanes. Se puede llamar a la sabidurfa griega el Viejo Testamento; a la alemana, el Nuevo (Herder: Briefe zur Beförderung der Humanität; 4 colección, 1794).

(3) En su excelente obrita Rasse und Politik advierte Julius Goldstein muy agudamente: El vacio esquema de su (de Hegel) pensamiento continúa haciendo estragos en aquellos hombres -en su mayor parte, caso curioso, extranjeros- que han creído encontrar las llaves de la comprensión del mundo histórico en las razas. Gobineau, Lapouge, Chamberlain, Woltmann están en la órbita de un hegelianismo con ornamentos naturalistas; es hegelianismo cuando, en lugar del espíritu del individuo, se pone en acción el espíritu de la raza para explicar las creaciones espirituales; es hegeliimismo cuando se destierra de la historia toda contingencia y se construye el destino de los pueblos con las Ideas preconcebidas sobre lo que una raza puede hacer y no hacer; es hegelianismo cuando se contraponen, en lógico exclusivismo, el germanismo y el semitismo y se niegan, con dura fórmula racionalista, las hondas relaciones vitales entre ellos. Hegelianismo es finalmente cuando el curso de la historia, hasta aqui y en lo sucesivo, ha de ser explicado en todas partes por un solo factor decisivo, la raza, sin consideración a la diversidad de las fuerzas activas en las distintas épocas.

(4) Hegel: Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte.

(5) Rudolf Haym: Hegel und seine Zeit; Berlín, 1857.

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