Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO DÉCIMO SEGUNDO

LA DEMOCRACIA Y EL ESTADO NACIONAL

SUMARIO

La relación entre sociedad y Estado.- Pueblo y nación.- El Estado como organismo político e iglesia.- La ciudadanía es una confesión político-religiosa.- La democracia como iniciadora de la moderna conciencia nacional.- Lassalle, sobre democracia y nación.- Nación y nacionalidad.- Eco de la revolución francesa en Alemania.- Condiciones sociales.- La dominación extranjera.- Derrumbamiento de Prusia.- El desarrollo del movimiento nacional.- Arndt y Ficbte. Scharnhorst y Gneisenau.- Las aspiraciones del barón von Stein.- Cábalas del junkerismo prusiano.- Promesas principescas.- El sueño de unidad alemana y los príncipes alemanes.- Traicionados y vendidos.- El juicio de Goethe sobre las llamadas guerras de la independencia




Hemos visto en qué circunstancias apareció el Estado nacional, hasta que recibió poco a poco aquel barniz democrático que dió vida al concepto moderno de la nación. Sólo cuando se siguen con mirada atenta las múltiples ramificaciones de esa significativa transformación social en Europa, se adquiere claridad sobre la verdadera esencia de la nación. La vieja afirmación de que el desarrollo del Estado nacional procede de la conciencia nacional creciente de los pueblos, no es más que una fantasía que prestó buenos servicios a los representantes de la idea del Estado nacional, pero no por eso es menos falsa. La nación no es la causa, sino el efecto del Estado. Es el Estado el que crea a la nación, no la nación al Estado. Desde este punto de vista, entre pueblo y nación existe la misma diferencia que entre sociedad y Estado.

Toda vinculación social es una creación natural que se forma armónicamente de abajo arriba en base a las necesidades comunes y al mutuo acuerdo, para proteger y tener presente la conveniencia general. Hasta cuando las instituciones sociales se petrifican paulatinamente o cuando se vuelven rudimentarias, se puede reconocer claramente la finalidad de su origen en la mayoría de los casos. Pero toda organización estatal es un mecanismo artificioso que se impone a los hombres de arriba abajo por algunos potentados y no persigue nunca otro objetivo que el de defender y asegurar los intereses particulares de minorías sociales privilegiadas.

Un pueblo es el resultado natural de las alianzas sociales, una confluencia de seres humanos que se produce por una cierta equivalencia de las condiciones exteriores de vida, por la comunidad del idioma y por predisposiciones especiales debidas a los ambientes climáticos y geográficos en que se desarrolla. De esta manera nacen ciertos rasgos comunes que viven en todo miembro de la asociación étnica y constituyen un elemento importante de su existencia social. Ese parentesco interno no puede ser elaborado artificialmente, como tampoco se le puede destruir de un modo arbitrario, salvo que se aniquile violentamente y barra de la tierra a todos los miembros de un grupo étnico. Pero una nación no es nunca más que la consecuencia artificiosa de las aspiraciones políticas de dominio, como el nacionalismo no ha sido nunca otra cosa que la religión política del Estado moderno. La pertenencia a una nación no es determinada nunca por profundas causas naturales, como lo es la pertenencia al pueblo; eso depende siempre de consideraciones de carácter político y de motivos de razón de Estado, tras los cuales están siempre los intereses particulares de las minorías privilegiadas en el Estado. Un grupito de diplomáticos, que no son más que emisarios comerciales de las castas y clases privilegiadas en la organización estatal, decide a menudo arbitrariamente sobre la nación a que pertenecen determinados grupos de hombres, los cuales han de someterse a sus mandatos, porque no pueden hacer otra cosa, sobre todo cuando no se les ha requerido siquiera su propia opinión.

Pueblos y grupos étnicos han existido mucho antes de que apareciese el Estado; subsisten aún y se desarrollan sin intervención del Estado. Se perturba su desarrollo natural desde el momento que un poder exterior cualquiera se inmiscuye violentamente en su vida y constriñe ésta en formas que le han sido del todo extrañas hasta allí. Pero la nación no se puede imaginar sin el Estado; está anudada a él en todo y a él debe únicamente su existencia. Por eso la esencia de la nación nos será siempre inaccesible si intentamos separarla del Estado y atribuirle una vida propia que nunca ha tenido.

Un pueblo es siempre una comunidad bastante restringida; pero una nación abarca, por lo general, toda una serie de pueblos y de grupos étnicos distintos, comprimidos por medios más o menos violentos en los cuadros de una forma estatal común. En realidad, apenas hay en toda Europa un Estado que no se componga de una cantidad de grupos populares diversos, separados en su origen por su procedencia y su idioma y soldados por la fuerza en una nación, sólo por intereses dinásticos, económicos o políticos.

Incluso allí donde, bajo la influencia de las ideologías democráticas, han sido sostenidas las aspiraciones de unidad nacional por grandes movimientos populares, como ocurrió en Italia y en Alemania, en el fondo de esas aspiraciones hubo siempre, desde el comienzo, un germen reaccionario que no podía conducir a niqgún buen resultado. La actuación revolucionaria de Mazzini y de sus partidarios en pro de la instauración del Estado unitario tenía que convertirse inevitablemente en obstáculo para la liberación social del pueblo, cuyos verdaderos objetivos fueron velados por la ideología nacional. Entre Mazzini, el hombre, y el actual dictador de Italia hay todo un abismo; pero el desarrollo del pensamiento nacionalista, desde la teología política de Mazzini hasta el Estado totalitario fascista de Mussolini, sigue una línea recta.

Una ojeada a los novísimos Estados nacionales que se crearon a consecuencia de la guerra mundial, nos da un magnífico ejemplo, que no puede ser fácilmente malentendido. Las mismas nacionalidades que antes de la guerra se indignaban contra la violencia de que eran víctimas por parte de opresores extranjeros, son hoy, cuando han conseguido sus deseos, las más funestas opresoras de las minorías nacionales de sus países y emplean contra éstas los mismos métodos brutales de subyugación moral y legal que habían combatido con justicia tan acremente, cuando eran ellas aún las oprimidas. Que esto abra los ojos a los más ciegos y les convenza de que una convivencia armónica de los pueblos no es en modo alguno posible en los cuadros del actual sistema estatal. Pero los pueblos que sacudieron el yugo de una odiada dominación extranjera en nombre de la independencia nacional, tampoco han ganado nada con ello; en la mayoría de los casos sólo adoptaron un nuevo yugo que suele ser mucho más opresivo que el viejo. Polonia, Hungría, Yugoeslavia y los Estados fronterizos entre Alemania y Rusia son ejemplos clásicos.

La transformación de agrupaciones humanas en naciones, es decir, en estructuraciones estatales, no ha abierto al desenvolvimiento social general de Europa ninguna nueva perspectiva; más bien se ha convertido en uno de los más firmes baluartes de la reacción internacional y es hoy impedimento peligroso para la liberación social. La sociedad europea fue desmenuzada por ese proceso en grupos hostiles que se hallan frente a frente con desconfianza y a menudo llenos de odio; y el nacionalismo, en cada país, veía con ojos de Argos por la persistencia de esa situación morbosa. Allí donde se produce una aproximación de los pueblos, amontonan los cultores del nacionalismo nuevas substancias explosivas para ensanchar las divergencias nacionales. Pues el Estado nacional vive de esas divergencias y desaparecería en el momento en que no consiguiera mantener en pie tales separaciones artificiales.

El concepto de la nación se basa, por tanto, en un principio puramente negativo, tras el cual, sin embargo, se ocultan finalidades bien positivas. Pues tras todo lo nacional está siempre la voluntad de poder de pequeñas minorías y el interés particular de castas y clases privilegiadas del Estado. Estas determinan en realidad la voluntad de la nación; pues no son los Estados como tales -según observó justamente Menger- los que tienen objetivos, sino sólo sus timoneros. Pero para que la voluntad de los pocos se convierta en la voluntad de tados -pues sólo así puede desarrollar su plena eficacia- debe recurrirse a todos los medios de adiestramiento espiritual y moral para hacerla arraigar en la conciencia religiosa de las masas y modelarla y convertirla en un asunto de fe. La verdadera fortaleza de toda creencia consiste en que sus sacerdotes elaboran lo más perfectamente posible las líneas de separación que dividen a los ortodoxos de una de los prosélitos de otras colectividades religiosas. Sin la maldad de Satanás habría sido difícil sostener la grandeza de Dios. Los Estados nacionales son organismos políticos eclesiásticos. La llamada conciencia nacional no es innata en el hombre, sino suscitada en él por la educación; es una noción religiosa: se es francés, alemán o italiano como se es católico, protestante o judío.

Con la difusión de las ideas democráticas en Europa, comienza el ascenso del nacionalismo en los distintos países. Tan sólo con la realización del nuevo Estado que -al menos en teoría- asegura a cada ciudadano el derecho garantizado por la Constitución a participar en la vida política de su país y en la elección de su gobierno, podía arraigar en las masas la conciencia nacional y vigorizar en el individuo la convicción de que es un miembro de la gran comunidad política, a la que está inseparablemente ligado, y que esa comunidad es la que da una finalidad y un contenido a su existencia personal. En el período predemocrático semejante creencia sólo podía prender en los estrechos círculos de las clases privilegiadas, mientras que para la gran mayoría de la población debió serle extraña. Con razón observó Lassalle:

El principio de las nacionalidades libres, independientes, es la base y la fuente, la madre y la ra1z del concepto de la democracia en general. La democracia no puede pisotear el principio de las nacionalidades sin poner la mano de un modo suicida en la propia existencia; sin privarse de toda base de justificación teórica; sin traicionarse a fondo y radicalmente. Lo repetimos: el principio de la democracia tiene su base y su fuente vital en el principio de las nacionalidades libres. Sin él está en el aire (1).

También en este punto se diferencia la democracia esencialmente del liberalismo, cuya concepción abarcaba la humanidad como un todo o al menos aquella parte de la humanidad que pertenecía al círculo cultural europeo-americano y se ha desarrollado en idénticas condiciones sociales. Mientras el liberalismo partía, en sus consideraciones, del individuo, y juzgaba luego, con esa medida, el ambiente social circundante según la utilidad o la nocividad de sus instituciones para los hombres, las limitaciones nacionales no tenían para sus portavoces más que un alcance secundario, de manera que podían exclamar siempre con Paine: El mundo es mi patria. los hombres mis hermanos. Pero la democracia, que se apoyaba en la noción colectiva de la voluntad general, fue un pariente próximo del concepto sobre la nación y lo convirtió en el vehículo de la voluntad general.

La democracia no sólo contribuyó a vitalizar el espíritu nacional; ha delimitado también el concepto del Estado nacional más severamente de lo que pudo hacerse jamás bajo el dominio del absolutismo. En tiempos de la vieja monarquía, toda consideración y opinión políticas estaban sometidas bajo el signo de los intereses dinásticos. Ciertamente sus representantes aspiraban -como resulta con especial claridad de la historia francesa- a reagrupar cada vez más férreamente las fuerzas nacionales y a someter toda la administración del país a una dirección central; pero tenían, sin embargo, siempre a la vista las conveniencias de la dinastía, aun allí donde consideraron aconsejable disimular sus verdaderos propósitos.

Con el comienzo del período democrático desaparecen todas las consideraciones dinásticas y la nación como tal surge en el punto culminante del proceso político. Así recibe el Estado mismo una nueva expresión: se convierte tan sólo ahora en Estado nacional en el sentido más completo, al abarcar y soldar políticamente a todos los habitantes de un país como miembros de un conjunto con iguales derechos.

Inspirados por los postulados de una igualdad política abstracta, distinguieron los representantes del nacionalismo democrático entre nación y nacionalidad. La nación era, para ellos, como una agrupación política que -reunida por la comunidad del idioma y la cultura- se había consolidado en un organismo estatal independiente. Pero se consideraba como nacionalidades a aquellos grupos étnicos que estaban sometidos al dominio de un Estado extranjero y se esforzaban por obtener su independencia política y nacional. El nacionalismo democrático veía en las luchas de las nacionalidades oprimidas que aspiraban a transformarse en nación, un derecho inviolable, y procedió en ese sentido. Como el ciudadano de una nación debía disfrutar ilimitadamente en el propio país de todos los derechos y libertades que le garantizaba la Constitución, así ninguna nación, como conjunto, debía ser sometida, en su propia vida respecto al exterior, a poder extraño alguno, siendo igual a todas las demás naciones en su independencia política.

No hay duda de que hay un principio justo en la base de esas aspiraciones: la igualdad teórica de derechos de toda nación y nacionalidad, sin diferencia de su significación social y política. Pero se evidenció desde el comienzo que semejante igualdad no podía ser nunca puesta en armonía con las aspiraciones políticas de dominio del Estado. Cuanto más han comprendido los gobernantes de los Estados de Europa que no podían excluir a sus países de la penetración de las ideologías democráticas, tanto más claro ha sido para ellos que el principio de la nacionalidad podía y debía ser un medio excelente para favorecer, bajo su manto, sus propios intereses. Napoleón I, en razón de su origen, estaba menos embarazado por los prejuicios que los representantes de la realeza legítima, y supo obrar de modo excelente en favor de sus planes secretos con ayuda del principio de las nacionalidades. En mayo de 1809 dirigió, desde Schönbrunn, su conocido llamado a los húngaros, exhortándoles a sacudir el yugo de la dominación austríaca. No pido nada de vosotros -se lee en aquella manifestación imperial-, sólo deseo veros una nación libre e independiente.

Se sabe en qué consistía ese desinterés. Para Napoleón era tan indiferente la independencia nacional de Hungría como en el fondo de su corazón le eran indiferentes los franceses que, a pesar de su origen extranjero, lo habían convertido en héroe nacional. Lo que le interesaba realmente eran sus propios planes políticos de dominio. Para realizarlos, jugaba con los italianos, los ilirios, los polacos y los húngaros la misma comedia que había .jugado con la grande nation durante catorce años. La claridad con que había reconocido Napoleón la importancia del principio de las nacionalidades para sus propios objetivos políticos, se deduce también de aquella expresión que nos ha transmitido uno de sus compañeros de Santa Elena. Nunca se asombraba bastante de que entre los príncipes alemanes no haya habido uno solo que tuviera bastante cerebro para utilizar la idea de la unidad nacional de Alemania, ampliamente difundida en el pueblo, como cobertura para reunir las poblaciones alemanas diversas bajo una determinada dinastía.

Desde entonces ha ocupado un puesto importante en la política europea el principio de las nacionalidades. Inglaterra apoyó fundamentalmente, después de las guerras napoleónicas, el derecho de las poblaciones oprimidas en el Continente, únicamente para oponer obstáculos a la diplomacia continental, lo que no podía menos de ser ventajoso para el ascenso político y económico de Inglaterra. Y al hacer eso los diplomáticos ingleses, naturalmente, ni siquiera pensaban en conceder los mismos derechos a los irlandeses. Lord Palmerston dirigió toda su política exterior en ese sentido; pero nunca se le ocurrió al habilidoso estadista inglés apoyar a las nacionalidades oprimidas cuando éstas necesitaban más urgentemente su ayuda. Por el contrario, contemplaba con la mayor tranquilidad de ánimo cómo agonizaban sus ensayos de independencia bajo las garras de la Santa Alianza.

Napoleón III prosiguió la misma política de astucia y se presentó como defensor de las nacionalidades oprimidas, mientras que en realidad no tenía presente más que las conveniencias de la propia dinastía. Su papel en el movimiento de unidad italiana, que tuvo por consecuencia la anexión de Niza y Saboya a Francia, es una prueba concluyente al respecto.

Carlos Alberto de Cerdeña socorrió al movimiento de unidad nacional de Italia con todos los medios, pues había reconocido, con hábil previsión, las ventajas que resultarían de ella para su dinastía. Mazzini y Garibaldi, los más decididos defensores del nacionalismo revolucionario, debieron ver después tranquilamente cómo el sucesor del cerdeñense se apropiaba de los frutos de su actividad de toda la vida y se convertía en rey de la Italia unida, que ellos habían imaginado un tiempo como República democrática.

El que en Francia pudiera echar raíces tan pronto el sentimiento nacional durante la Revolución y el que llegase a un crecimiento tan vigoroso, se puede atribuir principalmente al hecho de que la Revolución había abierto entre Francia y la Vieja Europa un abismo profundo, continuamente ensanchado por las guerras incesantes. Sin embargo, saludaron las mejores y más valiosas cabezas de todos los países la Declaración de los derechos del hombre con franco entusiasmo y creyeron firmemente que en lo sucesivo se iniciaría en Europa una era de libertad y de justicia. Hasta muchos de los hombres que lo jugaron todo después para desencadenar en Alemania la sublevación nacional contra la dominación de Napoleón, saludaron la Revolución con júbilo interior. Fichte, Görres, Hardenberg, Schleiermacher, Benzenberg y muchos otros estuvieron al principio enteramente bajo el hechizo de las ideas revolucionpias que irradiaban de Francia. Fue precisamente la amarga decepción de ese anhelo de libertad lo que movió a hombres como Jean Paul, Beethoven y muchos otros, que habían sido de los admiradores más ardientes del general Bonaparte, en el que veían el instrumento de una transformación social en toda Europa, a apartarse de él, cuando se erigió en emperador, poniendo en evidencia cada vez más abiertamente sus intenciones de conquista.

Se puede comprender fácilmente ese entusiasmo desbordante de muchos de los mejores espíritus de Alemania hacia los franceses, cuando se tienen presentes las desesperadas condiciones políticas y sociales que caracterizaban la realidad alemana en la víspera de la revolución. El imperio alemán no era más que una masa de Estados que se descomponían en su propia podredumbre, cuyas castas y estamentos dirigentes no eran ya capaces de ningún impulso interior y por eso se aferraban tanto más a lo viejo. La terrible desgracia de la guerra de los Treinta Años, cuyas heridas apenas cicatrizadas fueron reabiertas por las campañas de conquista de Federico II, había impreso a la población del maltratado país un sello peculiarísimo.

Una generación llena de sufrimientos sin nombre -dice Treitschke en su Deutschen Geschichte- había quebrantado el valor civil, había habituado al hombre de abajo a arrastrarse ante el poderoso. Nuestro idioma liberal enseñó a morir en humildísima resignación y creó aquel riquísimo tesoro lingüistico de lugares comunes serviles que todavía hoy no ha sido superado.

Dos terceras partes de la población total, al estallar la Revolución, vivían en un estado de servidumbre y en condiciones indescriptiblemente misérrimas. El país gemía bajo el duro yugo de incontables déspotas de campanario, cuyo egoísmo despiadado no vacilaba en especular con los propios conciudadanos como carne de cañón para potencias extranjeras, a fin de continuar llenando sus cajas vacias con los dineros ensangrentados que les pagaban por la vida de esos desdichados. Todos los historiadores uniformados concuerdan en que para ese desgraciado país no podía venir la redención desde dentro. Incluso un antifrancés tan furibundo como Ernst Morris Arndt no pudo poner en duda esa afirmación.

Por eso la invasión francesa causó, al principio, el efecto de una tempestad purificadora; pues los ejércitos franceses llevaron al país un espíritu revolucionario y despertaron en el corazón de sus habitantes un sentimiento de dignidad humana que no habían conocido hasta entonces. La difusión de las ideas revolucionarias en el extranjero fue una de las armas de la República francesa más temidas en su lucha desesperada contra el absolutismo europeo, lucna que tendía a separar la causa de los pueblos de la causa de los príncipes. Tampoco Napoleón pensó un solo instante en abandonar esa arma preciosa; por eso, en todas partes donde sus banderas victoriosas ondeaban sobre tierra extraña, introdujo reformas amplias a fin de encadenar de esa manera a los habitantes de los territorios ocupados.

La paz de Luneville (1801) obligó al emperador alemán a reconocer el Rhin como frontera entre Francia y Alemania. De acuerdo con los tratados concertados, los soberanos de la orilla izquierda del Rhin habían de ser indemnizados por medio de posesiones en el interior del imperio. Comenzó así aquella negociación infame de los príncipes alemanes con el enemigo hereditario para hacerse de cada trozo de tierra, que el uno trataba de recibir a costa del otro y todos juntos se esforzaron por escamotear a costa de sus pueblos. Los más nobles de la nación lloriqueaban, como perros a quienes se ha pisado la cola, ante Napoleón y sus ministros, a fin de salir lo mejor posible de la división a realizar. Apenas ha visto la historia un ejemplo idéntico de rebajamiento y de humillación. Con razón dijo el barón von Stein a la emperatriz de Rusia, ante la Corte reunida, que la pérdida de Alemania sólo fue obra de la conducta miserable de sus príncipes. Stein no era ciertamente un revolucionario; pero era un hombre sincero que tuvo el valor de expresar una verdad que era conocida por todos. El patriota alemán Ernst Morris Arndt escribió con amargo desprecio:

Los que podían ayudar retrocedieron, los otros fueron aplastados; así la alianza de los más poderosos se puso de parte de los enemigos, y ninguna mancha pública anatematizó a los desvergonzados que tuvieron el descaro de presentarse como libertadores, ellos que negociaron cobardemente con el honor propio y con el extraño. Se trataba de la paz. Se hablaba mucho de los príncipes alemanes, nunca y en ninguna parte del pueblo alemán ... Nunca habían estado los príncipes, como partido separado, tan lejos de la nación, más que lejos, frente a ella; no se ruborizaron en presencia de un fuerte, bravo y valeroso pueblo, al que hicieron tratar como pueblo subyugado, para poder compartir el despojo ... La injusticia nace de la injusticia, la violencia de la violencia, la infamia de la infamia y Europa se derrumbará como el Imperio de los mogoles. Así estuvisteis y así estáis ahí como tenderos, no como príncipes; como los judios con la bolsa, no como los jueces con la balanza y menos aún como los mariscales con la espada (2).

Después de la batalla de Austerlitz (1805) y de la fundación de la alianza renana no quedó al emperador Francisco más remedio que declarar disuelto el Imperio alemán; realmente hacía mucho que no existía ya. Dieciséis príncipes alemanes se habían sometido al protectorado de Napoleón, y habían recogido, por su ejemplaridad en sentimiento patriótico, una excelente cosecha. Pero cuando los historiadores patriotas presentan el asunto como si después de esa abierta traición a la nación, la monarquía prusiana hubiese sido el último refugio de las poblaciones alemanas contra la dominación de los franceses, incurren en una falsificación consciente de hechos históricos. Prusia estaba tan infectada interiormente, y moralmente tan corrompida, como las otras partes del Imperio. El derrumbamiento de 1806: las terribles derrotas de los ejércitos prusianos en Jena y Auerstadt, la vergonzosa entrega de las fortificaciones a los franceses, sin que los aristocráticos comandantes hubiesen hecho ninguna resistencia seria, la fuga del rey hasta la frontera rusa y las infames maquinaciones de los junkers prusianos, que, en medio de esa espantosa catástrofe, no pensaban en otra cosa que en salvar sus miserables privilegios, califican bastante las condiciones prusianas de entonces. Toda la dolorosa historia de las relaciones entre los altos aliados de Rusia, Austria y Prusia, de los cuales cada uno, a espaldas del otro, trabajaba por o contra Napoleón, es un verdadero sábado de brujas de cobarde villanía y de vulgar traición, como apenas se encontrará otro ejemplo en la historia.

Sólo una pequeña minoría de hombres sinceros, cuyo patriotismo era algo más que una profesión oral de fe, alentaron por medio de asociaciones secretas y de propaganda abierta la resistencia nacional en el país, lo que les fue tanto más fácil cuanto que la dominación militar de Napoleón pesaba cada vez más gravemente sobre la población del país dominado, cuyos hijos, además, eran obligados a llenar los claros que la guerra había abierto en los ejércitos franceses. Ni la monarquía prusiana ni el junkerismo prusiano eran capaces de ese trabajo. Al contrario, se resistieron a todos los ensayos serios que podían poner en peligro sus privilegios y trataron con manifiesta desconfianza a hombres como Stein, Gneisenau, Scharnhorst, Fichte, Arndt, Jahn y hasta a Blücher; sólo cuando se vieron forzados cedieron a sus demandas, para caer de nuevo sobre ellos desde atrás en la primera ocasión. El comportamiento de Federico Guillermo III frente a Stein y las cábalas cobardes mediante las cuales el prusianismo trató de malograr los esfuerzos de los patriotas alemanes, hablan elocuentemente. Lá monarquía prusiana no constituyó, pues, en manera alguna, una excepción en esa triste histeria de héroes de los príncipes alemanes, y Seume tenía seguramente razón cuando escribió:

Lo que seria de esperar de la nación y para la nación, lo destruyen seguramente los prlncipes y la nobleza para salvar sus absurdos privilegios. Los mejores soportes de Napoleón son los prlncipes y los nobles alemanes ... Estamos realmente en el punto en que, como Cicerón, no sabemos si hemos de desear la victoria a nuestros amigos o a nuestros enemigos.

Y sin embargo, los hombres que trabajaban por la sublevación nacional de Alemania y los que han tomado una participación tan destacada en la llamada guerra de la independencia, no eran, en manera alguna, revolucionarios, aunque muy a menudo fueron difamados por los junkers prusianos como jacobinos. Casi todos eran fieles al rey hasta lo último y estaban totalmente inmunes ante las verdaderas ideas libertarias. Pero habían comprendido algo: si se quería hacer de los siervos sin derechos y de los súbditos hereditarios una nación, y agitar a las grandes masas del pueblo para la lucha contra el dominio extranjero, había que comenzar ante todo por amenguar los privilegios irritantes de la nobleza y por garantizar al hombre del pueblo derechos civiles que se le habían rehusado hasta allí.

Hay que infundir a la nación el sentimiento de la independencia -decía Scharnhorst-, hay que darle ocasión de conocerse a si misma, de velar por si misma; sólo entonces se apreciará a si propia y sabrá conquistarse respeto de los demás. Trabajar en ese sentido, he ahl todo lo que podemos hacer. Desatar los nudos de los prejuicios, dirigir el renacimiento, cuidarlo y no obstaculizar su libre desarrollo; más allá no llega nuestro más alto circulo de acción. Aquí están los látigos y allí las disciplinas.

También Gneisenau señaló en su memoria de julio de 1807 que tan sólo se podría hablar de un equilibrio de Europa cuando todos se dispusieran a imitar a los franceses, liberando, mediante una Constitución y la igualaCión de derechos de los estamentos, todas las fuerzas naturales de la nación.

Si los demás Estados quisieran restablecer ese equilibrio, entonces se abrirían para ellos y utilizarlan las mismas fuentes auxiliares. Deberían hacer suyos los resultados de la Revolución y ganarían así la doble ventaja de poder oponer toda su fuerza nacional a una fuerza extraña y de escapar a los peligros de una revolución, de la que no están exentos precisamente porque no quisieron prevenir, con una modificación voluntaria, una transformación violenta.

Más claro fue Hardenberg, el cual, en tiempos de la paz de Tilsit, fue licenciado por Federico Guillermo por deseo de Napoleón. En su Memoria sobre la reorganización del Estado prusiano, del 12 de septiembre de 1807, declaró:

La ilusión de que es posible oponerse eficazmente a la Revolución aferrándose a lo viejo y con la persecución severa de los principios que emanan de ella, ha contribuído especialmente a estimular la Revolución y a darle una expansión creciente. El poder de esos postulados es tan grande, están tan difúndidos y tan generalmente reconocidos, que el Estado que no los acepte ha de sucumbir o disponerse a su aceptación forzada. Y llega a la conclusión: Los principios democráticos, en un gobierno monárquico, me parece la forma apropiada para el presente espíritu del tiempo.

Tales eran las ideas que se hallaban difundidas entonces en los circulos de los patriotas alemanes. Hasta el mismo Arndt, a quien seguramente no se le puede atribuir simpatías por Francia, hubo de comprender que la Gran Revolución era un acontecimiento de significación europea, y llegó a persuadirse de que todos los Estados, aun los que no son democracias, se volverán de siglo en siglo más democráticos.

Tampoco el barón von Stein, un espíritu absolutamente conservador y adversario declarado de todas las aspiraciones revolucionarias, pudo cerrarse a la comprensión de que un renacimiento del Estado y la liberación del yugo extranjero sólo eran posibles decidiéndose a la abolición de la servidumbre y a la introducción de una representación nacional. Verdad es que Stein se cuidó de añadir en el escrito planeado por Schon como su testamento político:

Sagrado era y es para nosotros el derecho y el poder de nuestro rey. Pero para que ese derecho y ese poder ilimitado puedan hacer el bien que cabe en ellos, me pareció necesario dar al poder supremo un medio para conocer los deseos del pueblo y dar vida a sus determinaciones.

No eran éstas seguramente ideas revolucionarias, y sin embargo von Stein tuvo que luchar con las mayores dificultades para implantar hasta las reformas más modestas. Se sabe cómo le atacaron siempre por la espalda los más nobles de la nación, y cómo ni siquiera retrocedieron ante una franca traición al país para obstaculizar sus planes patrióticos. El hecho es que el famoso edicto de independencia de octubre de 1807 suprimió la servidumbre personal sólo de nombre, pues como sus autores no se atrevieron a tocar en lo más mínimo la posesión junkeriana de la tierra, los antiguos siervos se convirtieron sólo en esclavos asalariados de los terratenientes, que podían ser arrojados del terruño por sus amos en todo momento, si no se sometían incondicionalmente a su voluntad.

También el llamado edicto de regulación de 1811, que se dictó en tiempos de Hardenberg, estaba calculado principalmente para incitar a la población campesina a la resistencia contra los franceses. Al ofrecer a la antigua servidumbre la perspectiva de una reforma del derecho de propiedad que pondría a los campesinos en situación de llegar a ser propietarios de la tierra, se procuró simplemente hacerles más agradable la lucha contra el dominio extranjero. Pero después que los ejércitos franceses fueron arrojados del país, el gobierno rompió traidoramente todos los compromisos y abandonó la población del campo a la miseria y a su esclavitud por los junkers.

Fue la fuerza de las circunstancias la que movió a los príncipes alemanes a hacer a sus súbditos toda especie de hermosas promesas y a ponerles en perspectiva una Constitución, de cuya eficacia la burguesía naciente se prometía toda suerte de maravillas. Se había comprendido que sólo una guerra popular podía libertar a Alemania de la dominación francesa, por mucho que se resistiera especialmente Austria contra ese pensamiento. Los acontecimientos de España abogaban demasiado claramente en favor de esa idea. Así descubrieron de pronto los grandes señores su corazón amistoso para el pueblo y reconocieron -obligados por la necesidad, no por propio impulso-, que la sublevación de las masas era el último medio que podía dar un sostén a sus tronos tambaleantes.

En el manifiesto de Kalisch apareció el zar ruso como testimonio en favor de una futura Alemania libre y unida, y el rey de Prusia prometió a sus fieles súbditos una Constitución. En las grandes masas, que vegetaban en medio de un gran embotamiento espiritual, esas promesas tampoco causaron ninguna impresión particular; pero la burguesía, y especialmente la juventud, fueron alcanzadas por el entusiasmo patriótico y soñaron con la resurrección de Barbarroja y con el restablecimiento del Imperio en su vieja magnificencia y en su antiguo esplendor.

No obstante todo eso, vaciló siempre Federico Guillermo y trató de cubrirse por ambos lados. Incluso cuando el invierno ruso y el incendio de Moscú aniquilaron el ejército gigantesco de Napoleón, y éste corrió en precipitada fuga a Francia, el rey no fue capaz de adoptar ninguna decisión; pues las conveniencias de la dinastía prusiana le interesaban más que algo así como una Alemania nebulosa, por la cual ni él ni menos aún sus junkers favoritos del Este del Elba tenían comprensión alguna. Tan sólo bajo la presión creciente de las pasiones patrióticas se decidió finalmente a la guerra; en realidad no le quedaba ya otro camino. El estado de ánimo de entonces entre los patriotas, puede verse por la carta personal de Blücher a Scharnhorst, fechada el 5 de enero de 1813, que decía entre otras cosas:

Ahora es nuevamente el tiempo para hacer lo que he aconsejado ya en 1809; es decir, es hora de llamar a toda la nación a las armas, y si los príncipes no quieren y se oponen, barrerlos junto con Bonaparte: pues no sólo hay que levantar a Prusia, sino a toda la patria alemana, y consolidar la nación.

Pero ocurrió algo distinto a lo que se habían imaginado los portavoces patrióticos del pensamiento de la unidad alemana. Todas las promesas de los grandes se hicieron humo en cuanto Napoleón fue derrotado y se alejó el peligro de una nueva invasión. En lugar de la Constitución vino la Santa Alianza; en lugar de la anhelada libertad civil, vinieron las decisiones de Karlsbad y las persecuciones a los demagogos. El engendro que llevaba el nombre de Deutsche Bund, al que Jahn llamó Deutsche Bunt, debió servir como complemento para la anhelada unidad del imperio. El pensamiento de la unidad fue declarado al margen de la ley por los gobiernos; Metternich opinó que no había ninguna idea más absurda que la de querer reunir a los pueblos alemanes en una Alemania única, y la comisión investigadora de Mainz acusó al padre del deporte, Jahn, de haber propagado por primera vez la peligrosa doctrina de la unidad de Alemania, lo que, dicho sea de paso, no era verdad.

Los Discursos a la nación alemana de Fichte fueron prohibidos, los grandes patriotas fueron entregados a las furias de la reacción. Arndt fue castigado disciplinariamente y procesado; Schleiermacher no pudo predicar más que bajo la vigilancia policial; Jahn fue encadenado, arrastrado a la prisión y privado de su libertad durante muchos años después de su absolución. Gorres, el cual con su Rheinischen Merkur, a quien Napoleón llamó la quinta potencia, había contribuído tanto a la sublevación nacional contra los franceses, tuvo que huir y buscar protección en el país del enemigo hereditario contra los esbirros de la reacción prusiana. Gneisenau se retiró; Boyen, Humboldt y otros hicieron lo mismo. Las Burschenschaften (asociaciones juveniles) fueron disueltas, las universidades fueron colocadas bajo la tutela moral de la policía.

Nunca ha sido privado un pueblo tan a fondo y tan descaradamente de los frutos de su victoria; por cierto, no hay que olvidar que sólo ha sido una pequeña minoría la que había puesto tan grandes esperanzas en la caída de la dominación francesa y la que creia realmente que había llegado la hora de la unión para Alemania bajo el signo de la libertad civil. Las grandes masas, como siempre, fueron empujadas a la guerra de la independencia y lo único que hicieron fue cumplir la orden de sus principes respectivos, a quienes estaban obligadas a obedecer. De otro modo no se puede explicar el sometimiento incondicional de la población bajo el régimen de terror de la reacción que avanzaba. Heine tenia razón cuando escribió en sus ensayos sobre la Escuela romántica:

Cuando Dios, la nieve y los cosacos destruyeron las mejores fuerzas de Napoleón, recibimos los alemanes la suprema orden de libertamos del yugo extranjero, y nos indignamos con viril cólera contra la servidumbre tanto tiempo soportada; y nos entusiasmamos con las buenas melodías y los malos versos de las canciones de Körner, y combatimos por la libertad; pues nosotros hacemos todo lo que se nos ordena por nuestros príncipes.

También Goethe, que había convivido las luchas por la independencia, y que estaba acostumbrado a llegar más al fondo de las cosas que el eterno ironista Heine, tuvo en este punto la misma opinión. Así se expresó en la conversación con Luden, poco después de la sangrienta batalla popular de Leipzig:

Usted habla del despertar, de la elevación del puebla alemán, y opina que ese pueblo no se dejará arrancar otra vez lo que ha conquistado y por lo que pagó tan caro con riqueza y sangre, es decir, la libertad. ¿Ha despertado realmente el pueblo? ¿Sabe lo que quiere y lo que puede? ... ¿Y todo movimiento es una sublevación? ¿Se subleva el que es obligadamente puesto en pie? No hablamos de millares de jóvenes y de hombres instruídos; hablamos de la muchedumbre, de los millones. ¿Y qué se ha conquistado, después de todo, o ganado? Usted dice que la libertad; pero tal vez llamaríamos mejor emancipación; es decir, emancipación, no del yugo del extranjero, sino de un yugo extranjero. Es verdad; no veo ya franceses ni italianos; en cambio veo cosacos, croatas, magiares, kasubos, samlanders, húsares pardos y de otros tipos. Desde hace mucho nos hemos habituado a dirigir nuestra mirada sólo a Occidente y a esperar de ese lado todo peligro; pero la tierra se extiende además hacia Oriente.

Goethe tenia razón; de Oriente no vino por cierto una revolución; llegó la Santa Alianza, que durante decenios pesó gravemente sobre los pueblos de Europa y amenazó sofocar toda vida espiritual. Nunca tuvo Alemania que soportar bajo la dominación francesa nada parecido a lo que hubo de sufrir, después, bajo la infame tirania de sus principescos libertadores.


Notas

(1) Ferdinand Lassalle: Der italianische Krieg und Aufgaube Preussens

(2) E. M. Arndt: Geist der Zeit; erster Teil; Kap. VII.

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