Índice de Nacionalismo y cultura de Rudolf RockerAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO


CAPÍTULO DÉCIMO

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA

SUMARIO

Las relaciones del liberalismo con la democracia.- La idea de Rousseau de la voluntad común.- Rousseau y Hobbes.- Rousseau como creador de la moderna reacción del Estado. El pacto social y la igualdad ante la ley.- Concepción de Rousseau sobre el derecho.- Democracia y dictadura.- Influencia de Rousseau en la Revolución francesa.- Los jacobinos como ejecutores testamentarios de la monarquía.- El centralismo.- El Rey Sol y la Nación Sol.- Nacionalismo y democracia.- La nación como representante de la voluntad común. El nuevo soberano.- El nacionalismo como culto del nuevo Estado.- La voluntad nacional.- Napoleón, heredero de la nueva idea de Estado.- El sueño de la omnipotencia nacional del Estado.- La transformación de la sociedad.- El ciudadano como soldado.- El nuevo sueño de poderío.




Entre liberalismo y democracia existe una diferencia esencial, con base en dos interpretaciones distintas de las relaciones entre individuo y sociedad. Observemos de antemano que solamente tenemos presente aquí las corrientes social-políticas del liberalismo y de la democracia, no las aspiraciones de los partidos liberales y democráticos, que están, en relación a sus ideales originarios, más o menos en una relación idéntica a la de los ensayos real-políticos de los partidos obreros respecto del socialismo. Pero ante todo hay que cuidarse de confundir el liberalismo con las concepciones económicas del llamado manchesterianismo, como ocurre a menudo.

También para el liberalismo es valedera la vieja máxima de Protágoras, según la cual el hombre es la medida de todas las cosas. Partiendo de ese reconocimiento, juzga el ambiente social según sea beneficioso para el desarrollo natural del individuo o que obstruya el camino de su libertad e independencia personal. Su noción de la sociedad es la de un proceso orgánico que resulta de las necesidades naturales de los hombres y conduce a asociaciones voluntarias que existen mientras cumplen su cometido, y se disuelven cuando ese cometido se ha vuelto innecesario. Cuanto menos sea obstaculizado ese curso natural de las cosas por intervenciones violentas y regulaciones mecánicas de fuera, tanto más fácilmente, y con tanto menor rozamiento, tendrán lugar los acontecimientos sociales, y en tanta mayor medida podrá el hombre disfrutar de la dicha de su libertad personal y de su independencia.

Desde este punto de vista juzgó también el liberalismo al Estado y a toda forma de gobierno. Sus defensores creían que un gobierno no es enteramente superfluo en ciertas cosas; pero comprendían claramente que toda forma de gobierno amenazaba la libertad del hombre, por lo cual han tratado siempre de preservar al individuo de las usurpaciones del poder gubernativo y de entregarle un campo de acción lo menos vasto posible. La administración de las cosas les interesaba más que el gobierno sobre los hombres; el Estado, por consiguiente, sólo tenía para ellos derecho a la existencia cuando sus órganos protegían la seguridad personal del ciudadano contra los ataques violentos. La constitución estatal del liberalismo era, por tanto, de naturaleza negativa; en el punto culminante de todas las consideraciones social-políticas de sus representantes estaba la mayor libertad posible del individuo.

En oposición al liberalismo, el punto de partida de la democracia era un concepto colectivo: el pueblo, la comunidad. Pero precisamente esa representación abstracta en que se apoyaba el pensamiento democrático, sólo podía llevar a resultados tales, que debían tener forzosamente una influencia funesta sobre la vida individual de la personalidad humana; tanto más cuanto que estaba rodeada de la aureola de un concepto imaginario de la libertad, cuyo valor o falta de valor debía ser demostrado aún. Rousseau, el verdadero profeta de la moderna idea del Estado democrático, había opuesto en su Contrato social la soberanía del pueblo a la soberanía del rey; se convirtió así a la soberanía del pueblo en una consigna de liberad contra la tiranía del viejo régimen. Sólo eso debía dar a la idea democrática un poderoso impulso, pues ningún poder es más fuerte que el que pretende apoyarse en los principios de la libertad.

También Rousseau partió, en sus consideracioncs filosófico-sociales, de la doctrina del pacto social, que había tomado de los representantes del radicalismo político inglés; y fue esa doctrina la que dió a su obra fuerza para inferir heridas tan terribles al absolutismo regio de Francia. Esa es también la causa por la cual se han expresado hasta hoy mismo opiniones tan contradictorias sobre Rousseau y sus doctrinas. Todos saben en qué medida han contribuído sus ideas a la caída del viejo régimen, y lo fuertemente que habían sido influídos los hombres de la gran Revolución por sus doctrinas. Justamente por eso suele pasarse por alto que Rousseau ha sido al mismo tiempo el apóstol de una nueva religión política, cuyas consecuencias para la libertad del hombre no habían de ser menos nocivas que la creencia en el origen divino de la realeza. En realidad Rousseau fue uno de los inventores de aquella idea abstracta del Estado que apareció en Europa después de haber terminado el período fetichista del estatismo expresado en la persona del monarca absoluto. No sin razón llamabá Bakunin a Rousseau el verdadero creador de la reacción moderna. Fue uno de los padres espirituales de la idea monstruosa de una providencia política que lo dominaba todo, lo abarcaba todo, no perdía de vista nunca al hombre y le imprimía despiadadamente el sello de su voluntad superior. Rousseau y Hegel son -cada cual a su manera- los dos guardianes de la moderna reacción del Estado, que se eleva hoy, con el fascismo, a la suprema categoría de su omnipotencia. Sólo que la influencia del Ciudadano de Ginebra en el proceso de ese desarrollo fue mayor, pues su obra removió más hondamente la opinión pública de Europa de lo que podía hacerla el obscuro simbolismo de Hegel.

El Estado ideal de Rousseau es una institución artificiosamente construída. Había aprendido de Montesquieu a explicar los diversos sistemas estatales según el ambiente climático especial de cada pueblo; pero, no obstante, siguió las huellas de los alquimistas políticos de su tiempo, que andamiaban con los elementos innobles de la naturaleza humana todos los experimentos imaginables, en la continua esperanza de poder pescar un día el oro puro del Estado racional absoluto en la retorica de sus ociosas especulaciones. Estaba firmemente convencido de que lo que importa es sólo la forma justa de gobierno y el mejor modo de legislación, para hacer de los hombres criaturas perfectas. Así lo declaró en sus Confesíones:

Encontré que el primer medio de progreso de la moral es la política, que atáquese la cosa como se quiera, constituirá el carácter de un pueblo de acuerdo con la forma de gobierno que le es propia. En este aspecto me pareció reducir el gran problema de la mejor forma de Estado a esto: ¿cómo debe ser la esencia de una forma de gobierno para hacer de un pueblo el más virtuoso, instruido, sabio; en una palabra, el mejor, en el sentido más completo de la palabra?

Esa concepción es característica del punto de partida teórico de todas las ideoiogias democráticas en general y de la mentalidad de Rousseau en especial. Y porque la democracia partió de una noción colectiva, y valorizó después al individuo según ella, se convirtió el hombre, para sus representantes, en un ente abstracto, con el que se podía experimentar hasta que adquiriera la deseada norma espiritual y se adaptase como ciudadano modelo a las formas del Estado. No en vano llamaba Rousseau al legislador el mecánico que descubre la máquina; en realidad peca la democracia moderna por algo de mecánico, tras cuyo engranaje desaparece el hombre. Pero como incluso la democracia, en el sentido de Rousseau, no puede marchar sin los hombres, los ata primero en un lecho de Procusto, para que adquieran el formato espiritual que requiere el Estado.

Si Hobbes quería ver encarnado en la persona del monarca el poder absoluto del Estado, frente al cual el derecho del individuo no puede existir, inventó Rousseau un esquema al que concedió el mismo derecho absoluto. El Levíatán que tenía presente recibió su soberanía de un concepto colectivo, la llamada voluntad general. Pero la voluntad general de Rousseau no es algo así como la voluntad de todos, que se produce adicionando a cada voluntad individual con las otras y llegando, de esa manera, a la concepción abstracta de una voluntad social; no, la voluntad general es el resultado inmediato del contrato social, del que surgió su concepto, la sociedad política, el Estado. Por eso la voluntad general es siempre justa, siempre infalible; pues su acción, en todos los casos, tiene por condición el bienestar general.

La idea de Rousseau nace de una imaginación religiosa que tiene su raíz en la noción de una providencia política, y como tal está provista del don de la omnisapiencia y de la omniperfección, y por eso no puede apartarse nunca del verdadero camino. Toda objeción personal contra la intromisión de semejante providencia equivale a una blasfemia política. Pueden engañarse los individuos en la interpretación de la voluntad general, pues el pueblo no se deja nunca sobornar -como decía Rousseau-, pero a menudo se deja extraviar. Sin embargo, la voluntad general queda intacta ante toda falsa interpretación, y flota, como el espíritu divino, sobre la superficie de las aguas de la opinión pública. Sólo ésta puede, de tanto en tanto, incurrir en desviaciones; pero retornará de nuevo al centro de todo equilibrio social como los judíos extraviados a Jehová. Partiendo de ese ángulo visual imaginario, rechaza Rousseau toda asociación particular dentro del Estado, ya que mediante ella es obscurecido el claro reconocimiento de la voluntad general.

Los jacobinos, siguiendo esas huellas, amenazaron con la pena de muerte ante los primeros ensayos de los obreros franceses para agruparse en asociaciones profesionales, y declararon que la representación nacional no podía soportar un Estado dentro del Estado, pues, con esas alianzas, sería perturbada la expresión pura de la voluntad general. Hoy se apropian el bolchevismo en Rusia y el fascismo en Alemania y en Italia de la misma doctrina, y suprimen todas las asociaciones particulares incómodas y hacen, de las que dejan en pie, órganos del Estado.

Así nació de la idea de la voluntad general una nueva tiranía, cuyas cadenas son tanto más consistentes cuanto que se han adornado con los oropeles de una libertad imaginaria, la libertad roussoniana, tan inerte y esquemática como su famosa concepción de la voluntad general. Rousseau se convirtió en creador de un nuevo ídolo, al que el hombre sacrificó libertad y vida con el mismo fervor que lo había hecho a los ídolos caídos del pasado. Frente a la soberanía ilimitada de una voluntad general imaginaria, toda independencia del pensamiento se convirtió en crimen, toda razón, como para Lutero, en prostituta del diablo. También para Rousseau se convirtió el Estado en creador y conservador de toda moralidad, frente a la cual no podía existir ninguna otra concepción moral. Era sólo una repetición de la misma antiquísima y sangrienta tragedia: ¡Dios es todo, el hombre nada!

Hay mucha insinceridad y deslumbradora mistificación en la doctrina de Rousseau, que pueden quizá explicarse sólo con la aterradora estrechez y la desconfianza morbosa de ese hombre. ¡Cuánta sutileza desesperante e hipocresía repulsiva se ocultan en estas palabras!:

A fin, pues, de que el contrato social no sea una fórmula vacía, encierra tácitamente la siguiente obligación que es la única que puede dar fuerza a las demás; consiste en que el que rehuse obedecer a la voluntad general, debe ser obligado a ello por toda la corporación; lo que no significa nada más sino que se le obligará a ser libre (1).

¡Que se le obligará a ser libre! ¡La libertad en la camisa de fuerza del poder del Estado! ¿Existe una parodia de todo sentimiento libertario peor que ésta? ¡Ya ese hombre, cuyo cerebro enfermo incubó tal monstruosidad, se le ensalza todavía como apóstol de la libertad! Pero, después de todo, la concepción roussoniana no es otra cosa que el resultado de un modo de pensar absolutamente doctrinario, que sacrifica todo lo viviente a la mecánica muerta de una teoría, y cuyos representantes, con la obstinación de un poseso, avanzan sobre los destinos humanos como si éstos fuesen pompas de jabón. Para los hombres reales tenía Rousseau tan poca comprensión como Hegel. Su ser humano era un producto artificial engendrado en la retírica, el homúnculo de un alquimista político, que responde a todas las exigencias que la voluntad general le ha preparado. No es dueño de su propia vida, ni siquiera de su propio pensamiento; siente, piensa, obra con la precisión mecánica de una máquina puesta en movimiento por una idea fija. Si sobre todo vive, es sólo por la gracia de una providencia política, y mientras ésta no tenga nada que objetar contra su existencia personal.

Pues el fin del contrato social es la conservación de los contratantes.

Quien quiere el fin, quiere también los medios, y éstos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida a costa de los demás, debe también darla por ellos cuando convenga. El ciudadano del Estado, justamente por eso, no es juez del peligro al cual quiere la ley que se exponga; y cuando el príncipe (el Estado) le dice: Conviene al Estado que mueras, debe morir; pues sólo con esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado (2).

Lo que Rousseau llamó libertad, es la libertad de hacer aquello que el Estado, como guardián de la voluntad general, ordena hacer al ciudadano; es la afinación de todo sentimiento humano de acuerdo con un solo tono, la supresión de la rica diversidad de la vida, la fijación mecánica de toda aspiración en una norma determinada. Alcanzar ésta es la tarea suprema del legislador, que en Rousseau juega el papel de un supremo sacerdote político, investido con la santidad de su ministerio. Su deber consiste en corregir la naturaleza y en transformar al hombre en una criatura política tan singular que no tenga nada de común con su esencia originaria.

Aquel que se atreve a dar instituciones a un pueblo, debe sentirse con fuerzas para transformar, por decirlo así, la naturaleza humana; para convertir cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solidario, en parte de un todo mavor, del cual dicho individuo recibe entonces en cierto modo la vida y el ser; para alterar la constitución del hombre a fin de vigorizarla; y para substituir por una existencia parcial y moral la existencia fisica e independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le son ajenas, y de las cuales no sabe hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas, y tanto más sólida y perfecta es la constitución (3).

En estas palabras se pone de manifiesto el carácter antihumano de esa doctrina; aquí se pone también de relieve del modo más patente, la oposición insuperable entre las ideas originarias del liberalismo y la democracia de Rousseau y de sus sucesores. El liberalismo, que partía del individuo y veía en la elaboración orgánica de todas las capacidades y condiciones del hombre el verdadero elemento de la libertad, anhelaba un estado de cosas que no obstruyera ese proceso natural y que dejase al individuo, en la más amplia medida, vivir su propia vida. A ese pensamiento opuso Rousseau el principio igualitario de la democracia, que proclamó la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Y como preveía, con razón, en la multiplicidad y en las diversas predisposiciones de la naturaleza humana, un peligro para la marcha uniforme de su máquina política, quiso substituir la esencia natural del hombre por un sucedáneo artificioso que diera al ciudadano la capacidad de actuar con el ritmo de la máquina.

Esa terrible idea, que no sólo pretendía la completa destrucción de la personalidad, síno que, en general, involucraba la abjuración de todo verdadero humanismo, se convirtió en la primera condición de una nueva razón de Estado, que encontró su justificación ética en la noción de la voluntad general. Todo lo viviente se petrifica aquí en esquema inerte; todo proceso orgánico se suplanta por la rutina de la máquina. La técnica política devora toda vida propia, como la técnica de la economía moderna devora el alma del productor. Lo más espantoso es que no se trata aquí de los resultados imprevistos de una doctrina cuyos efectos no podía presentir el inventor. En Rousseau se hace todo conscientemente y con lógica consecuencia interior. Habla sobre estas cósas con la seguridad de un matemático. El hombre natural existía para él sólo hasta la concertación del contrato social. Con esto terminó su era. Todo lo que apareció desde entonces fue sólo producto artificioso de la sociedad convertida en Estado: el hombre político.

El hombre natural es un todo en si; es la unidad numérica, el todo absoluto que sólo está en relación consigo y sus semejantes. El hombre ciudadano es sólo una unidad quebrada, que funciona con su numerador, y cuyo valor está en sus relaciones con el entero, que constituye el cuerpo social (4).

Resulta uno de los fenómenos mas extraños, que el mismo individuo que aparentemente trató con menosprecio a la cultura y predicaba la vuelta a la naturaleza; el hombre que rechazó el edificio mental de los enciclopedistas por razones de sentimiento, y cuyos escritos suscitaron en sus contemporáneos un anhelo tan hondo de vida natural, sencilla; es raro que un hombre así violentase la naturaleza humana como teórico de Estado mucho peor que el déspota más cruel y apelase a todos los extremos para conformarla de acuerdo con la técnica de las leyes.

Se podría objetar que también el liberalismo se apoyaba en una presunción ficticia, pues la doctrina de la libertad personal difícilmente se deja armonizar con el sistema económico vigente. Sin duda la actual desigualdad de las condiciones económicas y las divergencias de clase resultantes de ella en la sociedad, son un continuo peligro para la libertad del individuo y conducen ineludiblemente a una esclavización creciente de las masas trabajadoras. Pero lo mismo se puede decir también de la igualdad ante la ley, en que se apoya la democracia. Aparte ya del hecho que los propietarios encuentran siempre medios para corromper el sistema judicial y ponerlo a su servicio, son también los ricos y los privilegiados los que hoy hacen la ley en cada país. Pero no es eso lo que importa. Si el liberalismo fracasó prácticamente en un sistema económico basado en el monopolismo y en la división de clases, no fue porque se había equivocado en la exactitud de su punto de partida, sino porque es imposible un desenvolvimiento natural y espontáneo de la personalidad humana en un sistema que tiene su raíz en la explotación desvergonzada de la gran masa de miembros de la sociedad. No se puede ser libre política ni personalmente en tanto que se está económicamente a merced de un tercero, y no puede substraerse uno a esa condición. Eso lo reconocieron hace mucho tiempo hombres como Godwin, Warren, Proudhon, Bakunin y muchos otros; por lo cual llegaron a la convicción de que la dominación del hombre por el hombre no desaparecerá mientras no se ponga fin a la explotación del hombre por el hombre.

Pero un Estado ideal, como el que pretendía Rousseau, no libertaría nunca a los hombres, aun cuando disfrutasen de la mayor igualdad imaginable de las condiciones económicas. No se crea libertad alguna cuando se quiere quitar a los hombres sus cualidades y sus necesidades y substituirlas por otras extrañas, para que actúen como autómatas de la voluntad general. De la esfera de igualdad del cuartel no saldrá nunca un aliento libre. El error de Rousseau -si se puede hablar de un error en él- está en el fondo de sus teorías sociales. Su concepción de una voluntad general imaginaria fue el Moloch que devoró al hombre.

Si el liberalismo político de Locke y de Montesquieu aspiraba a una división de los poderes en el Estado, para poner dique al poder gubernativo y proteger a los ciudadanos contra sus usurpaciones, rechazó Rousseau esas ideas fundamentales y se burló de los filósofos que no pueden dividir la soberanía del Estado en su principio, pero que, en cambio, quieren desmenuzarla en relación a su objeto. Los jacobinos obraron también en el mismo sentido al dejar fuera de curso la división de poderes consignada en la Constitución y al traspasar a la Convención, junto con la tarea legislativa que tenía, también la administración de la justicia; así podía avanzar tanto más fácilmente la transición a la dictadura de Robespierre y de sus adeptos.

También la posición del liberalismo respecto, de los derechos innatos e inalienables del hombre, según los expuso Locke, y como después se expresaron en la Declaración de los derechos del hombre, se diferencia fundamentalmente de las concepciones democráticas de Rousseau. Para los representantes del liberalismo esos derechos significaban una esfera especial en que ningún gobierno podía penetrar; era el reino del hombre que había de ser protegido contra toda reglamentación estatal. Se quería acentuar con ello que, fuera del Estado, había de existir algo más, y que ese algo era el elemento más precioso e imperecedero de la vida.

Muy diversa era la posición de Rousseau y de los movimientos democráticos de Europa basados en su doctrina, en tanto que no fueron suavizados por ideologías liberales, como ocurrió singularmente en España y en los demócratas del sur de Alemania en 1848-49. También Rousseau habló de los derechos naturales del hombre; pero esos derechos, según su concepción, tenían sus raíces en el Estado y fueron prescriros por el gobierno a los hombres:

Se admite generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el contrato social, es solamente aquella cuyo uso importa al común; pero es preciso admitir también que sólo el jefe del Estado debe determinar la necesidad de la parte a enajenar (5).

Según Rousseau, pues, el derecho natural no es de ningún modo un dominio del hombre, que se halla fuera de la esfera de acción del Estado; ese derecho existe más bien sólo en la medida en que el Estado no tiene nada que objetar en contra, y sus limites están sometidos en todo instante a la corrección por parte del jefe del Estado. Un derecho personal no existe, por consiguiente; lo poco que el individuo posee en libertades privadas, lo tiene, por decirlo así, como préstamo del Estado, y éste, en todo momento, puede denunciárselo y retirárselo. Tiene poca importancia cuando Rousseau trata de dulcificar la píldora amarga al bravo ciudadano, diciendo:

Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al Estado, se los debe cuando el Estado los pide: pero éste, por su parte, no puede imponer a los súbditos ninguna carga inótil a la comunidad; ni siquiera querer esto, pues según las leyes de la razón, del mismo modo que según las leyes de la naturaleza, nada sucede sin motivo.

Seguramente no se pudo ya imaginar una falacia peor, que revela a la primera mirada insinceridad interior, para dar al despotismo más notorio la gloriola de la libertad. Que según la ley de la razón nada acontece sin causa, es consolador; pero no lo es cuando se advierte que no es el ciudadano, sino el jefe del Estado el que ha de dictaminar sobre esa causa. Cuando Robespierre hacía entregar al verdugo las víctimas a montones, no lo hacía seguramente para procurar a los bravos patriotas instrucción práctica sobre el invento del doctor Guillotine. Era otro el motivo que se agitaba en su cerebro; tenía presente como finalidad de todo arte estatal, la estructura ideal del ciudadano de Ginebra, y, como en los parisienses de vida placentera no quería prender por sí misma la virtud republicana, intentó cooperar a esa obra con la cuchilla de maitre Sansón. Si la virtud no quería aparecer voluntariamente, había que proporcionarle piernas mediante el terror. El abogado de Arras tenía, pues, seguramente, sus causas que valían el objetivo, y para alcanzar ese objetivo tomó al hombre -de acuerdo con el argumento sobre la voluntad general- el derecho primero y más importante, el que encierra en sí a todos los otros: el derecho a vivir.

Rousseau, que admiraba a Calvino y lo consideraba un gran estadista, de cuyo espíritu doctrinario había tanto en él, tuvo presente en la concepción de su Contrato social, seguramente, su ciudad natal, Ginebra. Sólo en una pequeña comuna, a la manera del cantón suizo, era dable que el pueblo se pronunciase en las asambleas primarias sobre todas las leyes y que la representación se imaginase sólo para los órganos ejecutivos del Estado. Rousseau mismo reconoció muy bien que una forma de gobierno como la que él pretendía no era apropiada para Estados mayores. Tenia incluso la intención de hacer seguir al Contrato social de otra obra que se ocupase de ese problema, pero no la escribió. En su obra Considérations sur le gouvemement de Pologne, admite también diputados como representantes de la voluntad del pueblo; pero les atribuye sólo el papel de funcionarios en asuntos puramente témicos, que no pueden hacer valer, junto a la voluntad general, ninguna manifestación de una voluntad particular. En general creía poder aliviar algo el mal de la representación misma por la renovación frecuente de las corporaciones representativas.

Cuando Rousseau, en sus consideraciones sobre el sistema representativo -que contienen algunos buenos pensamientos-, se refiere con preferencia a las comunidades republicanas de la antigüedad, no hay que deducir por eso que la antigua democracia haya tenido parentesco con sus propias concepciones. Hasta el derecho civil de los romanos reconocía toda una serie de libertades personales que no habían sido tocadas por la tutela del Estado. En las Repúblicas urbanas griegas no se habría entendido una idea tan monstruosa como la teoría de la voluntad general. El pensamiento de que es misión del legislador quitar a los hombres sus cualidades naturales y suplantarlas por cualidades extrañas, habría parecido a los griegos una manifestación morbosa de un cerebro desequilibrado; pues la inagotable diversidad de su rica cultura se puede atribuir esencialmente al hecho de que le estaba abierta al individuo la más vasta posibilidad de desarrollar sus fuerzas naturales y de actuar creadoramente. No, ese monstruoso pensamiento es el producto originalísimo del ciudadano de Ginebra, y encontró después su camino hacia otros países por la influencia del jacobinismo francés. En este sentido la moderna democracia es, en oposición al liberalismo, una positiva fuerza conservadora del Estado.

Esta es también la causa por la cual una serie de caminos conducen de la democracia a la dictadura; mientras que del liberalismo, ninguna. Rousseau ha sostenido también la dictadura bajo ciertas condiciones y la justificó en interés de la voluntad general. Por eso prevenía contra una inflexibilidad excesiva de las leyes, que en ciertas circunstancias podría resultar dañosa para el Estado. El que declara a la vOluntad general soberana ilimitada y le concede un poder sin límites sobre todos los miembros de la comunidad; el que no ve en la libertad otra cosa que el deber de obedecer a las leyes y de someterse a la voluntad general, no puede ver nada aterrador en el pensamiento de la dictadura; ha sacrificado interiormente hace mucho el hombre a un fantasma y carece de comprensión para la libertad del individuo. Y donde se produce esa situación, allí florece la cizaña de toda clase de tiranía.

Los buenos discípulos tomaron al maestro por la palabra. Pedantes secos como Robespierre y fanáticos estrechos como Saint Just, Couthon y otros más se pusieron a la tarea de reformar a los hombres en su sentido y crearon aquel poderoso aparato de Estado que sofocó en germen todo sentimiento de independencia y forjó un nuevo yugo para los seres humanos en nombre de la libertad. En realidad el concepto de la libertad del jacobinismo no ha sido nunca otra cosa, que la integración mecánica del individuo en la noción abstracta de la nación, la sumisión incondicional de toda voluntad personal bajo el imperativo del nuevo Estado. No había habido nunca en Francia un período tan amigo de las leyes como en la época de la Gran Revolución. La ley se convirtió en sagrario de la nación, en inerte fetiche en que se encerró el espíritu, en medio milagroso que había de realizar todo anhelo. El espíritu de las leyes había descendido realmente sobre la nación. Los hombres de la Convención se sentían como embriagados en su papel de legisladores del país. El legislador da órdenes al porvenir -declama Saint Just, siguiendp las ideas de Rousseau, en la Convención-, su cuestión es querer lo bueno, su misión formar los hombres de tal manera, que estén de acuerdo con su voluntad.

Se creía poder curar todos los males de la humanidad mediante las leyes y fueron echados así los cimientos de una nueva creencia milagrosa en la infalibilidad de la autoridad, que en sus consecuencias había de ser más perjudicial que la dogmática reaccionaria de Bonald, Chateubriand y De Maistre. Estos se esforzaron en vano por insuflar vida a un esquema muerto y por despertar a nueva existencia un pasado que estaba enterrado irremisiblemente en los escombros del tiempo; pero los hombres de la Convención prepararon el camino a una nueva reacción, y no lo hicieron en nombre del legitimismo, sino bajo el lema de la libertad, la igualdad y la fraternidad. La creencia nefasta en la omnipotencia de las leyes y en la misión poco menos que sobrehumana del legislador, atraviesa, como una veta roja, todos los discursos y manifestaciones públicas de los estadistas jacobinos y se hace insoportable a quienquiera que sea accesible a sentimientos libertarios. Y con la creencia en la fuerza milagrosa de las leyes se desarrolló la aspiración de someter toda manifestación de la vida individual y social. Se centralizó todo: el gobierno, la legislación, la administración pública, la religión, el idioma y el asesinato legal en la figura del Terror revolucionario.

Se resistieron con gran energía al principio, es verdad, las fuerzas revolucionarias del pueblo en las ciudades, y en particular en los campos, a esa nivelación general, y la lucha del poder central con las Comunas adquirió con frecuencia un carácter violento, especialmente en París, donde la administración comunal influía mucho en la marcha de los acontecimientos revolucionarios. A esa resistencia de las corporaciones comunales contra la representación nacional debe agradecerse justamente que la revolución no quedase a medio camino y la que destruyó a fondo el viejo régimen. Pero con la influencia creciente del jacobinismo fueron superadas poco a poco todas las resistencias contra el poder central del Estado. La Convención se inmiscuyó más y más en todos los asuntos de la administración local y sometió todos los sucesos del desarrollo social a su inspección. Toda independencia local fue obstruída sistemáticamente o extirpada. Los derechos comunales y provinciales desaparecieron o fueron reducidos a un cierto cartabón. Las viejas administraciones comunales fueron suplantadas por la prefectura estatal, que lo dirigía todo desde París y paralizaba toda iniciativa local.

Así se confió el bien y el mal de millones a la intervención superior de una corporación central, cuyos representantes se consideraban como maquinistas de la máquina -para hablar con las palabras de Rousseau- y por eso olvidaban completamente que eran hombres vivientes los que debían servirles de conejos de ensayo para probar la sabiduría política del ciudadano de Ginebra. Y como la verdadera acción y agitación de esos elegidos queda oculta al simple sentido del ciudadano del término medio, precisamente esa actividad oculta se convierte en fuente inagotable de toda especie de creencia ciega en la inmutabilidad de una providencia política, que se vuelve tanto más vigorosa cuanto más desaparece la confianza de los hombres en la propia fuerza. Lo puramente humano palidece ante la apariencia sagrada de la institución política. Así como el creyente no reconoce en el sacerdote al hombre y lo ve rodeado del nimbo de la divinidad, del mismo modo aparece también el legislador al simple ciudadano con la aureola de la providencia terrestre, que tiene la misión de resolver sobre el destino de todos.

Esa creencia no sólo se convierte en fatalidad para el hombre sencillo del pueblo, sino que imprime su sello imborrable también al portavoz y predicador de la llamada voluntad general. Justamente el papel que le fue confiado hace que se aleje cada vez más de la vida real. Como toda su acción y aspiración tiende a la consonancia de todas las cosas sociales, el rodaje muerto de la máquina -que obedece a cada presión de las palancas-, se vuelve para él poco a poco símbolo de toda perfección, tras el cual desaparece completamente la verdadera vida con sus infinitas diversidades. Por esta razón considera todo movimiento independiente, todo impulso que procede del pueblo mismo, como fuerza adversa incontrolada que hace peligrar sus círculos artificialmente trazados. En cuanto esa fuerza incontrolable, que escapa a todos los cálculos de los hombres de Estado, no entra en razón o incluso se resiste a prestar la debida obediencia a que está obligadá respecto del legislador, entonces debe ser constreñida al silencio por la fuerza, y precisamente en nombre de aquellos intereses superiores, que están siempre en juego cuando ocurre algo fuera de las esferas del burocratismo. Se siente guardián legítimo de esos intereses superiores, como encarnación viva de aquella voluntad general metafísica que agita su esencia misteriosa en el cerebro de Rousseau; al querer ajustar todos los fenómenos de la vida social en consonancia con la máquina, se convierte uno mismo poco a poco en máquina. El hombre Robespierre pronunció una vez elocuentes palabras contra la institución terrible de la pena de muerte; el dictador Robespierre hizo de la guillotina el altar de la patria, el instrumento de purificación de la virtud patriótica.

En verdad, los hombres de la Convención no eran los inventores de la centralización política; sólo han continuado, a su manera, lo que la monarquía les había dejado como herencia, llevando al extremo las aspiraciones de unidad nacional. La realeza francesa no había dejado de probar, desde Felipe el Hermoso, ningún medio para suprimir todas las fuerzas opositoras incómodas, a fin de establecer la unidad política del país bajo la bandera de la monarquía absoluta. Los representantes del poder real no retrocedieron ante ningún medio, y la traición, el asesinato, la falsificación de documentos y otros crímenes les parecieron buenos siempre que prometiesen éxito. Los gobiernos de Carlos V, de Carlos VII, de Luis XI, de Francisco I, de Enrique II constituyen los jalones más importantes de ese desarrollo hacia la monarquía ilimitada, que irradió en su fulgor más completo ea tiempos de Luis XIV, después de los trabajos previos de Mazarino y Richelieu.

El esplendor del rey-sol llenó todos los países. Un ejército de cortesanos venales, de bufones, de artistas -que vivían de la merced de la Corte-, tenía la misión especial de hacer brillar en todos sus colores la fama del déspota maniático de grandeza. En toda Corte se hablaba francés, se flirteaba al modo parisiense y se imitaban las costumbres y ceremonias cortesanas francesas. El más insignificante déspota de campanario de Europa fue consumido por el único deseo de poder imitar a Versalles, siquiera en pequeña escala. No es, pues, ningún milagro que el soberano, inmune a toda suerte de sentimientos de inferioridad, se figurase un semidiós y se embriagase con su propia grandeza. Pero ese ciego arrobamiento borreguil ante la persona del rey extravió poco a poco también a la nación entera; se endiósó a sí misma en la persona de su rey, como dijo acertadamente Gobineau:

Francia fue a sus propios ojos la nación-sol. El universo se convirtió en un sistema planetario en que Francia, al menos según su opinión, ocupaba indiscutiblemente el primer puesto. Con los demás pueblos no quería tener nada de común, más que la irradiación de su luz a capricho; se persuadió de que todos se debatían en las nebulosas de las más espesas nieblas; Francia, en cambio, era Francia; y como, a sus ojos, el resto del mundo se hundía diariamente en una lejanía lamentable sin advertirlo, se empapó cada vez más con ideas verdaderamente chinescas: su vanidad se convirtió para ella en gran muralla (6).

Los hombres de la Convención no sólo habían adquirido de la monarquía el pensamiento de la centralización política; también el culto que hacian de la nación encuentra allí sus primeros rudimentos. Ciertamente, en tiempos de Luis XIV se comprendía por nación sólo a los estamentos privilegiados: la nobleza, el clero y la burguesía acomodada; las grandes masas de los campesinos y de los obreros de las ciudades no contaban todavía.

Se cuenta que Bonaparte, unos días antes del golpe de Estado, tuvo con el abate Siéyes -entonces uno de los cinco miembros del Directorio- una conversación, y que en esa oportunidad dijo estas palabras al ingenioso teólogo, que había atravesado felizmente todas las tempestades de la Revolución: Yo he hecho la gran nación. A lo que Siéyes replicó sonriendo: ¡Sí, porque nosotros hemos hecho antes la nación! El inteligente abate tenía razón y hablaba seguramente con mayor autoridad que Bonaparte. Primero tenía que nacer la nación, o como dijo Siéyes con tanto acierto, ser hecha, antes de que pudiese ser grande.

Fue justamente Siéyes el que, al comienzo de la Revolución, había dado al concepto de nación su contenido moderno. En su famoso escrito ¿Qué es el tercer Estado7 planteó tres interrogantes de significación decisiva: ¿Qué es el tercer Estado? -Todo. -¿Qué ha sido hasta aquí en la ordenación política de las cosas? -Nada. -¿Qué quiere ser? -Algo. Pero para que el tercer Estado pudiera ser algo, tenían que ser creadas antes en Francia condiciones políticas enteramente nuevas. La burguesía podía imponerse únicamente si la llamada representación de los estamentos era suplantada por una asamblea nacional que se apoyase en la Constitución. Por eso la unidad política de la nación era la primera exigencia de la revolución que se iniciaba contra el desmenuzamiento de los Estados. El tercer Estado se sentía ya, y Laclos declaró en las Deliberations, a las que el duque de Orleáns sólo había prestado su nombre: El tercer Estado, eso es la nación.

Siéyes había calificado a la nación, en su escrito, como la comunidad de los individuos asociados que están bajo una ley común y son representados por la misma corporación legislativa. Sin embargo, influído por el espíritu de Rousseau, amplió el sentido de esa declaración puramente técnica e hizo de la nación la base previa de todas las instituciones políticas y sociales. Así se convirtió la nación, para él, en vehículo legítimo de la voluntad general en el sentido de Rousseau. Su voluntad tiene siempre fuerza de ley, pues ella misma es la encarnación de la ley.

De esa interpretación surgieron por sí mismas todas las demás conclusiones. Si la nación era vehículo de la voluntad general, de acuerdo con su esencia tenía que ser unitaria e indivisible. Pero en este caso la representación nacional tenía que ser también unitaria e indivisible, pues sólo ella tenía la sagrada misión de interpretar la voluntad de la nación y de hacerla comprensible a los ciudadanos. Frente a la nación desaparecían todas las aspiraciones particulares de los estamentos o clases, nada podía existir junto a ella, ni siquiera la organización particular de la Iglesia. Así dijo Mirabeau pocos días después de la noche memorable del 4 de agosto en la Asamblea nacional:

Ninguna ley nacional ha establecido al clero como un cuerpo permanente en el Estado. Ninguna ley ha privado a la nación de investigar si es conveniente que los servidores de la religión constituyan una corporación política existente por si misma, capaz de heredar y de poseer. ¿Podrían los simples ciudadanos, entregando sus bienes al clero y recibiéndolos éste, darle el derecho a constituir un Estado especial en el Estado? Todos los miembros del clero son funcionarios del Estado; el servicio del clero es una institución pública; como el funcionario y el soldado, también el cura estd al servicio de la nación.

No en vano el hermano del rey, conde d'Artois, en unión con los demás príncipes reales, había protestado en sus Mémoires présentées au Roi ... contra el nuevo papel que se había atribuído a la nación, previniendo al rey que su aprobación de semejantes ideologías tenía que conducir infaliblemente a la ruina de la monarquía, de la Iglesia y de todos los privilegios. En realidad, las deducciones palpables de esa nueva interpretación eran demasiado claras como para que se las hubiese podido entender mal. Si la nación, como representante de la voluntad general, estaba por encima de todos y de todo, el rey no era ya otra cosa que el más alto funcionario del Estado~nacional; pero entonces había pasado para siempre la hora en que un rey cristianísimo podía permitirse decir por boca de Luis XIV: La nación no constituye en Francia una corporación: existe exclusivamente en la persona del rey.

La Corte reconoció muy bien el peligro que la amenazaba, e intentó algunos gestos amenazadores, pero era ya demasiado tarde. El 16 de junio de 1789, los representantes del tercer Estado, a los que se había adherido también el bajo clero, a propuesta del abate Siéyes, se proclamaron como Asamblea nacional, fundándose en que representaban el 96 por 100 de la nación, y en que el 4 por 100 restante tenía en todo momento libertad de adherirse a ellos. La toma de la Bastilla y la marcha sobre Versalles dieron poco después a esa declaración la necesaria presión revolucionaria. De ese modo se decidió el destino. Una vieja creencia fue llevada a la tumba para dejar el puesto a otra nueva: la soberanía del rey tuvo que arriar la insignia ante la soberanía de la nación. Así fue bautizada la nación moderna y ungida con óleo democrático, pues sólo así podía alcanzar la significación que le estaba reservada por la historia de Europa en lo sucesivo.

En verdad, la situación tampoco así fue completamente esclarecida, pues en la propia Asamblea nacional había una tendencia influyente que tenía su jefe en Mirabeau y que, con éste, se pronunciaba en favor ae una realeza popular, procurando asi salvar de la soberanía real lo que era posible en las condiciones dadas. Esto se puso de manifiesto particularmente en las deliberaciones sobre la redacción de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, donde los discípulos de Rousseau y los de Montesquieu se encontraron a menudo frente a frente. Si los últimos pudieron obtener un éxito en tanto la mayoría de la Asamblea se manifestó por el sistema representativo y la división de poderes, los partidarios de Rousseau tuvieron la satisfacción de que el tercer artículo de la Declaración proclamase:

El principio de toda soberanía descansa, según su esencia, en la nación. Ninguna corporación y ningún individuo pueden ejercer una función de autoridad que no parta expresamente de ella.

Ciertamente, las grandes masas del pueblo comprendían muy poco el profundo sentido de esas divergencias de opinión en el seno de la Asamblea nacional, del mismo modo que hasta hoy le fueron siempre indiferentes los detalles de las teorias y los programas políticos. Asi, también en este caso, los acontecimientos mismos, y especialmente los pormenores cada día más conocidos de la vida de la Corte, han contribuido más a la solución definitiva del problema de lo que habría podido hacerlo nunca el seco doctrinarismo de los discípulos de Rousseau. Sin embargo, la consigna de la soberanía de la nación era breve y persuasiva; ante todo presentaba la oposición entre el nuevo orden de cosas y el viejo régimen en el primer plano de todas las consideraciones, lo que, en períodos revolucionarios, es de gran importancia.

Cuando luego, después de la fuga frustrada de la familia real, la situación interna se volvió cada vez más tirante, a pesar de todos los ensayos de mediación. de los indecisos, hasta que al fin la tempestad de las Tullerías puso fin a todas las vacilaciones y términos medios y la representación popular comenzó a discutir sobre la abolición de la realeza, entonces fue Manuel quien resumió todo el problema en una frase: No es bastante haber declarado la dominación del único y verdadero soberano, la nación; hay que librarse también de su antagonista, del falso soberano, del rey. Y el abate Grégoire le apoyó, calificando las dinastías como generaciones que viven de carne humana, y declaró:

Hay que dar finalmente una seguridad completa a los amigos de la libertad. Hay que destruir ese talismán cuya fuerza mágica podría obscurecer todavía el espíritu de muchos hombres. Exijo la abolición de la realeza por una ley solemne.

El iracundo abate no carecía de razón; como teólogo sabía lo estrechamente que se tocan la religión y la política. Naturalmente, había que destruir el viejo talismán, para que en lo sucesivo no pudiese continuar extraviando el espíritu de los simples. Pero eso no podía ocurrir más que traspasando su influencia mágica a otro ídolo que correspondiese mejor a la necesidad de los hombres de tener fe en algo y se evidenciase en sus resultados prácticos más fuerte que la moribunda gracia de Dios de los reyes.

En la lucha contra el absolutismo, la doctrina de la voluntad general, que se expresaba en la creencia de la soberanía de la nación, era un arma de vigoroso alcance revolucionario; justamente por eso se olvidó demasiado a menudo que la gran revolución ha iniciado una nueva fase de dependencia político-religiosa cuyas raíces espirituales no se han resecado todavía. Al rodear la noción abstracta de patria y de nación de una aureola mística, creó una nueva fe que podía nuevamente hacer milagros. El viejo régimen no era ya capaz de ningún milagro, pues el hálito de la voluntad de Dios, que le envolvía antes, le había abandonado, perdió su fuerza de atracción y no podía encender ya los corazones con fervor religioso.

Pero la nación políticamente organizada era un nuevo Dios, cuyas fuerzas mágicas no habían sido gastadas todavía; sobre su templo brillaban las palabras promisorias: Libertad, Igualdad, Fraternidad, que despertaban en los hombres la creencia en un próximo reino de redención. A esa nueva divinidad sacrificó Francia a sus mejores hijos, sus intereses económicos, todo. La nueva creencia inflamó las almas de sus ciudadanos y las llenó de un entusiasmo tan pujante que hizo mayores milagros que la mejor estrategia de sus jefes militares.

El carácter religioso de ese poderoso movimiento, bajo cuyo ataque tempestuoso cayó en ruinas la vieja Europa, se mostró en pleno vigor tan sólo cuando la realeza fue completamente abolida y la soberanía de la nación no tuvo ningún competidor que pudiera elevar su mirada retrospectiva a antiquísimas tradiciones. El historiador francés Mathiez ha expuesto de manera persuasiva los detalles de ese nuevo culto y ha mostrado lo estrechamente que se apoyaba, en muchas de sus manifestaciones, en el ritual del catolicismo (7).

El francés no tiene más divinidad que la nación, la patria, se lee en la circular del Club de los jacobinos a la Sociedad matriz de París. Pero la patria era el nuevo rey de 749 cabezas, como dijo Proudhon, el nuevo Estado a quien servía de relleno la nación. Para el jacobinismo el Estado se convirtió en providencia nacional; de ahí su intervención fanática en favor de la república una e indivisible; pues no podía permitirse que otros intervinieran en los asuntos de la nueva providencia.

Se dice que hay entre nosotros personas que estarían dispuestas a desmenuzar a Francia -declaro Danton, en septiembre de 1795, desde la tribuna de la Convención-¡ haremos desaparecer esas ideas disparatadas pronunciando la pena de muerte contra sus promotores. Francia debe ser un todo indivisible. Debe haber unidad de representación. Los ciudadanos de Marsella quieren estrechar la mano a los de Dunquerque. Yo exijo, por consiguiente, la pena de muerte contra todo el que quiera destruir la unidad de Francia, y propongo que la Convención establezca, como fundamento del gobierno, la unidad de la representación y de la administración.

Legislación, ejército, educación pública, prensa, clubs, asambleas, todo debía servir para perfeccionar el adiestramiento espiritual del ciudadano y para adaptar todo cerebro a la nueva religión política. Ninguna tendencia fue en eso una excepción, ni siquiera los girondinos, a quienes, sin razón, se calificó de federalistas, porque sus adversarios sabían que semejante acusación tenía que levantar enérgicamente contra ellos a los patriotas. Los girondinos no han hecho menos por la divinización de la nación que los hombres de la Montaña; incluso uno de sus jefes más conocidos, Isnard, se atrevió a declarar: Los franceses se han vuelto el pueblo escogido de la tierra; procuremos que su actitud justifique ese nuevo destino suyo. El mal de la grande nacion anidaba ya en las cabezas de sus representantes antes de las victorias de Napoleón.

Surgió un nuevo sacerdocio: la moderna representación popular, con la misión de transmitir al pueblo la voluntad de la nación, como el cura le había transmitido la voluntad de Dios. Sin duda la Revolución barrió con escoba de hierro un orden social que había caído en total descomposición, y abrió para los pueblos de Europa alguna visión de luz hacia el porvenir; pero, en el dominio político, sus resultados, a pesar de toda la fraseología revolucionaria, eran por completo de naturaleza reaccionaria; ha fortificado de nuevo la idea del poder, ha infundido nueva vida a la autoridad caída y ha encadenado la voluntad de libertad del hombre a un nuevo dogma religioso, en el que tenían que destrozarse sus tiernas alas.

El absolutismo de la realeza había caído, pero sólo para dejar el puesto a un nuevo absolutismo, que se evidenció más implacable aún que el principio de la gracia divina de la monarquía. El principio absoluto de la monarquía estaba fuera de la esfera de actuación de los súbditos y se apoyaba en la gracia de Dios, cuya voluntad expresaba supuestamente. Pero el principio absoluto de la nación hizo de cada uno, hasta del más ínfimo de los mortales, un copartícipe de la voluntad general, aun cuando siguió siéndole prohibido interpretarla según su propio sentido. Dominados por tales pensamientos, remachó luego cada ciudadano la propia argolla en la cadena de la dependencia, que antes había forjado otro para él. La soberanía de la nación los hizo entrar a todos por los mismos caminos, anuló toda apreciación propia y substituyó la libertad personal por la igualdad ante la ley.

No en vano se clavaron en la Convención las tablas mosaicas de la ley como un símbolo de la voluntad nacional; no en vano amenazaba desde las paredes de su salón de sesiones el haz con el hacha de los lictores como distintivo de la República una e indivisible. Así fue sacrificado el hombre al ciudadano, el pensamiento propio a la supuesta voluntad de la nación. Al intentar los dirigentes de la Revolución, según el espíritu de Rousseau, socavar el terreno de toda clase de asociaciones naturales, que surgieron de las propias decisiones y necesidades de los hombres, destruyeron las raíces de toda verdadera comunidad, transformando al pueblo en masa e iniciaron aquel funesto proceso del desarraigo social que fue acelerado al extremo por la implantación creciente de la economía capitalista.

Así como la voluntad de Dios ha sido siempre la voluntad de los sacerdotes que la transmitían y la interpretaban para los hombres, así también la voluntad de la nación sólo podía ser la voluntad de los que tenían en sus manos las riendas del poder público y estaban, por eso, en condiciones de interpretarla a su manera. Este fenómeno no se puede atribuir necesariamente la hipocresía interior; mucho más se podría hablar, en este caso, de engañadores engañados; pues precisamente cuanto más persuadidos están los proclamadores de la voluntad nacional de la santidad de su misión, tanto más desastrosos son los resultados que se desprenden de su honestidad interior. Hay un hondo sentido en la observación de Sorel: Robespierre tomó en serio su papel, pero su papel era artificial.

En nombre de la nación proscribió la Convención a los girondinos y envió al cadalso a sus portavoces; en nombre de la nación suprimió Robespierre, con ayuda de Danton, a los hebertistas y a los llamados enragés; en nombre de la nación ajusticiaron Robespierre y Saint Just a los dantonistas; en nombre de la nación liquidaron los hombres de Thermidor a Robespierre y a sus partidarios; en nombre de la nación se hizo Bonaparte emperador de los franceses.

Si Vergniaud sostenía de la Revolución que lo mismo que Saturno, devoraba á sus propios hijos, se podría con mucha mayor razón aplicar ese juicio a aquel principio místico de la soberanía de la nación, al que sus sacerdotes ofrecieron nuevas víctimas incesantemente. En verdad, la nación se convirtió en Moloch insatisfecho. Como en todas las teologías, también aquí condujo la veneración religiosa al mismo resultado; ¡la nación lo fue todo; el hombre, nada!

Todo lo que se refería a la nación recibió un carácter sagrado. En los más apartados rincones se elevaron altares a la patria y se ofrecieron sacrificios. Los días de fiesta de los patriotas recibieron el barniz de las festividades religiosas. Hubo himnos, oraciones; distintivos sagrados, procesiones solemnes, reliquias patrióticas, lugares de peregrinación que proclamaban la gloria de la patria. Se habló sin cesar del honor de la patria, como se hablaba antes del honor de Dios. Un diputado llamaba solemnemente a la Declaración de los derechos del hombre, el Catecismo de la nacion; el Contrato Social de Rousseau se convirtió en Biblia de la nación. Creyentes entusiastas compararon la montaña de la Convención con el monte Sinaí, en el que Moisés había recibido las tablas sagradas de la ley. La Marsellesa se convirtió en el Tedéum de la nueva religión. Una embriaguez de fe habia invadido el país; toda consideración crítica sucumbió en el torrente de sentimientos.

El 5 de noviembre de 1793 habló Joseph Chenier, el hermano del desdichado poeta André Chenier, a la convención reunida:

Si os habéis emancipado de todos los prejuicios para mostraros dignos de la nación francesa, cuyos representantes sois, sabéis cómo, sobre las ruinas de la superstición destronada, puede ser fundada la única religión natural, que no conoce sectas ni tiene misterios. Su único dogma es la igualdad, sus predicadores, son nuestros legisladores, sus sacerdotes los órganos ejecutivos del Estado. En el seno de esa religión, la familia humana quemará su incienso únicamente en el altar de la patria, nuestra madre y divinidad de todos nosotros.

De la atmósfera caldeada de esa nueva creencia nació el nacionalismo moderno, entonces religión del Estado democrático. Y cuanto más altamente creció la veneración de la nación propia, tanto mayor fue el abismo que la separó de todas las demás naciones, tanto más menospreciativamente se miró a los que no tenían la dicha de pertenecer a los elegidos. De la nación a la gran nación no hay más que un paso, no sólo en Francia.

La nueva religión no sólo tenía su propio rito, sus dogmas intangibles, su misión sagrada, sino que también poseía aquella espantosa ortodoxia que es propia de todo dogmatismo, y no consiente, junto a la única opinión, ninguna otra, pues la voluntad de la nación es la revelación de Dios, que no admite duda alguna. El que, no obstante, duda y persiste en consideraciones que contradicen la interpretación de la voluntad nacional, es un leproso y debe ser expulsado de la comunidad de los creyentes.

No hay que esperar que la cosa mejore -decía Saint Just con siniestra decisión ante la Convención- mientras respire todavía un enemigo de la libertad. No sólo debéis castigar a los traidores, sino también a los tibios y a los indiferentes, a todo el que está impasible en la República y no mueve un dedo por ella. Después que el pueblo francés ha manifestado su voluntad, todo lo que se opone a esa voluntad está fuera de la soberanía de la nación; y el que está fuera de la soberanía es su enemigo.

Y el joven fanático, que tenía tan fuerte influencia sobre Robespierre, no dejaba a nadie dudas sobre lo que significaba esa enemistad. Hay que dominar a hierro a los que no se puede dominar con justicia. Pero con justicia no se podía dominar a los hombres que no interpretaban la voluntad de la nación como la concebían Robespierre y los jacobinos; había, por tanto, que recurrir al hierro. Difícilmente se podría justificar mejor la lógica aguda de la guillotina.

La consecuencia fanática de Saint Just era sólo el resultado inevitable de su concepción absolutista; todo absolutismo se establece exclusivista sobre normas rígidas; por eso precisamente ha de expresane como enemigo jurado de todo desenvolvimiento social, que abre incesantemente nuevas perspectivas a la vida y suscita nuevas formas de la comunidad. Detrás de toda idea absoluta asoma la mueca del inquisidor y del juez de herejes.

La soberanía de la nación llevaba a la misma tiranía que la soberanía de Dios o la soberanía de los reyes. Si antes la resistencia contra la persona sagrada del monarca era el más indigno de todos los crímenes, en lo sucesivo se convirtió toda alusión contra la majestad sagrada de la nación en un pecado mortal contra el espíritu sagrado de la voluntad general. Pero en ambos casos el verdugo era el órgano ejecutivo de un poder despótico que se sentía llamado a velar por un dogma muerto, ante cuya crueldad brutal debía estrellarse toda idea creadora, desangrarse todo sentimiento humano.

Robespierre, de quien Condorcet sostenía que no tenia ni un pensamiento en su cerebro ni un sentimiento en su corazón, era el hombre de las fórmulas muertas, que tenía, en lugar de alma, sus articulos de fe. Habría edificado con gusto toda la República sobre la fórmula única de la virtud. Pero su virtud no reposaba en la integridad personal del individuo; era un fantasma exangüe, que se cernia sobre los hombres como el espíritu de Dios sobre la creación. Nada es más cruel ni está más desprovisto de corazón que la virtud; pero la más cruel y la más implacable es aquella virtud abstracta que no corresponde a una necesidad viviente, sino que asienta en principios y debe ser protegida continuamente contra la polilla.

El jacobinismo había derribado a la monarquia; pero se enamoró hasta la exageración del pensamiento monárquico y supo robustecerlo en alto grado, afianzándolo en la teologia política de Rousseau. La doctrina de Rousseau culminaba en la completa renuncia del hombre ante la necesidad superior de una idea metafísica. El jacobinismo se habia propuesto realizar esa doctrina monstruosa y llegó lógicamente a la dictadura de la guillotina, que abrió el camino a la dictadura del sable del general Bonaparte, el cual, a su vez, hizo cuanto pudo para que la nueva idea de Estado madurase hasta su perfección suprema. El hombre es una máquina, pero no en el sentido de La Mettrie, sino como resultado final de una religión que se proponia cortar por un solo patrón todo lo humano y que, en nombre de la igualdad, elevó a principio la uniformidad.

Napoleón, el heredero risueño de la Gran Revolución, que habia tomado de los jacobinos la máquina devoradora de seres humanos. el Estado central, y la doctrina de la voluntad de la nación, intentó edificar con las instituciones estatales un sistema infalible, donde la casualidad no tuviera puesto alguno. Lo que necesitaba no eran hombres, sino figuras de ajedrez, que respondieran a cada jugada de sus caprichos y se sometieran incondicionalmente a aquella necesidad superior de la que se sentían órganos ejecutivos. Los hombres, en el sentido ordinario, no valían para eso; eran precisos los ciudadanos, elementos integrantes del Estado, partes de la máquina. El pensamiento es el enemígo principal de los soberanos, dijo una vez Napoleón; no era en él un modo de hablar casual, pues había comprendido profundamente la verdad de esas palabras. Lo que necesitaba no eran hombres que piensen, sino otros dispuestos a renunciar a sí mismos cuando habla el destino.

Napoleón soñaba con un Estado en el que no existiera, en general, diferencia alguna entre el poder militar y el civil. Toda la nación un ejército, todo ciudadano un soldado. Industria, agricultura, administración figuraban como miembros de ese formidable cuerpo de Estado que, dividido en regimientos y comandado por oficiales, había de obedecer a la menor presión de la voluntad imperial, sin rozamiento, sin resistencia. La transformación de la gran nación en una unidad gigantesca, sin puesto alguno para la acción independiente del individuo, obrando con la exactitud de una máquina y sólo manteniendo el ritmo muerto de su propio movimiento, obedeciendo insensible a la voluntad de quien la pone en marcha, tal era el objetivo político de Napoleón, por el que trabajó con una lógica férrea y quiso realizar en vida. Totalmente dominado por esa ambición, se esforzó por alejar toda posibilidad que pudiera dar motivo a la formación de una opinión distinta junto a la suya. De ahí su lucha inflexible contra la prensa y todos los demás medios de expresión del pensamiento público:

La máquina de imprimir -dijo- es un arsenal; no debe ser accesible a la generalidad. Los libros sólo deben ser impresos por personas que disfruten de la confianza del gobierno.

Todo se transformaba en números en el cerebro de este hombre terrible. Sólo el número decide; la estadística se convierte en fundamento del nuevo arte del Estado. El emperador exige de sus consejeros, no sólo una exposición exacta y un censo de todos los recursos materiales y técnicos del país; quiere también que se lleve una estadística de la moral para que en todo instante esté informado hasta de los sentimientos más ocultos de sus súbditos. Y Fouché, ese espía terrible y espectral, que veía con mil ojos y oía con mil oídos, cuya alma estaba tan helada como la de su amo, se convierte en estadístico de la moral pública, que registra policialmente, y sabe con exactitud que también sus movimientos son vigilados por esferas desconocidas y anotados en un registro especial.

Que Napoleón no pudo alcanzar nunca el último objetivo de su política interna; que toda su técnica gubernativa tenía que tropezar siempre con el ser humano, fue seguramente el dolor más recio de su alma sedienta de poder, la gran tragedia de su vida extraordinaria, que le consumía internamente todavía en Santa Elena. Pero la idea maniática que perseguía no ha muerto con él y está aún hoy en la base de toda voluntad de poder, presente en todas partes donde el amor a los hombres ha muerto y la vida palpitante es sacrificada al pálido cuadro de sombras de las ambiciones tiránicas. Pues todo poder es atrozmente insensible y, según su esencia, es inhumano y trasforma el corazón de sus representantes en guaridas de odio y de frío desprecio hacia el hombre. Como Alberico tiene que sacrificar el amor, porque su corazón está supeditado al oro, así sofoca la obsesión del poder todos los sentimientos humanos y hace que el déspota vea en sus semejantes cifras abstractas con las que debe contar para la ejecución de sus planes.

Napoleón odiaba fundamentalmente la libertad, como todo dominador por la fuerza que ha comprendido la esencia del poder; pero conocía también el precio que había de pagar por ella. Sabía bien que tenía que ahogar al hombre en sí mismo para poder dominar a los hombres. Es significativo que el que dijo de sí mismo: Amo el poder como el artista, como el violinista ama su violín. Lo amo para obtener de él tonos, sonoridades, armonía; es significativo, decimos, que el mismo individuo que, niño aún, ya tejía en su cerebro planes de poder, haya dicho en su temprana juventud estas palabras tremendas:

Pienso que el amor es perjudicial para la sociedad y para la dicha personal del hombre. Si los dioses librasen al mundo del amor, le harían el mayor beneficio.

Ese sentimiento no le abandonó nunca, y cuando en años ulteriores examinaba las fases diversas de su vida, sólo le quedaba este descomolado reconocimiento:

Sólo hay dos palancas para mover a los hombres: el temor y el interés. El amor es un torpe deslumbramiento, creedlo. La amistad es una palabra vacía. No amo a nadie. Ni siquiera a mis hermanos, tal vez a José un poco, por costumbre, y porque es mayor que yo; y a Duroc lo quiero también, pero ¿por qué? Porque su carácter me agrada; es serio y decidido, y creo que el muchacho no ha derramado todavía una lágrima. Por mi parte sé que no tengo ningún verdadero amigo.

¡Qué vacío tenía que estar ese corazón que corrió toda su vida en pos de un fantasma y sólo estuvo animado por un deseo: el de dominar! A esa manía sacrificó el cuerpo y el alma de los hombres, después de haber intentado antes adaptar su espíritu al muerto engranaje de una máquina política. Hasta que, al fin, se le hizo claro que el período de los autómatas no había llegado todavía. Sólo un hombre en cuya alma silbaba un desierto, podía pronunciar estas palabras: Un hombre como yo se ríe de la vida de un millón de hombres.

Napoleón presumía de menospreciar a los hombres, y sus ciegos admiradores casi hicieron de eso un mérito. Seguramente tuvo frecuentes ocasiones y motivos para ello; pues no son los hombres más valiosos los que se aproximan a los poderosos. Si se examina el fondo de las cosas, se recibe la impresión de que su menosprecio del hombre, demasiado demostrativo, era en gran parte una simulación estudiada, pose calculada para el ambiente circundante y para la posteridad, para hacer brillar tanto más claramente aún sus acciones. Pues ese supuesto odiador de los seres humanos era un actor de primera clase, a quien el juicio de la posteridad no le era del todo indiferente; por eso recurrió a todos los medios para influir en la interpretación de las generaciones venideras y no retrocedió siquiera ante falsificaciones de hechos notorios para alcanzar su objetivo.

No, no era el asco interior lo que le separaba de los hombres, sino su egoísmo infinito, que no conocía límites y no retrocedía ante ninguna mentira, ante ninguna bajeza, ante ninguna deshonestidad, ante ningún crimen, por bajo que fuese, para imponerse. Ya Emerson observó con razón: Bonaparte estaba desprovisto, en medida extraordinaria, de todo sentimiento cordial ...; ni siquiera poseía el mérito de la veracidad y de la honestidad ordinarias. Y en otro pasaje de su Ensayo sobre Napoleón, dijo: Toda su existencia era un experimento hecho en las mejores circunstancias para ver lo que podía realizar un intelecto sin conciencia. Sólo teniendo ante los ojos la desolada condición interior de un hombre en quien el instinto de gloria había destruído de raíz todo sentimiento social, se pueden comprender estas palabras de Napoleón:

El salvaje, como el hombre civilizado, necesita un amo y maestro, un mago que mantenga en jaque su fantasía, le someta a una severa disciplina, le encadene, le impida morder a destiempo, le apalee y le lleve a la caza: su destino es obedecer; no merece nada mejor y no tiene derecho alguno.

Pero el cínico sin corazón que se había embriagado en la juventud con la lectura del Contrato social, reconoció también en lo más profundo la desgraciada significación de esa nueva religión, en la que, al fin de cuentas, asentaba su dominio. Así, en uno de aquellos momentos de veracidad interior, tan raros en él, se dejó llevar a esta conclusión: Vuestro Rousseau es un loco que nos ha conducido a esta situación, y en otra ocasión opinó reflexivamente: El porvenir mostrará si no habría sido mejor para el sosiego del mundo que ni Rousseau ni yo hubiésemos vivido.


Notas

(1) J. J. Rousseau: El contrato social; libro primero, capítulo VII.

(2) El contrato social; libro segundo, capitulo V.

(3) El contrato sucial; libro segundo, capitulo VII.

(4) Rousseau: Emilio, libro primero.

(5) El contrato social; libro segundo, capitulo IV.

(6) De un manuscrito incompleto, dejado inédito. Traducción alemana de Rudolf Schlósser: Frankreichs Schicksal im Jahre 1870; pág. 34. Reclam-Verlag.

(7) A. Mathiez: Les origines des cultes révolutionaires, París, 1904.

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