Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo IX (Primera parte)Capítulo X (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO

CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO ANTERIOR

Segunda parte

7. La otra clase de sociedad de responsabilidad limitada de que vamos a ocuparnos ahora es aquella en la cual el socio o los socios que la dirigen son responsables con todas sus fortunas de los compromisos que contraiga la empresa, pero están asociados con otras personas que sólo aportan sumas determinadas y más allá de éstas no tienen ninguna responsabilidad, aunque participan en las ganancias con arreglo al convenio que entre ellos hayan hecho. Esta foma de asociación se llama sociedad en commandite, y los socios con responsabilidad limitada (a quienes, según la ley francesa, les está prohibida toda ingerencia en la dirección de la empresa) se les conoce con el nombre de commanditaires. La ley inglesa no permite estas sociedades (En Inglaterra este tipo de sociedades mercantiles fueron aceptadas a partir de 1908. Nota de Chantal López y Omar Cortés); en todas las sociedades privadas, todo aquel que participa en las ganancias es responsable de las deudas en igual forma y con la misma amplitud que el socio que dirige la empresa.

Nunca se ha hecho, que yo sepa, una defensa satisfactoria de esta prohibición. Incluso la insuficiente razón que se alega contra la limitación de la responsabilidad de los accionistas de una compañía por acciones no se aplica aquí, ya que no hay disminución de los motivos para una administración circunspecta, puesto que todos los que intervienen en la dirección de la empresa responden con la totalidad de sus respectivas fortunas. Además, para terceros, la existencia de los socios comanditarios mejora la garantía ya que la cantidad suscrita por éstos está toda ella a disposición de los acreedores, puesto que los comanditarios pierden toda su aportación antes que los acreedores puedan perder algo, mientras que si en lugar de ser socios de la empresa por esa cantidad, se hubieran limitado a prestársela a aquélla con un interés igual a la ganancia que derivan de la misma, hubieran compartido con los demás acreedores los residuos de los bienes, disminuyendo pro rata el dividendo que obtendrán todos. Mientras que la práctica de la comandita favorece los intereses de los acreedores, por otra parte también favorece con frecuencia a las mismas partes contratantes. Los directores pueden obtener la ayuda de un capital mucho mayor del que podrían tomar prestado con su propia garantía; y hay muchas personas que se sienten inclinadas a ayudar a empresas útiles, arriesgando porciones limitadas de su capital, en tanto que no estarían dispuestas a arriesgar la totalidad de sus fortunas en una sola empresa y no sería a menudo prudente que lo hicieran.

Tal vez se piense que allí donde se ofrecen las debidas facilidades para la formación de las sociedades por acciones, las sociedades en comandita no tienen razón de ser. Pero existen casos a los cuales el principio de la comandita se tiene que adaptar siempre mejor que el de las acciones. Supongamos -dice M. Coquelin- un inventor que busca capital para llevar a la práctica su invento. Para obtener la ayuda de los capitalistas, tiene que ofrecerles una parte de las ganancias que se esperan; tienen que asociarse con él en sus riesgos y en sus éxitos. En caso semejante, ¿qué forma de sociedad elegiría? No cabe duda de que no sería una sociedad de tipo corriente; y ello por varias razones, y sobre todo por lo difícil que le sería encontrar un socio con capital y que estuviera dispuesto a arriesgar toda su fortuna en el éxito de su invento (1). Tampoco elegiría la sociedad anónima o cualquier otra forma de compañía por acciones, "en la cual se le pudiera sustituir en la dirección. En una sociedad semejante, estaría en pie de igualdad con los demás accionistas y podría perderse entre la multitud; mientras que, existiendo la asociación, como si dijéramos, por él y para él, parecería natural que la dirección le pertenciera como una cuestión de justicia. Se presentan casos en los cuales un comerciante o un fabricante, sin ser precisamente un inventor, tiene derechos innegables a la dirección de una empresa por la posesión de cualidades especiales que favorecen el éxito. Tan grande es, en realidad -continúa M. Coquelin-, la necesidad, en muchos casos, de la participación limitada, que es difícil imaginar cómo podríamos pasarnos sin ella o reemplazarla; y por lo que se refiere a su propio país es probable que esté en lo cierto.

Cuando el público está tan dispuesto a formar sociedades por acciones como lo está en Inglaterra, aun sin el estímulo de la limitación de la responsabilidad, la sociedad en comandita no puede considerarse, desde un punto de vista puramente económico, de una necesidad tan imperativa como la que supone M. Coquelin, si bien, en principio, no hay forma de defender su prohibición. No obstante, no son pequeños los inconvenientes que se derivan indirectamente de disposiciones legales según las cuales todos aquellos que participan en las ganancias de una empresa se hallan sujetos a todas las responsabilidades de una sociedad de responsabilidad ilimitada. Es imposible decir cuántas o cuáles combinaciones útiles resultan impracticables por tales disposiciones de la ley. Para condenarla basta decir que, a menos que se mitigue de alguna manera, es incompatible con el pago parcial de salarios mediante un porcentaje de las ganancias; en otros términos, impide la asociación de los obreros con los capitalistas (2).

Es indispensable la más completa libertad en las condiciones de la asociación, sobre todo por lo que se refiere al mejoramiento y el progreso de las clases trabajadoras. Las combinaciones como las sociedades obreras que hemos descrito en un capítulo anterior, son el medio más eficaz para conseguir la emancipación social de los trabajadores utilizando sus mismas cualidades morales. Y no sólo es importante la libertad de asociación por los casos en que han tenido éxito, sino también y en el mismo grado por aquellos intentos en los que no se consiga, ya que el mismo fracaso dará una enseñanza mayor de la que puede porporcionar cualquier cosa que no sea la experiencia. Toda teoría de mejoramiento social cuyo valor pueda apreciarse por medio de un ensayo experimental, debe permitirse e incluso estimularse, para que se someta a esa prueba. La parte más activa de las clases trabajadoras derivaría de estos experimentos lecciones que sólo con dificultad aceptarían de aquellas personas que se supone tienen intereses y prejuicios opuestos a su bienestar; obtendrían los medios de corregir, sin costo alguno para la sociedad, lo que pueda haber de erróneo en sus concepciones acerca de los medios de conseguir su independencia; y los de descubrir las condiciones morales, intelectuales e industriales, que son indispensables para conseguir sin injusticia la regeneración social a que aspiran (3).

Las leyes francesas sobre sociedades son superiores a las inglesas porque permiten la comandita, y también, porque carecen de un instrumento tan ingobernable como el Tribunal de la Cancillería, ya que un tribunal de comerciantes juzga todos los casos litigiosos que se derivan de las transacciones comerciales en una fórma rápida y relativamente poco costosa. En otros respectos el sistema francés era, y creo que lo es todavía, mucho peor que el inglés. No puede constituirse una sociedad por acciones con responsabilidad limitada sin la autorización expresa de un departamento gubernamental llamado el Conseil d'Etat, órgano administrativo, formado en general por personas que desconocen los asuntos industriales, que no tienen ningún interés en fomentar las empresas y que tal vez crean que la finalidad de la institución de la cual forman parte es restringirlas; cuyo. consentimiento no puede obtenerse en ningún caso sin un gasto considerable de tiempo y de trabajo que supone un obstáculo apreciable para el comienzo de la empresa, mientras que la gran incertidumbre de obtener el consentimiento desalienta a los capitalistas dispuestos a suscribir capital. En Francia no pueden existir las sociedades por acciones con responsabilidad ilimitada, que en Inglaterra son tan numerosas y se pueden formar con tanta facilidad, pues, en los casos de responsabilidad ilimitada, la ley francesa no permite la división del capital en acciones transferibles.

Parece que las mejores leyes de asociación que existen hoy día (1848) son las de los Estados de Nueva Inglaterra. Según Mr. Carey, en ninguna parte las asociaciones están tan libres de estorbos legales como en Nueva Inglaterra; con el resultado de que se han desarrollado mucho más en ella que en ninguna otra parte del mundo, sobre todo en Massachusetts y Rhode Island. En esos Estados, el suelo se halla cubierto de compagnies anonymes para todos los fines imaginables. Cada ciudad es una corporación para la gestión de sus caminos, puentes y escuelas, que están, por lo tanto, bajo el control directo de quienes los pagan, y como consecuencia están bien administrados. Las academias y las iglesias, los liceos y las bibliotecas, las cajas de ahorros, los bancos, todos existen en número proporcionado a las necesidades de la gente, y son todos corporaciones. Cada distrito tiene su banco local, cuya importancia se adapta a las necesidades del mismo, cuyas acciones están en las manos de los capitalistas de la vecindad y que ellos mismos dirigen; y la consecuencia es que en ninguna parte del mundo es tan perfecto el sistema bacario -se halla tan poco expuesto a variaciones en el importe de los créditos-, de lo que resulta por necesidad que en ninguna el valor de la propiedad está tan poco influído por cambios en la cantidad o valor de la moneda que resultan de los movimientos de sus propias instituciones bancarias. En los dos Estados a que nos hemos referido de manera especial existen casi doscientos. Sólo en Massachusetts pueden verse cincuenta y tres oficinas de seguros, esparcidas por todo el Estado, y todas ellas sociedades por acciones; y todos los que intervienen de alguna manera en la dirección de sus empresas, desde la compra de las materias primas hasta la venta del artículo manufacturado, son accionistas; mientras que todos los que trabajan en una empresa pueden convertirse en uno de éstos, si son prudentes, trabajadores y económicos. Las asociaciones de caridad son numerosas, y son todas sociedades por acciones. Los barcos de pesca pertenecen a quienes los tripulan, cada uno de los cuales posee determinado número de aciones; y la remuneración de los marineros de los barcos balleneros depende en gran parte, si no totalmente, del éxito del viaje. Todos los capitanes de los barcos que comercian en los mares del Sur tienen parte en la propiedad de su barco, y el interés que poseen en el mismo es un fuerte incentivo para ser económicos, y gracias a ello la gente de Nueva Inglaterra se va apoderando de todo el tráfico en esa parte del mundo. Dondequiera que se establecen muestran la misma tendencia a unir sus esfuerzos. En Nueva York poseen casi todas las líneas de paquebotes, que están divididas en acciones que pertenecen a los constructores de los barcos, a los comerciantes, a los capitanes y a los oficiales; estos últimos adquieren, por lo general, los medios de convertirse en capitanes, y a esto se debe su gran éxito. Este sistema es el más democrático del mundo. Ofrece a cada trabajador, a cada marinero, a cada obrero, hombre o mujer, la posibilidad de mejorar su situación, y el resultado de todo esto es precisamente el que podríamos esperar. En ninguna parte del mundo es tan seguro que el talento, la actividad y la prudencia obtengan amplia recompensa.

Los casos de insolvencia y de fraude por parte de compañías anónimas en América, que causaron tantas pérdidas y tanto escándalo en Europa, no ocurrieron en aquella parte de la Unión a que se refiere el extracto anterior, sino en otros Estados, en los cuales el derecho de asociación se halla mucho más embarazado por las restricciones legales, y en los cuales, por consiguiente, las sociedades por acciones no pueden compararse ni en número ni en variedad con las de Nueva Inglaterra. Mr. Carey añade: Un examen detenido de los sistemas de diferentes Estados no puede por menos de convencer al lector de las ventajas que resultan de permitir a los hombres que fijen por sí las condiciones en que se asociarán y dejar que las sociedades que se formen contraten con el público lo referente a las condiciones en las cuales realizarán sus negocios, ya sea con responsabilidad limitada o ilimitada de sus socios. En la reciente legislación inglesa sobre este asunto, se ha adoptado este principio como fundamento de la misma.

8. Paso al asunto de las leyes sobre la insolvencia.

Las buenas leyes sobre este asunto son importantes, primero y principalmente, por lo que respecta a la moralidad pública, la cual bajo ningún otro aspecto depende tanto de la influencia de la ley, para bien o para mal, como en una cuestión que cae tan de lleno dentro del campo legal como la protección de la integridad pecuniaria. Pero este asunto también tiene gran importancia desde un punto de vista meramente económico. Primero, porque el bienestar económico de un pueblo y de la humanidad, depende en gran parte de la confianza que pueden tener en el mutuo cumplimiento de los compromisos contraídos. En segundo lugar, porque uno de los riesgos o gastos de las operaciones industriales es el inherente a lo que suele llamarse malas deudas y cualquier ahorro que se efectúe a este respecto es una economía en el costo de producción, ya que suprime un capítulo importante de desembolsos que en modo alguno conducen al fin que se persigue y que tiene que pagar el consumidor de la mercancía o deducir de las ganancias del capital.

Las leyes y la práctica de las naciones a este respecto han sido casi siempre extremadas. Las antiguas leyes de la mayor parte de las naciones eran muy severas para el deudor. Investían al acreedor con una fuerza coercitiva, más o menos tiránica, que podía usar contra su deudor insolvente, ya fuera para arrancarle por la violencia la entrega de sus bienes ocultos, ya para obtener una satisfacción de carácter vengativo que le consolara de la falta en el pago de la deuda. En algunos países, esta fuerza arbitraria llegó hasta facultar al acreedor para forzar al deudor a servirle como esclavo, plan en el cual había por lo menos algo de sentido común, ya que podría considerarse como una manera de hacerle pagar la deuda con su trabajo. En Inglaterra el castigo presentaba la forma más suave del encarcelamiento ordinario. Lo mismo uno que otro eran expedientes crueles, propios de una época ruda, que repugnan a la justicia y son inhumanos. Por desgracia la reforma de estos procedimientos se ha considerado sólo como una cuestión de humanidad, y no de justicia; y el humanitarismo a la moda en los tiempos actuales ha hecho que en éste como en otros casos se produzca una violenta reacción contra la antigua severidad, llegando casi a Ver en el hecho de haber perdido o dilapidado bienes ajenos, un título especial a la indulgencia de los demás. Todo aquello que en la ley hacía que el hecho en cuestión entrañara consecuencias desagradables se fue debilitando poco a poco o se suprimió por completo, hasta que el efecto desmoralizador de esta benignidad se hizo tan patente que provocó, en la legislación más reciente, un saludable movimiento en sentido opuesto que ha sido por desgracia insuficiente.

Para defender la benignidad de las leyes para con aquellos que son incapaces de pagar sus deudas, se alega, por lo general, que el único objeto de la ley debe ser, en caso de insolvencia, no oprimir al deudor en su persona, sino aprehender su propiedad y distribuirla con justicia entre los acreedores. Suponiendo que éste fuera, y debería ser, el único objeto, la atenuación de la ley se llevó tan lejos en el primer caso que ese objeto se sacrificó. El encarcelamiento a voluntad del acreedor ponía en manos de éste una palanca de gran fuerza para obtener del deudor la entrega de los bienes que hubiera ocultado o se hubiera llevado de cualquier forma; y falta que la experiencia demuestre si la ley, al privar a los acreedores de este instrumento, incluso tal como se ha corregido últimamente, les ha proporcionado un equivalente suficiente. La doctrina según la cual la ley ha hecho todo lo que de ella debía esperarse cuando ha puesto a los acreedores en posesión de los bienes del deudor insolvente, no es más que una muestra de falso humanitarismo por completo inadmisible. Incumbe a la ley impedir las injusticias, y no simplemente paliar sus consecuencias una vez que se han cometido. La ley debe cuidar de que la insolvencia no sea un buen negocio pecuniario; que no haya quien goce del privilegio de arriesgar el dinero de los demás sin su conocimiento o conformidad, quedándose con las ganancias de la empresa si ésta tiene éxito, y echando la pérdida sobre los dueños del dinero si fracasa; y que el que lo haga no encuentre que da buen resultado el colocarse en situación de no poder pagar las deudas que ha contraído, dedicándose a gastar el dinero de los demás en satisfacer sus goces personales. Se admite que lo que en lenguaje técnico se llama una quiebra fraudulenta, la falsa pretensión de incapacidad de pago, debe castigarse en debida forma cuando se ha comprobado. Pero, ¿es que la incapacidad efectiva de pagar prueba que la insolvencia no es la consecuencia de conducirse mal? ¿Si un hombre ha sido un derrochador o un jugador, con bienes sobre los cuales sus acreedores tenían un derecho anterior, ha de quedar impune por el hecho de que el mal ya se consumó y ha desaparecido el dinero? ¿Existe alguna diferencia apreciabe en punto a moralidad entre esta conducta y aquellas otras formas de deshonestidad a las que se dan los nombres de fraude y robo?

Tales casos no son una minoría, sino que forman la gran mayoría de las insolvencias. Las estadísticas de quiebras prueban el hecho. La mayor parte de las veces la insolvencia se produce por la mala conducta de los interesados; los autos del Tribunal de Deudores Insolventes y del Tribunal de Quiebras lo comprobarán. Los negocios temerarios e injustificables o las más absurdas especulaciones en mercancías, sólo porque el pobre especulador creyó que iban a subir; sin que pueda decir por qué lo creyó: especulaciones en lúpulo, en té, en seda, en trigo, cosas todas con las que no estaba muy familiarizado; inverisiones absurdas y extravagantes en fondos extranjeros o en acciones; tales son algunas de las causas más inocentes de quiebra. El inteligente y experimentado escritor del cual tomo estas citas corrobora su afirmación con el testimonio de varios síndicos oficiales del Tribunal de Quiebras. Uno de ellos dice: Según los datos que puedo recoger de los libros y los documentos aportados por los que han quebrado, me parece que de todos los casos que ocurrieron durante un cierto tiempo en el tribunal al que pertenecía catorce se han arruinado por especular con cosas que desconocían; tres por no llevar bien su contabilidad; diez por meterse en negocios mayores de lo que les permitían sus medios y la consiguiente pérdida y gastos de negociar letras de favor; cuarenta y nueve por gastar más de lo que podían esperar ganar, a pesar de que sus negocios producían bastante; ninguno por cualquier calamidad general o por decadencia de alguna rama determinada del comercio. Otro de esos funcionarios dice que durante un período de dieciocho meses, he tenido que ocuparme de cincuenta y dos casos de quiebra. Según mi opinión, treinta y dos se han debido a gastos imprudentes y cinco en parte a esa misma causa y en parte al mal estado general de la clase de negocios en los cuales se empleaban. Atribuyo quince a especulaciones imprudentes, unidas en muchos casos a una manera extravagante de vivir.

A esas citas añade el autor los siguientes informes sacados de su experiencia personal: Muchas quiebras se producen por la indolencia de los comerciantes; no llevan libros de contabilidad, o los llevan en forma muy imperfecta, que nunca cierran; no hacen nunca inventario; si su negocio es algo importante, emplean servidores a los cuales no se toman la molestia de vigilar, y después se declaran en quiebra. No es exagerado afirmar que la mitad de las personas que se dedican al comercio en Londres, no hacen nunca inventario; siguen año tras año sin saber en qué situación se encuentra su negocio, y al final, como el niño en la escuela, se sorprenden viendo que no les queda en el bolsillo más que medio penique. Me atrevo a asegurar que la cuarta parte de todas las personas que se dedican a negocios en provincias, ya sean fabricantes, comerciantes o granjeros, no hacen nunca inventario; ni en realidad la mitad de ellos nunca lleva sus cuentas en libros que merezcan otro nombre que el de cuadernos de notas. Tengo datos surficientes sobre los negocios de quinientos pequeños comerciantes de provincias, para poder afirmar que ni la quinta parte de ellos hacen jamás inventario o llevan ni aun las cuentas más ordinarias. Por lo que se refiere a tales comerciantes puedo decir, según los cuadros que he preparado con gran cuidado, en los cuales en caso de duda he adoptado siempre la solución más favorable a ellos, que de cada diez quiebras, nueve ocurren por prodigalidad o fraude, y sólo una -cuando más- puede atribuirse exclusivamente a la desgracia. ¿Es razonable esperar que exista entre las clases comerciales un alto sentido de la justicia, del honor o de la integridad, si la ley permite a los hombres que actúan de mala manera cargar las consecuencias de su torcida conducta sobre aquellos que han tenido la desgracia de confiar en ellos, y proclamar en realidad que se considera la quiebra que así se ha producido como una desgracia y no como un delito?

No se niega, como es natural, que se producen quiebras por causas ajenas a la voluntad del deudor, y que, en muchos casos, éste no es muy culpable; y la ley debería hacer un distingo a favor de esos casos, pero no sin una investigación previa; ni debería nunca darse por terminado un caso sin haber probado en la forma más completa posibe, no sólo el hecho de la insolvencia, sino la causa de ella. El hecho de haber perdido o gastado un dinero que le ha sido confiado es, prima facie, prueba evidente de que se ha cometido una falta, y no es el acreedor el que debe probar que se ha cometido un delito ya que esto no podría hacerlo ni en un caso de cada diez, sino que es el deudor quien tiene que rechazar la presunción, mostrando con claridad el estado de sus negocios y probando que no ha obrado mal o que su mala conducta es excusable. Si no puede probarlo, no debe nunca dejársele sin el castigo a que en justicia se haya hecho acreedor; castigo que pudiera, sin embargo, acortarse o mitigarse en proporción a cómo estuviera dispuesto a esforzarse en reparar el daño causado.

Aquellos que defienden la blandura de las leyes relativas a la insolvencia, suelen argüir que el crédito es pernicioso excepto en las grandes operaciones comerciales, y que el privar a los acreedores de la posibilidad de obtener justicia es un medio bastante bueno de impedir que se conceda crédito. Es indudable que el que conceden los comerciantes al por menor a los consumidores improductivos es un mal considerable, sobre todo por el exceso a que se lleva. No obstante, esto sólo es cierto por lo que se refiere a los grandes créditos y sobre todo a los que son a largo plazo; pues no hay que olvidar que existe el crédito siempre que no se paguen los géneros antes de que salgan del comercio, o al menos dejen de estar bajo la custodia del vendedor, y la supresión de esta clase de crédito ocasionaría numerosos inconvenientes. Pero una gran parte de las deudas a las que hay que aplicar las leyes de la insolvencia son las que contraen los pequeños comerciantes con los almacenistas que los proveen; y el efecto desmoralizador del mal estado de la ley actúa sobre esta clase de deudas de una manera más perniciosa que sobre cualquier otra. Nadie desea que se restrinjan esos créditos comerciales; su existencia tiene una gran importancia para la actividad general del país y para un gran número de personas honestas y de buena conducta pero con pocos medios, a quienes ocasionaría un gran perjuicio que se les impidiese obtener el crédito que necesitan y del cual no abusarán por el hecho de que la ley deje de castigar a los comerciantes deshonestos o temerarios.

Pero aunque se admite que las transacciones al por menor, realizadas en una forma distinta del pago al contado, son un mal, y que la legislación debería tratar de suprimirlas, no podría imaginarse ninguna manera peor de lograr esa finalidad que la de permitir que se robe y se engañe impunemente a los que han confiado en sus clientes. No es frecuente que la ley elija los vicios de la humanidad como un medio apropiado para castigar a los que son relativamente inocentes. Cuando se propone desalentar que se siga una línea de conducta determinada, lo hace aplicando ciertos estímulos, y no colocando al margen de la ley a quienes se conducen de una manera que según ella es censurable y dejando libres los instintos rapaces de la porción más indigna de la humanidad. Si un hombre ha cometido un crimen, la ley lo condena a muerte; pero no promete la inmunidad a quien le mate para robarle. El delito de fiarse de la palabra de otro, aun con imprudencia, no es tan atroz que, para desalentarlo, deba llevarse a cada puerta el espectáculo de la bribonería triunfante, mientras la ley se mofa de las víctimas que ha ocasionado. Este repugnante ejemplo se ha exhibido ampliamente desde que se atenuaron las leyes sobre la insolvencia. Es inútil esperar que, incluso privando a los acredores de toda posibilidad de obtener justicia, se restrinja en realidad aquella clase de crédito que es más censurable. Los pícaros y los estafadores forman todavía la excepción entre la humanidad, y la gente continuará creyendo en las promesas de los demás. Los grandes comerciantes con numerosos negocios se negarán a conceder crédito, como ya lo hacen muchos; pero en la áspera competencia de una gran ciudad o en la posición de dependencia en que se halla el tendero de aldea, ¿qué puede esperarse del comerciante para quien un solo cliente tiene verdadera importancia, quizá del principiante que trata de dedicarse a los negocios? Correrá el riesgo, aunque sea aún mayor; si no vende sus géneros se arruina, y de arruinado no pasará si le estafan. Y no sirve decir que debería informarse debidamente para asegurarse de la reputación de aquellos a los cuales entrega sus géneros. En algunos de los casos más notorios de deudores disolutos que han aparecido ante el Tribunal de Quiebras, el estafador ha podido suministrar y ha suministrado excelentes referencias (4).




Notas

(1) Se ha compadecido mucho -dice Mr. Duncan, procurador- al pobre inventor; se encuentra oprimido por el alto costo de las patentes; pero la opresión principal ha sido la ley sobre sociedades, que le impide obtener la ayuda necesaria para desarrollar su invención. Es pobre y, por lo tanto, no puede ofrecer garantías a un acreedor; nadie le prestará dinero; por muy alto que sea el interés ofrecido no atraerá a la gente. Pero si alterando la ley el inventor pudiera conceder al capitalista una parte de las ganancias, mientras que el riesgo se limitaría al capital que embarcaran en el asunto, no hay duda alguna que obtendría a menudo la ayuda que precisa; mientras que en la actualidad, con la ley existente, se encuentra desamparado y su invención no le es de ninguna utilidad; lucha durante meses y meses, solicita una y otra vez la ayuda de los capitalistas sin ningún resultado. Conozco prácticamente el caso de dos o tres invenciones patentadas, sobre todo una en la cual gentes con capital estaban dispuestas a entrar en una empresa de gran importancia en Liverpool, pero cinco o seis distintos señores se desanimaron, sintiendo todos las mayores objeciones hacia lo que uno de ellos llamaba la maldita ley sobre sociedades. Report, p. 155.

Mr. Fane dice: En el curso de mi vida profesional, como Commissioner del Tribunal de Quiebras, he podido darme cuenta de que el hombre más infortunado del mundo es el inventor. La dificultad que encuentra para obtener el capital que necesita le enreda en toda clase de agobios y acaba casi siempre arruinándose y alguien se apodera de su invento. Idem, p. 82.

(2) Se ha encontrado que es posible hacer esto a traves de la Ley de Responsabilidad Limitada, convirtiendo al capitalista y a sus obreros en una sociedad limitada, como proponían los señores Briggs.

(3) Por una ley del año 1852, llamada Ley de Sociedades Industriales y de Previsión, que debe la nación a los esfuerzos de Mr. Slaney, las asociaciones industriales de trabajadores son admitidas a gozar de los privilegios estatutarios de las sociedades de socorros mutuos. Esto no sólo las exime de las formalidades aplicables a las compañías por acciones, sino que provee la forma de zanjar las disputas entre los socios sin necesidad de recurrir al Tribunal de la Cancillería. Existen todavía algunos defectos en las estipulaciones de esta ley que dificultan la marcha de las sociedades por diversos conceptos, como se señala en el Almanack of the Rochdale Equitable Pioneers, de 1861.

(4) Los siguientes extractos del Code de Commerce francés (la traducción es la de M. Fane) muestran el extremo hasta el cual se hacen en la ley francesa esas distinciones justas y se facilitan las investigaciones apropiadas. La palabra banqueroute, que sólo puede traducirse por quiebra, se limita, sin embargo, en Francia, a la insolvencia culpable, la cual se divide en quiebra simple y quiebra fraudulenta. A continuación indicamos los casos de quiebra simple:

Todo insolvente que, al investigarse sus negocios, aparezca culpable de uno o más de los siguientes delitos, se perseguirá como un quebrado simple:

Si los gastos de su casa, que está obligado a anotar cada día en un libro, parecen excesivos;

Si hubiera gastado sumas considerables en el juego o en operaciones de puro azar;

Si apareciera que había tomado prestadas grandes cantidades de dinero o vendido mercancías con pérdida o por bajo del precio corriente, después de haberse cerciorado por su último balance de que sus deudas excedían al activo en más de la mitad de éste;

Si ha emitido valores negociables por valor de tres veces el importe de su activo disponible, según su último balance.

También puede procederse, considerándolos como quebrados simples, contra los siguientes:

El que no haya declarado su propia insolvencia en la forma prescrita por la ley;

El que no ha venido y se ha entregado dentro del tiempo límite, sin que pueda ofrecer ninguna excusa legítima por su ausencia;

El que no presenta libros de contabilidad o los presenta con irregularidades, y esto aunque dichas irregularidades puedan no indicar fraude.

El castigo por la quiebra simple es el encarcelamiento por un tiempo no inferior a un mes ni superior a dos años. Los siguientes son casos de quiebra fraudulenta, cuyo castigo es travaux forcés (galeras) durante un cierto tiempo.

Si ha intentado ocultar sus bienes fingiendo gastos o pérdidas, o dejando de anotar ingresos;

Si ha ocultado fraudulentamente cualquier suma de dinero o cualquier deuda que se le deba o cualquier mercancía u otros bienes muebles;

Si ha hecho ventas fraudulentas o regalos de sus bienes;

Si ha permitido que se pruebe la existencia de deudas ficticias contra sus propiedades;

Si se le han confiado bienes, ya fuera para tenerlos en depósito o con instrucciones especiales para su uso, y los ha dedicado, sin embargo, a usos personales;

Si ha comprado bienes inmuebles con nombre supuesto;

Si ha ocultado sus libros.

También puede procederse de manera similar contra los siguientes:

El que no ha llevado libros de contabilidad o cuyos libros no muestren su situación real por lo que respecta a sus deudas y a sus créditos;

El que habiendo obtenido la debida salvaguardia (sauf-conduit) no se haya presentado.

Esas diversas estipulaciones se refieren tan sólo a insolvencia comercial. Por lo que respecta a las deudas ordinarias, las leyes son bastante más rigurosas para el deudor.

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