Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo IX (Segunda parte)Capítulo X (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO DÉCIMO

DE LAS INTERVENCIONES DEL GOBIERNO BASADAS EN TEORIAS ERRÓNEAS

Primera parte

1. Después de examinar las funciones necesarias de gobierno y los efectos que produce sobre los intereses económicos de la sociedad su buena o mala ejecución, pasamos a estudiar aquellas otras que pertenecen a la clase que, a falta de un término más apropiado, hemos llamado facultativa: es decir, aquellas que algunas veces asumen los gobiernos y otras no, y que no se admite con unanimidad que deben ejercerlas.

Antes de entrar a tratar de los principios generales de la cuestión, será conveniente que eliminemos de nuestro camino todos aquellos casos en los cuales la intervención del gobierno es dañosa por el hecho de que se base en opiniones falsas sobre el asunto en el cual interviene. Esos casos no tienen ninguna relación con cualquier teoría referente a los límites que debe tener la intervención. Hay algunas cosas en las cuales el gobierno no debe intervenir y otros en las que sí debe hacerlo; pero sea justa o injusta la intervención, ésta tiene que ser perjudicial si el gobierno, no entendiendo el asunto en que interviene, lo hace para producir un resultado que sería perjudicial. Empezamos, pues, pasando revista a diversas teorías falsas que de vez en cuando han inspirado actos de gobierno más o menos perjudiciales desde el punto de vista económico.

Los escritores sobre economía política que me han precedido han creído necesario dedicar muchas fatigas y mucho espacio a esta parte del asunto. Por fortuna ahora es ya posible, al menos en nuestro país, abreviar mucho esa parte puramente negativa de nuestros estudios. Las falsas teorías sobre economía política que tanto daño han hecho en los tiempos pasados, se han desacreditado por completo entre todos aquellos que no se quedaron rezagados en el progreso general de la opinión; y son pocos los decretos que en otros tiempos se basaron en esas teorías que deforman aún nuestro código. Como los principios sobre los cuales se basa su condenación se han expuesto en otras partes de este tratado, podemos limitarnos ahora a unas cuantas indicaciones breves.

De esas falsas teorías, la más notable es la doctrina de la protección a la industria nacional; frase que significa la prohibición o la restricción por medio de fuertes derechos de aduana, de aquellas mercancías extranjeras que pueden producirse en el país. Si la teoría sobre la cual se basaba el sistema hubiera sido correcta, las conclusiones prácticas que de ella se deducían no habrían sido absurdas. La teoría era que el comprar las cosas que se hacían en el país beneficiaba a la nación, y que la introducción de mercancías extranjeras era una pérdida nacional. Y puesto que al mismo tiempo era evidente que el interés del consumidor es comprar mercancías extranjeras con preferencia a las nacionales siempre que aquéllas sean más baratas o mejores, el interés del consumidor aparecía en este caso en abierta oposición con el interés público; era seguro que, si se le abandonaba a sus propias inclinaciones haría lo que según esta teoría era perjudicial para el público; No obstante, hemos probado al hacer el análisis de los efectos del comercio internacional, como ya lo habían probado antes otros escritores, que la importación de mercancías extranjeras en el curso ordinario del tráfico nunca tiene lugar, excepto cuando, desde el punto de vista económico, es un bien para la nación, porque hace que se obtenga la misma cantidad de mercancías con un costo menor para el país en trabajo y capital. Por consiguiente, el prohibir esta importación o imponer derechos que la impiden, es hacer que el trabajo y el capital del país sean menos eficientes en la producción de lo que de otra manera hubieran sido; y obliga a malgastar la diferencia entre el trabajo y el capital necesarios para producir la mercancía en el país, y los que se precisan para producir las cosas con las cuales pueden comprarse al extranjero. La importancia de la pérdida nacional que así se ocasiona se mide por el exceso del precio al cual se produce la mercancía sobre aquel al cual podría importarse. En el caso de géneros manufacturados toda la diferencia entre los dos precios se absorbe en indemnizar a los productores por el trabajo malgastado o por el capital que sostiene a ese trabajo. Aquellos a los cuales se supone beneficia este estado de cosas, esto es, los productores de los artículos protegidos, no obtienen ganancias más altas que los demás (a menos que formen una compañía exclusiva y disfruten un monopolio tanto contra su propio país como contra los demás). Todo es pura pérdida, tanto para el país como para el consumidor. Cuando el artículo protegido es un producto de la agricultura, como el despilfarro de trabajo no tiene lugar sobre toda la producción, sino sólo en lo que podría llamarse la última parte de la misma, el exceso en el precio sólo es en parte una indemnización para el despilfarro; el resto es un impuesto que se paga a los terratenientes.

La políticá restrictiva y prohibicionista se basó en su origen en lo que se llama el sistema mercantilista, el cual, como la utilidad del comercio internacional consistía tan sólo en hacer entrar dinero en el país, estimulaba por medios artificiales la exportación de géneros y ponía obstáculos a su importación. Las únicas excepciones al sistema eran las exigidas por la práctica del mismo. Con los materiales y los instrumentos de la producción se seguía una política contraria, dirigida, no obstante, al mismo fin: su importación era libre y no se permitía su exportación con objeto de que los fabricantes, contando con un suministro abundante de todo lo necesario para la fabricación, pudieran vender más barato y, por consiguiente, exportar más. Por una razón análoga, se permitía la importación e incluso se favorecía, cuando estaba limitada a productos de países que se suponía que compraban al país más de lo que éste les compraba a ellos, enriqueciéndose así con una balanza comercial favorable. Como parte del mismo sistema, se fundaron colonias por la supuesta ventaja que se obtenía obligándolas a comprar nuestras mercancías, o por lo menos a no comprar las de otros países: y a cambio de esta restricción se les concedía a ellas una ventaja equivalente por lo que respecta a las primeras materias que producían los colonos. Se llevaron tan lejos las consecuencias de esta teoría que no era raro que se llegara incluso a conceder primas a la exportación, y que se estimulara a los extranjeros a comprarnos a nosotros más bien que a otros países, por medio de una baratura que producíamos de una manera artificial pagando nosotros mismos una parte del precio con nuestros impuestos. Esto es ir mucho más allá de donde nunca llegó un comerciante por efecto de la competencia. Ningún tendero llegó nunca, creo yo, a sobornar a sus clientes vendiéndoles sus géneros con pérdida de una manera permanente, rehaciendo aquélla con fondos propios de otra procedencia.

El principio de la teoría mercantilista se ha abandonado ya incluso por los escritores y los gobiernos que todavía se aferran al sistema restrictivo. La influencia que ese sistema tiene sobre los hombres, independientemente de los intereses privados expuestos a pérdidas efectivas o imaginarias si se abandona, se deriva de errores distintos de la antigua idea de las ganancias que se obtienen de amontonar dinero en el país. La más eficaz de esas falacias es el alegato capcioso de dar empleo a nuestros obreros y a la industria nacional, en lugar de alimentar y sostener la industria extranjera. De los principios sentados en capítulos anteriores se desprende con claridad la respuesta a este argumento. Sin necesidad' de revertir al teorema fundamental estudiado al principio de este tratado, referente a la naturaleza y el origen de los empleos del trabajo, basta decir lo que han dicho por lo general los defensores del libre cambio: que la alternativa no está entre emplear nuestros propios obreros o los extranjeros, sino entre emplear una u otra clase de los nuestros. La mercancía importada se paga siempre, ya sea directa ya indirectamente, con los productos de nuestra propia industria, y ésta se hace más productiva, ya que con la misma cantidad de trabajo y de capital, podemos obtener una mayor cantidad del artículo en cuestión. Es posible que quienes no han estudiado bien la materia crean que el que exportemos una cantidad de nuestros propios productos equivalente a los artículos que consumimos, depende de eventualidades: del consentimiento de los países extranjeros a atenuar sus restricciones correspondientes a las nuestras, o de que esa circunstancia estimule a los que no compran a intensificar sus compras, y que, si alguna de esas cosas u otras equivalentes no ocurren, el pago tiene que hacerse en dinero. Ahora bien, en primer lugar no hay nada que haga que el pago en dinero sea más censurable que el pago en cualquier otra forma, si el estado del mercado hace que sea aquélla la forma más ventajosa, y el dinero se adquirió y se repondrá de nuevo por la exportación de un valor equivalente de nuestros propios productos. Pero, en segundo lugar, bastaría un corto intervalo de tiempo durante el cual se pagaran en dinero las importaciones para bajar tanto los precios que o bien cesaría una parte de las importaciones o bien se crearía una demanda extranjera de nuestros productos suficiente para pagar aquéllas. Concedo que esta perturbación de la ecuación de la demanda internacional nos sería hasta cierto punto perjudicial para la compra de otros artículos importados, y que un país que prohibe algunas mercancías extranjeras obtiene, caetaris paribus, aquellas que no prohibe a un precio menor del que de otra manera tendría que pagar. O en otros términos: un país que destruye o impide en absoluto ciertas ramas del comercio extranjero, aniquilando así una ganancia general para el mundo que se repartía en determinada proporción entre él y los demás países, hace que, en determinadas circunstancias, obtenga a expensas de los extranjeros una parte mayor de la que de otra manera conseguiría de la ganancia que se deriva de aquella parte del comercio exterior que deja subsistir. Pero ni aun esto puede hacerlo si los extranjeros mantienen prohibiciones o restricciones equivalentes contra sus mercancías. En todo caso, la justicia o la conveniencia de destruir una o dos ganancias para aumentar una parte más bien grande de otra no necesita discutirse mucho, ya que la ganancia que se destruye es, por lo que respecta a la magnitud de las transacciones, la mayor de las dos, puesto que es la que el capital buscaría de preferencia, si se le dejara en libertad.

Derrotada como teoría general, la doctrina proteccionista encuentra apoyo en algunos casos particulares, por dos razones que, en realidad, implican intereses más importantes que la mera economía de trabajo: los intereses de la subsistencia y la defensa nacionales. Las discusiones con motivo de las leyes de granos han familiarizado a todo el mundo con el alegato de que deberíamos ser independientes del extranjero para la alimentación de nuestro pueblo, y las leyes de navegación se basaron, en teoría y en la práctica, en la necesidad de mantener un "plantel de marinos para la marina de guerra. Sobre este último punto admito desde luego que el objetivo merece el sacrificio, y que un país que está expuesto a ser invadido por mar, si no puede de otra manera tener suficientes naves y marinos propios para estar seguro de que en caso de urgencia dispondrá del personal necesario para tripular su escuadra, está justificado al procurar obtener esos medios, aun cuando para ello tenga que hacer el sacrificio económico de encarecer los transportes. Cuando se pusieron en vigor las leyes inglesas de navegación, los holandeses, por su pericia marítima y el bajo tipo de ganancia en su país, podían hacer el transporte marítimo de otras naciones, Inglaterra inclusive, a precios más baratos que estas naciones podían hacérselo a sí mismas, lo cual colocaba a todas las demás naciones en una situación bastante desventajosa para obtener marineros experimentados para sus barcos de guerra. Las leyes de navegación con que se remedió esta deficiencia, mientras que al mismo tiempo se asestaba un golpe al poderío marítimo de una nación con la cual Inglaterra estaba entonces frecuentemente en guerra, fueron probablemente, aunque perjudiciales bajo el punto de vista económico, convenientes desde el político. Pero los barcos y los marineros ingleses pueden hoy navegar tan barato como los de cualquier otro país, manteniendo por lo menos la competencia con las demás naciones marítimas, incluso en el propio comercio de éstas. Los fines que en un tiempo pudieron justificar las leyes de navegación no las precisan ya, y no ofrecen ninguna razón para que se mantenga esta excepción odiosa a la regla general del comercio libre.

Por lo que respecta a las subsistencias, se ha combatido tanto y con tanto éxito el alegato de los proteccionistas, que no precisa que le dediquemos mucha atención. El país surtido con mayor abundancia y regularidad de artículos alimenticios es aquel que obtiene sus suministros de la mayor superficie terrestre. Es ridículo fundar un sistema general de política sobre un peligro tan improbable como el de estar en guerra con todas las naciones del mundo a la vez, o suponer que, aun siendo inferior en el mar, todo un país puede ser bloqueado como una sola ciudad, o que los productores de alimentos de otros países no tendrían tanto interés en no perder un buen mercado como nosotros en no vernos privados de su trigo. No obstante, sobre el asunto de láS subsistencias hay un punto que merece una atención más especial. Muchos países de Europa acostumbran suspender sus exportaciones de alimentos cuando escasean o temen que escaseen en el país. ¿Es esta una buena política? No cabe duda que en el estado actual de la moral internacional no puede censurarse a un pueblo, como tampoco a un individuo, que no se deja morir de hambre por alimentar a otras gentes. Pero si lo que se persiguiera en las máximas de conducta internacional fuera el mayor bien posible para el conjunto de la humanidad, no cabe duda que condenarían esa ruindad colectiva. Supongamos que en las circunstancias ordinarias fuera completamente libre el comercio de alimentos, de modo que el precio de los mismos en un país no excedería habitualmente del que tuviera en otro más que en el costo del transporte y una ganancia moderada para el importador, y supongamos que se produce una escasez general qua afecta a todos los países, pero en grado desigual. Si en un país subiera el precio más que en los demás, sería una prueba de que en ese país era mayor la escasez, y que permitiendo que fueran alimentos de otros países a ése, dejarían de emplearse en aliviar una necesidad para remediar otra más urgente. Así, pues, cuando se tienen en cuenta los intereses de todos los países es de desear la libre exportación. Para el país exportador considerado por separado, tal vez sea, al menos en esta ocasión especial, un inconveniente; pero si se tiene en cuenta que el país que ahora da, quizás en alguna otra ocasión futura sea el que reciba y el que se beneficie de la libertad de exportación, no puedo por menos de pensar que incluso a los que más temen los motines debidos a la escasez de alimentos pudiera parecerles evidente que en tales casos ellos deben hacer a los demás lo que quisieran que se les hiciera a ellos.

En países en los que la teoría proteccionista está en decadencia (1848), pero aún no se ha abandonado, como los Estados Unidos, ha aparecido otra doctrina que es una especie de compromiso entre la libertad de comercio y la restricción, a saber, que la protección por sí misma es inadecuada, pero que no hay nada que censurar en el hecho de tener tanta protección como puede resultar de unas tarifas cuya única finalidad es obtener ingresos para el erario público. Incluso en Inglaterra se expresa algunas veces el pesar de que no se conservara un derecho de entrada moderado sobre el trigo, teniendo en cuenta los ingresos que produciría. No obstante, independientemente de lo imprudente que es gravar las cosas necesarias para la vida, esta doctrina no tiene en cuenta el hecho de que los ingresos se perciben sólo sobre la cantidad importada, pero el impuesto se paga sobre toda la cantidad consumida. Hacer que el público pague mucho para que la tesorería reciba poco, no es una manera muy conveniente de obtener ingresos. En el caso de los articulos manufacturados la doctrina entraña una contradicción palpable. La finalidad del impuesto como un medio de obtener ingresos es incompatible con la protección que pueda proporcionar incluso incidentalmente. Sólo puede actuar como una protección en la medida en que impide la importación, y en ese mismo grado no proporciona ingresos. El único caso en el cual pueden defenderse los derechos protectores basándose en principios de la economía política, es cuando se imponen temporalmente (sobre todo en una nación joven y progresista) esperando poder naturalizar una industria extranjera que es de por sí adaptable a las circunstancias del país. Con frecuencia, la superioridad de un país sobre otro en una rama de la producción se debe tan sólo al hecho de haber empezado antes. Puede no existir ninguna ventaja inherente de una parte, ni desventaja de la otra, sino sólo la superioridad actual de la habilidad y la experiencia adquiridas. Un país que tiene aún que adquirir esta habilidad y esta experiencia, puede, en otros aspectos, adaptarse mejor a la producción en cuestión que otros que se dedicaran a ella antes; y además, según ha observado con acierto Mr. Rae, no hay nada que tienda tanto a fomentar los perfeccionamientos en cualquier rama de la producción como el ensayarla en condiciones nuevas. Pero no puede esperarse que los particulares introduzcan, a sus propios riesgos, o mejor exponiéndose a pérdidas seguras, una nueva manufactura, y soporten la carga de llevarla adelante hasta que los productores hayan adquirido el nivel de conocimientos y de experiencia de aquellos que están de antiguo familiarizados con la misma. Un derecho protector, sostenido durante un tiempo razonable puede ser muchas veces la forma que presente menos inconvenientes para que la nación contribuya a sostener ese experimento. Pero es esencial que la protección se limite a aquellos casos en los cuales hay buenas razones para suponer que la industria a la que da medios de vida en sus primeros pasos, podrá prescindir de la protección después de algún tiempo; ni se debe nunca dejar esperar a los productores del país que la protección continuará más allá del tiempo necesario para que demuestren lo que son capaces de hacer.

El único escritor con alguna reputación como economista político que defiende aún (1865) la doctrina proteccionista, Mr. H. C. Carey, apoya su defensa desde un punto de vista económico sobre todo en dos razones. Una es la gran economía en el costo del transporte, que resulta de producir las mercancías en el lugar en el que se han de consumir o muy cerca. Mr. Carey considera que la totalidad de los gastos de transporte, tanto de las mercancías importadas como de las que se exportan a cambio de ellas, es una carga directa sobre los productores y no, como en realidad ocurre, sobre los consumidores. En quienquiera que recaiga es sin duda una carga sobre la industria del mundo. Pero es obvio (y que no lo vea Mr. Carey es una de las muchas cosas sorprendentes de su libro) que sólo se soporta esa carga a cambio de una ventaja más que equivalente. Si la mercancía se compra a un país extranjero con productos domésticos a pesar del doble gasto de transporte, el hecho prueba que por muy elevado que sea este gasto, está más que compensado por la economía en el costo de producción, y el trabajo colectivo del país está en conjunto mejor remunerado que si el artículo se produjera en éste. El costo de transporte es un derecho protector natural que la libertad de comercio no puede suprimir, y a menos que América gane más obteniendo sus manufacturas por medio de su trigo y su algodón de lo que pierde en gastos de transporte, el capital empleado en producir trigo y algodón en cantidad cada vez mayor para los mercados extranjeros se emplearía en producir artículos manufacturados. Las ventajas naturales que acompañan a una forma de la actividad en la que hay que pagar menos gastos de transporte, pueden cuando más ser una justificación para una protección temporal y de carácter experimental. Como los gastos de producción son siempre mayores al principio, puede suceder que la producción en el país, aunque sea en realidad más ventajosa, puede no serlo efectivamente hasta después de un período durante el cual se pierda dinero, pérdida que no es de esperar que se avengan a soportar los especuladores privados para que sus sucesores se beneficien con su ruina. Por ello he admitido que en un país nuevo puede algunas veces ser económicamente defendible una protección temporal con la condición, sin embargo, de que se limite la duración de la misma y que se advierta desde luego que durante la última parte de su existencia vaya decreciendo gradualmente. Una protección temporal de esta naturaleza es muy semejante a la que concede una patente, y debe regirse por condiciones análogas.

El otro argumento que invoca Mr. Carey en apoyo de las ventajas económicas del proteccionismo se aplica tan sólo a los países cuyas exportaciones consisten en productos agrícolas. Alega Mr. Carey que al exportar estos productos, lo que en realidad envían fuera es su propio suelo ya que los consumidores lejanos no devuelven a la tierra del país, como lo harían los consumidores nacionales, los elementos fertilizantes que extraen de la misma. Este argumento merece alguna atención por el hecho de que descansa sobre una realidad física, realidad que sólo desde hace poco se ha podido comprender, pero que está destinada a ser un elemento importante para los hombres de Estado, como lo ha tenido que ser siempre para el destino de las naciones. Sin embargo; es asunto que nada tiene que ver con el proteccionismo. Es evidente, y no necesita por lo tanto ningún testimonio, que la inmensa producción de materias primas de América para su consumo en Europa, va agotando poco a poco el suelo de los Estados del este e incluso de los Estados más viejos del oeste, y que unos y otros son ya menos productivos que antes. Pero lo que ya he dicho con respecto al costo de transporte es aplicable también al costo de abonar las tierras. La libertad de comercio no obliga a América a exportar su trigo, y es evidente que dejaría de hacerlo si no le conviniera. Por consiguiente, así como no continuaría exportando materias primas e importando manufacturas más que mientras la economía de trabajo que realizara al hacerlo excediera de lo que le cuesta el transporte, así también cuando necesitara reemplazar en el suelo los elementos de fertilidad que había enviado fuera, importaría los abonos, si la economía en el costo de producción compensara con creces el costo del transporte junto con el de los abonos, y si no fuera así cesaría la exportación de trigo. Es evidente que una de esas dos cosas habría ya sucedido si no hubiera habido siempre a mano nuevas tierras cuya fertilidad aún no se ha agotado, cuyo cultivo le permite, con o sin peligro, aplazar la cuestión de los abonos. Tan pronto como deje de responder mejor económicamente la roturación de nuevos terrenos que abonar los viejos, América tendrá que convertirse en un país importador de abonos o cultivará trigo sólo para sí, sin derechos de protección, y hará dentro del país, como desea Mr. Carey, sus manufacturas y sus abonos (1).

Por esas razones obvias, considero que no son válidos en absoluto los argumentos económicos de Mr. Carey en favor del proteccionismo. No obstante, el punto de vista económico no es, ni mucho menos, el más importante de este caso. Los proteccionistas americanos razonan a veces bastante mal; pero sería una injusticia suponer que su credo proteccionista sólo descansa sobre un error económico. Muchos de entre ellos han dado su adhesión al proteccionismo más por razones de alto interés para la humanidad que por otras de carácter puramente económico. Mr. Carey y los que como él piensan, estiman que es una condición necesaria para el perfeccionamiento humano que abunden las ciudades; que los hombres combinen su trabajo por medio del intercambio, pero con sus vecinos cercanos, con gentes cuyas ocupaciones, capacidades y cultura mental sean diferentes de las suyas propias pero lo bastante próximas para que puedan mutuamente aguzar el ingenio y ampliar sus ideas, más bien que con gentes situadas al otro extremo de la tierra. Creen que una nación que se dedique por entero a una ocupación exclusiva o casi exclusiva, como la agricultura, no puede alcanzar un alto estado de civilización y cultura. Y en efecto hay una gran parte de verdad. Si esta dificultad puede vencerse, el pueblo de los Estados Unidos, con sus instituciones libres, su enseñanza generalizada y su prensa omnipotente, es el que puede hacerlo; pero el que sea o no factible es aún una incógnita. No obstante, en la medida en que pretende evitar la excesiva dispersión de la población, Mr. Wakefield ha indicado una manera mejor: modificar el sistema actual de disponer de las tierras aún no ocupadas, elevando el precio en lugar de bajarlo, o bien entregar las tierras gratuitamente, como se hace en gran medida desde que se aprobó la ley llamada de Homestead. Para cortar el nudo a la manera de Mr. Carey, por medio del proteccionismo, sería necesario proteger a Ohio y Michigan contra Massachusetts tanto como contra Inglaterra, pues las manufacturas de Nueva Inglaterra, como las de aquélla, no cumplen el desiderátum de llevar la población fabril a las puertas del agricultor del oeste. Boston y Nueva YorK no suplen las necesidades de las praderas del oeste mejor que Manchester, y tan difícil es devolver al suelo lo que se le quitó desde la una como desde la otra ciudad.

Sólo nos queda por examinar una parte del sistema proteccionista: su política por lo que respecta a las colonias y dependencias extranjeras, que consiste en obligarlas a comerciar tan sólo con el país dominador. Es evidente que un país que se asegura por ese medio una demanda extranjera suplementaria para sus mercancías, obtiene alguna ventaja en la distribución de las ganancias generales del comercio mundial. No obstante, puesto que hace que la actividad y el capital de la colonia se aparten de aquellos empleos que es evidente que son los más productivos, ya que son aquellos hacia los cuales tienden espontáneamente a fluir la actividad y el capital, en conjunto hay una pérdida de las fuerzas productivas del mundo, y la madre patria no gana tanto como hace perder a la colonia. Por consiguiente, si la madre patria se niega a conceder alguna reciprocidad de obligaciones, impone a la colonia un tributo indirecto mucho más opresivo y perjudicial que el directo. Pero si, con un espíritu más equitativo, se somete a restricciones correspondientes en beneficio de la colonia, el resultado final es sumamente ridículo: cada una de las partes pierde mucho para que la otra pueda ganar un poco.

2. Entre las intervenciones dañinas en el curso espontáneo de las transacciones industriales, se han de mencionar después del sistema de protección ciertas intervenciones en los contratos. Un ejemplo es el de las leyes sobre la usura. Estas tuvieron su origen en un prejuicio religioso contra el hecho de recibir interés por el dinero, que se derivó de esa fuente tan abundante de males para Europa: el intento de adaptar al cristianismo las doctrinas y los preceptos sacados de la ley judaíca. En los países mahometanos está terminantemente prohibido recibir intereses, y se observa el precepto con rigidez. Sismondi ha observado que una de las causas de la inferioridad industrial de las partes católicas de Europa, por comparación con las protestantes, es que la iglesia católica en la Edad Media dió su sanción a este mismo prejuicio, que subsiste, disminuído pero sin que haya llegado a desaparecer, dondequiera que se profesa esa religión. Allí donde la ley o los escrúpulos de conciencia impiden que se preste dinero con interés, se pierde para los fines productivos el capital que pertenece a personas que no se dedican a negocios, o sólo puede aplicarse en determinadas circustancias de parentesco personal o por medio de algún subterfugio. La actividad tiene así que limitarse al capital de los empresarios y a los que pueden obtener en préstamo de personas no obligadas por las mismas leyes o religión que ellas. En los países musulmanes los banqueros y negociantes en dinero son hindús, armenios o judíos.

En países más adelantados, las leyes no impiden ya recibir un interés por el dinero prestado, pero han intervenido en todas partes en la libre contratación entre el prestamista y el que recibe el dinero en préstamos, fijando un límite legal al tipo de interés y haciendo que el cobro de un interés superior al máximo que se ha fijado sea un delito penado. Esta restricción, aunque aprobada por Adam Smith, ha sido condenada por todas las personas instruídas después del ataque que sobre ellas hizo Bentham en sus Cartas sobre la usura, que aún pueden considerarse como lo mejor que se ha escrito sobre el asunto.

Los legisladores pueden decretar y mantener en vigor leyes sobre la usura por uno de estos dos motivos: con fines de carácter público, o por inquietarse por los intereses de las partes contratantes; en este último caso, sólo por el de una de las partes, la que toma el dinero prestado. Como una cuestión de política la idea se basa tal vez en la conveniencia para el público en general de que el interés sea bajo. No obstante, suponer que la ley puede hacer que el tipo de interés sea más bajo de lo que lo haría el juego espontáneo de la oferta y la demanda es desconocer en absoluto las causas que influyen en las transacciones comerciales. Si la libre competencia de los prestatarios hiciera subir el interés al seis por ciento, esto prueba que al cinco por ciento hay más demanda de préstamos que capital en el mercado. Si en esas circunstancias la ley no permite un interés superior al cinco por ciento, habrá algunos prestamistas que, acatando la ley y no estando en situación de emplear su capital de otra manera, se contentarán con el tipo legal; pero otros, viendo que por medios distintos podrán obtener de su capital alguna ganancia superior a aquella que la ley autoriza prestándolo, no lo prestarán en modo alguno, y el capital disponible para préstamos, que era ya demasiado reducido, se reducirá aún más. De entre candidatos que no han podido conseguir el dinero en préstamo habrá muchos que necesitarán obtener el dinero a toda costa, y esos recurrirán a una tercera clase de prestamistas que estaán dispuestos a burlar la ley, ya sea por medio de una transacción tortuosa y más o menos fraudulenta, ya confiándose al honor del que recibe el dinero. Los gastos extraordinarios anexos al procedimiento tortuoso empleado y el equivalente al riesgo de la falta de pago y de los castigos legales, tiene que pagarlos el que recibe el dinero por encima del interés suplementario que se le hubiera exigido por efecto del estado general del mercado. Las leyes que se imaginaron con la idea de reducir el precio pagado por el dinero, hace al fin que aquél aumente. Esas leyes tienen además una tendencia francamente desmoralizadora. Dándose cuenta de la dificultad de descubrir una transacción pecuniaria ilegal hecha entre dos personas, en la cual no ha intervenido un tercero, mientras ambas partes contratantes tengan interés en mantener el secreto, los legisladores han adoptado el expediente de tentar al que tomó el dinero para que se convierta en informante, haciendo que una parte del castigo sea la anulación de la deuda, recompensando así al que ha empezado por obtener el dinero de otro con falsas promesas, se ha negado después a pagar y ha terminado haciendo recaer el castigo legal sobre el que le ayudó en su necesidad. El sentido moral de la humanidad cubre de infamia con justicia a los que recurren a esos procedimientos. Pero la misma severidad de la opinión pública hace que sea tan difícil la aplicación de la ley, y la imposición de los castigos correspondientes tan rara, que cuando en realidad ocurre no hace más que victimar a un individuo. y no surte efecto sobre la práctica general.

Si se supone que el motivo de la restricción no es el interés público, sino la consideración por los intereses del prestatario, sería difícil encontrar un caso en el cual la ternura del legislador estuviera peor empleada. Una persona sana de espíritu y que cuente ya la edad suficiente para poder disponer legalmente sus propios asuntos, tiene que suponerse capacitada para salvaguardar sus propios intereses pecuniarios. Si puede vender una propiedad o hacer un arriendo o transferir todos sus bienes sin control legal alguno, parece bien innecesario que el único contrato que no puede hacer sin que la ley intervenga sea un préstamo de dinero. La ley parece creer que el prestamista, como trata con personas necesitadas, puede aprovecharse de sus necesidades y arrancar condiciones sólo limitadas por su capricho. Tal vez fuera así si sólo hubiera un prestamista al alcance del necesitado. Pero cuando puede recurrirse a todos los financieros de una comunidad rica, ningún prestatario está en situación desventajosa por el hecho de que le urja obtenerlo. Si no puede obtener el dinero al interés que pagan los demás, tiene que ser porque no pueda ofrecer tan buena garantía, y la competencia limitará la demanda suplementaria a un equivalente apropiado al riesgo de que sea insolvente. Aunque la ley pretende favorecer al prestatario, en este caso es sobre todo injusta con él. ¿Qué puede haber de más injusto que el que se impida a una persona que no puede ofrecer una buena garantía obtener dinero de otra que está dispuesta a prestárselo, no permitiendo a ésta que reciba el tipo de interés que sería un justo equivalente por el riesgo que corre? Por un mal entendido favor de la ley, tiene que quedarse sin el dinero que le es tal vez indispensable para evitar pérdidas mucho mayores o se ve reducido a recurrir a expedientes mucho más ruinosos, que la ley no ha podido prohibir.

Adam Smith, con alguna precipitación, expresó la opinión de que sólo dos clases de personas podían precisar tomar dinero prestado con interés superior al legal: los pródigos y los proyectistas. Debería haber incluído a todas aquellas personas que tropiezan con dificultades pecuniarias, por pasajeras que sean sus necesidades. Cualquiera persona de negocios puede verse falta de los recursos con los cuales contaba para hacer frente a algún compromiso, cuya falta de cumplimiento en una fecha determinada puede ocasionarle la ruina. En épocas de dificultades comerciales, ésta es la situación de muchas casas comerciales muy prósperas, las cuales se convierten en competidores por la pequeña cantidad disponible de capital de que, en momentos de desconfianza general, sus dueños están dispuestos a desprenderse. Cuando aún estaban en vigor las leyes inglesas sobre la usura, por fortuna hoy abolidas, las limitaciones que imponían esas leyes se sentían como una agravación muy seria de todas las crisis comerciales. Comerciantes que hubieran podido obtener la ayuda que necesitaban con un interés de un siete o un ocho por ciento para períodos breves, se veían obligados a dar el 20 ó el 30 por ciento, o bien tenían que recurrir a la venta forzosa de géneros con una pérdida aún mayor. Habiendo impuesto la experiencia estos males a la atención del parlamento, se llegó a esa clase de compromiso que tanto abunda en la legislación inglesa y que tanto contribuye a hacer de nuestras leyes políticas la masa de inconsecuencias que es en realidad. Se reformó la ley como una persona reforma el zapato que le aprieta: hace un agujero allí donde más le aprieta y continúa usándolo. Conservando el principio erróneo como una regla general, el parlamento permitió una excepción en aquel caso en que el daño era más evidente. Dejó en vigor las leyes sobre la usura, pero eximió las letras de cambio cuyo plazo no fuera superior a tres meses. Algunos años después se anularon esas leyes con respecto a todos los contratos, excepto los referentes a la tierra, sobre los cuales continuaron en vigor. No pudo darse la más mínima razón para hacer esta distinción extraordinaria; pero los terratenientes estimaban que el interés en las hipotecas, aunque casi nunca llegaba al que la ley autorizaba, rebasaría a éste; y se mantuvieron las leyes sobre la usura para que los terratenientes pudieran, según ellos creían, tomar dinero prestado a un tipo de interés inferior al del mercado, de la misma manera que se mantuvieron las leyes de granos para que esa misma clase pudiera vender su trigo a un precio superior al del mercado. La modestia de la pretensión era digna de la inteligencia que podía creer que tales medios servirían para alcanzar el fin propuesto.

Por lo que respecta a los pródigos y proyectistas de Adam Smith, ninguna ley puede impedir a un pródigo que se arruine, a menos que lo incapacite para regirse a sí mismo y a su propiedad, según la práctica injustificable de la ley romana y de algunos sistemas del continente basados en ella. El único efecto que producen las leyes contra la usura sobre un pródigo es hacer que se arruine más fácilmente, obligándole a recurrir a la clase más desacreditada de prestamistas y haciendo que las condiciones sean más onerosas a causa del riesgo adicional que la ley crea. Por lo que se refiere a los proyectistas (término que, en su sentido desfavorable, se aplica a toda persona que tiene un proyecto), esas leyes pueden impedir la realización de la empresa más prometedora, cuando ha sido planeada, como lo es por lo general, por una persona que no posee el capital necesario para llevarla a feliz término. Los capitalistas miraron con recelo al principio muchos de los perfeccionamientos más importantes que tuvieron que esperar durante largo tiempo hasta encontrar a alguien bastante atrevido para aventurarse por el camino desconocido; muchos años pasaron antes de que Stephenson pudiera convencer incluso al emprendedor público mercantil de Liverpool y Manchester de las ventajas que tendría la sustitución de los caminos de peaje por ferrocarriles, y proyectos en los cuales se han gastado mucho trabajo y grandes sumas de dinero con poco resultado visible (época de su progreso en la cual abundan más las predicciones de fracaso) pueden suspenderse indefinidamente o abandonarse por completo, con pérdida de todo lo desembolsado, si, cuando se han agotado los primeros fondos, la ley no permite que se obtengan más en las condiciones en las cuales la gente está dispuesta a correr los riesgos de una empresa cuyo éxito aún no es seguro.



Notas

(1) A esto replicaría Mr. Carey (en realidad ha replicado ya así por adelantado) que de todas las mercancías, el estiércol es la menos susceptible de llevarse a grandes distancias. Esto es cierto por lo que se refiere a las aguas negras y al estiércol de establo, pero no lo es por lo que respecta a los ingredientes a los cuales deben su eficacia esos abonos. Estos, por el contrario, son casi siempre sustancias que contienen un gran poder fertilizante en un volumen reducido; sustancias de las cuales el cuerpo humano sólo precisa pequeñas cantidades y por ello muy susceptibles de importarse; los álcalis minerales y los fosfatos. En realidad se trata más bien de los fosfatos, pues, de los álcalis, la sosa puede obtenerse en todas partes, en tanto que la potasa siendo uno de los constituyentes del granito y de otras rocas feldespáticas, existe en muchos subsuelos, por cuya descomposición progresiva se renueva, yendo a parar también una buena cantidad a los depósitos de los ríos. Por lo que respecta a los fosfatos, éstos, bajo la forma muy conveniente de huesos pulverizados, forman un artículo corriente de comercio del que se importan grandes cantidades en Inglaterra, y lo propio sucede en los demás paises en los que la situación de la industria hace que merezca la pena pagar su precio.

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