Índice de Sobre la influencia del gobierno de John Stuart MillCapítulo VIIICapítulo IX (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO

CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO ANTERIOR

Primera parte

1. Habiéndonos ocupado hasta ahora de los efectos que producen las buenas cualidades o los defectos de un sistema legal, vamos a examinar en adelante los que provienen del carácter especial de ciertas partes del mismo. Como es preciso escoger, me limitaré a unos cuantos de los problemas principales. Desde el punto de vista económico las leyes civiles de mayor importancia de un país (después de las que fijan el status del trabajador como esclavo, siervo o libre) son las que se refieren a la herencia y a los contratos. De las leyes que se relacionan con estos últimos, ningunas son más importantes, desde el punto de vista económico, que las que se refieren a las sociedades y a la insolvencia. Y sucede que hay razones muy justas para condenar algunas de las leyes inglesas relacionadas con los tres puntos que acabamos de indicar.

Por lo que se refiere a la herencia, en un capítulo anterior he examinado los principios generales de la materia y he sugerido, dejando a un lado todo prejuicio, las mejores disposiciones que a juicio mío podria adoptar la ley. Como regla general, la libertad de testar, pero con dos limitaciones: primera, que si existen descendientes que, siendo incapaces de valerse por sí mismos serían una carga para el Estado, debe reservarse en su provecho el equivalente de lo que el Estado les daría; y segunda, que no debería permitirse a nadie adquirir por herencia más de lo necesario para vivir con moderada independencia. En caso de abintestato, toda la propiedad debe pasar a poder del Estado: el cual deberia estar obligado a proveer de manera justa y razonable para los descendientes en la forma en que lo hubiera hecho la persona difunta, teniendo en cuenta las circunstancias, las capacidades y la educación de aquéllos. No obstante, es probable que las leyes que regulan la herencia tengan aún que pasar por varias etapas de perfeccionamiento antes de que se tomen en consideración ideas tan alejadas de la manera actual de pensar; y como entre las formas admitidas para fijar la sucesión de la propiedad, unas tienen que ser mejores y otras peores, es preciso examinar cuál de entre ellas merece la preferencia. Recomendada, pues, como forma intermedia, que se extendiera a toda clase de propiedad la presente ley inglesa de la herencia tal como actúa sobre la propiedad personal (libertad de disposición, y en caso de abintestato, división por igual), excepto que no se debería reconocer ningún derecho a los parientes colaterales, y que debe pasar al Estado la propiedad de aquellos que no tienen descendientes ni ascendientes y no hacen testamento.

Las leyes de las naciones existentes se desvían de esas máximas de dos meneras opuestas. En Inglaterra y en la mayor parte de los países en cuyas leyes aún se deja sentir la influencia del feudalismo, uno de los fines que se persigue con respecto a la tierra y demás propiedad inmueble es mantenerla unida en grandes masas: por ello, en casos de abintestato, aquélla pasa por regla general (pues la costumbre local en algunos sitios es distinta) exclusivamente al hijo mayor. Y aun cuando la regla de la primogenitura no obliga a los testadores, los cuales en Inglaterra pueden nominalmente disponer de sus bienes en la forma que mejor les parezca, cualquier propietario puede ejercer esta facultad de tal manera que prive de ella a su sucesor inmediato, vinculando la propiedad a una línea particular de sus descendientes; lo cual, además de impedir que pase por herencia en forma distinta de la prescrita, entraña la consecuencia incidental de hacer imposible su venta, ya que como cada propietario sucesivo no tiene más que un interés de por vida en la propiedad, no puede enajenarla por un periodo de tiempo mayor que la duración de su vida. En otros países, como Francia, la ley obliga, por el contrario, a la división de las herencias, no sólo distribuyendo la propiedad, en caso de abintestato, en partes iguales entre los hijos o (si no existen los hijos) entre los parientes del mismo grado, sino también no reconociendo ningún derecho a legar o hacer mandas o reconociéndolo sólo sobre una porción limitada de la propiedad, estando sujeto el resto a la división obligatoria en partes iguales.

Yo creo que ninguno de esos dos sistemas se introdujo o se mantiene quizás, en los países en los cuales existe, por consideraciones de justicia o por las consecuencias económicas que se previeran, sino principalmente por motivos de carácter político: en el primer caso, para mantener grandes fortunas hereditarias y una aristocracia terrateniente: en el otro, para hacerla desaparecer e impedir su resurrección. Creo que el primero de estos objetivos, como un designio de la política nacional, es eminentemente indeseable; por lo que repecta al segundo, ya he indicado cuál es el medio que me parece mejor para alcanzarlo. No obstante, los méritos o los inconvenientes de cada uno de esos objetivos pertenecen a la ciencia general de la política y no a la sección limitada de la misma de que aquí nos ocupamos. Cada uno de esos dos sistemas es un medio real y efectivo para alcanzar la finalidad que se persigue en cada caso; pero me parece que cada uno de ellos alcanza el fin que se propone a costa de muchos males.

2. En favor de la primogenitura se alegan dos razones de carácter económico. Una es el estímulo que se da a la actividad y a la ambición de los hijos más jóvenes, dejando que labren por sí mismos su fortuna. El Dr. Johnson expuso este argumento, con más fuerza que finura para la aristocracia hereditaria, cuando dijo, en apoyo de la primogenitura, que hace que no haya más que un tonto en la familia. Es curioso que sea precisamente un defensor de las instituciones aristocráticas el que afirme que el heredar una fortuna que haga innecesario todo esfuerzo es casi siempre fatal para la actividad y el vigor del espíritu; no obstante, en el estado actual de la educación puede decirse, concediendo un cierto margen a la exageración, que la sentencia del Dr. Johnson es correcta. Pero cualquiera que sea la fuerza que hayamos de atribuir al argumento en cuestión, es evidente que apoya el mío de limitar tanto al primogénito como a los demás hijos, la cantidad de bienes que puedan heredar y evitar así que exista el tonto que el Dr. Johson estaba dispuesto a tolerar. Si las riquezas que no se han ganado por sí mismo son tan perniciosas para el carácter, no se ve claro por qué, para alejar el veneno de los miembros más jóvenes de la familia, no se encuentra otro medio que el de unir las partes separadas y administrarlas en la dosis más grande posible a una sola víctima previamente seleccionada. No es creíble que se inflija este daño al hijo mayor por no saber qué hacer con una fortuna cuantiosa.

No obstante, algunos escritores consideran que el efecto estimulante de la primogenitura sobre la actividad depende tanto de la pobreza de los hijos más jóvenes como del contraste entre su pobreza y la riqueza del mayor, creyendo por lo visto que es indispensable para la actividad y la energía de la colmena que haya de vez en cuando algún enorme zángano que haga ver bien a las laboriosas abejas todas las ventajas de la miel. Mr. McCulloch, refiriéndose a los hijos más jóvenes, dice: Su inferioridad en punto a riquezas y su deseo de salir de esta situación de inferioridad y de alcanzar el mismo nivel que sus hermanos mayores, les comunica una energía y un vigor que de otra manera no sentirían. Pero la utilidad de conservar grandes propiedades y evitar su disgregación por el reparto entre todos los hijos, no se limita a la influencia que ejerce sobre los hijos más j6venes de sus propietarios. Eleva universalmente la competencia y da nueva fuerza a los resortes que ponen en movimiento la actividad. La forma de vida de los grandes terratenientes es la que todos desearían poder gozar; y sus hábitos de lujo y dispendio, aunque algunas veces sean perjudiciales para ellos mismos, actúan como un incentivo poderoso para la ingeniosidad y la iniciativa de las demás clases, que nunca estiman su fortuna suficiente, mientras no les permita emular el esplendor de los más ricos terratenientes; de modo que la costumbre del mayorazgo parece hacer que todas las clases sean más industriosas y aumentar al mismo tiempo la masa de la riqueza y el volumen de los placeres (1).

A mi modo de ver la parte de verdad, casi no puede decirse contenida en esas observaciones, sino que éstas recuerdan, consiste en que una situaci6n en la cual todas las fortunas fueran iguales no sería favorable para estimular los esfuerzos tendientes a aumentar la riqueza. Por lo que se refiere a la masa, es cierto que, tanto por lo que concierne a la riqueza como a casi todas las demás distinciones -talento, conocimientos, virtudes- aquellos que tienen ya o creen tener tanto como sus vecinos, rara vez se esforzarán por adquirir más. Pero no se deduce de ello que sea necesario que la sociedad provea un grupo de personas con grandes fortunas que cumplan con el deber social de exhibirse para que los pobres que tienen aspiraciones los contemplen con envidia y admiración. Tan bien y aún mucho mejor responden a este mismo fin las fortunas que algunas personas adquieren por sí mismas, ya que una persona se siente estimulada con mucha más fuerza por el ejemplo de alguien que ha ganado una gran fortuna, que por la simple contemplación de una que no hace más que poseerla; y el primero es por necesidad un ejemplo de frugalidad, de prudencia y de actividad, mientras que el segundo lo que da con más frecuencia es el ejemplo de gastar sin moderación, que se extiende, con efectos perniciosos, a esas mismas clases en las cuales se supone que la contemplación de las riquezas produce un efecto tan beneficioso, a saber: aquellos a quienes su debilidad y gusto por la ostentación hace que el esplendor de los terratenientes más ricos les atraiga con mayor fuerza. En América hay pocas o ninguna fortuna hereditaria; no obstante, la actividad y el afán de acumulación no están muy atrasados que digamos en esa parte del mundo. Cuando un país ha entrado por la vía industrial, que es la principal ocupación del mundo moderno, como lo era la guerra en el medieval y en el antiguo, el deseo de adquirir grandes riquezas por la propia actividad no necesita ningún estímulo ficticio; las ventajas inherentes a la riqueza y el carácter que se les da como prueba para medir el talento y el éxito en la vida, aseguran con amplitud que se seguirán persiguiendo con suficiente intensidad y celo. Y por lo que se refiere a la cuestión mucho más profunda: que es de desear la difusión de la riqueza y no su concentración y que el estado más saludable de la sociedad no es aquel en el cual unos cuantos poseen inmensas fortunas que los demás envidian, sino aquel en el cual el mayor número posible posee y se contenta con un modesto bienestar que todos pueden esperar adquirir, me refiero aquí a ella sólo para poner de manifiesto cuán diferente es la manera de pensar de los que defienden la primogenitura, de la que parcialmente se expone en este tratado.

El otro argumento económico en favor de la primogenitura se refiere de manera especial a la propiedad territorial. Se afirma que la costumbre de dividir las herencias por igual o en forma que se aproxima a la igualdad entre los hijos, fomenta la subdivisión de la tierra en proporciones demasiado pequeñas para que se puedan cultivar con provecho. Este argumento, que se produce eternamente, se ha refutado una y otra vez por escritores ingleses y continentales. Parte de un supuesto que está en completo desacuerdo con aquel otro sobre el cual se basan todos los teoremas de la economía política. Supone que la humanidad en general actuará casi siempre en una forma opuesta a sus intereses pecuniarios obvios e inmediatos. Pues la división de la herencia no implica por necesidad la división de la tierra, la cual puede poserse en común, como es frecuente en Francia y en Bélgica; puede pasar a propiedad de uno de los coherederos, el cual se encarga de las partes de los demás por vía de hipoteca, o pueden vender de una vez toda la propiedad y repartir el producto. Cuando la división de la tierra hiciera disminuir la productividad de la misma, interesa a los herederos adoptar alguno de esos arreglos. Suponiendo, sin embargo, lo que el argumento da por supuesto -que ya sea por dificultades legales, ya por su propia estupidez y barbarie, los herederos no obedecieran los dictados de su propio interés, sino que insistieran en dividir la tierra en parcelas iguales-, esto sería una objeción para una ley tal como la que existe en Francia, que obliga a la división, pero no puede ser una razón para disuadir a los testadores de ejercer su derecho a legar de conformidad con la regla de igualdad, ya que siempre podrían disponer que la división de la herencia se realizara sin llegar a la división de tierra. En otro lugar hemos demostrado que las tentativas hechas por los defensores del mayorazgo de hacer servir los hechos en contra de la costumbre de dividir la herencia por igual, han fracasado también. En todos los países, o partes de países, en los cuales la división de las herencias va acompañada de pequeñas propiedades, es porque las pequeñas parcelas son el sistema general del país, incluso dentro de las grandes propiedades de los terratenientes.

A menos que pueda invocarse a favor de la primogenitura una gran utilidad social, se halla suficientemente condenada por los principios generales de la justicia, ya que establece una distinción fundamental en el trato acordado a diversas personas, basada en un mero accidente. No es, pues, necesario invocar ninguna razón de carácter económico en contra de la primogenitura. No obstante, existe una, y de gran peso. Un efecto natural de la primogenitura es el de hacer de los terratenientes una clase necesitada. El objeto de la institución o costumbre, es mantener la tierra reunida en grandes masas, finalidad que consigue por lo general; pero el propietario legal de una gran propiedad territorial no es por necesidad el dueño, bona fide, de todo el ingreso que la misma produce. Una parte de ella se ha de dedicar al sostenimiento de los hermanos menores. Y con gran frecuencia se halla sobrecargada con las sucesivas hipotecas que han originado los gastos imprudentes de los propietarios. Los grandes terratenientes son por regla general imprevisores y gastan con exceso; gastan todos sus ingresos cuando éstos son mayores y si cualquier cambio de las circunstancias hace disminuir sus recursos, pasa bastante tiempo antes de que se decidan a reducir su tren de vida. En otras clases de la sociedad los que despilfarran su dinero se arruinan y dejan de formar parte de esa clase social; pero el terrateniente derrochador se aferra a su tierra, incluso cuando ya no hace otra cosa que recibir las rentas para entregarlas íntegras a sus acreedores. El mismo deseo de mantener el esplendor de la familia, que da origen a la costumbre de la primogenitura, hace que el propietario no esté dispuesto a vender una parte de sus tierras para librar el resto de toda carga; sus medios aparentes son, por lo general, mayores que sus medios efectivos y se halla constantemente sujeto a la tentación de proporcionar sus gastos a aquéllos más bien que a éstos. A causas como esas se debe que en la mayoría de los países de grandes propietarios, casi todas las grandes propiedades estén fuertemente hipotecadas, y en lugar de poder disponer de algún capital para mejorar sus tierras, precisan todo el incremento de valor de la tierra, que proviene del rápido aumento de la riqueza y la población del país, para impedir que la clase se empobrezca.

3. Para evitar este emprobrecimiento se recurrió al artificio de vincular la propiedad, fijando de manera irrevocable el orden de sucesión, y como cada propietario sólo tenía un interés de por vida en la propiedad no podía gravar a sus sucesores. Pasando, pues, la tierra, libre de toda deuda, a la posesión del heredero, la familia no podía arruinarse por la imprevisión de su actual representante. Los males económicos que se derivaron de esta disposición fueron en parte de la misma naturaleza, en parte distintos, pero en conjunto mayores que los que se derivaban de la primogenitura pura y simple. El posesor no podía ya arruinar a sus sucesores, pero podía arruinarse a sí mismo; no era más probable que en el otro caso que dispusiera de los medios precisos para mejorar sus tierras, mientras que, aun cuando los tuviera, había aún menos probabilidades de que los empleara para ese fin, puesto que la ganancia que resultara sería para una persona que por la vinculación de la propiedad era independiente de él, y es probable que tuviera hijos menores a los que atender, en cuyo provecho no podría ahora gravar la propiedad. Incapacitado para mejorar la propiedad, tampoco podría venderla a alguien que pudiera hacerlo, ya que la vinculación hace imposible la venta. En general se le ha impedido también hacer arrendamientos por períodos de tiempo que excedan de su propia vida, pues -dice Blockstone- si se hubieran podido hacer esos arrendamientos, entonces, al amparo de arrendamientos largos hubiera sido prácticamente posible desheredar a los descendientes; y en la Gran Bretaña ha sido preciso que la ley antigua mitigara el rigor de estas disposiciones, para que permitiera hacer arrendamientos a largo plazo o realizar a expensas de la propiedad las mejoras que se estimaran precisas. Puede añadirse que el heredero de la propiedad vinculada tiene probabilidades más que ordinarias de convertirse en un holgazán, un derrochador y un libertino, ya que está seguro de que más tarde o más temprano llegará a heredar la propiedad familiar, por muy indigno de ello que sea.

En Inglaterra la ley limita más la facultad de vinculación que en Escocia y en casi todos los países en los cuales existe. Un terrateniente puede asignar su propiedad a cualquier número de personas sucesivamente entre las que viven y a una aún no nacida, al llegar la cual a los veintiún años expira el vínculo y adquiere la propiedad absoluta de la tierra. De esta manera puede trasmitirse una propiedad a un hijo o a un hijo y un nieto, que viven cuando se extiende la escritura y a un hijo aún no nacido del nieto. Se ha sostenido que la facultad de vincular la propiedad en esta forma no es lo bastante extensa para que cause daños; sin embargo, la realidad es que éstos son mayores de lo que a primera vista parece. Es raro que expire la vinculación; al llegar a la edad apropiada, el primer heredero de la propiedad se une al poseedor actual para asignar a su vez la propiedad a otra persona aún no nacida, de manera que se prolongue la situación. La consecuencia es la rareza de que las grandes propiedades se hallen libres durante mucho tiempo de las restricciones de una vinculación estricta, si bien, al menos desde un punto de vista, el daño se mitiga por el hecho de que antes de renovar el vínculo por una generación más, se le carga con lo necesario para proveer al porvenir de los hijos menores.

Desde un punto de vista económico, el mejor sistema de propiedad de la tierra es aquel en el cual ésta es objeto de comercio con la mayor libertad posible, pudiendo pasar de una mano a otra con rapidez siempre que se encuentre un comprador que esté dispuesto a ofrecer por ella un valor superior al que representa el ingreso que de la misma obtiene su actual posesor. Claro está que esto sólo se aplica a la tierra que se emplea para fines productivos y que se posee sólo en consideración al ingreso que proporciona, y no a la tierra con finalidades ornamentales, que en lugar de producir ganancias lo que hace es ocasionar gastos. Todo aquello que facilita la venta de la tierra tiende a hacerla más productiva para la comunidad en general; todo lo que impide o restringe su venta, disminuye su utilidad. Ahora bien, tanto la vinculación como la primogenitura producen este último efecto. El deseo de mantener unida la tierra en grandes masas, por motivos distintos del de aumentar su productividad, impide con frecuencia cambios y enajenaciones que aumentarían su eficacia como instrumento de producción.

4. Por otro lado, una ley que, como la francesa, restringe la facultad de legar entre límites muy estrechos y obliga a dividir por igual entre los hijos toda o la mayor parte de la propiedad, me parece también muy censurable, aunque por distintas razones. La única razón para reconocer a los hijos el derecho a algo más de lo que les permita empezar a vivir por su cuenta y labrarse un porvenir, se basa en el deseo expreso a tácito del padre cuyo derecho a disponer de lo que es suyo no puede menguarse por las pretensiones que otros tengan sobre lo que no les pertenece. Controlar la legítima libertad de donar que tiene el dueño, creando en los hijos un derecho legal superior a aquél, no es otra cosa que postergar un derecho efectivo para favorecer otro imaginario. A esta objeción que se hace a la ley, de gran importancia, se pueden añadir otras muchas, más secundarias. Por muy de desear que sea que los padres traten a sus hijos con imparcialidad y no conviertan al mayor en una especie de favorito, la división imparcial es siempre sinónima de división por igual. Algunos hijos pueden ser menos capaces que los otros de valerse por sí mismos, sin que se les pueda atribuir la culpa de ello; otros pueden contar ya con medios suficientes que no sean producto de sus propios esfuerzos, y, por consiguiente, la imparcialidad puede exigir que se observe, no la regla de la igualdad, sino la de la compensación. Incluso cuando el objetivo es la igualdad, existen algunas veces medios mejores para alcanzarla que las reglas inflexibles a las cuales tiene que ajustarse la ley. Si uno de los coherederos, por ser de naturaleza pendenciera y litigiosa, se aferra a sus derechos máximos, la ley no puede hacer un arreglo equitativo; no puede repartir la propiedad de la manera que parece más favorable para los intereses colectivos de todos los interesados; si existen varias parcelas de tierra y los herederos no pueden ponerse de acuerdo sobre el valor de las mismas, la ley no puede adjudicar una parcela a cada uno, sino que cada parcela tiene que dividirse o ponerse en venta; si existe una casa o un parque o un campo de recreo, que la subdivisión haría desaparecer como tal, tiene que venderse, haciendo quizás un gran sacrificio tanto pecuniario como afectivo. Pero lo que la ley no podía hacer, podía hacerlo el padre. Mediante la libertad de legar, podrían fijarse todos esos puntos con arreglo a la razón y los intereses generales de las personas interesadas; y podría observarse mejor el espíritu del principio de la división por igual, porque el testador no tenía que atenerse a la letra del mismo. Por último, no sería necesario, como lo es bajo el sistema obligatorio, que la ley intervenga con su autoridad en lo que concierne a los individuos, no sólo al ocurrir su muerte, sino durante su vida, para impedir las tentativas de los padres de frustrar los derechos legales de los herederos, con pretexto de regalos y otras formas de enajenación inter vivos.

En resumen: todos los dueños de bienes deben tener, creo yo, la facultad de disponer de todos ellos, pero no de fijar la persona que los ha de heredar después que mueran todos los que estaban vivos cuando se hizo el testamento. Bajo que restricciones debe permitirse que se legue propiedad a una persona de por vida, reversible a otra que ya vive, es una cuestión que atañe a la legislación y no a la economía política. Esos legados no serían un mayor obstáculo para la enajenación que lo es la propiedad pro-indiviso, ya que lo único que se precisaría para cualquier nuevo arreglo concerniente a la propiedad sería el consentimiento de personas existentes.

5. Del asunto de la herencia paso ahora al de los contratos, y entre éstos, al muy importante de las leyes de asociación. Para todos los que reconocen que la extensión del principio cooperativo en el sentido más amplio del término, es económicamente indispensable para la industria moderna, es evidente cuán grande es el mal y el bien que pueden acarrear dichas leyes y cuán importante es que éstas sean las mejores posibles. Siendo necesario para el progreso moderno que muchas ocupaciones industriales se realicen con capitales cada vez mayores, todo aquello que impida o entrabe la formación de grandes capitales por la agregación de otros más pequeños, hará que sea menor la capacidad productiva de la industria. En la mayor parte de los países no abundan los capitales de la magnitud necesaria en poder de una sola persona y abundarían aún menos si las leyes favorecieran la difusión de la propiedad en lugar de su concentración, mientras que, por otro lado, no es deseable que todos esos procedimientos perfeccionados y esos medios que tanto contribuyen a aumentar la eficiencia de la economía en la producción y que dependen de la posesión de grandes fondos, sean el monopolio de unas cuantas personas ricas, por efecto de las dificultades con que tropiecen las personas que sólo disponen de pocos medios para asociar sus capitales. Por último, he de insistir en mi convicción de que la economía industrial que divide la sociedad en dos partes, la integrada por los que pagan salarios y la formada por quienes los reciben, contándose los primeros por millares y los segundos por millones, no puede ni debe durar indefinidamente; y la posibilidad de cambiar este sistema por otro de combinación sin dependencia, que represente la unidad de intereses en lugar de la hostilidad organizada, depende por completo de los futuros desarrollos del principio de asociación.

No obstante, casi no existe ningún país cuyas leyes no pongan grandes obstáculos, en algunos casos intencionadamente, a la formación de sociedades numerosas. En Inglaterra es ya de por sí un serio obstáculo el hecho de que sólo el Tribunal de la Cancillería pueda intervenir en los casos de litigio entre asociados, lo que con frecuencia es peor que pasarse sin el amparo de la ley, ya que si uno cualquiera de los asociados es deshonesto o litigioso, puede enredar a los demás a su capricho en los gastos, las molestias y las ansiedades que acompañan inevitablemente a los litigios en la Cancillería, sin que por otra parte tengan la facultad de librarse de todas esas calamidades disolviendo la sociedad (2). Además de esto, hasta hace poco, se precisaba una ley especial del parlamento para formar una sociedad anónima y para que ésta pudiera actuar con su propia personalidad jurídica. Por efecto de un estatuto aprobado hace unos cuantos años, ese requisito ya no es necesario; pero algunas personas competentes describen el tal estatuto como una masa de confusiones de la cual dicen que nunca jamás se infligió tal castigo a las personas que desean asociarse. Cuando un cierto número de personas, muchas o pocas, desean reunir sus fondos para una empresa común, sin exigir ningún privilegio ni la facultad de desposeer a nadie de algo que le pertenece, la ley no puede invocar ninguna razón plausible para poner dificultades a la realización de ese proyecto. Cumpliendo con unos cuantos formulismos de publicidad, cualquier grupo de personas debería tener la facultad de constituirse en una compañía anónima o en societé en nom collectif, sin necesidad de ningún permiso del parlamento ni de ningún funcionario público. Y puesto que una asociación de muchos socios tiene que ponerse por necesidad bajo la dirección de unos cuantos nada más, debería darse toda clase de facilidades a la sociedad para que ejerza el necesario control sobre esos pocos, tanto si son miembros de la sociedad como si son meros empleados asalariados; y a este respecto el sistema inglés se halla todavía a una lamentable distancia del ideal de la perfección.

6. Sin embargo, cualesquiera que sean las facilidades que conceda la ley inglesa a las sociedades formadas con arreglo a los principios ordinarios de asociación, existe un tipo de sociedad anónima cuya formación desaprobaba en absoluto hasta el año 1855 y que sólo podía constituirse por medio de una ley especial de la legislatura o de la corona. Me refiero a las asociaciones con responsabilidad limitada.

Las sociedades con responsabilidad limitada son de dos clases: en una es limitada la responsabilidad de todos los socios; en la otra sólo la de algunos. La primera es la societé anonyme de la ley francesa, que en Inglaterra, hasta hace poco, no tenía otro nombre que el de chartered company, por lo que se entiende una compañía por acciones cuyos accionistas, por una cédula de la Corona o por una disposición especial del parlamento, estaban exentos de toda responsabilidad por las deudas de la empresa más allá de lo que cada cual había suscrito. La otra clase de sociedad limitada es la de la ley francesa llamada en commandite; voy a hablar ahora de esta clase de sociedad, que no se reconoce todavía en Inglaterra y que es por lo tanto ilegal.

Si un cierto número de personas deciden asociarse para realizar cualquier operación de comercio o de industria, conviniendo entre ellos y anunciando a aquellos con quienes tratan que los miembros de la asociación no responderán más que hasta donde alcance el capital que han suscrito, ¿existe alguna razón para que la ley haga objeciones a esta manera de proceder y les imponga la responsabilidad ilimitada que ellos niegan? ¿En beneficio de quién? No de los socios mismos, pues es a éstos a los que beneficia y protege la limitación de la responsabilidad. Tiene que ser, por consiguiente, para favorecer a terceras personas; a saber, a aquellas que realicen transacciones con la sociedad en cuestión y con las cuales ésta pueda incurrir en deuda por una cantidad superior a la que se puede pagar con el capital suscrito. Pero nadie está obligado a tener tratos con la sociedad y menos aún a concederle crédito ilimitado. La clase de personas con las cuales esas sociedades realizan negocios son, por lo general, perfectamente capaces de cuidar de sí mismas, y no parece existir ninguna razón para que la ley se inquiete por sus intereses más de lo que se inquietan ellas, siempre que no se cometa ninguna falsedad y que sepan a qué atenerse acerca de las personas con quienes tratan. Está justificado que la ley exija a todas las sociedades por acciones con responsabilidad limitada, no sólo que esté pagado todo el capital suscrito o que se den garantías por su importe (si es que fuera necesario tal requisito habiendo una publicidad completa), sino también que las cuentas de la sociedad sean accesibles a todo el que lo desee y, si fuera necesario, que se publiquen de manera que todo el mundo pueda darse cuenta en cualquier momento del estado en que se encuentran los asuntos de la sociedad y cerciorarse de que subsiste intacto el capital que constituye la única garantía para el cumplimiento de los compromisos que contraiga, penando la falsedad de esas cuentas con castigos suficientes. Una vez que la ley ha permitido así a los particulares conocer todas las circunstancias que éstos deberán tener en cuenta al entrar en tratos con la sociedad, no parece que sea necesario intervenir en esta clase de transacciones más de lo que la ley interviene en cualquiera otra parte de los negocios privados de la vida.

La razón que generalmente se alega para esta intervención es qúe como los directores de una sociedad de responsabilidad limitada no arriesgan toda su fortuna en caso de pérdida, mientras que en caso de ganancia pueden beneficiarse mucho, pueden sentir la tentación de exponer los fondos de la sociedad a riesgos indebidos. Sin embargo, es cosa sabida que las sociedades de responsabilidad ilimitada, si tienen accionistas ricos, pueden obtener, incluso cuando se sabe que son muy atrevidas en sus transacciones, crédito indebido mucho más amplio que el que se concedería a compañías también arriesgadas, pero cuyos acreedores sólo podrían contar con el capital social para reembolsarse sus créditos. Cuál de los dos casos tenga mayores inconvenientes, es una cuestión que interesa más a los accionistas mismos que a terceras personas, ya que, si se asegura la publicidad, el capital de una sociedad de responsabilidad limitada no podría arriesgarse en transacciones ajenas al negocio que la sociedad realiza, sin que se supiera y fuera objeto de comentarios que afectarían al crédito del organismo en el mismo grado que las circunstancias justificaran. Si, a pesar de las seguridades que se dieran para la publicidad de cuentas, se viera en la práctica que las compañías, formadas bajo el principio de la responsabilidad ilimitada, se dirigían con mayor habilidad y prudencia, las compañías de responsabilidad limitada no podrían sostener la competencia de aquéllas y, por consiguiente, se formarían muy rara vez, a menos que la limitación de la responsabilidad fuera la única manera de poder reunir el capital necesario, y en este caso sería muy poco razonable decir que se debería impedir su formación.

Se ha de observar además que aunque, a igualdad de capital, una compañía de responsabilidad limitada ofrece algo menos de garantía a los que tratan con ella que otra en la cual cada uno de los accionistas responde con toda su fortuna, no obstante, aun la más débil de esas garantías es en algunos respectos mayor que la que puede ofrecer un capitalista individual. En este último caso hay la garantía que puede ofrecer el mismo basada en su ilimitada responsabilidad, pero no la que se deriva de la publicidad de las transacciones o de un capital desembolsado cuyo importe se conoce. M. Coquelin ha tratado muy bien este asunto en un artículo publicado en la Revue des Deux Mondes, en julio de 1843.

Mientras que los terceros que negocian con particulares -dice este escritor- casi nunca saben, excepto con aproximación y aún ésta muy vaga e incierta, cuál es la cuantía del capital con el que se responde del cumplimiento de los compromisos que aquél haya podido contraer, los que negocian con una societé anonyme pueden obtener completa información si la desean, y realizan sus operaciones con una sensación de confianza que no puede existir en el otro caso. Además, nada es más fácil para un negociante individual que ocultar la extensión de sus compromisos, ya que nadie más que él puede conocerlos. Incluso su empleado de confianza puede ignorarlos, ya que puede suceder que algunos de los préstamos que contrae sean de tal carácter que no sea preciso asentarlos en el diario. Es un secreto que sólo él conoce, que pocas veces se divulga y siempre con gran lentitud; un secreto que sólo se descubre cuando ya ha ocurrido la catástrofe. Por el contrario, la societé anonyme ni puede ni debe contraer ningún préstamo sin que el hecho lo conozca todo el mundo: directores, empleados, accionistas y el público. Sus operaciones participan, en ciertos aspectos, de la naturaleza de las de los gobiernos. La luz del día penetra en todas direcciones y no puede haber secretos para aquellos que desean informarse. Así, pues, en el caso de la societé anonyme se conoce todo lo que hace, su capital y sus deudas, mientras que en el caso del comerciante individual todo es incierto y desconocido. Y preguntaríamos al lector: ¿cuál de los dos ofrece aspecto más favorable o garantía más segura, en opinión de quienes negocian con ellos?

Además, valiéndose de la oscuridad que rodea sus asuntos, y que él contribuye a aumentar, el negociante privado puede, mientras sus negocios parecen marchar bien, producir, por lo que respecta a sus medios de fortuna, una impresión que exceda con mucho a la realidad, tratando así de establecer un crédito que sus medios no justifican. Cuando incurre en pérdidas y se ve amenazado de quiebra, el mundo ignora aún su situación y puede todavía contraer deudas que excedan con mucho a sus posibilidades de pago. Llega el día fatal y los acreedores se encuentran con que las deudas son mucho mayores de lo que creían, mientras los medios de pago son mucho menores. Y aun esto no es todo. La misma oscuridad que hasta ahora le ha servido tan bien para aparentar mayor capital y aumentar su crédito, le ofrece ahora la oportunidad de poner una parte de ese capital fuera del alcance de sus acreedores. Lo disminuye si no es que lo anula por completo. Lo esconde, y ni los remedios legales ni la actividad de los acreedores pueden hacerla salir de los rincones en los que se ha ocultado ... Nuestros lectores pueden determinar por sí mismos si estas estratagemas serían igualmente fáciles en el caso de la societé anonyme. No cabe duda que también son posibles, pero creo que han de estar de acuerdo conmigo en que por su origen, su organización y la publicidad que necesariamente acompaña a todos sus actos, disminuye mucho la probabilidad de estos incidentes.

Las leyes de casi todos los países, Inglaterra inclusive, han errado doblemente en lo que respecta a las sociedades por acciones. Mientras que por un lado han sospechado sin razón de tales sociedades, sobre todo de las de responsabilidad limitada, han descuidado por lo general la obligación de publicar todos los actos, que es la mejor garantía para el público contra cualquier peligro que pueda provenir de esta clase de asociaciones, garantía que se precisa asimismo en el caso de otras asociaciones que, como una excepción a su regla de conducta, han tolerado que existan. Aun en el caso del Banco de Inglaterra, que ostenta un monopolio concedido por el parlamento y ha tenido un control parcial sobre un asunto que tanto afecta al público como el del medio circulante, hasta hace muy pocos años no se le ha obligado a dar publicidad a sus operaciones; y al principio esta publicidad fue de un carácter muy incompleto, si bien ahora es suficiente para casi todos los fines prácticos.




Notas

(1) Principies of Political Economy. ed. 1843. p. 264. Este mismo asunto se trata con mucha más extensión en el tratado más reciente del mismo autor, On the Succession to Property vacant by Death.

(2) Mr. Cecil Fane, del Tribunal de Quiebras, en su declaración ante el Comité sobre la Ley de Sociedades, dice: Recuerdo que hace poco tiempo leí un informe escrito por dos eminentes procuradores, los cuales decían haber visto llegar a la Cancillería muchas cuentas de sociedades, pero que no sabían de ninguna que hubiera salido ... Muy pocas de las personas que estuvieron dispuestos a entrar en sociedades de esta clase (asociaciones cooperativas de obreros) tienen una idea de la verdad, a saber, que la decisión de cuestiones que surgen entre socios es en realidad impracticable ... ¿No saben que un socio puede robar a otro sin ninguna posibilidad de que éste obtenga justicia? -La realidad es ésa; pero no puedo decir si lo saben o no.

En opinión de Mr. Fane esta injusticia tan flagrante debe atribuirse a los defectos del tribunal. Mi opinión personal es que si hay algo fácil, lo es la resolución de las cuestiones referentes a sociedades, por la sencilla razón de que todo lo que hace una sociedad se asienta en sus libros; las pruebas, por consiguiente, están a la mano; por lo tanto, si se adoptara de una vez una forma racional de proceder, la dificultad desaparecería por completo. Minutas de declaraciones anexas al Report of the Select Commitee on the Law of Partnership (1851); pp. 85-7.

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