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ADVERTENCIA A LOS NACIONALISTAS ALEMANES

Sí, yo ambiciono -y esto no os lo digo a vosotros sino a Alemania, que tiene nuestro afecto y nuestra estima, y que nos importa que nos conozca como partido nacional-, ambiciono, vuelvo a decir, para mi país, cuando llegue a constituirse, la iniciativa de un progreso colectivo, la iniciativa de una transformación europea, el impulso moral hacia un estado de cosas diversas de la anarquía erigida en sistema, en la cual, como cadáveres galvanizados, nos agitamos todos; deseo un estado de cosas que proteja y consagre la vida de Dios, dondequiera que se manifieste espontáneamente; que divida a Europa en grandes naciones unidas según las afinidades naturales, para que las usurpaciones conquistadoras y la ambición dinástica no puedan ya lanzamos a una guerra entre hermanos; que nos libre de la tentación de lanzarnos tras las huellas engañosas de Luis Napoleón, y a vosotros de haceros mantenedores del mal, es decir, de la casa de Habsburgo.

¿Es digno de vosotros, alemanes, de vosotros que proclamáis la santa libertad del pensamiento, el temor a una honrada y poderosa inspiración, cualquiera que ella sea? ¿Y querréis estrangular nuestra vida para impedir una expansión que algún día quizás pueda ser extraordinaria?

En la historia de mi país observo que siempre que vivió una vida propia y un pensamiento propio, aquella vida fue vida de todos y aquel pensamiento fue la unidad del mundo.

Ante mí se levantan el Capitolio y el Vaticano; la Roma de los Césares, o, mejor, de la República -porque los Césares, como Napoleón, no hicieron otra cosa que introducir, sustituyendo por sí mismos el pensamiento colectivo, el germen mortal de la decadencia en la misión civilizadora romana- y la Roma de los Papas.

¿Es culpa mía si entreveo una tercera misión más grande para la tercera Roma, para la Roma del pueblo italiano?

Veo perdida, de 1815 en adelante, la iniciativa del progreso en Europa. ¿Es delito decir a mi patria: Tómala y colma ese vacío.

Miro al presente, y encuentro que entre todas las nacionalidades sólo nosotros tenemos el doble obstáculo -debería decir el doble privilegio del imperio habsburgués y del Papado. ¿Es culpa mía si no podemos hacer una nación sin que por un lado la nacionalidad, es decir, la libertad de los pueblos, y por otro la emancipación de la conciencia, proclamada por el mundo entero, allí donde más se le huella, se deduzcan como consecuencias del simple hecho de nuestra existencia?

Haced lo que yo hago. Soñad lo que yo sueño. Habéis venido a nuestras tierras a protestar, en nombre de la libertad humana, contra la absorción material con que los Césares sustituían el progreso benéfico de nuestro pensamiento triunfador. Repetisteis más tarde vuestra protesta, aplaudidos por la mitad del mundo, con la gran voz de Lutero. Buscad, pues, ahora, en aquellas dos poderosas manifestaciones la indicación, el deber, de una tercera, todavía más poderosa, que diga: La conquista material no constituye derecho; ni lo constituyen los tratados hechos tan sólo en ventaja de pocos individuos llamados reyes. La humanidad sólo tiene una norma: lo bueno y lo justo.

Haced vuestra la iniciativa moral que me acusáis de querer para mi patria; os aplaudiremos con entusiasmo; os seguiremos en la buena senda; cumpliremos grandes cosas con vosotros. La emulación es el secreto de la grandeza de los pueblos.

Pero teniendo en cuenta lo sagrado que hay en ese ideal, la fecundidad y el sentimiento religioso que existe en el futuro que entrevemos, no reduzcáis la inmensa cuestión que se agita hoy en Europa a la de saber cuántos Estados perderán la librea de uno o de otro dueño, sobre una determinada zona de la Tierra. No justifiquéis la opresión haciéndoos garantía de los pueblos. No recojáis vosotros, hombres de pensamiento y de progreso, las armas de las cancillerías, que tienen su origen en la Edad Media.

Sed alemanes, decís a los vuestros. ¿Qué sentido dais a esas palabras? ¿De qué Alemania habláis? ¿De la Alemania que oprime en nombre de la violencia, o de la que bendice en nombre del poder de la inteligencia? ¿De la Alemania de Lutero o de la de Metternich?

Yo, que soy extranjero, también conozco una Alemania que respetuosamente saludo; es aquella que nos dijo con la Reforma: libre examen; con sus mal conocidos campesinos del mismo período: el reino de los cielos debe reflejarse, si es posible, aquí en la Tierra; con la serie gloriosa de sus filósofos y de sus críticos, desde Lessing a Baur: meditad severamente sobre las grandes cosas humanas, pensamiento, historia, religión; pero esta Alemania no tiene necesidad, para cumplir su misión en el mundo, de inmiscuirse en el círculo del Adige, de Trento y de Roveredo. Ella tiene necesidad de unidad, necesidad de armonía entre el pensamiento y la acción, hasta el punto de que no pueda decirse: Alemania predica hoy lo que mañana traicionará con los hechos; necesidad de purificarse de los delitos de su dinastía; de librarse del peso de la injusticia que Austria ha querido endosarle.

Alemania tiene necesidad de amor y de estimación de los pueblos, no de sospechas y de guerra; tiene necesidad de concentrar sus fuerzas y de obtener de ellas el mejor partido posible sobre el suelo donde se habla su idioma, donde las madres repiten ante las cunas de sus hijos las leyendas del pueblo, y no de malgastarlas donde no pueden permanecer si no acampan como legiones enemigas en medio de enemigos. A esta Alemania quiero hablar.

Esta Alemania no tendrá unidad hasta que no caiga el imperio de los Habsburgos. Y no tendrá el amor de los pueblos, la concentración de sus fuerzas, la conciencia de su misión, en tanto mande a sus hijos a combatir al lado de aquellos croatas -a los cuales vosotros no parecéis amar- contra la libertad nacional de pueblos que no la han ofendido, que no pueden ser peligrosos para ella y que sólo piden ser dueños de sus propias tierras.

Os mueve la teoría de los intereses; a mí la de los principios, sin los cuales no hay intereses permanentes posibles; no sois realmente alemanes sino en el sentido puramente material y local de la palabra; yo soy italiano, pero soy hombre y europeo, al mismo tiempo. Adoro a mi patria, porque adoro la patria; nuestra libertad, porque creo en la libertad; nuestros derechos, porque creo en el derecho.

La nacionalidad es para mí santa, porque veo en ella el instrumento del trabajo para el bien de todos, para el progreso de todos. Las condiciones geográficas, las condiciones históricas, la lengua, las tendencias especiales son para mí únicamente indicios, pero la misión que ejerce o que está llamada a ejercer es su bautismo o su consagración. La nación debe ser para la humanidad lo que la familia es, o debería ser, para la patria. Si actúa mal, si oprime, si es injusta por un interés temporal, pierde el derecho de existir y cava su propia tumba. Ésta es mi secreta doctrina sobre la nacionalidad.

Renegaría de mi buena fe italiana si yo pudiera alguna vez decir a Italia: Aseguráos contra un ataque posible de Alemania, sosteniéndoos sobre la línea del Drava y del Sava.

Me consideraría traidor de mi país el día en que llegara a decirle: Alemania te amenaza; debes debilitar al enemigo donde puedas; sigue, pues, a Luis Napoleón en el día inevitable en que avance sobre el Rin.

A vosotros os parece bien emanciparos de estas pobres normas de moralidad política. Vosotros decís a Alemania: Venecia no es tuya; raza, lengua, geografía, costumbres y deseos de su pueblo la hacen italiana; el poder de Austria sólo dura gracias a las bayonetas y a las crueldades. No importa; protege la tiranía, niega el derecho, aplasta la libertad. Podrá un día surgir un peligro para ti por la existencia de ese derecho que ellos te piden reconozcas.

Y yo os digo que la mejor seguridad contra la hipótesis del peligro está para vosotros en el amor, en la alianza, con el pueblo italiano agradecido. Preferís confiar en los cánones del Cuadrilátero; naturalmente, no hay modo de que nos entendamos. Entre vuestra política y la mía existe el mismo abismo que separa el derecho de la violencia, la ley eterna de los acontecimientos de un día, la opresión de la libertad.

¡Y os ilusionáis creyendo favorecer de tal modo a la patria alemana! Señores, no se sirve a la patria pidiéndole que se deshonre.

Vive, señores, en el mundo una ley de retribución, más fuerte que todos los sofismas de un egoísmo materialista, más fuerte que todas las posiciones militares posibles; es la ley que dice: La injusticia no prevalecerá eternamente; la opresión es un suicidio.

Podéis comprobar esta ley a través de la historia. El presente os lo revela en las actuales condiciones de Austria; en el movimiento irresistible de disolución que en ella se abre camino; en aquel grito de nacionalidad que creían haber sofocado con la tinta de los sofismas y con la sangre de los mártires, y que revive hoy amenazador, os plazca o no, en las vísceras de diez pueblos a un tiempo.

Señores: no conservaréis a Venecia para Austria, esto es tan cierto como es cierto que escribo ya estas líneas. Venecia será, sin larga espera, italiana; ninguna fuerza humana podrá impedirolo. Si yo solamente pensara en Italia, callaría, os lo aseguro, confiando al porvenir mi respuesta.

He aquí cuáles serían, si es que Alemania puede escucharme, las consecuencias de vuestra mezquina política. Esa política no disminuiría ni en lo mínimo los peligros que os amenazan, no en los Alpes, sino en el Rin; y a ellos se añadirían los que pueden derivarse de la irritación de un pueblo que posee buenos instintos y valor, pero que camina incierto por su senda y está deseoso de apoyo. Esa política aislaría en Europa vuestra causa, acrecentaría el poder que debéis realmente temer, el prestigio contra el cual nosotros combatimos, de una bandera protegida por la simpatía de Europa.

Desde hace treinta años lucho, dentro de mis pobres medios, contra la autoridad que no representa la justicia, la verdad, el progreso, ni reconoce como meta el consenso de los pueblos; la combato, cualquiera que sea el nombre que lleve: Papa, Zar, Bonaparte, Nacionalismo opresor. El alma, joven todavía a pesar de los años, se conmueve de entusiasmo ante los movimientos de un pueblo que representan una época, una vida nueva. Pero me sumerjo en el dolor y en la duda viendo cómo, sin darse cuenta, se presta hoy fuerza al único poder que amenaza retardar aquella época, sofocar o desviar la nueva vida.

Sólo existe hoy un peligro verdaderamente grave para Europa. El peligro no es la libertad de Venecia, ni que 500.000 italianos colocados a este lado de los Alpes, en el Tirol italiano, se unan con la madre patria, ni que la débil casa de Saboya recoja por cierto tiempo el fruto de la obra del principio revolucionario. El peligro es el imperialismo, el peligro es que el Zar del Oeste -Napoleón III- pueda esconder el pensamiento usurpador de los Bonaparte entre los pliegues de una bandera que Europa saluda como bandera de regeneración y de justicia. El peligro es que treinta y siete millones de franceses valientes, fuertes en su conciencia de unidad, ávidos de gloria, se acostumbren a ver en aquel hombre al representante de una gran idea.

Y es doloroso observar cómo los mismos hombres que más aborrecen y temen aquel poder facilitan inconscientemente su juego y favorecen sus planes.

Este hombre tiene el talento -que les falta a los hombres de gobierno ingleses y que os falta también a vosotros- de comprender que el principio de nacionalidad es omnipotente, y que está por llegar, a consecuencia de tal principio, el momento de una transformación europea. Este hombre piensa que, reconocida la imposibilidad de suprimirlo, es necesario hacer monopolio de él, desviar su curso natural, sustraerle cuanto en él sea lógicamente hostil el poder absoluto, limitado, cambiar su naturaleza, sustituyendo el problema de la libertad por la simple cuestión de territorio, y hacer de él un instrumento de fuerza para su beneficio y para el engrandecimiento sucesivo de la propia dinastía y de la Francia imperial.

Y en esto radica todo el poder de Luis Napoleón.

¿Qué habría que hacer para romper esa maniobra?

Reconocer lo que él ya ha reconocido y realizar lo que él se propone, pero con intenciones más puras.

Si en el año 1857 Inglaterra hubiera respondido favorablemente a las proposiciones formuladas por el Piamonte; si, previendo audazmente las consecuencias del lenguaje usado en las conferencias de París, Inglaterra hubiera estado dispuesta a sostener abiertamente la causa de Italia, Luis Napoleón no habría podido presentarse como protector único de Italia y no se hubiera producido ni la paz de Villafranca ni la cesión de Saboya y Niza.

Si Alemania se enfrentara con Austria, manteniendo una opinión favorable a la justicia; si separase abiertamente su causa de la de los opresores del Véneto; si pidiese, de acuerdo con Inglaterra, la aplicación severa del principio de no intervención en las cosas de Italia y el alejamiento inmediato de las tropas francesas de Roma, conquistaría la amistad y el entusiasmo de Italia, nos emanciparía de la Francia imperial, debilitaría al único enemigo que debe temer, establecería un precedente contra cualquier intervención extranjera en sus asuntos, suprimiría el pretexto para la inmediata campaña sobre el Rin y haría imposible la cooperación que Luis Bonaparte pide por esa empresa a Italia y que el Conde de Cavour está dispuesto a concederle para obtener de él a Roma.

Con su política absolutamente negativa, rechazando cualquier apoyo abierto y directo a Italia, dando seguridades con inconcebible ingenuidad a la Francia imperial, sobre la posibilidad de cualquier intervención por su parte, Inglaterra ha arrojado a Italia hacia Luis Napoleón, ha erigido a este último en árbitro de la política continental, y presenta hoy el triste espectáculo de un país que prevé la guerra, que se arma para ella y que abandona entre tanto al enemigo la elección del terreno y de la hora, y la libre conquista de las posiciones importantes que deben asegurarle la victoria.

Y vosotros, señores, defendiendo el poder que para vosotros, como para nosotros, representa el mal; amenazándonos con uniros a Austria para impedirnos obtener lo que es nuestro; negando inútilmente, en vez de adoptar en nombre de la libertad, aquella bandera de nacionalidad cuyo triunfo es seguro, diferiréis indefinidamente, si Alemania sigue vuestros consejos, la empresa de vuestra unidad nacional; pondréis una mancha de inmoralidad política sobre la frente de vuestra patria; facilitaréis a Luis Napoleón el pretexto que necesita y una bandera que le otorgará la simpatía de los pueblos, y haréis necesaria la política bonapartista del gabinete italiano, que nosotros combatimos y que os invitamos a combatir junto con nosotros.

Alemania no se salva de los peligros que le amenazan combatiendo a lo largo de la línea del Mincio; se salva fundando la unidad nacional germánica al facilitar la unidad independiente de Italia, y ayudando a Hungría y a Polonia a liberarse.

Éste es el único modo de combatir a un tiempo el zarismo del Occidente y el del Norte. Esto es lo que quería decir a Alemania, en favor de la causa común, y os agradezco, señores, que me hayáis dado la oportunidad para ello.

Una crisis europea es inminente. De esta crisis saldrá la esclavitud o la libertad del mundo para siglos. Todo pueblo, todo individuo, tiene el derecho o el deber de gritar a sus hermanos: ¡Cuidado! Ha llegado el momento de elegir lógicamente, valerosamente, entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la libertad de las naciones y el imperialismo ruso, francés, austríaco; porque quien se obstine en mantenerse entre los dos campos será expulsado de los dos.

En cuanto a vosotros, permitidme un consejo. Cuando se comienza a discutir, teniendo como única base el amor al bien, y esta discusión se realiza con hombres que encanecieron en la guerra por la inviolabilidad de sus conciencias, y por aquello que, errando o acertando, creen que es la verdad, todas las insinuaciones de secretos designios, de artimañas para engañar al pueblo, no sólo son poco delicadas, sino que pecan de una injusticia que no honra a los autores de esas insidias.

Procurad absteneros de ello en el porvenir. De la lección, poco cortés, de las armas, otros podrían inferir que vuestra conciencia no está bastante segura de la bondad de la causa que sostenéis.

Giuseppe Mazzini

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