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LA TEMPESTAD DE LA DUDA

En aquellos últimos meses (del año de 1836), me había aguerrido al dolor y hecho, realmente, tetrágono, como dice Dante, a los golpes de la fortuna que me esperaba. Jamás he podido, por no sé qué capricho de mi memoria, recordar las fechas de los hechos, aun graves, que se han producido en mi vida privada. Pero aunque fuera condenado a vivir siglos, no olvidaría nunca el final de aquel año ni la tempestad cuyos remolinos arrastraron mi alma. Y a pesar de la repugnancia que me inspira, la evoco nuevamente pensando en los muchos que deberán sufrir lo que yo sufrí, y a los cuales la voz de un hermano que, empapado en sangre, pero con un nuevo temple en el alma, salió de la borrasca, podrá quizás enseñarles la senda de la salvación.

Fue la tempestad de la duda; tempestad creo fue inevitable, al menos una vez en la vida, para quien, dedicándose a una gran empresa, se deja arrebatar, como Robespierre, en busca de una fórmula de la mente, árida y desnuda, poniendo en la obra palpitante de humanidad un corazón empeñoso y un alma amante.

Tenía el alma rebosando de afectos, joven, alegre, como en los días en que la tonificaba la sonrisa materna, y llena de esperanzas, si no por mí, al menos para otros. Pero en aquellos meses fatales, se condensaron en torno mío nubes de desilusiones y de desengaños amarguísimos, a tal extremo que vislumbré súbitamente en su descarnada desnudez la vejez del alma solitaria y el mundo privado de todo consuelo en la batalla emprendida. No era. solamente la ruina, por tiempo indefinido, de toda esperanza para Italia; la dispersión de los mejores de nuestras filas; la persecución que, deshaciendo el trabajo realizado en Suiza, nos quitaba también aquella posición vecina de Italia; el agotamiento de los medios materiales; la acumulación de toda clase de dificultades casi invencibles entre el trabajo iniciado y yo; sino también la disgregación de aquel edificio moral de amor y de fe, único en que podía encontrar fuerzas para combatir; el escepticismo que veía surgir ante mí, dondequiera que lanzara mi mirada; el languidecimiento de las creencias en quienes estaban más cerca de mí en el camino que desde los primeros días, todos sabíamos lleno de dolores; y, más que nada, la desconfianza que veía crecer entre aquellos que me eran más queridos, respecto de las intenciones que me guiaban y las causas que me hacían emprender una lucha al parecer desigual.

Poco me importaba, aún entonces, que la opinión de los más me fuese adversa, pero el saberme acusado de ambición y de otros impulsos aún menos nobles, por dos o tres seres en quienes ya había concentrado toda la potencia de mi afecto, despeñaba mi alma en una profunda desesperación.

Comprendí esto precisamente durante aquellos meses en que, atacado por todas partes, sentía la absoluta necesidad de recogerme en la comunión de pocas almas hermanas que me entendieran aun sin hablar; que adivinaran lo que yo, renunciando deliberadamente a todas las alegrías de la vida, sufría y que sufrieran conmigo sonriendo.

Sin detenerme en detalles, tan sólo diré que aquellas almas se alejaron entonces de mí.

Me sentí solo en el mundo: solo con mi pobre madre, lejana e infeliz por mi causa. Me detuve aterrado ante el vacío.

Entonces, en aquel desierto, se me apareció la duda.

Quizás yo me engañaba y el mundo tenía razón. Quizás la idea que seguía era un sueño y quizás no seguía una idea, sino mi idea, el orgullo de mi idea, el deseo de la victoria más que el objetivo de la victoria, el egoísmo de la mente y los fríos cálculos de un talento ambicioso que agostaba el corazón y que renegaba de sus movimientos inocentes y espontáneos que se referían tan sólo a una caridad practicada modestamente en un pequeño círculo, a una felicidad derramada sobre pocas cabezas y reducida a deberes inmediatos de fácil cumplimiento.

El día en que aquellas dudas gravitaron sobre mi alma, me sentí no solamente infeliz en grado supremo e inexpresable, sino como un condenado consciente de su culpa e incapaz de expiación.

Los fusilados de Alejandría, de Génova, de Chambéry, se presentaron ante mi vista como fantasmas de un delito cuyos remordimientos eran ya estériles. No podía hacerlos revivir. ¡Cuántas madres habían ya llorado por mi culpa! ¿Cuántas llorarían si me obstinase en el intento de sacrificar a todo evento, en aras de una patria común, la juventud de Italia? ¿Y si esta patria sólo fuera una ilusión? ¿Si Italia, agotada por dos épocas de civilización, estuviera ya condenada por la Providencia a yacer sin nombre ni misión propia, sojuzgada por naciones más jóvenes llenas de vida? ¿Dónde encontraba yo el derecho de decidir sobre el futuro y arrastrar a centenares, a millares de hombres al sacrificio de sus vidas y de todo lo que les era más querido?

No me detendré largo tiempo en analizar las consecuencias que estas dudas tuvieron para mí. Diré únicamente que sufrí tanto, que estuve en los límites de la locura. Mis noches eran interrumpidas por terribles sueños, y corría casi delirante hacia mi ventana, creyendo que me llamaba la voz de Jacopo Ruffini. Alguna vez me sentía obligado por una fuerza arcana a visitar, tembloroso, la habitación vecina con la idea de que allí encontraría a alguna persona que entonces se hallaba prisionera a cientos de millas de distancia. El más pequeño incidente, un sonido, una voz, me obligaban a derramar lágrimas. La naturaleza cubierta de nieve, como lo estaba en los alrededores de Grenchen, me parecía envuelta en un sudario de muerte, bajo el cual me invitaba a yacer.

Los rostros de las gentes que veía parecían expresar, mientras me miraban, una gran piedad, y más frecuentemente un reproche. Sentía desecarse dentro de mí toda fuente de vida.

El alma moría. A poco que se prolongara aquel estado de mi mente, habría caído en la locura o hubiera muerto arrastrado en el egoísmo del suicidio.

Mientras yo me agitaba y estaba a punto de sucumbir bajo aquella cruz, un amigo, vecino mío, respondió a una muchacha que, sorprendida de mi estado, le exhortaba para que rompiese mi soledad: Déjalo, está conspirando, y en ese elemento, tan suyo, es feliz.

¡Ah! ¡qué poco adivinan los hombres las condiciones del alma de los demás, si no la iluminan -y esto es raro- con la luz de un amor profundo!

Un día me desperté con el ánimo tranquilo, con la mente serena, como quien se encuentra a salvo de un gran peligro. El despertar era siempre un momento de honda tristeza para mí, era el saber que se vuelve a una existencia llena de dolores, y durante aquellos meses se resumían en ese momento todas las insoportables luchas que había tenido que afrontar durante la jornada. Pero aquella mañana, la naturaleza parecía sonreírme consolándome, y la luz refrescaba como una bendición la vida en las cansadas venas.

El primer pensamiento que apareció en mi mente fue: Tu tentación es una tentación del egoísmo; tú no comprendes la vida.

Medité serenamente, pues ya podía hacerlo, acerca de mí y de mis problemas. Rehice por completo todo el edificio de mi filosofía moral.

Una definición de la vida dominaba, en efecto, todas las cuestiones que me habían arrojado en aquel huracán de dudas y terrores, y una definición de la vida es la base fundamental, reconocida o no, de toda filosofía.

La antigua religión de la India había definido la vida como contemplación y de ahí la inercia, la inmovidad y el sumergirse en Dios de las familias arias.

El cristianismo la definió como expiación, y por eso los males de la tierra, considerados como prueba, se aceptan resignadamente, alegremente, sin siquiera intentar combatirlos; la tierra considerada como lugar de expiación, la emancipación del alma conquistada con el desprecio indiferente por las vicisitudes humanas. El materialismo del siglo XVIII retrocediendo dos mil años, había repetido la definición pagana: la vida es la busca del bienestar y de ahí el egoísmo que se insinuaba en todos nosotros bajo la más pomposa apariencia. el odioso espectáculo de clases enteras que, después de haber declarado que querían combatir por el bienestar de todos, alcanzando el propio dejaban abandonados a sus aliados, dando lugar a la inconstancia de las más generosas pasiones, a los repentinos cambios cuando los daños producidos por la lucha en busca del bien superaban las esperanzas, a los repentinos desalientos en la adversidad, a anteponer los intereses materiales a los principios, y a otras tristes consecuencias que todavía duran. Pero aunque toda mi alma se rebelara contra aquella innoble y funesta definición, no me había librado radicalmente de su influencia dominante en el siglo, y nutrida tácitamente en mí por los recuerdos inconscientes de las primeras lecturas francesas, de la admiración por la audacia emancipadora de los predicadores de aquella doctrina y de un natural sentido de oposición a las castas y gobiernos que negaban a las multitudes el derecho al bienestar para mantenerlas postradas y esclavas.

Yo había combatido al enemigo en los otros, pero no lo suficiente en mí mismo. Aquel falso concepto de la vida me había seducido dejándome la indigna huella de los deseos naturales, que se habían concentrado, como en un santuario inviolable, en los afectos. Yo hubiera debido considerarlos como una bendición de Dios que se acoge con reconocimiento siempre que desciende para iluminar y dar calor a la vida, pero que no se pide con exigencias como un derecho o como un premio; mientras que, por el contrario, había hecho de ellos una condición para el cumplimiento de mis deberes.

No había sabido alcanzar el ideal del amor, el amor sin esperanzas, en esta tierra. Adoraba, pues, no el amor, sino las alegrías del amor. Al desaparecer aquellas alegrías había perdido la esperanza de todo, como si el placer y el dolor que surgen en nuestro camino modificasen el fin que me había propuesto alcanzar, como si la lluvia o la serenidad del cielo pudieran alguna vez modificar el objetivo o la necesidad del viaje. Renegaba de mi fe en la inmortalidad de la vida y en la serie de las existencias que transforman los sufrimientos de quien asciende por un sendero fatigoso en cuya cima se halla el bien, y que desarrollan, eslabonándose, aquello que aquí sobre la tierra no es más que un germen y una promesa. Negaba el sol porque en este breve período terrestre no podía encender con sus rayos mi pobre lámpara. Era cobarde sin darme cuenta de ello. Servía al egoísmo ilusionándome con ser inmune a él, sólo porque lo transportaba en una esfera menos vulgar y más elevada que aquella en la cual lo adora la mayoría.

La vida es misión; cualquiera otra definición es falsa y extravía, a quien la acepta.

La religión, la ciencia, la filosofía, dispares todavía en muchos puntos, están de acuerdo hoy en uno: en el que toda existencia es un fin. De no ser así, ¿para qué moverse? ¿Qué importaría el progreso, en el cual comienzan todos a creer como ley de la vida? Y ese fin es uno: desenvolver, levantar lo más posible las facultades que constituyen la naturaleza humana, la humanidad, y duermen en ellas, y hacer que converjan armonizadas hacia el descubrimiento y la aplicación práctica de la ley.

Ahora bien: los individuos tienen, según el tiempo y el espacio en que viven, y la suma de facultades concedidas a cada uno, fines secundarios diversos, pero que tienden en la dirección del principal, que tratan de desenvolver y asociar, cada vez más, las fuerzas y las facultades colectivas.

Para unos es procurar el mejoramiento moral e intelectual de aquellos pocos que los rodean; para otros, dotados de facultades más potentes o colocados en más favorables circunstancias, es promover la formación de una nacionalidad, la modificación de las condiciones sociales de un pueblo, la resolución de una cuestión política o religiosa.

Nuestro Dante lo entendía así hace más de cinco siglos, cuando hablaba del Gran Mar del Ser, en el cual todas las existencias eran guiadas por la virtud divina a diversos puertos.

Todavía somos jóvenes en ciencia y virtud, y una tremenda inseguridad pende aún sobre la determinación de los fines particulares hacia los cuales debemos dirigirnos. Basta, al menos, la seguridad lógica de su existencia, y basta saber que parte de cada uno de nosotros debe transformar, más o menos, o intentar transformar, en los años que vivimos sobre la Tierra, el elemento, el medio en que vivimos, hacia aquel único fin, a decir, que la vida sea tal, y no una simple existencia vegetativa o animal.

La vida es misión y, por lo tanto, el deber es su ley suprema.

En comprender esa misión y en cumplir ese deber está el medio de todo progreso futuro y se halla el secreto del período de la vida en el cual, después de la humana, seremos iniciados.

La vida es inmortal, pero la manera y el tiempo en que se produzcan las evoluciones, a través de las cuales progresará, se halla en nuestras manos. Cada uno de nosotros debe purificar la propia alma, como un templo, de todo egoísmo; enfrentar, con sentido religioso de la decisiva importancia de la investigación, el problema de la propia vida; estudiar cuál es la más importante, la más urgente necesidad de los hombres que le rodean, y luego interrogar a las propias facultades y adaptarlas resueltamente, incesantemente, con el pensamiento, con la acción, en todas las vías que pueda seguir, para la satisfacción de esa necesidad.

Y ese examen no debe emprenderse con el análisis, que jamás puede revelar la vida y es impotente para todo lo que no sea la preparación de una síntesis, sino escuchando las voces del propio corazón, concentrando todas las facultades de la mente sobre el problema planteado, en fin, con la intuición del alma amante que comprende la solemnidad de la vida. Cuando vuestra alma, jóvenes hermanos míos, haya entrevisto su propia misión, seguidla y no os detengáis; seguidla hasta donde vuestras fuerzas lo permitan, seguidla asistidos por vuestros contemporáneos o incomprendidos por ellos, bendecidos por el amor o atacados por el odio, asociados con otros o en la tristísima soledad que casi siempre se extiende en torno a los mártires del pensamiento. El camino aparece ante vosotros; seréis cobardes o traidores a vuestro futuro si no sabéis, presos del desaliento y de la desilusión, llegar hasta el fin.

Fortem posce animum et mortis terrore carentes, Qui spatium vitae extremum inter muncra ponat Naturae, qui ferret queat quoscumque dolores, Nesciat irascit, cupiat nihil ...

Son versos de Juvenal que resumen lo que siempre debemos pedir a Dios, lo que hizo a Roma dueña y bienhechora del mundo. En esos cuatro versos de uno de nuestros clásicos existe más filosofía de la vida que en cincuenta volúmenes de esos sofistas que desde hace medio siglo extravían, con fórmulas de análisis y tecnicismos de Facultad, a la juventud demasiado maleable.

Recuerdo un párrafo de Krasinski, enérgico escritor polaco desconocido en Italia, en el cual Dios dice al poeta: Vé y ten fe en mi nombre. No te preocupes de tu gloria, sino del bien de aquellos que yo te confío. Quédate tranquilo ante el orgullo, la opresión y el desprecio de los injustos. Pasarán, pero mi pensamiento y tú quedaremos ...

Ve y que en ti la acción sea vida. Aun cuando el corazón se detenga en tu pecho, aun cuando tengas que dudar de tus hermanos, aun cuando desesperes de mi socorro, vive en la acción, en la acción continua y sin reposo. Y tú sobrevivirás a todos los que se nutren de vanidad, a todos los felices, a todos los ilustres; resucitarás, no en las ilusiones estériles, sino en el trabajo de los siglos, y llegarás a ser uno entre los hijos libres del cielo.

Es una poesía bella y verdadera entre las que más lo sean. Y, sin embargo -quizás porque el poeta, católico, no puede desembarazarse de las doctrinas dadas por la fe católica, como objetivo de vida-, respira, a través de sus líneas, un sentido de mal reprimido individualismo, una promesa de premio que yo desearía que desapareciera de todas las almas consagradas al bien.

El premio será concedido por Dios, pero nosotros no debemos preocupamos de ello. La religión del futuro dirá al creyente: salva el alma de los demás y deja a Dios que se ocupe de la tuya. La fe que debería guiarnos resplandece con gran pureza en las pocas palabras de otro polaco, Skarga, todavía más desconocido que Krasinski; palabras que muchas veces me repetía a mí mismo: El acero aparece amenazador sobre nuestros ojos, la miseria nos espera en el camino, y sin embargo el Señor ha dicho: marchad, marchad sin reposo. Pero ¡oh, Señor! ¿adónde iremos?

¡Marchad a morir, vosotros que debéis morir; marchad a sufrir, vosotros que debéis sufrir!.

No puedo detallar, ni tampoco interesa, la manera como llegué a transformar en jaculatoria aquellas palabras, ni el trabajo intelectual que me sirvió para reafirmarme en la primera fe, decidiendo mi dedicación hasta el último aliento de mi vida, cualesquiera que fuesen los sufrimientos y las críticas que me atacasen, al fin que me había sido revelado en las cárceles de Savona: La Unidad Republicana de mi Patria.

En aquellos días, me ocupaba en redactar el relato del proceso interno y de los pensamientos que me salvaron, en largos fragmentos de un libro, que, siguiendo la forma del Ortis de Foscolo, pensaba publicar anónimamente bajo el título de Recuerdos de un desconocido.

Llevé a Roma esas páginas, escritas con letra diminuta en fino papel, y las perdí, no sé cómo, cuando, al volver, atravesaba Francia.

Si hoy intentara volver a escribir mis impresiones de entonces, no lo lograría.

Volví a mí mismo, sin ayuda de nadie, gracias a una idea religiosa que he comprobado en la historia. Descendí de la noción de Dios a la del Progreso, de ésta a un concepto de la vida, a la fe en una misión, a la consecuencia lógica del deber, norma suprema; y, alcanzado ese punto, me juré que ninguna cosa en el mundo podría volver a hacerme dudar y desviarme de mi camino. Fue, como dice Dante, un viaje desde el martirio hasta la paz; paz violenta y desesperada, no lo niego, porque me hermané con el dolor y me envolví en él como el peregrino en su capa; pero de todos modos, paz, porque aprendí a sufrir sin rebelarme, y desde entonces reina la tranquilidad en mi alma.

Di un largo y tristísimo adiós a todas las alegrías, a todas las esperanzas de vida individual sobre la tierra. Cavé con mis manos la fosa, no a los afectos -Dios es testigo, que hoy, ya encanecido, los siento como en los primeros días de mi juventud-, sino a los deseos, a las exigencias al calor inefable de los afectos, y llené de tierra aquella fosa para que nadie pudiera saber el yo que allí yacía.

Por razones, algunas aparentes y otras ignoradas, mi vida fue, es y permanecerá infeliz, aunque mi fin no esté cercano; pero desde aquellos días no he vuelto a pensar, ni por un momento, que la infelicidad debiera influir sobre la acción. Bendigo respetuosamente a Dios Padre por aquellos consuelos que Él quiso enviarme en los últimos años -de la manera que sólo Él sabe hacerlo- y en ellos encuentro fuerza para combatir el tedio de la existencia, que alguna vez vuelve a aparecer ante mí. Pero aunque no hubiera recibido estos consuelos, creo que sería tal cual soy. Brille el cielo serenamente cerúleo como en una bella mañana de Italia, o se extienda uniformemente plúmbeo y color de muerte como entre las brumas del Septentrión, no creo que el deber pueda cambiar para nosotros.

Dios está por encima del cielo terrestre, y las santas estrellas de la fe y del futuro resplandecen en nuestra alma, hasta cuando su luz se consume sin reflejos como la lámpara en la sepultura.

Giuseppe Mazzini

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