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EL CESARISMO

Quien haya leído algún trabajo mío no me acusará, ciertamente, de irreverencia para el genio, ni de esa anárquica tendencia que todavía hoy es característica de las grandes empresas y que induce a cualquier individuo a mantenerse, alegando su independencia, separado de toda organización, de toda jerarquía y de toda disciplina. Yo venero la autoridad y siento en toda su amplitud la santidad de la disciplina. Pero la autoridad vive en Dios, en su ley, en la verdad. Cuando un hombre me dice: sígueme; la autoridad vive en mí, tengo el deber y el derecho de examinar si eso representa en la vida la ley moral, la virtud, la capacidad del sacrificio; luego, saber adónde se propone guiarme; y finalmente, si la suma de las fuerzas que él es capaz de dirigir para la conquista del fin es o no mayor en él que en otros individuos.

Entonces, resueltos favorablemente los tres términos del problema, le seguiré con alegría y fe respetuosa sin detenerme en los detalles de su conducta, sin exigir explicaciones de todos sus actos, sin atormentarlo con oposiciones sediciosas y sospechas indignas. Pero la teoría de la que hablo suprime los dos primeros términos del problema, y supone que basta el tercero para constituir la autoridad. Así como las razas salvajes adoran el rayo, deberíamos postrarnos, cualquiera que sea la dirección que tome. Atila mató la conciencia del género humano.

El genio no es más que una fuerza, un instrumento. Puede dirigirse hacia el mal; puede hacerse siervo del progreso de todos o sumergirse en el egoísmo.

El genio no es la autoridad: es el medio de la autoridad. La autoridad es la virtud iluminada por el genio. El genio aumenta los deberes, la responsabilidad. El deber está siempre en proporción a la capacidad del individuo o del ser colectivo. Pero el genio, por sí, no constituye un carácter de soberanía. La soberanía está en el fin.

Quien olvide estas normas de juicio está condenado a confundir la historia de los hombres y de las cosas.

No es cierto que el genio sea siempre y en virtud de su naturaleza iniciador de una era nueva. El genio inicia o resume, compendia o cierra una era.

Alguna vez, al terminar una época, cuando cunde la idea de que el alma se halla agotada, al menos en la esfera intelectual, y cuando el espíritu humano, acuciado por las leyes inexorables del progreso, comienza a agitarse buscando lleno de esperanza un nuevo manantial de vida, un hombre poderoso por su genio se coloca, repentinamente, más allá de los límites de la tradición de aquella época, en las tierras ignoradas del futuro. Su alma se concentra en una inmensa inspiración; su frente se ilumina con los rayos de un alba que nace. Santo de amor y de virtud inconsciente, toma de la intuición la conciencia de las síntesis futuras, manifestando así su concepto fundamental. Diez, doce, catorce siglos hablarán de él.

Alguna vez, en un período análogo, entre la época moribunda y la época que está por nacer, un hombre igualmente poderoso, particularmente por su capacidad de acción y consciente de su dominio, surge para concentrar en sí la obra del pasado, traducida en hechos, y extenderla en sus principales caracteres sobre tierras diversas de aquellas donde su expresión y triunfo fue más visible. Prepara sin saberlo el terreno de las futuras síntesis, pero no las revela ni las conoce.

El primero, como dije, es un iniciador, es un profeta; el segundo resume y difunde compendiado el pensamiento de una época, pero no lo aumenta; en él hay tan poca virtud iniciadora, que generalmente se lleva consigo al sepulcro la iniciativa del pueblo cuyo nombre y cuya fuerza tomó para actuar.

Con Alejandro pereció, por tiempo indefinido, la visión griega en el mundo. Con César comenzó la larga agonía de Roma. Con Napoleón terminó la iniciativa de Francia en Europa.

El genio religioso pertenece a la primera categoría, y casi todos los genios conquistadores pertenecen a la segunda.

El primero posee generalmente las condiciones de autoridad mencionadas antes: tiene programa, su vida está de acuerdo con la idea, prenda de capacidad moral en la fascinación ejercida sobre las almas. Los segundos -contemplados tan sólo desde el sistema que yo combato bajo el nom-bre de cesarismo- sustituyen las condiciones indicadas por una enérgica y prepotente afirmación de su individualidad. A quien pregunte: ¿Por qué debo creer en ti? -todos ellos responden: Porque yo creo en mí. Tales hombres pueden realizar grandes cosas, pero no iniciar una época. Una iniciativa es el apostolado armado o pacífico de una nueva idea. Si ellos la tuvieran, la darían en prenda de la creencia que exigen.

Podemos servir a una idea, pero no podemos, sin violar nuestra misión en la tierra, servir a un individuo. Podemos seguirle mientras una idea, libremente meditada y aceptada por nosotros, resplandece sobre la bandera que lleva consigo. Pero cuando esa bandera no existe, cuando la idea no sea garantía de sus intenciones, tenemos el deber de escrutar el fondo de cada acto que realiza el hombre que nos llama para seguirle. Es el deber de conservar intacta como prenda, por medio de ese examen, nuestra libertad; el deber de protestar con la palabra y con el hierro contra sus pretensiones de robárnosla. Creo en Dios y adoro su ley: aborrezco la idolatría.

Una profunda confusión de dos cosas esencialmente distintas es el alma del cesarismo: confusión de la gente y de los resultados lejanos, imprevistos, de su obra; confusión del instrumento y de la ley que domina su acción; confusión del hombre y de Dios.

El mundo de la historia se desenvuelve lentamente entre la acción continua de dos elementos: la obra de los individuos y el plan providencial. La palabra que define la primera es libertad; la palabra que define la segunda: progreso. El tiempo y el espacio son nuestros; podemos retardar o acelerar el proceso, pero no impedirlo.

El progreso es la ley de Dios, y se cumple independientemente de lo que hagamos. Pero su cumplimiento no excluye ni merma la responsabilidad. Las culpas, los errores de una generación son enseñanzas para las generaciones sucesivas; pero la generación que ha errado o pecado merece el repudio y la reprobación, y expiará, en la tierra o donde sea, los errores y las culpas.

Las invasiones del mundo latino por las razas septentrionales destruyeron la civilización romana; produjeron estragos y toda clase de devastaciones en Italia, y difundieron condiciones de semibarbarie donde antes florecían las libertades ciudadanas, las artes, las industrias, Transcurridos pocos siglos, el mundo latino fue sustituído por un mundo latino-germánico. La civilización había ganado en extensión lo que había perdido en intensidad. Los bárbaros llevaron a sus selvas una influencia de la civilización con la cual habían estado en contacto durante la guerra mortal. Se preparó un vasto terreno para una nueva síntesis, para la civilización cristiana; y sin embargo, ¿podemos considerar como apóstoles de la civilización a Alarico y Atila? ¿Deberíamos, los hijos de Roma, habernos alistado bajo la bandera del invasor?

Los hombres que a través de ríos de sangre, y para satisfacer su sed de dominio, fundaron en la segunda parte de la Edad Media las monarquías, prepararon, sin siquiera sospecharlo, los límites y el camino a las nacionalidades de hoy, despertando en los pueblos la conciencia colectiva, que a su vez preparó la ruina del dogma monárquico y el triunfo del dogma republicano. ¿Debemos por eso venerar los perjurios y las ferocidades de Luis XI o de otros que se le parecen?

Las tiranías insolentes provocan infaliblemente, después de diez, veinte o treinta años, mayor desarrollo de la libertad; la acción del espíritu humano es, por ley de las cosas, proporcional a la presión ejercida sobre él. ¿Levantaremos por eso altares a los tiranos?

Una antigua herejía veneraba a Judas, el traidor a Jesús. Sin Judas, argumentaban aquellos sectarios, no hubiera habido martirio, ni tampoco, por lo tanto, redención.

El cesarismo es la aplicación de aquella herejía religiosa a la historia.

No, no podemos confundir los actos de las criaturas libres, responsables, con las consecuencias de las leyes providenciales. Maldición a Judas: gloria a Dios, que no concede a la obra de ningún Judas el modificar los destinos de la humanidad. Este doble grito es, por nuestra parte, condición vital para que esos destinos no permanezcan durante demasiado tiempo postergados.

Giuseppe Mazzini

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