Índice de ¿Política de principio o política de intereses? y otros ensayos de Giuseppe MazziniEnsayo anteriorSiguiente ensayoBiblioteca Virtual Antorcha

¿POLÍTICA DE PRINCIPIOS
O
POLÍTICA DE INTERESES?

Os engañáis, nos dicen; a los pueblos les falta la fe. Las masas yacen embrutecidas. La costumbre de las cadenas las ha privado de movimiento. No tenéis hombres; tenéis ilotas. ¿Cómo haréis para llevarlos al combate? ¿Para mantenerlos en el campo de batalla?

Los llamamos a las armas varias veces: gritamos pueblo, libertad, venganza. Por un instante levantaron las cabezas, pero volvieron a caer en el antiguo sopor.

Vieron pasar la procesión fúnebre de nuestros martirios y no comprendieron que con nosotros se sepultaban sus derechos, su vida, su salvación.

Siguen el oro, y el terror los condena a la inercia. El entusiasmo se apagó, y no es fácil volver a encenderlo. Ahora bien, sin las masas sois incapaces de actuar; podéis afrontar el martirio, pero no conquistar la victoria.

Morid, si creéis que de vuestra sangre pueda surgir quizá una generación de vengadores, pero no arrastréis con vuestros hechos a aquellos que no tienen vuestra fuerza ni vuestra esperanza.

El martirio no puede constituir una fe de todo un partido.

No es conveniente agotar en tentativas ineficaces fuerzas que un día podrán emplearse útilmente.

No os ilusionéis. Resignaos y esperad pacientemente.

La cuestión es seria y reúne en sí el porvenir del partido.

La fe falta en los pueblos: pero ¿qué consecuencias debemos deducir de ese hecho? ¿Cuáles son sus causas? ¿Aceptaremos una identidad engañosa entre la fe y la potencia? ¿Diremos que donde falta la fe no existe capacidad? ¿Que los pueblos son hoy impotentes por la fuerza de los hechos? ¿Que no han esperado bastante? ¿Que los tiempos están inmaduros? ¿Que la expiación -si también los pueblos tienen culpas que expiar- no se ha logrado?

Aceptando tales opiniones aceptaremos un sistema de fatalidad histórica rechazado por la conciencia del siglo, renegaremos, postrándonos cobardemente ante un hecho sin intentar siquiera explicarlo, de la ingénita potencia humana.

La existencia de un hecho no prueba la necesidad de ese hecho, y no puede darlo como norma de las acciones sino aquel que, llevando a los extremos confines el materialismo, renuncie al estudio de las causas para ser sojuzgado, pasivamente.

¿Negaréis la facultad de moverse al hombre, porque se halle inmóvil?

Las condiciones actuales no son una medida de la fuerza que reside en los pueblos.

¿Son verdaderamente débiles los pueblos, o es que tan sólo les falta la fe, esa fe que revelándose en actos pone en movimiento las fuerzas?

Éstos son los diversos términos del problema.

Sí, falta la fe en los pueblos, pero no la fe individual, creadora de los martirios, sino la fe común, social, creadora de la victoria: la fe que excita a las multitudes, la fe en los propios hechos, en la propia misión, en la misión de la época, y que ilumina y arde, que reza y combate, y penetra sin temor en los caminos de Dios y de la humanidad, con la espada del pueblo en la diestra, con la religión del pueblo en el corazón, con el porvenir del pueblo en la mente.

Pero esta fe, que ha sido predicada por el primer sacerdote de la época, Lamennais, y que debería repercutir entre nosotros, ¿podrá venirnos de la fuerza o de la conciencia? ¿Huyó de vuestras almas por un sentido de impotencia real o por opiniones falsamente concebidas y prejuicios que pueden combatirse? ¿No bastaría un acto de enérgica voluntad para restablecer el equilibrio entre los opresores y los oprimidos?

Y si así fuese, ¿hacemos algo por crearlo? ¿Son nuestras tendencias, las manifestaciones de nuestro pensamiento que queremos promover, de tal capacidad que permitan realizar el intento? ¿Somos nosotros, elevados a jefes del movimiento, o son las multitudes que nos siguen, los responsables de la inercia actual?

Mirad a Italia. Desventuras, sufrimientos, protestas, sacrificios individuales, han llegado hasta el extremo en esa tierra. El cáliz ha rebosado. La opresión está, como el aire, por todas partes, pero también la rebelión. Tres estados separados, veinte ciudades, dos millones de hombres, se alzan en una semana derribando sus gobiernos, y se declaran emancipados sin que se levante una sola protesta, sin que se derrame una sola gota de sangre. Las tentativas se suceden una a otra. ¿Falta la fuerza a aquellos veinticinco millones de hombres?

Italia en revolución tiene fuerza suficiente para combatir contra tres Austrias.

¿Falta la inspiración tradicional, la religión de los recuerdos, el pasado? El pueblo se postra, sin embargo, ante las sagradas reliquias de una grandeza que pasó.

¿Falta la misión? Italia, por sí sola, ha dado dos veces el grito de unidad a Europa.

¿Falta el valor? Preguntadlo al año 1746, al 1799, a los recuerdos del gran ejército, a los mártires tres veces santos que desde hace catorce años mueren en el silencio, sin gloria, por una idea ...

Lo escribo con profundo convencimiento: no existe quizás un solo pueblo de Europa que no pueda, con la fe, con el sacrificio y con la lógica revolucionaria romper, frente a la Europa monárquica conjurada contra él, las propias cadenas; no hay un pueblo que no pueda, con la santidad de un pensamiento de porvenir y de amor, con la potencia de una palabra escrita sobre su bandera de insurrección, iniciar una cruzada en Europa; no hay un pueblo al cual no se haya brindado la ocasión para hacerlo, de 1830 en adelante.

Pero en Italia, en Alemania, en Francia, en Suiza, en Polonia, en todas partes, los hombres desgraciadamente influyentes mudaron la naturaleza primitiva de los movimientos revolucionarios: hombres ambiciosos y concupiscentes sólo vieron en el alzamiento de un pueblo una posibilidad de ganancia o de dominación; hombres débiles, temblorosos por la dificultad de la empresa, sacrificaron desde los primeros días la lógica de las insurrecciones a su propia timidez: por todas partes falsas o funestas doctrinas desviaron la orientación de las revoluciones; el pensamiento de una casta socavó el pensamiento popular de la emancipación de todos por obra de todos, la idea de una ayuda extranjera debilitó o suprimió la idea nacional.

Y en ningún lugar los promotores, los jefes, los gobiernos de las insurrecciones, se determinaron a arrojar sobre la balanza de los destinos del país, la suma total de las fuerzas que una voluntad enérgicamente inspirada hubiera podido poner en movimiento; en ningún lugar la conciencia de la misión, la fe en su cumplimiento, el intelecto del siglo y del pensamiento que lo domina, dirigieron los actos de los hombres que, al asumir la dirección de los acontecimientos, se habían hecho responsables de su triunfo ante la humanidad.

Tenían ante sí una misión gigantesca y pretendieron realizarla postrados.

Habían entrevisto el secreto de las generaciones, oído el grito de gran número de hombres ansiosos de sacudir el polvo de sus sepulcros para dedicarse, jóvenes o rejuvenecidos, a una nueva vida; eran llamados a proferir sin temor o reticencia el verbo del pueblo o de los pueblos, y en cambio balbucearon palabras inseguras de concesiones, de pactos, entre el derecho y la fuerza, entre lo justo y lo injusto.

Como viejos decrépitos, pidieron al arte un elemento de vida ficticia, a la antigua política el concepto de su existencia imperfecta y fugaz.

Mezclaron vida y muerte, libertad y esclavitud, privilegio e igualdad, pasado y futuro.

Era natural elevar -aun sobre sus propios cadáveres- la bandera de la insurrección para que todos los pueblos pudieran leer en ella una promesa de victoria; y ellos la salpicaron con el fango regio, la velaron entre los protocolos, y la abandonaron inerte, casi prostituída, ante las puertas de todas las cancillerías extranjeras.

Creían en las promesas de un ministro, en las esperanzas dadas por las embajadas, en cualquier cosa que no fuera el pueblo y su omnipotencia.

Vimos a jefes de revoluciones detenerse en el examen de los tratados de 1815, buscando la carta de la libertad polaca o italiana; a otros más culpables, renegar de la humanidad y afirmar el egoísmo, esgrimiendo como bandera un principio de no intervención digno de la Edad Media; a otros, más culpables todavía, renegar de los hermanos y de la madre patria, romper la unidad nacional en el momento mismo en que debía iniciarse su triunfo y proferir, mientras el extranjero avanzaba hacia sus ciudades, la impía palabra: Boloñeses, la causa de los modenenses no es la nuestra.

Olvidaban todos en su ansia de dar, según decían, legalidad a las revoluciones, que toda insurrección tiene su legalidad en el objeto, legitimidad en la victoria, medios de defensa en el ataque, prenda de triunfo en su difusión.

Olvidaban que la carta de libertad de una nación es un artículo de la carta de la humanidad, pero que sólo merecen vencer aquellos que son capaces o de triunfar o de morir en defensa de todos.

Y ahora, viendo a los iniciadores de las revoluciones palidecer ante la empresa, retroceder ante la necesidad de la acción, o moverse inseguros, temblorosos, sin un fin determinado, sin programa, sin más esperanzas que un socorro extranjero, también los pueblos dudaron temerosos o quizá pensaron que la hora aún no había llegado.

Frente a revoluciones traicionadas en sus principios, las muchedumbres se abstuvieron, el entusiasmo naciente se fue perdiendo y la fe desapareció.

La fe desapareció, pero ¿qué hacemos nosotros? ¿Qué hacemos ahora para que vuelva a surgir?

¡Vergüenza y dolor! Mientras aquella santa luz del pueblo se apagaba, andábamos errantes entre las tinieblas, sin vínculo, sin programa, sin unidad de dirección, o cruzábamos los brazos sobre el pecho como hombres sin esperanza.

Algunos lanzaron un grito de angustia y renunciaron a un progreso terrestre para murmurar un canto de resignación, una plegaria de moribundo, o, perdiendo toda esperanza, con una sonrisa amarga en los labios, declararon que había llegado el reino de las tinieblas; aceptaron como inevitables e irrevocables el escepticismo, la ironía, la incredulidad, y el eco de sus blasfemias se tradujo en las almas fatigadas en corruptela y en las almas vírgenes en suicidio por desesperación.

Entre estos extremos oscila hoy nuestra literatura.

Otros, recordando en un momento la luz que iluminó su infancia, se lanzaron tras ella hacia el sagrario de donde partía, y se entregaron a reavivarla; o, reconcentrados en una contemplación subjetiva, comenzaron a vivir el yo, y olvidando o negando el mundo fenomenal se dedicaron inmóviles al estudio del individuo.

Y ésta es nuestra filosofía. Otros, finalmente, nacidos para combatir, iluminados por la llama del sacrificio -que, sabiamente dirigidos, hubieran producido milagros-, dominados por instintos sublimes, pero imperfectos y mal definidos, arrancaron una bandera en la sepultura de sus padres y se lanzaron hacia adelante; pero sus pasos se dividieron, y cada uno de ellos, rasgando un pedazo de aquella bandera, pretendió convertirlo en bandera de todo el ejército.

Ésta es la historia de nuestra vida política.

Perdone el lector nuestra insistencia en estos lamentos, que son nuestro delenda est Carthago. Mi obra no es de escritor, es misión severa y franca de apostolado. Y esta misión no consiente diplomacia. Busco al secreto del retraso de nuestro movimiento, que me parece derivar de causas extrañas a las fuerzas enemigas: busco el modo de plantear el problema en términos que permitan reconquistar rápidamente una iniciativa perdida. Y tengo que callar o decir toda la verdad.

Ahora bien, me parece que el retardo obedece a dos causas principales, ambas dependientes de una desviación del verdadero camino, ambas tendientes a sustituir el culto del porvenir por el del pasado.

La primera nos ha arrastrado a descubrir un programa en aquello que sólo era una conclusión, un poderoso resumen, una fórmula que expresa el trabajo de toda una época y sus conquistas; a confundir dos épocas y dos síntesis distintas; a encerrar un movimiento de renovación social en las estrechas proporciones de un trabajo de desarrollo y de deducción; a abandonar el principio por su símbolo, al dios por el ídolo; a inmovilizar la iniciativa, cruz de fuego que la mano de Dios trasmite de un pueblo a otro; y a bastardear y sofocar la nacionalidad de los pueblos, que es su vida, su misión, su fuerza para cumplirla, la parte que Dios les asignó a ellos, en la tarea común, en el desenvolvimiento del pensamiento uno y múltiple, alma de nuestra vida en este mundo.

La segunda nos ha conducido a confundir el principio con una de sus manifestaciones, el elemento eterno de toda organización social con uno de sus desarrollos sucesivos, y a creer cumplida una misión que en realidad tan sólo se ampliaba y mudaba de carácter.

Rompimos, en virtud de ese error, la unidad del concepto, cuando precisamente exigía más amplio desarrollo; enmascaramos la misión del siglo XVIII, pusimos una negación con punto de partida en el XIX, y abandonamos el pensamiento religioso cuando más que nunca era necesario reavivarlo y extenderlo para abrazar con él todo el conjunto de las cosas destinadas a formarse y fundir en un alto concepto social cuanto hoy yace independiente y dividido.

El siglo XVIII, que se ha considerado en demasía como un siglo de escepticismo y negación, dedicado tan sólo a una obra crítica, tuvo su propia misión y conceptos prácticos eficaces para cumplirla.

Su fe, titánica, sin límites, se depositó en la fuerza y la libertad humanas. Su misión fue, permítaseme la expresión, definir el activo de la primera época del mundo europeo: compendiar, reducir a una fórmula concreta, aquello que dieciocho siglos de cristianismo habían examinado, desenvuelto y conquistado.

Y la realizó con la Revolución Francesa, traducción política de la revolución protestante, manifestación altamente religiosa, cualquiera que sea el pensamiento de los escritores superficiales a quienes los excesos de algunos individuos, actores secundarios en el drama suministraron normas de juicio para todo el período. El instrumento empleado para provocar la revolución y alcanzar su fin fue el derecho. En una teoría del derecho radicó su fuerza, el mandato, la legitimidad de sus actos; en una declaración de derechos, su fórmula suprema.

¿Qué otra cosa es el hombre, el individuo, sino el derecho? ¿No representa él, en la serie de los términos del progreso, la persona humana y el elemento de la emancipación individual? Y el fin del siglo XVIII fue precisamente cumplir la evolución humana presentida por la Antigüedad, anunciada por el cristianismo y alcanzada en parte por el protestantismo.

Entre el siglo y aquel objeto existía una multitud de obstáculos: impedimentos de toda clase a la libre espontaneidad, al libre desarrollo de las facultades individuales; vetos, reglamentos y preceptos que limitaban la actividad humana; tradición de una actividad cadavérica; aristocracias que parecían capacidades y fuerzas, formas religiosas que vedaban el movimiento y el progreso.

Era necesario derrumbarlos y el siglo los derrumbó. Sostuvo una batalla terrible, victoriosa, contra todo lo que dividía en fracciones inconexas el poder humano, contra todo lo que negaba el progreso, contra todo lo que detenía el vuelo de la inteligencia. Todo gran pensamiento revolucionario necesita un concepto que le sirva de palanca, un centro de acción, un punto de apoyo determinado.

El siglo encontró el suyo colocándose en el centro del propio sujeto, que fue el yo, la conciencia humana, el Ego sum de Cristo.

En aquel centro, la revolución, consciente de sus propias fuerzas y soberana por derecho de conquista, no se preocupó de probar al mundo sus orígenes, su vínculo con el pasado. Afirmó. Gritó, como Fichte: libertad; sin igualdad no existe libertad; todos los hombres son iguales.

Después se dedicó a negar (1). Negó el pasado inerte; negó el feudalismo, la aristocracia, la monarquía. Negó el dogma católico, dogma de absoluta pasividad que envenenaba los manantiales de la libertad e implantaba el despotismo en la cúpula del edificio. Fueron ruinas sin fin.

Pero en medio de estas ruinas, entre aquellas negaciones, surgía una inmensa afirmación: la criatura de Dios, dispuesta a actuar, radiante de poder y de voluntad; el ecce homo, repetido después de dieciocho siglos de sufrimientos y de luchas, no por la voz del mártir, sino sobre el altar elevado por la revolución a la victoria; el derecho, fe individual radicada para siempre en el mundo.

¿Es esto cuanto buscábamos? ¿Deberá el hombre, en cuyo ser alienta actividad progresiva, permanecer yacente, a guisa de esclavo emancipado, satisfecho con su solitaria libertad? ¿No le queda, para cumplir su propia misión sobre la tierra, otra cosa que un trabajo de deducción de consecuencias, que se traduce en la esfera de los hechos, de conquistas que se apoyan en una organización defensiva? ¿Se ha cerrado la serie de los términos que componen la gran ecuación porque la incógnita humana haya sido ya calculada o porque, entre los términos del progreso, aquel que constituye el individuo se haya colocado entre las cantidades conocidas y determinadas? ¿Se ha apagado la capacidad de progreso? ¿No existe para nosotros más movimiento que el circular? ¿Por qué el hombre, consagrado por el pensamiento como rey de la tierra, al haber roto una forma religiosa envejecida que aprisionaba su actividad y limitaba su independencia, no hallará ya ningún nuevo vínculo de fraternidad común? ¿Ni religión? ¿Ni concepto de ley general y providencial reconocida y aceptada?

¡No, Dios eterno! Tu palabra no se ha cumplido; tu pensamiento, pensamiento del mundo, no se ha revelado completamente. Esto permanece y permanecerá por largos siglos inaccesible al cálculo humano.

Los siglos transcurridos sólo nos han revelado algunos fragmentos. Nuestra misión no ha terminado. Apenas sabemos su origen, e ignoramos el objetivo final; el tiempo y nuestros descubrimientos permiten ampliar los confines. Pasa de siglo en siglo hacia destinos ignotos; busca la propia ley, de la cual tan sólo poseemos las primeras líneas.

De iniciación en iniciación, a través de las series de sus reencarnaciones sucesivas, purifica y amplía la fórmula del sacrificio, y enseña el camino a seguir para el estudio de una fe progresiva eterna.

Las formas se modifican y se disuelven. Las religiones se extinguen. El espíritu humano las abandona, como el caminante abandona el fuego que le calentó durante la noche, y busca otros soles, pero la religión permanece; el pensamiento es inmortal, sobrevive a las formas y renace de sus propias cenizas.

La idea se desprende, atenuada, del símbolo; se emancipa del involucro donde estaba encerrada y que el análisis consume, irradia pura y brillante como una estrella añadida a las otras en el cielo de la humanidad.

¿Cuánto deberá arder todavía la fe para que se ilumine totalmente la senda del futuro? ¿Quién puede decirnos cuántas estrellas, cuántos pensamientos seculares, libres de toda nube, deberán ascender hacia el cielo de la inteligencia, para que el hombre, ese compendio vivo del verbo terrestre, pueda decirse a sí mismo: ¿Tengo fe en mí, y mis destinos se han cumplido?

Ésta es la ley. A una tarea sucederá otra y a una síntesis otra síntesis. Y la última, para nosotros preside la tarea y prescribe su método y su organización.

Ella comprende todos los términos conquistados por las síntesis anteriores, más el nuevo objeto a que nos llevan todos los esfuerzos, y la incógnita se transforma en valor conocido.

El análisis también tiene su forma, pero pide a la síntesis de la época el programa y el punto de partida. El análisis, en efecto, no tiene vida propia, su existencia es puramente objetiva, y obtiene de todas partes normas y misiones. Parte de cada época; no es bandera de ninguna. Quien divide las épocas en orgánicas y críticas falsea la historia. Cada época es esencialmente sintética; cada época es orgánica. La evolución progresiva del pensamiento que nuestro mundo manifiesta visiblemente tiene lugar por expansión continua.

La cadena no puede interrumpirse. Diversos fines se ligan unos con otros. La cuna está unida a la tumba.

Por tanto, apenas la Revolución Francesa concluyó una época, los primeros rayos de otra aparecieron en el horizonte; apenas el individuo humano declaró, con la carta de derechos, su triunfo, el intelecto presintió otra carta; la de los principios; apenas se determinó la incógnita de la llamada Edad Media, y apareció el gran intento de la síntesis cristiana, se presentó otra incógnita a las generaciones actuales, y otro objetivo fue el tema de sus tareas.

Por todas partes surgió la pregunta: ¿Qué se propone la libertad? ¿Cuál es el fin de la igualdad, si no es, en último análisis, la libertad de todos?

El hombre libre es tan sólo una fuerza activa, dispuesta a actuar. ¿De qué manera deberá hacerlo? ¿Caprichosamente? ¿En qué dirección se moverá?

Pero esto -no es la vida, sino una simple sucesión de actos, de fenómenos, de emisiones de vitalidad, sin vínculo, sin relaciones, sin continuidad; es la anarquía. La libertad de uno tropezará inevitablemente con la libertad del otro. Tendremos choques y más choques entre los individuos, pérdida de fuerzas y gasto inútil de la facultad productora que radica en nosotros y que debería sernos sagrada.

La libertad de todos, sin ley común que la dirija, conduce a la guerra de todos, tanto más cruel cuanto más espiritualmente iguales sean los individuos combatientes.

Y los hombres creyeron haber encontrado el remedio cuando desenterraron del pie de aquella cruz de Cristo, que domina sobre toda una época de la historia del mundo, la fórmula de fraternidad que el hombre divino, al morir, legó al género humano; sublime fórmula ignorada por el pueblo pagano, por la cual el mundo cristiano emprendió muchas santas batallas, desde las Cruzadas hasta Lepanto.

Estuvo escrita sobre todas las banderas y formó, en unión con los otros dos términos conquistados, el programa del porvenir.

Pretendieron encerrar el progreso dentro del círculo asignado a esos tres puntos. Pero el progreso lo rompió: ¿reapareció lo eterno cuí bono? Todos pedimos, en efecto, un fin, un fin humano.

¿Qué otra cosa es la existencia sino un fin de los medios necesarios para alcanzarlo?

Y la fraternidad no encierra un fin terrestre, general, social; no recoge ni siquiera la necesidad; no tiene relación esencial, inevitable, con la constitución de un objetivo que armonice todas las facultades y todas las fuerzas humanas.

La fraternidad es, no hay duda, la base de toda sociedad, la condición primera para el progreso social, pero no el progreso. Lo hace posible, le suministra los elementos indispensables, pero no lo define. No existe contradicción entre ella y el movimiento circular.

La inteligencia comenzó a comprender estas cosas; comenzó a comprender que la fraternidad, lazo necesario entre los dos términos, libertad e igualdad, que compendian la síntesis individual, no sobrepasa sus limites, que su acción puede ejercerse de individuo a individuo, que toma fácilmente el nombre de caridad, que puede constituir el punto de donde la humanidad parte para alcanzar la síntesis social, pero no sustituirla.

Las investigaciones prosiguieron entonces. Entrevemos que el fin, función de la existencia, debería ser también el último término de la progresión del desarrollo que constituye la existencia misma. Por lo tanto, para dirigirnos recta y rápidamente al fin es necesario conocer con exactitud la naturaleza de esa progresión y poner la acción en armonía con ella; conocer la ley y adaptar a ella la tarea; éste es, en efecto, el verdadero modo de plantear el problema.

Ahora bien, la ley del individuo únicamente puede pedírsele a la especie. La misión individual no puede asegurarse y definirse sino desde la altura que domina el conjunto.

Para obtener, por tanto, la ley del individuo, es necesario ascender al concepto de humanidad. Tan sólo desde este concepto puede deducirse el secreto, la norma, la ley de vida del hombre.

De aquí la necesidad de la cooperación general, de la armonía en el trabajo, de la asociación, en una palabra, para realizar la obra de todos.

De aquí la necesidad de un cambio absoluto en la organización del partido revolucionario, de las teorías de gobierno, de los estudios filosóficos, políticos y económicos, subordinados todos hasta hoy a la inspiración del principio de libertad.

El horizonte ha cambiado. La sagrada palabra humanidad, proferida con nuevo significado, ha abierto a los ojos del genio un mundo que sólo se había presentido, y ha dado nacimiento a una época.

¿Es necesario un libro para probarlo? ¿Necesitamos extensos razonamientos para mostrar que ése es realmente el móvil actual de las inteligencias y que el siglo labora en busca de la propia síntesis? ¿No vemos, desde hace cerca de veinte años, que todas las escuelas filosóficas se afanan, hasta cuando se sumergen en el pasado, en buscar una gran incógnita? ¿No lo confiesan, casi a la fuerza, aquellos mismos que más provecho sacarían de desviar las mentes?

Tenemos hoy un catolicismo que intenta conciliar a Gregorio VII con Lutero, al Papado con el alma humana libre e independiente. Tenemos un partido retrógrado e hipócrita que con pasos vacilantes se mueve entre las teorías de gobierno y no sé qué místico jesuitismo que balbucea, profanándolo, el nombre de partido social.

Y todos los días oímos la palabra humanidad en labios de materialistas que no pueden comprender su valor y que traicionan en todo momento sus naturales tendencias al individualismo del imperio.

Como creencia y como homenaje forzado la nueva época impone su derecho sobre casi todas las inteligencias. Algunos entre los más fervientes apóstoles del progreso lamentaban, no hace mucho, que los hombres del campo enemigo usurparan, como piratas, palabras que nos corresponden, sin siquiera comprender su significado; y era una queja pueril. Precisamente en ese acuerdo, instintivo y forzado como es, descubrimos un poderoso indicio del verbo de nuestra época: la humanidad.

Ahora bien, cada época tiene una fe propia. Cada síntesis contiene la noción de un fin y de una misión. Y cada misión tiene un instrumento propio, fuerzas propias y una especial palanca de acción.

Aquel que quisiera, valiéndose del instrumento de acción de una época determinada, convertir en realidad la misión de otra época, realizaría una serie indefinida de ineficaces tentativas. Vencido por la falta de analogía entre los medios y el fin, podría conquistar el martirio, pero nunca la victoria.

Y hemos llegado a este punto. Todos presentimos con el corazón y con el cerebro una gran época, y hemos querido darle como bandera de fe el análisis y las negaciones con los cuales se vió obligado el siglo XVIII a circundar la libertad recién conquistada.

Murmuramos, inspirados por Dios, las sublimes palabras renovación, progreso, nueva misión, porvenir, y nos obstinamos, sin embargo, en buscar dentro de la esfera de los hechos el triunfo del programa contenido en aquellas palabras, empleando para ello lo que fue instrumento de una misión hoy extinguida.

Invocamos un mundo social, una vasta organización armónica de las fuerzas que se agitan confusamente en este inmenso laboratorio que se llama la Tierra, y para despertar a la vida a aquel mundo, para establecer las bases de una organización pacífica, hemos recurrido a las viejas costumbres de rebelión que desgastan nuestras fuerzas dentro del círculo del individualismo.

Proclamamos el futuro desde el seno de las ruinas. Prisioneros cuya cadena ha sido moderadamente alargada, nos consideramos libres y emancipados porque podemos movernos alrededor de la columna a la que estamos ligados. Y por eso la fe duerme en el corazón de los pueblos, y por eso ni siquiera la sangre de toda una nación puede reavivarla.

La fe exige un objetivo que abrace la vida en su conjunto, concentre todas las manifestaciones y dirija las diversas funciones o las suprima en pro de la actividad de una sola; exige una ferviente e irrevocable creencia de que el objetivo se ha alcanzado, el profundo conocimiento de una misión y la obligación de cumplirla, en fin, la conciencia de un poder supremo que proteja el camino de los creyentes hacia su objetivo.

Estos elementos son indispensables y cuando uno falte no puede haber secta, escuela, partido político, ni una fe ni un sacrificio de todas las horas en pro de una elevada idea religiosa.

Ahora bien, no tenemos idea religiosa definida, ni creencia profunda en la obligación exigida por una misión, ni conciencia de una autoridad suprema y protectora. Nuestro apostolado es hoy una oposición analítica; nuestras armas son los intereses, y nuestro instrumento de acción es una teoría de derecho.

A pesar de todos los presentimientos sublimes, todos nosotros somos hijos de una rebelión. Nos movemos, como renegados, sin Dios, sin ley, sin bandera que señale el futuro. El antiguo objetivo se ha esfumado; el nuevo, entrevisto un momento, lo ha borrado la doctrina de los derechos, que es la única que preside nuestras tareas. El individuo es para nosotros fin y medio a un mismo tiempo. Hablamos de humanidad, fórmula esencialmente religiosa, y expulsamos de todas nuestras obras la: religión. Tan sólo miramos el lado político de 1as cosas.

Hablamos de síntesis, y descuidamos el elemento más poderoso y más activo de la existencia humana. Suficientemente audaces para no detenernos ante el sueño de una unidad europea material, rompemos, sin darle importancia, la unidad moral, desconociendo las condiciones primordiales de toda asociación, la uniformidad de creencias y de sanción.

En medio de tales contradicciones pretendemos rehacer un mundo.

No exagero. Conozco las excepciones y me parecen admirables, pero el partido es en su generalidad tal como lo describo. Sus presentimientos, sus deseos, pertenecen a la nueva época; los caracteres de su organización y los medios de que intenta valerse corresponden a la antigua. El partido adivina en gran parte la misión que se le ha confiado, pero sin comprender la índole y los instrumentos oportunos. Por tanto, es incapaz de triunfar, y lo será hasta el día en que comprenda que el grito Dios lo quiere es el grito eterno de toda empresa que tiene, como la nuestra, el sacrificio como base, los pueblos como instrumento y la humanidad como fin.

¡Lamentáis que la fe esté moribunda o haya muerto; lamentáis que las almas se sequen con el hálito del egoísmo, y escarnecéis las creencias y proclamáis en vuestras páginas que la religión ya no existe, que su tiempo ha pasado y que el futuro religioso de los pueblos ha terminado para siempre! ¡Os maravilláis porque las muchedumbres caminan lentas por la senda del sacrificio y de la asociación, y aceptáis, entretanto, un principio, una teoría del individuo que sólo tiene valor negativo, que se encierra en un método no de asociación, sino de yuxtaposición, y que sólo es, en último análisis, el egoísmo amamantado por fórmulas filosóficas!

Tendéis a una obra regeneradora, a mejorar moralmente -ya que sin esto toda organización política es estéril- a los hombres, y os ilusionáis con lograrlo expulsando el concepto religioso de vuestras labores.

La política acepta a los hombres donde y tales como son; define sus tendencias y adapta a ellas los actos. Sólo el pensamiento religioso es capaz de transformar unas y otros.

El pensamiento religioso es la respiración de la humanidad: alma, vida, conciencia y manifestación, a un mismo tiempo. La humanidad existe únicamente en la conciencia del propio origen y en el presentimiento de los propios hechos. Tan sólo se revela concentrando sus fuerzas sobre uno y otros, entre los puntos intermedios entre las dos cosas.

Ésta es, precisamente, la tarea del concepto religioso. Ese concepto constituye una creencia de origen común para todos nosotros; se alza ante nuestra vista, como principio, un futuro común; hace converger todas las facultades activas en un único centro desde el cual se desenvuelven hacia aquel futuro; dirige, para alcanzarlo, todas las fuerzas que yacen latentes en el alma humana; apresa la vida en todos sus aspectos, hasta en sus mínimas manifestaciones; lanza sus augurios sobre la cuna y sobre el sepulcro; suministra, hablando filosóficamente, la fórmula más elevada y más general de una determinada época de tivilización, la expresión más simple y más amplia de su conocimiento, la síntesis que gobierna el conjunto y domina desde lo alto todas las evoluciones sucesivas.

Ese concepto es, si nos referimos al individuo, el signo de la relación existente entre él y la época a que pertenece, la relación entre su función y su norma, la bandera que le hace capaz de realizarla. Ese concepto enaltece y purifica al individuo; deseca los manantiales de egoísmo, transportando la actividad desde el centro a la periferia; crea para el hombre aquella teoría del deber que es la madre del sacrificio, que fue inspiradora de las cosas nobles y grandes y que siempre será así; teoría sublime que acerca el hombre a Dios, toma en préstamo a la naturaleza divina una chispa de su omnipotencia, derriba de un golpe los obstáculos, hace del cadalso del mártir el pedestal del triunfo, y supera la estrecha e imperfecta teoría del derecho, así como la ley misma supera a cualquiera de sus consecuencias.

El derecho es la fe del individuo; el deber es fe común, colectiva. El derecho no hace otra cosa que ordenar la resistencia, destruir, no fundar; el deber edifica y asocia; se deriva de una ley general, mientras el derecho se deriva tan sólo de la voluntad humana. Nada impide, por lo tanto, la lucha contra el derecho; todo individuo ofendido puede rebelarse contra él, y entre los dos contendientes el único juez supremo es la fuerza.

Ésta fue, en efecto, la respuesta que las sociedades fundadas sobre el derecho dieron muchas veces a los opositores. En cambio, las sociedades fundadas sobre el deber no habrían tenido necesidad de recurrir a ella. El deber, una vez admitido, excluye la posibilidad de la lucha, mientras que el derecho únicamente dispone de remedios para combatirlo.

Además, la doctrina de los derechos no encierra en sí la necesidad del progreso; la admite como simple hecho. Como el ejercicio de los derechos es necesariamente facultativo, el progreso permanece abandonado al arbitrio de una libertad sin norma ni fin. Y el derecho mata el sacrificio y expulsa del mundo al martirio.

En toda teoría de derechos individuales tan sólo dominan los intereses, y el martirio resulta absurdo. ¿Qué intereses pueden sobrevivir más allá de la tumba? Y sin embargo, el martirio es muchas veces el bautismo de un mundo, la iniciación del progreso. Toda doctrina que no se apoya sobre el progreso, considerado como ley necesaria, es inferior al concepto y a las necesidades de la época. Y sin embargo, la doctrina de los derechos reina hoy todavía soberana entre nosotros, sobre aquella parte republicana que se declara iniciadora en Europa; sin embargo -y poco importa que un instinto nos ponga en los labios las palabras deber, sacrificio, misión- la libertad de los republicanos es una teoría de resistencia; su religión, si de alguna hablan, es una fórmula de relación entre Dios y el individuo.

La organización política que ellos invocan y honran con el nombre de social es una serie de defensas elevadas a leyes, garantías de la libertad, para que cada uno pueda unir los propios fines, los propios intereses las propias tendencias; su definición de la ley no sobrepasa la expresión de la voluntad general; su fórmula de asociación es la sociedad de los derechos; su creencia no sale de los límites asignados hace casi medio siglo, en una declaración de derechos, por un hombre que encarnaba en sí el combate; sus teorías sobre el poder son teorías de desconfianza; su problema orgánico, viejo residuo de un viejo constitucionalismo recién apuntalado, se reduce a encontrar un punto en torno al cual oscilen perpetuamente, en lucha sin resultado, el individuo y la asociación, la libertad y la ley común; su pueblo es muchas veces una casta, la más numerosa y a decir verdad la más útil, en abierta rebelión contra las otras castas, para gozar a su vez de los derechos concedidos por Dios a todos; y su República es la turbia e implorante democracia de Atenas (2), su grito de guerra es el grito de venganza; su símbolo es Espartaco.

Es el siglo XVIII, su filosofía, su síntesis humana, su política materialista, su análisis, su crítica protestante, su soberanía del individuo, su negación de una vieja fórmula religiosa, su desconfianza de las autoridades, su espíritu de lucha y de emancipación: la Revolución Francesa recomenzada; el pasado, más algunos presentimientos; la servidumbre a las cosas viejas rodeadas por el prestigio de la juventud.

El pasado nos es fatal. La Revolución Francesa, lo afirmo profundamente convencido, nos aplasta. Pesa como un íncubo sobré nuestro corazón e impide sus latidos. Deslumbrante por el esplendor de sus luchas gigantescas, fascinadora por su mirada victoriosa, continuamos postrándonos, aún hoy, ante ella.

Hombres y cosas, todavía lo esperamos todo de sus programas, intentamos copiar a Robespierre, a Saint-Just, y buscamos en los recuerdos de los Clubs de 1792 o de 1793 los nombres para las secciones de 1833 o de 1834.

Mientras nosotros parodiamos a nuestros padres, olvidamos que nuestros padres no parodiaban a nadie, y fueron grandes precisamente por eso. Sus inspiraciones descendían de fuentes contemporáneas, de las necesidades de la muchedumbre, de la naturaleza de los elementos que los rodeaban, y como el instrumento con que actuaron se adaptaba al fin que pretendían, operaron milagros. ¿Por qué no hacer lo que ellos hicieron? ¿Por qué, aunque respetemos y estudiemos la tradición, no procedemos de otro modo?

Debemos adorar la grandeza de nuestros padres y pedir a sus tumbas una prenda para el futuro, pero no el futuro. Ese futuro está ante nosotros, y Dios, padre de todas las revelaciones y de todas las épocas, sólo puede mostrarnos la senda inmensa.

Surjamos y tratemos, pues, de ser grandes como ellos lo fueron. Para ello es necesario que comprendamos cuál es nuestra misión. Estamos entre dos épocas, entre el sepulcro de un mundo y la cuna del otro; entre el último límite de la síntesis individual y el umbral de la humanidad.

Es necesario romper, con la mirada dirigida al futuro, la cadena que nos tiene ligados al pasado, y marchar resueltamente.

Nos emancipamos de los abusos del mundo viejo, y ahora es necesario emanciparse de sus glorias. La obra del siglo XVIII quedó realizada, nuestros padres reposan tranquilos y altaneros en sus tumbas. Duermen como guerreros después de la batalla, envueltos en la bandera; no temáis ofenderlos. La bandera roja de la sangre de Cristo, transmitida por Lutero a la Convención para que la plantase sobre los cadáveres de veinte batallas de pueblos, es sagrada conquista para todos nosotros. Ninguno osará tocarla. Pero adelantémonos en nombre de Dios; volveremos más tarde ante ella, para colocar a sus pies, allí donde yacen nuestros padres, parte de los laureles conquistados con nuestras manos.

Hoy debemos fundar la política del siglo XIX; ascender a través de la filosofía hasta la fe; definir y ordenar la asociación, proclamar la unidad, iniciar una nueva época. De su iniciación depende el cumplimiento material de la antigua.

Estas cosas quizá no sean nuevas, lo sé y lo digo con franqueza. Mi voz es tan sólo una entre las muchas que enuncian al unísono la misma idea y afirman que la asociación es el principio fundamental que debe hoy en día dirigir las tareas políticas. Muchas grandes inteligencias han condenado, siempre que la encontraron sola y exclusiva, la fría doctrina de los derechos, última fórmula del individuo que se destruye hoy con el materialismo. Muchas escuelas extinguidas o todavía activas invocaron el deber como ancla de salvación para una sociedad atormentada de ineficaces deseos. ¿Por qué, pues, insisto en protestar contra su falta de previsión? ¿Qué importa que el término predicado sea centro de un nuevo programa o tan sólo el desarrollo del antiguo? ¿Qué importa que hombres de cuyos labios sale el mismo grito: ¡adelante! se obstinen en confundir la asociación con la fraternidad, o la humanidad -complejo de todas las facultades humanas subordinadas a un mismo fin- con la libertad y la igualdad para todos los hombres?

¿Para qué crear con la promulgación de una nueva época, una nueva empresa, y por lo tanto nuevas dificultades? ¿Se trata, tan sólo, de una cuestión de palabras?

No lo creo.

Importa afirmar una nueva época; importa afirmar que cuanto predicamos hoy nosotros sobre la tierra es verdaderamente un nuevo programa. Y por esta causa debería ser en la actualidad reconocido universalmente.

No sólo queremos pensar, sino actuar. Queremos no solamente la emancipación de un pueblo y por este medio la de otros, sino la emancipación de los pueblos.

Ahora bien, sólo la conciencia emancipa los pueblos. Ellos no actuarán sino cuando conozcan un fin nuevamente revelado, cuya conquista exigirá el trabajo de todos, la igualdad de todos y una iniciativa. Sin tal conocimiento no hay esperanza de fe, de sacrificio, de entusiasmo capaz de actuar. Los pueblos inertes y yacentes bajo el peso de la iniciativa anterior, entregarán fácilmente la tarea de cumplirla al pueblo que asuma la gloria de garantizarla.

Estarán dispuestos a seguirla desde lejos, pero no más. Y si, por causas por ellos ignoradas, ese pueblo continúa su ruta, ellos la continuarán también.

Nos encontraremos ante el silencio, ante la inacción, ante la suspensión de la vida.

Mientras escribo, este espectáculo es el que presenta toda Europa.

La idea de una nueva época, encerrando la de un nuevo objetivo propuesto, atribuye la iniciativa al futuro y despierta para siempre la conciencia universal.

De esta manera sustituimos la imitación con la espontaneidad, el trabajo de ejecutores con el trabajo de una misión propia, a Francia con Europa. Suministramos un poderoso elemento a la actividad revolucionaria.

Afirmando una nueva época afirmamos la existencia de una nueva síntesis, concepto general destinado a abarcar todos los términos de las síntesis anteriores más uno, y a coordinar, partiendo de este nuevo término, todas las series históricas, todos los hechos que se agrupan alrededor de ella, todas las manifestaciones de la vida, todos los aspectos del problema humano, todas las ramas del conocimiento.

Damos un nuevo y seguro impulso a los trabajadores de la inteligencia. Enunciamos la necesidad de una nueva enciclopedia que, compendiando todo el progreso realizado, constituiría en sí un nuevo progreso. Ponemos fuera de discusión, y entre las verdades conquistadas, todos los términos que fueron el objetivo de todas las revoluciones del pasado, la libertad, la igualdad, la fraternidad de los hombres y de los pueblos.

Nos separamos para siempre de la época exclusivamente individual, y, con mayor razón, del individualismo, que es el materialismo de aquella época. Cerramos los caminos al pasado.

Y, finalmente, nosotros, con esa afirmación, rechazamos toda doctrina de eclecticismo y de transición, toda fórmula imperfecta que no contenga la exposición de un problema sin el deseo de resolverlo; nos separamos de toda escuela que tienda a hacer coincidir vida y muerte. Ponemos a Dios mismo como garantía del sacro dogma del pueblo y de su soberanía.

Fundamentamos en el carácter mismo de la época una nueva base para el principio del sufragio universal. Elevamos la cuestión política a la altura de un concepto filosófico. Constituímos un apostolado de la humanidad, reivindicando aquel derecho común de las naciones que debería ser el signo de nuestras creencias. Consagramos aquellos movimientos espontáneos, repentinos, colectivos, del pueblo que deben iniciar y traducir en actos la nueva síntesis. Ponemos la primera piedra de una fe humanitaria hasta la cual debe elevarse el partido republicano, si quiere vencer.

Todas las épocas tienen su bautismo de fe; a la nuestra le falta todavía, y nosotros podemos, por lo menos, preparar la senda y ser sus precursores ...

Giovanni Mazzini




Notas

(1) Ninguno puede, razonablemente acusarnos de desconocer el espiritu católico que preside los fenómenos del desarrollo de la civilización moderna. Todos saben el significado atribuído a la palabra catolicismo. Si católico no fuera sinónimo de universal, recordaremos que cada religión tiende por su naturaleza a hacerse católica, y especialmente la sintesis que coloca la palabra humanidad a la cabeza de sus fórmulas.

(2) La palabra democracia, aunque dotada de precisión histórica, expresa enérgicamente el secreto de la vida de un mundo, del mundo antiguo, y es, como todas las locuciones políticas de la Antigüedad, inferior a la inteligencia de la época futura que nosotros, republicanos, debemos iniciar. La expresión gobierno social debería preferirse, por expresar el pensamiento de asociación que es la vida de la época. La palabra democracia fue inspirada por un pensamiento de rebelión, santa, pero de todos modos rebelión. Ahora bien, tal pensamiento es evidentemente imperfecto e inferior a la idea de unidad que será el dogma del futuro. Democracia suena a lucha; es el grito de Espartaco, la expresión de un pueblo que se levanta; gobierno, institución social, representa un pueblo que se constituye y triunfa. La aristocracia borrará, al desaparecer, el nombre de democracia.

Giuseppe Mazzini

Índice de ¿Política de principio o política de intereses? y otros ensayos de Giuseppe MazziniEnsayo anteriorSiguiente ensayoBiblioteca Virtual Antorcha