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CRÍTICA DE LOS CARBONARIOS Y DE LOS
MOVIMIENTOS LIBERALES DE 1831

El carbonarismo se me aparecía como una vasta asociación liberal, en el sentido atribuído a ese vocablo en Francia bajo la monarquía de Luis XVIII y de Carlos X, eficaz para difundir el espíritu de emancipación, pero condenada por la ausencia de una fe positiva, determinada, y falta de esa potente unidad sin la cual resulta imposible el triunfo práctico de cualquier empresa difícil.

Surgida en su maduración de la caída de una gigantesca pero tiránica unidad, la unidad napoleónica, entre los fragmentos de un mundo, entre nacientes esperanzas y viejas usurpaciones, entre presentimientos todavía mal definidos del pueblo, opuestos a los recuerdos de un pasado que los gobiernos se preparaban a enterrar, el carbonarismo había recibido la huella de todos esos diversos elementos y se había inclinado con dudosa actitud en el crepúsculo difundido de aquel período de crisis de toda Europa.

La protección regia que encontró al nacer, y mientras se esperó que fuera un instrumento de guerra contra la Francia imperial, contribuyó cada vez más a comunicar a la institución aquella incertidumbre de motivos que desviaba a las almas de la verdadera idea nacional. Cierto es que al ser traicionada rechazó el yugo; pero conservó inconscientemente algunas de las antiguas costumbres, y especialmente la fatal tendencia a buscar sus jefes en las altas esferas sociales y a considerar la regeneración italiana como una función de las clases superiores más que del propio pueblo, principal creador de las grandes revoluciones. Y era un error vital, pero inevitable en todas las asociaciones políticas carentes de la fe religiosa en un vasto y fecundo principio, bandera suprema de todos los acontecimientos.

Ahora bien, ese principio faltaba al Carbonarismo. Su sola arma era la simple negación: llamaba a los hombres a destruir, pero no les enseñaba la forma de construir, sobre las ruinas del antiguo, el nuevo edificio.

Examinando el problema, los jefes de la orden habían observado que todos los italianos estaban de acuerdo sobre la cuestión de la independencia, pero no sobre la unidad nacional y sobre la manera de entenderla. Temerosos de las dificultades e incapaces de elegir resueltamente entre los diversos partidos, buscaron un camino medio y escribieron sobre su bandera Independencia y Libertad; pero no se preocuparon de definir cómo debía entenderse y conseguirse la libertad.

El país, decían -y el país era, para ellos, las altas clases de la sociedad- decidiría más tarde.

La palabra Unión fue igualmente sustituída por la palabra Unidad, y el campo quedó abierto a todas las posibles hipótesis.

No hacían mención de la igualdad o hablaban de ella de forma tan incierta que cualquier hombre podía, según sus tendencias, interpretarla en el sentido político, civil o simplemente cristiano.

Así, sin dar satisfacción a las dudas que agitaban las mentes, sin decir a aquellos a quienes llamaba a combatir qué programa podrían ofrecer al pueblo que debía secundarlos, el Carbonarismo se dedicó a hacer adeptos. Y encontró en todas las capas sociales multitud de secuaces, porque en todas ellas había gran número de descontentos, a los cuales no se les pedía más que prepararse para destruir el estado de cosas existente, y porque el profundo misterio que rodeaba los más pequeños actos de la secta fascinaba la fantasía siempre despierta de los italianos.

El presentimiento de las exigencias de aquella multitud de asociados, repartidos entre las espiras de la múltiple e intrincada jerarquía, sugirió la adopción de muchos extraños e incomprensibles símbolos que velasen el vacío de la doctrina; además se instituyó una ciega obediencia a las órdenes de los jefes invisibles.

Pero esta exigencia, más que un medio de acción, era una forma de defender la jerarquía y, por ello, las órdenes de los jefes eran débil y tardíamente obedecidas. La severidad de la disciplina era más aparente que real.

La fuerza numérica de la sociedad consiguió, de todos modos, un grado de poderío desconocido a todas las restantes asociaciones que se desarrollaron más tarde. Pero el Carbonarismo no supo sacar partido. Difundido entre el pueblo, no tenía fe en él; no le buscaba para conducirlo directamente a la acción, sino para atraer con aquel aparato de fuerza a los hombres de alto rango, los únicos en quienes confiaba la asociación.

El ardor de los jóvenes asociados que soñaban con la patria, la República, la guerra y la gloria, ante Europa, era confiado a la dirección de hombres envejecidos por los años, empapados en la idea del imperio, fríos, minuciosos, desheredados de porvenir y de fe, que lo amordazaban en lugar de incitarlo.

Más tarde, cuando el número gigantesco de afiliados y la imposibilidad de mantener más tiempo el secreto convencieron a los carbonarios de que era necesario actuar, el Carbonarismo sintió la necesidad de una unidad más potente y, no sabiendo encontrarla en un principio, se dedicó a buscarla en un hombre, en un príncipe, y ésa fue su ruina.

Intelectualmente, los carbonarios eran maquiavélicos y materialistas. Predicaban libertad política, y olvidando que el hombre es uno, aquellos que se ocupaban de literatura propugnaban, con el nombre de Clasicismo, la servidumbre literaria. Se decían, en su lenguaje simbólico, cristianos, y, entre tanto, confundiendo superstición y fe, Papado y religión, agostaban el entusiasmo virgen de los jóvenes con un escepticismo robado a Voltaire y con negaciones sustraídas al siglo XVIII. Eran sectarios, no apóstoles de una religión nacional, y lo mismo eran en la esfera política. No tenían fe sincera en la Constitución, se reían entre ellos de la monarquía, y, no obstante, la aclamaban, primero porque suponían encontrar en ella una fuerza de la cual pensaban aprovecharse, y luego porque la monarquía los libraba de la obligación de guiar las multitudes, a las que apenas conocían, pero a las que no dejaban de temer; en fin, porque esperaban que el bautismo regio dado a la insurrección tranquilizaría a Austria o conquistaría la ayuda de una gran potencia: Francia o Inglaterra.

Habían, pues, dirigido las miradas a Carlos Alberto del Piamonte y al príncipe Francisco de Nápoles: de índole tiránica, ambicioso, pero incapaz de grandeza el primero; hipócrita y traidor desde sus primeros pasos el segundo; habían ofrecido tanto al uno como al otro los destinos de Italia, dejando al futuro la tarea de poner de acuerdo las miras irreconciliables de los dos pretendientes.

Los hechos, entretanto, pusieron de relieve las inevitables consecuencias de la ausencia de principios en los hombres que se alzan a la cabeza de las revoluciones, y demostraron que la fuerza corresponde en realidad, no a la cifra, sino a la cohesión de los elementos que se reúnen para alcanzar un fin.

Las insurrecciones se habían realizado sin obstáculos graves, pero rápidamente fueron seguidas de la discordia interna.

Cumplida su promesa de destruir, los afiliados al Carbonarismo volvieron a sus propias tendencias, y se dividieron en cuanto se refiere a lo que había que establecer. Unos habían creído que conspiraban a favor de una monarquía única, y otros en defensa del federalismo; algunos eran partidarios de la Constitución francesa y otros de la española; muchos preconizaban la República o no sé cuántas Repúblicas, y todos se lamentaban de haber sido engañados.

Los gobiernos provisionales eran débiles desde su nacimiento, por la abierta oposición de los unos y por la inercia calculada de los otros.

Surgió la desconfianza, la incertidumbre de aquellos gobiernos con sus pretextos de no actuar, combatidos por una oposición que sólo podía vencerse actuando, quedando el pueblo y los jóvenes voluntarios abandonados, sin rumbo, sin organización y sin fines determinados.

Añadíase la ausencia de una libertad verdadera, consecuencia de los medios elegidos, porque la monarquía llamada a capitanear la insurrección traía consigo vínculos y tradiciones de todo género, hostiles al desarrollo audaz del móvil de la insurrección.

La lógica exige en todos los tiempos sus derechos. Los jefes del movimiento habían declarado implícitamente incapaz al pueblo para emanciparse y gobernarse por sí; era, pues, necesario abstenerse de armarIo, de incitarIo a tomar parte activa; era preciso substituirIo con una fuerza, buscarIa fuera de las fronteras en los gabinetes extranjeros, y obtener promesas engañosas a cambio de concesiones reales; era necesario dejar a los príncipes la libre elección de sus ministros y de los jefes del ejército, aun a riesgo -confirmado más tarde- de que fueran elegidos entre los traidores o incapaces, de ver huir a los príncipes mismos al campo enemigo o de escuchar su anatema sobre la insurrección de Leybach.

Así me parecía el Carbonarismo: vasto y poderoso cuerpo, pero sin cabeza; asociación a la cual no habían faltado generosas intenciones, pero sí ideas; privado, no del sentimiento nacional, pero sí, de la ciencia y la lógica necesarias para transformarlo en acción.

El cosmopolitismo, que una observación superficial de algunos países extranjeros le había sugerido, amplió su esfera, pero le sustrajo el punto de apoyo. La heroica y educadora constancia de los asociados, y el martirio intrépidamente afrontado, habían favorecido extraordinariamente el sentido de igualdad, en nosotros ingénito, habían preparado los caminos para la unión, e iniciado con marca de fuego y con un solo bautismo a hombres de todas las provincias y de todas las clases sociales, sacerdotes, escritores, patricios, soldados e hijos del pueblo.

Pero la ausencia de un programa determinado les arrebató siempre la victoria.

Estas reflexiones me han sido sugeridas por el examen de los intentos y de los desastres del Carbonarismo, y los hechos recientemente acaecidos en la Italia Central confirmaron mi juicio, mostrándome, al mismo tiempo, otros peligros que había que combatir; el primero de los cuales era el confiar en el apoyo de los gobiernos extranjeros para conseguir la victoria, y el segundo el entregar el desarrollo y el mando de las insurrecciones a los hombres que no habían sabido iniciarlas.

La revolución de 1831 reveló un indudable progreso en la educación de los insurgentes.

La insurrección no había invocado como necesidad indeclinable la iniciativa de las altas clases o de la milicia y había surgido de las gentes sin nombre, de las vísceras del país. Después de las tres jornadas de París, el pueblo de Bolonia se avalanzó a la oficina de Correos. En los cafés, los jóvenes subidos sobre las sillas leían en alta voz los diarios a los asistentes. Se preparaban armas, se ordenaban compañías de voluntarios y se elegían los capitanes. Los comandantes de la tropa declaraban que no se cometerían actos contra los ciudadanos. Escenas semejantes se producían en otras ciudades.

Por la naturaleza de los elementos y por las condiciones especiales de las provincias insurrectas, la revolución se encaminaba necesariamente hacia la República. Los gobiernos no podían serles favorables, y urgía buscar aliados en los elementos homogéneos, en los pueblos.

Ahora bien, el único lazo de unión entre los pueblos son las declaraciones de principios, y los revolucionarios no habían hecho ninguna.

Habían contado con la ayuda del rey, y postrado un movimiento del pueblo a los pies de la diplomacia. Era necesario suscitar la acción con la acción, la energía con la energía, la fe con la fe; y ellos, débiles, dudosos, revelaban en todos sus actos el terror de su alma. De aquí que creciera la desconfianza en el seno de las regiones insurrectas, el desaliento en otras provincias de Italia, las desilusiones diplomáticas y la inevitable ruina del movimiento.

Apoyada únicamente sobre el principio de no intervención, cayó con él.

Para decir verdad, el principio de no intervención fue proclamado explícitamente, solemnemente, por el gobierno de Francia.

Antes del movimiento, en una memoria redactada por varios italianos influyentes, se había preguntado al Embajador francés en Nápoles, Latour-Maubourg, cuál sería la conducta de Francia si una revolución en Italia provocase la intervención armada de Austria, y el Embajador había escrito al margen, de su propia mano, que Francia defendería la revolución siempre que el nuevo gobierno no asumiera formas anárquicas y reconociera, los principios de orden generalmente adoptados en Europa.

Latour-Maubourg negó rápidamente que hubiera escrito dicha nota, pero, entregada en los primeros días del movimiento al gobierno provisional, fue vista y atestiguada por uno de sus miembros, Francesco Orioli, en su libro editado en París en 1834-1835, sobre La revolution d'Italie. Además, Lafitte, Presidente de la Cámara de Diputados, profirió las siguientes palabras el día 19 de diciembre de 1830:

Francia no permitirá violación alguna del principio de no intervención ... La Santa Alianza tenía como base sofocar colectivamente la libertad de los pueblos, cualquiera qu fuese el lugar donde se levantara el estandarte; el nuevo principio, proclamado por Francia, es el de conceder franco desarrollo a la libertad, cualquiera que sea el lugar donde surja espontáneamente.

El 15 de enero, Guizot había dicho:

El principio de la no intervención es idéntico al principio de la libertad de los pueblos.

El 22 del mismo mes, el Ministro de Negocios Extranjeros declaró:

La Santa Alianza estaba fundada sobre el principio de intervención, sojuzgador de la independencia de todos los Estados secundarios; el principio opuesto, que hemos consagrado y que haremos respetar, asegura a todos libertad e independencia.

El 28, las mismas palabras fueron repetidas por el Duque de Dalmacia, y el 29 por Sebastiani.

Pero si los jefes del movimiento tenían el derecho de creer que no serían traicionados, también debían haber tenido en cuenta que en el año 1831 una guerra entre Francia y Austria debía desencadenar la guerra general europea entre los dos principios de la inmovilidad y del progreso por medio de la soberanía nacional. Y en esa guerrat si Francia no podía esperar más que triunfos, Luis Felipe corría el riesgo de perderlo todo, ahogado en el movimiento.

El impulso revolucionario que recibiría Francia hubiera arrastrado a la monarquía al vértigo de una guerra, la cual, considerando la naturaleza de los elementos en juego, habría tomado rápidamente el carácter de una cruzada republicana, y la monarquía de entonces era débil y sin raíces de simpatía popular en el país. La paz erat pues, absolutamente necesaria para la existencia de la dinastía. No habia, por tanto, más que un medio para obligarle a mantener las promesas: preparar la resistencia, prolongar la lucha el tiempo necesario para mover la opinión en Francia, y extender el movimiento en aquellas regiones, especialmente en el Piamonte, donde la intervención de Austria es inconciliable, como la de Prusia en Bélgica, con la tradición política de Francia.

La pretensión de vencer la repugnancia de Luis Felipe mostrándose débil era una locura, y una locura era también ilusionarse creyendo que el principio de no intervención impediría inmiscuirse a Austria. Aun a riesgo de una guerra, Austria no podía tolerar que frente a sus posesiones de la región lombardo-véneta se estableciese un gobierno de libertad. El gobierno de la insurrección, al no preparar la guerra, daba tiempo a Austria para destruir rápidamente los motivos de conflicto con Francia y apagar la agitación francesa. La importancia del tiempo fue comprendida perfectamente por Luis Felipe, quien, esperando que la insurrección fuese reprimida antes de que se le pidiese cuenta de sus promesas, ocultó durante cinco días al presidente del Consejo, Lafitte, inepto pero honrado, el despacho con que el Embajador francés en Viena anunciaba la invasión de Austria en la Italia Central.

Mientras tanto, los gobiernos provisionales de las provincias insurrectas habían aceptado la hipótesis de que Austria no invadiría, que daría tiempo a que la revolución se implantase con carácter de estabilidad en el corazón de Italia, y que toda la política del movimiento revolucionario debería consistir en no proporcionar motivo legítimo a la invasión.

En ningún acto fue proclamada la soberanía nacional, nadie llamó al pueblo a las armas, nunca se habió del principio de elección, y nadie intentó actuar sobre las demás provincias italianas.

El temor se transparentaba en cada decreto. La revolución, más que proclamada, parecía aceptada.

Esta ilimitada fe en todo lo que tiene aspecto de cálculo o táctica, y la perenne falta de entusiasmo, de acción y de simultaneidad de la obra, tres cosas que reúnen en sí la ciencia de la revolución, fueron y son, sin embargo, plaga mortal en Italia. Esperamos, estudiamos los acontecimientos, pero no nos lanzamos a crearlos ni a dominarlos. Honramos con el nombre de prudencia lo que en sustancia no es más que una mediocridad insoportable de concepto.

Así, los desventurados movimientos de 1820, de 1821, y de 1831 me enseñaron los errores que era necesario evitar a toda costa, pues confundiendo individuos y cosas, el fracaso daba lugar al más profundo desaliento. Personalmente, tales hechos me llevaron al convencimiento de que el triunfo era un problema de dirección. Algunos decían que la censura merecida de los hombres que habían dirigido recaía sobre el país: el simple hecho de ser ellos y no otros los que ascendieran al poder representaba para todos casi un vicio inherente a las circunstancias de Italia, algo así como la medida de la potencia revolucionaria italiana.

En aquella elección yo veía tan sólo un error de lógica, susceptible de remediarse. El defecto, que prevalece también hoy, es el de confiar la elección de los jefes de las insurrecciones a aquellos que no las han realizado.

En virtud de un sentido de legalidad, bueno en sí, pero llevado más allá de los términos del deber; por un deseo, honroso en el origen pero exagerado en demasía, de escapar a las acusaciones de anarquía o de ambición; por una costumbre tradicional de confianza, justificada únicamente en condiciones normales, en los hombres cargados de años y con nombres más o menos ilustres de la localidad; en fin, por la absoluta inexperiencia de la naturaleza y del desarroUo de los grandes hechos revolucionarios, el pueblo y la juventud habían cedido siempre el derecho de dirigir a los primeros que, con una apariencia de legalidad, se habían presentado a ejercer ese derecho.

La conspiración y la revolución han estado siempre representadas por dos órdenes diversos de hombres: unos a quienes se les deja de lado después de haber destruído los obstáculos; los otros, llamados más tarde para dirigir el desarrollo de una idea que no era la suya, de un programa que no habían madurado, de una empresa cuyas dificultades y elementos no habían nunca estudiado, y con la cual nunca se habían identificado ni por sacrificio ni por entusiasmo.

He aquí por qué la dirección de un movimiento se transforma repentinamente.

Así, en el año 1821, en Piamonte, el desarrollo del concepto revolucionario se confió a hombres que como Dal Pozzo, Villamarina, Gubernatis, habían permanecido extraños a la conspiración. De igual modo, en Bolonia, fueron aceptados como miembros del gobierno provisional hombres aprobados por el mismo gobierno que se derribaba; su título era un edicto de Monseñor Paracciani Clarelli.

Los Consejos de Administración Municipal, tomando el nombre de Consejos Cívicos, se declararon representantes legales del pueblo, y eligieron, sin derecho alguno, las autoridades provisionales.

(Dal Pozzo, expulsado después de 1821, obtuvo el permiso de repatriación vendiendo su pluma a Austria).

Por tanto, predominaban en estos consejos los hombres de edad avanzada, nutridos de viejas ideas, temerosos de la juventud y todavía aterrorizados por los excesos de la Revolución Francesa. Su liberalismo era el que hoy se llama moderado, débil, medroso, capaz de una tímida oposición legal en los pequeños detalles, sin apoyarse en los principios. Y, naturalmente, eligieron hombres de tendencias afines, descendientes de viejas familias, profesores, abogados con muchos clientes, desheredados de la inteligencia, del entusiasmo y de la energía necesarios para llevar a cabo una revolución. Los jóvenes, los confiados, los inexpertos, cedían; olvidaban la diferencia inmensa que hay entre las necesidades de un pueblo siervo y las de un pueblo libre, y que difícilmente los hombres que representaron los intereses individuales o municipales del primero son aptos para representar los intereses políticos o nacionales del último.

Giuseppe Mazzini

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