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LA LLAMADA

Durante aquellos meses de prisión en Savona (No se olvide que Guissepe Mazzini fue detenido el 13 de noviembre de 1830, acusado de ser miembro del Carbonerismo) ideé el plan de la Giovine Italia: medité en los principios sobre los cuales debía fundarse la organización del partido y el programa que debíamos resueltamente prefijamos; pensé en el modo de implantarlo, en las personas que llamaría para que me ayudasen en la iniciación, y en el posible enlace de nuestro trabajo con el de los elementos revolucionarios europeos. Éramos pocos, jóvenes, con medios e influencias limitados; pero el problema radicaba, en mi opinión, en captar la verdad de los instintos y de las tendencias, entonces mudas, pero avaladas por la historia y por los presentimientos del corazón de Italia. Nuestra fuerza debía descender de esa verdad. Todas las grandes empresas nacionales las inician hombres ignorados, del pueblo, sin otra potencia que la fe y la voluntad, para los cuales poco importan el tiempo y los obstáculos. Los influyentes, los poderosos por su nombre y por sus medios, vienen luego a vigorizar el movimiento creado por los iniciadores, y con demasiada frecuencia para desviarlo de su camino ...

Recordaré tan sólo que hasta entonces el pensamiento general de cualquier programa no era para mí un simple pensamiento político, ni la idea del mejoramiento de los destinos de un pueblo que yo veía desmembrado, oprimido y envilecido; sino un presentimiento de que Italia sería, al surgir, la iniciadora de una nueva vida, de una nueva y poderosa unidad de las naciones de Europa.

Se agitaba en mi mente, aunque de modo borroso, y a pesar de la fascinación que ejercían sobre mí, rodeado del silencio general, las voces fervientes de la conciencia directiva que partían entonces de Francia, un concepto que expresé seis años más tarde: en Europa existía un vacío; la autoridad, la verdadera, la buena, la santa autoridad, en cuya busca está siempre, nos lo confesemos o no, el secreto de la vida de todos nosotros, negada irracionalmente por aquellos que la confunden con un fantasma, con una memtira de autoridad, y creen negar a Dios cuando sólo niegan los ídolos, se había desvanecido, se había borrado en Europa; y por esta razón no existía en pueblo alguno potencia de iniciativa.

Los años, los estudios y los dolores no sólo han confirmado irrevocablemente este concepto, sino que lo han transformado en fe. Y si alguna vez, lo que no espero, me fuese dado, fundada la unidad italiana, vivir un solo año de soledad en un ángulo de mi tierra, o en esta donde escribo y que los afectos han transformado en segunda patria, intentaré desenvolver ese concepto y deducir consecuencias más importantes de lo que pueda pensarse.

Entonces, de aquel concepto no suficientemente madurado, brillaba, como una estrella del alma, una inmensa esperanza: Italia renacida, depositaria de una fe de progreso y de fraternidad, más grande y más vasta que la que dió a la humanidad en el pasado. Yo sentía en mí el culto a Roma. Entre sus muros se había elaborado dos veces la vida única del mundo.

Allí, mientras otros pueblos, cumplida una breve misión, habían desaparecido para siempre sin repetir la hazaña, la vida era eterna, la muerte desconocida. Sobre los vestigios poderosos de una época de civilización que tuvo su sede en Italia antes que en Grecia, y de la cual la ciencia histórica del porvenir mostrará que alcanzó una acción externa más amplia que la que los eruditos de hoy sospechan, se levantó, relegando al olvido, esa primera civilización, la Roma de la República, formada por los Césares, y surcó con el vuelo de sus águilas el mundo conocido, con la idea del derecho, fuente de la libertad.

Después, cuando los hombres la lloraban como sepulcro de vivos, resurgió más grande que antes y, apenas resurgida, se transformó, con los Papas, tan santos entonces como hoy abyectos, en el centro aceptado de una nueva unidad que, elevando la Ley de la tierra al cielo, sobrepuso a la idea del derecho la idea del deber común a todos, dando lugar a la igualdad.

¿Por qué no podría surgir una nueva Roma, la Roma del pueblo Italiano, de la cual me parecía entrever los signos, una tercera y más vasta unidad que armonizando tierra y cielo, derecho y deber, diese a conocer, no a los individuos, sino a los pueblos, la mágica palabra Asociación, y que mostrase a los libres y a los iguales la misión que les correspondía?

De aquellas ideas yo deducía que la nueva tarea debía ser, más que nada, moral, no angostamente política; religiosa, no negativa; fundada sobre principios, no sobre teorías de intereses; establecida sobre el deber y no sobre el bienestar.

La escuela extranjera del materialismo había desflorado mi alma durante algunos meses de vida universitaria; la historia y la intuición de la conciencia, únicos criterios de verdad, me habían reconducido rápidamente al idealismo de nuestros padres.

Giuseppe Mazzini

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