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SOBRE LAS CAUSAS DEL FRACASO DE LA REVOLUCIÓN

Europa fue sacudida desde sus cimientos.

Veinte revoluciones se agitaron sobre todas las regiones.

Francia declaró falsa la última fórmula de la monarquía, la monarquía burguesa. Alemania, la tranquila, la pensativa Alemania, vió diez centros de insurrección sobre su propio suelo. Viena oyó el rugido del león popular; el Emperador huyó, el Papa huyó. La lava revolucionaria inundó desde Milán hasta Pest, desde Venecia hasta Berlín, desde Roma hasta Posen.

La bandera que lleva escrito: Libertad, Independencia, Derecho, tremoló sobre dos tercias partes de Europa. Y todo cayó. La sangre de nuestros bravos, las lágrimas de nuestras madres, bañaron la cruz de los martirios.

La victoria abandonó nuestro campo, y nuestro grito es fatalmente el mismo que catorce años antes. Estamos condenados a repetir la llamada de 1835.

Debe existir una causa profunda de este fracaso, inherente a la constitución íntima del partido.

Superamos por valor, por devoción, por conocimiento de las necesidades del pueblo, a nuestros adversarios; dondequiera que encontremos frente a frente pueblo y gobierno, venceremos. Y no abusamos de la victoria. Al surgir derribamos el patíbulo. Nuestras manos son puras; en el exilio sólo llevamos con nosotros la conciencia limpia, nuestra pobreza y nuestra fe. ¿Por qué pues, triunfa la reacción?

Sí, la causa radica en nosotros, en nuestros defectos de organización, en el desmembramiento originado en nuestras filas con los sistemas, a veces absurdos y peligrosos, imperfectos siempre, inmaduros o defendidos por el espíritu exclusivista y feroz de la intolerancia; en nuestras desconfianzas; en nuestra perpetua y mezquina vanidad; en la absoluta falta de esa tendencia al orden regular, único que produce los grandes hechos; en el derroche de nuestras fuerzas en una multitud de pequeños centros, de pequeñas sectas, poderosas para disolver, pero impotentes para fundar. La causa se halla en el culto de los intereses materiales, que ha sustituído poco a poco a la bandera de nuestras escuelas dedicadas a la adoración de las santas ideas, al gran problema de la educación, único que puede hacer legítimos nuestros esfuerzos, al sentimiento de la vida y de su misión.

Es culpa nuestra haber olvidado a Dios, su ley de amor, de sacrificio y progreso moral, la solemne tradición religiosa de la humanidad, para sustituirla por el bienestar, el catequismo de Volney, el principio de egoísmo de Bentham, la indiferencia por las verdades de un orden superior a la tierra, únicas capaces de transformarla. La causa está en el sórdido espíritu del nacionalismo, que sustituye al de nacionalidad; en el estólido pretexto, argüído por cada uno de los pueblos, de ser capaz de resolver, con las fuerzas e instrumentos propios, el problema político parcial, económico; en el olvido de la gran verdad de que la causa de los pueblos es una, de que la patria debe apoyarse sobre la humanidad, de que las revoluciones, cuando no son un culto de sacrificio para cuantos sufren y combaten, se consumen en un movimiento circular y caen, de que el objetivo de todas nuestras guerras, y la sola fuerza capaz de vencer a la liga de los poderes surgidos del privilegio y del egoísmo de los intereses, es la Santa Alianza de las Naciones.

El manifiesto de Lamartine mató a la República Francesa, así como el lenguaje de estrecho nacionalismo sostenido en Francfort mató la revolución germánica y la fatal idea del engrandecimiento de la clase de Saboya mató a la revolución italiana.

Es necesario, hoy más que nunca, combatir estas funestas tendencias. El mal está en nosotros y es necesario vencerlo o perecer. Es natural que la verdad se revele aunque nos acuse.

Aquellos que nos extravían podrán irritarse por ello, pero el buen sentido del pueblo sabrá obtener un provecho.

En cuanto a nuestros enemigos, sus destinos dependen de que encaminemos nuestros trabajos. Su fuerza sólo reside en nuestros errores.

Caminamos en la tempestad, pero más allá de ella está el sol, el sol de Dios, espléndido, eterno. Ellos podrán, durante algún tiempo, velarlo, encubrirlo a nuestras miradas, pero jamás borrarlo del cielo.

Europa, gracias a Dios, se ha emancipado de los días de Maratón. En aquellos días el principio oriental de la inercia quedó vencido para siempre. La libertad bautizó nuestro suelo; Europa se puso en camino, Europa se mueve, y ni los pobres fragmentos de los documentos diplomáticos o principescos bastarán a detenerla.

Giuseppe Mazzini

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