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LA TRAICIÓN DE LOS LLAMADOS DOCTRINARIOS

Cautamente separada, en cuanto al modo de acción, del campo de los combatientes, y rechazando las conspiraciones y los peligros; aunque unida a ellos en el deseo de destruir el predominio de los factores retrógrados de la monarquía por derecho divino, se encontraba desde hace muchos años, en Francia, una secta de hombres que el pueblo bautizó, creo que por la ausencia de una verdadera doctrina, con el nombre de doctrinarios, pero que, con denominación hipócrita y absurda, aceptada hoy por aquellos que copian todas las cosas malas francesas, se titulaba moderada, como si pudiera existir moderación en elegir entre el bien y el mal, la verdad y el error, avanzar y retroceder.

Y esta secta, cuya constitución derivaba del primer comité de la constitución fundado en la Asamblea Nacional, al anunciarse la gran revolución, tenía como programa, más o menos claramente declarado, una monarquía moderada por la intervención de dos cámaras legisladoras, compuesta por los nobles y por la burguesía poderosa, pero cerradas al pueblo.

Debilitado el patriciado por la fuerza ineludible de las cosas, el elemento principal de la secta era la burguesía: Broglie, Royer-Collard, Guizot, Cousin, Thiers, Rossi, Odilón-Barrot, Dupin, Sebastiani y Casimir Perier fueron los directores en aquella época.

Lafayette, naturaleza débil, republicano de fe, monárquico en todos los actos de su vida, y a quien una honradez por encima de toda sospecha, circunstancias singulares y la amistad de Washington habían colocado por encima de sus méritos, entregó a ellos en 1830 la victoria del pueblo, mostrando que las revoluciones, cuando identifican sus destinos con los de un individuo, cualquiera que éste sea, preparan inconscientemente su ruina.

Antes del año 1830, aquellos hombres se habían conquistado el favor de la parte revolucionaria aproximándose al pueblo y a la juventud de las escuelas. Tenían talento, no creador, pero sí nutrido por el análisis del pasado, alimentado por estudios serios y ayudado, en la mayoría de los casos, por el estilo fácil, imaginativo y alguna vez elocuente.

La inseguridad y la vaguedad de las fórmulas, los vocablos usurpados a nuestro campo, y su contacto amistoso con varios de los más ardorosos combatientes, permitían suponer que no traicionarían la causa de la nación por vanidad o ambición del poder. Y su insistente oposición legal preparó la vía a la revolución anhelada, forzando a la monarquía a medidas extremas de represión.

El partido estimó útil, para acrecer su importancia, acogerlos y considerarlos como hombres que hubieran aceptado las aspiraciones del futuro. Y acogiéndolos, aceptó su tendencia a transigir, las reticencias jesuíticas y la funesta táctica de la oportunidad, e hizo suyo el grito hipócrita de ¡viva la Carta!, arma buena para las batallas legales en la Cámara de Diputados, pero que desviaba al pueblo de su objetivo, despojándolo de su grito propio y leal: ¡revolución!

Cuando llegó la hora de la insurrección, aquel grito mendaz, hecho grito de guerra de los combatientes, abrió el camino a los moderados para apoderarse, ayudados por la debilidad de Lafayette, del movimiento, y reducir su fruto a una carta correcta y a sustituir la rama primogénita de los Borbones por los Orleans.

El espíritu de legalidad, que había presidido quince años de hipócrita lucha parlamentaria, arrastró a Lafayette a ceder, en las manos de los doscientos veintiún miembros de la oposición en la Cámara de Diputados, los destinos de la insurrección; y los doscientos veintiuno los cedieron a Luis Felipe, y así se improvisó, a pesar de las tardías protestas de los combatientes, aquella forma de gobierno que fue designada con el nombre absurdo y engañoso de monarquía republicana, como si República y monarquía no representasen dos formas de gobierno radicalmente contrarias.

La lógica domina inexorablemente los acontecimientos. Toda violación de la fe en los principios arrastra tras de sí luchas y desventuras que nadie puede evitar. Entonces, los moderados, los hombres que habían representado en el combate el elemento burguesía, se separaron deliberadamente del pueblo, cuyo apoyo habían mendigado para vencer.

Su defección fue ostentosa y constituyó una de las páginas más llenas de vergüenza de la historia de Francia, porque arrastró a las dos terceras partes de los intelectuales franceses. Los hombres con ideal republicano fueron considerados como demagogos disolventes; los obreros como elemento peligroso, cuya amenaza era necesario combatir con un trabajo material continuo, dependiente de los capitalistas, y con su eliminación de la vida ciudadana mediante la privación de los derechos políticos. Más tarde, un ministró los comparó con los bárbaros invasores de Roma.

Recuerdo el gran dolor mudo con que nosotros jóvenes por edad, y aun más por el alma, asistimos a aquel espectáculo de disolución moral. Aquellos hombres habían sido para nosotros, pocos años atrás, los portaestandartes del partido que se proponía regenerar a Europa. De sus discursos, de sus escritos, de las elocuentes lecciones dadas en los años 1828 y 1829 a la juventud de Francia, habíamos obtenido, con admiración y amor, inspiraciones y energías para nuestro atrevimiento; copiando y trasmitiendo sus páginas de uno a otro, habíamos jurado defender los principios que contenían. Y ahora, cada día nos aportaba un tremendo desmentido de sus labios a aquellos santos principios; cada día nuestra alma recibía una nueva desilusión, cada día era derribado del pedestal de nuestro templo uno de los ídolos ante el cual habíamos quemado el incienso de nuestro corazón.

Cousin, el renovador de las disciplinas filosóficas, el apóstol ferviente de un progreso que no debía detenerse sino con el tiempo, hablando de la revolución decía: Tres días no han cambiado el aspecto de las cosas. Guizot declaraba que el gobierno mejor es aquel que goce menos del favor del pueblo. Un tercero, después de haber acusado veinte veces de egoísmo servil al gobierno de Carlos X, profería solemnemente, para justificar el abandono de los pueblos, la impía frase: La sangre francesa sólo debe correr en defensa de Francia; y otro anunciaba la caída de la heroica Polonia diciendo: el orden reina en Varsovia.

Unos aceptaban, como base de la doctrina política, la fórmula: cada uno para sí; otros truncaban toda esperanza de mejoramiento a las clases pobres iniciando la ciencia económica con otra fórmula, traducción de la política: dejad hacer; en fin, otros separaban el principio del hecho, el espíritu de la materia, y al desheredar a la sociedad de su fe, le decían: la ley es atea.

Thiers renegaba de Armand Carrel y de todos los jóvenes con los cuales había librado en el National las batallas de la libertad. Barthélemy vendía la pluma que había escrito Némesis al ministro que le libraba de las deudas.

¿Quién podría decir cuántos días de escepticismo comenzaron desde entonces, con aquellos tristes ejemplos, en las jóvenes generaciones?

Pasan ante mis ojos, pálidos fantasmas de aquellos primeros años de vida política, las imágenes de muchos jóvenes buenos, dedicados a la causa de la verdad, pero débiles y habituados a buscar sus aspiraciones en otros más que en sí mismos y que yo vi entonces, atacados por el desaliento y por las desilusiones, titubear en sus creencias, enfriarse en sus amores y desviarse inconscientes hacia el camino que va desde la inerte misantropía hasta el odioso egoísmo, amamantado por no sé qué semiciencia experimental que llaman práctica.

Nosotros nos mantenemos porque la nuestra era verdadera fe y no rebelión de derechos ofendidos o deseo de prevalecer, a nuestra vez, sobre los dominadores de entonces; pero un rayo de aquella alegría que vive en la confianza y fortifica el trabajo se apagó para siempre en nuestras almas. Con secreto orgullo italiano nos decíamos, con razón, a nosotros mismos: los nuestros serán mejores que ellos. Pero también de esta ilusión debía corregirme más tarde con amargura y dolor.

¿Eran traidores? ¿Cedían aquellos desertores de la bandera al incentivo de un egoísmo vulgar, a la fascinación ejercida por el deseo del poder, que esperaban más rápidamente y menos dividido con la adhesión a la monarquía?

Algunos fueron innegablemente perversos y despreciables hasta ese punto. Pero los más cedieron ante las consecuencias lógicas de una falta de doctrina que no hemos estudiado bastante. Su filosofía no es la filosofía del porvenir; partía del yo y en él debía encerrarse; predicaba la soberanía del individuo y no podía, por lo tanto, captar la idea de un deber por encima de todo y dominador de toda la vida.

Su política no sobrepasaba la teoría de los derechos, y esta teoría, privada de una fe profunda en el hombre colectivo, debía conducirIes a la fórmula: cada uno combata para los suyos. Su historia se derivaba de aquella doctrina, y era, para quien bien la examine, la justificación del yo más poderoso y, por tanto, la aceptación del poder del hoy. Y sus actos políticos habían estado de acuerdo con las ideas.

Así eran todos: un día aduladores del poder, otro día del pueblo, y adoradores constantes del hecho consumado o de lo que pudiera llegar a serlo. Basta, para entrever en aquellos hombres la adoración del hecho, leer atentamente la Historia de la Revolución Francesa de Thiers, que tanta fama le conquistó entre los jóvenes. Thiers admiraba la revolución, no como la victoria del eterno Derecho, sino como la grandeza espléndida de un hecho gigantesco; se postra, en aquellas páginas, ante las audacias de la Montaña, del 18 Fructidor y luego del 18 Brumario; olvida la corrupción de la República, iniciada con el Directorio, las tendencias monárquicas del Club de Clichy, los gérmenes de la aristocracia burguesa y militar, visibles en aquel tiempo; en fin, sin darse cuenta de que la idea del poder de una sola nación sustituye entonces a la idea de la emancipación de todos, exalta, orgulloso de las fuerzas de su país, aquel período en el cual Francia, en el vértice del poder, es dueña de todo el suelo que se extiende desde el Rin hasta los Pirineos, desde el mar hasta los Alpes, y los ejércitos de Holanda y España se unen a los suyos, hallándose la mitad de Europa a los pies del Directorio; y hablando de los cambios introducidos en la Constitución Cisalpina por la intervención de un simple enviado de París, Truvé, dice, sin darle importancia: Por otra parte; poco importaba la forma. Hubiera sido absurdo que Francia, creadora de aquella república, no se hubiera aprovechado de su autoridad para manejarla a su albedrío.

Para comprender lo poco que podía esperar el pueblo de aquella escuela basta recordar las líneas escritas en el Journal des Débats, órgano de los doctrinarios, cuando la lucha estaba en su apogeo con Martignac:

Fortificad el saludable predominio de la burguesía, siempre amiga del reposo y del orden; porque en último término ¿a quién perjudica la ley de la primogenitura? A la burguesía que tiene algo que dividir entre sus hijos y no al pueblo que no tiene nada. ¿Para quién es ruina el tres por ciento? Para la burguesía. ¿Quién se irrita por la censura? La burguesía, que se complace en leer y pensar libremente, y no el pueblo, cuyo tiempo apenas alcanza para ganarse la vida con un trabajo incesante.

Pero los jóvenes despreocupados e incautos de entonces, enamorados de algunos períodos de aquellas vidas múltiples, fascinados por la idea de concentrar alrededor de la bandera de la libertad la mayor cantidad de elementos intelectuales posibles, habían olvidado que sin moralidad y fe no se realizan revoluciones buenas y útiles, y que las uniones entre elementos heterogéneos, posibles después de la victoria, son casi inevitablemente fatales antes de ella.

En virtud de su doctrina eran adoradores del hecho. Thiers había dicho que el juicio sobre los problemas públicos depende del punto de vista en que nos movamos y del lugar que ocupa el que establece el juicio.

Guizot había escrito: Colocarse fuera del campo de los vencedores es un error; haciéndolo así, el poder se traiciona a sí mismo y miente a su propia naturaleza. Es una locura separarse de la fuerza cuando ésta reviste carácter de necesidad.

¿Por qué olvidaron los jóvenes de Francia esas palabras?

En el año 1830 el campo de los vencedores era el campo de la burguesía: ¿por qué esperar que los moderados se colocaran en el campo del pueblo? ¿Por qué pretender que, deduciendo consecuencias extrañas a sus tendencias, se embanderaran, por un objetivo más vasto que no comprendían, en los caminos de la lucha, del deber y del martirio, cuando deteniéndose se encontraban con libertad de acción, riqueza, poder, orgullo, y con las deducciones lógicas de sus estrechas doctrinas? Nuestra traición fue mayor que la que sufrimos.

Todo sistema político se deriva, en último análisis, de un sistema de filosofía. Las ideas preceden a los hechos y los provocan. La armonía entre la teoría y la práctica es ley en política, lo mismo que en cualquier otra cosa. Sólo puede destruirse o fundarse un sistema práctico derribando o conquistando las creencias que deben servir de base.

Toda revolución es un programa: vive de un principio nuevo, general, positivo y orgánico: es necesario aceptarlo y luego confiar su desarrollo a los hombres que creen en él y están libres de cualquier vínculo anterior con un principio diferente.

Los pueblos hacen generalmente lo contrario, y confían los hechos de su revolución a hombres y poderosos por su nombre o por sus medios, que pertenecieron a tendencias diversas y que se unieron a los combatientes por la sola razón de atacar a un poder que los oprimía o despreciaba. De aquí que siempre se produzcan desilusiones; despechos violentos, nuevas guerras entre los diferentes componentes, anarquía, discordias civiles y opiniones opuestas.

La irritación del pueblo de Francia contra los hombres colocados, por error político, a su cabeza, que traicionaron, como era de esperar, las esperanzas, sembró aquellos gérmenes de un injusto e imponente socialismo sectario que, aterrorizando a la mayor parte de la nación, debía arrastrarla más tarde a intentar el tristísimo experimento del imperio.

Los mismos errores amenazan hoy con provocar las mismas consecuencias en la Italia naciente. Y por eso me detengo sobre este período de la historia de Francia, período que yo creo que todavía no ha sido bien comprendido.

Renegando, por falso cálculo de oportunidad, de la poderosa iniciativa de un principio perfectamente confesado; aceptando de hombres de fe diversa un método de guerra que, en vez de arrastrar al enemigo hacia un terreno nuevo ignorado por él, combatía en su terreno; invocando, con el afán de luchar, una carta en la cual no creían, y en fiel cumplimiento de un pacto monárquico que pretendían derribar; siguiendo a los hombres de oposición en aquel manejo jesuítico, inmoral, de disolución, que los mismos opositores llamaron más tarde la comedia de los quince años, los hombres de la revolución de 1830 sustituyeron, sin darse cuenta, la guerra de cosas por la guerra de nombres, falsearon la dirección del espíritu nacional, robaron la conciencia de la dignidad y del derecho a las multitudes, confinaron el alma de la revolución en la estrechez de un documento inadaptado a las necesidades, mermaron la lealtad a las santas batallas del progreso y prepararon el camino al sistema de corrupción de Luis Felipe.

Los hombres de la Revolución -al menos en mi concepto- tienen una fe. Los hombres movidos por una simple reacción tienen instintos, pasiones, muchas veces generosas en su origen, pero fácilmente desviables y corrompibles cuando encuentran desilusiones y halagos de poder y los años comienzan a enfriar el entusiasmo de su sangre hirviente. A los primeros, la observación les revela la existencia de un gran vicio o de una inmoralidad en la organización social, la inteligencia les sugiere un remedio, el grito de una conciencia iluminada por un concepto religioso de la misión humana afirma el indeseable deber de dedicarse a arrancar las raíces de aquel vicio y a aplicar aquel remedio. A los segundos, hombres movidos por la simple reacción, los mueve un sentir ingénito de rebelión contra la injusticia, muchas veces el dolor y la irritación de no ser capaces de asumir su verdadero puesto en el orden social, y buscan condiciones mejores, con la ayuda de todos los que sufren por análogas causas.

Los primeros, los revolucionarios, continúan adelante, cualquiera que sea su condición individual, mientras dure el mal que combatían; los segundos se detendrán probablemente en el camino en cuanto crean que ha cesado la injusticia o cuando la caída del poder atacado acaricie su orgullo y mitigue el sentido de rebelión que los agitaba. Los hombres de la revolución pueden engañarse por lo que a los remedios se refiere, pueden prometerse demasiado para un futuro inmediato, y sustituir la intuición de su mente con la capacidad de las multitudes; pero jamás producirán desórdenes graves en la sociedad; si el concepto prematuro no encuentra eco, perecerán casi solos en la lucha. Los hombres de reacción, contentos con suscitar todas las pasiones de guerra y de actividad que hierven en los jóvenes y en el pueblo, dejando en la inseguridad la resolución del problema, y concediendo, por tanto, a cada uno la esperanza de ver aceptada su opinión, encontrarán siempre respuesta poderosa a su llamada. El objetivo de los primeros es fundar, el de los segundos destruir; aquéllos son hombres de progreso, éstos de oposición; los primeros se mueven por una ley y tratan de ponerla en vigor; los segundos por un hecho y terminan por la consagración de la fuerza. La cuestión de principios domina a los primeros; declaran lo que desean, se mueven en línea recta, olvidan las artes tácticas, renuncian a muchos elementos de triunfo, confían en la potencia de la verdad, cometen infinitos errores pequeños, pero los compensan con la prédica de máximas generales que tarde o temprano serán útiles. Los segundos se complacen en los detalles, comprenden admirablemente el análisis disolvente, y para ellos todo problema se reduce a un problema de hombres y toda guerra a una serie de pequeñas escaramuzas. Su elocuencia es vivaz, subyugante, espléndida a veces. La palabra de los revolucionarios, es con frecuencia, árida y monótona, pero siempre lógica; pueden fracasar en su intento, pero cuando logran alcanzarlo es para siempre. En cambio, las victorias de los hombres de reacción son muchas veces espléndidas, pero no durables. Los primeros invocan el deber, los segundos el derecho. Una fuerte tendencia religiosa dirige los actos de los primeros, hasta cuando, contrariando la inteligencia, parecen palabras adversas; los segundos son irreligiosos y materialistas aun cuando balbuceen el nombre de Dios; en ellos el presente domina al porvenir, el beneficio material al progreso moral. Los hombres de la primera categoría, habituados a sonreír ante el sacrificio, trabajan no tanto para la generación contemporánea como para las generaciones futuras; el triunfo de las ideas que siembran sobre la tierra es más lento, pero decisivo e infalible. Los hombres de la segunda categoría ofrecen muchas veces victorias a sus contemporáneos, pero sus hijos no podrán gozar de sus frutos. Los primeros son los profetas de la humanidad; los segundos son únicamente agitadores. El pueblo que confíe a ellos sus destinos deberá arrepentirse tarde o temprano.

Giuseppe Mazzini

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