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Unidad política. Elección.

La unidad del pueblo y de su gobierno es la expresión del fin superior que la política debe alcanzar.

Mientras en la sociedad los intereses estén en pugna, las opiniones y las clases no conseguirán entenderse. No existe mecanismo electoral, ni sufragio universal alguno que del caos pueda hacer surgir el acuerdo y la armonía.

La unidad social, es decir; la asociación de las diversas clases, es, pues, la condición sine qua non de la unidad política.

Sobre el problema del derecho político y de la participación electoral en el gobierno del Estado, existen dos escuelas diametralmente opuestas e igualmente falsas.

Una de ellas, la escue/a materialista, tiene por jefes a M. Guizot y M. Thiers. Los hombres de esta escuela no reconocen derechos políticos a priori. No admiten otros derechos que los que la ley otorga. Los derechos para ellos se fabrican en la Cámara. Existe un país legal y otro extralegal.

La otra escuela es la de los ideólogos políticos. Basada en que los derechos de los ciudadanos son iguales a priori, cualquiera sea su posición, fortuna y capacidad, sus adherentes quieren que se llame por igual e inmediatamente a todo el mundo al gobierno de la Sociedad.

Los unos, niegan el derecho y no admiten más que el hecho; los otros, sin tener en cuenta las cosas, el medio, el hecho, no quieren ni transición ni medida en el ejercicio del derecho.

Sostenemos que las dos escuelas están de igual modo equivocadas. En efecto: un hombre muere dejando niños de poca edad. Los niños heredan. El derecho de propiedad los protege a la muerte del padre. La sociedad no se rehusa en reconocerles tal derecho, pero con razón les niega el goce, el ejercicio del derecho antes de la edad en que ellos harían uso adecuado del mismo. Es decir, se les coloca bajo tutela.

Igualmente es necesario razonar con respecto a los derechos políticos de las masas. Todo miembro de la unidad nacional está, desde el nacimiento, protegido por el derecho común; pero no debe investirse a los ciudadanos del goce del derecho común relativo al gobierno de la sociedad, sino a medida que adquieran la competencia y la capacidad suficientes como para manejar sin peligro un derecho tan elevado y formidable.

Esta doctrina no deshereda a las masas de sus derechos como lo hacen los materialistas políticos; simplemente posterga su ejercicio. Mas al mismo tiempo que justifica ese aplazamiento y tutelaje, hace pesar una inmensa responsabilidad sobre los tutores, los carga del deber grave para el primer jefe de la buena gestión de los intereses de los menores y los coloca solemnemente en condiciones de acelerar en la medida de sus fuerzas, el desarrollo de la capacidad de los menores y su advenimiento a la competencia y al goce de sus derechos.

Si los tutores administran con egoísmo los intereses de los menores, si su gestión es infiel, si además, por culpable indiferencia, los comprometen, burlándose de los derechos de éstos; si los menores, llevados al extremo, se insurreccionan contra sus tutores, los expulsan o los destrozan, los tutores deben imputarse la catástrofe. Una revolución es siempre una gran desgracia: pero existen desgracias provocadas, justificadas y merecidas. A los tutores del pueblo les corresponde, pues, precaverse.

A consecuencia de estos principios, se nos hallará poco partidarios del sufragio universal; pero muy dispuestos en apoyar combinaciones que introducirían más inteligencia, capacidad y, al mismo tiempo, más libertad, verdad y orden en nuestro vicioso sistema electoral.

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