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9.- Escisión del Partido Conservador; formación del Partido de los Conservadores Progresistas.

Pero, gracias a Dios y a los nobles sentimientos del siglo, la escuela de los doctrinarios estáticos agoniza. Un grandioso y favorable movimiento se opera en el seno del partido conservador.

En adelante, dentro de él existen dos corrientes que se singularizarán crecientemente: la de los conservadores progresistas y otra a la cual M. de Lamartine, desde la tribuna parlamentaria, ha infligido el mote de anquilosados.

Cuando el partido conservador interpone un dique al torrente revolucionario, reprime el motín o mantiene con energía la paz europea, exclamamos: Honor al partido conservador. Ese partido llenó bizarramente la primera parte de su tarea, y al cumplirla rindió un servicio a la civilización y a la humanidad.

Pero si reconocemos voluntariamente que dicha oposición fue gloriosa y legítima durante la época en que la sociedad se hallaba presa de convulsiones, no necesitamos en declararla ilegítima y absurda en el instante en que ha entrado en condiciones de paz y de orden, desde el momento, en una palabra, en que sólo es una oposición sistemática y ciega a la aplicación de los principios de justicia y de libertad.

El número de conservadores que participan respecto de nuestras doctrinas aumenta diariamente. En el seno del antiguo partido la escisión se esboza y se acentúa progresivamente. La inmensa mayoría abjura del espíritu doctrinario puro, e incluso el mismo jefe de la escuela tal vez se enmiende. M. Guizot, que expresamente tomamos como símbolo y personificación de las tendencias gubernamentales puras, no cuenta con las simpatías de la Cámara. Como en tiempos del 11 de octubre, no son sus amigos quienes lo sostienen, sino más bien los enemigos de M. Thiers; y M. Thiers en Francia tiene por enemigos a todos cuantos temen la guerra y los gastos alocados. A tal título y a falta de otro mejor, aceptamos también preferentemente el ministerio de M. Guizot. En suma, el partido conservador tolera a M. Guizot. No lo reconoce más como su representante. Esta repulsión general hacia las doctrinas del ministro, de quien se admira el talento y se estima la persona, es un síntoma halagüeño de las tendencias progresistas del parlamento.

M. Thiers, eterno rival del jefe de la escuela doctrinaria, sin tener como este último odios sistemáticos contra las ideas de progreso, no merece más que aquél el epíteto de progresista. En historia como en política, M. Thiers personifica únicamente la ambición resonante y la intriga parlamentaria. Eminentemente escéptico, como para estar presto a todas las conversiones, ningún movimiento de opinión podría contar con él, ni ningún partido otorgarle apoyo salvo uno de incautos. En el examen del estado de las opiniones contemporáneas no nos ocuparemos, pues, de M. Thiers. M. Thiers no representa ni idea ni opinión alguna.

De modo que la escuela de los anquilosados o de la oposición sistemática no cuenta tampoco, como podría creerse, con gran número de adeptos. Aparte de los protegidos, los ambiciosos acomodados y los altos barones de la banca, sólo le quedan los miedosos, esas buenas gentes que pretenden que vivimos actualmente en el mejor de los mundos, fuera de los facciosos, los malos sujetos y los utopistas.

La porción sana del partido conservador marcha hacia la democracia progresista y organizadora. Comienza a simpatizar con los sufrimientos de la masa y a acoger las ideas capaces de conducir a un mejoramiento cualquiera en la suerte de la mayoría, sin comprometer los derechos adquiridos. Sólo falta a los hombres de este matiz un más grande ardor, el fuego sagrado de la humanidad y la ciencia del progreso; es necesario entusiasmarlos e instruirlos.

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