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11.- El infierno social. Exigencia absoluta de una solución.

Está comprobado que nuestro régimen de libre concurrencia, a impulsos de una economía política ignorante y proclamada para abolir los monopolios, desemboca en la organización general de grandes monopolios de las más diversas especies; que por doquier la libre concurrencia muéstrase depreciadora del salario y realiza una guerra permanente de brazos, de máquinas y de capitales entre sí, guerra en que los débiles sucumben fatalmente; que en el sistema industrial y comercial vuelve endémica las quiebras, las bancarrotas, el entorpecimiento de los negocios y las crisis y sin cesar siembra el suelo de despojos y de ruinas; y, en fin, que las clases bajas y las clases medias no obtienen, como precio de una labor excesiva, sino una existencia penosa o miserable, siempre precaria, llena de zozobras y de dolores.

Está establecido por los documentos más auténticos (1) que, mientras un pequeño número de ricos se vuelven más ricos, la suerte de las clases medias e industriales empeora incesantemente. Nuestro régimen industrial es, pues, un verdadero infierno: realiza, sobre inmensa escala, las concepciones más crueles de los mitos antiguos. Nuestras masas, despojadas y pobres, sumergidas en los raudales del gran lujo de las capitales, contemplan, a cada paso, en las casas de cambio, arcas llenas de dinero y de oro; ven en las numerosas tiendas los vestidos más confortables, telas riquísimas, los comestibles más sustanciosos, salpicados por brillantes aderezos; excitados por los ruidos y los sonidos que salen de los teatros, estimulados por el aspecto de todos los goces que les están prohibidos, ¿no ofrecen acaso una realización humana inmensa del suplicio de Tántalo, atormentado por el hambre y la sed eternas en medio de los frutos y de las aguas engañadoras que huyen perennemente de sus desecados labios? ¿Piénsese si el suplicio de Sísifo, condenado a elevar sin cesar hacia la cima de una montaña una pesada roca que vuelve a caer, sea más cruel que el de esos desventurados padres de familia que trabajan durante su vida con encarnizamiento con el fin de amasar algunos bienes para la ancianidad y para sus niños, y al alcanzar a realizar ambos propósitós, o bien los establecimientos creados con tanto sacrificio caen bajo el fuego de una concurrencia aplastadora, o si no se desploman bajo el golpe de las bancarrotas y de las crisis que periódicamente destrozan a la industria? En fin, las cincuenta Danaides que sin cansancio vierten en toneles sin fondo torrentes de agua que se escurren continuamente ¿no simbolizan por ventura de modo fiel la implacable suerte de las clases bajas y medias, condenadas a extraer del seno de la tierra y de la producción de los talleres, por un trabajo sin desmayos, torrentes perpetuamente renovados de riquezas, que se escapan siempre también de sus manos y van fatalmente a acumularse en las amplias reservas de la aristocracia del dinero?

Nuestro régimen industrial, fundado sobre la concurrencia sin garantías y sin organización es, pues, un infierno social, una vasta realización de todos los tormentos y suplicios del antiguo Ténaro. Existe, no obstante, una diferencia: las víctimas del Ténaro eran culpables; y en el infierno mitológico existían jueces.

Y semejante estado de cosas pretende imponerse a las masas y a las inteligencias contemporáneas como la organización normal, como el nec plus ultra de la forma social y como el modo más perfecto y justo del ejercicio de la industria y de la economía de la propiedad. Esto es imposible. Y no cesaremos de gritarlo hasta que todos lo reconozcan: querer inmovilizar a la sociedad en este sistema y pretender constreñir a la humanidad a hacer alto en semejante infierno social es provocar infaliblemente revoluciones espantosas. Con nosotros entonces los conservadores inteligentes y previsores. Con nosotros los hombres esclarecidos de las clases superiores y medias, los hombres de corazón de todas las clases. Nuestra sociedad, atormentada ya por cincuenta años de revoluciones y deslizándose rápidamente hacia la plena Feudalidad, se halla en un estado de crisis que exige estudios serios y remedios rápidos, si se quieren conjurar las tempestades.

Es evidente que nuestros hombres políticos, que se ocupan únicamente de problemas de organización, y toda la vieja prensa política, que sólo se consagra a las intrigas parlamentarias, desatinan y no están encuadrados en el problema de la época. El problema de nuestra época es social; es de naturaleza económica e industrial, y sobre el terreno social es hoy hacia donde conduce a los espíritus el grandioso movimiento de los hechos y de las ideas, lo que nos impone dirigir a ese terreno las investigaciones y prodigar las enseñanzas y las luces.


Nota

(1) Se desprende de los documentos estadísticos recogidos y publicados recientemente por M. Porter -jefe de la oficina de estadística de Londres- que el consumo de las clases pobres va disminuyendo día a día en Gran Bretaña. Estos documentos nos enseñan, entre otros hechos notables, que en 1824 se habían vendido en el mercado de Smithfield, que es el mercado de abasto de la ciudad de Londres, 163.000 bueyes y más de 1.200.000 ovejas, mientras que en 1841, a pesar del considerable acrecentamiento de la población desde 1824, se han vendido en este mismo mercado 166.000 bueyes y 1.300.000 ovejas solamente. Lo que impulsa a M. Porter a establecer que, proporcionalmente a la población, Londres ha consumido mucho menos carne en 1841 que en 1824, cerca de un cuarto de menos.

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