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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

INTRODUCCIÓN


Dich stört nicht im Innern
Zu lebendiger Zeit
Unnützes Erinnern
Und vergeblicher Streit

GOETHE (1)


Abandoné Rusia en medio de un invierno frío y nevado por un pequeño camino transversal y poco frecuentado que sirve únicamente para unir el gobierno de Pskov con la Livonia. Estas dos regiones que se tocan tienen sin embargo poco en común. Alejadas de toda influencia exterior, ofrecen un contraste que en ninguna otra parte se presenta con tanta desnudez y, por así decir, con tanta exageración.

Es una roturación junto a un entierro, la víspera tocando el mañana, una germinación penosa y una agonía difícil. De un lado, todo huele a cal, nada está terminado, nada está aún habitable, maderas de construcción y paredes desnudas por todas partes. Del otro, todo huele a moho, todo está en ruinas, todo es inhabitable. Grietas, ruinas y escombros por todas partes.

Entre los bosques de pino salpicados de nieve y las grandes planicies, aparecen los pueblecitos rusos que se destacan bruscamente sobre un fondo de deslumbrante blancura. El aspecto de estas pobres comunas rurales tiene para mí algo de profundamente conmovedor.

Las casitas se agolpan entre sí como si prefirieran abrazarse juntas a dispersarse. Los campos sin vallas ni cercados se pierden detrás de las casas en una infinita lejanía. La cabañita es para el hombre, para la familia; la tierra para todos, para la comuna.

El campesino que habita esas casitas se mantiene en el mismo estado en que lo sorprendieron los ejércitos de Genghis-Khan. Los sucesos de los últimos siglos han pasado ante él sin ni siquiera despertar su preocupación. Su vida transcurre en una existencia intermedia entre la geología y la historia, es una conformación que tiene un carácter, una manera de ser, una psicología, pero no una biografía. Al cabo de dos o tres generaciones, el campesino reconstruye su casita en madera de pino que se deteriora poco a poco sin dejar más huella que las suyas.

Si le hablamos, vemos enseguida si estamos frente a la senectud o a la infancia, a la barbarie a la que sigue la muerte o a la que precede a la vida. Hablémosle su lengua, tranquilicémoslo, mostrémosle que no somos sus enemigos. Lejos de mí el burlarme del temor de un campesino ruso frente a un hombre civilizado. El hombre civilizado que conoce es su señor o un empleado del gobierno. En efecto, el campesino desconfía de él, lo mira sombríamente, lo saluda con reverencia y se aleja; no lo estima. No teme en él una naturaleza superior sino una fuerza mayor. Está vencido pero no es su lacayo. Su lengua ruda, democrática y patriarcal no ha recibido la educación de las antesalas. Sus rasgos, de una belleza varonil, han resistido la doble servidumbre al zar y al señor. El campesino de la Grande y Pequeña Rusia tiene un espíritu muy delicado y esa vivacidad casi meridional que es difícil de encontrar en el norte. Habla bien y mucho; el hábito de estar siempre con sus vecinos lo ha hecho comunicativo.

... Habiendo llegado a uno de los últimos albergues rusos, esperábamos los caballos de posta en una piececita caliente como un invernadero. La mujer del dueño, sucia, mal peinada y gritona, nos forzaba a tomar té. Cansado de contemplar un grabado -muy interesante- que adornaba la pared encima de un sofá de cuero, me sentí encantado de escuchar ruido delante de la casa.

Sin embargo, antes de dejar el tema del grabado, quiero hacer conocer su contenido, que es muy característico. Pertenece aparentemente al tiempo que siguió al reinado de Pedro I. Este estaba sentado delante de una mesa cubierta de manjares y recipientes. El príncipe Menshikov se inclinaba ante él profundamente y le presentaba y ofrecía una joven, la futura emperatriz Catalina II. La inscripción decía: El hombre bueno cede a su zar bienamado lo que tiene de más preciado.

Hoy me arrepiento de no haber comprado ese grabado.

Salí para informarme qué era lo que provocaba el tumulto. Un oficial se agitaba frente a un grupo de iamshiks (conductores), injuriando a todo el mundo y gritando a voz en cuello. Los iamshiks lo miraban con esa irónica impasibilidad característica de los campesinos rusos. El jefe de la posta se mantenía detrás del oficial completamente borracho. El también gritaba pero, al mismo tiempo, guiñaba el ojo y hacía gestos de complicidad a los campesinos.

- ¿Dónde está el starosta (Funcionario encargado de labores policiacas y administrativas en la Rusia zarista)? ¿Dónde está el starosta? -gritaba el oficial echando espuma por la boca.

- ¿Dónde está el starosta? -repetían algunos campesinos con cierta tranquilidad apática que haría enfurecer a un santo-. Ahí no está, tres hombres fueron a buscarlo. En la taberna no está y en lo de su madrina tampoco. ¿Dónde puede estar? Es sorprendente.

Con toda seguridad el starosta estaba allí, en el grupo.

- ¡Bandidos! -gritaba el jefe de la posta-. ¡Ah bandidos! que no quieren buscar al starosta.

- ¿Y usted? -replica el oficial-. ¿Qué clase de jefe de posta es usted entonces? Así es como se le obedece. ¡Qué bien representa a la autoridad! Voy a hacer un informe, yo mismo voy a escribirle al conde Adlerberg (ministro de la posta), lo conozco personalmente.

- Proteged a un padre de familia, veintitrés años de servicio, medalla por la toma de Varnao (Fortaleza ubicada en el Mar Negro, conquistada por el ejército ruso durante la guerra contra Turquía en 1828) Dos heridas, una bala de tanto en tanto, condecoración por un servicio irreprochable de veinte años -repetía maquinalmente el jefe de posta sin asustarse demasiado.

Como el asunto no marchaba, el oficial increpó a un jovencito de dieciséis a diecisiete años.

- ¿Cómo? -dice- ¿Te ríes en mis narices? ¡Te voy a enseñar a respetar a los mayores! -y se lanza sobre el joven.

Este, esquivando el puñetazo con que el oficial lo amenazaba, se echó a correr. El oficial quiso perseguirlo pero la nieve era tan profunda que se enterró hasta las rodillas. Los campesinos explotaron de risa.

- ¡Esto es una rebelión! ¡Una rebelión! -gritó el oficial mientras ordenaba imperiosamente al jovencito, quien ascendía como langosta a la cima de un árbol, que descendiera-.

- No -respondió el otro-, no descenderé, tú vas a pegarme ...

- Desciende, pillo, desciende -agregaba el jefe de posta. El joven sacudía la cabeza.

- Ahí ve -continúa el jefe de posta hablando con el oficial- su gracia. Ahora puede usted juzgar por sí mismo con qué hombres tenemos que trabajar de la mañana a la noche. ¡Peores que los turcos! ¿Cuándo me librará Dios de este infierno? Sólo me quedo porque me faltan tres años para la pensión. Pero, esté usted tranquilo, su gracia, buscaré por todas partes a esos bandidos y los llevarán aunque sea sin dinero. Voy a enviar a buscar inmediatamente al comisario del distrito; no está lejos. A ocho leguas de aquí, para ser más exacto a siete leguas y media. Mientras espera ¿ quisiera su gracia tomar un poco de té? ...

- Pero, ¿usted está loco? -le dice el oficial con tono desesperado-. ¿Cómo quiere que pierda mi tiempo esperando al comisario? ¡Déme los caballos, déme los caballos! ...Como mi vehículo ya estaba enganchado, no pude saber cómo terminó la historia. Pero estoy seguro de que el oficial fue engañado. El conductor sonrió durante todo el viaje. La historia del oficial le estaba dando vueltas en la cabeza.

- Es impulsivo, el oficial ... -le dije.

- No es nada -me respondió- ya vimos, desde el comienzo, que se cansaría pronto.

... Un trayecto de dos horas es suficiente para entrar en otro mundo. Es como un cambio de escenario. El terreno se hace más accidentado, hasta ligeramente montañoso, el camino serpentea. Ya no es esa línea recta, infinita, trazada sobre un océano de nieve que Mickiewicz (Poeta romántico polaco nacido en 1798 y muerto en 1855) describió tan bien.

La primera posta de Uvonia estaba ubicada sobre una montaña. Entré en la Passagierstube. En esta habitación reinaba tanta limpieza, tanto orden, que se diría que se la había pintado el día anterior o que se esperaba una visita al día siguiente. Arena sobre el entarimado, geranios y romeros en las ventanas, un piano de cuatro octavas y media en un rincón, una biblia luterana sobre una mesa cubierta con mantel blanco. Entre algunas litografías y con un marco un poco menos costoso había una estampa. Se trataba de An meinem lieben Fritz, una especie de testamento idílico escrito por Federico Guillermo III para su hijo.

El jefe de posta, viejo bonachón, con ese aire de ingenuidad beata que sólo poseen los alemanes, se había puesto para mí su hábito gris adornado con botones de nácar. Viendo que yo leía el testamento, se aproximó y comenzó una conversación respetuosa, dándome a cada instante el título de barón, de Freiherr (barón) y de Hochwohlgeboren (señoría). Entre otras cosas, me dijo que nunca había podido leer las emocionantes palabras del buen rey difunto sin que cayeran lágrimas de sus ojos.

Como el jefe de posta decía que el viento hacía presentir una noche muy tormentosa y me aconsejaba permanecer hasta la mañana, quise ver lo que había allí y salí a la calle. Una brisa fuerte y helada soplaba entre las ramas desnudas de los árboles y los sacudía con violencia. De tanto en tanto, las nubes movidas por el viento descubrían el creciente de una luna pálida. Se veía entonces una torre semiderruida, resto de un castillo. Detrás de una puerta desvencijada que en otros tiempos conducía al castillo, estaban sentados una decena de fineses bajitos, esmirriados, pálidos y de cabellos pajizos. Su lengua, completamente extraña para nosotros, sonaba en mis oídos en forma desagradable. Sobre la puerta estaba clavada un águila embalsamada. Un joven rubio y esbelto, de bigote retorcido y con el fusil sobre la espalda, apareció y desapareció en un instante. Subió a un pequeño trineo que él mismo conducía. El atelaje de su caballo, en lugar de estar adornado con el arco de madera ruso, hacía resonar una veintena de campanillas. Un lebrel corría detrás, husmeando la tierra helada.

En Livonia y Curlandia no hay pueblos parecidos a los rusos. Son granjas diseminadas alrededor de un castillo. Las cabañas de los campesinos están separadas. No existe la comuna rusa. Estas granjas están habitadas por un pueblo pobre, bueno pero poco dotado, sin porvenir, aplastado por una servidumbre secular, resto de una población que se ha sumergido bajo las oleadas de otras razas. La distancia entre los alemanes y los fineses es inmensa. La civilización germana, hay que decirlo, era muy poco comunicativa. Los fineses de estas regiones se han mantenido semisalvajes incluso después de tantos siglo de continua relación con los alemanes. El emperador Nicolás fue el primero en pensar en su educación -a su manera, por supuesto-, e hizo de ellos griegos ortodoxos.

Pero en Riga comprendí toda la diferencia entre el mundo que acababa de dejar y el mundo al que accedía: en esa ciudad de privilegios, de corporaciones, de Zünfte (gremios), de espíritu hanseático y luterano, donde el comercio mismo es retrógrado y estacionario, donde la población rusa pertenece a dirigentes reaccionarios expatriados hace dos siglos porque encontraban demasiado revolucionario el régimen del zar Alexis y demasiado audaces las innovaciones del patriarca Nicon.

Judíos demacrados, cubiertos con un gorro de terciopelo negro, de piernas delgadas, en calzones cortos, calzados con medias de algodón y sandalias en la época más fría de un invierno báltico; negociantes alemanes con un aire de majestad senatorial que impulsa a tomar otro camino para no encontrarlos ... En el casino, en el club, no se habla más que de los monopolios concedidos a la ciudad en 1600, de las franquicias otorgadas en 1450, de las últimas innovaciones realizadas en 1701 ...

Los alemanes del Báltico, hijos de una vieja civilización, hace siglos ya que se abrieron del gran movimiento histórico. Adoptaron entonces una actitud rígida, permanecieron como eran sin adquirir nada después. Pusieron orden, regla y medida en sus ideas y en sus asuntos y no se desviaron de eso. Resulta entonces evidente que desde entonces detesten la indeterminación, la exageración y el desorden que reinan, no solamente en las leyes, sino también en las costumbres rusas.

Nosotros nunca hemos llegado a una estabilidad determinada, la buscamos, aspiramos a un orden social más adecuado a nuestra idiosincrasia y mientras tanto nos quedamos en una situación provisional y arbitraria que detestamos y aceptamos, de la que quisiéramos deshacemos pero a la que soportamos de mala gana. Ellos, por el contrario, son verdaderos conservadores: como han perdido mucho, temen perder lo que les queda. Nosotros sólo tenemos para ganar, nada para perder. Obedecemos por obligación, las leyes las tomamos como prohibiciones, como trabas, y las violamos cuando podemos, o nos atrevemos, sin ningún escrupulo. Ellos, por el contrario, las toman en serio pues infringirlas sería un crimen. La ley permite que se sostenga lo otro: un absurdo evidente para todos. Ellos tienen una sólida moralidad, nosotros sólo un instinto moral.

Los alemanes del Báltico tienen sobre nosotros la ventaja de poseer normas positivas, bien elaboradas; pertenecen a la gran civilización europea. Nosotros tenemos sobre ellos la ventaja de la fuerza bruta, de un cierto impulso en la espera. Allí donde ellos están bloqueados por la conciencia, nosotros lo estamos por el gendarme. Nosotros cedemos porque nuestra aritmética es débil; su debilidad es algebraica, ínsita en la propia fórmula.

Nuestra conducta tolerante, el poco cuidado de las formas, la ostentación de nuestras pasiones semibárbaras y semicorrompidas, los lastima profundamente. Ellos nos aburren mortalmente con su pedantería burguesa, su purismo afectado y su conducta irreprochablemente mezquina.

Para ellos un hombre que gasta más de la mitad de su entrada es tachado de hijo pródigo, de dilapidador. Entre nosotros, un hombre que se limita a comer con lo que gana es considerado como un monstruo de avaricia.

Esta antítesis tan tajante, tan exagerada, entre Rusia y las provincias del Báltico, se reproduce, en su esencia, entre el mundo eslavo y Europa. La diferencia reside en que en el mundo eslavo existe un elemento de civilización occidental en la superficie y en el mundo europeo un elemento completamente bárbaro en la base. Mientras los campesinos de Pskov no tienen absolutamente nada de civilizado, lo que ocultan los alemanes bálticos no es una población bárbara y homogénea, sino una población en decadencia y completamente heterogénea.

Los pueblos germano-latinos produjeron dos historias, crearon dos mundos en el tiempo y dos mundos en el espacio. Y dos veces se deterioraron. Es muy posible que tengan la suficiente energía, la suficiente fuerza como para sufrir una tercera metamorfosis, pero ésta no podrá producirse sobre las formas sociales existentes porque ellas están en flagrante contradicción con el pensamiento revolucionario. Ya hemos visto que para que las grandes ideas de la civilización europea se realicen, les es menester atravesar el océano y buscar un suelo menos sembrado de ruinas.

Toda la existencia pasada de los pueblos eslavos, por el contrario, posee un carácter de iniciación, de toma de posesión, de crecimiento y de aptitud. Acaban de entrar en el gran río de la historia. Nunca tuvieron un desarrollo conforme con su naturaleza, su talento y sus aspiraciones. ¿Cuáles son estas aspiraciones? Lo veremos enseguida. Me limito a decir que no están formuladas como teorías pero existen en la vida popular, en sus cantos, en sus leyendas, preexisten en el habitus de todas las razas eslavas. Es un instinto, una fuerza natural, constante pero confusa, entremezclada más con lucubraciones nacionales y religiosas que con elementos razonados y rígidos.

La historia de los eslavos es pobre. A excepción de Polonia, pertenecen más a la geografía que a la historia.

Existe un pueblo eslavo que sólo tuvo existencia durante una lucha: la guerra de los taboritas (Refiérese al movimiento político-religioso generado en el siglo XV, llamado de los hussitas en referencia al apellido de su lider principal Juan Huss, también conocido como taboritas referente al monte Tabor en el cual, ha decir de su guía principal, descenderían los ejércitos celestiales para apoyarles). Hay otro que no ha hecho otra cosa que trazar sus límites, abonar el terreno, preparar su lugar y unir forzadamente y en forma provisional a la sexta parte del globo terrestre a la que toma como ruedo ...

... Estos pueblos, tan poco notorios en su pasado, ¿tendrán algún derecho en el porvenir?

Estamos lejos de pensar que el porvenir pertenezca a todas las razas que no han logrado nada y no han hecho más que sufrir.

Pero puede pertenecer a aquellas que sin título ni invitación ocupan hábilmente su lugar r en el gran concilio de las naciones activas, que fuerzan su entrada en la historia, que se inmiscuyen en todo impulsadas por una actividad devoradora, que emplean la imaginación y se lanzan a cara descubierta en la corriente arrolladora de la historia.

En la aparición de ciertos pueblos hay algo que obliga al pensador a detenerse, a meditar. algo que lo inquieta como si sintiera una nueva mina subterránea, una nueva fuerza, una fermentación sorda que busca fluir a la superficie y desbordarse, como si escuchara pasos de gigantes que se aproximan desde una desconocida lejanía.

Tal es el papel de Rusia después de Pedro I.

Hace menos de un siglo, Francia discutía aún el título de emperador a los zares. Ahora ya no se trata del título sino del hecho de la dominación rusa que se extiende hasta el Rin (2), desciende hasta el Bósforo y llega por otro lado hasta el Océano Pacífico.

¿Cuál es el sentido de estas pretensiones arrogantes, de estas lamentables concesiones?

¿Acaso son los hunos que acuden para terminar con Roma y perderse después entre los cadáveres? ¿O los osmanlíes, que quieren probar una vez más si la cristiandad está preparada para la tumba?

¿Se trata acaso de una catástrofe, de un cataclismo, de una manga de langostas, de un incidente terrible acaecido durante el entreacto que separa dos mundos, de una de esas apariciones lúgubres que precipitan el desenlace? ¿O es el comienzo de un nuevo orden de cosas y los eslavos cumplen el papel de los antiguos germanos con relación a un mundo que se va?

La posibilidad de plantear estas preguntas es suficiente para que todo lo que pueda decirse sobre el tema sea de gran interés. ¿Y si se tuviera la osadía de llegar a afirmar que esas aspiraciones vagas de los pueblos eslavos coinciden con las aspiraciones revolucionarias de las masas en Europa, que en esos coros lejanos resuenan los mismos acordes que se escuchan en la profundidades subterráneas del viejo mundo? ¿Si se llegara a probar que los bárbaros del norte y los bárbaros de entre casa tienen, sin saberlo, su común enemigo en el viejo edificio feudal, monárquico, y su común esperanza en la revolución social?

El emperador Nicolás puede ejecutar grandes obras cuyo sentido se le escapa, humillar a su voluntad la estéril arrogancia de Francia y la majestuosa prudencia de Inglaterra, puede declarar a la Puerta rusa y a Alemania moscovita: no tenemos ninguna piedad por todos esos impotentes. Pero lo que no puede es impedir que otra liga se forme a sus espaldas y que la intervención rusa sea el golpe de gracia para todos los monarcas del continente, para toda la reacción, el comienzo de la lucha social, armada, terrible, decisiva.

El poder imperial del zar no sobrevivirá a esta lucha. Vencedor o vencido, pertenece al pasado. No es ruso sino profundamente alemán, alemán bizantinizado. Dos nombres para la muerte.

Entre nosotros hay dos nombres para la vida: la juventud y el elemento socialista.

- Los jóvenes también mueren alguna vez -me decía en Londres un hombre muy distinguido, con quien hablábamos de la cuestión eslava.

- Es cierto -le respondí-. Pero lo que es mucho más cierto es que los viejos mueren siempre.

Londres, 1 de agosto de 1853.



NOTAS

(1) En tu existencia, plena de linfa y de vida, no te turban inútiles recuerdos ni vanas discusiones (De la poesía: A los Estados Unidos).

(2) Alemania no existe más que de nombre. Se trata de las provincias bálticas a las cuales se les ha dejado algunos derechos ilusorios, como por ejemplo el de estar sujetos no solamente a Nicolás sino también a sus pequeños príncipes. En los últimos días los periódicos anunciaban que la gran duquesa Olga había llegado con su marido, el príncipe real de Wurtemberg. Nadie se sorprende al leer esta frase.

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