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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO PRIMERO

RUSIA Y EUROPA


Hace dos años publicamos una carta sobre Rusia en el opúsculo Vom andern Vier (1). Como nuestra opinión no ha cambiado desde entonces creemos un deber extraer los siguientes pasajes:

La nuestra es una época penosa. A nuestro alrededor todo se descompone, todo se agita como en un vértigo, como en una fiebre maligna. Los más negros presentimientos se realizan con espantosa rapidez ...

Un hombre libre que se niegue a inclinarse ante la fuerza pronto no tendrá otro refugio en Europa que el casco de un navío levando anclas hacia América.

¿Debemos acaso apuñalamos como Catón porque nuestra Roma sucumbe y no vemos nada o nada queremos ver fuera de Roma? ...

Se sabe sin embargo lo que hizo el pensador romano que sentía profundamente todo el dolor de su tiempo: abrumado de tristeza y desesperación, comprendiendo que el mundo al que pertenecía se desintegraba, arrojó su mirada más allá del horizonte nacional y escribió un libro: De moribus germanorum. Y tenía razón, porque el porvenir pertenece a esas poblaciones bárbaras.

Si bien no profetizamos nada, tampoco creemos que los destinos de la humanidad estén centrados en Europa occidental. Si Europa no llega a levantarse por una transformación social, otras regiones se transformarán. Hay algunas que ya están preparadas para este movimiento: otras se preparan. Una es ya conocida: los Estados Unidos de América del Norte; la otra está llena de fuerzas pero también de salvajismo y se la conoce poco o mal.

Europa entera, en todos los tonos, en los parlamentos y en los periódicos, en los clubes y en las calles repite el grito del Berliner Krakehler: ¡Vienen los rusos, vienen los rusos!

En efecto, no sólo vienen sino que ya han llegado gracias a los Habsburgo y tal vez avanzarán más gracias a los Hohenzollern (Refierese a la actitud contrarevolucionaria rusa de cara a los acontecimientos en Hungria durante 1849 al igual que a la injerencia en las relaciones austro-prusianas). Pero nadie sabe con exactitud quiénes son esos rusos, esos bárbaros, esos cosacos. Europa no conoce a este pueblo más que por una lucha de la que él salió vencedor. César conocía mejor a los galos de lo que la Europa moderna conoce a Rusia. Mientras ella tenía fe en sí misma y el porvenir se le presentaba como una continuación de su desarrollo, podía dejar de ocuparse de los otros pueblos. Actualmente las cosas han cambiado mucho y esta ignorancia soberbia no tiene ya espacio en Europa.

Cada vez que ella reproche a los rusos ser esclavos, éstos tendrán derecho a preguntarle si ella es libre.

En realidad, el siglo XVIII prestaba a Rusia una atención más seria y profunda de lo que lo hace el siglo XIX, tal vez porque le temía menos. Hombres como Muller, Schlozer, Ewers, Lévesque, consagraron una parte de su vida al estudio de la historia rusa de un modo tan científico a como lo hicieran Pallas y Gmelin en el aspecto físico. Por su parte, algunos filósofos y publicistas observaban con curiosidad el fenómeno de un gobierno a la vez despótico y revolucionario, y verificaban que el trono fundado por Pedro I tenía poca analogía con los tronos feudales y tradicionales de Europa.

Los dos repartos de Polonia (Herzen inexplicablemente pasa por alto que, de hecho, los denominados repartos de Polonia, no fueron dos sino tres, ocurridos en 1791, 1793 y 1795), constituyeron la primera infamia que mancilla a Rusia. Europa no comprendió todo el alcance de este acontecimiento pues entonces estaba ocupada con otras cuestiones. Asistía, casi sofocada, a los grandes hechos que anunciaban la Revolución francesa. La emperatriz de Rusia tendió a la reacción su mano chorreante de sangre polaca y le ofreció la espada de Suvorov, ese feroz carnicero de Praga. La campaña de Pablo en Suiza y en Italia no tuvo absolutamente ningún sentido; lo único que podía lograr era levantar a la opinión pública contra Rusia.

La extravagante época de esas guerras absurdas que los franceses nombran todavía como el período de su gloria terminó con su invasión a Rusia: esto significó una aberración tanto como la campaña de Egipto. Bonaparte quiso mostrarse al universo de pie sobre un montón de cadáveres; a la ostentación de las pirámides quiso agregar la de Moscú o el Kremlin, pero no lo logró. Levantó contra él a todo un pueblo que tomó resueltamente las armas, atravesó Europa en su persecución y tomó París.

La suerte de esta parte del mundo estuvo en manos del emperador Alejandro, pero él no supo aprovechar ni su victoria ni su posición. Ubicó a Rusia bajo la misma bandera que Austria, como si entre ese imperio putrefacto y desfalleciente y el joven Estado que acababa de aparecer con todo su esplendor hubiera algo en común, como si el representante más enérgico del pueblo eslavo pudiera tener los mismos intereses que su opresor más ardiente.

Esta monstruosa alianza con la reacción europea provocó que Rusia, que acababa de engrandecerse por sus victorias, disminuyera su prestigio a los ojos de todos los hombres pensantes. estos sacudieron tristemente la cabeza viendo que esta comarca, que acababa de probar por primera vez sus fuerzas, inmediatamente después ofrecía su mano a todo lo retrógrado y conservador, contrariando incluso sus propios intereses.

Sólo faltaba la lucha atroz de Polonia para levantar decididamente a todas las naciones contra Rusia. Cuando los nobles y desgraciados restos de la revolución polaca, errantes por toda Europa, difundieron la noticia de las horribles crueldades de los vencedores, en todas partes y en todas las lenguas europeas se elevó un duro anatema contra Rusia. La cólera de los pueblos era justa ...

Ruborizados por nuestra debilidad e impotencia, comprendimos lo que el gobierno acababa de hacer por nuestro intermedio. Nuestros corazones sangraban de dolor y nuestros ojos se llenaban de amargas lágrimas.

Cada vez que encontrábamos a un polaco no teníamos el coraje de mirarlo. Sin embargo, no sé si es justo acusar a todo un pueblo y considerarlo el único responsable de lo que ha hecho su gobierno.

Austria y Prusia también ayudaron. En la misma época, Francia, cuya falsa amistad causó a Polonia tanto mal como el odio declarado de otros pueblos, mendigó por todos los medios el favor de la corte de Petersburgo. Ya entonces, Alemania se ubicaba voluntariamente, con respecto a Rusia, en la misma situación en que hoy se encuentran por fuerza Moldavia y Valaquia, y ya entonces, como ahora, era gobernada por los encargados de negocios de Rusia y por el procónsul del zar que lleva el título de rey de Prusia.

Sólo Inglaterra se mantuvo noblemente en actitud de amistosa independencia. Pero tampoco hizo nada por Polonia, ocupada, tal vez, en sus propios problemas con Irlanda. El gobierno ruso no merece menos odio y reproches. Lo que pretendo es que este odio también recaiga sobre todos los demás gobiernos. No es posible separar a unos de otros: todos son variaciones de un mismo tema.

Los últimos acontecimientos nos han enseñado mucho. El orden restablecido en Polonia y la toma de Varsovia están relegados a segundo plano desde que el orden reina en París y Roma está tomada. Desde que un príncipe prusiano preside los fusilamientos y la vieja Austria, con la sangre hasta las rodillas, trata de rejuvenecer sus miembros paralizados.

Es una vergüenza en el año 1849, después de haber perdido todo lo que se había anhelado, todo lo que se había adquirido, junto a los cadáveres de los fusilados, estrangulados, junto a aquellos a los que se arrojó a las prisiones y a los que se deportó sin juicio. Es una vergüenza la situación de esos desventurados, arrojados de comarca en comarca a quienes se les da hospitalidad como a los judíos de la Edad Media, a quienes se les tira un pedazo de pan para luego obligarlos a continuar su camino. En el año 1849 es una vergüenza no reconocer al zarismo más que bajo los 59 grados de latitud norte. Injuriemos hasta sentimos aliviados y abrumemos de reproches al absolutismo de Petersburgo y la triste perseverancia de nuestra resignación. Pero injuriemos también todo despotismo y reconozcámoslo bajo cualquier forma que se presente. La ilusión óptica por medio de la cual se daba a la esclavitud el aspecto de libertad se ha esfumado.

Una vez más: es horrible vivir en Rusia pero también es horrible vivir en Europa. Entonces, ¿por qué he abandonado Rusia? Para responder a esta pregunta traduciré algunas palabras de mi carta de adiós a los amigos:

(...) No se engañen. Aquí no he encontrado ni alegría, ni distracción, ni reposo, ni seguridad personal. Tampoco puedo imaginar que alguien pueda encontrar en Europa reposo y alegría.

Aquí no creo en nada salvo en el movimiento, nada lamento salvo las víctimas. Sólo amo lo que se persigue; sólo estimo lo que sufre tormento. Sin embargo, me quedo. Me quedo para sufrir doblemente nuestro dolor y el que aquí encuentro, tal vez para sucumbir en la disolución general. Me quedo porque aquí la lucha es abierta, porque tiene voz.

¡Desgraciado aquel que aquí es vencido! Pero éste no sucumbe sin haber hecho escuchar su voz, sin haber probado su fuerza en el combate. Es por causa de esta voz, de esta lucha abierta, de esta publicidad, que aquí me quedo.

Esto era lo que yo escribía el 1 de marzo de 1849. Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. El privilegio de hacerse escuchar y de combatir públicamente disminuye cada día más.

Día a día Europa se parece más a Petersburgo. Hasta hay regiones que se parecen a Petersburgo más que la misma Rusia.

Y si también en Europa nos ponen una mordaza en la boca y la opresión ni siquiera nos permite maldecir en voz alta a nuestros opresores, entonces nos iremos a América, sacrificando todo a la dignidad del hombre y a la libertad de expresión.



NOTAS

(1) Hamburgo, Hoffman und Kampe, 1849.

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