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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO QUINTO

LA LITERATURA Y LA OPINIÓN PÚBLICA DESPUÉS DEL 14 DE DICIEMBRE DE 1825


Los veinticinco años que siguieron al 14 de diciembre son más difíciles de caracterizar que toda la época transcurrida después de Pedro I. Dos corrientes opuestas, una en la superficie y otra a una profundidad que apenas la distingue, complican la observación. En apariencia, Rusia estaba inmóvil, hasta parecía retroceder. En el fondo todo adoptaba una fuerza nueva, las cosas resultaban más complicadas y las soluciones menos simples.

En la superficie de la Rusia oficial, del émpire des facades, no se daban más que pérdidas, una feroz reacción, persecuciones inhumanas y aumento del despotismo. A Nicolás se lo veía rodeado de mediocridades, de soldados de gala, de alemanes del Báltico y de salvajes conservadores. El era tan mediocre como su medio, desconfiado, frío, obstinado, sin piedad ni altura de alma. Por debajo de su persona se alineaba la alta sociedad que, al primer relámpago que tronó sobre sus cabezas después del 14 de diciembre, perdió las nociones apenas adquiridas de honor y dignidad. La aristocracia rusa ya no se levantó bajo el reinado de Nicolás, su apogeo había pasado. Todo lo que había en su seno de noble y generoso estaba en las minas o en Siberia. Lo que quedaba o bien se mantuvo bajo la férula del señor o cayó en ese grado de abyección y servilismo que se conoce por el cuadro que ha trazado de Custine (Se hace referencia al libro La Russie en 1839, publicado en Francia durante 1843).

Venían luego los oficiales de la guardia: de brillantes y civilizados se convirtieron en sargentos embrutecidos. Hasta el año 1825 todo lo que llevaba vestimenta civil reconocía la superioridad de las charreteras. Para ser como es debido era necesario haber servido un par de años en la guardia o por lo menos en la caballería. Los oficiales eran el alma de las reuniones, los héroes de fiestas y bailes y, a decir verdad, esta predilección no carecía de fundamento. Los militares eran más independientes y dignos que los burócratas rastreros y pusilánimes. Posteriormente las cosas cambiaron: la guardia participó entonces de la situación de la aristocracia, los mejores oficiales estaban exiliados, otros abandonaban el servicio por no poder soportar el tono grosero e impertinente introducido por Nicolás. Los lugares vacíos se iban llenando con soldados o ayudantes de cuartel y picadero. Los oficiales decayeron en la estima de la sociedad y la sotana se puso a la cabeza. El uniforme ya no dominaba más que en las pequeñas ciudades de provincia y en la corte, ese primer cuerpo de guardia del imperio. Dada su posición, los miembros de la familia imperial tienen por los militares una preferencia exagerada e ilícita. La frialdad de la gente por el uniforme no llegaba a la admisión de empleados civiles en la sociedad. Aun en las provincias existía por ellos una invencible repulsión, lo que no implicaba que se acrecentara la influencia de los burócratas. De aristocrática e ignorante, la administración se convirtió en tramposa y mezquina después de 1825. Los ministerios se transformaron en oficinas, y sus jefes y funcionarios en hombres de negocios o escribas. Con relación a lo civil, eran lo que los soldados a la guardia. Conocedores consumados de todas las formalidades, ejecutivos fríos y desprovistos de razonamiento cuando se trataba de órdenes superiores, eran devotos al gobierno por su afición a los negociados. A su vez, Nicolás necesitaba a esos oficiales y a esos administradores.

El cuartel y la cancillería se habían transformado en los puntales de la ciencia política de Nicolás. Una disciplina ciega y desprovista de sentido común, acoplada al formalismo inanimado de los contadores austriacos, son los resortes de la célebre organización del poder fuerte en Rusia. Pobreza de pensamiento gubernamental, prosaico absolutismo y despreciable trivialidad: la forma más simple y más brutal del despotismo.

Agreguemos a esto que el conde Bénkendorf, jefe del cuerpo de policías, formaba una inquisición armada, una masonería policial que tenía sus hermanos escuchas en todos los rincones del imperio, de Riga a Nerchinski. Presidente de la tercera sección de la cancillería de su majestad (tal es la denominación de la oficina central de espionaje), juzgaba todo, destruía las decisiones de los tribunales, en todo se mezclaba y fundamentalmente en lo vinculado a los delitos políticos. Frente a esa oficina o tribunal la civilización aparecía a veces representada en la persona de algún literato o estudiante al que se exiliaba o encerraba en la fortaleza y que bien pronto era remplazado por otro.

En una palabra: la visión de la Rusia oficial sólo traía desesperanza. Por un lado, Polonia dispersa y martirizada con una tenacidad espantosa; por otro, la demencia de una guerra sin cuartel durante todo el reinado que devastó a los ejércitos sin avanzar ni un paso en la dominación del Cáucaso. En medio de ello el envilecimiento general y la incapacidad gubernamental.

En el interior se hacía un gran trabajo, un trabajo sordo y silencioso pero activo e ininterrumpido; el descontento crecía en todas partes y las ideas revolucionarias ganaron más terreno en estos veinticinco años que durante el siglo entero que los precedió. Sin embargo, no penetraron en el pueblo.

El pueblo ruso continuaba manteniéndose alejado de las esferas políticas. Casi no había razones para tomar parte en un trabajo que se operaba en otras capas de la nación. Los largos sufrimientos obligan a una dignidad de este tipo. El pueblo ruso ha sufrido demasiado para moverse por una ligera mejoría de su situación. Es mejor ser un mendigo andrajoso que vestirse con ropa remendada. Pero si bien no tomaba parte en el movimiento de ideas que ocupaban a las otras clases, esto no significa que nada pasara en su interior. El pueblo ruso respira más pesadamente que antaño y su mirada es más triste. La injusticia de la servidumbre y el latrocinio de los funcionarios públicos se le vuelven cada vez más insoportables. El gobierno ha perturbado la calma de la comuna con la organización forzada de los trabajos. Ha encarcelado y restringido la tranquilidad del campesino en su cabaña con la introducción de la policía rural (stanovye pristavy) (Sucedió que durante 1837, a los comisarios de la policia rural se les otorgarían tareas administrativas, policiacas y judiciales), en los mismos pueblos. Los procesos contra incendiarios, asesinos de señores e insurrecciones de campesinos, aumentaron en gran proporción. La inmensa población de disidentes protesta. Explotada, oprimida por el clero y la policía, está bien lejos de aliarse al gobierno. A veces, en esos mares muertos e inaccesibles, se escuchan sonidos vagos que presagian terribles tempestades. El descontento del pueblo ruso no es en absoluto visible desde una perspectiva superficial. Rusia parecía siempre tan tranquila que no puede llegar a creerse que ocurra algo. Poca gente sabe lo que ocurre debajo del manto con que el gobierno recubre los cadáveres, las manchas de sangre, las ejecuciones militares, diciendo con hipocresía que no hay ni sangre ni cadáveres. ¿Qué sabemos de los incendiarios de Simbirsk, de la masacre de los señores organizada simultáneamente por un grupo de poblaciones; qué de los levantamientos parciales que han estallado cuando se introdujo la nueva administración con Kiselev; qué de las insurrecciones de Kazan, de Viatka, de Tambov, donde ha habido necesidad de recurrir a los cañones? ...

El trabajo intelectual de que hablamos no se hacía en la cumbre del Estado ni en su base, sino entre ambos. Entre la pequeña y mediana nobleza en su mayor parte. Los hechos que vamos a citar no parecen tener gran importancia, pero no hay que olvidar que como toda forma de educación, la propaganda tiene poco brillo cuando no puede mostrarse ostensiblemente.

La influencia de la literatura aumenta y penetra mucho más que antaño, no traiciona su misión y se mantiene liberal y propagandista en la medida en que la censura lo posibilita.

La sed de instrucción se apropia de toda la nueva generación, las escuelas civiles o militares, los gimnasios, los liceos, se atestan de alumnos. Los hijos de los padres más pobres se presentan a los diferentes institutos. El gobierno, que aún en 1804 alentaba el privilegio de que los niños fueran a la escuela, actualmente detiene por todos los medios su afluencia. Se crean dificultades de admisión a los exámenes, se imponen alumnos y el ministro limita con una ordenanza la instrucción de la servidumbre. Entretanto, la universidad de Moscú se convierte en la catedral de la civilización rusa; el emperador la detesta, la mira con malos ojos y cada año exilia a una camada de alumnos. Ni siquiera la honra con sus visitas de paso por Moscú. Pero la universidad florece, gana influencia. Como está mal vista no espera nada, continúa su trabajo y se convierte en una verdadera potencia. La élite de la juventud de las provincias cercanas a Moscú estudia en ella, y cada año una falange de licenciados se expande por todo el Estado como funcionarios, médicos y preceptores.

En las provincias, y principalmente en Moscú, crece una clase de hombres independientes que no aceptan ningún servicio público, se ocupan de la gestión de sus bienes, de ciencia, de literatura y no piden nada al gobierno excepto que los deje tranquilos. Ocurre algo inverso que con la nobleza de Petersburgo, ligada al servicio público y a la corte y devorada por una ambición servil, que esperaba todo del gobierno y no vivía más que para él. No solicitar nada, mantenerse independiente, no buscar funciones: bajo un régimen despótico eso se llama estar en la oposición. El gobierno veía con malos ojos a estos haraganes y se sentía descontento. En efecto, ellos formaban un núcleo de hombres civilizados y mal dispuestos con respecto al régimen petersburgués. Unos pasaban años enteros en países extranjeros e importaban desde allá las ideas liberales; otros venían a Moscú por algunos meses y el resto del año se encerraban en sus tierras, donde leían todo lo nuevo y se mantenían al corriente de la marcha intelectual de Europa. La lectura se convirtió en moda entre los nobles de la provincia. Tener bibliotecas era un motivo de jactancia y por lo menos se hacía traer las nuevas novelas francesas, el Journal des Débats y la Augsburger Zeitung. Poseer libros prohibidos era lo máximo del buen tono. No conozco una sola casa donde no estuviera la obra de Custine sobre Rusia, especialmente prohibida por Nicolás. Privada de toda acción y bajo la amenaza incesante de la policía secreta, la juventud se sumergía con tanto más fervor en la lectura. La masa de ideas en circulación aumentaba.

¿Pero, cuáles eran los nuevos pensamientos, las tendencias que se producían después del 14 de diciembre? (1)

Los primeros años que siguieron a 1825 fueron terribles. Fue necesario que pasara una decena de años para encontrarse en esa desgraciada situación de avasallamiento y persecución. Una profunda desesperanza y un abatimiento general se había apoderado de los hombres. La alta sociedad se afanaba, con cobarde y vil apresuramiento, en renegar de todos los sentimientos humanos y de todos los pensamientos civilizados. Casi no había familia aristocrática que no tuviera parientes cercanos entre los exiliados y casi ninguna se atrevía a llevar duelo o a evidenciar su pesar. Cuando uno se alejaba de ese triste espectáculo de servilismo, cuando se concentraba en la meditación para encontrar un consejo o una esperanza, terribles pensamientos congelaban el alma.

No había ilusión posible: el pueblo era espectador indiferente del 14 de diciembre. Todo hombre consciente veía el resultado terrible del divorcio entre la Rusia nacional y la europeizada. Todo vínculo activo estaba roto entre ambas partes, había que reanudarlo pero no se sabía cómo. Unos pensaban que no se llegaría a nada dejando a Rusia a remolque de Europa. Sus esperanzas las fundaban no en el porvenir sino en el retorno al pasado. Otros no veían en el porvenir más que infelicidad y desolación. Maldecían a la civilización híbrida y al pueblo apático. Una tristeza profunda se apoderó del alma de todos los hombres pensantes.

El canto espléndido y sonoro de Pushkin resonaba sólo en las planicies de la esclavitud y el tormento. Prolongaba la época pasada, cubría con sus sonidos viriles el presente y enviaba su voz al porvenir lejano. La poesía de Pushkin era un testimonio y un consuelo. Los poetas que viven en tiempos de desesperación y decadencia no producen estos cantos. No sirven para los entierros.

La inspiración de Pushkin no lo engañó. La sangre que había afluido a ese corazón aterrorizado no podía detenerse: pronto recomienza a manifestarse.

Ya se veía a un publicista elevar su voz valiente para alentar a los timoratos. Este hombre que había pasado su juventud en Siberia, su patria, ocupándose del comercio que no tarda en hastiarle, se dedica a la lectura. Desprovisto de instrucción, aprende sin maestro el francés y el alemán y viene a instalarse a Moscú. Una vez allí, sin colaboradores, sin amigos y sin nombre en la literatura, concibió la idea de editar una revista mensual. Al poco tiempo asombró a sus lectores por la variedad enciclopédica de sus artículos. Escribía con habilidad sobre la jurisprudencia y la música, sobre medicina y lengua sánscrita. La historia rusa era una de sus especialidades, lo cual no le impedía escribir cuentos, novelas y críticas con las que obtuvo un rápido éxito.

En vano se buscaría en los escritos de Polevoi una gran erudición o una profundidad filosófica, pero en cada tema sabía encontrar el costado humanitario. Sus simpatías eran liberales. Su revista, Moskovski telegraf, tuvo gran influencia. Debemos reconocer el servicio que ha prestado y el hecho de que se haya publicado en la época más siniestra. ¿Qué podía escribir al día siguiente de la insurrección, el día anterior a las ejecuciones? La posición de Polevoi era muy difícil pero su oscuridad lo salva de las persecuciones. En esa época se escribía poco, la mitad de los hombres de letras estaba en el exilio, la otra callaba. Un pequeño número de renegados, como los hermanos siameses Grech y Bulgarin, se había aliado al gobierno después de haber disimulado su participación en el 14 de diciembre con denuncias contra sus amigos y con la supresión de un impresor que bajo sus órdenes había compuesto proclamas revolucionarias en la imprenta de Grech. Por entonces, dominaban solos el periodismo de Petersburgo. Hacían el papel de policías y no de literatos. Polevoi supo mantenerse contra la reacción hasta 1834 sin traicionar la causa. No debemos olvidarlo.

Comenzó a democratizar la literatura rusa, logró hacerla descender de las alturas aristocráticas y la hizo más popular o, al menos, no tan burguesa. Sus mayores enemigos eran las autoridades literarias a las que atacaba con despiadada ironía. Tenía razón en pensar que toda aniquilación de autoridad es un acto revolucionario y que el hombre que ha sabido emanciparse de la opresión de los grandes nombres y de las autoridades escolásticas no puede ser enteramente esClavo, ni religioso ni civil. Antes de Polevoi, las críticas se arriesgaban a veces, en medio de muchas reticencias y excusas, a hacer ligeras observaciones sobre Derjavin, Karamzin o Dmitriev, si bien reconocían que su grandeza era inobjetable. Polevoi se puso desde el primer momento en pie de igualdad y comenzó a atacar las figuras graves y dogmáticas de sus grandes maestros. El viejo Dmitriev, poeta y ex ministro de justicia, hablaba con tristeza y horror de la anarquía literaria que introducía Polevoi con su falta de respeto por los hombres cuyo servicio estaba reconocido por el país entero.

Polevoi no atacó solamente a las autoridades literarias sino también a los eruditos. El pequeño negociante siberiano que no había estudiado se atrevía a dudar de su ciencia. Los sabios ex officio se aliaron con los literatos vetustos de cabellos blancos y comenzaron la guerra contra el periodista insurrecto.

Conociendo el gusto del público, Polevoi aniquiló a sus enemigos con mordaces artículos. Respondía con bromas a las observaciones de los eruditos y con una impertinencia que hacía reír a carcajadas en las aburridas disertaciones. No es posible hacerse una idea de la curiosidad con que el público seguía la marcha de esta polémica. Se hubiera dicho que comprendía que, atacando a las autoridades literarias, Polevoi tenía la vista puesta en otras autoridades. En efecto, aprovechaba cada ocasión para tocar las cuestiones más espinosas de la política con habilidad admirable. Decía casi todo sin que nunca pudieran pescado en falta. Hay que reconocer que la censura contribuye poderosamente a desarrollar el estilo y el arte de dominar la palabra. Irritado por un obstáculo que lo ofende, el hombre quiere vencerlo y casi siempre lo logra. La perífrasis conlleva las huellas de la emoción y de la lucha. Es más apasionada que el simple enunciado. Una palabra sobreentendida es más fuerte bajo su velo y siempre transparente para quien quiere comprender. La palabra comprimida concentra más sentido porque se ha agriado. Hablar de modo que el pensamiento sea lúcido pero que las palabras sean descifradas por el lector mismo es la mejor manera de convencer. Los sobreentendidos aumentan la fuerza de la palabra, la desnudez comprime la imaginación. El lector que sabe hasta qué punto el escritor debe mantenerse en guardia lee con atención, y un secreto vínculo se establece entre él y el autor: uno oculta lo que escribe, el otro lo que comprende. La censura es también una tela de araña que atrapa a las pequeñas moscas y que los hombres grandes desgarran. Las personalidades y las alusiones mueren bajo la tinta roja; los pensamientos enérgicos y la verdadera poesía pasan con desprecio a través de este bestiario, dejándose, como máximo, rozar un poco (2).

Con el Telégraf, las revistas comenzaron a dominar en la literatura rusa y absorbieron todo el movimiento intelectual. Se compraban pocos libros, las mejores poesías y cuentos aparecían en las revistas y era suficiente que apareciera algo extraordinario, un poema de Pushkin o una novela de Gógol, para que se atrajera la atención de un público tan disperso como lo es el de los lectores en Rusia. Exceptuando Inglaterra, en ningún país ha sido tan grande la influencia de las revistas. En efecto, constituye la mejor forma de expandir el conocimiento en un país tan vasto. El Telégraf(Telégrafo), el Moskovski vestnik (Mensajero Moscovita), el Teleskop (Telescopio), la Biblioteka dlia chteniia (Biblioteca de lectura), los Otechestvennie zapiski (Anales patrios) y su prolongación natural, el Sovremennik (Contemporaneo), dejando de lado sus diversas tendencias, han expandido una cantidad inmensa de conocimientos, de nociones e ideas en los últimos veinte años. Por su intermedio los habitantes de los gobiernos de Omsk y de Tobolsk tenían la posibilidad de leer las novelas de Dickens o de George Sand dos meses después de su aparición en Londres o en París. Su misma periodicidad tenía la ventaja de despertar a los lectores más perezosos.

Polevoi encontró el modo de darle continuidad al Telégraf hasta 1834, aunque la persecución al pensamiento aumenta después de la revolución de Polonia. El absolutismo vencedor pierde toda falsa vergüenza, todo pudor. Se castigaban desde las travesuras de escolares hasta las insurrecciones a mano armada, se exiliaba a los adolescentes de 15 a 16 años o se los hacía soldados a vida. Un estudiante de la Universidad de Moscú, Polezhaiev, ya conocido por sus poesías, compuso algunos versos liberales. Sin hacerlo juzgar, Nicolás lo llamó y le ordenó leer frente a él sus versos en voz alta, luego lo abrazó y lo envió como simple soldado a un regimiento; pena absurda que sólo podía surgir en el espíritu de un gobierno insensato que toma al ejército ruso como un correccional o una prisión. Ocho años después, el soldado Polezhaiev murió en el hospital militar. Un año más tarde, a los hermanos Kritzki, también estudiantes de Moscú, se los enviaba a las colonias disciplinarias por haber, si no me equivoco, roto un busto del emperador. Nadie escuchó ya hablar de ellos. En 1832, bajo el pretexto de la existencia de una sociedad secreta se detiene a una docena de estudiantes y se los envía enseguida a las guarniciones de Orenburgo; a ellos se suma el hijo de un ministro luterano, Jules Kolreif, que no era ruso ni se ocupó nunca de otra cosa que de la música pero que había manifestado no tener derecho a denunciar a sus amigos. En 1834 se nos arroja, a mis amigos y a mí, en la prisión, y luego de diez meses se nos exilia como escribas de cancillerías en provincias alejadas. Se nos acusa de la intención de formar una sociedad secreta y de querer hacer propaganda saintsimoniana. Como broma de mal gusto, se nos lee la sentencia de muerte y se nos anuncia que el emperador, con la bondad que lo caracteriza, había ordenado contra nosotros una pena correccional, el exilio. Este castigo duró más de cinco años.

En 1834 también fue suspendido el Telégraf. Cuando Polevoi pierde su periódico se siente derrotado. Sus ensayos literarios ya no marchaban; agriado y disconforme, deja Moscú y va a vivir en Petersburgo. Los primeros números de su revista Syn otechestva (El hijo de la patria) fueron recibidos dolorosamente, se había vuelto sumiso y tramposo. Era triste ver a ese luchador audaz, a ese obrero infatigable que había sabido capear los tiempos más difíciles sin desertar de su puesto, transigir con los enemigos desde el momento en que se le había suspendido la revista. Era doloroso escuchar el nombre de Polevoi acoplado con el de los Grech y Bulgarin, doloroso también asistir a la representación de sus piezas dramáticas aplaudidas por los agentes secretos y los oficiales serviles.

Polevoi sentía su caída, sufría y estaba abatido. Quería salir de su falsa posición pero no encontraba fuerzas y se comprometía con el gobierno sin ganar nada con respecto al público. Más noble que su conducta, su naturaleza no podía soportar largo tiempo esta lucha. Muere al poco tiempo, dejando sus asuntos en completo desorden. Nada le aportaron todas sus concesiones.

La obra de Polevoi tuvo dos continuadores, Senkovski y Belinski. Senkovski, polaco nacionalizado ruso, orienta lista y académico, fue un escritor lleno de espíritu, muy trabajador y sin ninguna opinión a menos que llamemos opinión a un profundo desprecio por los hombres y las cosas, las convicciones y las teorías. Senkovski fue un verdadero representante del sesgo que el espíritu público había adoptado después de 1825, un barniz brillante pero helado, una sonrisa de desdén que ocultaba a menudo el remordimiento, una sed de placer aguijoneada por la incertidumbre que pesaba sobre la suerte de cada hombre, un materialismo burlón y sin embargo triste, y galanterías forzadas de hombre prisionero.

Belinski, que fue la antítesis de Senkovski, era un representante de la juventud estudiosa de Moscú, mártir de sus dudas y pensamientos, entusiasta, poeta en la dialéctica; contrariado por todo lo que le rodeaba, se consumía en tormentos. Palpitaba de indignación y temblaba de rabia ante el eterno espectáculo del absolutismo ruso. Senkovski fundó la revista (Se refiere a la Biblioteka dlia chientia, la cual fue por Senkovski fundada en 1834 utilizando el seudónimo de Baron Brambeus), como si se tratara de una empresa comercial. Pero no participamos del criterio de los que veían en ella una tendencia gubernamental. Fue leída con avidez en toda Rusia, cosa que jamás ocurre con un periódico o libro escrito desde los intereses del poder. La Severnaia pchela (La abeja del norte), protegida por la policía, no fue excepción a esta regla más que en apariencia. Constituía la única tribuna política y no oficial que era tolerada, y eso explica que estuviera en boga. Pero desde el momento en que los periódicos oficiales tuvieron una redacción soportable, la revista fue abandonada por sus lectores. No hubo gloria ni reputación que haya podido soportar el contacto mortal y envilecedor del gobierno. Todos los que en Rusia leen, detestan el poder. Los que lo quieren no leen o sólo leen futilezas francesas. Pushkin, el más grande ejemplo ruso, fue abandonado durante algún tiempo por un cumplido que hizo a Nicolás después del cólera, y por dos poesías políticas (Clara referencia a los textos El héroe, de 1830, escrito en honor de Nicolás, A los calumniadores de Rusia y El aniversario de Borodino, elaborados en 1831, una vez finalizada la represión del intento revolucionario polaco). Gógol, el ídolo de los lectores rusos, cayó en el más profundo desprecio a causa de un artículo servil (Alusión al texto Trozos escogidos de la correspondencia con los amigos). Polevoi se eclipsó desde el momento en que hizo alianzas con el gobierno. En Rusia no se perdona a un renegado.

Senkovski hablaba con desprecio del liberalismo y de la ciencia pero, por otra parte, nada le inspiraba respeto. Se concebía a sí mismo como eminentemente práctico porque predicaba un materialismo teórico, y, como todos los teóricos, fue sobrepasado por otros teóricos mucho más abstractos pero que tenían convicciones ardientes, lo cual es infinitamente más práctico y más cercano a la acción que la practología.

Ridiculizando todo lo que hay de más sagrado para el hombre, sin quererlo, Senkovski destruía el monarquismo en los espíritus. Predicando el confort, los placeres sensuales, llevaba a los hombres a la idea simple de que es imposible gozar pensando continuamente en la policía, en las denuncias y en Siberia, de que el miedo no es confortable y que no hay hombre que pueda cenar bien si no sabe dónde va a dormir.

Senkovski pertenecía a su tiempo. Al despejar la entrada de una nueva época mezclaba el polvo con los objetos de valor pero desbrozaba el terreno para un tiempo que no comprendía. El lo sabía, y desde el momento en que algo nuevo y enérgico penetró en la literatura, plegó sus alas y desapareció completamente.

Había estado rodeado por un círculo de jóvenes a quienes arruinaba corrompiéndolos a su gusto. Estos introdujeron un género que parecía brillante a primera vista y adulterado luego. Poesía de Petersburgo, o más bien de Vasilei-Ostrov (3), que no tenía nada de vital ni de real en las imágenes histéricas que evocaban a los Kukolnik, a los Benediktov, a los Timofeiev, etcétera. Flores como éstas no podían abrirse más que a los pies del trono imperial o a la sombra de la fortaleza de Pedro y Pablo.

La revista que remplaza en Moscú al suprimido Telégraf fue el Teleskop, que si bien no tuvo tanta longevidad como su predecesor, tuvo una muerte de las más gloriosas. Publica la célebre carta de Chadaiev (Cartas filosóficas, escrito que desde un criterio idealista y procatólico, duramente criticaba a la aristocracia) y es inmediatamente suprimida. El sub director tuvo que escapar y al jefe de redacción se lo exilió a Ust-Sisolk. La publicación de esta carta, que fue uno de los acontecimientos más graves, constituyó un desafío y un signo de despertar: rompió el frío posterior al 14 de diciembre. Vino, en fin, de un hombre que, desbordante de amargura, encontró un terrible discurso para decir con fúnebre elocuencia todo lo que se había acumulado durante diez años en el corazón de la Rusia civilizada. Esta carta era el testamento de un hombre que abdicaba de sus derechos por disgusto y no por amor a sus herederos. Severo y frío, el autor pide cuentas a Rusia de todos los sufrimientos que padece un hombre que osa salir del estado de bestia. Quiere saber lo que compramos a ese precio, por qué hemos merecido esa situación, y lo analiza con una profundidad desesperante e inexorable. Luego de haber terminado esta vivisección, maldice horrorizado al país en su pasado, su presente y su porvenir. En efecto, esta voz sombría no se hace escuchar más que para decir que Rusia no ha existido jamás humanamente, que representa nada más que una laguna de la inteligencia humana, que el pasado ha sido inútil, que su presente es superficial y que no tiene ningún porvenir.

Pese a que no estamos de acuerdo con Chadaiev, comprendemos perfectamente el camino que lo ha conducido a esa visión negra y desesperada. Tanto más cuanto que en el presente los hechos hablan por él y no contra él. La conclusión a la que llega Chadaiev no puede sostener ninguna crítica, pero no es precisamente allí donde hay que buscar la importancia de esta publicación. El valor de su significación está en el lirismo de una indignación austera que nos sacude y deja una impresión penosa y prolongada. Al autor se le ha reprochado su dureza; sin embargo, es lo que tiene más mérito. Si se nos trata con delicadeza pronto olvidamos nuestra situación: estamos demasiado habituados a distraernos en medio de las paredes de una cárcel.

Un grito de dolor y estupefacción recibió a este artículo. Horrorizó e hirió incluso a los que compartían sus ideas. Sin embargo, no había hecho más que enunciar lo que vagamente se agitaba en el ánimo de cada uno de nosotros. ¿Quién no ha tenido momentos de cólera en que ha odiado a este país al ver que sólo responde con tormentos a todas las aspiraciones generosas del hombre? ¿Quién no ha deseado alejarse para siempre de esta prisión que ocupa la cuarta parte del globo terrestre, de este imperio monstruo donde cada comisario de policía es un soberano y el soberano un comisario de policía coronado? ¿Quién de nosotros no se ha dejado llevar para olvidar este infierno de hielo, para obtener algún momento de ebriedad y distracción? Si bien ahora vemos las cosas de otra manera, así como también la historia rusa, no existe motivo para retractarnos o arrepentirnos de esos momentos de desesperación: los hemos pagado demasiado caros como para cederlos. Fueron nuestro derecho, nuestra protesta y nuestra salvación.

Chadaiev se suicida, pero ni aun así se lo deja tranquilo. Los aristócratas de Petersburgo, los Bénkendorf. los Kleinmijel se ofendieron en nombre de Rusia. Un serio alemán, Viguel, probablemente protestante, se enfurece en nombre de la ortodoxia rusa. El emperador hizo declarar que Chadaiev estaba afectado de alienación mental. Esta farsa de mal gusto hace que Chadaiev sea leído hasta por sus enemigos. Su influencia en Moscú se acrecienta. La misma aristocracia baja la cabeza frente a este hombre pensante y lo rodea de respeto y atención, lo cual desmiente con fuerza la ocurrencia imperial.

La carta de Chadaiev resuena como un toque de atención. Una vez dada la señal, nuevas voces se escuchan por todas partes. Los jóvenes luchadores entran en la arena testimoniando el trabajo llevado a cabo durante esos diez años.

El 14 de diciembre había creado un abismo demasiado grande con el pasado como para que pudiera continuar una literatura como la precedente. Después de ese gran día podía llegar un hombre joven lleno de fantasías, trayendo las ideas de 1825: Venevitinov. La desesperación, como el dolor de una herida, no aparece inmediatamente. Apenas hubo pronunciado algunas palabras, desapareció como las flores de cielos más benignos que mueren con el soplo helado del viento del Báltico.

Venevitinov no había nacido para la nueva atmósfera que se vivía en Rusia. Para poder soportar el aire de esta época siniestra hacía falta otro temple, era necesario estar habituado desde la infancia a ese invierno áspero y continuo, aclimatarse a las dudas insolubles, a las verdades más amargas, a su propia debilidad, a los insultos de todos los días. Era necesario habituarse desde la más tierna infancia a ocultar todo lo que se agitaba en el interior y a no perder nada de todo lo que se había sepultado. Por el contrario, era necesario madurar en una cólera silenciosa todo lo que se depositaba en el corazón. Había que saber odiar por amor, despreciar por humanidad, tener un orgullo ilimitado para llevar con la cabeza bien alta las esposas en pies y manos.

Cada canto de Oneguin que aparecía después de 1825 se hacía más y más profundo. Las primeras producciones del poeta habían sido ligeras, serenas, realizadas en otro tiempo. Por entonces estaba rodeado de un mundo que se regodeaba en esa risa irónica pero benévola y alegre. Los primeros cantos de Oneguin nos recuerdan mucho al cómico caústico y cordial Griboiedov. Pero las lágrimas y la risa también cambiaron.

Los dos poetas en que pensamos como expresión de la nueva época de la poesía rusa son Lermontov y Voltzov. Dos voces fuertes que venían de lados opuestos.

El cambio operado en los espíritus después del 1825 no puede mostrarse con más claridad que en la comparación entre Pushkin y Lermontov. Pushkin, a menudo descontento y triste, ofendido y lleno de indignación pero dispuesto a aceptar la paz. La desea y no se desespera. Una cuerda de reminiscencia de los tiempos del emperador Alejandro no deja de vibrar en su corazón. Lermontov estaba tan habituado a la desesperación, al antagonismo, que no solamente no buscaba salida sino que ni siquiera concebía la posibilidad de una lucha ni de un acomodamiento. Lermontov no había aprendido a esperar ni a sacrificarse, porque no había nada que le pidiera ese sacrificio. No entregaba su cabeza orgullosa al verdugo, como Pestel y Rileiev, porque no podía creer en la eficacia del sacrificio. Se hace a un costado y muere por una nimiedad.

El pistoletazo que había matado a Pushkin despierta el espíritu de Lermontov. Escribe una oda condenando las viles intrigas que habían precedido al duelo, intrigas tramadas por ministros literatos y periodistas espías. Se lamenta con la indignación de un hombre joven: ¡Venganza, emperador, venganza! Esta inconsciencia la expía el poeta con un exilio en el Cáucaso. Esto ocurre en 1837. En 1841, el cuerpo de Lermontov desciende a una fosa común a los pies de los montes del Cáucaso.

De todos aquellos que te escucharon,
nadie ha comprendido lo que has dicho antes de tu fin.
El sentido profundo y amargo de tus palabras
se ha perdido (4).

Felizmente, lo que Lermontov escribió durante los cuatro últimos años de su vida no se ha perdido. El pertenece totalmente a nuestra generación. Todos nosotros éramos demasiado jóvenes para tomar parte en el 14 de diciembre. Desde el despertar de ese gran día no vimos más que ejecuciones y destierros. Reducidos a un silencio forzado y ahogando nuestras lágrimas, aprendimos a concentramos, a manejar en silencio nuestros pensamientos. Pero, ¿qué pensamientos? Ya no cabían las ideas del liberalismo civilizador, del progreso; todas eran dudas, negaciones, pensamientos furibundos. Habituados a esos sentimientos, Lermontov no podía refugiarse en el lirismo tal como lo había hecho Pushkin. En todos sus goces y fantasías arrastraba la carga del escepticismo. Un sentimiento de viril tristeza no se apartaba de su frente. Pero no era un pensamiento abstracto que buscara adornarse con las flores de la poesía. No. La reflexión de Lermontov es su poesía, su tormento, su fuerza (5).

Tenía una simpatía más profunda por Byron que la que tuvo Pushkin. A la desdicha de una gran perspicacia, se le agregaba otra: la audacia de decir muchas cosas sin afeites ni disimulo. Los seres débiles e indignos no perdonan jamás la sinceridad. Se hablaba de Lermontov como de un niño mimado de casa aristocrática, como uno de esos ociosos qne perecen en el aburrimiento o la saciedad. Lo que no vieron es todo lo que este hombre luchó, todo lo que sufrió antes de atreverse a expresar sus pensamientos. Los hombres soportan con mucha más indulgencia las injurias y el odio que cierta madurez de pensamiento, que el aislamiento que no quiere participar ni de sus esperanzas ni de sus temores y que se anima a afirmar ese divorcio. Cuando Lermontov dejaba Petersburgo para el Cáucaso en su segundo exilio, estaba muy cansado y decía a sus amigos que iba a buscar rápidamente la muerte. Y mantuvo su palabra.

¿Quién es entonces este monstruo que se llama Rusia que necesita tantas víctimas y que no deja a sus hijos más que la triste alternativa de perderse moralmente en un medio antipático que niega todo lo que existe de humano o los obliga a morir al comienzo de su vida? Abismo sin fondo en que perecen los mejores nadadores, donde los más grandes esfuerzos, los más grandes talentos y las más grandes facultades son deglutidos antes de haber logrado nada.

Y sin embargo, ¿cómo dudar de las fuerzas en germen cuando vemos elevarse del más bajo fondo de la nación una voz como la de Koltzov?

Durante un siglo, y aun siglo y medio, el pueblo no cantó más que viejas canciones o las monstruosidades fabricadas hacia la mitad del reinado de Catalina II (En sí Herzenn se refiere a canciones y novelas populacheras, principalmente a las de I. I. Dimitriev y J.A. Neledinski-Meletski). Al comienzo de nuestro siglo hubo algunos ensayos felices de imitación, pero estas producciones artificiales carecían de veracidad. Constituían esfuerzos y caprichos. Las nuevas canciones partieron del seno mismo de la Rusia aldeana. Las compone un boyero que conducía su tropilla a través de las estepas. Koltzov era un hijo del pueblo. Nacido en Voronezhe, asistió a una escuela parroquial antes de los diez años, donde no aprendió más que a leer y a escribir sin ortografía. Su padre, ganadero, le hizo adoptar su profesión. Conducía las tropillas a través de centenares de verstas y así se habituó a la vida nómada, lo cual se refleja en las mejores de sus canciones. El joven boyero amaba la lectura y releía continuamente a algún poeta ruso que adoptaba como modelo. Estos ensayos de imitación falseaban su instinto poético. Finalmente, surge su verdadero talento. Produce canciones populares, no muy numerosas pero que constituyen verdaderas obras maestras. Son realmente las canciones del pueblo ruso. Allí se encuentra esa melancolía, que es su rasgo característico, esa desconsoladora tristeza, ese desbordamiento vital (udale molodetzkaia). Koltzov demostró cuánta poesía anida en el alma del pueblo ruso y que, luego de un largo y profundo sueño, algo se agitaba en su pecho. Tenemos otros ejemplos de poetas, hombres de Estado y artistas que surgieron del pueblo pero en el sentido literal de la palabra, rompiendo todo vínculo común con él. Lomonosov era hijo de un pescador del Mar Blanco. Para instruirse se fuga de la casa paterna, entra en una escuela eclesiástica y luego se va a Alemania, donde deja de pertenecer al pueblo. No había nada en común entre él y la Rusia agrícola, excepto el vínculo que une a los individuos de una misma raza. Koltzov permaneció en medio de las tropillas y los negocios de su padre que lo detestaba y que, secundado por otros parientes, le hizo la vida tan difícil que murió en 1842. Koltzov y Lermontov se iniciaron y murieron en la misma época. Con su desaparición enmudeció la poesía rusa.

En prosa, la actividad aumenta y toma otra dirección.

Gógol, sin ser por su condición del pueblo, como Koltzov, lo es por sus gustos e inclinaciones. Completamente independiente de la influencia extranjera, cuando ya se había hecho un nombre desconocía toda literatura. Simpatizaba más con la vida del pueblo que con la de la corte, lo cual es natural en un pequeño ruso. El pequeño ruso, aun ennoblecido, no rompe nunca tan bruscamente con el pueblo como lo hace un ruso. Ama a su tierra, a su idioma, a las tradiciones de la cosaquería y los atamanes. La independencia de Ucrania, salvaje y guerrera pero republicana y democrática, se mantuvo a través de los siglos hasta Pedro I. Los pequeños rusos, hostigados por los polacos, los turcos y los moscovitas y arrojados a una guerra interminable contra los tártaros de Crimea, nunca sucumbieron. Al unirse voluntariamente a la Rusia Grande, la Pequeña Rusia estipuló considerables derechos en su favor. El zar Alexis juró observarlos. Pretextando la traición de Mazepa, Pedro I sólo dejó en pie un simulacro de esos privilegios. Isabel y Catalina introducen la servidumbre. Si bien el pobre país protestaba, no podía oponerse a esta avalancha fatal que rodaba desde el norte hasta el Mar Negro y cubría todo lo que llevaba nombre ruso con el mismo sayo de una esclavitud uniforme y helada. A Ucrania le tocó la suerte de Novgorod y de Pskov aunque mucho más tarde, y un solo siglo de servidumbre no ha podido borrar todo lo que había de independiente y poético en ese bravo pueblo. Existe allí más desarrollo individual y matiz local que entre nosotros, donde un desdichado uniforme cubre indistintamente toda la vida popular. Los hombres nacen para doblegarse ante una fatalidad injusta y mueren si dejar huellas, dejando a sus hijos recomenzar la misma vida sin esperanzas. Nuestro pueblo no conoce su historia mientras en cada aldea de la Pequeña Rusia hay una leyenda. El pueblo ruso no se acuerda más que de Pugachev y de 1812.

Los cuentos con los que debuta Gógol forman una serie de cuadros de costumbres y de paisajes de la Pequeña Rusia de una real belleza, llenos de gracia, de alegría, de movimiento y de amor. Ese tipo de cuentos no es posible en la Gran Rusia por falta de tema y elemento original. Entre nosotros las escenas populares adoptan inmediatamente ese aspecto sombrío y trágico que angustia al lector. Y digo trágico sólo en el sentido de Laocoonte. Es lo trágico de un destino al que el hombre sucumbe sin lucha. El dolor se convierte en furia y desolación, la risa en ironía amarga y cargada de odio. ¿Quién puede leer sin temblar de indignación y vergüenza la magnífica novela Anton Goremika (Escrito de Dmitri Grigorovich en 1847 cuyo tema central es la vida en el campo) y la obra maestra de Turguéniev, Relatos de un cazador?

A medida que Gógol se aleja de la Pequeña Rusia y se aproxima a Rusia central, las imágenes ingenuas y graciosas desaparecen junto con los héroes semisalvajes del tipo de Taras Bulba (6), y el viejo bonachón y patriarcal que tan bien pintó en Propietarios de antaño. Bajo el cielo moscovita todo en él se vuelve sombrío, brumoso, hostil. Siempre ríe, y tal vez ríe más que antes, pero es otra risa. Sólo aquellos de una gran dureza de alma o de una gran simplicidad se dejan atrapar por esa risa. Pasando de los pequeños rusos y cosacos a los rusos, Gógol deja de lado al pueblo y se detiene en sus dos enemigos más encarnizados: el funcionario y el señor. Nunca nadie antes que él hizo sobre el chinovnik ruso un curso tan completo de anatomía patológica. Con la sonrisa en los labios, penetra sin miramientos en los pliegues más profundos de esa alma impura y maligna. La comedia de Gogol, El inspector y su novela las Almas muertas son una terrible confesión de la Rusia contemporánea que coincide con las revelaciones de Koshijin en el siglo XVII (7).

¡El emperador Nicolás se destornillaba de risa en ocasión de asistir a la representación de El inspector!

Desesperado por no haber provocado má que esta hilaridad augusta y la risa de los empleados perfectamente idénticos a los que él representaba, aunque más protegidos por la censura, el poeta creyó necesario explicar en una introducción que su comedia no era solamente muy risible sino también muy triste, que hay lágrimas calientes detrás de su sonrisa.

Luego de El inspector Gógol se vuelve hacia la nobleza campesina, saca a la luz a esta población desconocida que se mantiene como entre bambalinas, lejos de los caminos y de las grandes ciudades, escondida detrás de las colinas, esta Rusia de hidalgüelos que, sin ruido, mientras cuida sus tierras, alimenta una corrupción más profunda que la de Occidente. Gracias a Gógol vimos cómo se quitaban sus esposas y abandonaban sus casas señoriales, para desfilar ante nosotros sin máscara, sin afeites, siempre ebrios y voraces, esclavos del poder sin dignidad y tiranos despiadados de sus siervos, chupando la vida y la sangre del pueblo con la natural ingenuidad del niño que se alimenta del seno de su madre.

Las Almas muertas conmovieron a toda Rusia.

Esa acusación era necesaria para la Rusia contemporánea. Es la historia del mal que uno mismo se produce. La poesía de Gógol es un grito de terror y vergüenza que profiere un hombre que, degradado por la vida trivial, ve de improviso en el espejo sus rasgos embrutecidos. Pero para que ese grito pueda escaparse es necesario que existan partes sanas y una gran fuerza de rehabilitación. El que reconoce francamente sus debilidades y defectos siente que no forman parte de la sustancia de su ser, que no lo absorben enteramente, que todavía hay en él algo que escapa y se resiste a la caída, que todavía puede recuperar su pasado, y no sólo volver a alzar la cabeza, sino convertirse, como en la tragedia de Byron, de Sardanápalo el afeminado en Sardanápalo el héroe.

En este punto nos encontramos frente a frente con una importante pregunta: ¿dónde están las pruebas de que el pueblo ruso puede levantarse y cuáles son las pruebas de lo contrario? Tal como la hemos formulado, esta pregunta preocupaba a todos los hombres pensantes sin que ninguno de ellos le encontrara una solución.

Polevoi, que alentaba a los otros, no creía en nada. De otro modo no se hubiera dejado desalentar tan rápido y no se hubiera pasado al enemigo con el primer revés. La Biblioteca de lectura salta por encima de este problema y soslaya la cuestión sin hacer ningún esfuerzo por resolverla. La solución de Chadaiev no cuenta.

La poesía, la prosa, el arte y la historia nos mostraban la formación y el desarrollo de ese medio absurdo, de esas costumbres hirientes y de ese poder monstruoso, pero nadie señalaba una salida. ¿Era necesario habituarse, como lo hizo más tarde Gógol, o, como Lermontov, correr en busca del aniquilamiento? Era imposible habituarse y nos repugnaba perecer, algo nos decía en el fondo del corazón que era demasiado temprano para irse, parecía que aún quedaban almas vivas detrás de las almas muertas.

Las preguntas volvían a aparecer con mayor intensidad, todo lo que aún esperaba requería una solución a todo precio.

Después del año 1840, dos opiniones absorbieron la atención pública. De la controversia escolástica pasaron pronto a la literatura y de allí a la sociedad.

Hablamos del paneslavismo moscovita y del europeísmo ruso.

La lucha entre estas dos corrientes se cierra con la revolución de 1848. Fue la última polémica animada que ocupó al público y por esa razón tuvo cierta gravitación. En consecuencia, le consagraremos el capítulo siguiente.



Notas

(1) Abordar esta parte de mi informe me produce cierto pánico. Se comprenderá que es imposible decir todo y en muchos casos imposible nombrar a las personas: para hablar de un ruso hay que saberlo bajo tierra o en Siberia. Asimismo. me he decidido a esta publicación tras maduras reflexiones. El mutismo sostiene al despotismo y las cosas que no nos atrevemos a decir sólo existen a medias.

(2) Después de la revolución de 1848, la censura se convirtió en la monomanía de Nicolás. No contento con la censura ordinaria y las dos que estableció fuera de sus estados, creó una segunda censura, en Petersburgo. Estamos dispuestos a esperar que esta doble censura sea más útil que la simple. Se llegará a imprimir libros rusos fuera de Rusia, como ya se lo hace, y habrá que ver quién será más hábil, la palabra libre o la del emperador Nicolás.

(3) Una especie de Quartier Latin donde habitaban los hombres de letras y los artistas, desconocidos en otros lugares de la ciudad.

(4) Verso que Lermontov dedica a la memoria del príncipe Odoievski, uno de los condenados del 14 de diciembre, muerto en el Cáucaso como soldado.

(5) Las poesías de Lermontov están perfectamente traducidas al alemán por Bodenstedt. También hay una traducción francesa de Un héroe de nuestro tiempo, hecha por Chopin.

(6) Taras Bulba, Propietarios de antaño (Les gens d'autre fois) y otras novelas de Gógol están traducidas al francés por Viardot. Existe traducción alemana de las Almas muertas.

(7) Un diplomático ruso del tiempo de Alexis, padre de Pedro I, que había emigrado a Suecia, temiendo las persecuciones del zar y que fue decapitado en Estocolmo por un asesinato.

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