Índice de El desarrollo de las ideas revolucionarias en Rusia de Alejandro HerzenCapítulo QuintoEpílogoBiblioteca Virtual Antorcha

EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO SEXTO

PANESLAVISMO MOSCOVITA Y EUROPEISMO RUSO


El tiempo de la reacción contra la reforma de Pedro I había llegado, no sólo por intermedio del gobierno, que retrocedía frente a su propio principio y renegaba de la civilización occidental en nombre de la cual Pedro I había pisoteado la nacionalidad, sino también a través de los hombres que el gobierno había alejado del pueblo bajo pretexto de civilización y que comenzó a detener cuando se convirtieron en civilizados.

El retorno a las ideas nacionales conducía naturalmente a una pregunta cuya simple enunciación contenía ya la reacción contra el período de Petersburgo. ¿No es acaso necesario buscar una salida a la deplorable situación en que nos encontramos, aproximándonos al pueblo al que despreciamos sin conocerlo? ¿No sería necesario volver a un orden de cosas más afín al carácter eslavo y abandonar el camino de una civilización exótica y forzada? Apenas planteada la cuestión, apareció un grupo de hombres que, dándole inmediatamente una respuesta positiva, formó un sistema exclusivo del que hizo no sólo una doctrina sino una religión. La lógica de la reacción es tan rápida como la de las revoluciones.

El error más grande de los eslavófilos consistió en haber visto la respuesta en la pregunta misma, en haber confundido la posibilidad con la realidad. Presentían estar recorriendo el camino que conduce a grandes verdades y que debe cambiar nuestra manera de analizar los acontecimientos contemporáneos. Pero en lugar de ir adelante y trabajar, se atenían a ese presentimiento. De este modo, falseando los hechos, falsearon su propio entendimiento. Su juicio ya no era libre, no veían ya dificultades; todo les parecía resuelto, zanjado. No buscaban la verdad sino las objeciones a sus antagonistas.

Las pasiones se mezclaron con la polémica. Los eslavófilos exaltados se abalanzaron con encarnizamiento sobre todo el período de Petersburgo, sobre todo lo hecho por Pedro el grande, en general sobre todo lo que era civilizado, europeizado. Se puede comprender y justificar este entusiasmo como un acto de oposición, pero, desgraciadamente, esta oposición llega muy lejos. De pronto se vio ubicada junto al gobierno contra sus propias aspiraciones a la libertad.

Después de haber decidido apriori que todo lo proveniente de los alemanes no valía nada y que todo lo que había sido introducido por Pedro I era detestable, los eslavófilos retornaron a la admiración de las formas estrechas del Estado moscovita y, abdicando de su propia razón y de su propia lucidez, corrieron a refugiarse con fervor bajo la cruz de la iglesia griega. No podemos hacer concesiones a ese tipo de tendencias, teniendo en cuenta sobre todo sus exageraciones con respecto a la organización del Estado moscovita y el hecho de que daban a la ortodoxia griega una importancia que jamás había tenido. Colmados de indignación contra el despotismo, llegaban a una esclavitud política y moral. A pesar de todas sus simpatías por la nacionalidad eslava, por un camino opuesto se alejaban de esa misma nacionalidad. La ortodoxia griega los atraía hacia el bizantinismo. En efecto, se dirigían rápidamente hacia este abismo estancado en el que desaparecieron los vestigios del viejo mundo. Si las formas del espíritu occidental no convenían a Rusia, ¿qué había de común entre ella y la organización del Bajo imperio? ¿Dónde se manifestó el vínculo orgánico entre los eslavos, bárbaros por su juventud, y los griegos, bárbaros por decrepitud? ¿Qué es esta Bizancio sino Roma, la Roma de la decadencia, pero una Roma sin reminiscencias gloriosas y sin remordimientos? ¿Qué nuevos principios aportó Bizancio a la historia? ¿Acaso la ortodoxia griega? Pero eso no es más que un catolicismo apático. Los principios son hasta tal punto los mismos que han sido menester siete siglos de controversias y de disensiones para hacer creer en diferencias de principios. ¿Acaso la organización social? Sin embargo, en el imperio oriental ésta se basaba sobre un régimen de autoridad absoluta, de obediencia pasiva y de absorción completa del individuo por el Estado y del Estado por el emperador.

¿Acaso un Estado semejante podía comunicar nueva vida a un pueblo joven? Los eslavos occidentales del Mediodía mantuvieron contacto prolongado con los griegos del Bajo imperio, pero ¿qué fue lo que ganaron?

Se ha olvidado ya lo que eran esas manadas de hombres acorralados por los emperadores griegos bajo la bendición de los patriarcas de Constantinopla. Es suficiente echar una ojeada a las leyes de lesa majestad, tan bien imitadas recientemente por el emperador Nicolás y su jurisconsulto Hube, para apreciar esta casuística de la servidumbre, esta filosofía de la esclavitud. Y estas leyes sólo concernían a lo temporal. Venían inmediatamente las leyes canónicas, que regulaban los movimientos, la forma de las vestimentas, el alimento y hasta la risa. Uno puede figurarse la suerte que corría el hombre prisionero en la doble red del Estado y de la iglesia, continuamente asustado y amenazado por el juez sin instancias y el verdugo obediente, por un lado, y por otro por el sacerdote que actuaba en nombre de Dios y por los epitemíos que unían este mundo con el otro.

¿Dónde está la influencia benefactora de la iglesia oriental? ¿Cuál es el pueblo que civilizó o emancipó entre todos los que la aceptaron desde el siglo IV hasta nuestros días? ¿Acaso Armenia, Georgia, las poblaciones de Asia menor, los pobres habitantes de Trebisonda? ¿O bien Morea? Tal vez, se nos dirá que la iglesia no podía hacer nada por esos pueblos desgastados, corrompidos y sin porvenir. Pero los eslavos, raza sana de cuerpo y de alma, ¿ganaron algo? La iglesia oriental se introdujo en Rusia en la época floreciente y serena de Kiev, bajo el gran príncipe Vladimir. La condujo en los tiempos tristes y abyectos descritos por Koshijin, bendijo y sancionó todas las medidas tomadas contra la libertad del pueblo. Enseñó a los zares el despotismo bizantino, prescribió al pueblo una ciega obediencia aun cuando se lo sometía a la gleba y se lo doblegaba a la servidumbre. Pedro el grande paralizó la influencia del clero y ése fue uno de sus actos más importantes. ¿Acaso se la querrá resucitar?

El eslavismo, que esperaba la salvación de Rusia por la rehabilitación del régimen bizantino-moscovita, no emancipaba sino que ataba, no avanzaba sino que retrocedía. Los europeos, como los llamaban los eslavófilos, no deseaban cambiar las cadenas de esclavitud alemanas por las cadenas eslavo-ortodoxas, querían liberarse de la mayor cantidad de cadenas posibles. No se esforzaban en borrar el tiempo que había transcurrido desde Pedro I, los esfuerzos de un siglo tan duro, tan lleno de fatigas. No querían abdicar de lo que se había obtenido con tantos sufrimientos, con torrentes de sangre, para volver a un estrecho orden de cosas, a una nacionalidad exclusiva, a una iglesia estacionaria. A los eslavófilos les gustaba decir, como a los legitimistas, que se podía tomar el costado bueno y dejar de lado el malo. Error muy grave. Pero cometían otro común a todos los reaccionarios: adoradores del principio histórico, olvidaban constantemente que todo lo que había pasado desde Pedro I también era historia y que ninguna fuerza viva, para no hablar de fantasmas, podía borrar los hechos ya realizados ni eliminar sus consecuencias.

Este es el punto de vista del que parte una viva polémica contra los eslavófilos. Otras cuestiones que se debatían en los periódicos pasaron a segundo plano. En efecto, el asunto estaba lleno de interés.

Senkovski lanzó una andanada de punzantes flechas al campo de los eslavófilos con una. maestría perfecta. Satisfecho de las carcajadas que provocó contra sus víctimas, se retiró orgulloso. No estaba hecho para una polémica seria. Otro periodista levantó el mitón (Especie de guantes de un dedo utilizados por los campesinos) de los eslavos arrojado en Moscú y desplegó con bravura la bandera de la civilización europea contra el pesado pabellón, con la imagen de la virgen bizantina, que llevaban los eslavófilos.

Este luchador, que apareció a la cabeza de los Otechestvenie zapiski, no vaticinaba grandes éxitos a los eslavófilos. Se trataba de un hombre de talento y energía, al que no faltaban convicciones fanáticas. Belinski era, además, audaz, intolerante, irascible y nervioso.

Su historia es característica del medio en que vivió. Nacido en la familia de un pobre funcionario de ciudad de provincia, no mantiene ningún recuerdo agradable. Sus padres eran duros, incultos, como todos los que pertenecen a esa clase depravada. En una ocasión, cuando Belinski tenía diez u once años, su padre se puso a regañarlo. El niño se quiso justificar, pero el padre, furioso, lo golpeó y lo arrojó al suelo. El muchacho se levantó metamorfoseado: la ofensa y la injusticia habían quebrado en él todos los lazos de parentesco. El pensamiento de la venganza lo ocupa durante largo tiempo. Cambia el sentimiento de su propia debilidad por este odio contra toda autoridad familiar, que conserva hasta la muerte.

Así comienza la educación de Belinski. La familia lo emancipó con sus malos procederes, la sociedad a través de la miseria. Joven, nervioso y enfermizo, poco preparado para los estudios académicos, nada hizo en la Universidad de Moscú, y como se lo educaba a expensas de la corona se lo excluyó diciendo: facultades débiles y falta total de aplicación. Con esta nota humillante entra el joven en la vida. Se lo pone a las puertas de la universidad en medio de una gran ciudad, sin un pedazo de pan y sin medios para ganarlo. Encontró entonces a Stankevich y a los amigos que lo salvarían.

Stankevich, muerto joven hace una decena de años en Italia, no hizo nada que lo inscribiera en la historia; sin embargo, sería una ingratitud no hablar de él cuando nos referimos al desarrollo intelectual en Rusia.

Stankevich pertenece a esas naturalezas amplias y simpáticas cuya sola existencia ejerce gran influencia sobre todo lo que las rodea. Entre la juventud de Moscú expande el amor por la filosofía alemana, introducida en la Universidad por el profesor Pavlov. Es Stankevich quien dirige los estudios de un círculo de amigos, quien reconoce por primera vez las facultades especulativas de nuestro amigo Bakunin y lo impulsa al estudio de Hegel, quien encuentra a Koltzov en el gobierno de Voronezh, lo lleva a Moscú y lo alienta.

Stankevich apreció su justo valor y el espíritu ardiente y original de Belinski. Muy pronto Rusia entera hizo justicia al talento audaz del publicista tachado de incapaz por el encargado de la Universidad de Moscú.

Belinski se abocó con encarnizamiento al estudio de Hegel. Lejos de constituir un obstáculo, su ignorancia de la lengua alemana facilitó sus estudios. Bakunin y Stankevich se encargaron de transmitirle lo que sabían sobre el tema. Lo hicieron con todo el apasionamiento de la juventud y con toda la claridad del espíritu ruso. Cuando dominó el sistema de Hegel, fue el primero en sublevarse entre los adeptos moscovitas: no contra Hegel mismo sino contra la manera de interpretarlo.

Belinski estaba fuera de las influencias que recibimos cuando no sabemos defendernos. Seducidos por la novedad, aceptamos en nuestra primera juventud una gran cantidad de cosas de memoria, sin verificarlas por medio del entendimiento. Estas reminiscencias que tomamos como verdades adquiridas constriñen nuestra independencia. Belinski comenzó sus estudios de filosofía cuando ya tenía veinticinco años. Abordó la ciencia con preguntas serias y una dialéctica apasionada. Para él las verdades y los resultados no constituían abstracciones ni simples juegos del espíritu, sino cuestiones de vida o muerte. Libre de toda influencia extranjera, se introdujo en la ciencia con mucha más sinceridad. No quiere salvar nada del fuego del análisis y de la negación, y con toda naturalidad se encrespa contra las soluciones a medias, las conclusiones tímidas y las concesiones cobardes.

Todo esto no resulta nuevo después del libro de Feuerbach y la propaganda hecha por el periódico de Arnold Ruge. Pero tenemos que remontamos a la época anterior a 1840. La filosofía hegeliana se encontraba entonces bajo el encantamiento del malabarismo dialéctico que hacía aparecer a la religión, demolida y disuelta por la Fenomenología y la Lógica, en la Filosofía de la religión. Era el tiempo en que se estaba encantado de que la lengua filosófica hubiera adquirido tal perfección, y en que los iniciados veían ateísmo donde los profanos encontraban fe.

Esta oscuridad premeditada, esta deducción circunspecta, no podían dejar de provocar una encarnizada oposición por parte de un hombre sincero. Ajeno a la escolástica, libre de la mojigatería protestante y de las conveniencias prosianas, Belinski se indignaba ante esta ciencia púdica que ponía una hoja de parra sobre sus verdades.

Un día, después de haber combatido durante horas enteras el panteísmo timorato de los berlineses, Belinski se levantó diciendo con su voz palpitante y convulsiva:

Vosotros queréis hacerme creer que la finalidad del hombre es la de llevar el espíritu absoluto a la conciencia de sí mismo. Vosotros os contentáis con este papel, pero, en lo que a mí respecta, no soy lo suficientemente imbécil como para servir de órgano involuntario para cualquier cosa. Si pienso y sufro, lo hago por mí mismo. Vuestro espíritu absoluto, si existe, me es desconocido. Y no tengo ningún interés en conocerlo porque no tenemos nada en común.

Citamos estas palabras para mostrar una vez más el carácter del espíritu ruso. Desde que se había comenzado a predicar lo absurdo del dualismo, el primer hombre de talento en Rusia que se ocupó de la filosofía alemana percibió que ella sólo era realista de palabra y que en el fondo conservaba una religión terrestre, una religión sin cielo, un convento lógico adonde huía el mundo para sumergirse en la abstracción.

La actividad pública de Belinski data de 1814. Por entonces, se apoderó de la dirección de los Otechestvennie zapiski de Petersburgo y dominó el periodismo durante seis años. Cayó, como un guerrero, junto con el periodismo ruso. Muere en 1848, extenuado de fatiga, alimentado por grandes disgustos y en la mayor miseria.

Belinski hizo mucho por la propaganda. Toda la juventud estudiosa se nutría de sus artículos: formó el gusto estético del público y otorgó vigor al pensamiento. Su crítica penetraba más que la de Polevoi y suscitaba el planteamiento de otras preguntas y otras dudas. Se lo apreció poco. Mientras vivía había demasiado amor propio herido, demasiadas vanidades ofendidas. Después de su muerte, el gobierno prohibió escribir sobre él. Esta es la razón que me ha llevado a extenderme sobre su persona más que sobre la de otros.

Su estilo era a menudo anguloso, pero siempre pleno de energía. Comunicaba su pensamiento como lo concebía, con pasión. Se siente en cada palabra que este hombre escribía con su sangre, se siente cómo se desgasta y cómo se consume. Enfermizo e irascible, no conocía límites para el amor ni para el odio. A menudo se arrebataba, a veces hasta era injusto, pero siempre se mantuvo noblemente sincero.

La colisión entre Belinski y los eslavófilos era inevitable.

Como hemos dicho, era uno de los hombres más libres, que no estaba atado por las creencias ni por las tradiciones. No dependía de la opinión pública ni aceptaba ninguna autoridad. No temía la cólera de los amigos ni el espanto de las almas bellas. Era siempre un centinela de la crítica, dispuesto a denunciar y condenar todo lo que creía reaccionario. ¿Cómo podía dejar en paz a los eslavófilos ortodoxos y ultrapatriotas quien veía pesadas cadenas en todo lo que ellos consideraban sus vínculos más sagrados?

Entre los eslavófilos hubo hombres de talento, eruditos, pero ni un solo periodista. Su revista, Moskvitianin (El moscovita) prácticamente careció de éxito. Los hombres de talento de ese partido casi no escribían, pero sí lo hacían siempre los incapaces.

Los eslavófilos tenían una gran ventaja sobre los europeos, aunque ventajas de este tipo son perniciosas. Defendían la ortodoxia y la nacionalidad en tanto que los europeos atacaban a una y a otra. Podían decir todo, si bien no aceptaban condecoraciones, una pensión, un puesto de preceptor en la corte o de gentilhombre de la cámara. Belinski, por el contrario, no podía decir nada. Una palabra demasiado transparente, un discurso imprudente podían llevado a una casamata, comprometer al periódico, al redactor y al jefe. Por esta razón todas las simpatías se volcaron al escritor temerario que, frente a la fortaleza de Pedro y Pablo, defendía la independencia; las antipatías fueron para los adversarios que mostraban el puño cobijados por el Kremlin y la catedral de la Asunción, bien protegidas por los alemanes de Petersburgo. Todo lo que Belinski y sus amigos no decían, se lo adivinaba, se lo presuponía. Todo lo que decían los eslavos resultaba poco delicado o poco generoso.

Insistimos en agregar que los eslavófilos nunca fueron partidarios del gobierno. Existen por cierto paneslavistas imperiales en Petersburgo y eslavófilos adherentes en Moscú, así como patriotas rusos entre los alemanes del Báltico y circasianos pacificados en el Cáucaso, pero no estamos hablando de ellos. Hablamos de aquellos que son partidarios de la servidumbre, que adoptan al absolutismo como la única forma civilizada de gobierno, que predican la superioridad de los vinos del Don sobre los vinos de la Cote d'ür, y el rusismo a los eslavos occidentales, inundando su espíritu con ese noble odio a los alemanes y húngaros que tan bien ha sido utilizado por los Windischgratz y los Haynau. Aunque no reconoce oficialmente su doctrina, el gobierno paga sus gastos de viaje y envía a sus amigos checos y croatas las cruces holstenesas de Santa Ana, preparándoles los abrazos fraternales en los que se ahogó Polonia.

En cuanto a los verdaderos eslavófilos, su buena relación con el gobierno les resultaba más una desgracia que algo deseado. Pero éstas son las consecuencias de toda doctrina basada en la autoridad. En un sentido puede ser revolucionaria, pero en otro es necesariamente conservadora y, como consecuencia, se encuentra en la triste situación de tener que aliarse con su enemigo o abandonar su principio. Sin embargo, la connivencia con el enemigo es suficiente para despertarle la conciencia.

Belinski y sus amigos no opusieron a los eslavos ni una doctrina ni un sistema exclusivista, sino una fuerte simpatía por todo lo que agitaba al hombre contemporáneo; un amor sin límites por la libertad de pensamiento y un fuerte odio por todo lo que la limita: la autoridad, la fuerza o la fe. Consideraban a la cuestión rusa y europea de una manera totalmente distinta a como lo hacían los eslavófilos.

Una de las causas determinantes de la esclavitud en que se encontraba Rusia consistía según ellos en la falta de independencia personal, la completa ausencia de respeto al individuo por parte del gobierno y a las personas por parte de la oposición; de allí provenían el cinismo del poder y la indulgencia del pueblo. El porvenir de Rusia significará para Europa un gran peligro y muchas desgracias si no participa de los fermentos emancipadores del derecho personal. Con un siglo más de despotismo como el actual, todas las cualidades del pueblo ruso se habrán aniquilado.

Felizmente, Rusia adopta una posición extraordinaria con respecto a esta importante cuestión de la individualidad.

Para el hombre de occidente, uno de los mayores males que ayudan al sostenimiento de la esclavitud, al pauperismo de las masas y a la impotencia de las revoluciones lo constituye el servilismo moral. Este no consiste en la falta de sentimiento de la individualidad sino en la falta de claridad de ese sentimiento falseado por los antecedentes históricos que limitan la independencia individual. Los pueblos de Europa dieron tanto espíritu y tanta sangre para las revoluciones que éstas se encuentran presentes hasta el punto de que el individuo no puede dar un paso sin tropezarse con recuerdos, con fueros más o menos obligatorios y reconocidos. Todas las cosas están semirresueltas: los móviles, las relaciones entre los hombres, los deberes, la moral y el crimen, todo está determinado. Pero no por una fuerza superior sino por el asentimiento de los hombres. Esto lleva a que en lugar de conservar su libertad de acción el individuo no tenga otra salida que someterse o rebelarse. Estas normas inapelables, estas nociones absolutamente conformadas atraviesan el océano y se introducen en el pacto fundamental de una República nueva. Sobreviven al rey guillotinado y se ubican tranquilamente sobre los bancos de los jacobinos y en la Convención. Esta masa de semiverdades y semiprejuicios se considera desde hace largo tiempo el fundamento de la vida social, el resultado inmutable instalado por encima de la duda. En efecto, cada una de ellas ha constituido un verdadero progreso, una victoria para su tiempo. Sin embargo. su conjunto hizo que poco a poco se elevaran las paredes de una nueva prisión. Los hombres pensantes se apercibieron de ello a comienzos de nuestro siglo. aunque al mismo tiempo reconocieron el espesor de esas murallas y la cantidad de esfuerzos que se necesitarian para derribarlos.

Rusia está en una situación diferente. Las paredes de su prisión son de madera. Elevadas por la fuerza brutal, cederán al primer choque. Al renegar de todo su pasado con Pedro I, una parte del pueblo mostró el poder de negación que posee. La otra, mantenida a distancia hasta el momento actual, ha cedido, pero no ha aceptado este nuevo régimen que parece un vivac temporario. Se obedece porque se teme, pero no se cree.

Era evidente que para que Europa occidental y Rusia pudieran ir más lejos debían abandonar su idiosincrasia política y moral. Pero Europa, como Nicodemo, era demasiado rica como para sacrificar sus bienes por una esperanza. Los pescadores del Evangelio no tenían nada para lamentar. Les era fácil cambiar sus redes por una limosna. Lo que tenían era un alma viviente que podía comprender el Verbo.

En relación a su pasado y al de Europa, Rusia estaba ubicada en una perspectiva nueva que parecía muy favorable al desarrollo de la independencia personal. En lugar de aprovechar esta circunstancia, se vio aparecer una doctrina que despojaba a Rusia de la única ventaja que su historia le había legado. Odiando, al igual que nosotros, el presente de Rusia, los eslavófilos querían tomar del pasado vínculos semejantes a los que frenan la marcha del europeo. Confundían la idea del individualismo libre con la del egoísmo estrecho. La tomaban como una idea europea, occidental, y, para confundirnos con los ciegos adoradores de la luz de Occidente, nos presentaban continuamente el cuadro terrible de la disolución europea, del marasmo de los pueblos, de la impotencia de las revoluciones, de la proximidad de una crisis fatal y sombría. Todo esto era verdad, pero habían olvidado mencionar quiénes les enseñaban esas verdades.

Europa no había tenido que esperar la poesía de Jomiakov ni la prosa de los redactores del Moskvitianin para comprender que estaba en vísperas de un cataclismo, de una palingenesia o de una disolución completa. La conciencia de deterioro de la sociedad actual es el socialismo, y es evidente que ni Saint-Simon, ni Fourier, ni ese Sansón moderno que desde el fondo de su prisión (Se refiere a Pedro Joseph Proudhon) hace temblar el edificio europeo han extraído las sentencias fulminantes contra Europa de los escritos de Safarik, de Kollár (Poeta eslovaco, al que se le considera principal promotor del movimiento literario conocido como paneslavismo romántico) o de Mickiewicz. El saintsimonismo fue conocido en Rusia una decena de años antes de la aparición de los eslavófilos.

No es fácil para Europa, decíamos a los eslavófilos, desprenderse del pasado. Esta lo conserva pese a sus intereses porque sabe a qué precio se compran las revoluciones y porque en la situación actual existen muchas cosas que le son queridas y difíciles de remplazar. Es fácil hacer la crítica de su reforma y revolución leyendo su historia, pero lo cierto es que Europa las ha dictado y escrito con su sangre. Ha crecido en esas grandes luchas y protestas en nombre de la libertad de pensamiento y los derechos del hombre, con esa altura de convicción que tal vez no sabe aprovechar. Nosotros tenemos la gran ventaja de sentirnos libres del pasado, pero estamos obligados a ser más modestos. Es una virtud demasiado negativa para ser meritoria, y sólo el ultrarromanticismo puede elevar la ausencia de vicios al rango de las buenas acciones. Estamos libres del pasado porque nuestro pasado está vacío y es pobre y estrecho. Es imposible amar cosas tales como el zarismo moscovita o el imperialismo petersburgués. Se las puede explicar y además encontrar en su seno los gérmenes de otro porvenir, pero tiene que prevalecer la tendencia a rechazarlas. Reprochando a Europa el no saber sobrepasar sus instituciones, los eslavófilos no sólo no decían cómo cansideraban posible resolver la gran antinomia entre la libertad individual y el Estado, sino que hasta evitaban entrar en los detalles de la organización política eslava de la que hablaban sin cesar. En lo que respecta a este asunto se encerraban en el períoda de Kiev o se atenían a la camuna rural. Pero el períoda de Kiev no impidió el de Moscú ni la pérdida de todas las libertades. La comuna no salvó al campesino de su servidumbre. Sin embargo, lejos de negar la impartancia de la comuna, temblamos por ella, pues, en el fondo, nada hay estable sin la libertad individual. Europa, que no conocía esta comuna o la perdió en las vicisitudes de los siglos pasados, logró comprenderla. Rusia, que la pasee desde hace mil años, no la comprendía hasta que Europa vino a decirle que en su seno guardaba un tesoro. Sólo cuando el socialismo comenzó a expandirse se apreció a la comuna eslava. Desafiamos a los eslavófilos a que nos prueben lo contrario.

Si bien Europa no ha resuelto la antinomia entre el individuo y el Estado, por lo menos se ha planteado la cuestión. Rusia se apraxima al prablema desde un ángulo opuesto, pero tampoco lo ha resuelto. En presencia de esta cuestión comienza nuestra igualdad. Nosotros tenemos más esperanzas porque acabamos de comenzar, pero una esperanza es una esperanza en tanto puede no realizarse.

No hay que fiarse demasiado del porvenir, ni de la historia, ni de la naturaleza. No todo feto alcanza la adultez, ni todo la que está en el alma se realiza, aunque todo ello hubiera podido desarrollarse en otras circunstancias.

¿Es posible imaginar que las facultades que se encuentran en el pueblo ruso puedan desarrollarse en la servidumbre, en la obediencia pasiva y dentro del despotismo petersburgués? Una larga servidumbre no es un hecho accidental, corresponde naturalmente a algún elemento del carácter nacional. Este elemento puede ser absorbido y vencido por los otros, pero también puede vencer. Si Rusia se acomoda al orden de cosas existentes, no tendrá el porvenir que esperamos. Si continúa el camino de Petersburgo o vuelve a la tradición de Moscú, no tendrá otra perspectiva que lanzarse sobre Europa como una horda semibárbara y semicorrompida, devastar los países civilizados y perecer en medio de la destrucción general.

¿No era entonces necesario llamar al pueblo ruso a la toma de conciencia de su funesta posición, aunque fuera en forma de ensayo o para convencerse de la imposibilidad? ¿Y quién debía hacerlo sino aquellos que representaban la inteligencia del país, esos órganos del pueblo con los que éste trataba de comprender su propia situación? Que el número sea grande o pequeño, eso no cambia nada. Pedro I estaba solo y los decembristas eran un puñado de hombres. La influencia de los individuos no es tan insignificante como tiende a creerse. El individuo es una fuerza viva, un fermento poderoso cuya acción no siempre se paraliza con la muerte. ¿Cuántas veces se ha visto que una palabra dicha oportunam~nte puede inclinar la balanza de los pueblos, determinar o concluir las revoluciones?

En lugar de esto, ¿qué hacían los eslavófilos? Predicaban la sumisión, primera virtud de la iglesia griega y base del zarlsmo moscovita. Predicaban el desprecio por Occidente, el único que podía arrojar un poco de luz al abismo de la vida rusa. Encomiaban, en fin, un pasado del que había que deshacerse para lograr el porvenir común de Oriente y Occidente.

Es evidente que había que oponerse a un camino de tal naturaleza. En efecto, la polémica se agudizó y duró hasta el año 1848, alcanzando su punto culminante hacia fines de 1847, como si se hubiera presentido que en algunos meses ya nada se podría discutir en Rusia y que esta lucha debería palidecer frente a la gravedad de los acontecimientos.

Especialmente dos artículos expresaron con claridad las dos opiniones en pugna. Uno de ellos, bajo el título de La vida jurídica de la Rusia antigua, se publicó en Sovremennik de Petersburgo. El otro fue una larga respuesta de un eslavófilo que apareció en el Moskvitianin.

El primer artículo consistía en una exposición clara y enérgica basada en el estudio del derecho ruso. Desarrollaba la idea de que el derecho personal en Rusia no había alcanzado nunca una determinación jurídica, de que el individuo había estado siempre absorbido por la familia, por la comuna y más tarde por el Estado y la iglesia. Según el autor, la posición indefinida de la persona conducía a la misma vaguedad en las otras esferas de la vida política. El Estado aprovechaba esta falta de determinación para usurpar las libertades de modo que la historia rusa fuese la historia del desarrollo de la autocracia y la autoridad, así como la historia de Occidente es la historia del desarrollo de la libertad y los derechos.

El peligro del eslavismo resulta evidente en la réplica del Moscovita, que fundó sus argumentos en las crónicas eslavas, en el catecismo griego y en el formalismo hegeliano. El autor eslavófilo cree que el principio personal estaba bien desarrollado en la antigua Rusia, pero que la persona, esclarecida por la iglesia griega, poseía el don sublime de la resignación y delegaba voluntariamente su libertad a la persona del príncipe. El príncipe expresaba la compasión, la benevolencia y la individualidad libre. Cada uno abdicaba de su autonomía personal y al mismo tiempo la recuperaba por la representación del príncipe individual, el soberano.

Este don de abnegación junto al don aún más grande de no abusar formaban, según el autor, un acuerdo armonioso entre el príncipe, la comuna y el individuo. Acuerdo admirable que no tiene para el autor otra explicación que la presencia del Espíritu Santo en la iglesia bizantina.

Si los eslavófilos quieren plantear una opinión seria, un aspecto real de la conciencia pública, una fuerza que tienda a realizarse en la vida rusa; si desean algo más que las disputas arqueológicas y las controversias teológicas, tenemos derecho a exigirles el abandono de este abuso inmoral de palabras, de esta dialéctica depravada. Y decimos abuso inmoral porque se comete con perfecto conocimiento de causa.

¿Qué significan estas soluciones metafóricas que no representan más que la contrapartida de la cuestión? ¿Por qué esas imágenes, esos símbolos en lugar de los hechos? ¿Acaso los eslavófilos estudiaron los anales del Bajo imperio para inocularse la lepra bizantina? No somos los griegos del tiempo de los Paleólogos para disputar sobre el opus operans y el opus operatum en momentos en que un porvenir desconocido e inmenso golpea a nuestra puerta.

Su método filosófico no es nuevo. Hace una quincena de años, la derecha hegeliana hablaba de la misma manera. No hay absurdo que no pueda entrar en el molde de una dialéctica vacía, dándole un aspecto profundamente metafísico. Sólo es menester olvidar o desconocer que el contenido y el método tienen otra dimensión fuera del plomo o el molde para balas, y que el dualismo solo no comprende la solidaridad que los une. Cuando el autor habla del príncipe no hace más que parafrasear la conocida definición que Hegel da de la esclavitud en la Fenomenología (sección: Herr und Knecht). Pero olvidó con premeditación cómo Hegel sale de este grado inferior de la conciencia humana. Es de señalar que esta jerga filosófica que pertenece por su forma a la ciencia y por su contenido a la escolástica también se encuentra en los jesuitas. Respondiendo a una interpelación sobre las crueldades cometidas por el gobierno papal en las prisiones de Roma, Montalembert dijo:

Vosotros habláis de las crueldades del Papa. Sin embargo, él no puede ser cruel, su posición lo defiende, él, el vicario de Jesucristo, sólo puede perdonar y ser misericordioso; efectivamente, los papas perdonan siempre. El Santo Padre puede entristecerse, rogar por el culpable, pero no puede ser implacable, etcétera.

A la pregunta de si se aplica la tortura en Roma se responde que el Papa es clemente. Al razonamiento de que somos todos esclavos y que el derecho personal no está desarrollado en Rusia se responde: Lo hemos salvado colocándolo en la cabeza del príncipe. Esto es una burla provocada por el desprecio a la palabra humana. Apoyarse sobre la religión no es conveniente, pero apoyarse en una religión obligada lo es todavía menos. Cada autor tiene el derecho incontestable de creer lo que se le ocurra, pero recurrir a pruebas teológicas en una discusión científica con un hombre que calla su religión es faltar a lo convenido. ¿Por qué refugiarse detrás de un fuerte inexpugnable el menor ataque contra el cual lleva al calabozo?

Por otra parte, es imposible comprender cómo puede ser que si aprecian su religión, los eslavófilos no sientan asco por el método hipócrita de la Filosofía de la religión, rehabilitación débil y sin fe, alegato frío y pálido al que la ciencia, orgullosa, después de haber enviado a su hermana a la tumba, le dirige una sonrisa de condolencia. ¿Cómo tienen el coraje de ensuciar lo que poseen de más sagrado en disputas donde no se lo estima y sólo se lo tolera por respeto a la policía?

Eso no es todo. El autor del artículo critica a sus adversarios por su falta de patriotismo, por su desamor a la nación. Como se trata de un rasgo general entre ellos, tenemos que decir algunas palabras al respecto. Ellos pretenden el monopolio del patriotismo y se creen más rusos que nadie. Nos reprochan continuamente la indignación por el estado actual de Rusia, el poco afecto por el pueblo, nuestras palabras amargas y llenas de cólera, la franqueza que nos lleva a mostrar el aspecto sombrío de la vida rusa.

Parecería, sin embargo, que un partido que se expone a la horca, a las minas, a la confiscación de los bienes, a la emigración, no puede carecer de patriotismo ni de convicción. El 14 de diciembre no fue, que sepamos, obra de los eslavófilos. Todas las persecuciones han estado reservadas para nosotros y hasta el momento no les han tocado a ellos.

Pero sí, es cierto. Hay odio en nuestro amor, estamos indignados y reprochamos tanto al pueblo como al gobierno el estado en que nos encontramos. No tememos decir las verdades más duras, pero las decimos porque amamos. No huimos del presente hacia el pasado porque sabemos que la última página de la historia se va a escribir con el presente. No cerramos los oídos a los gritos de dolor del pueblo y tenemos el coraje de comprobar, con el espíritu afligido, hasta qué punto la esclavitud lo deprava. Ocultar estos tristes resultados no es amor, es vanidad. Tenemos ante nuestros ojos la servidumbre y se nos acusa de calumnia. No se considera que el triste cuadro del campesino saqueado por el gobierno y la nobleza, vendido por peso, degradado por los azotes, puesto fuera de la ley, nos persigue noche y día como un remordimiento y una acusación. Los eslavófilos prefieren leer las leyendas del tiempo de Vladimiro y que no se represente a Lázaro cubierto de llagas sino de telas de seda. Como en tiempos de Catalina hay que levantarles ciudades de cartón y jardines de bambalinas a lo largo de la ruta de Petersburgo a Crimea.

El gran acto de acusación que la literatura rusa realiza contra la vida en Rusia, esta condena completa y ardiente a nuestras faltas, esta confesión que se horroriza de nuestro pasado, esta ironía amarga que hace sonrojar al presente, es nuestra esperanza y nuestra salud, el elemento progresista de la naturaleza rusa.

¿Cuál es la significación de los escritos de Gógol, a quien los eslavos admiran hasta la exageración? ¿Quién ha colocado más alto que él la picota en que pone. a la vida rusa?

El autor del artículo del Moskvitianin dice que Gógol

... descendió como un minero en este mundo sordo, sin tormentas ni sacudimientos, inmóvil e igual, marasmo sin fondo que arrastra suavemente pero sin retorno todo lo fresco (el que habla es un eslavófilo); descendió como un minero que encontró bajo tierra una veta que aún no había sido explorada.

Es cierto, Gógol sintió esta fuerza, esta mina virgen bajo la tierra inculta. Tal vez la hubiera explorado, pero, desgraciadamente, creyó haber alcanzado su fondo antes de tiempo y en lugar de continuar desbrozándola, se puso a buscar el oro. ¿Qué ocurrió? Comenzó a defender lo que había criticado, a justificar la servidumbre, y terminó por arrojarse a los pies del representante de la benevolencia y del amor.

Que los eslavófilos mediten la caída de Gógol. Tal vez encontrarán más lógica que debilidad. De la abnegación que deposita su individualidad en la de un príncipe a la adoración de la autocracia no hay más que un paso.

¿Qué puede hacerse por Rusia cuando se está del lado del emperador? Los tiempos de Pedro, el gran zar, pasaron ya. Pedro, el gran hombre, no está ya en el palacio de invierno, está en nosotros.

Es el momento de comprender esto y, abandonando la lucha pueril, reunirnos en nombre de Rusia pero también en nombre de la independencia. El viejo edificio social de Europa puede cambiar cada día y arrastrar a Rusia en la tormentosa corriente de una inmensa revolución. ¿Es acaso el momento de prolongar una disputa de familia y esperar que los acontecimientos nos sobrepasen porque no hemos preparado ni los consejos ni las palabras que tal vez se esperan de nosotros?

¿Acaso no tenemos el campo abierto a la conciliación?

El socialismo, que divide definitiva y profundamente a Europa en dos campos enemigos, ¿no es acaso tan aceptado por los eslavófilos como por nosotros? En este punto podemos darnos la mano.

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