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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO CUARTO

1812-1825


La guerra de 1812 concluye con la primera parte del período de Petersburgo. Hasta ese momento el gobierno había estado a la cabeza del movimiento. Desde entonces, la nobleza marchó a su lado. Hasta 1812 se dudaba de las fuerzas del pueblo y se tenía una fe inquebrantable en la acción todopoderosa del gobierno: Austerlitz estaba lejos. Eylau era considerado como una victoria y Tilsit era un hecho glorioso. En 1812, el enemigo pasa Memel, atraviesa Lituania y se encuentra delante de Smolebski, la clave de Rusia. Alejandro corre aterrorizado a Moscú para implorar la ayuda de la nobleza y del comercio. Los invita al desamparado palacio del Kremlin para reclamar ayuda plira el país. Desde el tiempo de Pedro I los soberanos no habían hablado al pueblo. Algo muy grande podía imaginarse cuando se vio al emperador Alejandro en el palacio y al metropolitano Platon en la catedral, hablando del peligro que amenazaba a Rusia.

La nobleza y los comerciantes tendieron la mano al gobierno y lo sacaron del apuro. El pueblo, olvidado aún en ese momento de general infortunio, o demasiado despreciado como para que se le pidiera la sangre que se creían con derecho a derramar sin su asentimiento, ese pueblo se levantó en masa, sin esperar un llamado y por su propia iniciativa.

Este acuerdo tácito de todas las clases se produce por primera vez luego del advenimiento de Pedro I. Los campesinos se enrolaban sin protestar en la milicia, los nobles daban el décimo siervo y tomaban por sí mismos las armas, los comerciantes sacrificaban la décima parte de sus ingresos. La agitación popular cubría todo el imperio. Seis meses después de la evacuación de Moscú aparecieron bandas de hombres armados sobre la fronteras de Asia que acudían desde lo profundo de Siberia en defensa de la capital. La noticia de su ocupación había hecho estremecer a toda Rusia pues, para el pueblo, Moscú era la verdadera capital. Esta, que acababa de expiar con su sacrificio el sistema adormecido de los zares, se levantaba rodeada de una aureola de gloria. La fuerza del enemigo se había quebrado contra sus muros. El conquistador había iniciado en el Kremlin un retirada que no iba a detenerse hasta Santa Elena. Al primer despertar del pueblo, Petersburgo quedaba eclipsada, y Moscú, capital sin emperador que se había victimado por la patria común, adquirió una nueva importancia.

Por otra parte, después de ese bautismo de sangre, toda Rusia entró en una nueva fase. Resultaba imposible pasar inmediatamente de la agitación de una guerra nacional, de la marcha gloriosa por Europa, de la toma de París, a la calma chata del despotismo de Petersburgo. El gobierno mismo no podía volver inmediatamente a sus viejas características. Alejandro se hace el liberal y, a escondidas del príncipe Metternich, burla los proyectos ultramonárquicos de los Borbones y desempeña el papel de rey constitucional en Polonia.

El pobre campesino regresa a su comuna, a su carro y a su servidumbre. Para él nada ha cambiado, no se le concede ninguna franquicia como premio a la victoria adquirida con su sangre. Para recompensarlo, Alejandro preparaba el proyecto monstruoso de las colonias militares.

Inmediatamente después de la guerra se manifiesta un gran cambio en el espíritu público. Los oficiales de la guardia y de los regimientos de línea, luego de haber expuesto bravamente su pecho a las balas del enemigo, se volvieron menos sumisos y menos blandos que antes. Sentimientos caballerescos de honor y dignidad personal, desconocidos hasta entonces en la aristocracia rusa de origen plebeyo arrancada del pueblo por la gracia de los soberanos, se difundieron en la sociedad. Al mismo tiempo la mala administración, la venalidad de los empleados, las vejaciones policiales, provocaban protestas unánimes. Se percibía que el gobierno no podía, pese a las buenas intenciones, detener esos abusos, y que no era posible esperar ninguna justicia de un asilo de ancianos al que se le daba el pomposo nombre de senado dirigente, cuerpo de una docilidad ignorante que servía al gobierno de guardamuebles para relegar a funcionarios gastados que no merecían ni quedarse en la administración ni ser echados. Hombres de Estado de gran autoridad, como el viejo almirante Mordvinov, señalaban en alta voz la urgencia de numerosas reformas. Alejandro mismo deseaba mejoras pero no sabía cómo realizarlas. Karamzin, el historiador absolutista, y Speranski, editor del código de Nicolás, trabajaban en un proyecto de constitución ordenado por el zar.

Algunos hombres enérgicos y serios no esperaron el final de estos proyectos imaginarios, no se conformaron con el vago descontento y trataron de utilizarlo de otra manera. Concibieron la idea de una gran asociación secreta que debía conformar la educación política de la nueva generación, propagar las ideas de libertad y profundizar la complicada cuestión de una reforma radical y completa del gobierno ruso. Lejos de atenerse a la teoría, simultáneamente se organizaron para aprovechar la primera circunstancia favorable que pudiera quebrar el poder imperial. Lo más selecto de la juventud rusa, militares jóvenes como Pestel, Fonvizin, Narishkin, Iushnevski, Muraviov, Orlov; escritores famosos como Riléíev y Bestuzhev, descendientes de las familias más ilustres como los príncipes Obolenski, Trubetskoi, Odoievski, Volkonski, el conde Chernishov, se enrolaron prestamente en esta primera falange de la emancipación rusa. La asociación tomó primeramente el nombre de Unión del bienestar (En sí, la primera organización secreta a gran escala en Rysia fue constituida en 1816 bajo el nombre de Unión salvación, y la Unión del bienestar se constituyó dos años después, esto es, en 1818).

Por extraño que parezca, al mismo tiempo que estos jóvenes ardientes, llenos de fe y vigor, juraban derribar al absolutismo, en Petersburgo el emperador Alejandro juraba unir a Rusia a las monarquías absolutistas de Europa. Acababa de formar la célebre Santa alianza, alianza mística, inútil, inoperante, con el estilo de un Grütli absolutista o de un Tugendbund (La Liga Grütli fue creada en Suiza durante 1838, y el Tugendbund, formose en prusia en 1808 al calor de la ocupación francesa), formada por tres estudiantes coronados entre los cuales Alejandro desempeñaba el papel de hombre impulsivo.

Unos y otros mantuvieron sus juramentos: unos yendo a morir a la horca o a los trabajos forzados por sus ideas. Alejandro, dejando la corona a su hermano Nicolás.

Los diez años que transcurrieron desde la entrada de las tropas hasta 1825 constituyeron el apogeo de la época de Petersburgo. La Rusia de Pedro I se sentía fuerte, joven y llena de esperanzas. Pensaba que la libertad podía inocularse con la misma facilidad que la civilización, y olvidaba que aquélla no había pasado aún de la superficie y que pertenecía sólo a una pequeña minoría. Esta minoría estaba desarrollada hasta tal punto que no podía mantenerse en las condiciones provisionales del régimen imperial.

Era la primera oposición verdaderamente revolucionaria que se formaba en Rusia. La oposición que se había aliado con la civilización a comienzos del siglo XVIII era conservadora. La que realizaban algunos grandes señores, tales como el conde Panin bajo el reinado de la emperatriz Catalina II, no escapaba del círculo de ideas estrictamente monárquicas. A veces resultaba enérgica, pero siempre sumisa y respetuosa. La dirección que se adopta después de 1812 es totalmente distinta. El choque entre el despotismo protector y la civilización protegida resultaba inminente. El primer combate que se libró fue el 14 (26) de diciembre. Venció el absolutismo, con lo cual demostró la fuerza que desgraciadamente poseía.

La palabra provisional que hemos aplicado a las condiciones del régimen imperial puede parecer extraña. Sin embargo, expresa un rasgo muy característico cuando se considera de cerca la actitud del gobierno ruso. Sus instituciones, sus leyes, sus proyectos, todo en él es temporario, transitorio, sin determinación ni forma definitiva. No se trata de un gobierno conservador en el sentido en que lo es el austriaco, entre otros, porque no tiene nada de conservador a excepción de su fuerza material y la integridad de su territorio. Debutó con una destrucción tiránica de sus instituciones, tradiciones, costumbres, leyes y hasta vestimentas del país, y continúa con una serie de cambios sin adquirir estabilidad y regularidad. Cada reino cuestiona gran parte de los derechos y las instituciones: se prohíbe hoy lo que ayer se ordenaba, se modifican, cambian y abrogan las leyes. El código sancionado por Nicolás es la mejor prueba de la falta de principios y de unidad en la legislación imperial. Este código consiste en la reunión de todas las leyes existentes, es una yuxtaposición de ordenanzas, de úkases más o menos contradictorios que expresan mucho más el carácter del príncipe o el interés del momento que el espíritu de una legislación unitaria. El código del zar Alexis sirve de base y las ordenanzas de Pedro I, concebidas dentro de una tendencia completamente distinta, de continuación; una ley de Catalina, proyectada en el espíritu de Beccaria y Montesquieu, se coloca junto a las órdenes del día de Pablo I, que sobrepasan lo que puede hallarse de más absurdo y arbitrario en los edictos de los emperadores romanos. Como todo aquel que no tiene raigambre histórica, el gobierno ruso no sólo no es conservador sino todo lo contrario: ama las innovaciones hasta la locura. Nada queda en reposo, y si por excepción algo mejora, vuelve a ser cambiado. Los uniformes son modificados sin cesar y sin motivo, tanto para los civiles como para los militares. Este pasatiempo cuesta sumas inmensas. Lo mismo ocurre con la reconstrucción de los viejos edificios, prueba del buen gusto y la civilización del gobierno ruso. A veces se producen grandes revoluciones sin que las conozca el extranjero a causa de la falta de publicidad y mutismo general. En efecto, en 1838 se cambia radicalmente la administración de todas las comunas rurales del imperio. El gobierno interviene en los asuntos de la comuna, cada pueblo queda bajo una doble vigilancia policial y comienza una organización forzada de los trabajos agrícolas. Se despojan algunas comunas y se enriquecen otras, se establece, en suma, una administración nueva para 17 000 000 de hombres sin que este acontecimiento tenga ningún eco en Europa.

Temiendo los catastros y las intervenciones de los agentes públicos, a quienes conocían como ladrones privilegiados de uniforme, los campesinos se sublevaron en muchos lugares. En algunos distritos de los gobiernos de Kazan, Viatka y Tambov se llegó a ametrallarlos, y el nuevo orden se mantuvo.

Tal estado de cosas no podía durar mucho tiempo: este sentimiento aparece por primera vez desde 1812. El momento de una organización política y secreta estaba bien elegido bajo todo punto de vista. La propaganda literaria era muy activa: el célebre Riléiev era su inspirador; él y sus amigos imprimieron a la literatura rusa una energía y un entusiasmo como no tuvo antes ni después. No se trataba sólo de palabras, eran actos. Se veía resolución, finalidad concreta, no se adoptaban actitudes temerarias pero se marchaba con paso firme y cabeza en alto hacia soluciones irrevocables.

En un pueblo que carece de libertad pública, la literatura es la única tribuna desde donde puede hacerse escuchar el grito de su indignación y de su conciencia.

La influencia de la literatura en una sociedad con estas características adquiere dimensiones que las de otros países de Europa han perdido hace largo tiempo. Las poesías revolucionarias de Riléiev y Pushkin están en manos de los jóvenes de las provincias más alejadas del imperio. No hay señorita bien educada que no las conozca de memoria, ni oficial que no las guarde en su mochila, ni hijo de sacerdote que no haya hecho una docena de copias. En los últimos años este ardor se ha enfriado porque ya han producido su impresión. Toda una generación ha recibido la influencia de esta propaganda joven y ardiente.

La conjuración se difunde con rapidez en Petersburgo, Moscú, en la Pequeña Rusia, entre los oficiales de la guardia y del 2° ejército. Como son indolentes, es fácil arrastrarlos, y una vez arrastrados llegan hasta las últimas consecuencias sin buscar formas de reacomodamiento.

Después de Pedro I se ha hablado mucho de la facultad de imitación que en los rusos llegaba hasta el ridículo. Algunos eruditos alemanes consideraban que los eslavos estaban desprovistos de carácter propio y que su cualidad distintiva era la aceptación. En efecto, la nacionalidad eslava tiene una gran elasticidad: cuando sale del exclusivismo patriótico no tiene ninguna dificultad para comprender a las otras nacionalidades. La ciencia alemana que no pasa del Rin y la poesía inglesa que se altera cuando traspone el Pas de Calais han adquirido carta de ciudadanía entre los eslavos. Debemos agregar que en el fondo de esta receptividad hay algo original, ya que, aunque se presta a las influencias exteriores, mantiene su propio carácter.

Este rasgo del espíritu ruso se reencuentra en el proceso de la conjuración a que nos referimos. En el comienzo, ésta tuvo una tendencia constitucional, liberal en el sentido inglés. Pero apenas aceptó esta opinión, la asociación se transformó, se volvió más radical y, en consecuencia, muchos de sus miembros la abandonaron. El núcleo de conjurados se hizo republicano y no quiso conformarse con una monarquía representativa. Creían con razón que si tenían la fuerza suficiente como para limitar al absolutismo, también la tendrían para derribarlo. Los jefes de la Unión del sur pensaban en una federalización republicana de los eslavos y trabajaban para una dictadura revolucionaria cuyo papel sería organizar esas formas republicanas.

Más aún, cuando el coronel Pestel visitó la Sociedad del norte, planteó la cuestión en otros términos: consideraba que la proclamación de la República no podía avanzar si no involucraba a la propiedad territorial. No olvidemos que aquí se habla de hechos que se producen entre 1817 y 1825. Nadie en Europa se ocupaba de los problemas sociales, Gracchus Babeuf, el loco, el salvaje, había sido ya olvidado, Saint-Simon escribía sus tratados pero nadie los leía, Fourier estaba en la misma situación y los ensayos de Owen ya no interesaban. Los más grandes liberales de esos tiempos, los Benjamin Constant, los P. L. Courier, hubieran lanzado gritos de indignación al escuchar las propuestas de Pestel, proposiciones que no se hacían en un club de proletarios sino frente a una gran asociación formada por los nobles más ricos. Pestel les proponía, a precio de su vida, la expropiación de sus bienes. Sus opiniones trastornaban demasiado los principios de economía política que se acababan de aprender, por lo tanto el acuerdo era difícil. Pero no se lo acusaba de desear el pillaje y la masacre. Pestel era el jefe indiscutible de la asociación del sur y es probable que, en caso de éxito, se hubiera convertido en dictador. Era socialista antes del socialismo.

Pestel no era un soñador, ni un utopista. Todo lo contrario: estaba ubicado en la realidad y conocía el espíritu de su nación. Dejando las tierras a la nobleza se habría obtenido una oligarquía, el pueblo ni siquiera hubiera comprendido su liberación ya que el campesino ruso sólo quería ser libre con su tierra.

Pestel fue el primero que pensó en hacer participar al pueblo en la revolución. Estaba de acuerdo con sus amigos en que la insurrección no podía lograrse sin apoyo del ejército, pero también quería atraer por cualquier medio a los sectarios religiosos. Proyecto profundo cuyos alcances y justeza serán demostrados en el futuro.

A todo esto, podemos decir que Pestel se forjaba ilusiones: ni sus amigos podían trabajar para una revolución social, ni podía el pueblo hacer causa común con la nobleza. Pero sólo a los grandes hombres les está dado equivocarse, anticipándose al desarrollo de las masas.

El se equivocaba en la práctica, teóricamente producía una revelación. Fue un profeta y la asociación una gran escuela para la generación presente.

El 14 (26) de diciembre abrió realmente una nueva fase en nuestra educación política y, aunque pueda parecer extraño, la gran influencia de esta obra, que ha actuado más que la propaganda y las teorías, es el levantamiento mismo, la conducta heroica de los conjurados en la plaza pública, durante el proceso, en cautiverio, en presencia del emperador Nicolás, en las minas, en Siberia. Lo que les faltaba a los rusos no eran las tendencias liberales ni la conciencia de los abusos, sino un precedente que les permitiera la audacia de la iniciativa. Las teorías inspiran convicciones, el ejemplo forma la conducta. Tal ejemplo es sobre todo necesario allí donde el hombre no está habituado a educar su voluntad, a manifestarse, a confiar en sí mismo y a estimar sus fuerzas, donde, por el contrario, siempre se ha sentido en menos, sin voz y sin opinión, protegido detrás de la comuna como detrás de un muro infranqueable, absorbido por el Estado dentro del cual se encuentra perdido. Junto con la civilización, las ideas de libertad se habían desarrollado necesariamente, pero el descontento pasivo había calado demasiado en los hábitos: se quería salir del despotismo pero nadie deseaba ser el primero en hacerlo.

Y bien, los primeros se presentaron con tal grandeza de alma y fuerza de carácter que, en su informe oficial, el gobierno no se atrevió a rebajarlos ni a mancillarlos. Nicolás se limitó a castigarlos con ferocidad. El silencio y la muda pasividad se habían quebrado: estos hombres despertaron el alma de la nueva generación, la venda cayó de los ojos.

La acción del 14 de diciembre también fue decisiva para el gobierno. De Pedro a Nicolás el gobierno había mantenido en alto la bandera del progreso y la civilización. Desde 1825 ocurre todo lo contrario. El poder sólo intenta menoscabar al movimiento intelectual; ya no es la palabra progreso la que se inscribe bajo la bandera imperial sino las palabras autocracia, ortodoxia, nacionalidad, ese mane, thecel, phares (Refiérese a las míticas palabras que según se cuenta en un pasaje bíblioco fueron escritas en un muro durante el banquete de Baldassarre, palabras que, se dice, aninciaban la caida de Babilonia) del absolutismo. Además, las dos últimas sólo estaban allí por la forma. Religión, patriotismo no eran más que los medios para reafirmar la autocracia, el pueblo no se engañó nunca con el nacionalismo de Nicolás. La gran palabra que expresa a su reino es la del despotismo que dice: que Rusia perezca siempre que el poder se mantenga ilimitado e intacto. Con este lema salvaje ya no hay malentendidos. Fue ese 14 de diciembre el que obligó al gobierno a dejar la hipocresía y a enarbolar el despotismo.

Poco antes del sombrío reinado que comenzó con el derramamiento de sangre rusa y continuó con la sangre polaca, apareció el gran poeta ruso Pushkin. Desde ese momento se volvió necesario, como si la literatura rusa no pudiera pasarse sin él. Se ha leído a otros poetas, se los ha admirado, pero Pushkin está presente en cada ruso civilizado, que lo relee toda su vida. Su poesía no es ni un ensayo, ni un estudio, ni un ejercicio, es un arte maduro y una vocación. La porción civilizada de la nación rusa encontró en él, por vez primera, el don de la palabra poética.

Pushkin no puede ser más nacional y, sin embargo, resulta inteligible a los extranjeros. No finge la lengua popular de las canciones rusas; al expresar su pensamiento ésta surge naturalmente en su espíritu. Como todos los grandes poetas está siempre a nivel de su lector, se engrandece, se vuelve sombrío, tormentoso, trágico, su verso brama como el mar, como el bosque agitado por una tempestad, pero es al mismo tiempo sereno, límpido, vibrante, ávido de placeres y de emociones. Es siempre real, en él no hay nada de enfermizo, nada de patología psicológica exagerada, de ese espiritualismo cristiano abstracto que se percibe tan a menudo en los poetas alemanes. Su musa no es un ser pálido, envuelto en una mortaja, es una mujer ardiente, rodeada de una aureola de santidad, demasiado rica en verdaderos sentimientos como para buscar los ficticios, lo bastante desdichada como para no inventar desdichas artificiales.

Pushkin poseía la naturaleza panteísta y epicúrea de los poetas griegos, pero tenía un espíritu moderno. Al replegarse sobre sí mismo, encontraba en su alma el pensamiento amargo de Byron, la ironía corrosiva de nuestro siglo.

Se ha creído ver en Pushkin a un imitador de Byron. El poeta inglés ejerció, en efecto, una gran influencia sobre el ruso. Nunca se sale del contacto con un hombre fuerte y simpático sin recibir su influencia, sin madurar con sus rayos. La confirmación de lo que vive en nuestro corazón por el asentimiento de un espíritu que nos es caro nos da una fuerza y un alcance nuevos. Pero de esta acción natural a la imitación hay mucha distancia. Luego de los primeros poemas de Pushkin, donde la influencia de Byron se hace sentir poderosamente, cada nueva producción aumenta en originalidad. Siempre admiró al poeta inglés pero no fue ni su imitador ni su parásito, né traduttore, né traditore.

Hacia el fin de su carrera, Byron y Pushkin se alejan completamente uno del otro por una causa muy simple: Byron era profundamente inglés y Pushkin profundamente ruso, ruso del período de Petersburgo. Conocía todos los sufrimientos del hombre civilizado, pero tenía una fe en el porvenir que el hombre de Occidente no conocía. Byron, la gran individualidad libre, el hombre que se aísla en su independencia y se envuelve más y más en su orgullo, en su filosofía segura y escéptica, se hace cada vez más sombrío e implacable. Sin ver ningún porvenir cercano, abrumado por amargos pensamientos, disgustado por el mundo, va a volcar su destino en un pueblo de piratas eslavo-helénicos que él toma por griegos del viejo mundo. Pushkin, por el contrario, encuentra una calma cada vez mayor, se sumerge en el estudio de la historia rusa, reúne materiales para una monografía sobre Pugachev y compone un drama histórico, Boris Godunov. Tiene una fe instintiva en el porvenir de Rusia; los gritos de triunfo y victoria que escuchó cuando aún era niño, en 1813 y 1814, todavía resuenan en su memoria. Durante algún tiempo estuvo también atraído por ese patriotismo petersburgués que se jacta del número de bayonetas y se apoya en los cañones. Esta altanería es sin duda tan poco perdonable como el exceso de aristocratismo en lord Byron, aunque se comprenden las causas. Es doloroso decido, pero Pushkin sentía un especial patriotismo. Los grandes poetas han sido cortesanos, lo testimonian Goethe, Racine, etcétera. Pushkin no fue ni cortesano ni gubernamental, pero la fuerza brutal del Estado le placía por instinto patriótico, lo que hizo que compartiera el deseo bárbaro de responder al razonamiento con la bala. Rusia es en parte esclava porque encuentra poesía en la fuerza material y se vanagloria de ser el fantasma de los pueblos.

Los que dicen que Oneguin, el poema de Pushkin, es el Don Juan ruso, no comprenden ni a Byron ni a Pushkin, ni a Inglaterra ni a Rusia: se atienen sólo a la forma exterior. Oneguin es la obra más importante de Pushkin y le absorbe la mitad de su existencia. Este poema surge exactamente en el período que nos ocupa y madura durante los tristes años que siguen al 14 de diciembre. ¡Quién puede pensar que una obra semejante, que una autobiografía poética, es imitación!

Oneguin no es ni Hamlet, ni Fausto, Manfredo, Obermann, Trenmor, Charles Moor. Oneguin es un ruso y sólo es posible que exista en Rusia, donde es necesario y se lo encuentra a cada paso. Es un haragán porque no ha tenido jamás ocupación, un hombre superfluo dentro del ámbito en que se encuentra y que no tiene la suficiente fuerza de carácter como para salir de ello. Es un hombre que intenta la vida hasta la muerte y que desearía probar la muerte para ver si no vale más que la vida. Ha comenzado todo sin continuar nada, ha pensado mucho y ha hecho poco, es viejo a los veinte años y rejuvenece por el amor cuando empieza a envejecer. Como nosotros, siempre esperó algo, porque el hombre no es lo suficientemente loco como para creer en la perduración del estado actual de Rusia ... Nada llegó y la vida se va. El personaje de Oneguin es tan natural que se lo reencuentra en todas las novelas y en todos los poemas que en Rusia han tenido alguna resonancia, no porque se lo haya querido copiar, sino porque se lo encuentra en todas partes, alrededor de uno o en uno mismo.

Chatski, el héroe de una comedia célebre de Griboiedov (Se refiere a La desgracia de tener genio), es un Oneguin que razona, su hermano mayor.

El Héroe de nuestro tiempo, de Lermontov, es su hermano menor. Aun en las producciones secundarias Oneguin reaparece, distinto o incompleto, pero reconocible. Si no es él, por lo menos es su copia. El joven viajero en el Tarantas de Sologub es un Oneguin limitado y mal educado. Es cierto que todos somos más o menos Oneguin salvo que prefiramos ser chinovniki (empleado) o pomeshchiki (propietario rural).

La civilización nos pierde, nos desorienta, hace que tengamos que soportar a los otros y a nosotros mismos desocupados, inútiles, caprichosos, que pasemos de la excentricidad al desenfreno, que gastemos sin lamentarlo nuestra fortuna, nuestro corazón, nuestra juventud, y que busquemos ocupaciones, sensaciones, distracciones, como los perros de Aix-la-Chapelle de Heine, que piden a los transeúntes que los pateen 'para quitarse el aburrimiento. Nosotros practicamos de todo: música, filosofía, amor, arte militar, misticismo, tan sólo por distraernos, por olvidar la vida que nos oprime.

Civilización y esclavitud. Lamentablemente, ni siquiera existe un telón entre ambas para impedir que nos sintamos aplastados, interior o exteriormente, entre esos dos extremos que se tocan.

Se nos da una educación amplia, se nos inoculan los deseos, las tendencias, los sufrimientos del mundo contemporáneo, y se nos grita: Mantenéos esclavos, mudos, pasivos, o estáis perdidos. En recompensa se nos da derecho a perjudicar al campesino y a dilapidar sobre la mesa de juego o en la taberna el impuesto de sangre y lágrimas que le cobramos. El joven no encuentra ningún interés en este mundo de servilismo y mezquina ambición. Sin embargo, es en esta sociedad en la que está condenado a vivir, pues el pueblo está aún más alejado. Lo que llamamos este mundo es algo que por lo menos está conformado por seres igualmente desposeídos, pero entre él y el pueblo no hay nada de común. Las tradiciones fueron totalmente quebradas por Pedro I, hasta tal punto que no existe fuerza capaz de rescatarlas, por lo menos hasta el momento. Nos queda el aislamiento o la lucha, pero no tenemos suficiente fuerza moral para afrontarlos. Es así como se hace Oneguin, si no perece en las casas de tolerancia o en las casamatas de una fortaleza.

Hemos robado la civilización y Júpiter nos quiere castigar con el mismo encarnizamiento con que atormentó a Prometeo.

Junto a Oneguin, Pushkin puso a Vladimir Lenski, otra víctima de la vida rusa, el viceversa de Oneguin. Es el sufrimiento agudo al lado del sufrimiento crónico. Posee una naturaleza virginal, pura, de ésas que no pueden habituarse a un ambiente loco y corrompido. Ha aceptado la vida pero ya no quiere otra cosa que no sea la muerte. Estos adolescentes pasan ante nuestros ojos, jóvenes, pálidos, marcados por la fatalidad, como un reproche y un remordimiento, y dejan aun más oscura la triste noche en la que nos movemos y somos.

Pushkin delineó el carácter de Lenski con esa ternura que se siente por los recuerdos de la juventud, por las reminiscencias de ese tiempo en que se ha vivido lleno de esperanza, de pureza, de ignorancia. Lenski es el último grito de conciencia de Oneguin, pues es él mismo en los ideales de su juventud. El poeta vio que ese hombre no tenía nada que hacer en Rusia y lo mata por la mano de Oneguin, de ese Oneguin que lo quería y que al apuntarle no quería herirlo. El mismo Pushkin se estremece ante este trágico fin y se apura en consolar al lector mostrándole la vida trivial que esperaba al joven poeta.

También al lado de Pushkin hay un Lenski: Venevitinov, alma cándida y poética destruida por las manos groseras de la vida rusa a los veintidós años.

Entre estos dos tipos humanos, por un lado el poeta, el entusiasta, y por otro el hombre cansado, agriado, inútil, entre la tumba de Lenski y el tedio de Oneguin, se desliza el río profundo y agitado de la Rusia civilizada, con sus aristócratas, burócratas, oficiales, gendarmes, grandes duques y emperador, masa informe y muda repleta de bajeza, de servilismo, de ferocidad y envidia que todo arrastra y devora, esa vorágine -como dice Pushkin- donde, querido lector, nos bañamos juntos.

Pushkin se inicia con poesías revolucionarias de una gran belleza. Alejandro lo ha exiliado de Petersburgo a los confines meridionales del imperio. Como un nuevo Ovidio, pasó su vida de 1819 a 1825 en la Chersonesia táurica, separado de sus amigos, lejos del movimiento político, en medio de una naturaleza magnífica pero salvaje. Pushkin, poeta ante todo, se concentra en su lirismo. Sus piezas líricas son las fases de su vida, la biografía de su alma; se encuentran allí los vestigios de todo lo que conmovió a esa alma fogosa: la verdad y el error, la atracción pasajera y las simpatías profundas y eternas.

Algunos días después de haber mandado ahorcar a los héroes del 14 de diciembre, Nicolás llama a Pushkin de su exilio. Con su gesto lo quiere dejar mal parado ante la opinión pública, y reducirlo con sus bondades.

Cuando regresa, no reconoce a la sociedad de Moscú ni a la de Petersburgo. No encuentra a sus amigos ni se atreve a pronunciar sus nombres. No se habla más que de arrestos, de allanamientos, de exilio. Se encuentra por un momento con Mickiewicz, otro poeta eslavo, y se tienden la mano como en medio de un cementerio. La tormenta rugía sobre sus cabezas: PushIdn volvía del exilio y Mickiewicz se alejaba. La entrevista fue dolorosa y no se comprendieron. El curso de este último en el Colegio de Francia demuestra el disentimiento. Para un polaco y un ruso no había llegado aún el momento de entenderse.

Continuando la comedia, Nicolás nombró a Pushkin gentilhombre de la cámara. Éste acusó el impacto y no concurrió a la corte. Se le presentó entonces la alternativa de volverse al Cáucaso o ponerse la vestimenta de la corte. Casado ya con una mujer que lo arrastró a la perdición, ante un segundo exilio que parecía más penoso que el primero, opta por la corte. Se reconoce el costado negativo del carácter ruso en esa falta de seguridad, de resistencia, en esa dudosa maleabilidad.

El gran duque heredero lo felicitó un día por su promoción: Alteza -respondió Pushkin-, usted es el primero que me felicita por ese motivo.

En 1837 fue asesinado en un duelo por uno de esos espadachines extranjeros que, como los mercenarios de la Edad Media, o los suizos de la actualidad, ponen su espada al servicio de todos los despotismos. El poeta cae abatido en la plenitud de sus fuerzas, sin haber terminado sus cantos y sin haber dicho lo que tenía que decir.

Todo Petersburgo lloró, a excepción de la corte y su círculo. Entonces se supo la popularidad que había adquirido. Durante su agonía, una masa compacta se apretaba alrededor de su casa para tener noticias de su salud. Como se encontraba muy cerca del Palacio de invierno, el emperador pudo contemplar a la multitud desde sus ventanas. Su despecho lo llevó a prohibir los funerales del poeta. En una noche glacial, el cuerpo de Pushkin es transportado secretamente, rodeado de gendarmes y agentes de policía, a una iglesia que no era su parroquia; allí, un sacerdote lee apresuradamente la misa de muertos y luego un trineo conduce el cuerpo hasta un convento del gobierno de Pskov, donde se encontraban sus tierras. Cuando la multitud así engañada se presenta en la iglesia donde había sido depositado el difunto, la nieve había borrado ya las huellas del cortejo.

Un destino terrible y sombrío está reservado a cualquiera que se atreva a levantar la cabeza por encima del nivel que traza el cetro imperial. Al poeta, al ciudadano, al pensador, una fatalidad inexorable los empuja a la tumba. La historia de nuestra literatura es un martirologio o una sucesión de encarcelamientos. Hasta los mismos que han sido protegidos por el gobierno se apuran a quitarse la vida apenas se asoman a ella.

La solto i giorni brevi e nebulosi
nasce una gente a cui il morir non duole
.

Riléiev, ahorcado por Nicolás.

Pushkin, asesinado en un duelo a los treinta y ocho años.

Griboiedov, asesinado en Teherán.

Lermontov, muerto en un duelo en el Cáucaso a los treinta años (En sí su muerte ocurrió cuando tenía veintiséis años).

Venevitinov, muerto por la sociedad a los veintidós años.

Koltzov, asesinado por su familia a los treinta y tres años.

Belinski, muerto a los treinta y cinco años (realmente tenía treinta y siete años) por el hambre y la miseria.

Polezhaiev, muerto en un hospital militar luego de habérsele forzado a servir como soldado en el Cáucaso durante ocho años.

Baratinski, muerto luego de un exilio de doce años.

Bestuzhev sucumbió en el Cáucaso, muy joven, luego de los trabajos forzados en Siberia.

¡Malditos los pueblos que lapidan a sus profetas!, dicen las Escrituras. Pero el pueblo ruso nada tiene que temer porque nada puede empeorar su desgraciada suerte.

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