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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO TERCERO

PEDRO I


El deseo de salir de la situación agobiante en que se encontraba el Estado se acrecentaba más y más cuando, hacia fines del siglo XVII, aparece sobre el trono de los zares un audaz revolucionario, dotado de gran talento y voluntad inflexible.

Pedro I no fue ni un zar oriental ni un dinasta, a semejanza del Comité de salud pública; era un déspota en su propio nombre y en el de una gran idea que le aseguraba superioridad indiscutible sobre todo lo que lo rodeaba. Sustrayéndose al misterio de que se rodeaban los zares, arroja lejos de sí, con disgusto, la herencia bizantina sobre la que se habían ubicado sus predecesores. Pedro I no podía avenirse al triste papel de un Dalai-Lama cristiano, ornado de telas doradas y piedras preciosas que se mostraban de lejos al pueblo cuando se dirigía con gravedad de su palacio a la catedral de la Asunción y de la catedral de la Asunción a su palacio. Pedro I se presenta frente a su pueblo como un simple mortal. Se lo ve, como obrero infatigable. desde la mañana a la noche, vestido con simple casaca militar, dar órdenes y enseñar la manera como hay que ejecutarlas. Es herrador, carpintero, ingeniero, arquitecto y piloto. Se lo ve por todas partes sin cortejo, a lo sumo acompañado por un ayudante de campo y dominando a la multitud con su porte. Como ya hemos dicho, Pedro el grande fue el primer individuo emancipado en Rusia y, por esto mismo, un revolucionario coronado.

Como sospechaba que no era hijo del zar Alexis, invita un día a cenar al príncipe Jaguzhinzki y le pregunta ingenuamente si acaso él no era su padre.

- No sé nada -responde Jaguzhinski apremiado-, la difunta zarina tenía tantos amantes ... (Obviamente este diálogo y la anécdota en sí son por completo falsos debido a que Jaguzhinski era once años menor que Pedro I).

Esto con respecto a su legitimidad. En cuanto a los intereses dinásticos, ocurrió que encontrándose en Pruth en una posición desesperante, Pedro escribió al senado para que eligiera como su sucesor al más digno, creyendo a su hijo incapaz de sucederle. Luego lo hizo juzgar y ejecutar en la prisión y coronó emperatriz a una mujer de cabaret, esposa de un soldado sueco, que luego se convierte en cortesana de su favorito, el príncipe Menshikov. Las circunstancias en medio de las cuales el metropolitano Feofan y el príncipe Menshikov ejecutaron la última voluntad de Pedro I presentan muchas dudas, pero el hecho es que la aventurera livona, que apenas hablaba ruso, fue a su muerte proclamada emperatriz, sin que nadie pensara discutir sus derechos.

Pedro I ocultaba poco su indiferencia o desprecio por la iglesia griega que, necesariamente, debía ser partícipe de la caída en desgracia del viejo orden de cosas. Prohibió la creación de nuevas reliquias y los milagros. Remplazó al patriarca por un sínodo nombrado por el gobierno, y ubicó a un oficial de caballería como procurador de la corona. El patriarca no había tenido jamás derechos soberanos ni una posición independiente del zar, pero imprimía cierta unidad a la iglesia. Por esta razón Pedro I derribó ese trono que habitualmente estaba ubicado junto al de los zares. Sin embargo, aunque Pedro I se convirtió en jefe de la iglesia, su poder era puramente temporal. Este fue también el carácter distintivo que imprimió al imperialismo de Petersburgo: su finalidad, sus medios, eran prácticos, mundanos, laicos, no se alejaban del marco de la actualidad. Es así como después de haber neutralizado la acción de la iglesia no piensa ya en ella ni en la religión. Otras fantasías lo ocupan. Soñaba con una Rusia colosal, con un Estado gigantesco que pudiera extenderse hasta los confines de Asia y ser amo de Constantinopla y de la suerte de Europa.

En general, Europa tiene una idea exagerada del poder espiritual de los emperadores rusos. Este error no tiene su origen en la historia rusa sino en las crónicas del Bajo imperio. La iglesia griega se sometió siempre pasivamente al Estado, y hacía todo lo que el poder quería, pero, por su lado, el poder nunca se mezclaba directamente con los intereses de la religión o del clero. La iglesia rusa tenía su propia jurisdicción basada en el Nomocanon griego. ¿Es posible creer que era suficiente proclamarse jefe de la iglesia, en lugar de jefe natural, para adquirir un verdadero poder religioso? Si se hubiera tratado de los zares de Moscú, de un Iván, por ejemplo, que tenía algo de Constantino Coprónimo y de Enrique VIII y se ocupaba de la exégesis cuando no tenía alguien a quien matar, la suposición habría sido admirable; pero los sucesores de Pedro el grande, entre los cuales hubo cuatro mujeres (de las cuales sólo una era rusa), vuelven esta opinión insostenible.

La idea de convertirse en jefes de la iglesia estuvo lejos de sus mentes durante un siglo entero. El honor de haberla exhumado pertenece a Pablo I. Tal vez celoso de Robespierre, ordenó confeccionar para su coronación un hábito mitad de soldado y mitad de sacerdote, habló de su supremacía espiritual y hasta quiso oficiar en la catedral de Kazan. Sin embargo, se lo convence de ese ridículo. Se sabe que ese mismo Pablo I, cismático y casado, obtuvo el título de gran maestre de la orden de Malta, y no se ignora que estaba medio loco.

Para romper completamente con la antigua Rusia, Pedro I abandona Moscú y el título de zar para habitar un puerto del Báltico donde toma el título de emperador. El período de Petersburgo que así se abre no consiste en la continuación de la monarquía histórica; es el comienzo de un despotismo joven, activo, sin medida, proclive tanto a las grandes cosas como a los grandes crímenes.

Sólo un pensamiento vincula el período de Petersburgo con el de Moscú: el de la ampliación del Estado. Todo fue sacrificado a esta idea: la dignidad de los soberanos, la sangre de los hombres, la justicia con los vecinos, el bienestar de un país entero ... Fuera de esta semejanza, Pedro el grande representó una permanente protesta contra la vieja Rusia. En las cuestiones dinásticas y religiosas lo hemos visto actuar como un hombre emancipado. Su género de vida se encontraba en contradicción con las costumbres del país. Era amigo de los placeres ruidosos y no vacilaba en mostrarlo. En muchas. ocasiones Petersburgo vio al emperador, saliendo al amanecer de una comida copiosa, tomar el tambor y tocar a diana en medio de sus ministros que se bamboleaban sobre sus piernas. Otras veces se lo veía correr por las calles enmascarado y disfrazado. Los viejos boyardos, con ese aire grave y solemne que cubría un abismo de ignorancia y vanidad, miraban con horror las fiestas que daba el zar a los marinos ingleses y holandeses. Su Majestad ortodoxa se libraba sin freno a sus gustos orgiásticos. Una pipa de barro cocido en la boca, un jarro de cerveza en la mano, llevaba la voz cantante entre sus convidados y no les iba a la zaga en juramentos. La indignación de los boyardos llegó al colmo cuando ordenó que sus mujeres e hijos, que vivían encerrados como en Oriente, formaran parte de esas mismas fiestas. Bajo la púrpura imperial, en Pedro I el revolucionario surgía por todas partes. Mientras que un siglo después Napoleón ocultaba cada año su origen burgués con un nuevo colgajo real, Pedro I se quitaba cada día algún colgajo del zarismo para mostrarse él mismo, apoyando su gran pensamiento en una voluntad inflexible, en la crueldad de un terrorista.

La revolución que produce Pedro I divide a Rusia en dos partes; por un lado, quedaron los campesinos de las comunas libres y señoriales. Esa era la vieja Rusia, la Rusia conservadora, tradicional, comunal, estrictamente ortodoxa o bien esquemática, siempre religiosa, la que vestía el traje nacional y que nada había aceptado de la civilización europea. Como ocurre en las civilizaciones victoriosas, esta parte de la nación era vista por el gobierno como descontenta, casi como insurgente. Estaba en desgracia, suspendida, puesta fuera de la ley y librada a merced de la otra parte de la nación. La nueva Rusia. se componía de la nobleza formada por Pedro el grande, de todos los descendientes de los boyardos, de todos los empleados civiles y, finalmente, del ejército. La precipitación con la que las diferentes clases se despojaron de sus costumbres fue sorprendente. Abdicaron de su pasado sin ninguna oposición: sólo los streltsy (Se refiere al cuerpo de arcabuceros que fuera tenazmente perseguido por Pedro I debido tanto a su espíritu de casta, al igual que a su oposición a las reformas por él iomplementadas) intentaron resistir. Esta es una prueba de la movilidad del carácter ruso y, al mismo tiempo, de la gran oportunidad de la revolución de Pedro el grande. Todos estaban encantados de dejar las formas pesadas y agobiantes del régimen moscovita. ¿De dónde venía entonces la actitud recalcitrante del campesino ruso?

Los campesinos constituyen la porción menos progresista de todas las naciones; por otra parte, los campesinos rusos de las comunas se mantenían fuera del movimiento y de las expectativas del gobierno. La centralización política no estaba sostenida por una centralización administrativa. Las medidas tomadas para dificultar la migración de los campesinos interesaban únicamente a aquellos que estaban establecidos sobre tierras señoriales, o más bien a la minoría que se desplazaba. La reforma de Pedro I se les presenta no solamente como un atentado a sus tradiciones, a su manera de vivir, sino también como una intromisión del Estado en sus asuntos, como una molestia burocrática, como un agravamiento vago e indefinido de su servidumbre. Desde entonces se resignaron a esta oposición tácita y pasiva que continúa hasta nuestros días y que resulta completamente justificada por las medidas que Pedro el grande y sus sucesores toman contra el pueblo. El pueblo quedó fuera de la reforma. Es imposible ser campesino ruso cuando se abandonan las viejas costumbres: el campesino puede librarse de la comuna, hacerse criado o empleado del gobierno y hasta noble, pero en todos esos casos, debe, ante todo, dejar la comuna. El miembro de la comuna rural sólo puede ser campesino, y, como tal, debe llevar barba y traje nacional. Esto no está determinado por ninguna ley sino por el mero uso, y es una característica que le otorga más vivacidad. De esta manera los campesinos se mantienen puros de toda participación en el gobierno, son gobernados pero no sancionan nada con su adhesión. Ven con malos ojos nuestro género de vida, persisten en sus usos y son al mismo tiempo más religiosos que nosotros en oposición a nuestra indiferencia, y sectarios en oposición a la iglesia oficial que pacta con la civilización alemana.

Desde este punto de vista es posible apreciar toda la importancia que tienen las órdenes de Pedro I cuando prescribe afeitarse la barba y vestirse a la alemana. La barba y la vestimenta constituyen una distinción tajante entre la Rusia humillada bajo un triple yugo y que salvaguarda su nacionalidad y la que ha aceptado la civilización europea junto al despotismo imperial.

Entre el hombre de barba que usa la camisa fuera del pantalón, que no tiene nada que ver con el gobierno, y el hombre afeitado, vestido a la alemana y ajeno a la comuna, había un solo vínculo vital: el soldado. El gobierno advirtió esto, y temiendo que el soldado se volviera campesino, recurrió a medidas terribles; fijó un término monstruoso al servicio: 22 años a comienzos de este siglo y 15 a 17 en la actualidad. Bajo pretexto de educar a los soldados, creó una verdadera casta de ksatriya indios encadenados al estado militar y, como si esto fuera poco, obligó a los veteranos, bajo la intimidación de graves penas, a afeitarse la barba y a no vestirse con el traje nacional. De este modo, el pueblo ruso queda aislado y fuera de todo movimiento, en una expectativa dolorosa. Si no pereció fue gracias a su don natural y a la comuna, pero tampoco ganó nada. Ninguna idea política penetró hasta él aunque surgieron intereses que no dejarían de agitar a la comuna rusa.

La cuestión de la emancipación de la servidumbre no es comprendida por Europa. Generalmente se piensa que se trata únicamente de la libertad individual, de nula importancia bajo el despotismo de Petersburgo, cuando en realidad lo fundamental de la cuestión es la liberación del campesino respecto de la tierra. Este problema preocupa a un gobierno que no hará nada, a una nobleza que nada osará hacer y a un pueblo fatigado, que murmura y que tal vez hará algo.

A la espera de los hechos, todo el movimiento intelectual y político se limita al de la nobleza. La historia de Rusia después de la reforma de Pedro el grande, a excepción del episodio de Pugachev y el despertar del pueblo en 1812, no es más que la historia del gobierno y de la nobleza rusos. Sin embargo, si se considera a la nobleza rusa como análoga a la aristocracia omnipotente de Inglaterra o a la mezquina de Alemania, no se llegaría jamás a explicar lo que actualmente ocurre en Rusia.

No hay que perder de vista que la nobleza organizada por Pedro I no constituye una casta cerrada sino que, por el contrario, absorbe incesantemente todo lo que surge del terreno democrático y se renueva por su base. Al obtener el rango de oficial el soldado se convierte en noble hereditario. El clérigo, el escriba que ha sido empleado durante algunos años por el Estado, se convierte en noble personal; si obtiene un grado más elevado, adquiere la nobleza hereditaria. El hijo de un campesino que se independiza de la comuna o del señor luego de haber terminado sus estudios en un colegio es ennoblecido, como también los individuos condecorados y los artistas admitidos en la Academia. En Rusia, por lo tanto, bajo el nombre de nobleza es necesario incluir a cualquiera que no forme parte de la comuna rural o municipal y que sea funcionario público. Los derechos y privilegios son exactamente los mismos para los descendientes de príncipes mediatizados y de los boyardos que para los hijos de un empleado subalterno investido de la nobleza hereditaria.

La nobleza rusa es un Estado que pesa sobre otro Estado, que ha sido vencido sin haber combatido.

Sería absurdo buscar unidad en una clase que encierra desde soldados, clérigos e hijos de sacerdotes hasta propietarios de centenares de miles de campesinos.

Pero pasemos a los tiempos que suceden al reinado de Pedro I. Una vez que su mano de hierro desaparece, estalla la anarquía total; después de su muerte y durante veinte años el nuevo orden de cosas se tambalea sobre su base. La tradición popular se había quebrado y no existía fe dinástica. El pueblo, que se sublevaba por el pretendido hijo de Juan IV, ni siquiera conocía de nombre a todos los Romanov de Braunschweig-Wolfenbüttel y de Holstein-Gottorp que resbalaban como sombras por los escalones del trono y desaparecían en las nieves del exilio, en el fondo de los calabozos o en la sangre ...

La alta nobleza, que no tenía ningún interés general, se servía de los soldados de la guardia imperial para perpetuar sus revoluciones de palacio. Por su parte, los soldados no conocían más moral que la obediencia al que detentaba la fuerza, y esto solamente durante el tiempo que la conservara. El progreso de la corrupción política de esa época supera todo lo imaginable.

Cuando el ídolo caía todo el mundo lo abandonaba. El trono imperial se asemejaba al lecho de Cleopatra, un grupo de grandes señores y un puñado de jenízaros conducían en triunfo a un príncipe extranjero, a una mujer, a un niño, a un pariente lejano de Pedro I y lo colocaban en el trono; lo adoraban, y distribuían golpes de knut a quienes se oponían. Sin embargo, apenas el elegido había tenido tiempo de gozar de todos los placeres de un poder exorbitante, la ola siguiente de dignatarios y pretorianos lo arrastraba al abismo con todo su entorno. Los ministros y generales de turno eran conducidos al día siguiente a la plaza de ejecución cargados de cadenas o se los mandaba para Siberia. Estos reveses se producían tan de repente que el mariscal Münnich, que había exiliado a Birón, logró alcanzado, también él castigado, en el cruce del Volga, donde Birón estuvo retenido algunos días por el desbordamiento del río. En esta bufera infernale que arrastraba a las personas con tanta velocidad que sólo tenían tiempo de habituarse a sus dardos, sólo vemos, para colmo de ironia, mantenerse a un solo individuo, Bestuzhev, jefe de la cancillería secreta. Este honorable dignatario conservó su puesto pese a todas las revoluciones y, de este modo, tuvo ocasión de cuestionar, torturar y ejecutar a todos sus amigos, a sus benefactores y a todos sus enemigos.

¿Puede creerse luego de esta descripción que el pueblo ruso haya visto en esos jefes temporales a los jefes de la iglesia ortodoxa?

Además de las intrigas políticas, no hay que olvidar que el tono licencioso que había introducido Pedro I y que tanto lo favorecía pasó a la corte imperial y se transformó muy pronto en desvergonzada indecencia y brutal desenfreno. Isabel, la hija de Pedro I, pasaba las noches de orgía con los granaderos de la guardia y se paseaba con ellos por el jardín de verano. En medio de ese comercio contrae el hábito de las bebidas fuertes hasta el punto de que, cuando es coronada emperatriz, se embriaga todos los días. Los quehaceres más importantes se detenían, los embajadores no podían obtener audiencia durante semanas enteras en que ella no tenía un momento lúcido. La emperatriz Ana vivía maritalmente con su ex escudero Birón, a quien había hecho duque de Curlanma. La regente Ana de Braunschweig se acostaba en verano con su amante sobre un balcón visible del palacio ...

En medio de esta epopeya escandalosa de advenimientos y caídas del trono, de esta orgía de despotismo feroz enfrentada con una oligarquía servil que disponía de la corona como los eunucos del Bajo imperio, brotó una sola chispa política que se produjo cuando se dictaron las condiciones de aceptación de la corona a la emperatriz Ana. Ana prestó juramento, consintió a todo, pero enseguida, sostenida por el partido alemán que tenía a Birón como jefe, desgarró la carta e hizo perecer a todos aquellos que habían querido limitar el poder de la corona. Existía una vieja animosidad entre los alemanes y sus adherentes, por una parte, y los dignatarios rusos. que rodeaban al trono, por otra. El odio de los alemanes facilitó a Isabel el advenimiento al trono. Esta mujer incapaz y cruel se hizo popular engañando al partido nacional.

Sin embargo, no hay que exagerar el valor de estos partidos. Ni el partido alemán representaba la civilización ni el partido ruso la ignorancia. Este último no quería realmente la vuelta al viejo orden de cosas. Las tentativas del príncipe Dolgoruki, del tiempo de Pedro II, no condujeron a nada. Por su parte, los alemanes estaban lejos de representar el progreso: sin ningún vínculo con el país que ni siquiera se tomaban el trabajo de estudiar y al que despreciaban como bárbaro, arrogantes hasta la insolencia, constituían los instrumentos más serviles de la autoridad imperial. Como no tenían otra finalidad que la de mantener el favor conseguido, servían a la persona del soberano y no a la nación. Además recubrían los asuntos de formas antipáticas a los rusos, con un pedantismo de burocracia, de etiqueta y de disciplina totalmente contrario a nuestras costumbres.

La hostilidad entre eslavos y germanos es un hecho triste pero conocido. Cada conflicto entre ellos revelaba la profundidad de ese odio. Por su naturaleza la dominación alemana contribuyó mucho a extenderlo entre los eslavos occidentales y polacos, mientras que los rusos no pudieron soportar nunca su opresión. Si bien sus posesiones del litoral del Báltico fueron conquistadas por los caballeros de la orden teutónica, ellas no estaban habitadas por rusos sino por fineses. Pero, aunque entre todos los eslavos, los rusos eran aquellos que menos odiaban a los alemanes, el sentimiento natural de repugnancia que existe entre ellos no puede borrarse. Esta repugnancia tiene como fundamento una incompatibilidad de humor que se manifiesta en las menores cosas.

La preferencia que el gobierno daba a los alemanes después de Pedro el grande. no era lo indicado para reconciliarlos con los rusos. Tal vez ésta habría sido posible si sólo hubieran venido los Munij y los Ostemann a Rusia. Sin embargo, una bandada de originarios de los treinta y seis o quién sabe cuántos principados que forman la Alemania única e indivisible cayeron sobre las costas del Neva.

El gobierno ruso no ha tenido hasta el presente servidores más devotos que los gentilhombres de Livonia, Estonia y Curlandia. Nosotros no queremos a los rusos -nos decía un día una notabilidad del Báltico, en Riga- pero de todo el imperio somos los más fieles a la familia imperial. El gobierno no ignora esta devoción y atesta de alemanes los ministerios y las administraciones centrales. No es favor ni justicia. El gobierno ruso encuentra en los oficiales y funcionarios alemanes exactamente lo que necesita: la regularidad e impasibilidad de una máquina, la discreción de los sordomudos, un estoicismo de obediencia a toda prueba y una asiduidad al trabajo que no conoce la fatiga. Agreguemos a esto cierta probidad (que los rusos tienen raramente) y la instrucción justa que exigían los empleos, aunque nunca la suficiente para comprender que no es meritorio constituirse en los instrumentos honestos e incorruptibles del despotismo. Agreguemos también la completa indiferencia por la suerte de sus administrados, el desprecio más profundo por el pueblo, una completa ignorancia del carácter nacional, y comprenderemos por qué el pueblo detesta a los alemanes y el gobierno los aprecia tanto.

Si pasamos de los ministerios y cancillerías a los talleres, encontramos el mismo antagonismo. El obrero ruso que trabaja con un patrón ruso es casi un miembro de la familia. Tienen los mismos hábitos, las mismas ideas morales y religiosas. Comen de ordinario en la misma mesa y se entienden muy bien entre ellos. Ocurre a veces que el patrón golpea al obrero, quien recibe los golpes con demasiada resignación. A veces el obrero replica, pero ni uno ni otro va a quejarse a la policía. El domingo es fiesta tanto para uno como para el otro, ambos regresan borrachos a su casa. Al día siguiente, el patrón comprende que el obrero no puede estar dedicado al trabajo, le deja perder algunas horas pues sabe que en caso de necesidad va a trabajar para él una parte de la noche. Muy a menudo, el patrón adelanta dinero al obrero en la misma medida en que, por otra parte, el obrero espera durante meses enteros la paga de su salario cuando ve que el patrón está en dificultades. El patrón alemán no es el igual del obrero ruso, se cree jefe porque es patrón. Metódico por carácter y conservando los usos de su país, el alemán transforma las relaciones elásticas y vagas del obrero ruso con su patrón en relaciones jurídicas severamente determinadas de cuyo sentido no se aparta ni una sílaba. La exigencia perpetua, el rigor estudiado, el despotismo frío ofenden al obrero tanto más cuanto que el patrón no desciende jamás hasta él. Las costumbres pacíficas de los alemanes, la preferencia que tienen por la cerveza sobre las bebidas espirituosas, no hacen más que agravar el rechazo que inspiran al obrero ruso. Este último es mucho más diestro que diligente, tiene más capacidad que saber. Puede hacer muchas cosas de una sola vez, pero no tiene asiduidad para el trabajo y tampoco puede lograr la disciplina uniforme y metódica que caracteriza a aquél. El patrón alemán no soporta que el obrero llegue una hora más tarde y se retire una más temprano. Ni la jaqueca del lunes ni el baño de los sábados son excusa suficiente. Anota cada ausencia para descontarla del salario, tal vez con la mayor justicia; pero el obrero ruso ve en él a un explotador monstruoso de donde surgen querellas y discusiones sIn fin. El patrón irritado corre a la policía, o a casa del señor del obrero si es siervo, y hace recaer sobre su persona todas las desgracias que su estado supone. Si no median motivos extraordinarios, el patrón ruso no irá a ver al kvartalni (comisario de policía) ni al señor: la policía y la nobleza son enemigos comunes del patrón de barba y del obrero no afeitado.

Pero volvamos a nuestro relato.

La emperatriz Isabel hizo venir de Holstein a su sucesor y lo desposó con una princesa de Anhalt-Zerbst. Al bueno y simple de Pedro III se lo encuentra demasiado alemán. Su mujer, aun menos rusa que él, lo destrona, lo encarcela y lo manda envenenar. El conde Orlov, cansado de esperar el efecto del veneno, resuelve estrangularlo.

El largo reinado de Catalina II, continuación del de Pedro I luego de una interrupción de treinta y cinco años, procura una gran estabilidad al gobierno de Petersburgo. Catalina aporta con ella al palacio imperial un elemento de gracia, urbanidad y buen gusto que antes no existía y que ejerce una infuencia saludable sobre las capas elevadas de la sociedad.

Catalina II no conocía al pueblo y sólo le hizo daño: su pueblo era la nobleza, ámbito que comprendía maravillosamente bien. Así elevó a la nobleza confiándole la elección de casi todos los cargos judiciales y administrativos en las provincias, donde la organizó en cuerpos y reuniones que discutían sus intereses y controlaban el empleo de fondos destinados a las necesidades de las localidades.

Además, dotó a la burguesía y a los campesinos de derechos electorales que son más importantes como principio que en la práctica. Estas concesiones palidecen frente al crimen que cometió contra los campesinos, consagrando la servidumbre por estúpida dilapidación. Entre sus favoritos y amantes distribuía grandes extensiones de tierras habitadas. No solamente despojó a los conventos en provecho de sus grandes, sino que también les distribuyó los campesinos de la Pequeña Rusia, donde aún no se conocía la servidumbre. Es concebible que, siendo no menos amante de la filosofía que Federico II y José II, pudo tomar parte en la repartición criminal de Polonia. La razón de Estado, el deseo de aumentar las posesiones territoriales explican el hecho si bien no pueden justificarlo. Pero enajenar al Estado las tierras habitadas y transfonnar en siervos a los cultivadores libres sin ni siquiera pensar en imponer condiciones a los nuevos propietarios es la demencia.

Tal vez la emperatriz Catalina recordaba el salvaje entusiasmo con el que los campesinos de cuatro provincias habían corrido delante de Pugachev, quien colgaba a todos los nobles que prendía; tal vez tenía demasiado presente en la memoria otra escena que se había desarrollado durante su reinado: luego de haber asesinado a un arzobispo detrás del altar, el pueblo de Moscú arrastró su cadáver por las calles vestido con las insignias pontificias (La referencia es en torno a un acontecimiento ocurrido en Moscú en 1721 cuando estalló el movimiento popular conocido como la rebelión de la peste). Por otra parte, veía a la nobleza tan reconocida, tan segura de su devoción, que se vio llevada a abrazar su causa.

Por extraño que parezca, ninguno de los soberanos de' la casa Romanov hizo nada por el pueblo. Este únicamente los recuerda por el número de sus desgracias, por el incremento de la servidumbre, del reclutamiento, de las cargas de todo tipo, por las colonias militares, por todos los horrores de la administración policial, por una guerra tan sangrienta como insensata que dura veinticinco años entre las montañas inexpugnables (Se hace referencia a la denominada guerra contra los montañeses del Cáucaso).

La civilización se expandió con gran rapidez en las capas superiores de la nobleza. Esta era completamente exótica y lo único que tenía de nacional era cierta rudeza que se combinaba extrañamente con las formas de la cortesía francesa. En la corte se imitaba a Versalles y se hablaba únicamente el francés. La emperatriz daba la tónica: se carteaba con Voltaire, pasaba veladas con Diderot y comentaba a Montesquieu; las ideas de los enciclopedistas se infiltraban en la sociedad de Petersburgo. Casi todos los viejos de esos tiempos que hemos conocido eran volterianos o materialistas, si no francmasones, filosofía que se inoculaba con facilidad en el espíritu ruso, a la vez realista e irónico. El terreno que la civilización ganaba en Rusia era campo perdido para la iglesia. La ortodoxia griega sólo tiene fuerza sobre el alma eslava mientras encuentre en ella la ignorancia. La fe palidece a medida que la luz penetra y el fetichismo exterior da lugar a la más completa indiferencia. El buen sentido y el espíritu práctico del ruso rechaza la coexistencia del pensamiento lúcido con el misterio. Puede mantenerse durante largo tiempo piadoso hasta la santulonería, sin pensar nunca en la religión, pero sólo con esta condición: le es imposible volverse racionalista. Para él la emancipación de la ignorancia coincide con la emancipación de la religión. Las tendencias místicas que encontramos en los francmasones no eran en realidad más que un medio para neutralizar la progresión de un epicureísmo brutal que se expandía con rapidez.

En cuanto al misticismo de los tiempos del emperador Alejandro, puede decirse que fue un producto de la francmasonería y de la influencia alemana, una moda en los unos y exaltación de espíritu en los otros. Después de 1825 esto llega a su fin. La disciplina religiosa retornada por la policía del emperador Nicolás no habla en favor de la piedad de las clases civilizadas.

La influencia de la filosofía del siglo XVIII tuvo en Petersburgo un efecto en parte pernicioso. En Francia, los enciclopedistas emancipan al hombre de los viejos prejuicios, le inspiran instintos morales más elevados, lo hacen revolucionario. Entre nosotros, al romperse los últimos vínculos que retenían una naturaleza semisalvaje, la filosofía volteriana no aportaba nada en lugar de las viejas creencias, de los deberes morales y tradicionales. Procuraba a Rusia todos los elementos de la dialéctica y la ironía adecuados para disculparla ante sus propios ojos de su situación de esclava con respecto al soberano y de soberana con relación al esclavo. Los neófitos de la civilización se arrojaron con avidez en los placeres del sensualismo. Comprendieron muy bien el llamado del epicureísmo, pero el toque de alarma solemne que llama a los hombres a una gran resurreción no resonaba en su alma.

Entre la nobleza y el pueblo existía una turba de empleados personales ennoblecidos, clase corrompida y desprovista de toda dignidad humana ... Ladrones, tiranos, delatores, borrachos y jugadores fueron y son todavía los hombres más rastreros del imperio. Esta clase es el producto de la reforma brusca de la jurisdicción del tiempo de Pedro I.

Por entonces fue abolido el proceso oral y remplazado por el proceso inquisitorial. Las formalidades minuciosas introducidas a instancias de las cancillerías alemanas complicaron el procedimiento y procuraron armas terribles a los pleitos. Los chinovniki, completamente libres de prejuicios, torturaban las leyes a su antojo y con infinita arte. Son los más diestros leguleyos del mundo y sólo les interesa su responsabilidad personal. Cuando la creen en resguardo, no se detienen ante nada; el campesino, al igual que el chinovnik, no tiene ninguna fe en las leyes. El primero las respeta por temor, el segundo ve en ellas una mera fuente de subsistencia: La inmutabilidad de las leyes, los derechos imprescriptibles, la noción de una justicia inamovible, son términos que no existen en su lengua. Toda la fuerza imperial no es suficiente para detener, paralizar la acción malhechora de estas víboras de la tinta, de estos enemigos emboscados que acechan al campesino para atraparlo en procesos ruinosos.

Luego de habernos formado una idea aproximada de la sociedad neoeuropea del siglo de Catalina II, echemos una ojeada a los comienzos literarios del Estado recientemente formado.

La iglesia bizantina sentía horror por toda la cultura mundana. No conocía otra ciencia que la controversia teológica. Inventó una pintura convencional para oponerla a la belleza carnal de la antigüedad (ikonopis). Así, abortaba todo movimiento independiente de la inteligencia y sólo deseaba una fe sumisa. En Rusia no había predicador: eÍ único obispo conocido en los viejos tiempos por sus sermones (Referencia concreta a Avvakum) fue perseguido a causa de ellos. Para saber de qué se trata la educación que la iglesia oriental daba a su fiel rebaño, es suficiente conocer las poblaciones cristianas del Asia Menor: ésta fue la iglesia que presidió a la civilización de Rusia desde el siglo X. Las continuas guerras de los príncipes con infantazgo y el yugo mongol le fueron de inmenso provecho.

La iglesia greco-rusa mantenía una lengua diferenciada formada a partir de los diversos dialectos de los eslavos del sur. La lengua vulgar no estaba aún elaborada. Las crónicas y las actas diplomáticas y civiles se editaban en un idioma intermedio entre la lengua eclesiástica y la popular, y se aproximaban más a una o a otra según la posición social del autor. Hasta el siglo XVIII no hubo ningún movimiento literario. Algunas crónicas, un poema del siglo XII (La gesta de Igor), un número bastante grande de cuentos y cantos populares en su mayor parte orales es todo lo que se produce durante diez siglos en el ámbito literario.

Dejando de lado esta carencia, es importante señalar que la lengua de la Biblia, así como la de los anales de Néstor y la del poema mencionado, no sólo es de una gran belleza sino que lleva las huellas evidentes de un largo uso y de un desarrollo muchos siglos anterior.

Los traductores de la Biblia, Cirilo y Metodio, pautaron la lengua, fijaron un alfabeto y calcaron las formas gramaticales de las reglas griegas; pero habían encontrado una lengua rica, elaborada probablemente por los eslavos que habitaban Macedonia y Tesalia. Es importante conocer las dificultades que encontraron los ingleses para traducir el Evangelio a las lenguas salvajes, por ejemplo a la de los cafres: faltan las palabras, las imágenes, las nociones, las expresiones, todo debe ser resuelto por medio de perífrasis aproximativas. Por el contrario, la traducción eslava iguala en concisión, en viril belleza y en fidelidad a la de Lutero.

Todos los elementos poéticos que fermentaban en el alma del pueblo ruso se exhalan en cantos enormemente melodiosos. Los pueblos eslavos son, por excelencia, pueblos cantores. Los cronistas del Bajo imperio cuentan que durante una invasión los griegos sorprendieron a los eslavos porque los centinelas que cantaban permanentemente se dormían poco a poco debido a su propio canto. El campesino ruso encontraba en sus cantos el único desahogo para sus sufrimientos. Así, canta continuamente, trabajando, conduciendo sus caballos o descansando en el umbral de su puerta. Lo que distingue estas canciones de las de los otros esiavos y aun de las de los pequeños rusos es la presencia de una profunda tristeza. Las palabras son una endecha que se pierde en las planicies ilimitadas como su desgracia, en los lúgubres pinares, en las estepas infinitas, sin encontrar un eco amigo. Esta tristeza no es un impulso apasionado hacia algo ideal, no tiene nada de romántico, nada de aspiración enfermiza y monacal, como los cantos alemanes. Es el dolor de un individuo destrozado por la fatalidad, es un reproche al destino, destino madrastra, terriblemente amargo, es un destino reprimido que no atina a manifestarse de otra manera, es el canto de una mujer oprimida por su marido, de un marido oprimido por su padre, por el viejo del pueblo, de todos los oprimidos por el señor o el zar; es el amor profundo, apasionado, desgraciado pero terrestre y real. En medio de estos cantos melancólicos se escuchan de repente los sonidos de una orgía, de una alegría sin freno; gritos locos y apasionados, palabras carentes de sentido pero embriagantes, que arrastran a una danza desenfrenada. Algo muy distinto que la danza dramática y gratuita de los coros.

Tristeza u orgía, esclavitud o anarquía, el ruso transcurría su vida como vagabundo, sin hogar ni domicilio, absorbido por la comuna, perdido en la familia o libre en medio del bosque, machete en la cintura. En ambos casos expresaba la misma queja con el canto, las mismas decepciones: era una voz sorda que expresaba que las fuerzas innatas no encontraban suficiente expansión, que estaban incómodas en una vida cercada por el orden social.

Existe un tipo especial de cantos rusos, los cantos de bandoleros. Pero éstas no son elegías quejosas: es el grito temerario, es el exceso de alegría de un hombre que se siente finalmente libre, grito de amenaza, de cólera, de desafío:

Vendremos a beber vuestro vino, a acariciar a vuestras mujeres, a robar a vuestros ricachones (...) No quiero trabajar en los campos. ¿Qué he ganado trabajando la tierra? Soy pobre y me desprecian. No. Tomaré como compañera a la noche sombría, un cuchillo afilado, encontraré amigos en los espesos bosques, mataré al señor y robaré al comerciante en la ruta. Por lo menos, todo el mundo me respetará. El joven viajero que pasa por mi camino y el viejo sentado delante de su casa me saludarán.

El convento, el kazachestvo (hombre libre), los grupos de bandoleros, eran los únicos medios de sentirse libre en Rusia. El pueblo denominaba cortésmente a los bandoleros pícaros (shaluni) o licenciosos (volnitza). En los viejos tiempos, sólo la ciudad de Novgorod proveía de bandas armadas que descendían el Volga y el Oka hasta los bordes del Kama, yendo a la ventura a buscar la felicidad. Los cosacos bandoleros, perseguidos por Iván IV, realizaron, para rehabilitarse, la conquista de Siberia bajo las órdenes de Ermak. La vagancia y el bandolerismo aumentaron en forma prodigiosa durante el interregno y a comienzos del siglo XVII. La memoria de Stenka Razin se conserva en el pueblo en gran cantidad de canciones compuestas en su honor. La tradición de estas bandolerías no se interrumpe hasta Pugaehev y es posible que hayan adquirido una proporción muy grande gracias a la lucha sorda empeñada por los paisanos que protestaban contra su avasallamiento. Es notorio el hecho de que en las canciones el buen papel corresponde al bandolero, las simpatías son para él y no para sus víctimas, es con una alegría secreta que se alaban sus proezas y su bravura. El cantor popular parecía comprender que su más grande enemigo no era el bandolero.

Un movimiento intelectual de otro tipo, pero no menos importante, fue el de las ideas religiosas en los sectarios. Lo que la ortodoxia griega nunca supo hacer -interesar al hombre de pueblo, desarrollar en él una fe activa, un verdadero interés-, los sectarios supieron cumplido. En ellos no hay indiferencia, la comuna está más desarrollada que en los campesinos ortodoxos, el espíritu de cuerpo es muy fuerte. Existen sectas cuya dogmática es absurda pero cuya conducta está llena de energía y honestidad. Existen otras, muy extendidas, como los herrenhuts y también los anabaptistas, que profesaban las doctrinas comunistas más avanzadas. Perseguidos por el gobierno, millares de sectarios se expatrian en Livonia y en Turquía, donde aldeas enteras están habitadas por sus descendientes. En general, los sectarios son los enemigos más encarnizados de la reforma de Pedro I. Para ellos, Pedro y sus sucesores son anticristos. El gobierno, por el contrario, ve en ellos a rebeldes y los persigue como a tales. Los sectarios se mantienen, su propaganda crece en la medida en que aumenta la persecución, tienen hombres de confianza en todos los puntos del imperio y una publicidad clandestina. Podría ser que de uno de los skitas (comunidad cismática) surgiera un movimiento popular que abarcara provincias enteras, cuyo carácter sería, por cierto, nacional y comunista e iría al encuentro de otro movimiento cuya fuente se encuentra en las ideas revolucionarias de Europa. Es posible que estos dos movimientos se entrechoquen sin comprender su afinidad para gran alegría del zar y sus amigos.

La literatura rusa europeizada comienza a adquirir cierta significación en los tiempos de Catalina II. Antes de su reinado se percibe un trabajo preparatorio. La lengua se forma bajo las nuevas condiciones de existencia, hormiguea de palabras alemanas y latinas, el espíritu de imitación se apropia de todo hasta el punto de tratar de introducir en nuestra lengua métrica y sonora la versificación silábica. Cuando estuvo de vuelta de estas exageraciones, la lengua comenzó a asimilarse a la oleada de palabras extranjeras, a convertirse en más natural y conforme al espíritu de la nación. El primer ruso que manejó con talento esa lengua así conformada fue Lomonosov. Este célebre erudito constituyó el verdadero tipo de ruso tanto por su enciclopedismo como por la facilidad de su entendimiento. Escribió en ruso, en alemán y en latín. Fue minero, químico, poeta, filólogo, físico, astrónomo e historiador. Escribía al mismo tiempo una disertación meteorológica sobre la electricidad y otra sobre la llegada de los varegos a Rusia en respuesta al historiógrafo Müller, lo cual no le impedía terminar sus odas triunfales y sus poemas didácticos. Siempre lúcido, deseoso e inquieto por comprender todo, dejaba un tema para ocuparse de otro con una facilidad de concepción sorprendente.

La civilización que comenzaba a expandirse bajo la égida protectora del gobierno se mantenía todavía sobre el umbral del trono con su admiración por Pedro el grande y su adulación sincera por todo soberano. El gobierno continuaba marchando a la cabeza de la civilización. Esta afinidad de la literatura con el gobierno se hace más palpable en los tiempos de Catalina II. Ella tiene su poeta, poeta de gran talento que por seducción y amor le dirige epístolas, odas, himnos y sátiras. Está de rodillas frente a ella, a sus pies, aunque no es vil ni esclavo. Derjavin no teme a la emperatriz, bromea con ella, la llama Felitsa y la zarina de Kirguizistán. La musa encuentra a veces sonidos que no tienen prácticamente nada que ver con los de un siervo cantando a su soberano.

De todos modos, esta poesía apologética, con toda la sinceridad y belleza de una lengua plástica, no gustaba ni era admirada excepto por un reducido número de hombres del clero y de eruditos. La alta sociedad no leía nada en ruso y el pueblo menos aún. La primera producción que tuvo gran popularidad no fue una epístola dirigida a la emperatriz, ni una oda inspirada en las furias inhumanas y en las gloriosas masacres de Suvorov, sino una comedia, una sátira mordaz contra los hidalgüelos de provincia (Se refiere a la comedia satírica El brigadier, de Denis Fonvizin).

Sin embargo, mientras Derjavin veía, a través de los rayos de gloria que rodeaban al trono, sólo la imagen de la emperatriz, Fonvizin, hombre de espíritu caústico, miraba el lado opuesto de las cosas. Reía amargamente de esta sociedad semibárbara, de sus aires de civilización. Es el primer autor en el que cala el principio demoníaco del sarcasmo y de la indignación que iba a atravesar desde entonces toda la literatura rusa para convertirse en su principio dominante. En esta ironía, en esta flagelación donde nada se respeta, ni aun la persona del autor, existe para nosotros una alegría de venganza, de consolación maligna. Por esa risa rompemos la solidaridad que existe entre nosotros y esos anfibios que no saben ni mantener la barbarie ni adquirir la civilización y que flotan solos en la superficie oficial de la sociedad rusa. Una protesta infatigable, ardiente, incesante, siguió paso a paso esta realidad.

La indagación de lo patológico constituyó el carácter dominante de la literatura moderna. Consistió en una nueva negación del orden de cosas existente que surgió a pesar de la voluntad imperial desde el fondo de la conciencia vigilante como grito de horror de cada generación que temía verse confundida con la degradación. La literatura rusa del siglo XVIII fue ocupación de algunos nobles espíritus, sin ninguna influencia sobre la sociedad. La primera influencia seria que hace cambiar de signo al diletantismo literario vino de la francmasonería, que estaba muy difundida en Rusia hacia fines del reinado de Catalina II. Su jefe, Novikov, era uno de esos grandes personajes de la historia que realizan prodigios sobre una escena que necesariamente debe permanecer a oscuras, uno de esos guías de ideas subterráneas cuya obra sólo se manifiesta en el momento del estallido.

Novikov, que era impresor de su estado, fundó librerías y escuelas en varias ciudades y editó la primera revista rusa. Encargaba traducciones y las publicaba por su cuenta. Así aparecieron El espíritu de las leyes, el Emilio, diversos artículos de la Enciclopedia, obras que la censura de nuestra época no permitiría imprimir.

En todas estas empresas, Novikov recibió fuerte ayuda de la francmasonería de la que fue el gran maestro. Esta inmensa obra fue el fruto de un pensamiento audaz que reunió bajo un mismo interés moral, en una fraternal familia, todo lo que había de maduro intelectualmente abarcando desde el gran señor del imperio, como es el caso del príncipe Lopujin, hasta el pobre preceptor de escuela y el cirujano del distrito.

La emperatriz Catalina hizo arrojar a Novikov a la ciudadela de Petersburgo e inmediatamente lo exilió (Novikov seria arrestado en 1792, siendo condenado a quince años de prisión, pero a la muerte de la emperatriz Catalina II, su sucesor, Pablo I, terminaría perdonándole). Esto ocurrió durante los últimos años de su reinado, cuando su carácter comenzaba a alterarse. Con Potiomkin desaparece la poesía de los favoritos, un grosero desenfreno remplaza la voluptuosidad brillante y espléndida. Las veladas del Ermitage, espirituales y vivaces, cedieron lugar a las orgías salvajes de Zorich. Entretanto, la Revolución francesa alcanzaba su apogeo. La tormenta revolucionaria impedía el sueño a los monarcas desde el Danubio hasta el Neva. Catalina envejecía: estaba inquieta y suspicaz hasta con respecto a su hijo. Miraba con desconfianza a la francmasonería que iba adquiriendo una fuerza nueva, independientemente de su voluntad. Se hablaba mucho del papel que los iluminados y martinistas habían desempeñado en la revolución y, en medio de estos rumores, se entera de que el gran duque Pablo había sido iniciado por Novikov en la francmasonería. Diez años antes, Catalina hubiera hecho buscar a Novikov y habría podido ver que no se trataba de un oscuro conspirador dinástico, pero en ese momento prefiere castigarlo más que sostenerlo.

Antes de su caída. este hombre infatigable forma al último gran escritor de ese período, Karamzin. La influencia de este último sobre la sociedad, puede ser comparada a la de Catalina.

Había en él algo de Saint-Réal, de Florian y de Ancillon, una perspectiva filosófica y moral, frases filantrópicas, lágrimas adquiridas de la tristeza, repulsión por todo abuso de la fuerza, un patriotismo algo retórico. Todo ello sin unidad, sin un pensamiento directriz, sin ninguna convicción profunda. En este joven literato, rodeado de un mundo de ambiciones subalternas y de un grosero materialismo, hubo sin embargo algo de independiente y puro. Fue, además, el primer escritor ruso leído por las damas.

Es una gran ventaja para nuestra literatura que nuestros primeros autores hayan sido hombres de mundo. Trasladaron a la literatura cierta elegancia, sobriedad de palabras y nobleza de imágenes que distinguen la conversación de los hombres bien educados. En los libros rusos no penetró nunca el elemento grosero y vulgar que se encuentra a veces en la literatura alemana.

La gran obra de Karamzin, el monumento que lo llevó a la posteridad, son los doce volúmenes de su Historia de Rusia. Se trata de una obra concienzuda que escribe en la mitad de su existencia. Si bien no es nuestro propósito analizarla, puede decirse que contribuyó en mucho a inclinar los espíritus hacia el estudio de la patria. Si se piensa en el caos que lo precede con respecto a la historia rusa y al trabajo que debió realizar para desbrozarla y producir una exposición verídica del tema, se comprenderá que sería injusto no reconocer sus servicios. Lo que le faltaba a Karamzin era el elemento sarcástico que de Fonvizin se extendió a Krilov y también a Dmitriev, su amigo íntimo. Había algo de alemán en el tierno y benévolo Karamzin. Se podía predecir que con su sentimentalidad era proclive a caer en las redes imperiales, como le ocurrió más tarde al poeta Jukovski.

Con la Historia de Rusia, Karamzin se aproximó al emperador Alejandro. Le leía las audaces páginas donde condenaba la tiranía de Iván el terrible y arrojaba a los inmortales a la tumba de la República de Novgorod. Alejandro lo escuchaba con atenta emoción y oprimía dulcemente la mano del historiógrafo. Alejandro era demasiado educado como para aprobar que Iván hiciera a veces seccionar a sus enemigos en dos partes y como para no preocuparse por la suerte de Novgorod, sabiendo perfectamente que el conde de Arakcheiev ya introducía en ella las colonias militares. Karamzin, más emocionado aún, quedaba absorto por el encanto de la bondad imperial. Pero, ¿a qué lo conducen sus páginas audaces, sus indignaciones, sus condolencias? ¿Qué aprendió en la historia rusa, qué resultado obtuvo de sus investigaciones, él, que en el prefacio de su Historia dice que la historia del pasado es enseñanza para el porvenir? Extrae únicamente una idea: Los pueblos salvajes aman la libertad y la independencia y los pueblos civilizados el orden y la tranquilidad; y un solo resultado: la realización de la idea del absolutismo frente a cuyo análisis queda extasiado y que desarrolla desde Monomaj hasta los Romanov.

La idea de la gran autocracia es la idea de la gran esclavitud. ¿Puede pensarse que un pueblo de sesenta millones de hombres sólo pueda existir para realizar la esclavitud absoluta? Karamzin murió en la gracia del emperador Nicolás.

Como se ve, el período que hemos recorrido no es más que la adolescencia de la civilización y la literatura rusas. La ciencia aún florecía a la sombra del trono y los poetas cantaban a los zares sin ser sus esclavos. Prácticamente no se encuentran ideas revolucionarias. La gran idea revolucionaria era todavía la reforma de Pedro. Pero el poder y el pensamiento, los úkases imperiales y la palabra humana, la autocracia y la civilización no podían seguir marchando juntas. Su alianza asombra aún en el siglo XVIII. Sin embargo, ¿cómo hubiera podido ocurrir de otra manera si el heredero de los zares, el monarca, el sucesor de Alexis, en fin, el autócrata de todas las Rusias, de la blanca y de la roja, de la grande y la pequeña, Pedro I, fue al mismo tiempo un jacobino anticipado y un terrorista revolucionario?

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