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EL DESARROLLO DE LAS IDEAS REVOLUCIONARIAS EN RUSIA

Alejandro Herzen

CAPÍTULO SEGUNDO

RUSIA ANTES DE PEDRO I


La historia rusa no es más que la embriogenia de un Estado eslavo. Rusia no ha hecho otra cosa que organizarse. Todo el pasado de este país, desde el siglo IX, debe ser considerado como el camino que conduce a un porvenir desconocido que recién comienza a despuntar.

La verdadera historia rusa data de 1812: lo anterior no es más que una introducción.

Las fuerzas esenciales del pueblo ruso no fueron nunca efectivamente absorbidas por su desarrollo como las de los pueblos germano-romanos.

En el siglo IX, este país se presentaba como un Estado organizado en forma totalmente diferente de los Estados de Occidente. El grueso de la población pertenecía a una raza homogénea, diseminada sobre un territorio muy vasto y muy poco habitado. La distinción que se encuentra en todas partes entre la raza conquistadora y la raza conquistada no existe aquí. Las poblaciones débiles y desventuradas de los fineses, dispersas y perdidas entre los eslavos, vegetaban fuera de todo movimiento en una sumisión pasiva o en salvaje independencia, y no tenían relevancia alguna para la historia rusa. Los normandos (varegos), que proporcionaron a Rusia la raza principesca que reinó sin interrupción hasta fines del siglo XVI, eran más organizadores que conquistadores. Llamados por los novgorodianos, se apropiaron del poder y lo extendieron rápidamente hasta Kiev (1).

Los príncipes varegos y sus compañeros perdieron el carácter de su nacionalidad después de algunas generaciones: luego de haber impreso un impulso activo y una nueva vida en todos los lugares de este Estado apenas organizado, se confundieron con los eslavos.

El carácter eslavo presenta características propias de lo femenino: esta raza inteligente, plena de diferentes predisposiciones, carece de iniciativa y de energía. Se diría que la naturaleza eslava no se basta a sí misma y espera un shock que la despierte. Siempre le cuesta dar el primer paso, pero al menor impulso pone en juego una extraordinaria fuerza de desarrollo. El papel de los normandos es semejante al que más tarde desempeña Pedro el grande como representante de la civilización occidental.

La población estaba dividida en pequeñas comunas rurales. Las ciudades eran pocas y no se distinguían para nada de los pueblos, a excepción de que poseían una mayor extensión y de que estaban rodeadas por un cerco de bosques (la palabra rusa gorod, ciudad, proviene de gorodit, cercado}. Cada comuna representaba la descendencia de una familia que poseía sus bienes sin participación individual, en común, bajo la autoridad patriarcal ejercida por uno de los jefes de la familia reconocido como el anciano.

Este régimen monárquico se compensaba por la autoridad de todos (ves mir), es decir por la unanimidad de los habitantes. Como la organización social de las ciudades era la misma que la del campo, es evidente que el poder principesco estaba contrabalanceado por la reunión general de los ciudadanos (veche).

Entre los derechos de los ciudadanos y de los campesinos no existía ninguna distinción. En general, no se encuentra en la vieja Rusia ninguna clase diferenciada, privilegiada o aislada. No existía más que el pueblo y una raza, o más bien una familia principesca, soberana, descendiente de Rurik el Varego, completamente distinta del pueblo. Los miembros de esa familia principesca se repartían a toda Rusia entre ellos, según la antigüedad genealógica de las ramas a que pertenecían y su propia antigüedad. El Estado estaba dividido en infantazgos nada rígidos, gobernados por su príncipe bajo la supremacía del más anciano de la familia; éste era el gran príncipe que tenía como infantazgo a Kiev y más tarde a Vladimir y Moscú.

El poder del gran príncipe sobre los otros era muy restringido. Ellos reconocían la supremacía de Kiev, pero en la práctica no existía ninguna dependencia real, ninguna centralización administrativa. Los infantazgos no eran considerados como propiedades individuales de los príncipes ni podían serlo, ya que éstos pasaban de uno a otro, reunían varios a la vez por herencia, dividían su lote en tantas partes como hijos o herederos varones tenían, o bien llegaban a ser grandes príncipes según su edad (no era el hijo mayor el que sucedía al gran príncipe, sino su hermano). Es posible imaginar sin demasiada dificultad las sangrientas luchas, las eternas protestas a que daba lugar una herencia tan complicada. Las guerras entre el gran príncipe y los príncipes con infantazgo se produjeron continuamente hasta el establecimiento de la centralización moscovita.

Alrededor de los príncipes se congregaba un círculo restringido de compañeros de armas, amigos o dignatarios que formaban algo parecido a una aristocracia difícil de caracterizar por la carencia de alguna característica definida o acentuada. El título de boyardo era honorario, no daba ningún derecho concreto ni era hereditario. Los demás títulos sólo representaban funciones, de modo que la escala de dignatarios desembocaba insensiblemente en la amplia clase de los campesinos. Toda esta capa superior de la sociedad fue también reclutada por el pueblo. Los descendientes de los guerreros varegos que vinieron con Rurik aportaron, según parece, la idea de institución aristocrática, pero ésta fue mutilada por el espíritu eslavo según sus nociones patriarcales y democráticas.

La druzina, especie de guardia permanente del príncipe, era demasiado poco numerosa como para formar una clase diferenciada. El poder principesco estaba lejos de ser ilimitado como más tarde lo fue en Moscú. El príncipe no era en realidad más que el patriarca de un gran número de ciudades y pueblos que gobernaba juntamente con las asambleas generales, pero tenía la enorme ventaja de no ser electivo y de compartir los derechos soberanos de la familia a que pertenecía. Además, el gran príncipe era el gran juez del país y el poder judicial no estaba separado del poder ejecutivo. Esta federalización extraña, cuya unidad se expresaba por la unidad de la raza reinante y que no se perdía en absoluto en la divisibilidad de las partes y la falta de centralización, esta federalización, con su población homogénea, sin clases, sin distinción entre ciudades y pueblos, con sus propiedades territoriales bajo el régimen comunista, en nada se parecía a los otros Estados de la misma época. Pero si bien este Estado difería tan esencialmente de los demás Estados de Europa, nada autoriza a suponer que antes del siglo XIV fuera inferior a ellos. El pueblo ruso de entonces era más libre que los pueblos del occidente feudal. Por otra parte, este Estado eslavo tampoco se parecía a los Estados asiáticos, sus vecinos. Si bien poseía algunos elementos orientales, prevalecía el carácter europeo. Sin ninguna duda, la lengua eslava pertenece a las lenguas indoeuropeas y no a las lenguas indoasiáticas. Por otra parte, los eslavos no tienen ni esos repentinos impulsos que despiertan el fanatismo de poblaciones enteras, ni esa apatía que prolonga la existencia social a través de siglos enteros y se transmite de generaciones en generaciones. Si bien la independencia individual está poco desarrollada tanto en los pueblos eslavos como en los pueblos de Oriente, existe sin embargo una diferencia entre ellos. El individuo eslavo ha sido absorbido por la comuna, de la cual es un miembro activo, mientras que el individuo oriental ha sido absorbido por la raza o el Estado, donde no tenía más que una participación pasiva.

Rusia parecía asiática vista desde Europa, europea vista desde Asia. Este dualismo convenía perfectamente a su carácter y a su destino, que consiste entre otras cosas en llegar a ser el gran puente de la civilización entre Europa y Asia.

La religión misma continuó esta doble influencia. El cristianismo es europeo, es la religión de Occidente; al aceptarlo, Rusia se aleja de Asia; sin embargo, el cristianismo que adoptó fue oriental: venía de Bizancio.

El carácter eslavo-ruso presenta una gran afinidad con el de todos los eslavos, comenzando por los ilirios y montenegrinos y terminando por los polacos, con quienes los rusos lucharon tan largo tiempo. Lo que más distingue a los eslavos-rusos (además de la influencia extranjera que soportaron las diversas razas eslavas) es una tendencia ininterrumpida, perseverante, a organizarse en un Estado independiente y fuerte. De esta plasticidad carecían en mayor o menor medida las otras razas eslavas, incluso los polacos. La idea de querer organizar el Estado surge desde la época de los primeros príncipes que llegaron a Kiev, y, luego de mil años, se reencuentra en Nicolás. Se la reconoce en la idea fija de conquistar Bizancio y en la decisión con que el pueblo se levantó en masa (en 1612 y 1812) cuando temió por su independencia nacional. Instinto o legado de los normandos, o ambas cosas a la vez, éste es un hecho incontestable y la Causa determinante de que Rusia fuera el único país eslavo que se hubiera organizado con tal fuerza. La influencia extranjera también ayudó de diversas maneras a este desarrollo facilitando la centralización y proveyendo al gobierno de los medios que no tenía.

Luego del normando, el primer elemento extranjero que se mezcla con la nacionalidad rusa es el bizantino. Mientras los sucesores de Sviatoslav soñaban con la conquista de la Roma oriental, ésta emprendió y llevó a cabo su sumisión espiritual. La conversión de Rusia a la ortodoxia griega es uno de esos sucesos graves, cuyas consecuencias no pueden ser calculadas, que se desarrollan durante siglos y a veces cambian la imagen del mundo. No existe duda de que medio siglo o un siglo más tarde, el catolicismo no hubiera penetrado en Rusia y no hubiera producido una segunda Croacia o una segunda BOhemia.

La adquisición de Rusia fue una inmensa victoria para el imperio que expiraba en Bizancio y para la iglesia humillada por su rival. La iglesia de Constantinopla, con la astucia que la caracteriza, lo comprendió muy bien. Rodeó a los príncipes de monjes y designó los jefes de la jerarquía clerical. El heredero, el defensor, el vengador de todo lo que la iglesia griega había sufrido o tenía que sufrir, no fue encontrado ni en Anatolia ni en Antioquía sino en un pueblo que tocaba de un lado el mar Negro y del otro el mar Blanco.

La ortodoxia griega estableció un vínculo inseparable entre Rusia y Constantinopla. Afirmó la atracción natural de los eslavo-rusos hacia esa ciudad, y a través de su conquista religiosa preparó la conquista futura de la metrópoli oriental por el único pueblo poderoso que profesaba la ortodoxia griega.

Cuando Mahoma II entra vencedor en Constantinopla, la iglesia se arroja a los pies de los príncipes rusos. Pasado ese momento, el clero no cesa de señalarles con el dedo la medialuna sobre la iglesia de Santa Sofía. Fallmerayer cuenta en sus Fragmentos de oriente hasta qué punto el clero estaba electrizado cuando escuchaba el cañoneo. desde Paskevich a Trebisonda y con qué expectativa los monjes de HaygyonHoros y del monte Athos esperaban a su salvador ortodoxo. Pero la dominación turca habrá sido mucho más favorable que contraria para el desenlace que esperamos. La Europa católica no hubiera dejado al Bajo imperio en reposo durante los cuatro últimos siglos, y los latinos hubieran reinado sobre el Imperio de Oriente. Probablemente se hubieran relegado los emperadores a algún rincón de Asia menor, y Grecia se hubiera convertido al catolicismo. La Rusia de entonces nada habría podido hacer contra las usurpaciones de occidente. Por lo tanto, los turcos salvaron a Constantinopla de la dominación papal. El yugo de los otomanos fue duro, despiadado y sanguinario en un comienzo, pero cuando ya no tuvieron nada que temer dejaron que los pueblos conquistados gozaran con tranquilidad de su religión y sus costumbres. Rusia se vigorizó desde entonces, Europa envejeció y la Sublime puerta ya ha vivido la emancipación de Morea y la presencia de un sultán reformador (Refiérese a la rebelión iniciada en 1821 en Morea, misma que terminó transformándose en la base misma de la guerra contra Turquía, guerra en la que participarían las potencias europeas de ese entonces. Este conflicto finalmente concluiría con el, en su tiempo famoso tratado de Adrianópolis entre Rusia y Turquia, así como con el logro de la independencia griega).

A la influencia bizantina se unió otra aun más extraña al espíritu occidental: la influencia mongol.

Los tártaros pasaron sobre Rusia como una manga de langosta, como un huracán que destruía todo lo que encontraba a su paso. Saquearon las ciudades, incendiaron las aldeas, se pillaron unos a otros y, luego de todos estos horrores, desaparecieron tras las costas del Mar Caspio.

De vez en cuando enviaban hordas feroces para recordar su dominio a los pueblos conquistados. Sin embargo, estos conquistadores nómadas no tocaban la organización interna del Estado, ni su administración ni su gobierno. No solamente dejaban en total libertad el ejercicio de la religión griega, sino que limitaban su poder sobre los príncipes rusos a la exigencia de buscar su investidura en el dominio de los khan, de reconocer su soberanía y pagar los impuestos prescritos. De todos modos, el yugo mongol asesta un terrible golpe al país: el hecho material de las devastaciones que se renovaban permanentemente había extenuado al pueblo, que cayó en una abrumadora miseria, y habiendo desertado de las ciudades, erraba por los bosques. Ya no había seguridad alguna para los habitantes. Las cargas se acrecentaban con el impuesto que, al menor retraso, venían a percibir los baskakos con plenos poderes y millares de tártaros y de kalmukos.

A partir de esta época nefasta que duró cerca de dos siglos, Rusia se deja aventajar por Europa. El pueblo perseguido, arruinado, siempre intimidado, adquirió la astucia y el servilismo de los oprimidos; el espíritu público se envileció. La unidad misma del Estado estuvo a punto de romperse, por todas partes se producían grandes fisuras: el sur de Rusia comenzaba a alejarse cada vez más de Rusia central; una parte se inclinaba hacia Polonia, la otra estaba bajo la dominación de los lituanos. Los grandes príncipes de Moscú ya no se preocupan por Kiev. Ucrania se ve invadida por cosacos independientes, esas hordas armadas que forman las Repúblicas militares reclutadas de entre desertores e inmigrantes de todas partes de Rusia que no reconocían ninguna soberanía. Novgorod y Pskov, protegidas de los mongoles por las distancias y los bañados, trataban de independizarse de Rusia central o bien de dominada. En el centro del Estado, en la parte más devastada, se veía una nueva ciudad, sin autoridad, sin nombre popular, levantar la cabeza con la orgullosa pretensión al título de capital de Rusia. Si bien parecía que esta ciudad, perdida entre los bosques de pinos, no tenía ningún porvenir, allí estaba, sin embargo, el que sería nudo central de la vida rusa.

El poder de los grandes príncipes cambió de carácter desde el momento en que dejaron Kiev. En Vladimir se hicieron más absolutistas. Comenzaron a considerar su infantazgo como propiedad, se creyeron inamovibles y hereditarios. En Moscú cambiaron el orden de la sucesión: ahora sucedía el hijo mayor y no el hermano mayor. Los infantazgos de los otros miembros de la familia disminuyeron más y más. El elemento popular no podía ser fuerte en una ciudad joven, sin tradiciones, sin costumbres. Esto es lo que más ligaba a todos los príncipes a Moscú.

La idea de una reunión de todas las partes del Estado fue su pensamiento directriz, después de Iván Kalita, soberano típico de esta época -político, pícaro, astuto, hábil-, que mientras buscaba asegurarse la protección de los mongoles a través de una gran sumisión, trataba de apoderarse de todo, aprovechando cualquier cosa que pudiera aumentar su poder. Moscú progresaba con una celeridad inaudita. A la perseverancia de los príncipes se unió la posición geográfica. Este, que fue el verdadero centro de la Gran Rusia, tenía en su poder, a pequeñas distancias de ciento cincuenta a doscientos kilómetros, las ciudades de Tver, Vladimir, Iaroslav, Riazan, Kaluga, Orel, y, en una periferia más extensa, a Novgorod, Kostroma, Voronezhe, Kursk, Smolenski, Pskov y Kiev.

La necesidad de una centralización era evidente: sin ella no era posible sacudirse el yugo mongol, ni salvar la unidad del Estado. De todos modos, no creemos que el absolutismo moscovita haya sido el único medio beneficioso para Rusia.

No ignoramos el lugar deplorable reservado a las hipótesis en la historia, pero consideramos que no hay motivo para rechazar sin examen todas las probabilidades, limitándose a los hechos ya realizados. No admitimos en absoluto ese fatalismo que ve en los hechos una necesidad absoluta, idea abstracta, teórica, que la filosofía especulativa ha importado tanto de la historia como de la naturaleza. Lo que ha sido ha tenido razones para ser, lo cual no quiere decir en absoluto que todas las otras combinaciones hayan sido imposibles. Lo máximo que puede admitirse es que los hechos ocurren por la realización de la alternativa más probable. La historia es mucho menos estática de lo que se piensa comúnmente.

En el siglo XV, y aún a comienzos del siglo XVI, existía aún en la marcha de los acontecimientos en Rusia una fluctuación tal que no estaba decidido cuál de los dos principios que conformaban la vida popular y política estaría a la cabeza: el príncipe o la obschina, Moscú o Novgorod. Esta última ciudad, libre del yugo mongol, grande y fuerte, anteponiendo siempre los derechos de las comunas por encima de los derechos de los príncipes, habituada a creerse soberana, poseedora de vastas ramificaciones coloniales en Rusia, era rica por el comercio que mantenía con las ciudades hanseáticas. Moscú, fiel feudo de sus príncipes, levantada sobre las ruinas de las viejas ciudades gracias a los mongoles, teniendo una nacionalidad exclusiva y no habiendo conocido jamás la verdadera libertad comunal del período de Kiev, la derrotó. Pero Novgorod también tuvo sus oportunidades, lo que explica la lucha encarnizada entre las dos ciudades y las crueldades realizadas en Novgorod por Iván el terrible.

Rusia podía ser salvada por el desarrollo de las instituciones comunales o por el absolutismo de un solo individuo. Los hechos se pronunciaron en favor del absolutismo y Rusia fue salvada. Se hizo fuerte, grande, pero ¿a qué precio? Es el país más desgraciado del globo, el más servil. Moscú salva a Rusia ahogando todo lo que había de libre en la vida de ese pueblo.

Los grandes príncipes de Moscú cambiaron su título por el de zares de todas las Rusias. El humilde título de gran príncipe no les bastaba, les recordaba demasiado los tiempos de Kiev y de los vechés. Hacia la misma época, el último emperador de Bizancio cae acribillado bajo los muros de Constantinopla. Iván III desposa a Sofía Paleologa; el águila bicéfala, arrojada de Constantinopla, aparece en el pabellón de los zares moscovitas. Mientras tanto, los monjes griegos profetizan en todo el oriente cristiano que la venganza no está lejos y que vendrá del norte: el clero bizantino temía como la mayor desgracia ver a los latinos venir en su ayuda, y no había más esperanza que la ayuda de los zares. Entonces comienza, con nuevo ardor, a bizantinizarse el gobierno. El clero tenía necesariamente que querer organizar Rusia según el modo de los Comnenos y los Paleologos, de hacer de ella un imperio mudo, obediente a una fe ciega, desprovisto de brillo y sobre el cual planeara un zar divinizado, pero conducido por el poder clerical.

Librado poco a poco de las devastaciones de los mongoles el pueblo ruso se encontró cara a cara con el zar, con una monarquía ilimitada que resultaba abrumadora por el peso que había adquirido a la sombra del janato. El zar había reunido ya una buena parte de los infantazgos y los había incorporado al dominio de Moscú, con lo cual había llegado a ser mucho más poderoso que todos los otros príncipes reunidos y el pueblo de las ciudades. Si encontraba rebeldes, los sometía, ya fueran, príncipes o ciudades, con una ferocidad sanguinaria. Novgorod se mantuvo pero terminó por sucumbir. La gran campana que convocaba al pueblo a la plaza pública, llamada de los vechés, fue transportada como trofeo a Moscú, la ciudad que poco tiempo antes había sido despreciada por los novgorodianos. Entretanto, los embajadores de Novgorod en Moscú dijeron a Iván III: Tú nos ordenas acogernos a las leyes de Moscú, pero nosotros no conocemos las leyes de Moscú, enséñanos a conocerlas.

Iván IV no olvida esta ironía. Luego del saqueo de Moscú y la toma de Pskov, del avasallamiento de Tver (Ciudades que terminaron siendo anexadas a Moscú en los años 1478, 1510 y 1485), las restantes ciudades no pudieron ni siquiera pensar en una resistencia seria, tanto más cuanto habían sufrido mucho las invasiones ya sea de los mongoles, como de los polacos o lituanos. Los vechés se apagaban unos tras otros, un silencio profundo alcanzaba a todo el Estado y los zares se volvían aristocráticos, omnipotentes ...

El bizantinismo inoculado por el clero se mantenía sin embargo en la superficie y no corrompía de fondo a la nación. No tenía relación con el carácter nacional ni tampoco con el gobierno. El bizantinismo es la vejez, la fatiga, la resignación de la agonía. Si bien el pueblo ruso estaba arruinado, abatido, y carecía de suficiente energía como para levantarse, era joven y no había en él desesperanza: no había sido derrotado sino que había desertado del campo de batalla. Pese a haber perdido sus derechos en las ciudades, los conservaba en el seno de las comunas rurales. ¡Cómo iba a descender viviente al ataúd, tal cual lo hizo Carlos V, para limitarse a los funerales pomposos y solemnes del rito bizantino!

Hasta tal punto esto es verdad que cada individualidad enérgica que ocupó el trono de Moscú se esforzó en romper el estrecho círculo de formalismo en el que se encontraba ubicado su poder. Iván IV, Boris Bodunov, el seudo Demetrio trabajaron, antes de Pedro I, por cambiar la atmósfera soporífera y pesada del palacio del Kremlin. Se sofocaban y veían que bajo ese régimen de formalidades pueriles y de verdadera esclavitud, el país se desmoralizaba poco a poco y nada progresaba, que la administración provincial se hacía más onerosa y no daba ningún provecho al Estado. Que las plegarias del patriarca de Moscú y las imágenes milagrosas que venían del monte Athos eran insuficientes para sacarlos de ese estado de precoz torpeza.

Iván el terrible osó llamar en su ayuda a las instituciones comunales. Editó su código en el sentido de las antiguas franquicias: delegó la percepción de impuestos y toda la administración de las provincias a funcionarios electivos, amplió las atribuciones del tribunal dejando a su cargo los procesos criminales y exigiendo su asentimiento para cualquier encarcelamiento. También quiso abolir la carga de los intendentes de provincia y dejar a éstas la libertad de gobernarse a sí mismas, bajo la dirección de una cámara ad hoc. Sin embargo, la libertad comunal, golpeada por sus predecesores, no renacía por invitación de un zar feroz y omnipotente. Todos sus proyectos fueron contrarrestados y condenados a la esterilidad. Hasta tal punto llegaba, hacia fines del siglo XVI, la desorganización y la apatía general. Furioso y desesperado, Iván multiplica ejecuciones de una refinada crueldad. Por odio y por disgusto, Yo no soy ruso, soy alemán, dijo un día a su orfebre de origen extranjero.

Boris Godunov pensó seriamente en aproximarse a Europa, en introducir las artes y las ciencias de Occidente, en crear escuelas. Sin embargo, en este último sentido encontró una oposición decidida por parte del clero. Este se sometía a todo pero temía una claridad que ya no tendría en absoluto su fuente en la ortodoxia. Tampoco era fácil traer a extranjeros teniendo en cuenta que los pueblos bálticos les obstruían la ruta. Se diría que, mostrando el actual estado de avasallamiento de sus descendientes por parte de Rusia, éstos interceptaban todo rayo de luz que viniera de Occidente a Moscovia.

Lo que Boris no osó hacer tienta al falso Demetrio. Hombre instruido, civilizado, caballeresco, obtuvo el trono por una guerra civil hecha en nombre de la legitimidad y sostenida por Polonia y los cosacos. Demetrio ataca más directamente que su predecesor las viejas costumbres y los ancestrales hábitos de Rusia. No ocultaba ni sus planes de reforma ni su predilección por las costumbres polacas y la iglesia romana.

Sublevado por los boyardos rebeldes en nombre de la ortodoxia y la nacionalidad en peligro, el pueblo de Moscú invade el palacio, masacra al joven zar, profana su cadáver, lo quema y, luego de llenar un cañón con sus cenizas, las dispersa al viento.

La fermentación y sobreexcitación que provocan estos hechos generó la difusión de una febril actividad en todo el Estado. Rusia se agita desde Kazan hasta Neva y Polonia. ¿Fue ése un esfuerzo instintivo del pueblo para constituirse de otra manera, o bien la última convulsión de la desesperanza, luego de la cual se volvió pasivo y dejó hacer al gobierno hasta nuestros días?

La confusión y la irritación fueron muy grandes, la sangre corrió por todas partes. Luego de la muerte del falso Demetrio, se presenta un segundo pretendiente, luego un tercero ... Uno de ellos se mantenía a algunas leguas de Moscú, en un campo apartado, rodeado de guardias franco-rusos, de polacos y cosacos. Las provincias se armaban, unas para ir en ayuda de Moscú, otras para ayudar a los pretendientes. El palacio del Kremlin estaba vacío, no había zar ni gobierno regular. El rey Segismundo de Polonia quería imponer a Rusia a su hijo Vladislav; un ejército sueco ocupaba el norte de Rusia y pretendía el trono para uno de sus príncipes; el pueblo opta por los príncipes Shuiski,. en tanto las provincias no querían ni oír hablar de ellos. En el interregno, la guerra civil, la guerra con los polacos, los cosacos y los suecos y la ausencia de gobierno, duraron cuatro años.

Las últimas fuerzas del pueblo se agotaron en la defensa de la independencia política; todo sacrificio era poco. El carnicero de Nizhni, Minin, y el príncipe Pozharski salvaron a la patria, pero sólo de los extranjeros. El pueblo, cansado de problemas, de pretendientes, de guerra, de pillaje, deseaba la tranquilidad a cualquier precio. Fue entonces que se hizo una elección apresurada, fuera de toda legalidad, sin consultar al pueblo. Se proclama al joven Romanov zar de todas las Rusias (Se refiere a Mijail Fedorovich Romanov, elegido zar el 21 de febrero de 1613). La elección recae sobre él porque, en virtud de su edad, no inspiraba desconfianza a ningún partido. Fue una elección dictada por el cansancio y el desgano.

El reino de Romanov, antes de Pedro I, consistió en el florecimiento del régimen seudobizantino. El pueblo estaba como muerto y ya no daba señales de vida como no fuera por la formación de grupos de bandidos que recorrían las costas del Samara o del Volga. Los mecanismos pesados de una administración mal entendida lo aplastaban. El gobierno entreveía su incapacidad y hacía venir a extranjeros al no poder resolver la situación sin el ejemplo de Europa. Sin embargo, continuaba encerrado contradictoriamente en un nacionalismo exclusivista y profesando odio salvaje contra toda innovación.

Es importante leer los relatos de costumbres moscovitas de esa época hechas por el diplomático ruso Koshijin (Este diplomático sería el autor de un famoso manuscrito llamado: Rusia bajo el reinado del zar Alexis, descubierto en Suecia en el año de 1830 y publicado en 1840), que a fines del siglo XVII se refugió en Estocolmo. Se retrocede con horror ante la asfixia social de ese tiempo, ante las costumbres que no eran más que una parodia de mal gusto de las del Bajo imperio. Las cenas, las procesiones, las vísperas, las misas, las recepciones de embajadores, los cambios de vestimenta tres o cuatro veces por día, constitúían toda la ocupación de los zares. Alrededor de ellos se alineaba una oligarquía sin dignidad ni cultura. Estos altaneros aristócratas, orgullosos de las funciones que habían desempeñado sus padres, eran fustigados en las caballerizas del zar y hasta castigados en la plaza pública sin sentir la menor ofensa. No había nada de humano en esa sociedad ignorante, estúpida y apática. Era necesario salir de ese estado o se corría el riesgo de pudrirse antes de madurar.

Pero, ¿cómo salir, de dónde esperar la salvación? Por cierto, no podía venir del clero, que estaba entonces en el apogeo de su grandeza e influencia. El pueblo agachaba la cabeza y se mantenía al margen. ¿Serían acaso los boyardos los que podrían indicarle el camino?

Evidentemente no, pero cuando una exigencia se hace sentir, nunca faltan los medios para realizarla.

La revolución que tenía que salvar a Rusia salió del seno mismo de la familia Romanov, que hasta ese momento se mantenía apática.

Antes de continuar avanzando, nos es necesario abordar una de las cuestiones más embrolladas de la historia rusa: el desarrollo de la servidumbre.

Ninguna historia, antigua o moderna, nos presenta nada análogo a lo que se produjo en Rusia en el siglo XVII y a lo que se estableció definitivamente en el siglo XVIII con relación a los campesinos. Por una serie de simples medidas policiales, por usurpación de los señores que poseían tierras habitadas, por tolerancia del gobierno y por inercia de los campesinos, éstos, de libres que eran, pasaron a estar más condenados a la tierra (krepkie), y a constituirse en propiedad inseparable del suelo. Es como si todas las libertades del estado natural que los eslavos habían conservado debieran pasar por el terrible crisol del absolutismo y de lo arbitrario para ser reconquistadas por los sufimientos y las revoluciones.

La comuna rural se había mantenido intacta mientras los zares minaban las franquicias de las ciudades y los campos. Pero llegó su turno, y no fue a la obschina sino al campesino al que se aplastó.

A comienzos del siglo XVII encontramos una ley del zar Godunov que regla y limita los derechos del campesino de pasar de las tierras de un señor a las de otro. Esta ley no ponía en duda los derechos de migración y mucho menos su libertad individual. Sólo fue motivada por razones económicas bastante plausibles desde el punto de vista gubernamental. Los campesinos abandonaban las tierras de los propietarios pobres y se trasladaban a las tierras de los señores ricos, lo cual provocaba que las regiones fértiles estuvieran atascadas y que en las tierras estériles se careciera de brazos. El zar Godunov, usurpador diestro y detestado por los grandes señores, engañaba también con esta ley a los pequeños propietarios. Tal fue el primer paso hacia la servidumbre.

Muy poco tiempo después, el mismo zar dictó otra ley (Se refiere a una ley promulgada en 1597 por Fedor Ivanovich, por medio de la cual prácticamente convertíanse en esclavos todos aquellos siervos voluntarios que trabajasen sin contrato por más de seis meses. Seis años después, en 1603, otro ordenamiento, conocido como ley Godunov, buscó revertir los perniciosos efectos de la ordenanza de Ivanovich, liberando de la servidumbre a todos aquellos siervos que eran expulsados, en épocas de carestía, por sus patrones), por completo incomprensible. Para hacerla inteligible es necesario decir que, antiguamente, el número de siervos en Rusia era muy restringido: se trataba de los prisioneros de guerra o esclavos comprados en países extranjeros (jolopi) o de hombres que se vendían a sí mismos con sus descendientes (kabalni liudi). Estas personas no tenían nada que ver ni con el campesino, que surgía de la comuna y cultivaba la tierra señorial, ni con los servidores libres de los boyardos. Estos últimos eran expulsados en gran número por los dueños y terminaban por convertirse en mendigos o ladrones de caminos, o bien se unían a los bandoleros del Volga y a los cosacos del Don, receptáculo de todos los vagabundos y de la gente en guerra con la sociedad. Boris, siempre en guardia, temía a esta masa descontenta y hambrienta. Para poner fin a esos inconvenientes y para estar seguro de que esos hombres estuviesen alimentados durante la época de escasez de alimentos y de que no se dispersasen, decretó que los criados que permanecieran por un tiempo determinado con sus dueños se convertirían en sus siervos y no podrían ni dejarlos ni ser expulsados. Es así como millares de hombres cayeron en la esclavitud casi sin percibirlo. Pero las deserciones y las fugas no disminuyeron; sería difícil precisar cuántos soldados procura esta ley a las bandas de Demetrio, de Gonsevski, de Zholkevski, del atamán de los zaporogos y de todos los condottieri que devastaron Rusia a comienzos del siglo XVII. Después del reinado de Boris hasta Catalina II, un movimiento sordo y sombrío agita al pueblo campesino. La rebelión de Pugachev aún se mantiene viva en su memoria.

Cada señor reprodujo en pequeño el papel del gran príncipe de Moscú, y, así como las ciudades habían perdido sus libertades por mantener la imprecisión en las costumbres, la comuna llevó la peor parte en su lucha con el señor, más enérgico y egoísta que ella, contra el principio de la autoridad y el individualismo.

Basado fundamentalmente en un poder ilimitado, el zarismo debía proteger necesariamente a los señores de los atentados. Para ello aniquila a los jurados (tselovalniki) (Los Tselovalniki eran funcionarios moscovitas dedicados a realizar tareas administrativas relacionadas con la recaudación impositiva. Elegidos en un inicio por la asmablea de la obschina, terminaron, en el proceso de centralización, convertidos en funcionarios policiacos bajo las órdenes del gobernados de la provincia), defensores naturales de los campesinos, y sostiene a los señores en todos los conflictos que con ellos mantienen. Sin embargo, la ley no precisaba ni sancionaba nada; había, por lo tanto, un gran abuso por parte del gobierno y pasividad por parte del pueblo.

En este estado de cosas se realizó el primer censo ordenado en 1710 por Pedro I, que procuró un espacio legal a esos monstruosos abusos; y fue precisamente él, el civilizador de Rusia, quien los sancionó.

Sería difícil determinar las razones que lo conducen a actuar de tal modo: ¿fue error, rencor o bien algo providencial? Del mismo modo que Pedro I fue el representante del zarismo y de la revolución, el señor se convierte en representante de un poder único, y en verdadero fermento revolucionario. Pedro I arrastra al Estado en el movimiento y el señor arrastra directa o indirectamente a la comuna pasiva a la evolución.

Sin duda, este fermento será disuelto, pero después de haber consumado la pérdida del absolutismo. La comuna, producto del suelo, adormece al hombre, absorbe su independencia, no puede defenderse del despotismo ni emancipar a sus miembros. Para conservarse debe experimentar una revolución.

Todas las libertades comunales sucumbían de hecho frente a la individualidad de los zares de Moscú, pero, felizmente, la línea de los zares desemboca en Pedro, que fue quien se constituyó en el verdadero representante del principio revolucionario latente en el pueblo ruso. Como ha dicho un joven historiador ruso (Trátase de K. D. Kavelin), Pedro I fue la primera individualidad rusa que osó asumirse en forma independiente. A la nobleza le tocó desempeñar un papel parecido: ésta representa el principio individual con relación a la comuna y, por consiguiente, la oposición al absolutismo.

La nobleza no quiebra la comuna, la oprime hasta que ésta se levanta. La obschina que se mantiene a través de los siglos, es indestructible. Al alejar completamente a la nobleza del pueblo y al dotarla de un terrible poder frente a los campesinos; Pedro I deposita en el fondo de la vida popular un antagonismo que no existía, o que existía en mínimo grado. Este antagonismo desembocará en una revolución social, en un corte en el destino de Rusia que nada ni nadie podrá cambiar.



NOTAS

(1) Se ha hablado mucho sobre la forma en que los varegos se establecieron en Rusia. Esta es una cuestión histórica que nos interesa tangencialmente. La importancia de la versión de Néstor reside en que muestra cómo se consideraba la invasión varega en el siglo XII. Es necesario señalar que sólo clarifica el verdadero papel de los normandos.

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