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La sociedad futura

Jean Grave

Las herramientas mecánicas


Hemos dicho que la revolución es fatal, y, para quien estudie los fenómenos sociales, esto no es una afirmación aventurada, sino el enunciado de una verdad que saltaría a la vista de todos si lo complejo de esos mismos fenómenos no nos ocultase su curso real, enmarañando de tal suerte las cosas, que harto a menudo tomamós los efectos por causas y las causas por efectos.

Así, muchos trabajadores heridos por el hecho brutal de su reemplazo por la maquinaria, han tomado odio a ésta, llegando a desear su supresión, sin darse cuenta de que no por eso dejarían de seguir siendo ellos también unas máquinas de prodúcir, y de que la supresión de las máquinas no les produciría sino un alivio momentáneo y relativo, el cual no tardaría en desaparecer por la rapacidad de lps explotadores.

Es evidente que en la sociedad actual las máquinas ocasionan grandes perjuicios a los trabajadores, digan lo que quieran los economistas, quienes hacen resaltar que las herramientas mecánicas economizan las fuerzas del obrero y que reduciendo los gastos de producción traen consigo la baratura de los productos, de la cual se aprovechan los trabajadores en cuanto son también consumidores. Esto no es más que el lado bueno de la cosa, lo cual sería cierto si ]a sociedad estuviese mejor organizada; pero que actualmente dista mucho de ser exacto por ]a explotación del capital.

Las máquinas, produciendo más de prisa, han aumentado al mismo tiempo el consumo, haciendo disminuir el coste de los productos, es cierto; pero si esa disminución ha aportado a los trabajadores algún beneficio, tiene que ser limitadísimo, puesto que lo mezquino de sus salarios no les permite satisfacer sino una parte muy mínima de sus necesidades. Por tanto, la facultad suya de consumir está limitada desde luego, mientras que el poder productor de las máquinas no está limitado por nada.

O, a lo menos, si está limitado por algo (las necesidades del consumo), esa limitación va en contra del trabajador, porque produciendo indefinidamente las máquinas y no habiendo aumento de consumo, esto ocasiona paros, o sea la miseria de quien sólo cuenta con el producto de su trabajo para poder vivir.

Además, las máquinas, con sus movimientos combinados y regulados de antemano, hechos automáticamente, han conseguido rebajar la instrucción profesional. Más pronto se aprende a conducir una máquina que a fabricar un objeto. En gran número de profesiones, a los ocho días de práctica, un individuo es capaz de dirigir la máquina a él encomendada; cuando antes hubiera necesitado varios años de aprendizaje para ser capaz de producir uno solo de los objetos que ahora salen a centenares por los engranajes del artifice de hierro.

Indudablemente, esta facilidad de adaptarse a un oficio podría ser provechosa al obrero, permitiéndole encontrar trabajo en otro oficio, cuando no lo tiene en el suyo. Pero también en esto, la organización capitalista ha sabido convertir esta ventaja en su provecho.

Cualquiera que fuese la rapacidad de los capitalistas, antes que la maquinaria hubiese invadido la industria, existían consideraciones que se veían obligados a tener en cuenta; y cuando tenían un personal hábil, ejercitado, inteligente, érales preciso hacer algunos sacrificios para conservarlo.

Hoy no hace falta ya nada de eso; es suficiente con que tengan uno o dos hombres que conozcan la manera de proceder de la casa y capaces de desbastar a un personal nuevo. El resto no es sino un vulgar rebaño, a quien se aprovecha cuando se le necesita, y se tira al arroyo cuando ya no hay en qué ocuparlo.

Además, esa facilidad en reemplazar su personal, ha hecho a los capitalistas mucho más exigentes y arrogantes. En otro tiempo, un obrero que tenía conciencia de su valer, podía permitirse el lujo de mandar a paseo a su señor patrón, cuando este se mostraba demasiado exigente. Hoy no basta ya ser asiduo en la tarea, conocer bien su oficio; es preciso ser humilde y sumiso con su excelencia el capitalista. El personal no escasea en el mercado; la fuerza, la actividad y la inteligencia, son géneros de clase corriente; exígense además la humildad y la vulgaridad.

Mas, no paran ahí los efectos nefastos de la maquinaria. Estar ocupado todo el día en seguir las evoluciones de una máquina para ver salir de ella un pedazo de hierro estampado, no tiene nada de recreativo ni que pueda ensanchar el entendimiento; y cuando este trabajo se repite todos los días, sin tregua ni sosiego, durante años y años, compréndese que quien sólo ha hecho eso en toda su vida sea incapaz de otra cosa si llega a faltarle esa ocupación, y que esta incapacidad le deje a merced de quien le explota.

A todas esas causas de ruina para el trabajador, añádase su reemplazo junto a las nuevas herramientas mecánicas por las mujeres y los niños; y ya no es de extrañar que, al ver los efectos al parecer derivados de su introducción en la esfera industrial, achaque a las máquinas los males que sufre.

Basta mirar en torno nuestro, para ver que describimos con exactitud lo que está pasando. En cada corporación, el obrero desaparece para ceder el puesto al especialista. En cuanto a este último, sujeto al movimiento regular y automático de la máquina, cuya velocidad es mayor cada dia, su atención experimenta una tensión tal de esfuerzo, exigida por su cotidiana labor, que el trabajo se le hace mucho más fatigoso que cuando lo realizaba sin ayuda de la máquina.

El reemplazo del obrero masculino y adulto por la mujer y el niño, así como la facilidad del aprendizaje, no son las únicas razones de los paros, sino sus menores causas.

Con diez, veinte o treínta obreros, la máquina hace el trabajo que en otros tiempos hubiera requerido el empleo de treinta, cincuenta o cien. A veces, ciertas modificaciones permiten desempeñar con uno o dos hombres la tarea de varios centenares. Cuando en otra época el industrial necesitaba seis meses para entregar un pedido, ahora está pronto a satisfacerlo en quince días con la mitad de la gente.

Antaño, veíase obligado el industrial a fabricar por anticipado, para estar en condiciones de dar abasto a los pedidos que preveía; esto era en él una razón para no desprenderse de su personal, con el fin de tenerlo siempre a mano, lo cual disminuía las causas de paro; y como sus instrumentos de trabajo eran de los más rudimentarios, érale preciso poder contar con un personal habil en el oficio; y, aunque los pedidos amenguasen un poco, veíase forzado a arreglárselas para conservar su personal de operarios.

Ya no acontece lo mismo. Con las máquinas que reemplazan a centenares de obreros, con el innumerable ejército de los faltos de trabajo que esperan todas las mañanas a la puerta de las fábricas, el capitalista no necesita ya preocuparse por aquellos a quienes echa a la calle en los tiempos de escasez de salida para los productos. ¿Se presenta un pedido? ¡Pronto se buscan diez, veinte, cien trabajadores, según las necesidades! ¿No vuelve a haber otro mientras se satisface ese pedido? ¡Está bien: todo el mundo a la calle! Y empieza la cruel peregrinación en busca de trabajo: vuelta a empezar con esas largas permanencias a la puerta de las fábricas a las horas de abrirse, con sus esperanzas, sus desengaños y sus angustias.

En otro tiempo salíase por la mañana, se llamaba a la puerta de los talleres, se ofrecían sus servicios, y así podían visitarse en el mismo día gran número de fábricas. En la actualidad es preciso estar tempranito, cuando se abre el taller, para pasar revista ante el contramaestre, que, siendo libre de elegir, alista a quienes se le antoja. Con este sistema, si no quedáis contratados ¡día perdido!; pues, abriéndose los talleres a la misma hora poco más o menos, ya se ha hecho tarde para acudir a los otros.

Y así, de día en día, de mejora en mejora, la explotación capitalista se perfecciona, se hace más sabia, le permite economizar tiempo, combínando mejor sus movimientos; pero esa mejora es a costa de los trabajadores, que, en definitiva, son qUienes pagan los vidrios rotos y hacen el gasto, pues todos los días se ven un poco más encadenados, un poco más miserables.

Pero los economistas, gentes muy sensatas y muy científicas (ellos son quienes lo dicen), no se apuran para responder a esto:

Es verdad que hay miseria. La culpa de ello la tiene el planeta, por no haberse adaptado aún a nuestras necesidades ...

Y añaden con hipocresía:

Es cierto, nuestra sociedad comete muchas injustícias, despilfarra muchas fuerzas; pero, en último término, la evolución sigue su curso natural, y no tenemos más remedio que inclinarnos ante los hechos.

Y siguen diciendo los economistas:

Los socialistas quisieran repartirse la fortuna de los capitalistas. ¿Qué produciría esto a cada uno? ¡Una miseria! ¿No es mejor que unos continúen siendo dueños de todo y otros sigan muriéndose de hambre? Estos últimos tienen por lo menos la satisfacción de saber que la parte que se les quita contribuye a aumentar el bienestar de una clase de individuos interesantísima ¡vaya! -estamos en ello- y que es la élite a la crema de la humanidad.

Hasta han hecho el cálculo de lo que ese reparto podría producir. El Sr. Novicow (La lucha entre sociedades humanas, Alcan editor) estima toda la fortuna de Francia en 200.000 millones de francos: Repartida entre todos sus habitantes, tocarían unos 21.000 francos a cada familia de cuatro personas. Y 21.000 francos sería la miseria para familia. El Sr. Novicow deduce de ahí: que no merece la pena ese tal reparto; que la miseria es una cosa independiente del capital, y que todo va, si no bien del todo, por lo menos lo mejor posible.

Sin ofender al Sr. Novicow, quien, según parece, es un banquero muy rico, diremos que no todo el mundo siente el mismo aristocrático desdén que él hacia unas cantidades tan pequeñas. Al 3 por 100, 21.000 francos aún rentarían 630 anuales. Es evidente que con 630 francos una familia no podría vivir sin trabajar; pero sería mucho más de lo qde algunos se atreven a pedir el ver aumentado en 600 francos el salario de las familias jornaleras.

Niveladas así las fortunas, ya no habría lujo, es verdad; pero tampoco habría individuos muertos de hambre, lo cual es digno de considerarse.

Pero es el caso que hoy nadie propone el reparto de las fortunas; por el contrario, lo que se quiere es que todas juntas constituyan un solo fondo común, para hacerlas producir a satisfacción de todos los hombres y que no sirvan exclusivamente para el goce de unos cuantos.

La causa de la miseria (y más adelante daremos otras razones), no tanto consiste en que unas pocas personas hayan acaparado todos los capitales, cuanto en que se sirven de esos capitales para poner trabas a la producción. Cuando un industrial ya no tiene pedidos, aminora su producción; los obreros no trabajan entonces y disminuyen su consumo, lo cual contribuye también a paralizar la producción. Si el mercader no hace ya pedidos cuando tiene llenos los almacenes, consiste en que no hay compradores, pero no en que falten los productos. Haya nuevos pedidos, y en seguida prosigue su curso la actividad. Los trabajadores vense obligados a que se vacíen los almacenes para poder reanudar el trabajo.

¿Querrían explicarnos los señores economistas por qué se aminora siempre así la producción, por qué no se ha visto nunca cerrarse una fábrica con motivo de no encontrar primeras materias para convertirlas en productos manufacturados? ¿En qué consiste, que una acumulación de riquezas produce la miseria?

Un economista ha dado la explicación, pero sin deducir de ella todas las conclusiones que entraña. En una de sus obras (Novicow, Los despilfarros en las sociedades modernas, Alcan editor) explica que el gran error de los hombres estriba en considerar como riqueza el oro y la moneda, que sólo son una representación de aquélla, cuando la verdadera riqueza consiste en los objetos de consumo.

En efecto, la moneda no es más que un medio de cambio, sólo existe en limitado número, hay leyes que regulan su fabricación. Es verdad que esta representación de la riqueza circula entre diferentes manos, pero algunos la han acaparado y con ella dominan a la humanidad.

La tierra, las minas, el mar están dispuestos a inundarnos con sus productos; las máquinas están prontas a transformarlos con arreglo a nuestras necesidades; y los que sólo tienen sus brazos para vivir, no piden otra cosa sino ocuparlos.

Pero ¡ah! esto no basta. Antes de producir otros objetos cuya acumulación disminuiría el valor de los que existen almacenados, los hombres que se apoderaron de los medios de producir quieren dar salida a los géneros que poseen, para lo cual suspenden la producción, y eso hace que, en ciertas manos, una riqueza excesiva engendre una gran miseria para los productores. Los que quieren una sociedad en donde puedan ser satisfechas todas las necesidades no piden, pues, el reparto de las riquezas existentes, sino una organización social donde el egoísmo de unos no pueda ser perjudicial para los demás.

Más adelante tendremos ocasión de tratar otra vez de este asunto. Volvamos a las herramientas mecánicas.

Los economistas se extasían pensando en el inmenso trabajo requerido por la fabricación de la maquinaria existente y en el bienestar que ha aportado a los trabajadores. Es un hecho el que durante todo el periodo en que comenzó a desarrollarse el industrialismo, la construcción de máquinas, creando nuevas ocupaciones para aquellos a quienes suplantaban en el taller conforme iban construyéndose, el equilibrio se sostuvo por algún tiempo, llegando a inclinarse en favor de los trabajadores, pero eso fue temporal nada más, y duró muy poco, apenas una generación. Hoy está roto el equilibrio en favor de los capitalistas.

La maquinaria se ha perfeccionado gradualmente; existe un material capaz de llenar todas las necesidades y no exige ya más que conservarse, operación que requiere un personal muchísimo menor que cuando era preciso construirlo en todas sus partes.

A pesar del alivio momentáneo de que disfrutaron los trabajadores, sus medios de consumo han sido siempre de los más restringidos; gran número de sus necesidades han tenido que quedar por satisfacer. Ha llegado el hacinamiento de productos acumulados en los almacenes; audaces especuladores hánse aprovechado de ello para producir alzas o bajas según convenía a sus intereses particulares, arruinar a sus competidores y desenvolver el agio a sus anchas; pero eso no desocupaba los almacenes. El comercio padece plétora, y los trabajadores hambre, junto a los productos fabricados por ellos.

Durante largo tiempo, creyóse que las conquistas coloniales servirían de desahogo a esa plenitud excesiva de productos que nos embaraza (!); pero son más dificiles cada vez, pues las grandes potencias se han apropiado casi por completo lo que era apropiable. Además, no se han contentado con explotar mercantilmente a los púeblos a quienes iban a proteger, sino que también han querido explotarlos industrialmente, haciéndoles doblegarse bajo un régimen que no podía convenirles. No se ha hecho esperar el resultado: las razas más vigorosas quedan tan saturadas de los beneficios de la civilización, que a cabo de dos o tres generaciones revientan a consecuencia de ellos. Los pocos individuos que sobreviven a las matanzas sistemáticas se aniquilan lentamente por la tisis, el alcoholismo y la sífilis.

Allí donde lo numeroso de la población era capaz de fatigar los esfuerzos de los civilizadores y de llenar con su prolificidad los huecos hechos por la civilización, los pueblos han podido sostenerse; pero se empieza a someterlos al yugo industrial. Ya comienzan (como las Indias, por ejemplo) a inundar los mercados con sus productos y hacer competencia a los productores de la madre patria, ese tragadero que devora a sus propios hijos.

Por eso, a consecuencia de este hermoso régimen, se precipitan las bancarrotas colosales, contribuyendo a hacer más abrumador aún el malestar general. Los especuladores se aprovechan de él para organizar gigantescas pesquerias de capitales con el señuelo de sus promesas de dividendos insensatos; porque cada uno quiere enriquecerse lo más pronto posible, volviendo la espalda al trabajo, que, no sólo no enriquece a quien lo practica, sino que ni siquiera existe ya para todos.

Cada cual vende lo que puede, hasta lo que no tiene (¿no se ha hablado de personajes políticos que han vendido su conciencia?). En último término, los capitales se reconcentran en manos de una minoria cada vez más restringida, precipitando diariamente en el abismo del proletariado a algunos nuevos rentistas, propietarios, industriales y comerciantes en pequeña escala, que se han dejado coger entre los engranajes de la especulación.

Para atraerse a estos últimos, ciertos socialistas se compadecen de su suerte; nosotros no tendremos esa hipocresía, porque su suerte no nos inspira lástima, y nos parece que quien jamás conoció otra cosa que la miseria es mucho más interesante que quien sólo buscaba su bienestar explotando a los otros.

En esa clase de capitalistas de baja estofa es donde se encuentran los más feroces reaccionarios, los explotadores de menos entrañas; como su avidez y su amor al lucro están en razón directa de todo el lujo que ven por encima de ellos, esperan alcanzarlo haciéndose cada vez más rapaces.

Cuando los grandes rentistas les roban su modesto peculio, con ayuda de embusteras promesas, y los arrojan al fondo de la Gehenna de donde querían salir encaramándose por encima de los hombros de los demás, llevan su merecido, cosechan los frutos de su ceguedad. Su interés bien entendido les aconsejaba ponerse junto a los trabajaqores, solidarizar sus intereses con los de éstos, intentar a un tiempo su emancipación común; pero su egoismo, su inmoderado afán de ganancias y su vanidad les empujaron hacia los grandes explotadores. ¡Peor para ellos, si éstos les aplastan! Quien se propone engañar a otro, se engaña a sí mismo, dice un refrán antiguo. Por esta vez tiene razón la sabiduría de las naciones, lo cual no le sucede tan a menudo.

Los trabajadores no saben entenderse entre sí: esta es la causa de su debilidad. Pero, por fortuna, si los burgueses están unidos para explotar al trabajador, no lo están de ningún modo para saber conducir la defensa de su sistema.

La competencia sin freno, la competencia a muerte que rige a su sociedad, impera entre ellos con la misma energía que entre sus víctimas. Su sociedad es una partida de caza donde todos corren enardecidos tras de la pieza, chocando entre sí, tirándose al suelo unos a otros, pisoteándose, para llegar el primero, y defendiéndose a su vez para disputar cada uno la presa, en la cual todos quieren tener participación. Desde el comienzo de la partida, suena el toque de reparto, y en seguida empieza éste, continuando después sin interrupción, renaciendo sin cesar la víctima bajo el cuchillo de los cazadores que la destrozan para apropiarse tajadas de ella. Pero la víctima no ha muerto, puede volver a ponerse en pie, y asi lo hará, gracias a las divísiones de los burgueses, quienes, solidarios en la ídea de explotación, ya no lo son en la manera de realizarla.

Si los burgueses pudieran prescindir de sus intereses personales para favorecer sus intereses colectivos como clase, la situación sería insuperable para los trabajadores. De la coalición de los burgueses resultaría un conjunto de medidas para remachar de un modo indefinido las cadenas de los trabajadores, perpetuando su yugo. Por fortuna, es imposible esa coalición: el amor al lucro individual les domina hasta el punto de no comprender sus intereses de clase; las ambiciones políticas les llevan a hacerse unos a otros guerra sin cuartel.

Las culpas de la burguesía contribuyen tanto como la propaganda socialista a demoler el edificio del orden burgués. El sistema mismo produce el gusano roedor que lo carcome. Es de plena lógica que lo anormalmente constituído produzca las causas que lo destruirán. No nos quejemos de eso: desempeñan una parte de nuestra tarea.

No están lejanos los tiempos en que quienes aún temen la revolución llegarán a mirarla con menos espanto. La sociedad misma ha de conducirles a desear esa conmoción que les ha de librar de las torpes inmundicias con que nos ensucia todos los dias.

La idea revolucionaria gana terreno continuamente, se graba poco a poco en los cerebros, se difunde por el aire formando una segunda atmósfera que respiran los individuos, y en la cual se baila y empapa todo su ser. Dejemosla seguir conquistando terreno: no está lejos el dia en que baste un pequeñísimo choque para que estalle, arrastrando dentro de su torbellino, en el asalto del poder, en la destrucción de los privilegios, a los que en la actualidad sólo piensan en la lucha con temor y desconfianza.

Trabajadores: es cierto que en la sociedad actual os perjudican las máquinas. Ellas son quienes os quitan el trabajo, ocasionan los paros, hacen bajar los jornales; ellas, quienes, en un momento dado, haciendo echar a la calle a gran número de los vuestros, os obligan a luchar unos contra otros para disputaros las piltrafas con que vuestros amos os alimentan, hasta el día en que el exceso de la miseria os fuerce á tomar extremas resoluciones.

Pero ¿es a ellas a quienes debéis achacar todos estos males y culparlas de que ocupen vuestro puesto en el trabajo? ¿No estaríais satisfechos de no tener ya más que cruzaros de brazos y mirarlas producir en lugar vuestro? Domar las fuerzas naturales para obligarlas a poner en movimiento esa maquinaria y hacerle producir la riqueza para todos, exigiendo menos esfuerzos a los individuos, ¿no sería el más bello ideal que a la humanidad pudíera dársele?

Pues bien, compañeros; eso puede hacerse si lo deseáis, si sabéis libraros de los parásitos que, no sólo absorben el producto de vuestro trabajo, sino que además ós impiden producir según vuestras necesidades.

La máquina es un mal dentro de nuestra sociedad, porque tenéis unos amos que han sabido convertir en su exclusivo provecho todas las mejoras hechas por el genio y la industria del hombre en los medios de producción.

Si esas máquinas perteneciesen a todos, en vez de pertenecer a una minoría, las haríais producir sin tregua ni descanso; y cuanto más produjesen más dichosos seríais, porque podríais satisfacer todas vuestras necesidades. Vuestra producción sólo tendría por límites vuestra facultad de consumir. Cuando vuestros almacenes estuvieran llenos, no os entretendríais en producir cosas que no os hiciesen falta, sino que entonces disfrutaríais de vuestro descanso en paz, sin el temor a la miseria como hoy, cuando sufrís un paro forzoso. En la sociedad actual no se os paga cuando no trabajáis; con otra organización muy diferente, habiendo desaparecido el salario, dispondríais de lo que produjerais, y su abundancia sería para vosotros riqueza y no miseria.

En estas condicionos, las máquinas os darían bienestar. Luego no son ellas la causa de vuestra miseria, sino los que las emplean como un medio de explotaros.

Compañeros de miseria: cuando, extenuados por un largo paro forzoso y desesperados por privaciones de todas clases, llegáis a maldecir de vuestra situación y a pensar en los medios de aseguraros otra mejor, atacad las verdaderas causas de vuestra miseria, la organización capitalista que os convierte en máquinas de máquinas, pero no maldigáis a esa maquinaria que os redimirá de las fuerzas naturales, si sabéis libertaros de quienes os explotan. Os dará el bienestar ... si sabéis haceros dueños de ella.

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