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La sociedad futura

Jean Grave

Fatalidad de la Revolución


Lo que más asusta a un gran número de trabajadores para realizar las ideas nuevas acerca de la organización social y les hace agarrarse al parlamentarismo y a la campaña para conseguir reformas, es esa palabra de revolución que les hace vislumbrar en el horizonte todo un porvenir de luchas, de combates, de sangre derramada. Por muy triste que sea la situación presente, el miedo a lo desconocido hace vacilar a los más miserables; por triste que sea la vida, se tiembla ante la idea de verse algún dia obligado a echarse a la calle y sacrificarla por un ideal que acaso no se vea realizarse.

Y luego, ese poder que se trata de derribar es terriblemente fuerte; rara vez le ha sido permitido a los trabajadores contemplarlo de cerca; y visto de lejos, paréceles un coloso que se ríe de sus esfuerzos, contra él cual es inútil luchar, pues no tiene sino hacer un gesto para poner en movimiento un tremendo aparato de represión que triture a los imprudentes que se atrevan a atacarle.

Las revoluciones pasadas, que se volvieron todas contra su objetivo y dejaron al trabajador siempre tan miserable como antes, no han contribuido poco a hacerle escéptico respecto a una revolución nueva.

¿De qué sirve pelear y hacerse romper la cabeza, dice en sus adentros, para que una pandilla de nuevos intrigantes me explote en reemplazo de los que actualmente están en el poder? ... ¡No seria yo mal tonto!

Y a la vez que gime por su miseria y murmura de los charlatanes que le han engañado con promesas que siempre se aplazan, tápase los oidos contra los hechos que le dicen a gritos la necesidad de un acto varonil, y cierra los ojos para no tener que considerar la lucha que se prepara, la cual en el fondo sabe que es inevitable, la cual reclama imperiosamente a grito herido en sus días de luto y de cólera.

Escóndese bajo tierra, en su temor a lo desconocido, negándose a reconocer que la miseria reinante en torno de él ha de alcanzarle mañana y de enviarle, con los suyos también, a aumentar el montón de los hambrientos que viven de la caridad pública.

A pesar de todo, parécele inevitable una mUdanza de fortuna; no puede creer que haya de vivir siempre en la miseria, ni es posible que sea eterna la injusticia. Atrévese a esperar que lleguen tiempos en que cada uno saciará su hambre y en que se andará erguido, con la cabeza levantada, sin tener nada que temer de nadie. Pero espera repentinos acontecimientos providenciales que le eviten echarse a la calle; en sus sueños ve resolverse por sí misma la situación, incógnitos salvadores arrojarle felicidades a manos llenas. Y entonces se agarra con todas sus fuerzas a los que le hacen esperar ese desenlace feliz, ese cambio conseguido sin lucha y sin esfuerzos; aclama a quienes escarnecen a los usurpadores del poder,' pareciéndole que a este mismo es a quien se hiere; sube al pináculo de la gloria a los que le prometen las reformas más bonitas, y le hacen vislumbrar toda una legislación favorable a él, y se apiadan de su miseria con promesas de aliviarla.

¿Cree más en ellos que en quienes le muestran la revolución como solución única de sus males? Probablemente no. Pero le hacen esperar un cambio de suerte sin que tenga que tomar participación directa en la lucha, y eso le basta. Se adormece en su quietud, esperando verles manos a la obra, para volver a comenzar a quejarse cuando les vea eludir sus promesas y alejarse la hora de su realización ... Hasta el día en que, acosado por el hambre, llegando a sus últimos límites el asco y la indignación, se levantará por fin de tan largo decaimiento y hará pagar en un día largos siglos de miseria y de rencores.

Si los burgueses comprendieran bien la situación, podrían demorar ese vencimiento por largo plazo aún, podrían hacer durar muchos siglos esa esperanza de un milenario que traiga a todos la dicha en la tierra. Ya hemos visto que su rapacidad y la competencia reinante entre ellos les hacen contribuir a la evolución fatal, trabajando ellos mismos para destruir sus propias instituciones.

Sin embargo, tienen buen cuidado de no proponer sino reformas insignificantes, que no puedan perjudicar en nada a sus privilegios, ni restringir de ningún modo su posibilidad de adquirir. Pero esas reformas preconizadas por ellos cuando dirigían el asalto contra las funciones lucrativas, les dan miedo en cuanto consiguen ser dueños de éstas. Esas cosas que les sirvieron de máqúina de guerra para apoderarse de la autoridad, les asustan así que logran por fin llegar a ser los amos del cotarro.

Una vez en el poder, se desengañan de las ilusiones que contribuyeron a propagar entre aquellos de quienes se han hecho instrumentos. Y combaten las reformas antes pedidas por ellos, con el mismo calor que en otro tiempo empleaban para reclamarlas, con igual tenacidad que sus antecesores.

La visión cambia con el punto de vista: tal cosa que parecía lógica y normal cuando se estaba entre la turba de pordioseros, hácese enorme y subversiva cuando se tiene la misión de velar por la buena marcha del orden de cosas establecido. Asusta la insaciabilidad del rebaño de los gobernados, témese suscitar nuevas exigencias si se cede en los puntos controvertidos; y por eso se ve siempre a los hombres políticos triunfantes hacer fusilar a mansalva a las muchedumbres que tienen la candidez de presentarse a exigir la realización de las promesas de antaño.

Y sin embargo, si fuesen inteligentes, si tuviesen clara visión de los intereses de su casta, ¡cuán fácil les sería engañar a esos pobres papanatas de electores! ¡Cuántas reformas se les podrían ir largando gradualmente, sin perjuicio de otras nuevas y tan negativas que se les pudieran inventar, sin escatimar ningún beneficio ni disminuir privilegio ninguno, sin comprometer el edificio en nada!

Por fortuna, el miedo no razona; y la burguesía tiene miedo y se queda estupefacta ante las reclamaciones de los trabajadores. Por fortuna, la necesidad de consolidar y defender el estado presente le impide ver lo que sería preciso para fortificarlo contra los ataques futuros. Desmantela un ángulo para reforzar otro, se sirve de los materiales que tiene a mano sin fijarse en si serían más útiles en otra parte, y el edificio queda así restaurado para algún tiempo; pero las grietas se hacen cada vez más grandes y pronto llegará el momento en que, siendo ya imposible toda compostura, se hará necesaria la demolición completa con el fin de facilitar la construcción de un nuevo edificio.

No nos quejemos, pues, del positivismo de la muchedumbre. Podemos entristecernos a veces al verla impasible a la vista de las más insultantes injusticias, fría en presencia de los desbordamientos de fango, pareciendo ella misma ensuciarse con él, pero ese positivismo la preserva de fiarse demasiado de los habladores; y hasta cuando parece dejarse embaucar por ellos, no piensa para nada en el provecho de los parlanchines, sino que al aclamarlos aclámase a si misma.

Si las palabras de verdad la hallan incrédula cuando no halagan a sus pasiones, en cambio sólo cree a medias a quienes como ella hablan para adularla, y su entusiasmo por sus ídolos le abandona aún más pronto que le entró. En el fondo, el trabajador sólo busca una cosa: su emancipación. Aun aparentando aceptar a ojos cerrados las ideas que se le predican, en realidad las pesa y discute. Equivócase a menudo, más de una vez se extravía por ir a remolque de los saltimbanquis políticos; no nos quejemos de ello, porque esto contribuye a instruirle, y cada lección le hace ser cada vez más escéptico acerca de los políticos, de sus promesas y de sus farsas de juglar. Otro poco más de paciencia, y bien pronto sólo buscará inspiración en si mismo.

Con el propósito de convencerle bien de la verdad de que no debe contar con nadie sino consigo mismo, nos esforzamos en hacerle comprender las mentiras con las cuales se le engaña y hacemos resonar continuamente en sus oídos nuestro Delenda est Carthago: ¡Sólo la revolución puede emanciparte!

Ya lo hemos dicho, y volvemos a repetirlo: la revolución no se crea ni se improvisa; no tenemoS de ningún modo la esperanza de ver levantarse a nuestra voz batallones populares y correr al asalto del poder. Sólo quisiéramos que los trabajadores se convenciesen bien de esta verdad: la situación hará por fuerza rebelarse. Previendo esa lucha, instrúyanse acerca de las causas de su miseria, aprendan a conocer las instituciones nocivas para ellos; persuádanse de que las chapucerías o los remiendos nunca han valido para nada, y cuando llegue el día del combate, lejos de sorprenderles, estén dispuestos a tomar parte en él, sepan alguna vez siquiera tener tacto de codos para desempeñar sus negocios ellos mismos y no dejarse más escamotear los frutos de la victoria por los intrigantuelos que vayan a lisonjearles, a prometerles el oro y el moro y (bajo capa de facilitarles la tarea) a sustituir al poder derrocado, a reanudar con nombres diferentes añejos errores llamados a producir idénticos efectos.

Ya es hora de que acontezca ese cataclismo saludable; por interés de la evolución, urge ya que intervenga la revolución. Todos los días extiende el Estado sus tentáculos en las relaciones sociales y se desarrolla con detrimento de la iniciativa individual. Todos los días aumenta su ejército, su policía, sus empleados; mientras los talleres quedan desiertos de trabajadores, las avenidas del Estado se llenan de zánganos, que, por trocar el martillo o la lima, a cambio de una pluma, un plumero o una escoba, se figuran que forman parte de la clase gobernante y se creen obligados a tomar la defensa de ésta.

La clase productora disminuye, mientras aumenta la clase parasitaria. Por su parte, el industrial hace lo mismo: si despide de sus talleres a los obreros productores, crea uno o dos empleos parasitarios (ni obreros, ni burgueses), pero tanto más adheridos al orden actual de cosas, cuanto que conocen ser inútiles en absoluto y temen tener que recobrar su puesto en el taller.

A poco que se prolongue este estado de cosas, indefectiblemente disminuirá en número la clase obrera mientras se refuerza el de la clase contraria, aumentada con todos los tránsfugas a quienes coloque en los empleos parasitarios inferiores, reservando los empleos productivos para sus propias nulidades en materia de valor; y podrá llegar un momento en que los trabajadores no sean ya lo suficiente númerosos para romper el yugo que les oprime.

Cierto es que antes de llegar a ese extremo será preciso que pasen inuchos siglos; antes de dejarse eliminar así los trabajadores habrán dado numerosas batallas al orden capitalista, y su aminoramiento cuantitativo no será óbice para un desarrollo cerebral que compense con creces la debilitación de sus fuerzas, Por fortuna, no hemos llegado aún ahí; pero, en último caso, puesto que se nos acusa de querer retardar el desarrollo de los progresos de la humanidad, permitasenos que, estudiando la marcha de nuestras sooiedades, tratemos de darnos cuenta de la dirección en que se efectúa ese progreso.

Pues bien; el tal progreso nos lleva a la atrofia de la clase productora y a la hipertrofia de los individuos que componen la clase parásita. A fuerza de descansar en el trabajo ajeno, la burguesía perderá la facultad de trabajar y sólo será apta para el goce.

En las abejas y en las hormigas vemos el resultado de la división del trábajo, en qué sentido ha impulsado a la evolución de la especie: entre las abejas hay hembras (una sola de las cuales se tolera en la colmena), machos (los zánganos) y seres neutros representantes del proletariado, cuyas funciones consisten en producir para toda la población de la colmena (enjambre), limpiar y defender ésta, construir los panales y criar a la progenie de los demás.

Entre las hormigas, o a lo menos en ciertas especies, se ha producido una cuarta división: la de los soldados para defender el hormiguero. Otras especies han ido aún más lejos, como la hormiga amazona (Polyergus eufescens, de los entomólogos), la cual hace la guerra a las demás para plroporcionarse esclavos, no es apta sino para la pelea, e instintivamente ha llegado a ser tan aristocrática, que es incapaz de todo trabajo en el hormiguero, hasta el punto de que ya no puede comer por sí sola y muere sí no tiene esclavos para darle la comida.

Si la sociedad burguesa se viese llamada a proseguir apaciblemente su evolución, lo probable es que consiguiera este resultado: unos trabajadores sin distinción de sexos ya, y una burguesía transformándose poco a poco en un saco digestivo asociado con otro aparato fácil de adivinar y que en otros tiempos llevaban como amuleto las señoras romanas.

Si no queremos ser objeto de ajenos placeres, ni tampoco neutros, ya es hora de hacer alto y de que la revolución intervenga para llevarnos por Yla más racional, para conducirnos a una sociedad que pueda dar libre campo a todas las facultades y ya no se esté obligado por fuerza a desenvolver unas (a riesgo de hipertrofiarlas) con detrimento de las otras.

No se diga que esto es inverosimil. Echese una mirada á ciertas ciudades manufactureras del Norte, del Sena Inferior. Su población está degenerando, la mayor parte es anémica; mujeres y niños son allí arrancados casi por completo del seno de la familia; con ese régimen se marchita y se atrofia el niño, se vuelve raquítico y queda gastado a los veinte años de edad.

En cuanto a la mujer, no contentándose con exprimirla el jugo y explotarla en su trabajo, por añadidura se le transforma en carne para el placer. Si es bonita, tiene que ser condescendiente a los antojos del señor contramaestre, del señor patrón y también de los señores empleados; claro es que los más altos en categoría eligen primero, Mientras dura el capricho, se pueden tener con ella algunos miramientos y hacerle menos dura la explotación; pero satisfechos ya los deseos, tendra que seguir dando vueltas a la noria sin chistar, como sus compañeras, ¡y en esos infiernos es bien dura la explotación, y las generaciones son segadas por la muerte antes de envejecer! Si son escasos los varones que llegan a la edad adulta, tampoco son robustos.

Extraviados por la esperanza, siempre defraudada, de obtener concesiones de la clase privilegiada, intranquilos aunque nada tienen por qué temer los resultados de una revolución, cuyas ventajas no advierten y que no puede hacerles más miserables de lo que ya son, los trabajadores retroceden espantados ante la idea de empeñar la lucha. A ejemplo de los burgueses, cuando se les habla de una sociedad en que serian libres para desenvolverse y tendrian la facilidad de satisfacer sus necesidades todas, mueven tristemente la cabeza y les parecen esas ideas demasiado hermosas para ser realizables.

No quieren ver que la fuerza de los sucesos les arrastra a la lucha sin remedio; que la miseria, el embrutecimiento y el exceso de trabajo matan con tanta seguridad como una bala de fusil; que cuanto más se resignen, tanto más abrumador será sobre ellos el peso de la explotación, y que si no tienen la energía necesaria para querer emanciparse, no serán sus explotadores quienes graciosamente vayan a romperles las cadenas.

Vuestras ideas no son realizables -dicen ellos. -Y, en efecto, nunca lo serán si aquellos a quienes interesan son lo bastante estúpidos para aguantar un orden de cosas que les mata, y tan cobardes que no bacen uso de sus fuerzas para realizar ese ideal que les parece demasiado hermoso.

Ese ideal de amor y de armonia que entrevemos, ¡ah!, según todas las probabilidades, está destinado a seguir siendo, para muchos de nosotros, un grato ensueño nada más. ¡Cuántos dejaremos de entrar en la tierra prometida! ¡Cuántos sucumbirán en la contienda, con los ojos puestos en ese paraíso de sus sueños, en el cual tienen probibida la entrada!

¡Qué importa! ¿No tienen los gastadores la misión de preparar el camino a los que vienen detrás de ellos, y ser las primeras víctimas que el antiguo orden de cosas sacrifica para su propia defensa? El progreso de las ideas no se realiza de otro modo. Pero aun cuando nuestro ideal permanezca irrealizable siempre, es útil para la marcha de la sociedad: es una estrella que acude para guiar al progreso, señalándole la meta que ha de alcanzar, haciéndole entrever las celadas donde se pretende descarriarle, y poniendo de manifiesto al individuo lo que tendría que hacer para emanciparse si sabe tener la energía de querer vivir libre y dichoso.

Dado el orden de cosas establecido, la evolución engendra a la revolución: es una fase fatal, por la que es preciso pasar; y, después de todo, debemos decir, además, que es necesaria para sacar a la humanidad del retroceso a donde la evolución burguesa, la arrastra.

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